miércoles, 21 de abril de 2021

La campesina eslovena que amó a Umberto




“Mi padre fue para mí el asesino / hasta que a mis veinte años lo encontré”. Así comienza uno de los más hermosos poemas de Umberto Saba.

Había nacido en Trieste en 1883, entonces un territorio del imperio Austrohúngaro. Tenía que haberse llamado Umberto Poli, pero su progenitor, antes incluso de que él naciera, se esfumó. Cada vez que la madre le hablaba del padre se refería a él como el “asesino” y le conminaba a no “parecerse nunca a su padre”. Cuando a los 20 años finalmente Umberto lo conoció, pudo ver que no era un asesino, solo un niño grande, vagabundo calavera, amado y mantenido por algunas mujeres, inconstante y ligero, hasta morir en la indigencia. Umberto heredó del padre la mirada azul y algo de su ligereza y de su alegría.

Mi padre fue para mí “el asesino”,
hasta que a mis veinte años lo encontré.
Entonces comprendí que él era un niño
y que el don que poseo de él provenía.

Tenía en su rostro mi mirada azul,
una sonrisa, en la indigencia, dulce y astuta.
Siempre anduvo errante por el mundo;
más de una mujer lo amó y lo alimentó.

Era alegre y ligero; mi madre
sentía todo el peso de la vida.
Se le escapó de las manos, como un balón.

“No te parezcas—me decía—a tu padre”.
Y yo en mí mismo lo comprendí más tarde:
Eran dos razas en antigua contienda

La madre, judía, castigó con desapego al niño por el abandono del padre. Durante varios años se desentendió de Umberto, y lo dejó al cuidado de una mujer campesina eslovena. Y fue precisamente en ese ‘castigo’ donde Umberto Saba encontró un verdadero paraíso de afecto y de cariño. La niñera se llamaba Peppa Sabaz. Cuando Umberto publicó su primer libro de poemas no quiso firmarlo con su apellido ‘Poli’, sino que eligió ‘Saba’, por el apellido de su aya. Además, en hebreo ‘saba’ significa ‘pan’.

Fue su niñera la que le enseñó el padrenuestro en esloveno, aunque él era un niño judío, como lo era su madre. El amor de la campesina eslovena lo sostuvo durante toda su vida. Cuando la madre fue a buscarle a la casa de la niñera, para llevárselo a su propia casa, empezaron los verdaderos problemas para el poeta. Allí no encontró un hogar. Muchos de sus trastornos y depresiones a lo largo de su vida, proceden de la amargura de su infancia y juventud en la casa materna.

Umberto Saba, casi al final de su vida, escribió la novela Ernesto, una obra que dejó inacabada y donde el escritor hace memoria novelada de su iniciación al sexo y al afecto, con un hombre y con una mujer. Lo que cautiva de esta novela es la sencillez, la verdad desnuda, ligera, sin dramas y sin traumas. Un joven Ernesto, de 16 años, conoce, en el comercio donde aprende a llevar la contabilidad, a un trabajador manual, algo mayor que él, con el que se inicia sexualmente. Después, acude a Tanda, una prostituta de la ciudad de Trieste, extranjera eslovena, como lo era su aya, que le recibe en su cuerpo acogedor, y lo trata con afecto y maternidad. El adolescente Ernesto vive estos encuentros sin la conciencia del pecado, ni la transgresión social. No hay drama, ni tensión, ni moralinas al uso. Ernesto acepta Los cuerpos que la vida le ofrece, por curiosidad, por deseo, por soledad. La carne ama o repite los gestos del sexo que pueden parecerse a los del amor.

Esta tarde los versos de Umberto Saba me acompañan. Me recojo en casa después de un breve paseo en que mi mirada ha danzado entres los campos de colza amarillos, los aún minúsculos frutos del almendro, las nubes grises y ligeras en el cielo, las primeras gotas de lluvia como bendición sobre los campos. Y a mis ojos y a mi corazón le sienta bien la sencilla desnudez de las palabras, en italiano, de Umberto Saba.  Es esa falta de retórica lo que más me cautiva de la poesía del poeta triestino.

Termino este artículo con uno de sus más conocidos poemas: La cabra. El poeta reconoce, en el balido de una cabra atada en el prado, su propio dolor y el dolor ajeno, porque el dolor es eterno y tiene su propia voz:

Le he hablado a una cabra.

Estaba sola en el prado, y atada.

Saciada de hierba, empapada

por la lluvia, balaba.

 

Aquel monótono balar se identificaba

con mi dolor. Y yo le respondí: primero,

por bromear; después, porque el dolor es eterno,

y tiene su voz y no varía.

Era esta voz la que sentía

gemir en una cabra solitaria.

 

En una cabra de rostro semita

sentía lamentarse cada mal ajeno,

cada ajena vida.

Umberto, aunque agnóstico, era judío y fue condenado al ostracismo durante la ola antisemita que zarandeó a Italia y a Europa. Un silencio ultrajante cayó sobre su obra. Fue un perdedor, sin duda, que no esperaba mucho de la vida, tal vez sólo mantener el recuerdo intacto de su niñera, la compañía –pacífica o convulsa- de su mujer, Lina,  y los ojos amados de su hija única, Linuccia.

Muy joven perdió la fe del pueblo de Israel. Y sin embargo, -misterios del corazón humano- al final de su vida, entró en la fe católica. ¿Le decidió a dar este paso el recuerdo del padrenuestro en esloveno que cada noche le susurraba, como un canto antiguo y familiar, su niñera? La muerte vino a su encuentro en Gorizia en 1957. ¿Pensaría, en los últimos momentos de su existencia, en los brazos cálidos de su aya eslovena?









domingo, 18 de abril de 2021

Sentirse y saberse "buonfiglio"

 LA OPCIÓN GUANELIANA

6.- Sentirse y saberse ‘buonfiglio’.

Discapacidad que nos capacita y defensa de la dignidad de cualquier persona.

