domingo, 30 de mayo de 2021

El Papa como Patria. El mundo como Patria

 LA OPCIÓN GUANELIANA

12.-. El Papa como Patria. El mundo como Patria

Arropados por una comunidad y, al mismo tiempo, abiertos al mundo.

“Vuestra Patria es el mundo entero” (L.G.)




Se nos llena la boca de globalidad, multiculturalidad y otras ‘boniteces’, pero la xenofobia crece a sus anchas, los países blindan sus fronteras, y se levantan muros y vallas por doquier, lo mismo en la frontera con México, en Palestina o en Melilla.

Muchos, con razón, denuncian que la globalidad sólo sirve a las finanzas, es decir, los capitales se mueven libremente, sin trabas y sin fronteras, pero no así las personas. ¡Una globalidad con pasaportes y sin alma!

Sin embargo, la pandemia nos ha hecho caer en la cuenta de la realidad de nuestra interdependencia. Un coronavirus surgido en un remoto rincón de la ciudad de Wuhan se propagó a velocidades increíbles por todos los países, dejando un rastro de muerte y enfermedad y una economía diezmada. Esto debería llevarnos a reflexionar sobre la interdependencia de todos. Decimos que el mundo y la economía son globales (también hemos visto que la enfermedad lo es) y, sin embargo, todavía funcionamos con gobiernos locales. La Organización de las Naciones Unidas parece quedar reducida a un ‘cofre de buenas intenciones’. La interdependencia es la conciencia y la sensibilidad de que, o trabajamos juntos en los principales puntos de la agenda global, o el mundo estará destinado a constantes tensiones y a continuas injusticias. El problema del hambre, de los derechos humanos, del cambio climático, del papel de la mujer, de los recursos hídricos, de las tensiones fronterizas, de la justicia universal, de los populismos excluyentes, del terrorismo internacional, de los movimientos migratorios… todo ello es a una invitación a trabajar juntos.

Todo creyente guaneliano está llamado a pensar en términos de Reino de Dios y Patria Universal. Todo católico es miembro de una comunidad de creyentes de la cual el Papa es su pastor y guía, la garantía de verdad y de continuidad a lo largo del tiempo. En cualquier rincón del planeta, un católico reconoce una eucaristía, un gesto de bendición, el dulce rostro de María en un altar, un rosario en las manos de una mujer, una procesión de Corpus Christi, el canto del Pange Lingua, la figura blanca del Papa. Un católico indio o congoleño entra en una iglesia de un barrio de París, y se siente en casa. Un turista español entra en la iglesia de San Antonio de Padua, de Estambul, y reconoce su hogar espiritual.

Cada creyente, por su pasaporte, es ciudadano de un Estado, pero también miembro de un Reino de Dios que se va edificando ya en esta tierra y que se reconoce en cualquier lugar. Allí donde se reúne un grupo de cristianos, allí donde un cristiano siembra su testimonio, allí crece la semilla del Reino. Estamos en el mundo, somos españoles o chilenos, pero al mismo tiempo pertenecemos al Reino de Dios.

Enmanuel Carrère termina su libro El Reino narrando un episodio de su vida, en ese momento en que aún era cristiano. Acudió a una celebración de El Arca, fundada por Jean Vanier. Al final de la misa, los chicos con discapacidad se pusieron a bailar. Él se sentía cohibido y un poco ridículo en medio de esa algarabía. Una chica con síndrome de Down le sacó a bailar. Abandonó la timidez y se entregó a los movimientos de la danza, pero sobre todo a la alegría contagiosa que lo envolvía. Fue entonces cuando pensó: “Esto es el Reino”.

Entre 1842 y 1915, fechas del nacimiento y de la muerte de Luis Guanella, Italia vivió en estado de permanente vaivén político. Para muestra, un botón: Su abuelo fue suizo; su padre vivió durante el imperio francés napoleónico; Luis, bajo el dominio austriaco, los sobrinos de Luis, fueron italianos.

Luis Guanella, al igual que otros muchos católicos de su época, tuvo su corazón dividido entre la exaltación de la Unificación Italiana y la defensa de los derechos pontificios. Es el momento de la fractura entre Italia y los Estados Pontificios. Los sentimientos nacionalistas fueron ganando terreno. Y el entusiasmo por la nación italiana fue creciendo en todas las direcciones. Todas las ciudades que habían permanecido bajo Los Estados Pontificios pasaron a formar parte del Reino de Italia. Don Guanella no se sintió invadido por este sentimiento nacionalista, y él mismo se ‘construyó’ una propia patria bajo la protección del Papa. En ese momento de tantas defecciones y ataques al Romano Pontífice, supo mantenerse leal al Papa. “Nuestro dulce Vicario de Cristo en la Tierra”, como lo denominaba, un poco pomposamente, es una expresión de apego y de cariño hacia el Obispo de Roma. Legalmente era un italiano, pertenecía al Reino de Italia, pero él se reconocía como miembro de otro Reino. Como cualquier cristiano, él sabía que se puede ser ciudadano de este o aquel país, de un reino o de una república, pero lo que cuenta para un creyente de veras es ese Reino que se construye ladrillo a ladrillo, paso a paso, siembra a siembra. Un Reino dentro del reino. El cariño y la cercanía de Luis Guanella por el Pontífice son de una sinceridad y de una lealtad incuestionables. No está de más recordar que en el último siglo, la estatura moral de los pontífices ha sido verdaderamente impresionante, hasta convertirse en los únicos líderes universales respetados por creyentes de todas las confesiones y no creyentes. El Papa es el ‘perfil’, el rostro visible en esta Tierra de ese Reino que los católicos construyen con sus obras. Un creyente guaneliano, en el fondo, sabe que no posee otra bandera ni otro señor. Eso da un sentido de universalidad impresionante.

Un católico, lo dice la misma palabra, es universal. Creyente de un Reino sin fronteras. Y ciudadano de una Tierra de hermanos. En estos tiempos que corren, en que ciertas ideologías en boga y ciertos discursos vuelven a la carga con sus ‘reinos privados’ amurallados, circunscritos al territorio nacional, o en que algunas regiones ricas, basándose en identidades de saldo que enmascaran un discurso supremacista y un nulo deseo de compartir la riqueza, resulta alentador saberse miembro de otro Reino que germina lentamente, paso a paso, y que no se identifica ni con banderas, ni con pasaportes, ni con ADN’s, supuestamente puros. El creyente sabe que pertenece a una comunidad que traspasa fronteras y de la que forman parte el campesino filipino, el pescador ghanés, el informático de Silicon Valley y el poeta noruego. Una comunidad unida por una fe, pero también por una determinada moral, por una liturgia y por el Papa.

