domingo, 21 de marzo de 2021

El pobre, ese otro Cristo

 

LA OPCIÓN GUANELIANA

2.- El pobre, ese otro Cristo.

Cada vida humana es sagrada por su dignidad, su historia y su rostro.

 

“Al más abandonado de todos, acogedlo y sentadlo a vuestra mesa; que sea uno más entre vosotros, porque es Jesucristo” (L.G.) 

 


En 2017, la palabra aporofobia fue elegida como neologismo del año en España (aporós, pobre; fobia, miedo). La palabra fue un hallazgo de la profesora de ética, Adela Cortina, para hablar de nuestro miedo o de nuestro desprecio por los pobres. Puede que no seamos xenófobos, homófobos y otras fobias, pero todos somos aporófobos. Nada tenemos en contra de un gran futbolista negro, o en contra de un jeque árabe musulmán. Los que nos molestan son los negros pobres, los musulmanes pobres que deambulan por nuestras calles o plazas.

La aporofobia parece que está inscrita en nuestro ADN, como una forma de autodefensa. Si me junto a un pobre, mi riqueza disminuye. Si mi alío a un rico, probablemente aumente. Sentir simpatía y empatía por los pobres es un don. Un don que sólo puede otorgarnos la gracia. Por naturaleza estamos inclinados a identificarnos y a acercarnos al rico. Y cuando digo rico, digo fuerte, sano, influyente, inteligente, y otro sinfín de cualidades. ¿Qué puede aportarnos un enfermo, un donnadie, un viejo, un discapacitado?

Nadie lo ha dicho mejor que Simone Weil: “La simpatía del débil por el fuerte es natural, pues el débil, proyectándose en el fuerte, adquiere una fuerza imaginaria. La simpatía del fuerte hacia el débil es contraria a la naturaleza”. Y también: “Aquel que trata como iguales  a quienes la relación de fuerzas coloca por debajo de él, les hacer realmente el don de la condición de seres humanos”.

Hay una frase enigmática en el Evangelio. “Siempre habrá pobres entre vosotros”. La pronunció Jesús de Nazaret, sin duda el mejor lector del corazón humano. En este sentido, Jesús aceptaba, de antemano, el fracaso del cristianismo como solución a los problemas terrenales. Mientras haya hombres sobre la faz de la tierra, habrá pobrezas. Ahora sabemos bien a qué nos han llevado las utopías nazista y comunista en el siglo XX que prometían la plenitud de la Historia y el advenimiento de un paraíso de mil años. Todos los recelos son pocos ante quien nos promete paraísos.

La pobreza es una desgracia y es un sufrimiento. Pero es una revelación. El corazón humano se revela en la pobreza. El pobre refleja nuestra esencia de hombre. El pobre es el hombre sin aditamentos o añadidos que el poder, el dinero, los cuidados externos, las influencias o el prestigio pueden darle, y de hecho le dan. El pobre (material, física, espiritual, mental, afectivamente) está desnudo y está a la intemperie. Los pobres, en sí, no son “amables’. Solo la gracia puede obrar el milagro de amar a los pobres.

El libro de Job es la más hermosa escritura sobre la revelación que la pobreza causa en un hombre. Job maldice el día que nació y el día que fue engendrado. Pero al final reconoce que la pobreza le ha permitido ver a Dios cara a cara y no sólo de oídas.

Los pobres no pueden ser solo objeto de beneficencia. El pobre necesita nuestro reconocimiento como persona con toda su dignidad. “Los pobres nos evangelizan y nos educan; su presencia desencadena amor y es determinante para transformar nuestra realidad humana en la civilización del amor” (Proyecto Educativo Guaneliano).

La palabra justicia estuvo bastante apartada del lenguaje de la Iglesia, tal vez por miedo a ser tachada de marxista. Y sin embargo la lucha por la justicia ha sido una continua tarea en el mundo de los cristianos.

Se ha hablado mucho de la caridad de Don Guanella. Y bastante menos de su sentido de la justicia. Pero si uno hace menos caso a sus palabras y lee correctamente sus obras, descubrirá que el anhelo de justicia estaba en lo más profundo de su corazón.

Hambre y sed de justicia sintió don Guanella desde pequeño. No había justicia en su valle, donde algunas familias tenían que emigrar a Suiza o a América, a comer el amargo pan del exiliado. No había justicia en quien enfermaba y no podía costearse medicinas caras y alimentos nutritivos y, por ello, era destinado a la muerte, como le ocurrió a su compañero de seminario, atacado por una enfermedad contagiosa y al que él mismo, en contra de opiniones prudentes, cuidó hasta el final. No había justicia en Traona donde muchos adultos aún eran analfabetos y, por esa razón, en un viejo convento abandonado, improvisó una escuela nocturna y dominical, para que estos campesinos, uncidos como animales de carga a la ignorancia secular, pudieran aprender a leer y a escribir. No había justicia en la semiesclavitud a la que eran sometidas las hilanderas de la seda que trabajaban jornadas maratonianas y que perdían la vista en talleres oscuros de la ciudad de Como. No había justicia en el atraso secular en que vivían los hombres del campo que cultivaban un escaso huerto de supervivencia y que, en los años de sequía, se quedaban sin su maíz, el ingrediente de su polenta diaria, y, por ello, ideó y realizó una canalización de agua para asegurar el riego de esos campos. No había justicia en la forma en que eran abandonados tantos chicos y chicas con discapacidad, y eso le llevó a construir aquí y allá casas que los atendiesen y los cuidasen como los ‘buenos hijos’ que eran. No había justicia cuando las ayudas estatales no llegaban a los damnificados por el terrible terremoto de Avezzano, ese sur irredento dejado de la mano de Dios y de la mano de Roma. Y por ello, él y sus religiosos se presentaron en la ciudad destruida para socorrer y consolar, al mismo tiempo que ordenaba que se abriesen sus casas para acoger heridos, huérfanos y viudas.

La opción por la justicia no son sólo bellos discursos, brillante oratoria que invita a la lucha, especialmente si hay micrófonos y cámaras. La justicia se defiende, con pies y manos, con corazón y con entrañas, allí donde la injusticia crece, desde siempre, como las malas hierbas. Ocurre con demasiada frecuencia que los que sostienen las pancartas de las manifestaciones no sostienen los pucheros en las chabolas.