“Cuando acoges en tu corazón las debilidades humanas con el deseo de ofrecer una respuesta, entonces eres auténticamente misericordioso” (L.G).

 


           

Vale la pena dedicar una hora a observar la explosión de felicidad y de perfección que burbujea en las redes sociales. Un extraterrestre que mirase las fotos de Facebook, Twitter, Instagram y similares, pensaría que había llegado al mejor de los mundos posibles. Las sonrisas y las poses –en suma, el postureo- dominan las redes. Las librerías nos venden libros de cómo conseguir la felicidad en una semana o en veinte pasos. La cuestión es que, cuando hablas de tú a tú, cuando escarbas un poco en esa felicidad de merengue que aparentamos, nos damos cuenta de que el otro tiene sus sonrisas, pero también sus lágrimas. Nunca como ahora, que corremos en un continuo maratón tras la felicidad, esta nos es tan esquiva. El mortal aburrimiento en el que estamos instalados nos lleva a preguntarnos una y otra vez por qué no somos más felices. Este mundo zen que nos venden en el que tenemos que sentirnos superbién las 24 horas del día, ya no se lo cree nadie. Stefan Zweig en su parábola Los ojos del hermano eterno pone patas arriba nuestra manera de pensar: es en la humildad y en la servicialidad donde encontraremos el sentido a nuestras vidas y, por ende, la plenitud. Solo quien trata de hacer más fácil la vida a los demás, evitará herirlos y golpearlos. Corremos enloquecidamente tras el bien-estar, sin darnos cuenta de que solo lo encontraremos si practicamos, en el día a día, el bien-ser.

Vivimos en un mundo que nos vende la ‘perfección’ como un producto al alcance de la mano: sea la perfección del cuerpo (después de pasar por el quirófano), la de las sonrisas (tras acudir al dentista), la de los viajes (previo pago en la agencia), la de las vidas idílicas (mediante coach personal, el mindfullness, el yoga…) y el sexo a lo grande y a lo bestia (que es lo que nos muestra el porno y el sexo virtual). Y sin embargo, la ‘opción guaneliana’ nos invita a ser creyentes que viven la imperfección propia y la ajena como una oportunidad para refrenar nuestro impulso a la soberbia, a creernos mejores y a mostrarnos intolerantes con los demás. Como bellamente ha escrito Víctor Herrero de Miguel: “Solo en los ojos del débil puede el poderoso fracasado sentirse invitado a una vida en fraternidad”. Los creyentes de este siglo XXI -habitantes de una galaxia de soledades interconectadas- solo alcanzaremos la condición de hermanos si nos sabemos y nos sentimos débiles, porque “es por las rendijas de la fragilidad por donde se cuela la luz de Dios”.         

Si tuviera que poner nombre al sistema filosófico-teológico que subyace en lo que llamamos la ‘guanelianidad’, diría que son la “teología de la fuerza de la debilidad” y “la filosofía de la imperfección”. Un poeta guaneliano, Alfonso Martínez, habla muy a menudo en sus versos de esta teología y de esta filosofía, porque sólo estos seres imperfectos Saben poner al dolor / un silencio misterioso que nos supera”:

Consciente del poder divino,

te canto mi canción desafinada,

víctima de la filosofía de lo imperfecto,

porque yo trabajo en eso,

convivo con la imperfección,

Mi filosofía de lo imperfecto

creo yo que me hace más humano,

más tolerante, humilde y misericordioso,

más cerca de lo débil y de los débiles,

más cerca del marginado,

del excluido,

del empobrecido.

Mi filosofía choca a los sabios,

a los que quieren tener todo controlado,

todo perfecto.

Deja espacio a la improvisación,

y es amiga de decir: “lo siento”.

 

            Todos tenemos alguna discapacidad. Este debe ser el punto de partida. Considerarnos ‘capaces para todo’, nos convierte en engreídos y fatuos. Nacemos indefensos y morimos indefensos. Y en ese sendero que trascurre de la cuna a la tumba, se manifiestan nuestras múltiples imperfecciones, discapacidades, incapacidades, faltas, ausencias, carencias, necesidades, pecados y retrocesos. Saber que el ser humano es un ser imperfecto y desvalido nos cura de toda prepotencia y de toda soberbia. La humildad es el único estiércol que puede abonar nuestro humus y, así, añadir un palmo a nuestra estatura humana.

            La discapacidad mental y la minusvalía física son bien visibles. Las reconocemos a simple vista. Y en nosotros pueden provocar rechazo, simpatía, aceptación o indiferencia. O lo mejor de todo: normalidad. Pero hay otras discapacidades y minusvalías, mucho más serias y mucho más peligrosas que ser síndrome de down, ciego, sordomudo, tetrapléjico o con parálisis cerebral… ¿No tiene una seria discapacidad quien maltrata a una mujer o quien abusa de un niño? ¿No tiene una seria discapacidad quien es incapaz de empatizar con el dolor del otro? ¿Y quién saca beneficio de la mentira o quien saquea los bienes públicos? ¿Y quién se aprovecha de su inteligencia o de su belleza o de su fuerza para hacer callar al otro, humillarle o hundirle? ¿Y quien explota a los demás, y quien se enriquece fraudulentamente y quien hace negocios sucios aprovechándose de la pobreza de los más miserables? ¿Y quién destruye y saquea la naturaleza o es cruel con los animales? ¿Y quién es incapaz de compadecer o de perdonar?

            Habría que decir mucho sobre discapacidades. Pero lo cierto es que la discapacidad de corazón es la más severa de todas, porque siempre causa sufrimiento ajeno. Y tal vez son a estos ‘discapacitados’ hacia los que el creyente de esta generación debe estar más abierto, porque si nuestro odio es la respuesta a sus odios, ya nos han ganado, ya hemos entrado en su lógica y en su laberinto. Lo propio del creyente es el cuidado, incluso –tal vez sobre todo- de aquellos que no lo merecen o resultan odiosos. Condenar el mal no nos debe llevar a condenar a los ‘malos’.