Existe una consanguinidad de espíritu que nos une a todos los católicos, a todos los cristianos y a todos los creyentes. Y existe una consanguinidad de espíritu que nos une a todos los hombres y mujeres del mundo, independientemente de su raza, su pasaporte, su edad, su opción sexual, su pensamiento político y su credo. Ya Montesquieu, en el siglo XVIII había escrito que “antes que francés, soy un ser humano, porque soy un ser humano por necesidad, mientras que soy francés solo por azar”

El creyente sabe que su comunidad no puede estar blindada con cerrojos y vallas, sino abierta a todos los hombres y mujeres de buena voluntad, y en la que los pobres, por su propia pobreza, sea del tipo que sea, pueden llamar a la puerta y sentirse acogidos. Es más, cada pobre, por el hecho de tener un rostro (¡el rostro humano es una hierofanía¡), puede sentirse miembro del Reino de Dios y de la Patria Universal.

Una de las frases más conocidas de Don Guanella, repetida hasta la saciedad, es: “Vuestra patria es el mundo entero”. Ya no hay naciones, ya no hay tribus, ya no hay lenguas, ya no hay etnias. El Mundo entero es nuestra unidad territorial. El Mundo es la medida de nuestro Hogar y  la medida de nuestro Reino. No hay otra. Todo lo demás son nacionalismos engañosos y trasnochados. Identidades falsas; muchas veces, identidades del odio.

Creer verdaderamente que el mundo entero es nuestra patria, es creer que ni los pasaportes, ni los credos, ni los idiomas, ni los sistemas políticos, ni las ideologías tienen la última palabra. La última palabra la tiene cada ser humano, con su rostro, su nombre y su historia. El ser humano es sagrado porque es hijo de Dios, de mi misma familia, capaz de una dignidad que no puede ser aplastada en ningún caso. Todo ser humano lleva mi propio apellido y mi propia sangre. Esto hace que se desmoronen todas nuestras etiquetas, encasillamientos, racismos, xenofobias, nacionalismos... Todo esto nos sitúa en la fraternidad de los hijos de Dios que se reúnen a partir y a compartir el pan y el Pan.

En estos tiempos en que las ideologías fuertes vuelven a prosperar en el pensamiento y en el sentimiento de millones de seres humanos, ideologías con aspiración a ocupar ese nicho vacío, antes ocupado por la religión y el sentido trascendente del ser humano, se hará cada vez más perceptible la hostilidad creciente a los creyentes, precisamente por su catolicidad, por su universalidad y por su poca docilidad para admitir componendas con quienes quieren despojar al ser humano de su sacralidad y convertirlo en un número de una masa, ganado fácil de conducir. La tentación totalitaria, bajo la máscara del demonio del Bien, es una constante del espíritu humano”, decía Jean-François Revel. Y Juan Manuel de Prada apostillaba que “Todas las ideologías totalitarias que en el mundo han sido aspiran a crear un ‘hombre nuevo’ que se amolde a sus postulados”. Y por Chesterton sabemos que “Cuando el hombre deja de creer en Dios, empieza a creer en cualquier cosa”.

En estos tiempos, decíamos, el creyente guaneliano se sabe al resguardo de estas idolatrías, bajo la garantía y la certeza de Roma y la del Papa que en cada momento tripula la barca de Pedro. Pero también el creyente guaneliano se sabe convocado y alentado para construir, tal vez con las mismas piedras que sirven a muchos para sus lapidaciones, una nueva y ancha Patria, la de la Fraternidad Universal en la que creyentes y no creyentes trabajan por un mundo mejor, un mundo que nunca podrá ser una masa amorfa, una colectividad indistinta, sino la suma de individualidades sagradas de cada hombre y cada mujer con su nombre, su rostro y su historia. No olvidemos nunca que cuando al ser humano se le convierte en cosa, se puede hacer con él lo que se quiera, también eliminarlo. El ser humano ‘es’, y no solo está.

Cada ser humano se puede sentir, a la vez, ciudadano de varias ‘patrias’ que se complementan y no se excluyen, salvo cuando, ante un dilema moral, es preciso elegir. Y la opción de un creyente debe estar presidida, no en atención a un yo, sino en atención a un nosotros. Otra vez, Montesquieu nos dice: “Si supiera de alguna cosa que me fuese útil y que resultara perjudicial para mi familia, la expulsaría de mi mente. Si supiera de alguna cosa útil para mi familia, pero que no lo fuese para mi patria, trataría de olvidarla. Si supiera de alguna cosa útil para mi patria, pero perjudicial para Europa y para el género humano, la consideraría un crimen”.

En Abu Dabi, el 4 de febrero de 2019, el Papa Francisco y el Gran Imán Ahmad Al-Tayyeb firmaron un documento para la Fraternidad Universal. Lo expresaron con gran belleza: “La fe lleva al creyente a ver en el otro a un hermano que debe sostener y amar. Por la fe en Dios, que ha creado el universo, las criaturas y todos los seres humanos —iguales por su misericordia—, el creyente está llamado a expresar esta fraternidad humana, protegiendo la creación y todo el universo y ayudando a todas las personas, especialmente las más necesitadas y pobres… En el nombre de Dios, asumimos la cultura del diálogo como camino; la colaboración como conducta; el conocimiento recíproco como método y criterio”.

 


Próximo domingo: Para acabar: Tras la bandera del Arca de Noé


miércoles, 26 de mayo de 2021

Caben muchos matices en Ceuta




Lo ocurrido hace unos días en Ceuta no puede ser considerado como una crisis migratoria o una crisis humanitaria. Sería mejor hablar de crisis diplomática que ha traído como consecuencia una crisis humanitaria que, a su vez, ha afectado especialmente a miles de menores marroquíes.

Como suele suceder en este país, los medios de comunicación van de un extremo a otro extremo. Se echan en falta los análisis moderados y las matizaciones. Matizar debería ser un verbo que aprendiésemos bien en esta piel de toro de blancos explosivos y negros contundentes.

Un periodista ceutí, Carlos Antón Torregrosa, en su artículo “Los nadie”, escribía: “Atónitos, vimos las calles repletas de seres humanos, vestidos con bañadores y camisetas, mojados, caminando con chanchas (…). Deambulaban sin rumbo, en un ir y venir, en un arriba y abajo; se dirigían a ninguna parte, a ningún punto concreto, a ningún sitio, pero sus ojos reflejaban una esperanza difuminada por la incertidumbre”… “El Rey de nuestros vecinos, desde sus palacios, utilizó a sus súbditos como si fueran bombas, escudos, humanos, escoria. Volvió a venderles la esperanza en un tocomocho…”

Esta crisis diplomática ha dejado al descubierto varias cosas.

La catadura moral del país vecino, con su rey Mohamed al frente, capaz de alentar a los más pobres de la zona a cruzar el paso del Tarajal, aun sabiendo que estaban destinados a ser devueltos en ‘caliente’, porque eso es lo que marca el protocolo bilateral, pero sobre todo por utilizar a los menores, a los que se sacó de las escuelas para que fuesen a “correrse una aventura a nado” y, de paso, “ver a Cristiano Ronaldo que estaba jugando partidos en Ceuta”.