El sentido de justicia estuvo siempre en la actitud y en el hacer de don Guanella. Nunca quiso que a los chicos con discapacidad se les diese solo de comer y se les mantuviese aparcados como muebles en un pabellón. Quería que trabajasen, que viesen los frutos de su trabajo. Les enseñó a cultivar los campos, a cuidar el ganado, cada uno según sus posibilidades. Levantó talleres de carpintería o imprenta para aquellos muchachos que ya sobraban en el campo pero a los que la ciudad industrial tampoco acogía. Quiso que las mujeres empleadas en las hilanderías aprendiesen a leer y a escribir. No había justicia en esa ignorancia católica en la que se mantenía al pueblo fiel. Y por ello don Guanella escribió pequeños libros que ofrecían instrucción religiosa a los feligreses y parroquianos. Caridad y justicia, compañeras inseparables.

Hace unos años con motivo de la fiesta del Corpus Christi, se divulgó una viñeta en la que aparecía una custodia procesional. Si uno ampliaba la foto, se daba cuenta de que esa pieza de orfebrería no estaba hecha con oro, plata y piedras preciosas, sino con los cuerpos y las manos mendicantes de los pobres, componiendo una escena abigarrada y suplicante. Existe una transubstanciación en la eucaristía. Y existe una transubstanciación en los pobres. Y es esta transubstanciación la que torna sagrada cada vida humana, especialmente las descartadas o destinadas, según la mentalidad de cada época, a la marginación. Se puede comulgar en misa y se puede comulgar en las casas y en las calles de nuestras ciudades. Comulgar en la atención al enfermo en la Uci, en el lavado de un niño con lepra, en la lucha por la dignidad de una mujer objeto de trata. Como bien ensañaba Luis Guanella: “Es preciso educar a todos en un verdadero sentimiento de compasión hacia los que sufren, porque un corazón compasivo es un corazón bueno que Dios bendice”.

 

 


 

Próximo domingo: Cap. 2.- La ley del samaritano.

miércoles, 17 de marzo de 2021

La carta que hace temblar las manos

 


En la vida una cosa evoca otra. Y un recuerdo nos lleva a otro. Veo la película finlandesa Un momento entre nosotros. El protagonista dice que está haciendo una tesis sobre el poeta francés Arthur Rimbaud y habla del poema Bateau ivre. Al día siguiente busco la antología de poesía francesa para leer este poema. Y en medio del libro aparece una postal olvidada con una anotación en lapicero del año 1989: “La lettre dont Mme Yvette m’a parlé”. (La carta de la que la Sra Yvette me habló).

La postal es una obra de Rembrandt, Betsabé con la carta del rey David. La historia se nos cuenta en la Biblia, concretamente en Segundo Libro de Samuel, 11,  y la resumo en dos líneas: Desde la terraza de su palacio el rey David descubrió a la bella Betsabé dándose un baño desnuda en su jardín. El rey se encaprichó de ella o, tal vez, se enamoró. Lo cierto es que le escribió para que fuera a su palacio. Y ella acudió. Pero el rey no podía casarse con ella porque Betsabé estaba casada con Urías, un general del ejército real. Entonces, el rey ordenó que en la batalla pusieran a Urías en primera fila. No salió vivo.

Miro este cuadro de Rembrandt con detenimiento. Está en el Louvre. Muchos pintores representaron otro punto de vista: el rey David espiando desde su terraza a la bella Betsabé en el momento de darse un baño. En cambio, el pintor holandés representa el momento en que una vieja criada acicala a la hermosa Betsabé antes de presentarse delante del carismático rey David. Pensativa y triste, Betsabé tiene en sus manos la carta del Rey. ¿Es una protocolaria invitación para acudir a Palacio? ¿Es una declaración de amor, llena de versos lánguidos y metáforas de enamorado? ¿Es una sutil invitación a yacer con el monarca, a apagar su concupiscencia y saciar su lujuria? Lo que es cierto es que la carta llena de preocupación el rostro de Betsabé. ¿Y qué puede hacer ella ante el todopoderoso rey de David, elegido por Dios e idolatrado por el pueblo? ¿Debe rechazar la invitación y permanecer fiel a su esposo o debe acudir a la convocatoria real?

Betsabé vacila angustiada ante esta disyuntiva. Ella es la mujer de Urías. ¿Tiene Betsabé, acaso, el presentimiento de que su entrada en palacio significará la salida de este mundo de su esposo, que es lo que al final ocurrió? Melancólica y con la cabeza inclinada, Betsabé se imagina lo que pasará un poco después en palacio. ¿Es un honor o un horror ser elegida por el Rey como compañía de vida o de cama? No sabemos si Betsabé fue feliz al lado del joven y apuesto Rey. Pero probablemente, vestida como una reina y envidiada por ser la elegida del soberano, Betsabé pensaría, muchos años después, en esa primera vez, en esa carta, en ese aseo, y en el destino trágico de su primer marido, al que el rey David puso en primera fila en la batalla y de la que no salió con vida. El sufrimiento propio o ajeno parece ser el compañero inseparable del placer y de la dicha. El placer y el pesar suelen ir, desgraciadamente, juntos. Veo esta preciosa escena de Rembrandt y pienso en lo que escribió hace algún tiempo Goethe: “Los acontecimientos por venir proyectan con antelación sus sombras”.

Una mañana primaveral de 1989, acudo al Louvre. Me detengo ante esta obra. Me siento en un banco frente a este lienzo de Rembrandt que pintó en 1654. Lo miro con detenimiento. Me acerco una y otra vez. Qué tristeza hay en ese rostro. No es una mujer que acude a una cita de amor, sino una mujer camino del patíbulo. Poco después una mujer, rebasados los cincuenta años, se sienta a mi lado. Observa atenta y triste el cuadro de Rembrandt. Se dirige a mí y me pregunta qué es lo que me gusta del cuadro. Le digo que el rostro entristecido de Betsabé. A continuación le pregunto qué es lo que le gusta a ella y ella me dice que la carta. Ella también tuvo, una noche de 10 años antes, una carta en sus manos. Una carta que la quemó por dentro. Una carta que hubiera preferido no leer nunca jamás. Se le cayó a su marido en el pasillo de casa. Ella pasó poco después y la leyó. Una carta que hablaba de la venta de armas a países totalitarios inmersos en matanzas indiscriminadas de los que los tiranos suponían ‘enemigos de sus pueblos’. Bajo la fachada de una empresa honorable, el marido de Yvette, se dedicaba, con la complacencia de las autoridades, a la venta de armas. Mientras Yvette,  profesora, impartía conferencias y participaba en diversos foros para que los países democráticos no vendiesen armas a países donde no se respetasen los derechos humanos o que sirvieran para exterminar a sus propios ciudadanos. Nada nuevo en el mundo, evidentemente. La más pequeña de las monedas pesa más que el más grande de los principios. Aquel día, por primera vez, alguien me habló, entre otras cosas, del régimen de terror de Pol Pot. Los jemeres rojos camboyanos entraron así en mi cabeza.

