miércoles, 29 de septiembre de 2021

El Hermano Juan Vaccari, 50 años después

 



Un hombre bueno que vivía de Dios

El próximo 9 de octubre se cumple el 50 aniversario de la muerte del hermano Juan Vaccari, un fraile guaneliano (Siervos de la Caridad). Diversas celebraciones recordarán en Palencia y en Aguilar de Campoo la señera figura del Hno. Juan. Estos actos quieren ir más allá del sufragio por su eterno descanso y de la conmemoración de una fecha dolorosa: pretenden ser una relectura de su trayectoria vital y de su aventura espiritual.

El día de su funeral, un sacerdote alemán, de paso por la villa aguilarense, se sintió impresionado por el abatimiento de todo un pueblo, y no cesaba de preguntar a unos y a otros: “¿Pero quién era este hombre?”

Y esta misma pregunta nos hacemos cincuenta años después. ¿Cómo explicar, de otra manera, la permanencia de su recuerdo entre los que le conocieron, la admiración entre los que han oído hablar de él, y el estupor entre los que han leído sus escritos? ¿Dónde radica ese magnetismo, cinco décadas después de su desaparición? Una rápida respuesta podría ser: Era un hombre bueno que vivía de Dios.

Alguien dijo que la existencia del hermano Juan había transcurrido “por caminos no soñados”. Y aunque él ni había soñado estos caminos ni los había planeado, supo hacerlos suyos, incorporarlos a su ADN de fe, esperanza y caridad, porque en todo veía la mano de Dios. Respiraba a Dios, se nutría de Dios. Y como cualquier hombre bueno, pasó por el mundo haciendo el bien.



Aquel instante: “Entonces, me quedo”

Había nacido el 5 de junio de 1913 en Sanguinetto (Verona-Italia), en el seno de una familia numerosa de labradores. Su infancia, junto a sus otros catorce hermanos, se desarrolló en un ambiente de esfuerzo, sacrificio, duro trabajo y una fe recia que lo impregnaba todo. Ya desde niño supo que no poseía la robustez y la fuerza física de sus hermanos para arrostrar los duros trabajos del campo. Fue un adolescente sensible y emotivo para el que la religión formaba parte de cada hora y de cada día. Por ello, la idea de hacerse sacerdote surgió espontánea y natural en su ánimo. Pero se topó con la barrera de los estudios y tuvo que renunciar a su sueño. En el pueblo, compaginaba los trabajos en el campo, el inicio de una relación con una joven muchacha y su pertenencia a la Acción Católica. Tenía ya veinte años cuando oyó que en el Seminario de Fara Novarese, de los padres guanelianos, aceptaban también a jóvenes, y no solo a niños. Allí dirigió sus pasos en octubre de 1933. Solo habían transcurrido unas pocas semanas cuando se dio de bruces con el muro de sus limitaciones en los estudios, especialmente el latín y la aritmética. Los superiores se dieron cuenta de la bondad de ese joven y, a modo de ultimátum, le propusieron hacerse hermano lego. Pero Juan Vaccari no quería ni oír de hablar de esta propuesta. “Tomé la firme decisión de volver al pueblo, a trabajar el campo con mis hermanos”. Pero un encuentro cambió su vida. Subió al despacho del director espiritual para despedirse y éste le espetó: “Y, si marchándote, perdieses tu alma”. Entonces, con la sencillez de un niño, y con la humildad de un esclavo, dijo: Entonces, me quedo”. Si hay momentos que fundan una existencia, este es uno de ellos. A partir de ese instante, su vida fue siempre un “quedarse”, es decir, un permanecer en medio de los otros con obediencia, entrega, humildad y alegría. Se quedó entre los guanelianos como hermano lego, se quedó entre  los pucheros y las cazuelas en Barza, se quedó con el cardenal Micara en Roma y se quedó entre los seminaristas de Aguilar de Campoo.