El secuestro por parte de Marruecos de centenares de niños debería constar en los manuales de inhumanidad. Muchos de ellos, especialmente los más pequeños, una hora después de llegar a Ceuta ya pedían llorando volver con sus familias. Algunas padre ni sabían que sus hijos habían cruzado la frontera, mientras que otras familias, manipuladas y adoctrinadas por un país que dista mucho de la democracia, insensatamente les permitieron la travesía. Me resulta difícil creer que una madre marroquí aliente a su pequeño a irse a otro país y exponerle a un futuro incierto y tal vez a no verle nunca más. ¿Pensáis acaso que algún hijo de un general, un diplomático o un ministro marroquí ha alentado a su hijo a cruzar hasta Ceuta?

El admirable comportamiento de la Cruz Roja, las Ongd’s de asistencia a los migrantes, las Fuerzas de Seguridad y el Ejército que intentaron ayudar en casos desesperados y salvar a algunos de un ahogamiento seguro. Solo la profesionalidad de unos y otros hizo posible que, dadas las sucesivas avalanchas, no ocurriera nada trágico que lamentar. Por cierto, algunos partidos, tradicionalmente tan alérgicos al Ejército, tienen una facilidad sorprendente en servirse de él para las tareas más comprometidas y menos atractivas: lo vinos en la pandemia, cuando se les llegó a encomendar hasta el traslado de los muertos desde los hospitales, y lo hemos visto ahora en Ceuta. Esta crisis diplomática la reconoceremos en el futuro por dos fotos: la voluntaria Luna, de la Cruz Roja, consolando a un senegalés, Abdou, exhausto y desorientado y el salvamento de una madre y su bebé llevados a cabo por Juanfran Valle, un submarinista de la Guardia Civil.

Los excesos verbales de los partidos políticos, de izquierda y de derecha, exaltando lo peor de un lado y de otro, creando confusión, alentando el escándalo, uniendo miserablemente el episodio de la crisis provocada por Marruecos con el fenómeno mucho más amplio y complejo de la migración africana. O bien haciendo declaraciones buenistas o negando legitimidad a España sobre esas dos plazas. Se hace un flaco favor a la convivencia cuando se mezcla todo en un río revuelto. Hay muchos migrantes que llegan aquí porque los necesitamos en los trabajos que los españoles ya no queremos hacer. Hay otros que vienen huyendo, no solo de la pobreza, también de la violencia, la guerra y la discriminación. Y que lo hacen buscando un futuro mejor, mediante la formación y el trabajo. Otra cosa muy distinta ha sido esta avalancha pensada y ejecutada por las autoridades marroquíes.

Marruecos se sabe fuerte porque cuenta con el apoyo de Estados Unidos (por una especie de punta de lanza que Tío Sam tiene en este país del Magreb) y con el coqueteo largo de Francia. Pero Marruecos es un exponente claro de lo que es un país con posibilidades y recursos mal aprovechados por una oligarquía pequeña que vive en la opulencia y una mayoría ignorante, manipulada y sumisa a la que se condena a la pobreza y a la migración o a la que se promete un Marruecos grande bajo la monarquía alauita, bastante poco ejemplarizante; basta seguir un poco el curriculum de su titular Mohamed VI.

No podemos negar, sin embargo que Marruecos, al igual que Turquía en el otro frente europeo, actúan de cancerberos o guardianes del paraíso que llamamos aún Europa, y que por esta labor ingrata reciben miles de millones. Esto también hay que decirlo. Como hay que decir que ambos países no son un dechado de ética y que, por lo tanto, no sabemos si este “sueldo extra” que reciben sirve a los intereses de los gobernantes o a la mejora de las condiciones sociales del pueblo.  Hay que decir, asimismo, que las remesas que periódicamente envían los migrantes a sus familias suponen un buen pellizco en el balance económico anual de Turquía y de Marruecos. De vez en cuando, estos dos países musulmanes chantajean a los señores de Europa con “avalanchas” y con abrir de par en par las puertas. ¿Y quién paga el pato? Pues los de siempre, los pobres. En el caso de Turquía, miles de refugiados quedaron –y quedan aún- en una tierra de nadie, azotados por el invierno y el verano. En el caso de Ceuta, miles de niños convertidos en prisioneros en tierra de nadie. Y así hasta que la razón y la sensatez aparezcan de nuevo en la playa del Tarajal.

Por todo lo dicho anteriormente, es hora de matices y de matizaciones. Cada problema admite muchos puntos de vista. Y cada libro, muchas lecturas. Y cada realidad, muchas interpretaciones y glosas.

Pero independientemente de los diversos matices y puntos de vista, en algo estaremos de acuerdo todos: los platos rotos los pagan los más pobres y los más vulnerables.  Carlos Antón, en su escrito arriba mencionado, recordaba también este hermoso y triste poema de Eduardo Galeano:

Los nadie, los hijos de nadie, los dueños de nada.

Que no son, aunque sean.

Que no hablan idiomas, sino dialectos.

Que no profesan religiones, sino supersticiones.

Que no hacen arte, sino artesanía.

Que no practican cultura, sino flolklore.

Que no son seres humanos, sino recursos humanos.

Que no tienen cara, sino brazos.

Que no tienen nombre, sino número.

Que no figuran en la Historia Universal, sino en la crónica roja de la prensa local.

Los nadies, que valen menos que la bala que los mata









domingo, 23 de mayo de 2021

¡Adiós, Val Calanca!

 LA OPCIÓN GUANELIANA

11. ¡Adiós, Val Calanca!

Estupor ante la naturaleza y la necesidad de decrecer para una economía sostenible.

“No es extraño que, ante estos paisajes grandiosos, enmudezcamos; no es extraño que hasta los más bellos monumentos creados por el hombre, parezcan pequeños” (L.G.)

  


Envejecemos el día en que se apaga el estupor y la maravilla en nuestra mirada. Envejecemos el día que nos crecen las cataratas en el alma y perdemos la capacidad de sorprendernos ante la belleza de la naturaleza o la bondad de los hombres.

Pocos meses antes de morir, Luis Guanella visita Val Calanca, en la llamada Suiza italiana, donde años atrás había fundado una comunidad. El cura que lo acompaña, al pasar delante de la iglesia, hace ademán de entrar para rezar ante el Santísimo, pero Luis Guanella le coge del brazo: “Permanezcamos aquí fuera; sentémonos en este banco y contemplemos el valle”. Al volver a casa, aún extasiado por la belleza del paisaje, dio rienda suelta a su vena poética y a su estupor delante de la creación:  

“Adiós, Val Calanca. Me has permitido admirar la garganta por donde transcurre el río que te da nombre. Me has hecho ver la riqueza de tus bosques, la poesía de tus verdes prados en pendiente, y has puesto delante de mí los feraces pastos de tus montes. He gustado el taciturno silencio de este estío y he podido admirar esa majestad de Dios que se manifesta in montibus, su bondad, su admirable Providencia. Ante la grandeza de tu valle, el peregrino se siente como perdido”.

“Adiós, Val Calanca, te saludo con anhelo de volverte a ver. Quisiera seguir admirando la variedad de tus riquezas minerales, vegetales y animales. Quisiera saludar uno a uno a tus privilegiados moradores, y, si me lo permites, invitar a todos a sumar virtud a virtud”.