            Pero vayamos a una discapacidad que don Guanella conoció bien y que sus seguidores intentan cuidar, remediar y dignificar. Como párroco de pequeñas aldeas, Luis descubrió que algunos chicos con discapacidad mental vivían descuidados en casa, apartados y escondidos por sus propios familiares. Logró convencer a los padres para llevarlos él mismo a una casa de Benito Cottolengo. Pero, nada más acomodarlos en esa casa, empezaba a preguntarse: “¿No podría hacer yo algo así en mi tierra?” De esta manera surgió  –estamos a finales del siglo XIX– la idea de construir una ‘choza’ para estos seres de desgracia. Conseguiría abrir una y muchas casas para ellos. Pero lo que denota su extraordinaria creatividad es que pensase que estos chicos y chicas no podían estar encerrados como en un manicomio, sino que podían aprender, ser útiles, trabajar en tareas sencillas. En una palabra, otorgarles dignidad. Nueva Olonio explica muy bien la recuperación y rehabilitación mediante trabajos manuales en el campo. Un buen día, en un carro, se presentó en la zona pantanosa de Olonio. Un terreno insalubre e improductivo, lleno de mosquitos. Picos, palas, azadas, rastrillas, canales de drenaje, desmontes y allanamientos… todo para que, en poco tiempo, allí donde solo había aguas estancadas y malaria, surgiesen los primeros huertos, los primeros árboles frutales, pero también una casa grande para personas con discapacidad mental. Poco a poco, otros hombres y mujeres y niños fueron llegando a la zona y construyeron sus casas y levantaron una iglesia y una escuela. Surgió un pueblo nuevo, un vergel en una zona pantanosa e ‘imposible’.

            Una sociedad se mide por el respeto a las minorías y a los diferentes. Frente a las palabras insultantes del lenguaje ordinario para nombrarles (subnormales, anormales, idiotas, tontos…), don Guanella inventó una palabra: “buonifigli”, que podríamos traducir como ‘buenoshijos’, o utilizando el lenguaje rural castellano ‘inocentes’. Pero ‘buonifigli’ alude a los hijos mejores, queridos, amados, predilectos. Todos somos ‘buenoshijos’, porque todos somos intrínsecamente imperfectos, frágiles, discapacitados. Y todos somos “discapacitados queridos, cuando alguien nos ame con un amor de predilección”.  Escribía Luis Guanella: “Los ‘buenoshijos’ … todo lo que les falta en la mente les sobra en el corazón. Son harto sensibles a la bondad que se usa con ellos. Por lo tanto, es preciso abstenerse de tratarles con brusquedad, y, en cambio, comprender sus manías. Nadie puede culparles de nada, sino que, por el contrario, se les debe tratar con gran ternura”.

La discapacidad es también un espejo en el cual podemos mirarnos. La discapacidad nos remite a nuestra propia vulnerabilidad e imperfección. Y es esta fragilidad la que nos torna humanos. Solo si recordamos el barro del que estamos formados, seguiremos siendo humanos, además de hombres y mujeres. Como nos ha enseñado Enmanuel Lévinas, “todo rostro es un mandamiento para el que lo mira: No me matarás”. Cada rostro humano lleva una marca de sacralidad. Es la marca que el propio Dios escribió sobre Caín, el asesino de Abel.

Al mismo tiempo que avanzamos por el camino de sabernos frágiles e imperfectos, debemos promover la defensa de las personas que conviven con una discapacidad. En la sociedad observamos movimientos esquizofrénicos. Por un lado, se dan avances extraordinarios en el campo de la inserción laboral y social de estas personas. Por otro lado, las leyes permiten la eliminación, en el seno materno, de estos seres, apenas se detecte alguna anomalía en el feto. También constatamos que, en una sociedad tecnificada y compleja y en una sociedad que aspira a crear el ‘superhombre’ y la ‘supermujer’, las personas afectadas por algún tipo de discapacidad, juegan con clara desventaja. Solamente una sociedad que ve más allá de la inteligencia y del éxito profesional o de la perfección del cuerpo, puede llegar a admirar y a hacer suyos esos valores de los que ellos andan sobrados: la inocencia, el perdón, la falta de prejuicios, la no competitividad, la capacidad para disfrutar de las cosas sencillas, el agradecimiento, el ritmo lento y la alegría porque sí…

Curiosamente, y lo confirman padres y cuidadores, las personas con discapacidad mental suelen ser buenas lectoras del alma humana, porque son capaces de ver lo que hay por detrás de nuestra fachada de seguridad, honorabilidad, profesionalidad, vestimenta y posesiones. Ellos atraviesan con su sexto sentido –Simone Weill hablaba de ‘genialidad’- nuestra epidermis y ven la mucha o poca valía de nuestro corazón.

“Hay en mí –escribe Soren Kierkegaard- una simpatía por el hombre puro y simple, por ejemplo, por los enfermos y los infelices, los tardos de mente, etc. He aprendido a dar gracias a Dios por esta simpatía como por un don”. Que esta sea también nuestra acción de gracias en la plegaria de cada día.

  


Próximo domingo: Cap. 7.- Una temporada en Olmo.

 

miércoles, 14 de abril de 2021

El príncipe del gatopardo




Por los pasillos y las estancias de los palacios de Palermo y Santa Margherita de Belice, Giuseppe Tomasi (1896-1957), príncipe de Lampedusa y duque de Palma di Montechiaro, “fue aprendiendo, desde muy joven, el camino de la soledad y la compañía de los libros”.

            Es lo que hizo durante toda su vida: “buscar la soledad y amar los libros”. Amaría también, y detestaría, la isla de Sicilia. El hombre más culto de Sicilia, el que mejor conocía su paisaje y el alma de sus paisanos, se decidió en 1954 a escribir un libro, El gatopardo. Un libro que él nunca vio publicado. Las dos principales editoriales de Italia rechazarían el manuscrito, porque les parecía una novela rancia, decimonónica. Los responsables de Einaudi y Mondadori no se lo perdonarían nunca. ¿Cómo les pudo fallar su ojo clínico? La mejor novela italiana del siglo XX pasó ante sus ojos y ellos no la reconocieron. Ambos eran esclavos de sus prejuicios de clase y de una ideología política –en este caso de izquierdas- incapaz de admitir que una novela que versase sobre gentes con título nobiliario pudiera ser buena literatura.