Barza: entre pucheros y ollas

            Cerró los libros y los cuadernos, dijo adiós a su anhelo de hacerse sacerdote, y comenzó su vida de religioso en medio de los guanelianos. Fue destinado a Barza, en el Norte de Italia, como cocinero de una numerosa comunidad de seminaristas. Era el año 1934. Y allí, entre pelar patatas, guisar, freír, cocer la pasta o el arroz, fregar los cacharros, pedalear con su bicicleta por los pueblos y los campos en busca de alimentos… pasó 15 años. En medio de este largo periodo tuvo que hacer frente a la Segunda Guerra Mundial. Un tiempo de privaciones y de escasez de alimentos. Tenía que ingeniárselas para llenar los estómagos de más de un centenar de seminaristas. Se las veía y se las deseaba para hacer una sopa aguada. Se hicieron famosas entre los comensales sus “albóndigas”, que él estiraba y estiraba, y que nadie sabía de qué estaban hechas, porque nunca los ingredientes eran los mismos. Era un religioso devoto, con una rica vida interior, y de ahí el respeto que todos le profesaban. Pero su anhelo apostólico no se limitaba a la cocina. En verano y en invierno, marchaba a la cercana pedanía de Monteggia para rezar con los feligreses el rosario o alguna novena, pero también para visitar a los enfermos, llevarles la comunión y escuchar sus vidas y sus pesares. Ganó su corazón, y le empezaron a llamar “nuestro cura”. Y cuando terminaban los rezos, las buenas gentes de Monteggia deslizaban en su macuto una berza, unas cebollas, unas zanahorias o unos puerros. Juan agradecía emocionado, y así iba llenando los estómagos de los futuros sacerdotes guanelianos.



 En Roma: humildad a todas las horas

En octubre de 1950, el cardenal Clemente Micara, Vicario del Papa Pío XII para la ciudad de Roma pidió al Superior General de los guanelianos que le enviase a Palacio un fraile para atenderle en sus apartamentos privados. En 24 horas, el hermano Juan pasó de las marmitas y del saco de patatas al Palacio de la Cancillería, uno de los más impresionantes palacios renacentistas de Roma. Llegó a la Ciudad Eterna el 31 de octubre, víspera de Todos los Santos, precisamente la fecha fijada para la solemne proclamación del dogma de la Asunción de María a los Cielos. Juan no veía la hora de acercarse, como un peregrino más, a la Plaza de San Pedro, pero justo cuando se estaba formando el cortejo cardenalicio para asistir a la ceremonia, el cardenal le dijo: “usted, quédese limpiando mis habitaciones”. Se sintió como un niño castigado al que se impide ir a la fiesta de un cumpleaños. Lloró también como un niño. Fue solo un segundo. Luego, se sobrepuso como un hombre: “Tú lo has querido, María. Fiat semper”.  Y empezó a barrer, fregar, quitar el polvo, encerar, sacar brillo… y a rezar.

El hermano Juan que nada sabía de protocolos, títulos, prelaciones, jerarquías, sociedad mundana, se sintió un poco agobiado. Era consciente de su torpeza. Se sentía un paleto con las botas embarradas que no se atreve a pisar las alfombras. El cardenal debió pensar que este fraile pardillo no pegaba bien con la suntuosidad del palacio ni con la finura de los modales diplomáticos que allí eran norma. Y le despidió. Y así terminó, como el rosario de la aurora, su presencia en palacio. Probaba, una vez más, el regusto amargo del fracaso, pero volvió contento a su Barza querida. Aceptó el trago con fe y con serenidad. Sin embargo, por una de esos misterios del corazón humano, y pasado poco más de un año y medio, el cardenal volvió a requerir sus servicios. Y el hermano Juan, que en todo veía la mano de Dios, aceptó con toda la humildad del mundo la vuelta a Palacio. Al cardenal le llegaron los primeros achaques y después una larguísima y penosa enfermedad. Con el paso del tiempo, disminuyeron en palacio las recepciones, las audiencias, las mundanidades sociales. Y también con el paso del tiempo, las visitas de monseñores, políticos y diplomáticos fueron haciéndose más escasas. Lo que sí aumentó, con el sucederse de los días, fue el aprecio del cardenal por el hermano Juan. Su devoción, su entrega, su humildad conmovían a Mons. Micara y, en cierta forma, le invitaban a la imitación y a la conversión. Juan Vaccari ya no era solo el encargado de mantener limpios los aposentos privados del cardenal, era también el confidente, el compañero de rezos, el enfermero, el acompañante, los oídos que escuchan y los labios que se despliegan cuando se solicita un consejo. En Roma conoció de cerca el poder, los oropeles y los tejemanejes que lleva siempre aparejados el poder, las hipocresías y las trampas, la escasa religiosidad de no pocos curiales y el apego a vanidades y mundanidades de gentes con sotana. El hermano Juan se convirtió en la sombra y el bastón en el que se apoyaba su eminencia, el único en quien ya confiaba. En repetidas veces le pidió: “Juan, ayúdame a morir bien”. Y así lo hizo hasta el día en que cerró sus ojos, le amortajó  y acompañó sus restos mortales hasta la iglesia de Santa María Sopra Minerva.