Si hay algún problema actual sobre el que la mayoría de la humanidad está de acuerdo es la crisis del cambio climático. En las últimas décadas hemos ido comprobando el deterioro de los ecosistemas y de los océanos. La capa de ozono y la contaminación provocan o agravan muchas enfermedades. Los polos se derriten y aumenta el nivel del mar. A pertinaces sequías, suceden grandes tormentas que arrasan con todo en pocas horas. Hay tornados donde no los había habido nunca. Y hay lluvias escasas donde siempre había diluviado. Los inviernos se acortan y los veranos se alargan. Las selvas disminuyen de día en día y la desertización de amplias zonas es ya una realidad a las puertas de nuestro asfalto y de nuestras ciudades. El crecimiento económico sin límites y la explotación abusiva de los recursos naturales solo pueden llevarnos a un colapso planetario. Un consumismo irresponsable y una pésima distribución de los bienes nos conducen hacia nuevas injusticias y nuevos sufrimientos.

Don Guanella era un montañés, nacido y crecido en medio de una naturaleza áspera, auténtica y bella. De pequeño subía con su guadaña a segar la hierba de los prados que luego bajaba hasta el henil en su cuévano. Unos surcos de maíz o de patatas, la recogida de hierbas aromáticas para hacer infusiones medicinales o para elaborar aguardiente, el pequeño huerto de coles y berzas que ayudaba a pasar el invierno, cuatro gallinas, una colmena, un cerdo. La agricultura de subsistencia formaba parte de la vida y ocupaba a todos los miembros de la familia. Vivir era subsistir. La naturaleza no era solo una estampa hermosa sino también la madre nutricia que procuraba comida para hombres y bestias. Todo se aprovechaba y reaprovechaba.

Fraciscio. Las montañas, las nieves perpetuas, los enhiestos abetos, los arroyos juguetones, las luminarias en el firmamento que titilaban en las noches heladas, los prados por doquier, las estrellas alpinas en la montaña que admiraban a pequeños y grandes, el torrente Rabbiosa, del que don Guanella decía, disculpándose, haber heredado su impetuosidad, nos hablan de una vida en contacto con la madre naturaleza que, al igual que la Historia, es maestra de vida. No es la ecología de postureo y escaparate que el ‘buenismo’ nos intenta colar. Es el verdadero respeto a una naturaleza que tiene sus propios tiempos y sus propios ritmos. Una naturaleza que se comporta como madre cuando es respetaba, y como madrastra cuando es atacada insensatamente.  

Ese espíritu rural que respeta la naturaleza y a la vez le pide frutos abundantes, aunque sin agotarla, ha sido una constante a lo largo de la historia de las congregaciones fundadas por Don Guanella. En Aguilar de Campoo, en Roma o en Abor-Ghana, el cultivo de la tierra y el cuidado de animales eran realidades siempre presentes. El huerto, los árboles frutales, el gallinero o los cerdos eran, además de un recurso importante para la economía doméstica, una apuesta por la sencillez de vida, por el contacto con la tierra que implicaba tanto a religiosos, cuidadores, educadores, chicos con discapacidad, alumnos…

La opción guaneliana para vivir el cristianismo en este siglo XXI no puede olvidar sus raíces rurales, su contacto con la naturaleza, que no es la del turista que mira, sino la del agricultor sensible y comprometido, que sabe que, en el respeto y el amor a la madre tierra, se cifra el plato sobre la mesa del mañana.

En su encíclica Caritas in veritate, Benedicto XVI afirmaba: “La naturaleza, especialmente en nuestra época, está tan integrada en la dinámica social y cultural que prácticamente ya no constituye una variable independiente. La desertización y el empobrecimiento productivo de algunas áreas agrícolas son también fruto del empobrecimiento de sus habitantes y de su atraso. Cuando se promueve el desarrollo económico y cultural de estas poblaciones, se tutela también la naturaleza. El acaparamiento de los recursos, especialmente del agua, puede provocar graves conflictos entre las poblaciones afectadas. Un acuerdo pacífico sobre el uso de los recursos puede salvaguardar la naturaleza y, al mismo tiempo, el bienestar de las sociedades interesadas”.

Se tiene la sensación de que las campañas a favor de la ecología y la sostenibilidad son una manera de maquillar realidades bien distintas y actividades bastante inconfesables. Al mismo tiempo que celebramos el día sin coche, los gobiernos dan ayudas para comprar coches nuevos. Al mismo tiempo que plantamos cuatro árboles a la puerta de un colegio, se deforestan miles de hectáreas en zonas protegidas; al mismo tiempo que se suprimen las bolsas de plástico en los supermercados, salimos de ellos con decenas de envases y envoltorios; al mismo tiempo que hablamos de reciclar y reutilizar, enviamos decenas de barcos a un país empobrecido con toda nuestra basura tecnológica; al mismo tiempo que dejamos ropa usada a la puerta de Cáritas, salimos de otra tienda con dos bolsones de ropa recién comprada.

La pandemia ha servido para darnos cuenta de que un modelo económico que se base en el consumo enloquecido es inviable. Para que los países más empobrecidos puedan progresar un poco, es preciso que los países ricos decidan ‘decrecer’. Cambiar estilos de vida individuales y colectivos, más cercanos a la austeridad y a la sobriedad, está plenamente en consonancia con el respeto a la creación y con esa certeza de que los recursos de la Tierra son finitos. Decrecer es uno de los verbos que tendremos que aprender a conjugar en el futuro más inmediato, si no queremos que este mundo se desmorone.

¿Qué hacer si sabemos que los recursos de la tierra son finitos y la ambición para explotar esos recursos es infinita? Todo un desafío que atañe a las políticas nacionales e internacionales de los países más ricos del mundo, pero que incumbe también al comportamiento y a la actitud ante el consumo de cada individuo. No se trata de decrecer por decrecer. No se trata de frenar por frenar. Es preciso decrecer en los países ricos para que los países empobrecidos puedan, como acto de justicia, incorporarse al tren del progreso sostenible. Decrecer para que las generaciones venideras no tengan que pagar los platos rotos de este fiestón irresponsable de “nuestra generación del quiero todo y lo quiero ahora”.

Francisco en su encíclica Laudato si escribe: “¿Es realista esperar que quien se obsesiona por el máximo beneficio se detenga a pensar en los efectos ambientales que dejará a las próximas generaciones? Siempre habrá gente que acuse de pretender detener irracionalmente el progreso y el desarrollo humano. Pero tenemos que convencernos de que desacelerar un determinado ritmo de producción y de consumo puede dar lugar a otro modo de progreso y desarrollo”.

El pasmo de Luis Guanella ante la naturaleza es grande, pero hay algo que aún le maravilla más: El hombre es la obra por excelencia de Dios aquí en la tierra. El hombre es el himno más bello que se pueda cantar al Creador”. Tampoco esto puede ser olvidado en un momento en que diversas corrientes de pensamiento –muy amplificadas por los media- quieren hacer, de la naturaleza y de los animales, un absoluto, rebajando así al ser humano de ese ‘plus’ que le otorga el pensamiento cristiano, y del que debe seguir gozando. El ser humano es “más que algo; es alguien”.