Pero resulta que el libro se convirtió en un fenómeno editorial. Fue el escritor Giorgio Bassani el que removió Roma con Santiago hasta lograr su publicación. El libro contó con el favor del público y la novela entró por derecho propio en la Historia de la Literatura italiana.

El Gatopardo tuvo, además, la suerte de ser llevada al cine, impecablemente, por el gran Luchino Visconti. La novela está ambientada en la época de la Unificación italiana. El gatopardismo ha pasado a definir la astucia y el cinismo con los que los partidarios del Antiguo Régimen se adaptaron al triunfo de la revolución, para beneficio propio, como exactamente refleja una frase lapidaria de la novela: “Es preciso que todo cambie, para que todo siga igual”. Basta con echar una rápida mirada al mundo para darse cuenta de que los poderosos se amoldan a los tiempos para seguir gobernando este mundo.

Pero la novela es también el acta notarial de una época, de un estilo de vida, de una aristocracia rancia que asiste, impertérrita o nerviosa, a su propia decadencia y a sus ansias por sobrevivir y seguir mandando en una situación política que, en principio, les es adversa. Todo cambia, pero Sicilia no cambia. No cambia el paisaje seco, ni la altivez de la aristocracia, ni la reciedumbre de los palacios, ni el oropel de los bailes. Tal vez, en el fondo, el Gatopardo es una meditación barroca sobre la muerte y la resistencia a morir de los individuos y de las clases sociales. Una historia de ocasos.

Giuseppe Tomasi había nacido en Palermo en 1896. Una madre absorbente que ejerció una gran influencia en su vida y un padre desapegado fueron su compañía en los vetustos palacios sicilianos. Durante la Primera Guerra Mundial partió para el frente. Fue hecho prisionero por los austriacos y recluido en un campo húngaro de donde escapó y consiguió llegar a pie a Italia.

            “Era un hombre muy tímido, no le gustaban las multitudes, tenía un elevado sentido de su clase social, se relacionaba con unos pocos amigos, hablaba varios idiomas y sus conocimientos eran tan amplios, que sus conocidos le llamaban ‘el monstruo”, comentaba su biógrafo, David Gilmour.

            Se casó con la aristócrata, de origen letón, Alexandra Wolff Stomersee. La pareja se instaló en Palermo. Pero las relaciones imposibles entre suegra y nuera hacían inviable habitar el mismo palacio. Alexandra abandonó Sicilia, y solamente volvería a Palacio tras la muerte de la madre de Giuseppe Tommasi.

            Hijo único (su hermana había muerto de pequeña de difteria) y sin herederos, adoptó a un primo lejano y discípulo suyo en las tertulias literarias, Giacomo di Lanza, que finalmente heredó el título de príncipe de Lampedusa, y que ha mantenido viva la memoria del escritor.

            El escritor viajero Javier Reverte buscó en Palermo el rastro del autor de El gatopardo: “Caminando por Palermo, me parecía que el hombre que más amó y mejor comprendió Sicilia fue, al mismo tiempo, quien más la detestaba. Era profundamente agnóstico. La cultura que poseía le había convertido en un escéptico. Pero se sentía monárquico y rezumaba clasismo. No soportaba la ignorancia y, en consecuencia, no se dignaba a corregirla en público”. 

Cuando la muerte le llegó mientras dormía en la casa de Roma, Giuseppe Tomasi estaba recibiendo tratamiento por un cáncer que se le había diagnosticado poco tiempo antes. En su testamento, pidió que “se intentase la publicación de su novela aunque no a expensas de sus herederos, porque eso sería humillante”. Y también que en el entierro solo estuviesen presentes su esposa, su hijo adoptado y la novia de éste, los únicos seres vivos a quienes decía amar, junto con su perro Pop.

La novela empieza con un latinajo “Nunc et in hora mortis nostrae. Amen”. “Y ya la muerte y la belleza no nos abandonan en todo el relato”. En el cementerio de los capuchinos de Palermo, en una sencilla tumba rodeada de una verja de hierro reposa el autor que dolorosamente dejó este mundo sin ver publicado su manuscrito en el que él tenía una fe absoluta.

 










domingo, 11 de abril de 2021

Sacos de padrenuestros

 

LA OPCIÓN GUANELIANA

5.- Sacos de padrenuestros

La oración como amistad. El sufrimiento como compromiso con el otro.

“En cualquier duda, incluso grave, ora a Dios y, después, deja que actúe la Providencia del Señor” (L.G).

 

 


El 27 de septiembre de 1915, mientras Luis Guanella comía, su cabeza y su cuerpo se inclinaron bruscamente. ¡La parálisis! Sobrevivió un mes en medio de grandes sufrimientos, braceando entre estados de semiinconsciencia y momentos de lucidez. Uno de ellos se produjo el 11 de octubre. Recobró las fuerzas y pudo decir algunas palabras: “La Providencia ha tenido a bien enviarme esta enfermedad para que sobre mis obras lluevan gracias abundantes. Mi enfermedad me llevará al cielo. Dios no os dejará de su mano. En esta tierra nadie es imprescindible. La Providencia no os faltará. No olvidéis este programa: Rezar y sufrir”.     