Por tierras de Castilla: la alegría que contagia

            Al fallecer el cardenal, el hermano Juan se queda “sin trabajo”. Justo en ese momento, año 1965, comienza la obra guaneliana en España, concretamente un seminario en la Villa de Aguilar de Campoo. De nuevo la obediencia le manda a España. Con un coche cargado de regalos que le han dado para la obra naciente, llega a tierras castellanas. En un caserón vacío, junto a un ramal del Pisuerga, se instala provisionalmente la pequeña comunidad, mientras que, poco a poco, el nuevo colegio se va levantando. El antiguo cocinero vuelve a los fogones, pero por poco tiempo: reclutar niños y adolescentes por los pueblos de Valladolid, Palencia, León, Burgos, Santander, Asturias… es su nuevo cometido. No sabe hablar castellano,  no conoce la  historia de España, ni el carácter de los españoles, pero, al volante de su seiscientos, va de pueblo en pueblo, de escuela en escuela y de parroquia en parroquia. No es capaz de echar un discurso convincente. Pero tiene un método infalible: la sinceridad que todos pueden leer en su rostro y en su actitud. Delante de niños de ojos asombrados, hace juegos de cartas que les dejan boquiabiertos, se ríe con ellos, bromea, les pone su boina, les pide rezar juntos un avemaría, les entrega una estampa y una insignia del Fundador, Luis Guanella, y les dice que tiene un colegio grande y bonito que les está esperando. En cada pueblo, consigue algún candidato para el Colegio San José. Los niños ven en él a un fraile alegre, a un hombre que inspira confianza y protección. En España pasa los últimos 6 años de su vida, sembrando, como labrador, la simiente del sacerdocio en las almas de un numeroso grupo de muchachos. No para de trabajar. No para de rezar. No para de buscar recursos entre sus numerosos amigos italianos para las muchas necesidades de la nueva obra en España.

Cada día que pasa, piensa más en la muerte. Pero este pensamiento, lejos de entristecerle o llenarle de temor, es un aguijón para ejercitarse en la bondad, multiplicar la entrega y contagiar la alegría. Echar un partido de boxeo, jugar al sogatira, preparar una cucaña para los alumnos… eran su forma de hacer felices a los demás, y manifestaba así su profunda serenidad interior. Pero al mismo tiempo, cada día que pasa, redobla su oración, su adoración a la Eucaristía, su devoción a María y a José. Vive con intensidad el presente y, al mismo tiempo, su alma ya ha empezado a volar lejos del cuerpo.  

“Hoy ha muerto un santo”



La tarde del  9 de octubre de 1971, el hermano Juan regresa a su Colegio de Aguilar, después de una jornada de compras en Valladolid y Palencia, en compañía de sor Bettina. A la altura de Osorno, en un cambio de rasante, se encuentran de frente con un coche que ha realizado un arriesgado adelantamiento. Cuando los guardias se presentan en el lugar del accidente, el hermano Juan les pide que se preocupen de sor Bettina, literalmente aplastada por las cajas de alimentos. Así, pudieron salvarle la vida. El Hermano Juan, pocas horas después y plenamente consciente, recibe la unción de enfermos en el hospital de Palencia. Sabe que está llegando a la “estación Termini”, como solía decir. Junta sus manos y empieza a orar. Cuando su corazón deja de latir, su última avemaría queda interrumpida. El capellán del hospital asiste, impresionado y altamente edificado, a los momentos finales de una existencia de 58 años.

Durante el funeral, celebrado en la parroquia de Aguilar, religiosos, alumnos, amigos, familiares y vecinos de muchos lugares dan rienda suelta a su pesar, pero también a esa certeza de que se han cruzado con un fraile bueno que ha pasado haciendo el bien. Cuando, al finalizar el rito exequial, el párroco, don Ciriaco Pérez, exclamó “Hoy ha muerto un santo”, a nadie le extrañó. Era la voz que ponía palabras a un sentimiento general. Así como a nadie extrañó que el canto del Resucitó lo acompañase en su despedida por las naves góticas de la bellísima Colegiata. Ahora, sus restos mortales duermen el sueño de los justos en la capilla de Barza, a los pies del altar de la Virgen María.