 




 

Próximo domingo: Cap. 12. El Papa como Patria. El mundo como Patria

miércoles, 19 de mayo de 2021

La Anunciación de Beato Angelico




Giorgio Vasari dice en su Vida de los mejores pintores, escultores y arquitectos que Fra Angelico era poseedor de un "raro y perfecto talento" y menciona que "nunca levantó el pincel sin decir una oración ni pintó el crucifijo sin que las lágrimas resbalaran por sus mejillas".

Nació en 1387 y murió en Roma en 1455. Guido fue su nombre y Pietro su apellido. A los 20 años ingresó en los frailes dominicos junto con su hermano Benedetto, y allí tomó el nombre de Juan de Santo Domingo, pero al final todo el mundo empezó a llamarle Beato Angelico, por su carácter manso y pacífico y por su pintura digna de ángeles. En 1982 fue proclamado oficialmente ‘Beato’, cuando Juan Pablo II lo elevó a los altares con el título de Beato Juan de Fiésole. En fin, muchos nombres, para un pintor europeo único. Si viajas a Roma, puedes visitar su tumba en la iglesia dominica de Santa María Sopra Minerva.

En Fiésole, Cortona, Florencia, Orvieto, el Vaticano y Roma dejó una delicada y exquisita obra pictórica que él siempre consideró un trabajo humilde de alabanza a Dios, como el fraile que barre el claustro o el que poda los frutales. Había comenzado su aprendizaje artístico como iluminador de libros, y esta técnica la podemos apreciar en toda su pintura. Pintor de la gran escuela florentina del siglo XV, seguidor del gótico internacional e introductor del renacimiento, su obra entera esta imbuida de una espiritualidad y de un misticismo que, aún en estos tiempos poco dados al espíritu y a la mística, nos conmueve.

Esta conmoción la pude comprobar en mí mismo y en otros visitantes en la exposición que sobre Fra Angelico organizó El Prado en 2019. La gente se detenía ante algunas tablas con un silencio y un recogimiento que son más propios ante una imagen sagrada en cualquier iglesia del mundo.

El Museo del Prado posee una de sus obras más hermosas, La Anunciación, que llegó a las Colecciones Reales a través del Duque de Lerma. En la muestra de El Prado, y después de una cuidada restauración, la Anunciación brilló, por méritos propios, en medio de un centenar de obras. Si como asegura la tradición, Beato Angelico era tan devoto de la Virgen que siempre pintaba de rodillas su imagen, podemos imaginar al humilde fraile pintando en genuflexión el delicado rostro de María.

La tabla de la Anunciación (2 X 2 m) está dividida en tres partes: la expulsión de Adán y Eva, la arcada del ángel y la arcada de María. Es una pintura de contrapunto. Por un lado la escena en que un ángel serio urge a Adán y Eva a salir del paraíso que Dios había creado para ellos. Vestidos con pieles de animales sujetadas con ramas, cabizbajos y pesarosos, abandonan el edén hacia un mundo de dolor y trabajo. Por otro lado, la Anunciación es la reparación de la desobediencia y la promesa de que un Niño nos introducirá de nuevo en el Paraíso.

En la zona del paraíso es donde Fra Angelico demuestra su pericia como miniaturista en la descripción minuciosa de las plantas y el follaje. Una palmera en el centro de la escena simboliza la palma del martirio que alcanzará Jesús con su muerte. Las rosas de color sanguinolento a los pies de Adán y Eva indican la pasión de sangre que sufrirá el Mesías. Adán se lleva la mano a la cabeza en una expresión de lamento y de herida. Eva, furtivamente, mira de reojo la escena en la que otra mujer ha decidido cooperar con Dios en lugar de intentar ‘ser como dios’ que era la promesa engañosa de la serpiente.

La Anunciación propiamente dicha queda enmarcada en una arquitectura que nos hace pensar en el Hospital de Los Inocentes que Filippo Brunelleschi había levantado en Florencia con la nueva sensibilidad renacentista. Si el paraíso perdido se manifiesta con árboles y plantas, el nuevo paraíso se pinta con un cielo estrellado, imagen de la perfección y la belleza del Cosmos. María, que leía con devoción un libro, interrumpe un momento su lectura para escuchar el Anuncio de un ángel esplendoroso en belleza e indumentaria que, tímido, parece no atreverse a comunicar tan gran noticia. Con las manos en su regazo, María indica la acogida a una vida que comienza y la humildad y sumisión a la voluntad de Dios. La actitud y las manos recogidas de María tienen su espejo en la actitud inclinada y las manos del ángel.

Las manos del Padre eterno, en el centro del sol de justicia, envían un rayo de hermosa luz dorada, en el medio del cual se desliza la paloma del Espíritu Santo, para tomar posesión de la esclava del Señor. En el tondo central de la arquitectura el relieve de Cristo, varón de dolores, vera imagen, preanuncia el Calvario. A su lado una golondrina, ¿Conocía Fra Angelico la leyenda que atribuía a este pajarillo haber quitado las espinas de Jesús crucificado?

En este mundo de simbología, tan cara al arte de la época, podemos comprobar que las vestimentas del ángel del paraíso y las del arcángel San Gabriel tienen la misma tonalidad. La importancia de la figura de la Virgen es subrayada por el ‘telón y alfombra de honor’ que se despliega a sus espaldas y bajo sus pies y que enmarca toda su persona, otorgándole un realce regio. En la estancia íntima de María, se abre una ventana y por ella podemos ya intuir y pregustar el nuevo paraíso de luz y oro. A la simbología pictórica, hay que añadir la belleza inigualable de los colores, especialmente de los dorados, los azules y los rosas, tan apreciados por los iluminadores de libros. Colores que parecen cristalizados.

Como curiosidad cabe decir que este cuadro ingresó en el Prado a mediados  del siglo XIX. Pero originalmente había estado en el convento de Fiésole. Ante esta tabla de la Anunciación, cada noche los frailes dominicos rezaban la Salve Regina. Podían así ver con sus propios ojos el “lacrimarum valle”, pero también la “vita, dulcedo, spes nostra”. Después, la Anunciación estuvo en el Convento de las Descalzas Reales de Madrid, donde reinas, infantas y nobles llevaban una vida retirada, rodeadas de fabulosas colecciones de arte.

En la predela de la pintura, Beato Angelico pintó otras cinco pequeñas escenas: Nacimiento y desposorios de la Virgen, Visitación, Epifanía, Purificación, Tránsito de la Virgen.

Como decíamos antes, este cuadro del Beato Angelico, uno de los más logrados, capta la atención del visitante del Museo del Prado por su silencio, su gracia espiritual, su belleza virginal, su colorido excepcional y su invitación a la oración. No me extraña que el gran pintor del arte religioso actual, Marko Ivan Rupnik, tenga en Fra Angelico su referente y su inspiración.