Rezar y sufrir. Hay una argamasa que une estas dos palabras y que las torna inseparables. Una invitación a rezar y una invitación a aceptar el sufrimiento. Al sufrimiento ni se lo invoca ni se le da la bienvenida. El creyente no busca el sufrimiento pero, mediante la oración y la meditación, se prepara para aceptarlo cuando llegue. La mayoría de nuestros sufrimientos proceden de nuestra resistencia a aceptarlos. Hay contrariedades de la vida que nos afectan dolorosamente. La falta de salud o de prosperidad, la pérdida de trabajo, la angustia ante el porvenir. Y hay un sufrimiento que procede directamente de nuestro amor o de nuestras elecciones personales. Me explico. Si nos decidimos a querer a alguien, cualquier cosa que a él o a ella le atañe nos llenará de dicha, pero también de dolor. Si nuestro hijo sufre por su enfermedad, su fracaso o su ruina, ese dolor pasa directamente a nosotros, porque esa persona nos importa, nos duele. Nos apena su pena. Y nos duele su dolor. Y hay otro sufrimiento que procede directamente de nuestras decisiones. Si uno opta por la conciencia recta, por la ética sin fisuras, por el seguimiento de Jesús, o por la verdad, sabe que, tarde o temprano, tendrá que pagar un precio. Lo comprobamos a diario en las noticias. Un defensor de los derechos de los campesinos es asesinado en el Amazonas, un grupo de cristianos pierde la vida en un atentado en una iglesia de Nigeria, un criminal arrepentido es eliminado por su antigua banda. Es a este sufrimiento del amor y a este sufrimiento de las decisiones personales al que apunta Luis Guanella.

Si te decides a ser padre, madre o hermano de tu prójimo, estás optando por no dejar de sufrir ni uno solo de tus días. Hacer el bien es encaminarse –así nos lo enseña cada día la vida- por un camino donde el sufrimiento está siempre presente. Sufrir no es el objetivo del cristiano. Eso sería masoquismo. Pero aceptar el sufrimiento como una oportunidad para crecer interiormente, sí. Aceptar el sufrimiento (y aquí cabe hablar de renuncia, sacrificio, privación) cuando éste ayuda a alguien, también. Cuántas veces hemos oído decir: “El cáncer me ha hecho mejor persona”, “los meses que cuidé a mi madre fueron los más importantes de mi vida”. “No cambiaría por nada haber permanecido durante toda la enfermedad al lado de mi mujer”. ¡Cuántas veces hemos experimentado que el deber y el cariño hacia los que sufren nos alejaban, momentáneamente, de nuestra zona de confort y de nuestra ‘dolce vita’. Aunque, poco después, probábamos una especie de plenitud interior, gracias a nuestra decisión correcta y hecha en conciencia.

Muchos hombres y mujeres, por su defensa de la dignidad del ser humano o de su fe, huelen su muerte. ¿La desean? No. Pero no la rehúyen. Saben que puede ocurrir. Pero su compromiso no admite componendas. Si, finalmente, tienen que pagar con su vida, lo pagarán y ya está.

Hubo un tiempo, allá por el siglo XVI en que la inconsútil túnica de Cristo se desgarraba por toda Europa. Católicos, protestantes, anglicanos se lanzaban a guerras sin cuartel y el mundo se tornaba más y más intolerante. En una celda de un convento abulense, Teresa de Cepeda, mujer, una pobre monja, lejos de las enconadas batallas teológicas, descubría la belleza de la oración, la belleza de la descalcez. Fue ella la que dijo que oración es “tratar de amistad a solas y muchas veces con quien sabemos que nos ama”. A finales del siglo XIX, un cura inadaptado, controvertido, perseguido, leía estas palabras, las saboreaba como la mejor de las polentas. Y las hacía suyas.

Es difícil hablar en nombre de Jesús, si no cultivamos su amistad a través de la oración. La oración estuvo mal vista durante décadas, porque se tenía la sensación de que era una especie de pérdida de tiempo. El activismo europeo valoraba más a los creyentes que dedicaban las 24 horas del día a solucionar problemas, crear iniciativas sociales, hacer más y más cosas. Muchos se cuestionaron la razón de ser de las mismas órdenes contemplativas, muchas veces sin haber pisado un monasterio y sin haber gustado estas islas de paz y de libertad interiores.

Los católicos dejaron la oración personal, la oración comunitaria, para al final alejarse de todo lo que les sonara a Cristo. Pero era tanta la sed que los hombres sentían de trascendencia y de quietud interior que por doquier surgieron grupos de zen, meditación, mindfulness que vinieron a suplir, descafeinadamente, lo que era la oración católica: “tratar de amistad a solas y muchas veces con quien sabemos que nos ama”. La nostalgia de Absoluto no ha dejado de crecer en estas últimas décadas y cada uno busca, en el gran supermercado de productos espirituales, lo que cree que le conviene para su mente y su ánimo. ¿Está respondiendo la Iglesia Católica a esta inmensa sed de los hombres y mujeres de hoy? Y sin embargo es esta búsqueda afanosa de la interioridad donde están surgiendo cosas verdaderamente interesantes en el mundo católico. Basta pensar en Pablo d’Ors y su red de Amigos del Desierto. El silencio y la quietud como lenguaje y como método para mirarnos por dentro, conocernos en profundidad, redescubrir a Jesús de Nazaret y llegar al corazón del hermano: Escribe el autor de Biografía del silencio: “El gran desafío para el hombre del presente y del futuro es la dimensión espiritual. ¿Qué supone esto? Articular caminos para el cultivo de la interioridad, dar a la esperanza un fundamento para que no se quede en un bonito deseo o en un mero temperamento optimista”.

Don Guanella, cuando sus monjas le preguntaban qué tenían que hacer para ser unas buenas religiosas, cariñosamente les decía: “Vosotras sed sacos de padrenuestros”.

Si Jesús nos hubiese dejado únicamente la oración del Padrenuestro ya hubiera sido una auténtica buena noticia, una preciosa herencia. El padrenuestro ya constituye, él sólo, un evangelio.  La oración del  padrenuestro es más importante que todo el magisterio y que todo el catecismo de la Iglesia. Don Guanella escribió un breve ensayo sobre la oración dominical: ‘Vayamos al Padre’. Si escardamos un poco el lenguaje ampuloso y barroco, propio de la escritura eclesiástica de finales del XIX, nos encontramos con auténticas perlas, profundas reflexiones en torno a una oración que, por sí sola, constituye y funda a un cristiano. Al final, muchos cristianos, descubren que, después de tantos discursos y tantos libros, nos quedan el silencio y el Padrenuestro. Esta oración ha sostenido a miles de cristianos perseguidos o encarcelados a los que no se permitía siquiera leer el evangelio. Rezar un padrenuestro en el silencio de su cárcel o su destierro, les mantenía en pie y mantenía su corazón y su mente en la cordura. Un padrenuestro impedía que enloqueciesen o que abjurasen.