            Cuando se abrió su testamento, pudieron leer una frase conmovedora: “Si el día de mi muerte, encontraseis algunas monedas en mis bolsillos, os pido que compréis caramelos para los chicos con discapacidad”. Por ello, cada 9 de octubre, en el mundo guaneliano se celebra el “Día de los Caramelos”. Un tierno y dulce recuerdo para un hombre que sembró alegría y bondad a manos llenas: el Hermano Juan.

jueves, 23 de septiembre de 2021

El dogma de la humildad


En un mundo de perdida fraternidad

Hubo un momento en que muchos pensaron que Europa estaba a punto de perecer bajo los borceguíes de las tropas alemanas. Como las fichas de un dominó, una tras otra, las naciones se ponían de rodillas ante los ejércitos que desfilaban bajo las banderas de la esvástica. Apenas han transcurrido 6 años entre la invasión de Polonia en septiembre de 1939 y la explosión de las bombas atómicas de Hiroshima y Nagasaki en agosto de 1945, pero Europa y el Mundo están irreconocibles. La Segunda Guerra Mundial ha dejado millones de muertos, millones de hambrientos, millones de vidas aplastadas para siempre, ciudades en ruinas, y una certeza compartida: el ser humano nunca había llegado a tanto en su inhumanidad y vileza. Uno de esos “retrocesos” de la humanidad de los que habla José Antonio Marina, pues no sólo ha cambiado Europa o el Mundo, el propio concepto de ser humano se ha trastocado. ¿Se puede hablar de proceso moral, de belleza en el arte, de compasión en los corazones, después de Auschwitz o Hiroshima?

Por encima de los sentimientos religiosos de los habitantes de Europa se habían impuesto las ideologías totalitarias e inhumanitarias. En la noche más oscura de Europa, los creyentes, como Job, habían pedido cuentas: “¿Dónde estás, Dios?” Hasta la misma pregunta sobre Dios o sobre el hecho religioso parecía no tener sentido. De nada habían servido a los creyentes sus plegarias y sus oraciones para impedir que los demonios destrozasen a su antojo la querida civilización cristiana europea.

Al día siguiente de la Liberación, Europa y el Mundo emprenden el camino de la ardua reconstrucción. Los católicos, aún cabizbajos y llorosos, elevan de nuevo su mirada al cielo, implorando protección y ayuda. Desde este Valle de Lágrimas, se multiplican las oraciones y las iniciativas religiosas, como un pegamento eficaz para unir lo que la Guerra ha roto. La Santa Sede desea reunir a los cristianos a los que la guerra había dispersado por trincheras y lagers. Es ente clima de anhelo por olvidar la guerra y reconstruir Europa, tiene lugar, en 1950, la proclamación por parte del papa Pío XII del Dogma de la Asunción.

El propio Pontífice es consciente de esta hora dramática: “A este mundo sin paz, atribulado por la desconfianza, las divisiones, los contrates, lo odios, por causa de una fe debilitada y casi apagado el sentido del amor y de la fraternidad en Cristo, con todo nuestro fervor suplicamos a María Asunta al Cielo que devuelva a nuestros corazones el afecto en los corazones de los hombres. Que nunca prevalezca el mal que nos haga olvidar que todos somos hermanos e hijos de una misma Madre, María”.

Desde hacía siglos el pueblo había creído en la Asunción de María a los cielos. Los teólogos habían reflexionado, los poetas lo habían cantado y los artistas habían recogido el tema en formidables pinturas y en hermosas esculturas que presidían otros tantos retablos. Muchas catedrales e iglesias llevaban a la Asunción como titular; muchas mujeres se llamaban así. Pero faltaba el marchamo del Obispo de Roma.

Un fraile en la estación Termini de Roma



A muchos kilómetros de Roma, concretamente en el convento de Barza, el fraile cocinero da vueltas y vueltas a una sopa a la que sobra agua y faltan fideos. Es en ese momento cuando ve entrar por la puerta de la cocina a su superior. Un hecho no habitual que augura una regañina por algún descuido o alguna queja por las insípidas albóndigas de mediodía. Pero nada de eso. Simplemente, le transmite una orden tajante de D. Leonardo Mazzuchi, Vicario General de la Congregación, que le urge a dejar pucheros y cazuelas, a hacer la maleta y a presentarse en Roma porque allí le espera la ‘obediencia”. Faltan apenas dos días para que termine el mes de octubre de 1950.