Otro dominico, Fray Clérissac, escribía que Beato Angelico era “un monje cuyo arte consistía en infundir, en las imágenes de los santos, la vida interior que dominaba y embelesaba su alma».

https://www.museodelprado.es/actualidad/multimedia/restauracion-de-la-anunciacion-de-fra-angelico/ecf64690-8ff0-5c2d-aaef-fce1ea95bcd6











domingo, 16 de mayo de 2021

La alegría de los borriquillos

 

LA OPCIÓN GUANELIANA

10.- La alegría de los borriquillos.

Ponerse al servicio del otro con palangana y toalla.

“Quien camina con Dios, viaja alegre” (L.G.)

 


“Dios nos libre de los santos encapotados”. Y con esta expresión llena de humor de Teresa de Jesús, nos adentramos en el terreno de la alegría. Las imágenes que la Historia y la Iglesia nos han transmitido de los santos son de una gravedad y de una seriedad que poco invitan a la imitación.

A don Guanella, escasamente fotogénico, tampoco le han favorecido mucho las fotografías. Tendía a entornar un poco los ojos; si a eso añadimos la seriedad de la sotana negra, el rostro adusto, la gravedad en la pose, podríamos tener la sensación de que era un “santo encapotado”. Carlo Lapucci se dedicó a recopilar anécdotas de su vida, muchas de las cuales nos hacen sonreír suavemente. Repasando fotografías en blanco y negro, solo he visto una en la que se muestra contento y espontáneo. Fue tomada en su viaje a Tierra Santa. Se había dejado crecer la barba, y en la foto se le ve feliz rodeado de un grupo de muchachos árabes.

“Borriquillos” llamaba Luis Guanella a sus religiosos. Y lo hacía con gracia y humor. Los quería serviciales, humildes, cansados después de un día de duro trabajo, y agradecidos y contentos. El borriquillo es el animal de carga, que trabaja y trabaja, que llega a la cuadra deslomado, tras una larga jornada en el campo o atado a la noria. Es a ese trabajo insignificante pero utilísimo, a veces mal correspondido, a ese cansancio diario, a esa servicialidad sin peros, a esa humildad, a la que apuntaba Luis Guanella cuando llamaba ‘borriquillos’ a sus frailes.

Por una idea equivocada, asociamos la santidad a una seriedad de funeral. Y sin embargo, los santos, a pesar de la austeridad, los sacrificios y la disciplina interior, han conocido, como ninguno, la verdadera alegría. Y estos por dos motivos: Uno: por su libertad de espíritu conseguida con su desapego de las cosas, con su independencia de las personas y con su autodominio. Y dos: han comprendido que Jesús ha traído una buena noticia, un novum, un tesoro. Su contento y su alegría interior vienen de este descubrimiento. La alegría siempre es compatible con la cruz.

Jesús es invitado a unas bodas. Es una celebración jubilosa. Pero falta el vino. Unos novios poco previsores o unos invitados con afición a empinar el codo han provocado que el vino se agote. Jesús sabe que para saciar la sed, basta el agua; en cambio, para saciar el corazón, el agua no basta. Jesús con este milagro, nada espiritual, nada místico, viene a decirnos que Él está en medio de nosotros como aquel que multiplica las alegrías de los hombres. El milagro más ‘mundano’ de los milagros da inicio a la vida pública de Jesús. El mundo, como bellamente ha dicho Merleau-Ponty, es el cuerpo ensanchado del hombre. Jesús bendice la alegría de cada ser humano y del mundo. Si uno cierra los ojos y escucha ‘Jesús, alegría de los hombres’, de Johann Sebastian Bach, llega a percibir a qué alegría me estoy refiriendo.

Tomás Moro, que había conocido directamente el más alto poder y que le tocó vivir en un momento de gran tensión en Inglaterra, no se olvidaba de rezar cada día pidiendo al Señor un poco de humor:

Dame, Señor, el sentido del humor.

Concédeme la gracia de comprender las bromas,

para que conozca en la vida un poco de alegría y

pueda comunicársela a los demás.

 

Pero este mundo nos llama a engaño. Y todos notamos que la alegría se vende, normalmente cara, y que la alegría procede de algo externo. Una alegría que se puede comprar en el supermercado del alcohol, la comida gourmet, la bebida gran reserva, la música estridente, los viajes a las antípodas, el sexo de barra libre… En fin, una alegría organizada, programada y pagada.

Y sin embargo, sabemos que la alegría, la profunda y la duradera, la llevamos dentro, como un rescoldo que solo necesita ser reavivado. Por eso, la alegría no está reñida con la austeridad. Es más, la verdadera alegría brota de las cosas sencillas, de las cosas ordinarias; brota, sobre todo, de la libertad interior y del espíritu de servicio. Y, además, para un creyente –y lo sabemos desde el momento del nacimiento de Jesús- procede de una buena noticia. Es la alegría de quien sabe que no le “faltará el vino” en su existencia. Es la alegría de quien tiene la certeza de que en la barca hay un buen timonel que nos asegura un buen trayecto, no obstante el oleaje y la tormenta.

La alegría procede también de nuestra propia conciencia de lo poco que somos. Reírse de uno mismo, reírse de nuestras pretensiones grandilocuentes. Y ser capaces de mirar y admirar  en la vida tantos gestos de bondad, de verdad y de belleza. Mostrarse agradecidos, vivir enraizados en la gratitud, es un pasaporte para la alegría.

            Cuando verdaderamente tenemos sed, solo un vaso de agua nos la puede saciar. Cuando verdaderamente tenemos hambre, solo un trozo de paz es necesario. Solo cuando hemos trabajado todo el día como borriquillos, un saco de paja puede ser el mejor colchón. En el momento de mayor angustia, un abrazo logra arrancarnos todo nuestro dolor.

Después de haber catado todos los vinos y paladeado todos los platos. Después haber leído todos los libros, como decía Mallarmé. Después de haber perdido la cuenta del número de  amantes de unos veranos que creíamos que iban a ser para siempre. Después de habernos bañado en todos los mares, visto todas las ciudades y bailado en todas las fiestas…. Y después de haber vuelto de  todas estas experiencias más aburridos y más insatisfechos… ahora es el momento de volver a la insipidez del pan y de la leche, al atardecer gratuito, a los cuatro amigos que ya no nos deslumbran, pero que son los únicos que nos dicen la verdad, ese regalo impagable que sólo te dan tus padres y cuatro amigos a lo largo de una existencia de más de 80 años.

            Cuando don Guanella llegó de párroco a Pianello Lario le había precedido ya la mala fama de cura exaltado. La pequeña comunidad de monjas que ayudaba a huérfanas y ancianos estaba sobre aviso: “Ojito con este pájaro”, se decían. Pero un día sor Marcellina Bosatta tuvo que ir a llevarle un recado. Llegó justo en el momento en que Don Guanella estaba comiendo una ensalada. Cuando sor Marcellina regresó a su casa, reflexionó: “un cura que come una ensalada sin aliñar con los dedos, no puede ser un tipo peligroso”.

Y es verdad que el lujo de una casa o de una mesa nos puede deslumbrar, pero sólo la austeridad (¡la pobreza!) nos ilumina. En el fondo admiramos a esas personas que, no por necesidad, sino por opción personal, prefieren la sencillez de las costumbres, la moderación, la sobriedad y la austeridad.