Para el personaje de Betsabé posó la criada Hendrickje Stoffels que Rembrantd había contratado tras la muerte de su mujer Saskia, y a la que pronto convirtió en su amante. El maestro holandés que dominaba el claroscuro convirtió este asunto bíblico en una obra maestra. Iluminación contrastada, juegos de luces de gran efecto, acentuado naturalismo y una nota de misterio en un cuadro en el que Rembrandt supo retratar maravillosamente a Hendrickje y la expresión de dramatismo que requería la escena: un alma dividida entre la fidelidad al marido y la obediencia al rey. Hay momentos en que la toma de una decisión es tan importante y trágica que sabemos que de ello depende nuestra ruina o la ruina de otro ser humano.

Ese drama interior lo vivió la mujer que una tarde de 1989 encontré en el Louvre delante de este cuadro de Rembrandt. Yo solo miraba el rostro acongojado de Betsabé. Ella solo miraba la carta trágica y, en cierta forma, similar a la carta que un día había caído en sus manos.

Muchos años después, por esa maravillosa capacidad de evocación de la mente humana, he vuelto a un libro, a una carta, y al recuerdo de una mujer. Yvette, al día siguiente de leer esa carta, abandonó el domicilio conyugal y regresó al hogar de sus padres en Neuilly-sur-Seine.









domingo, 14 de marzo de 2021

Tú eres un Padre de verdad

LA OPCIÓN GUANELIANA

1.-  Tú eres un Padre de verdad.

Combatir la sensación de orfandad con un Dios que nos quiere como un padre.

 

“Dios Padre te mira con tanto amor como si no tuviese que pensar nada más que en ti” (L.G)

  


            Si algo caracteriza al hombre actual es su insondable soledad. Un ser perdido. Una pasión inútil, como nos dijo Sartre. Freud aseguraba que matando al padre, nos sentiríamos liberados. Nietzsche había augurado que, con la muerte de Dios, por fin dejaríamos de ser niños y pasaríamos a ser adultos libres. Marx afirmaba que el hombre era el ser supremo para el hombre. En este momento de la Historia, el ser humano ha probado todos los ‘paraísos’ y ha salido de ellos más triste y más decepcionado. Soñaba con ‘edenes’ eternos y se ha encontrado con ‘edenes’ de un cuarto de hora, con regusto amargo. El hombre es el único animal crónicamente insatisfecho. Lo sabía bien san Agustín. El ser humano prueba, cada amanecer y cada ocaso, una orfandad que le desorienta y le torna inseguro y ansioso. Vacío y perdido, camina errabundo por una jungla de asfalto, como un Caín después de matar a quien más debía haber amado: su hermano, el semejante de su Dios y Padre.

Saberse amado da más fuerza que saberse fuerte. ¿Acaso teme algo el niño al que su padre lleva de la mano? Nada le amedrenta al niño que transita por la noche, o que cruza un barrio peligroso o que entra en una casa hostil. Tiene a su lado a su padre, y el peligro no existe, como no existen la soledad ni la inseguridad ni la pesadumbre.

Quien se acerca a Luis Guanella (Fraciscio, 1842-Como, 1915) por primera vez, descubre el estupor de un cura fascinado y seducido por una seguridad sin fisuras en que Dios es un Padre para él. Y este hallazgo personal quiere contagiarlo a todos los que encuentra. La pasión del enamorado no puede esconder el nombre de la amada. Para don Guanella, el nombre de Dios es ‘Padre’. Su pesimismo congénito se derrumba y se desmorona. Saberse amado por un Dios que es padre de verdad cambia todas las cosas. Esta caña pensante que es el ser humano, según nos ha enseñado Pascal, es nada menos que el objeto del amor de un Dios que conoce el corazón humano, sus terribles vaivenes y sus profundas heridas. Este puñado de barro que es cada hijo nacido de mujer es el objeto del amor de Dios. “¿Qué es el hombre para que te acuerdes de él / el ser humano para darle poder / lo hiciste poco inferior a los ángeles / lo coronaste de gloria y dignidad?”, dice el salmo. La infinita miseria de cada ser humano queda redimida y transformada por una luz que procede de un Dios cuyo nombre principal es Padre: Enseñaba Luis: “Nuestro Dios es un padre lleno de amor, que ama más cuanto más descubre la miseria de su hijo desdichado”.

 “El Señor desde el principio de los siglos te ha amado con una  infinita ternura”. La historia del mundo, su historia personal, la historia de su pequeña congregación debe leerse bajo esta óptica. Y cada ser humano –y aquí radica ese pesimismo esperanzado de Luis Guanella- se asemeja y puede asemejarse todavía más a su Padre.

Y esta constatación de un Dios que es Padre tiene sus consecuencias. A pesar de las miserias, de las guerras, de las tragedias pasadas y futuras, a pesar del nido de víboras que es cada corazón humano, el hombre se parece (y puede parecerse aún más) a Dios y, por lo tanto, puede ser padre y hermano amoroso para sus semejantes: “Piensa que tu alma se parece a Dios, como el rostro de un hijo se parece al de su padre”.

Para don Guanella, la grandeza del hombre reside en esta semejanza con Dios. Tal vez velado o manchado por el carácter, por las circunstancias adversas, por las heridas y golpes de la vida, el hombre no pierde nunca su semejanza con Dios.