Al mediodía del 31 de octubre, un tren procedente de Milán está a punto de entrar en la estación Termini de Roma. Entre los cientos de pasajeros, se encuentra el hermano Juan Vaccari. Acaba de llegar a Roma, pero aún no sabe en qué consiste la famosa obediencia. Tampoco él ha pedido explicaciones. Pero durante el viaje, Juan Vaccari ha pensado que, probablemente, le manden a una casa para personas con discapacidad o a un asilo de ancianos, para cuidarlos e incluso para hacer la comida. Tal vez lo manden de sacristán a alguna de las parroquias. No ha estado nunca en Roma, e ir a la capital le hace especial ilusión: allí está el Santo Padre, allí está la Basílica de San Pedro, allí están las catacumbas de los primeros mártires, allí está el corazón de la Iglesia y el corazón de la cristiandad. Además, al día siguiente, eso sí que lo sabe, el Papa Pío XII proclamará con toda la solemnidad de su Magisterio el dogma de la Asunción de María a los Cielos. Él ya se imagina caminando, como un peregrino más, por las calles de Roma hasta alcanzar la Plaza de San Pedro. Él ya se ve arrodillado para recibir la bendición papal. Su corazón se inflama de devoción a María. Contento como un niño baja del tren. Y allí en la misma estación le comunican que su nueva misión será servir de criado al cardenal Clemente Micara, vicario del Papa para la ciudad de Roma. Le acompañan al suntuoso Palacio de la Cancillería, uno de los palacios más importantes del renacimiento romano.

En el palacio de la Cancillería



Sin transición alguna, el hermano Juan pasa de los humildes fogones de Barza a los magníficos salones de la Cancillería. Asustado y algo tembloroso, sube la escalera regia del Palacio, pasa a través de las ricas estancias hasta llegar a los aposentos del cardenal. Ni se ha fijado en los frescos de los techos, ni en las alfombras de los suelos, ni en las lámparas, los tapices, los cuadros, las mesas de mármol, los sillones de todos los estilos. Es consciente de su propia pequeñez y de su propia torpeza. ¿Qué hace él en este palacio? Si a él lo que le pega es el mandilón y pelar patatas, fregar marmitas, buscar de tienda en tienda unos kilos de arroz.

No pega ojo en su primera noche. Aunque en un palacio, a él le asignan una pequeña estancia, debajo de una escalera, ni demasiado luminosa ni demasiado espaciosa. Ni en sus más locos sueños, se hubiera imaginado que le mandarían a servir en los aposentos de un cardenal. Ha intentado rezar, desgranar una avemaría tras otra, pero se distrae, tal vez por el miedo, tal vez por su propia incompetencia. ¡Qué va a saber él de palacios, qué va a saber él de cardenales! Se alza antes de que amanezca. Y se queda de pie en el pasillo ante la puerta de su habitación. Finalmente pasa un mayordomo y le dice que puede dirigirse al oratorio, porque la misa privada del cardenal va a empezar. Todo es nuevo para él. Altivos y engolados ayudantes de cámara siguen la eucaristía. En el desayuno, no da pie con bolo, y no sabe si tomar una rebanada de pan o una fruta, un poco de mermelada o unas nueces.

En un pasillo espera, nervioso e inquieto, que alguien le diga algo. El cardenal se dirige a un grupo de sirvientes y, con dulce familiaridad, les dice que saldrán para San Pedro dentro de una hora, que preparen todo, y que la fecha requiere la máxima solemnidad. Cuando pasa delante del hermano Juan, el cardenal, sin prestar atención y sin mirarle a los ojos le dice: “usted quédese aquí limpiando mis habitaciones”.Sí, mi eminencia”, y se inclina todo lo que puede. Se siente rústico y paleto, totalmente inútil para la etiqueta y el protocolo. No sabe ni dónde se sitúan las copas ni los cubiertos, no sabe de jerarquías y prelaciones, no sabe de títulos ni dignidades.

Limpieza en las estancias del cardenal



Le entregan un cepillo y un recogedor, un cubo y trapos, lejía y cera y le muestran las habitaciones privadas del cardenal: un dormitorio, un baño, un estudio con su biblioteca, una salita de recibir, un comedorcito. Sus pies de campesino se enredan en las alfombras, teme abrir los grifos, no sabe cómo limpiar el polvo a tanto cuadro, figuras, adornos, floreros, lámparas, relojes, libros, fotografías con papas, príncipes, cardenales, embajadores, políticos. No sabe el nombre de los fotografiados, sólo distingue la figura de Pío XII. Poco después, desde la ventana que da al imponente patio central, ve el cortejo cardenalicio que se pone en marcha: ayudantes en librea, mayordomos, chófer, aristócratas, monseñores, y al cardenal en capa magna, como un príncipe renacentista, imponente en sus vestiduras. Le deslumbra la calidad de las telas, el esplendor del pectoral, las pantuflas recamadas, el roquete de puntilla, la larga cola que un sirviente sostiene.