Escribió Luis Guanella: “Al rezar el Padre nuestro, haz que tu corazón rebose de afecto por el Señor, y trata con entrañas de misericordia a tus hermanos, por muy pecadores e imperfectos que sean. En toda familia hay hermanos mayores y hermanos pequeños, hermanos sanos y hermanos enfermos. ¿Qué sería de una familia -¡Y qué pensaría un padre!- si el hijo mayor, sano y fuerte, no sostuviera y no ayudase a sus hermanos más pequeños y enfermos?”

“Necesitas pan para tu cuerpo pero también pan para tu alma. Dios dispone para ti una mesa de manjares suculentos para el alma y un banquete de alimentos exquisitos para el cuerpo”.

 Hace poco, el Papa Francisco decía que “el que reza es como un enamorado" porque "lleva siempre en el corazón a la persona amada, vaya donde vaya". Por eso, ha recordado que se puede rezar "en cualquier momento, en los acontecimientos de cada día: en la calle, en la oficina, en el tren; con palabras o en el silencio de nuestro corazón". “La oración nos va transformando: calma la ira, mantiene el amor, multiplica la alegría, infunde la fuerza de perdonar".

El escritor francés, Enmanuel Carrère, después de unos años de converso católico, dejó la religión. El día que decidió salir de la Iglesia anotó en su dietario una de las más  hermosas y conmovedoras oraciones de un no-creyente: “Te abandono, Dios mío, pero tú, Señor, no me abandones”.

 


 

Próximo domingo: Cap. 6.- Sentirse y saberse ‘buonfiglio’.

jueves, 8 de abril de 2021

“Voto de perfección”

 



Como cuenta Pedro Miguel Lamet, en su libro sobre Arrupe, las relaciones extrañas que se pueden crear entre los carceleros y sus prisioneros no son ninguna novedad, como sabemos por los libros de historia. En los inicios de la Segunda Guerra Mundial, Pedro Arrupe, por entonces un joven misionero jesuita, se encontraba en Japón, concretamente en Yamaguchi, la tierra que siglos antes había conocido a Francisco Javier. Cada extranjero era susceptible de ser visto como un espía, como un enemigo. Así que un buen día, la policía registró la casa donde vivía Pedro y encontró un taco de cartas que Pedro había recibido en Japón y que estaban escritas en diversos idiomas. Fue tachado de espía internacional y conducido a prisión, donde pasaría poco más de un mes.

Pedro aceptó con humildad la cárcel, sin quejarse en ningún momento. Sus días transcurrían en la oración y en el estudio de la lengua japonesa. Los carceleros se dieron cuenta de que estaban frente a una persona singular. Y muy pronto empezaron a charlar con él, a pedirle que les contase su vida o lo que hacía en su tierra. Una corriente de simpatía se creó entre el extranjero y los vigilantes. Charlaban cada tarde de sus vidas y de sus creencias. De ese periodo escribiría: Aprendí la ciencia del silencio, de la soledad, de la pobreza severa y austera, del diálogo interior con el huésped del alma -‘hospes animae’-, que nunca se me ha mostrado más ‘dulcis’”. Pero lo que más le conmovió es que un pequeño grupo de feligreses desafiase a las autoridades y se plantase delante de su prisión para cantarle un villancico el día de Nochebuena.

Después de un larguísimo interrogatorio, Pedro Arrupe fue puesto en libertad, pero antes quiso despedirse de cada uno de sus carceleros con los que había compartido días de soledad y de falta de libertad. Uno de ellos intentó disculparse, alegando que la guerra ponía nerviosos a todos. Pedro le dijo que no tenía por qué disculparse: “No le guardo rencor, sino agradecimiento por el bien que me ha hecho”. Y Pedro pudo advertir lágrimas en su carcelero. Muchos años después, explicaba la tristeza de sus carceleros: “Era la nostalgia indefinida, imprecisa, de algo que no les resultaba posible concretar. Creían emocionarse porque yo me marchaba, y no era así. Era Cristo el que se iba de ellos. ¿Puede haber otra explicación de su tristeza?”

Una anécdota define muy bien la fascinante figura del que llegaría a ser Prepósito General de la Compañía. Durante su estancia en Hiroshima, Arrupe había constatado que un japonés ya entrado en años seguía sin pestañear sus catequesis. Le miraba fijamente cuando él hablaba y estaba pendiente de sus labios. Y así durante más de seis meses. Un día Pedro se acercó al anciano y le preguntó si estaba entendiendo todo lo que explicaba. Pero no hubo respuesta. Fue entonces cuando le dijeron que el anciano era sordo y que no podía entender nada de lo que decía. Cuando finalmente logró comunicarse con él, el anciano le confesó: “Yo le miro y sé que no miente. Por eso yo creo lo que usted cree”.

Era un hombre creíble. Uno de esos gigantes que compaginan, armoniosamente, la fe y las obras. Pedro Arrupe vio, desde la terraza de la casa jesuita de Hiroshima la explosión de la primera bomba atómica, el 6 de agosto de 1945. Un inmenso relámpago dejó ochenta mil muertos y más de cien mil heridos. Desde el primer momento, abrió las puertas de la misión para acoger a los numerosos heridos que acudían de todos los rincones de la ciudad. Además de cura, era médico. Solo tuvo que arremangarse la sotana. Con una mano consolaba y cuidaba a los heridos y con la otra curaba y sanaba. Japón le enseñaría mucho sobre oración, sacrificio, contención de sentimientos, espíritu comunitario. Cuando todos los heridos volvieron a sus casas, dedicó muchas de sus fuerzas a hablar de la sinrazón de la guerra y en contra del empleo de las armas atómicas, con un espíritu no solo pacifista, sino también bienaventuradamente pacífico.