“Dios sale a tu encuentro, tiene la iniciativa. Y sale a tu encuentro no una vez sino cientos de veces. ¿Tienes la certeza de que te ama mucho? Claro que te ama, te ama, te ama. Verdaderamente nuestro Dios es rico en misericordia”

            Sentir a Dios como un Padre que cuida es el primer punto de esta opción guaneliana. ¿Pero cómo sentir a Dios como Padre, si de lo primero que el hombre de hoy se enorgullece es de haber matado al padre, de haber acabado con toda raíz y todo principio que lo ligaba a un antes? El ser humano actual quiere hacer tabla rasa de la Historia, convertirse él mismo en su progenitor. “Ser como dioses” es la primera y la más perversa tentación. No deber nada a nadie salvo a sí mismo, parece ser la consigna. Por primera vez el hombre no camina por montañas pétreas y sólidas sino que nada por un mundo líquido donde es imposible aferrarse a algo firme y sólido, según nos ha enseñado Zygmunt Bauman.

            Sentir a Dios como Padre requiere confianza y humildad. Es fiarse de la mano que nos guía. Y es saber que hay alguien que está a nuestro lado. Es reconocerse un niño indefenso, un ser frágil, un necesitado. Saberse frágil es virtud imprescindible para aceptar a un Dios Padre. “El Señor te observa como un padre que se queda embobado mirando el rostro de su hijito querido, al mismo tiempo que solo piensa en protegerlo para que no le falte nada”.

Antes que omnipotente, omnisciente, juez supremo, creador,… Dios es Padre. Toda la vida de Luis Guanella cambia con este hallazgo: ¡Dios es un padre de verdad! Esto suscita en él gozo, estupor, fascinación, encantamiento, maravilla. Una alegría que no puede quedarse para él solo, sino que debe propagarse por todo el mundo. Todo cambia si Dios es un padre de verdad. Caen mis miedos, cambian mis ansiedades y, sobre todo, cambia mi manera de ver a los demás. El otro ya no es otro, un ser extraño, mi adversario, un lobo, sino que es mi hermano porque también para él Dios es un padre. Tú eres yo. Yo soy tú. Por eso, podemos pronunciar ‘nosotros’. La paternidad de Dios trae consecuencias éticas: la obligación de cuidar de mi hermano; y con mayor motivo, si este hermano está en necesidad y sufre. ¡Somos la familia de Dios! 

Dios es un padre que cuida y que cura, que salva y redime. La Providencia es el instrumento para ello. La fe en la Providencia de Dios es tener la certeza de que nuestro Padre no nos dejará de su mano, que escuchará nuestro clamor en el día de dolor, que sentirá nuestra hambre en tiempos de escasez, que conocerá nuestro frío en la noche y nuestra soledad en el desamor. Luis Guanella tenía tanta fe en la Providencia que en la fachada de la casa de Lora-Como pidió que cincelasen con letras bien grandes: ‘Banco de la Providencia’. Cada vez que una monja o un fraile se quejaba de la cantidad de pobres que llamaban a la puerta o de cómo mermaba la despensa, los miraba con una mezcla de sorna y misericordia, una mirada que sus seguidores sabían que significaba: seguid acogiendo a todos los pobres, porque ya la Providencia se encargará de llenar sus platos.

Cuando al final de su existencia, dictó a dos frailes sus recuerdos e hizo una lectura religiosa de su vida, quiso que sus memorias se titulasen “Los caminos de la Providencia”. Estaba convencido de que la trama de su existencia la había tejido un Dios Providente. Miraba sus escasas fuerzas y las comparaba con lo que había hecho. Era imposible que de su poca inteligencia, de sus torpes manos y de su ruin corazón hubiese salido algo bueno. Dios lo había hecho todo. Sólo así podía explicar sus fundaciones.

Por eso, Luis Guanella aconsejaba:“Si creemos firmemente en la Providencia, nos haremos merecedores de ella. Pero debemos aceptar sus ritmos y maneras, trabajar denodadamente y alejar de nosotros cualquier ansiedad”.

 


 Próximo domingo: Cap. 2.- El pobre, ese otro Cristo.

miércoles, 10 de marzo de 2021

Los santos de Quintanilla




Una mañana de octubre se pasó por el pueblo un amigo, periodista, músico, escritor y fotógrafo. Su nombre José Luis de Román. Autor de varios libros de fotografía, algunos de los cuales de considerable éxito como “Palencia años 20’ o la ‘Procesión va por dentro’. Sus fotografías han sido objeto de varias exposiciones. Recuerdo perfectamente la exposición ‘Buonifigli’, verdaderamente inolvidable y aplaudida, por retratar en blanco y negro a personas con discapacidad intelectual. Invité a mi amigo a visitar la iglesia parroquial. La señora Carmina, amable y servicial como siempre, nos abrió la puerta y nos autorizó a hacer algunas fotografías. Estas son las 19 instantáneas que el autor me ha regalado y que yo quiero compartir con todos los quintanilleros de nacimiento, de corazón, de amistad o de simpatía por este pequeño pueblo de Quintanilla de Arriba.  


Los santos del pueblo. La iglesia barroca del XVIII, con su sólida y altiva torre del XIX, alberga un buen número de santos, tal vez discretos por su calidad artística, pero sin duda valiosos por su valor religioso y sentimental. Ahí están. Nos acompañan desde el día que fuimos bautizados en la pila bautismal de piedra, hasta el día que alguien, piadosamente, nos lleve a la iglesia para un responso de réquiem. El altar mayor, después de una concienzuda restauración, luce en todo su esplendor ahora, todo oro y azules, columnas, angelotes, santos, y un precioso tabernáculo con el tema central de la fe: la resurrección de Jesús. Este altar acoge tres imágenes de bulto redondo, sin duda las de mayor valor artístico: En el centro, Nuestra Señora de la Asunción, titular de la parroquia, y a sus lados, las esculturas de San José y de San Bernardo (esta última probablemente por la influencia del monasterio cisterciense de Santa María de Valbuena, muy cerca). La escultura en madera policromada de San José es mi obra preferida. El Niño mira al cielo pero acaricia con su manita la barba de un San José, ciertamente tierno y dulce. Una imagen familiar que nos habla de un San José con corazón de padre.