Todos se han marchado. El hermano Juan, no. El palacio silencioso no parece albergar a nadie. En el patio se pone en marcha el cortejo de varios automóviles negros y brillantes. Él se arremanga para limpiar el lavabo y la taza, la ducha y el bidé. Pasa suavemente el cepillo para no estropear las alfombras, limpia el polvo de estanterías cargadas de libros, de decenas de figuras, de marcos con gente importante fotografiada, coloca las sillas desordenadas, recoge las ropas en el vestidor, vuelve a dar un repaso y a sacar el brillo de muebles de maderas nobles, a estirar cortinas y visillos. ¿Estará todo en orden? ¿Le gustará al cardenal? Siente una angustia que crece en su estómago.

Un repique atronador de campanas en Roma.



En ese momento, oye una campana en lejanía, luego otra, una más, y, al final, campanas por doquier, todas las campanas de la ciudad voltean, repican jubilosas con diferentes tonos y timbres. Solo entonces cae en la cuenta de que en esta mañana el Papa Pío XII acaba de proclamar el dogma de la Asunción de María a los Cielos. Sí es eso: esta alegría de todos los templos de Roma es por el dogma. Siente un malestar general y un mareo le obliga a apoyar la espalda contra una pared, nota que las lágrimas pugnan por abrirse paso, respira anhelante. Finalmente, explota en llanto.

El mundo entero está ahí congregado a pocos metros, y él ha sido excluido. A pocos metros se ha desarrollado un hecho histórico para los creyentes, pero él no ha podido unirse. Siente la humillación crecer en su pecho, la frustración en su abdomen, la angustia en su alma. ¿Es esta la Roma en la que él deseaba poner los pies? El Papa, los cardenales, los obispos, las autoridades, los representantes extranjeros, los embajadores, los fieles devotos han llenado la Plaza de San Pedro, y él, a pesar de vivir tan cerca de donde se ha desplegado la Historia, ¡él estaba con un cepillo y un plumero en la mano!

Siente el corazón intranquilo y humillado. Él pensaba honrar a María y honrar al Papa con su presencia devota en Plaza de San Pedro. Y, mira por dónde, se encuentra como un niño castigado al que no se ha permitido ir a la fiesta. Son apenas unos segundos, pero ¡qué sufrimiento! Poco a poco retoma el avemaría en sus labios, poco a poco su corazón se acompasa y la respiración coge su ritmo acostumbrado. “Tú lo has querido, María. Fiat Semper”. ¿Qué locos pensamientos le habían asaltado cuando le enviaron a Roma? ¿Qué vanidad se había apoderado él? ¿Qué insensatez había anidado en su pecho? Las campanas siguen repicando y llegan hasta sus oídos. “Fiat semper, oh María”. Y con en este “fiat”, su corazón se aquieta. “Que siempre se haga tu voluntad, Señor”. Ya no hay reproche, ya no hay frustración. El espíritu de obediencia crece. Es consciente de su propia pequeñez. ¿Quién es él, sino un simple criado, un pobre fraile de la limpieza, un mero esclavillo que tiene que obedecer con prontitud la voz del amo? Por primera vez en Roma, el hermano Juan toma conciencia de su insignificancia. Con María, repite “Fiat Semper”. Lo repite una y otra vez, hasta que su alma recobra la paz y la serenidad. Solo en ese momento se da cuenta de que el repique alegre de las campanas romanas son una invitación a la alabanza a María, a la gloria a Dios, a la alegría por la Bienaventurada Virgen María Asunta al Cielo.

Fiat Semper, oh Maria



Va al oratorio. Ante la imagen de la Virgen María se arrodilla. Para quien acepta la voluntad de Dios, arrodillarse es la única manera de estar en el mundo. “Tú lo has querido, oh María”. Esta es su oración en una mañana para la Historia de la Iglesia Católica. Sus labios ya están listos para la alabanza y el agradecimiento. Y solo ahora es capaz de sentirse en paz consigo mismo, en paz con el cardenal que le ha ordenado quedarse aquí y no le ha invitado a unirse al cortejo para ir a San Pedro. Ha aprendido la lección. Y ha tomado buena nota de la enseñanza que la vida le ha dado.

Aquel 1 de noviembre de 1950 en la Historia de la Iglesia Católica será recordado siempre por la definición del dogma de la Asunción de María en cuerpo y alma a los Cielos. Sin embargo, para aquel pobre e insignificante fraile recién llegado a la Ciudad Eterna, ese primero de noviembre será siempre el día en que tomó conciencia de la importancia de la humildad para mantener la serenidad interior y la alegría de corazón. Ser humilde a toda costa, ser humilde en toda ocasión, en toda circunstancia  y con toda persona… será una tarea de cada día y de todos los días de su vida. En la vida del Hermano Juan Vaccari, el 1 de noviembre de 1950 es una fecha fundacional. El comienzo de un camino espiritual que se presenta no exento de dificultades, pero al mismo tiempo no exento de dulzuras. Por delante, le aguardan 15 años en este palacio de la Cancillería. Tendrá tiempo para ejercitarse. De momento, las campanas lentamente apagan su repique: ¡el dogma de la humildad!