En 1965 fue elegido como cabeza de la Compañía de Jesús. El Concilio llegaba a su fin, y él trató de ‘poner al día’ la Orden de San Ignacio, entre aplausos, desdenes, rebeliones y, sobre todo, una hemorragia de vocaciones sin parangón en la historia de la Compañía. Sus detractores decían: “Un vasco fundó la Compañía, y otro vasco se la está cargando”.

Fue el primero en avistar el problema de los refugiados a escala mundial. Las guerras, el hambre, las ideologías políticas obligaban a huir a miles de personas e incluso a etnias enteras. Creó el Servicio Jesuita de los Refugiados que tantos logros ha obtenido durante las últimas décadas.

Para los jesuitas de la contestación o que hacían una lectura marxista de la realidad, Pedro Arrupe era un conservador. Para los jesuitas más aferrados a la tradición, más inmovilistas, era un revolucionario. Para unos y para otros, estaba guiando peligrosamente la Compañía de Jesús. Y como todo auténtico líder, recibió bofetadas y palos de unos y otros. Ya se sabe que cuando te vapulean los güelfos y te vapulean los gibelinos, es que entonces estás situado en el centro. Hubo encontronazos sonoros entre los monseñores vaticanos y Pedro Arrupe. Pero él, ignaciano hasta la médula, siguió con fidelidad y obediencia al Papa. Cada vez que Juan Pablo II salía del Vaticano en coche tenía que pasar delante de la Casa Generalicia de los Jesuitas. Y siempre Arrupe se apostaba en la puerta y se ponía de rodillas al paso de la comitiva papal.

En agosto de 1981, Pedro Arrupe sufrió un derrame cerebral severo que lo dejó maltrecho y le imposibilitó para seguir ejerciendo el gobierno. Tuvo que aprender a leer, a firmar, a caminar. La enfermedad lo clavó a la cruz durante un largo calvario de diez años. A medida que la enfermedad lo invalidaba, iba añadiendo palmos a su estatura moral. A muchos se les cayeron las escamas de los ojos, y empezaron a descubrir la grandeza de este español universal.

El 5 de febrero de 1991, sus ojos se cerraron en la enfermería de los jesuitas en Roma. Al día siguiente, una multitud llenó la iglesia del Gesú y las calles adyacentes para dar el último adiós a este hombre de bien.

Solo mucho después se supo que Pedro Arrupe había hecho “voto de perfección”. ¿En qué consiste? Se trata de obligarse, mediante voto, a elegir la más perfecta entre dos opciones lícitas que se presentan en la vida. Solo así se pueden entender algunas de sus actitudes. Un ejemplo: su secretario personal y amigo, Cándido Gaviña, reveló decisiones secretas de la curia jesuítica a algunos monseñores del ala conservadora del Vaticano. Arrupe calló y jamás lo destituyó, aún a sabiendas de que le estaba acusando y denunciando ante la Santa Sede.

A medida que se fueron conociendo sus escritos, se fue también conociendo la grandeza de su alma: “No hay nada en el mundo que me atraiga sino Tú sólo, Jesús mío”. La vida es así, los hombres somos así, y las dificultades personales subjetivas son tales, que solamente se puede contar siempre y en todas circunstancias con Jesucristo. Jesús es mi verdadero, perfecto, perpetuo amigo. A él me debo entregar y de él debo recibir su amistad apoyo, su dirección. Pero también su intimidad, el descanso, la conversación, la consulta, el desahogo…; el lugar es ante el sagrario: Jesucristo nunca me puede dejar. Yo siempre con él. Señor, que yo no te deje et “numquam me a Te separare permittas. Y no permitas que me separe nunca  de ti”.









sábado, 3 de abril de 2021

Educar con el corazón

LA OPCIÓN GUANELIANA

4.- Educar con el corazón

 Por los caminos del corazón se llega al otro y se le hace parte de nuestra familia

 

“Os exhorto a ejercer una caridad de persona a persona: buenas palabras, consejos sabios, buenos modales, paciencia, sacrificio, dedicación y alegría… Solo entonces formaremos una única y verdadera familia” (L.G).

 


        Hay una página de Luis Guanella que refleja mejor que ninguna otra su añoranza por su familia y por su hogar, por la dulzura de su madre María, y por el estilo estricto pero justo de su padre Lorenzo. En sus memorias recuerda el primer día de internado cuando era apenas un niño: “Por la tarde se entra en la jaula del colegio. El pajarillo del bosque ha sido encerrado en la jaula. ¡Qué espanto el acostarse y el levantarse por vez primera en el colegio! ¡Qué pesada para un pequeño montañés la disciplina de la campana, los gritos, demasiadas veces amenazadores, de superiores y de educadores! Por cada pequeña transgresión, un castigo: en silencio en un rincón, sin vino en las comidas. Y  ese miedo constante a que un día el prefecto de disciplina o el educador comuniquen a los superiores una negligencia insignificante. Ya no sentía la dulce voz de la madre, ya no estaban ahí los hermanos con sus consuelos. En esa época, en los colegios, el sistema educativo era muy severo, y tendía a formar los corazones más en el temor que en el amor. Las mismas prácticas religiosas se llevaban con un rigor excesivo”

Cuando puso los cimientos de su primera fundación, quiso que allí se viviese como en familia. No quería una institución, quería un hogar. Y se resistió a dar a su comunidad constituciones y estatutos, porque él solo deseaba que todos estuviesen unidos por lo que él llamaba “un vínculo del amor” y un estilo de familia. La reproducción humilde pero amorosa del hogar de Fraciscio. ¿Cómo se puede vivir juntos, si no es viviendo en familia? No quería que nadie se sintiese como en una jaula, ni que nadie estuviera atenazado por el miedo y el castigo. En unas navidades escribe a la superiora de una casa: “No se olvide, hermana, de poner el árbol, de que haya regalos, de que no falte la diversión”. Y también: “En las casas de la Divina Providencia, los sacerdotes, las monjas, los asistidos… forman todos una familia que cree unida, ama unida y actúa unida”

En la familia, se puede vivir en libertad. No hay espacio para el castigo, y si  alguna vez fuese necesario, debe ser moral y no vengativo”. Solo en la familia se pueden dar la espontaneidad y la naturalidad, sin las cuales un ser humano se amustia y se agosta. Escribe también: “La benevolencia familiar es un sistema educativo. El corazón necesita de la benevolencia como el estómago del alimento. La benevolencia es un verdadero sistema de prevención”.