La imagen de la Purísima, una talla de vestir, y la imagen de la Virgen del Carmen, de escayola, flanquean el retablo mayor. La Purísima conoció solemnes meses de las flores, como se conocía antes al mes de mayo, con olor a lilas y lirios del campo, corona iluminada, colgaduras de telas azules que cubrían el altar neogótico, velas encendidas, ejercicio piadoso del mes de mayo, niñas con la medalla de la Inmaculada en su pecho. La Virgen del Carmen recibía, y aún recibe cada mes de julio, la plegaria de muchas mujeres devotas que, escapulario al cuello, la veneran y honran con su novena. Frente al púlpito, encontramos la Virgen de Fátima sobre un pedestal que imita el tronco de una encina. Hace alguna década unas humildes pinturas del Papa y de los pastorcillos con sus ovejas rodeaban a la Virgen, pero en una restauración de la iglesia se decidió cubrir –no sé por qué- estas pinturas.

Otros dos altares barrocos, de calidad inferior al retablo mayor, albergan un Crucificado y la imagen de la Virgen del Rosario. Esta última es una talla de vestir, con  su corona y su rostrillo plateados, y un armario con sus elegantes vestidos blancos. Es, sin duda, la imagen que goza de más cariño en todo el pueblo, y a la que cada primer domingo de octubre se saca en procesión, con la correspondiente danza de dulzaina y tamboril y la animada jota de los lugareños. Y también cada Pascua Florida, la Virgen sale de la parroquia, mantilla negra cubriéndole el rostro, para encontrarse con su Hijo resucitado, en realidad con la custodia parroquial.

Pero hay otros santos de los que no puedo olvidarme: No podía faltar la imagen de un San Isidro, de escayola, probablemente de la casa Olot, a la que el día de su fiesta (15 de mayo) le colocan un ramillete de espigas verdes en la mano y, para la procesión, le añaden los bueyes y el ángel al mando del arado. San Isidro es una de las dos fiestas locales que celebra Quintanilla. Aún hoy, los jóvenes agricultores le asoman a los campos, rememorando las antiguas rogativas en las que se imploraba la lluvia y las buenas cosechas.

La imagen de San Antonio también concita el cariño de unos cuantos feligreses. San Antonio es santo popular y tiene fama de atento y escuchador, algo noviero, pero también amigo de las avecillas del campo. Todo ello casa bien con este santo cariñoso y maternal siempre con el Niño Jesús en sus brazos.


La Sagrada Familia, de escayola, y de un buen tamaño, fue una de las piezas que más tardíamente se incorporó a la iglesia. Dulzura en los rostros, colores alegres, y un altar neoclásico de madera sin policromar,  de moda en la época en que una familia de la Villa de Quintanilla donó al templo, según consta en la lápida.

No puedo olvidarme del Niño Jesús y del San Juan Bautista Niño, colocados en el altar del Crucificado. Dos niños de estilo barroco, muy hermosos. El Niño Jesús desnudo y el San Juan Bautista, de vestir.  Y acabamos con una imagen rústica, quizás algo pasada de moda, ahora diríamos políticamente incorrecta, pero que forma parte de la religiosidad popular de una determinada época, un Santiago matamoros, que se conserva en el pequeño museo de la Capilla del Bautisterio, en cuyo centro encontramos las sólida pila bautismal.

Santos, Vírgenes y Cristos que, desde sus altares, nos veían llegar y marchar de la única nave de esta sencilla iglesia. Han asistido a misas y rosarios, bodas, bautizos, comuniones, confirmaciones y entierros, también a algún Cante de Misa. Han escuchado plegarias, súplicas, oraciones. Santos que han conocido las carreras y las travesuras de los niños entre los bancos, también la charleta de los hombres en el coro, durante alguna homilía algo aburridilla, o la cabezada de alguna feligresa, o las señas y guiños de alguna pareja de novios. Menos mal que los santos son tan discretos que nunca han ido con el cuento al cura de turno.  

En fin, la vida. Santos de madera y de escayola, ante los que los buenos quintanilleros (también conocidos como rucheles) han suplicado la paz en tiempos de guerra, la lluvia en tiempos de sequía, la vida de los seres queridos en tiempos de enfermedad y el descanso eterno en días de entierro. Estos santos forman parte del paisaje de Quintanilla, lo mismo que la calle de Somorrostro, los bares del pueblo, la Plaza Mayor, la Función y su chisquereta, la Fuente de los machos, la Turruntera, el chocolate de San Juan, la Robleñada o las Peñas de Roldán.

Estas Vírgenes que han salido en procesión vestidas como novias, ante las que se han encendido velas y a las que se han ofrecido ramos de flores. Estos Santos y estos Cristos que han escuchado el volteo de las campanas en los días de fiesta o el doblar a muerto en las tardes de dolor. Estos santos, querámoslo o no, son parte también de nosotros. Puede que ya no se les rece tanto como antes. Quizás no se les pidan tantos favores y milagros, pero nos alegran un poquito el corazón cuando entramos en la iglesia. Son unos vecinos más de nuestro pueblo.

Y sin embargo, además de los santos de madera y escayola, ha habido -y hay- otros ‘santos de carne y hueso’ en Quintanilla de Arriba. Han visitado enfermos, han repartido limosnas o han dejado una cesta de manzanas o una torta de chicharrones en la casa del necesitado, han acercado a ancianos o enfermos al ambulatorio, han hermoseado y mejorado el pueblo, han cuidado a las gentes, han sonreído a los tristes o han acogido a los forasteros que emprendían una nueva vida en el pueblo, han dado palique en la solana a los mayores, no han despellejado ni pleiteado con los vecinos. Se han alegrado con los felices y han consolado y abrazado a los tristes en tiempos de desdicha y muerte. Han hecho, en definitiva, la vida un poco más fácil y llevadera a sus compaisanos y vecinos. Estos hombres y mujeres de carne y hueso merecen, faltaría más, un sitio en mi corazón.

















domingo, 7 de marzo de 2021

El vino de Jesús de Nazaret en un mundo post-cristiano

LA OPCIÓN GUANELIANA - Para empezar

El vino de Jesús de Nazaret en un mundo post-cristiano.

“Que tu pensamiento sea puro como el aire de una hermosa mañana; tu memoria, despejada de cualquier niebla; y tu corazón, bueno, limpio y ferviente como los rayos del sol” (L.G).