miércoles, 8 de septiembre de 2021

Madame Infierno, de Miguel Ángel San Juan



    En mi retiro de Quintanilla de Arriba acabo de dar fin a la lectura de Madame Infierno, la última novela de Miguel Ángel San Juan. Las cuatrocientas páginas de la novela dan cuenta de la larga vida de Claire Chavanel. Estas páginas, sobre todo,  dan testimonio del buen hacer del joven escritor vallisoletano, afincado en Madrid, al que yo conocí cuando era un jovencísimo estudiante de periodismo en la capital del Pisuerga, ilusionado por armar una historia con verbos, sustantivos y adjetivos. Desde entonces, ha escrito muchas cuartillas y emborronado muchos folios, aprendiendo,  con constancia benedictina, el bello y noble oficio de escribidor.

Madame Infierno es una novela bien construida y una novela que engancha desde la primera página. Con suma agilidad, el autor nos pasea, atrás y adelante en el tiempo, por Madrid, París, Lisboa, Londres o Dublín. Todo ello en su afán por dar a conocer los muchos rostros y las muchas aristas, los muchos ropajes y los muchos dobleces de una mujer extraordinaria, Claire Chavanel.

A sus 103 años Claire pasa sus días y sus noches, sin culpa y sin arrepentimiento, en un piso de la calle Serrano de Madrid esperando el final de la vida en la apacible compañía de su cuidador Gabriel. Pero la vida de la protagonista ha sido todo, menos apacible.  En el momento en el que la enigmática señora de muchas caras muere y se abre su testamento, empiezan a aparecer testigos y testimonios de su  apasionada vida por escenarios de lujo y de lujuria, de violencia y de alta costura, de celos y de prostitución. Poco a poco vamos conociendo los demonios que habitan las entrañas de esta mujer que mató por despecho y celos y que se desentendió de sus hijos con fría indiferencia.

En un bellísimo prólogo, Miguel Ángel San Juan nos confiesa su “profunda admiración por las pieles arrugadas y manchadas por el tiempo, admiración por las lágrimas que han corrido  por sus pliegues y las sonrisas que les han dado forma. Nace de la profundidad de los ojos de una mujer obligados a callar tantas cosas que, involuntaria e irremediablemente, buscan desesperados una salida por los secretos silenciados”.  Y esta confesión justifica, sin duda, la indagación en la vida de una mujer extraordinaria que rozó con su presencia figuras claves del siglo XX como Edith Piaf o Pablo Picasso.

Decía al principio de esta entrada que el autor me ha sorprendido con una novela bien construida. Debo añadir también que me ha sorprendido también esta historia bien urdida, la intriga constante, el dominio de los tiempos y las ciudades donde se desarrolla la novela,  e incluso los lenguajes particulares, como es el caso del lenguaje de la moda, de la criminología, de la escena teatral, o el lenguaje erótico, tan difícil de manejar para no caer en lo burdo y al mismo tiempo describir toda la electrizante sexualidad de algunas escenas. Acertada también la descripción de los ambientes, ya sea un burdel, una maison de alta costura, o las bambalinas de un teatro parisino, o un barrio lisboeta. Con estas cuatrocientas páginas el autor nos demuestra que cada personaje –y son muchos los que pasan ante nuestros ojos de lector- contribuye a tejer el tapiz bello, cruel o caricaturesco de una existencia de 103 años.

El estudiante Brandon del Trinity College de Dublín, la profesora Farrell, el prestigioso empresario y frecuentador de burdeles Durand, la modista de alta costura Francine Voinchet, el seductor y descubridor de artistas señor Neville, el ingeniero Edouard Chavanel, el cuidador compasivo y madrileño Gabriel, la prostituta Charline,  sus hijos Philippe, Amélie o Jerôme, el fogoso y sencillo portugués Mateus Oliveira son algunos de los personajes que se asoman a los múltiples ventanales por donde es observada la protagonista de esta novela. Cada uno la ve de una manera y cada uno la sufre o la goza de un modo distinto. Cada uno de ellos forma parte, directa o indirectamente,  de una vida que el autor intenta explicar en las muchas ciudades por donde transcurrió su vida y en los amantes que la sedujeron y de los que se sirvió o a los que sacrificó. Hasta el final se mantiene la intriga y, un poco sorprendentemente, descubrimos, en las últimas páginas, una pieza secundaria y discreta, por la que encaja todo el puzzle.