Educar desde el corazón significa educar con el cariño. Si nuestros padres son muy inteligentes o están cargados de prestigio, si tienen muchos medios económicos, si nos han proporcionado una educación cosmopolita, no es tan importante.

Creía firmemente que el amor previene todas las desdichas y cura todas las enfermedades. Prevenir antes que curar. El ‘método preventivo’ que puso en marcha en sus casas consistía en “Poned es práctica el método del amor que es el que conviene a todos, y gracias al cual los educadores tratan con afecto paterno a los que les han sido confiados y los hermanos envuelven con su cariño a sus propios hermanos, para que en los quehaceres de cada día el mal no atrape a nadie y en el camino de la vida todos alcancen la deseada meta. Esta es la forma de vida que más se aproxima a la vida ejemplar de la Sagrada Familia”.

No deja de ser significativo el auge que en el siglo XIX alcanza la devoción al Sagrado Corazón de Jesús. Fueron muchos los hombres y mujeres que experimentaron –y escribieron sobre ello- la cercanía y la dulzura de un encuentro con Jesús. Dejaron de poner el acento sobre la Omnipotencia de Dios y el Cristo Juez del Universo, para hablar de la misericordia y el amor entrañable de un Corazón que se mueve y conmueve ante el sufrimiento humano. Escribe don Guanella: El Señor te muestra los tesoros de misericordia. Te mostró Belén, el Getsemaní y el Calvario. Y al final, su mismo corazón. El corazón es la sede del amor. El corazón es el centro de la vida. Jesús te pone delante su propio corazón palpitante para que, al verlo, te sientas conmovido. Jesús te abre su costado, para que tú puedas entrar en él, vivas de su vida, y puedas salvarte tú y salvar a los demás. Es el amor el que salva vidas”.

Todos somos educables. La educación no se limita a la infancia y la juventud. Nos educan, a lo largo de toda nuestra existencia, la familia, los compañeros de trabajo, los amigos, la sociedad. Y también nos deseducan, claro. Y por supuesto, cada uno de nosotros educa o deseduca, con su actitud. El Proyecto Educativo Guaneliano resumió muy bien esta política del corazón. “Los caminos para entrar en contacto con los demás son incontables, pero el camino de corazón es el que más nos implica personalmente, el más respetuoso y el más eficaz, sobre todo cuando la educación parece una empresa imposible e inútil, y no se ven razones suficientes para esperar resultados. Creemos que, ante casos desesperados, el verdadero amor siempre encuentra el sendero para llegar a lo más profundo del otro, animarle y llevarle un mensaje de bondad. Precisamente por esto, apostamos, más que por la organización, la eficiencia técnica y la metodología, por una relación educativa que tiene  en el amor su raíz y su razón de ser. Amar debe preceder a curar”

La política del corazón tiene dos enemigos muy potentes en nuestro mundo de hoy: la indiferencia y el sentimentalismo.

La indiferencia. Un exceso de información sobre la pobreza en el mundo provoca el cansancio de la solidaridad. Las crisis económicas llevan a un repliegue y a un sálvese quien pueda. El fin de las utopías, especialmente la abrupta caída del comunismo, en el que tantos millones de personas habían creído como una oportunidad de crear un paraíso aquí. Una sociedad tecnificada, con poco espacio para el encuentro personal. El whatsapp sustituye al abrazo, el skype al beso, el chat en Facebook al café compartido en el bar de la plaza. En un mundo así, el afecto es más virtual que real. Nos jactamos de tener amigos virtuales en las antípodas del mundo, y, sin embargo, no tenemos un amigo con quien dar un paseo y tomar un café.  Pero la indiferencia procede, asimismo, de esa intuición que nos susurra al oído que, si nos interesamos por la existencia de los demás, especialmente por la de aquellos que lo están pasando mal, nos complicaremos la vida.

El sentimentalismo es esa implicación intensa, pero superficial y efímera, en los dramas aireados por la televisión y las redes sociales, y que los vivimos con lágrimas y desazón. Pensemos en el secuestro y asesinato de un niño o en un atentado terrorista. Una avalancha de solidaridad en redes sociales, unas conversaciones monotemáticas en cafés y tiendas. Lo vivimos como algo personal. Este sentimentalismo nos permite sentirnos mejores, sensibles al dolor ajeno. Pero es un engaño. No nos cuesta nada poner la foto de un niño en nuestro perfil, o la bandera de un país, o la viñeta que resume la tragedia, no nos cuesta nada mensajear nuestra rabia e indignación en Instagram o Facebook. La compasión a un golpe de clic. El sentimentalismo es efímero. Dura lo que dura una noticia. Al día siguiente, nuestra emoción es requerida para otro asunto urgente.

            La política del corazón es implicación, compromiso, empatía, tiempo y recursos de ‘persona a persona’, como acertadamente escribió don Guanella. Un corazón llameante es lo que encontramos en el escudo de la Congregación, justo donde se cruzan los maderos, el vertical que asciende al cielo y el horizontal que se abaja a la tierra. En este sentido escribía: “Es preciso que se animen unos a otros y también, si es necesario, que se amonesten mutuamente, y que con ternura y firmeza se empujen unos a otros para obrar el bien, a mejorarse  día a día  y a facilitar la vida a los otros

            


 

Próximo domingo: 5.- Sacos de padrenuestros


 


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