  


Primero nos dijeron que Dios había muerto. Y pensamos que se trataba de una provocación de un tal Nietsche, un tipo algo soberbio, que sentía aversión por las personas débiles y que abogaba por un ‘superhombre’; quizás también algo resentido con los cristianos; tal vez, un estratega de la provocación, lo que no es, en absoluto, una mala campaña publicitaria.

Pero en las últimas décadas hemos comprobado con nuestros propios ojos cómo, poco a poco, los fieles abandonaban las iglesias, ridiculizaban los sacramentos y actuaban, en materia moral, al margen del  catecismo. Creer ha dejado de ser un hábito. Antes, la gente se bautizaba, se casaba o iba a misa, porque eso formaba parte de los rituales sociales o de las costumbres ancestrales. Por el hecho de nacer en un determinado rincón del mundo, se era católico y se recibía una instrucción religiosa en la casa, en la escuela y en la parroquia. Hasta los usos civiles se acordaban, mal que bien, con la moral católica.

Se puede mirar el fenómeno de las iglesias vacías con pesimismo o con optimismo. Hay lecturas de todo tipo. Para algunos, representa un fracaso y una pérdida. Un paisaje desolador. Esa sensación de que un mundo -¡una civilización!- empieza a tambalearse. Dios ha dejado de ser una ‘cuestión importante’ para filósofos y pensadores. Dios o el hecho religioso apenas son fuente de inspiración para los artistas o las gentes de cultura, por ejemplo para arquitectos, pintores o escritores. Entre los más jóvenes, la religión ya no es materia de controversia, sino de indiferencia, como les son indiferentes la Guerra de las Galias o el derrumbe de Wall Street en 1929. Entre muchos adultos, que vivieron su infancia metidos de hoz y coz en el catolicismo, se nota un indisimulado rechazo. La Iglesia cuenta poco en las noticias de un telediario o en los periódicos. Y cuando aparece, es por causa de sus escándalos, no pocos, y bien magnificados en los media, en estos últimos años.

Para otros, ya era hora de que se vaciasen las iglesias, y de que se quedasen únicamente los convencidos que quieren estar. Era inadmisible que uno se acercase al ‘Club’ solo porque su padre le trajera de las orejas, o porque todos sus amigos fueran a catequesis. O porque si no aparecía por el templo, se sentiría un bicho raro. O porque la Iglesia era aún un lugar de poder y de contactos. Los optimistas piensan que ya no habrá una mayoría social de católicos, pero sí una minoría comprometida y concienciada: la sal y la levadura. Habrá que empezar casi de cero muchas historias. Y esto representa, en el fondo, una magnífica oportunidad.

Veamos el vaso medio lleno o medio vacío, nadie puede negar que el mundo occidental ya no es, sociológicamente, cristiano. El humus en el que estábamos enraizados ha dejado de ser cristiano. Y el aire que respiramos ya no lo es. Ya no podemos dar por hecho que todo el mundo está bautizado o que todo el mundo sabe quién es Cristo. Hasta las cosas que parecían tan rudimentarias, como hacer la señal de la cruz, saber el padrenuestro, desear tener un entierro religioso, aunque uno llevase treinta años sin pisar la Iglesia, o reconocer una Anunciación en un cuadro del Museo del Prado… todo eso ya no es así.

A diario, comprobamos cómo la media de personas que acuden a una misa ronda, o sobrepasa, la edad de jubilación. En España, el 50% de los niños nacidos no reciben el bautismo y solo un 22% de los matrimonios se celebran por la Iglesia. Una conclusión rápida: ni antes Europa era tan creyente como nos parecía, ni ahora es tan atea como nos intentan hacer creer. Tan necio es creer que aquí no está pasando nada como pensar que el cristianismo va a desaparecer mañana por la mañana.

Hace poco más de un año, se publicó en Estados Unidos el libro de Rod Dreher, La Opción benedictina. El autor proponía una estrategia para una época post-cristiana.  Desde entonces, algunos han escrito sobre otras opciones válidas y valiosas para caminar, mal que bien, en un mundo que, por primera vez desde que San Agustín puso fin a sus Confesiones, ya no es cristiano. El pensamiento ya no es, cultural y socialmente hablando, cristiano

El Concilio Vaticano II (1962-1965) supuso un serio intento de comprender el mundo, quitar el polvo acumulado en las sacristías y ponerse al día en muchas cuestiones en que la Iglesia había quedado obsoleta. Fueron los días del aggiornamento y de “abrir ventanas para que entrara un poco de aire fresco”, según el deseo de Juan XXIII. Se esperaba que esta modernización resultase atractiva para las generaciones más jóvenes y para las personas religiosas más inquietas.  El Concilio fue un acontecimiento en sí (la única confesión religiosa que lo ha celebrado), pero en seguida muchos le dieron la espalda, o lo cuestionaron. Otros tantos lo redujeron  a una superficialidad estrambótica: las monjas podían ir en vaqueros, los frailes en bermudas y las guitarras sustituían al órgano. La renovación profunda en la forma de seguir a Jesús de Nazaret y la vuelta al Evangelio que auspiciaba el Concilio fueron postergadas. En cambio, las deserciones en los claustros y en los presbiterios fueron tan numerosas que la propia Barca de Pedro empezó a tambalearse. Al mismo tiempo, por doquier, crecía la contestación y el rechazo a la Iglesia. La indiferencia al hecho religioso se disparaba, mientras que la cristofobia irrumpía en el seno de Occidente, que hasta ayer mismo no se podía entender sin sus raíces cristianas.

También es preciso dejar constancia de esto: La sed de espiritualidad sigue siendo grande y la nostalgia del Absoluto crece de día en día. Pero ahora, los hombres y mujeres de nuestra época no creen que la Iglesia pueda dar respuesta a su sed y a su nostalgia. Algunas  de las normas y de los ritos de la Iglesia ya no dicen nada, se han tornado insípidos y resultan incomprensibles. Como ovejas sin pastor, hombres y mujeres vagan aquí y allá buscando corrientes de agua que sacien de una vez por todas su sed. Por primera vez, muchos piensan que en los templos Jesús ya no es proclamado como una buena noticia. Como había escrito Franz Jalics: “Cristo no puede ser comunicado con el conocimiento, sino con la irradiación de la vida”. Nos sobran maestros y nos faltan testigos. Nos sobran profesionales de la religión y nos faltan creyentes.