Cuando Teresa de Jesús fue a visitar a la duquesa de Alba en su palacio, la monja que la acompañaba le comentó si se había fijado en la cantidad de muebles, lámparas, alfombras, vajillas, tapices, relojes, cuadros que tenía la duquesa. Teresa, con esa contundencia castellana de mujer sabia y recia, le contestó: “las necesitará”. Y en este “las necesitará” es donde se encuentra la clave de nuestra personalidad. Si cualquier día, para estar medianamente felices, necesitamos acumular cosas y amontonar experiencias… es que en realidad somos muy pobres.  Ahí nos jugamos todo en nuestra vida. Una efímera felicidad seguida de episodios de desdicha. O una serena existencia, apacible, sin sobresaltos, y sin altibajos. No es más pobre el que menos tiene, sino el que menos necesita.

Hay alegría en ese Luis Guanella al que sor Marcelina descubre un día comiendo cuatro hojas de lechuga con los dedos. Y también cuando dice al ama de cura del anterior párroco, don Coppini, en Pianello Lario: “con un poco de polenta y un trozo de queso, tengo bastante”. O cuando con una viga de madera tirada en la escombrera se hizo un pupitre y un taburete que le sirvieron de escritorio durante 7 años, y donde redactaría un montón de folletos para formar a sus sencillos feligreses. Hay alegría el día en que invita a un cochero que juraba como un carretero a una sopa en su casa. Hay alegría cuando, desde Tierra Santa, escribe: “ayer el burro en el que viajaba dio una coz y me tiró al suelo. No me hice nada. Se ve que el burro que iba encima era más burro aún”. Hay humor cuando le comenta al Papa: “La señora no sé cuántos me ha dado 10.000 liras para la nueva parroquia. Imagino que el Papa no va a ser menos que esa señora”. Hay alegría cuando, tras declararse un pequeño incendio en una sala, pide a un chico disminuido que vaya a por agua. A este no se le ocurre otra cosa que ir a la cocina y coger la primera garrafa que vio. Era vino. Cuando Luis Guanella se dio cuenta, le dijo: “El fuego ya está apagado; anda, baja a por unos vasos a la cocina y vamos a un beber un trago que nos ha entrado sed”.

Cada vez que la melancolía me invade, intento que en mi corazón resuene el consejo de Sancho Panza a Alonso Quijano: “Señor mío, alce vuestra merced la cabeza y alégrese, si puede, y dé gracias al cielo”. Don Quijote de la Mancha, entre otras muchísimas cosas, es un canto a la alegría, a la risa y al buen humor, sin los cuales el alma humana se agosta y seca. Ya en su prólogo, Miguel de Cervantes declara que su intención, al escribir esta historia es que “el melancólico se mueva a risa, el  risueño la acreciente, el simple no se enfade, el discreto se admire de la invención, el grave no la desprecie, ni el prudente deje de alabarla”.

La auténtica alegría tiene que ver con el espíritu de servicialidad, con el deseo de facilitar un poco la vida al otro. Jesús la resumió en un gesto: el lavatorio de los pies. Quien se pone al servicio de los demás, para hacer al semejante la vida más llevadera conocerá una alegría íntima que nunca paladearán los poderosos y los egocéntricos. Por eso, Luis Guanella quiso que sus seguidores se llamasen ‘siervos de la caridad’. “El que quiera ser grande entre vosotros, que sea vuestro servidor, y el que quiera ser primero entre vosotros, que sea vuestro esclavo”, leemos en Mateo, 20.

La política de la palangana y la toalla es el gesto que rompe en su propio núcleo la lógica del mundo y sus opresoras estructuras. Quien, de forma voluntaria, se arrodilla para lavar los pies al más necesitado de los seres humanos, hace saltar en mil añicos los cimientos de este mundo. Del encuentro entre el cuerpo que se dobla para lavar los pies y el cuerpo que, sentado, recibe el agua y siente la mano que lo limpia, nace todo encuentro humano. El cuerpo es, así, “el mediador de todo encuentro” (Gabriel Marcel). “Sin el cuerpo el hombre no puede tan siquiera expresar una oración”, decía Hildegarda von Bingen. El lavatorio de los pies es siempre una oración. El otro Padrenuestro que nos enseñó Jesús de Nazaret.

 


 

Próximo domingo: Cap. 11. ¡Adiós, Val Calanca!

miércoles, 12 de mayo de 2021

La campana que dobló por ella.


 




Al último momento decidió ir al entierro. Se había pasado la mañana dudando. No sabía qué hacer, pero cuando su compañero le dijo que había un sitio en el coche para acercarse al funeral del padre de una compañera común, aceptó. Total, no tenía ningún plan, ni nada previsto para esa tarde. “Eso sí -dejó claro- yo daré el pésame, pero por la iglesia no me veis, porque no voy nunca”. Su compañero añadió: “De acuerdo, mientras nosotros estamos en misa, tú puedes darte un paseo alrededor del pueblo. Es un valle muy bonito”.

El coche se puso en marcha. Era un acto social más, uno de estos ritos viejunos que aún se cumplen en este país de sacristías, pensó ella. Llegaron al pueblo. Dio un abrazo a la compañera y luego, por señas, indicó a los compañeros que ella se largaba a andar. El valle le pareció precioso. A las afueras del pueblo, tomó un sendero. Tenía ante sí un par de horas, como le habían dicho los compañeros. Caminó un buen trecho,  subió una pequeña colina desde donde se divisaba todo el pueblo. Y entonces ocurrió lo que ocurrió. De repente, oyó la campana. El tañido triste de una campana. En la lejanía, por un camino de tierra rojiza, lentamente, avanzaba el cortejo fúnebre en dirección al cementerio. La campana seguía doblando con su triste son. Y entonces, recordó otra campana de hacía más de tres décadas, y otro funeral, el de su madre. Y se desmoronó. La campana de hacía treinta años doblaba por su madre. Pero la de hoy doblaba por ella. Y se echó a llorar.

Desde entonces, han pasado dos meses. Ahora estoy frente a ella, escuchando su soliloquio. Me dice que no para de hacer balance de su vida, y sale malparada. Hace evaluación y se siente suspendida. Hace recuento y obtiene resultados catastróficos. Se creía libre, y no lo era. Se creía independiente, y no lo era. Se creía moderna, y no lo era. ¿Qué ha pasado?

Ella era una chica más de un pueblo de Castilla, la menor de cuatro hermanas, y la única que había llegado a cursar estudios superiores. Todo cambió cuando fue a la Universidad. Conoció mundo, y el pueblo le pareció una cárcel. Por primera vez supo lo que significaba respirar y ser libre. Se sentía avergonzada de sus padres, unos humildes campesinos, de la educación conservadora que había recibido, de la parroquia represora que había frecuentado desde niña, de sus amigas con miras tan cortas: un marido, unos hijos, una casa y el cuidado de los padres mayores.. En un saco, digno de tirarse a la basura, metía a la familia, los amigos, la Iglesia, el pueblo, la escuela… todo lo que le recordaba los primeros 18 años de su vida.