Hace algo más de cuarenta años, un alumno de la Universidad de Ratisbona interrogó a su profesor de teología sobre cómo imaginaba él la Iglesia en el siglo XXI. Esta fue la respuesta: “Quedarán pocos creyentes. La Iglesia será diezmada y tendrá que empezar todo desde el principio. Vendrán grandes pruebas que, con la ayuda del Espíritu Santo, le harán reconocer de nuevo, en la fe y en la oración, su verdadero centro. Y esa Iglesia de la fe, purificada, será un faro para la Humanidad. Un día los hombres empezarán a experimentar su absoluta y horrible pobreza por la ausencia de Dios. Entonces, descubrirán la pequeña comunidad de los creyentes como algo totalmente nuevo, y sabrán que ésa era la respuesta que buscaban a tientas”. El nombre del profesor, Joseph Ratzinger

El mensaje evangélico siempre ha sido contracultural y a contracorriente. Lo que pasa es que cuando las normas y las costumbres sociales favorecían o encaminaban a los ciudadanos hacia los templos, teníamos esa sensación de que todo el mundo era cristiano.

La Iglesia estuvo durante décadas obsesionada por el comunismo y no se dio cuenta de que el verdadero adversario (uno de los nombres de Lucifer es Adversario) estaba en la idolatría (y el consumismo es, probablemente, la mayor de ellas). Decía Chesterton que “la descristianización no vendría de Moscú sino de Manhattan”.

Nos cuesta aceptar una Iglesia de templos vacíos, pero así va a ser. Las muchedumbres agolpadas en un viaje papal o en una Jornada Mundial de la Juventud son un espejismo. O si nos parece mejor, un bello y estético ocaso. Y el drama de una sociedad suele ser confundir un ocaso con un amanecer. En este horizonte de minorías y de pequeños grupos, ¿Qué podemos hacer para seguir viviendo como cristianos en un mundo que ya no lo es ni tiene el mínimo interés en serlo? Y además, ¿Qué debemos hacer para vivir un cristianismo con color guaneliano? En las próximas páginas, trataré de esbozar algunos rasgos que podrían ser de interés en el entorno guaneliano. Tal vez, alguna persona, después de experimentar la sed, desee buscar la fuente. Día tras día, aún resuenan en Taizé los hermosos versos de Luis Rosales que nos aseguran que sólo la sed alumbra el camino hacia la fuente:

De noche, cuando la sombra
de todo el mundo se junta,
de noche, cuando el camino
huele a romero y a juncia,

de noche iremos, de noche,
sin luna iremos, sin luna,
que para encontrar la fuente
sólo la sed nos alumbra.

En Memorias de una joven católica, Mary Mc Carthy dice que hay personas que juegan a ser religiosas, es decir que cumplen los ritos (ir a misa, pasar por la vicaría, bautizar a los hijos y celebrar el funeral de sus seres queridos). Adquieren, de esta manera, un falso barniz de religiosidad, pero no son religiosas. Hay personas a las que la religión vivida públicamente otorga una pátina de respetabilidad y de honorabilidad a los ojos de otros practicantes. Y Mary Mc Carthy dice que solamente las personas buenas deberían ser religiosas, porque las que no son buenas hacen un flaco servicio a la religión. Cosa distinta es los que se reconocen frágiles, pero no intentan, al igual que el publicano del evangelio, aparentar que son buenos y espirituales. El fariseísmo es la eterna tentación de los creyentes.

No hace falta ser un experto, para darse cuenta de que los avances tecnológicos y científicos y –hay que admitirlo- los progresos hechos en el campo de los derechos humanos, no han disminuido demasiado las sangrantes injusticias ni han conseguido el progreso moral de buena parte de los ciudadanos. Por el contrario, constatamos, al igual que el personaje de Fiódor Dostoievski, que “Si Dios no existe, todo está permitido”. Y cuando todo está permitido, son los más vulnerables los que pagan la abultada factura de la ausencia de Dios. Cuando el “hombre es el ser supremo para el hombre”, sin ninguna instancia superior, prevalece la fuerza del fuerte sobre el débil. También la nada, que es lo que siente cada ser humano en este ‘paraíso de plástico’ que nos han vendido. La nada igual a la vida. Así lo expresó el poeta José Hierro en un inolvidable soneto. 

Vida

 

Después de todo, todo ha sido nada,

a pesar de que un día lo fue todo.,

después de nada, o después de todo

supe que todo no era más que nada.

 

Grito “¡Todo!”, y el eco dice “¡Nada!”

Grito “¡Nada!”, y el eco dice “¡Todo!”.

Ahora sé que la nada lo era todo,

y todo era ceniza de la nada.

 

No queda nada de lo que fue nada.

(Era ilusión lo que creía todo

y que, en definitiva, era la nada).

 

Qué más da que la nada fuera nada

si más nada será, después de todo,

después de tanto todo para nada

 

 Llegará un día en que el ‘vino’ se acabe. La comida ya no saciará. La bebida ya no quitará la sed. El paraíso nos provocará únicamente tedio. El banquete nos producirá vómito. La música horrísona nos obligará a taparnos los oídos. El baile nos mareará. Y la triste carne nos llenará de más tristeza. Ese día algunos hombres y mujeres experimentarán el insoportable cansancio de vivir, la nauseabunda nada. Y sentirán una acuciante sed. Los pocos cristianos que queden advertirán la devastación de esos hombres y mujeres y, al igual que hizo María en aquella boda de Caná, les dirán con ternura: “Haced lo que Él os diga”. Y poco a poco, muy lentamente, de las tinajas de insípida agua, volverá a rebosar el vino de la alegría. Y la vida volverá a saber a vida. Y el hermano volverá a saber a hermano. Muchos, en ese momento, entenderán que el evangelio está de nuevo entre ellos, como regalo y como luz. Y como presente cargado de futuro y de esperanza.