Brillante universitaria, “aunque no empollona ni rata de biblioteca”, pronto se metió en reivindicaciones libertarias, y en ataques furibundos a la familia tradicional, el matrimonio, el machismo, el reparto del poder, la Iglesia, la educación… Recordaba aquellos años universitarios en que, a las apasionadas discusiones de los cine-forum, seguían las tertulias en bares apestados de Ducados, la preparación de pancartas y la contestación sistemática a los profesores más carcas. Así que cuando, raramente, volvía a casa, armaba gresca por cualquier cosa. Le enfadaba que su madre fuera a misa, que su padre fuera al bar mientras su madre hacía la cena, que sus hermanas se pasasen horas cosiendo o bordando o pariendo y aguantando a maridos. Se ponía del hígado cuando a la hora de la comida, en casa, solo se hablase de trigo, cebada, la salud de la señora no sé cuántos o la boda de la hija de no sé quién. ¿Pero esto era vida?, se preguntaba cuando se acostaba enfadada y rabiosa en aquella cama anticuada con un crucifijo en la cabecera. Ella que leía a Sartre y a Louis Althauser, a Simone de Beauvoir y a  Albert Camus, que tenía en su habitación el poster de Mao y del Che Guevara, que sabía decir en inglés “Make love, not war”, que estaba a la última en música rock inglesa, que había fumado porros en antros de mala muerte y que se había acostado, libre y sin prejuicios, con otros universitarios, libres y disfrutones como ella…

Pero desde que oyó aquella campana, hacía un par de meses, los que ella creía pilares sólidos de su vida, ideas irrenunciables y avanzadas, se estaban desmoronando. Recordaba con tristeza dos episodios en su casa. Una de las veces que llegó para Navidad, le echó en cara a su madre “que fuera tan sumisa, tan obediente, que estuviera todo el día pendiente de preparar la cena a su padre, mientras que él se iba todas las tardes a tomar un vino al bar”. Cuando dejó de lanzar improperios, su madre, tranquilamente le espetó: “Espero que todos los hombres que conozcas te traten tan bien como lo hace tu padre conmigo. Y espero que el único defecto que tenga tu marido o tu amante, porque no piensas casarte, sea el de ir a tomar un vino al bar, y que la única humillación que recibas sea la de prepararle la cena”.

El otro episodio que la avergonzaba fue cuando volvió al pueblo para el funeral de su madre. Nada más llegar, hizo saber a su familia que, ni atada, pensaba ir a la iglesia, porque no creía en esas chorradas de los curas. Entonces su padre, que era de pocas palabras y al que nunca había visto imponerse, autoritario, le dijo: “Si no vas al entierro de tu madre, si reniegas de ese Dios en el que ella creía y que la ha sostenido a ella -y también a mí- en su penosa enfermedad, hazte a la idea de que tú no eres hija de tu madre, porque ni siquiera eres capaz de respetarla estando aún su cadáver caliente”. No hubo más palabras. Solo un silencio mortal en las horas siguientes, apenas interrumpido por los pésames pueblerinos y el bisbiseo de algún avemaría de una vecina beata. Cuando el féretro abandonaba la casa familiar, ella cogió el coche y se largó. Pero antes de alejarse, aún pudo escuchar la campana que clamaba a muerto. Y en su interior, como una maldición, dijo: “¡Por fin me libro de vosotros, panda de retrógrados. Que os den!”.

Pero la vida fue pasando. Fue de éxito en éxito laboral, y solicitada por buenos bufetes de abogados. Conoció mucho mundo, viajó a un sinfín de países, leyó todos los libros, acudió a todos los conciertos, conoció muchos cuerpos de hombres y sacó de ellos placer y sinsabor a partes iguales. Por puro orgullo, siguió enfrascada en más trabajo, más experiencias, más viajes, más galanteos. Cada éxito traía su fracaso; cada aventura amorosa, su insatisfacción; cada noche de excesos, su resaca; cada viaje exótico, su frustración. De repente, se descubrió con 60 años, comportándose como una universitaria alocada, pero con bolso de Loewe, tarjeta visa solvente, coche potente, apartamento en la mejor zona de la ciudad, y arte de vanguardia en lugar de posters de revolucionarios. Había usado a los hombres, pero los hombres también la habían usado a ella. Los ideales políticos formaban parte del baúl de los recuerdos. El afán de experiencias nuevas y novedades de última generación, sólo le aportaban hastíos viejos y ya conocidos.

Sólo ahora, después de oír aquella campana, se dio cuenta de su inestabilidad sentimental, de su insensata ambición laboral, de su patético negarse a ser madre, de su soledad insoportable, de su rebeldía estéril y de escaparate y de su ‘eterna juventud’ trasnochada y caduca. Las arrugas en torno a los ojos no eran nada frente a las arrugas de su alma. La resaca de alguna mañana (ahora de excelentes vinos reservas y de cocina gourmet) no era nada comparada con la resaca y la sequedad de su corazón. Pero nunca dio su brazo a torcer y nunca se paró a pensar hacia qué abismos conducía su existencia.

Y sin embargo, hace dos meses, oyó esa campana. Si antes, sus padres le habían parecido unos pobres infelices, incultos, sin ambiciones, resignados a un pueblo de muerte, a una única pareja, a unos horizontes que no iban más allá de su casa y su aldea, ahora repasaba sus rostros, se esforzaba por volver a pasar por sus ojos y su corazón la dulzura de su madre, su alegría al volver del campo junto a su padre, el cariño con que le preparaba la ropa limpia los domingos o las patatas fritas que tanto le gustaban a su marido. Recordaba la serenidad de su padre, ese silencio que leía el corazón de las cuatro hermanas, el trabajo durísimo de cada día sin quejarse jamás, la dicha cuando le contaba a su madre que el trigo prometía, que la cosecha había sido buena, o cuando le traía del campo, contento como un niño, un manojo de espárragos trigueros o una alforja de setas, por no mencionar las noches enteras que había pasado, sin desvestirse siquiera, a la cabecera de la mujer de su vida que se le iba muriendo día a día.

Todo este terremoto le había ocasionado aquella campana que escuchó la tarde de aquel funeral. Esa campana había esperado muchos años por ella. Esa campana había sido una bomba que había explotado en sus entrañas. Y ahora andaba recogiendo los pedazos de esa carne desparramada, en un intento doloroso de recomponer su corazón.

No supe decirle nada. Dejé que hablaran sus labios, que lloraran sus ojos, que sangrase su corazón. Poco podía añadir yo; menos aún aconsejar. Sólo me atreví a susurrarle: “Has tenido mucha suerte en tu vida, porque una campana ha doblado por ti, y la has reconocido”. Se sorbía las lágrimas todavía cuando nos despedimos con un largo abrazo, pero ambos sabíamos que, efectivamente, esa campana era lo mejor que le había sucedido en la vida. Tal vez por eso, me pareció que su llanto no era ya el de la rabia, sino el de la reconciliación consigo misma y su historia.





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