 


Próximo domingo: Capítulo 1:  “Tú eres un Padre de verdad”


 

 

miércoles, 3 de marzo de 2021

Las horas en Gibert Jeune

 



Con el cierre, al final de este mes de marzo, de la librería Gibert Jeune, el Barrio Latino de París, en cierta forma, se apaga. Las librerías, los cafés y la Universidad eran hasta ahora el alma de un barrio que debe su nombre al hecho de que, antiguamente, los profesores de la Sorbonne daban sus clases en latín, y también al hecho de que los mismos universitarios se manejaban en esta lengua, porque era la lengua franca en la que se entendían los estudiantes universitarios internacionales que, al olor del prestigio de la Sorbona, llegaban de toda Europa. Allí estudiaron Ignacio de Loyola y Francisco Javier, entre otros muchos. También estudió gente de Zaragoza, Sevilla, Benavides del Órbigo, Zamora y Quintanilla de Arriba. Pero no creo que aún hayan puesto una placa (¡ja, ja, ja!).

Joseph Gibert y su esposa, Elise Soulalioux, abrieron en 1888 su primera librería en la Plaza Saint Michel, muy cerca de Notre Dame. Ahora las cuatro tiendas de Gibert Jeune de esta plaza mítica donde los estudiantes en mayo del 68 “arrancaron los adoquines para encontrar la arena de la playa”, bajarán definitivamente la persiana. Histórica catástrofe cultural, dicen los periódicos franceses. Annick Cojean escribe: “La librería es la misma historia de este barrio de París, antes lleno de gozo y de vida, y durante muchos siglos asociado al estudio, a las ideas, a la juventud, al conocimiento. La historia de esta librería francesa nada puede hacer frente a las nuevas modalidades de compra y el mercado inmobiliario asfixiante. Era una especie de faro de las letras francesas, frecuentado por Gide, Cioran, Malraux, Duras, Modiano, Nothomb, Orsenna o Gainsbourg”

Edificio emblemático del Barrio Latino, donde cada septiembre los universitarios llegados de los cuatro puntos cardinales de Francia e incluso del mundo, se apresuraban a comprar las últimas novedades literarias, pero también los libros de ocasión de los que la librería Gibert Jeune fue pionera. Por pocos francos podías comprar un libro de segundo mano, lo que era un alivio para los estudiantes con los bolsillos casi siempre vacíos.

Mi vida en París está asociada a esta Librería. Cuando a finales de cada mes recibía mi corta beca como lector en Francia, acudía a Gibert Jeune a comprar libros de segunda mano; cuantos más, mejor. Esos libros que después eran subrayados y leídos con placer en el cuartucho de la pensión, en la habitación número 21, pero también en el Liceo Voltaire, donde daba clases de conversación de español a los alumnos de bachillerato. Libros leídos en los parques de París; mi preferido era el Jardín de Luxemburgo. Libros leídos en los trayectos del metro, en cualquier banco de un boulevard, en la sala de lectura de una biblioteca pública... El descubrimiento de la gran literatura francesa fue, junto a los museos, la gran baza de aquel año legendario en París. De lecturas hablaba con la encargada de la biblioteca del Liceo, con los compañeros profesores, con los alumnos, pero también -y mucho- con mis inseparables amigas Vicenta, Belén, Ana y Olga. Intercambiábamos pareceres, consejos, recomendaciones de lectura. Nos preguntábamos sobre giros y expresiones francesas, sobre pronunciaciones correctas, lugares parisinos para no perderse y cafés y supermercados bon marché. Así nació, entre lecturas y visitas a monumentos, nuestra fraternidad, o mejor sería decir sororidad, porque ellas eran más numerosas, y a la que bautizamos con el nombre de ‘La connerie’.

Todavía en casa hay decenas de estos libros comprados en Gibert Jeune. Muchos de los cuales forman parte ya de las mejores lecturas de mi vida. ¿Podré olvidar acaso Le diable au corps, de Raymond Radiguet,  L’Inmorariste, de  André Gide, Le Mystère Frontenac, de François Mauriac, Caligula, de Albert Camus, o L’oeuvre au noir, de Yourcenar, entre tantos y tantos. Tan interesante estaba La vie devant soi, de Roman Gary, que me pasé siete estaciones de metro sin darme cuenta.  Con Journal d’un curé de campagne, de George Bernanos, me refugié en la catedral de Notre Dame hasta que pasó el aguacero. Con Climats, de André Maurois aprendí que en la vida pasamos del más amado al menos amado en poco tiempo. Le silence de la mer, de Vercors, me acercó al joven lector de alemán que me habló de la culpa que aún atenazaba a su familia pronazi, Le the au harem d'Archi Ahmed, del argelino Meddi Charef, me introdujo en los barrios y en la jerga de los pied noirs  que habitaban en la banlieu de París y donde malvivían en precarias situaciones

 A los nuevos modos de compra on line, a la distribución de Amazon, se han unido en los últimos meses otros problemas: Las violentas manifestaciones de los chalecos amarillos que obligaban a bajar la persiana a los comercios, los trabajos en la línea del metro que cerraron al público la parada de Saint Michel, el incendio de Notre Dame y la consiguiente merma de turistas francófonos o amantes de la literatura en francés, la crisis del Covid que vació el Barrio Latino... Han sido la puntilla para un Gibert Jeune ya muy frágil.

En la memoria, esos momentos placenteros, buscando títulos y más títulos de una lista interminable de libros que quería comprar. Y también la alegría cuando encontraba uno de ellos, y más  si era a un precio rebajado más de lo normal, aunque eso a veces significase que el libro estuviera algo deteriorado o que el anterior lector hubiera subrayado algunos párrafos.

Cuando después he visitado París con Jose, siempre he vuelto a Gibert Jeune. Formaba parte de la ciudad, como la catedral de Notre Dame, el Museo del Louvre, el Jardín de Luxemburgo, el descafeinado en la cafetería del Pompidou, la compra de una camiseta en Tati, el souvlaki en un restaurante griego del Barrio Latino y la Universidad de la Sorbonne. Borges decía que hasta podría imaginarse un mundo sin árboles, pero nunca podría imaginarse un mundo sin libros. Tampoco sin librerías.  La última vez que estuve en París, compré una biografía de Édith Piaf. Al contrario de lo que ella cantaba en Je ne regrette rien, yo no voy a hacer un fuego con mis recuerdos, porque aún tengo necesidad de los placeres y de los pesares del ayer.









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Una temporada en el infierno

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