San Juan es un apellido caro para mí, porque es el apellido de un estupendo compañero de trabajo, Fernando. Fue él quien me habló de la faceta como escritor de su sobrino, y gracias a él conocí sus obras. Miguel Ángel San Juan compagina su tarea de escritor con su trabajo de comunicación en la Fundación Juan XXIII, al servicio de personas con discapacidad intelectual. Es un joven, por lo tanto, con los pies en la tierra y con demostrada sensibilidad social e inquietudes humanistas.

Madame Infierno podría ser simplemente una invitación a conocer los infiernos que, como ríos, corrieron por las venas de esta mujer de longeva existencia. Pero es verdad que la mirada del autor sobre la protagonista también encierra una pizca de misericordia. La escritora italiana  Natalia Ginzburg nos decía que “cuando se mira a un ser humano de cerca, siempre nos da un poco de pena”. “El infierno son los otros”, decía Jean-Paul Sartre. “El paraíso son los otros”, le contestaba Gabriel Marcel. “Bienvenidos al infierno”, nos dice el autor al inicio de la novela. Yo añadiría también: “bienvenidos a los numerosos destellos de paraíso” que hay en la última novela de Miguel Ángel San Juan.










miércoles, 1 de septiembre de 2021

Abre la escuela en Kinshasa




Así empezaba hace un año el curso escolar en Kinshasa (R. D. del Congo). Un grupo de niños y niñas acaban de dejar la casa-internado donde viven para dirigirse a la escuela. Como todos los colegiales del país africano, llevan su pantalón o su falda, de color azul, y su camisa blanca. Algunos de ellos han tenido la suerte de estrenar calzado o mochila, cuadernos, libros o pinturas.

Una escena similar volverá a repetirse próximamente. En España y países de su entorno, las administraciones públicas ofrecen educación gratuita hasta los 18 años, incluso más. Esto no es así en muchos países africanos. La escuela, aunque sea pública, es una escuela pagada. La R. D. del Congo lleva años entre los cinco países más pobres del mundo. Y eso a pesar de ser uno de los más ricos del planeta en recursos minerales (coltán, diamantes, etc). Oficialmente la enseñanza primaria es gratuita en este país, pero eso es papel mojado. Congo es uno de esos estados fallidos que no cuenta ni con recursos monetarios ni con estructuras para asegurar la educación. Casi la mitad de la población es analfabeta. Y un 43% de los niños matriculados abandona las aulas por diversas causas:

-       Las familias no pueden hacer frente a las cuotas de escolarización.

-       Muchos hermanos mayores, especialmente niñas, tienen que cuidar de sus hermanos más pequeños.

-       Existe un buen número de niños que trabajan largas jornadas, o que están en zona de guerra (Este del país), o que han sido reclutados forzosamente como soldados, o que viven en la calle, completamente solos, buscándose la vida.

-       Muchas escuelas cierran a lo largo del año, porque los profesores, después de meses sin recibir su salario, deciden abandonar.

Cuando en 2008 visité R. D. del Congo, pude conocer de primera mano la magnitud de este problema. La falta de educación perpetúa la pobreza y perpetúa las injusticias. Nada nos da una idea tan aproximada a la indignidad humana como el hecho de no haber podido frecuentar la escuela de pequeño.

Desde hace unos años, por estas fechas, invito a mis amigos a colaborar con esta escuela de Kinshasa. Una vez más, os pido que me echéis una mano para sacar adelante este hermoso proyecto de escolarización y alfabetización de los niños y niñas de la calle. Si para todos los congoleños es difícil asegurarse una educación continuada en la escuela, para los niños y niñas de la calle, sin familia y sin recursos, es casi un imposible. Puentes Ongd, desde hace más de dos décadas, apuesta por los niños y niñas de la calle y por su educación.

La vida de cualquier niño cambia por completo si sabe leer y escribir y si adquiere los rudimentos básicos de la cultura. Si esto vale para todos, es aún más válido para niños y niñas que, por diversos motivos, un día llegaron a vivir en la calle y ahora dependen, en su día a día, de las casas guanelianas con las que Puentes colabora desde hace más de dos décadas.

En Puentes lo repetimos a menudo, y más cuando se trata de educación: “No podemos cambiar el mundo, pero sí el mundo de un niño o de una niña”. Nuestra mirada y nuestros objetivos se centran en un grupo de personas con sus nombres, sus rostros y sus historias.

¿Quieres colaborar con el pago de un mes de escuela? 15 euros

¿Quieres colaborar con el coste de un curso escolar? 150 euros

“Abre la escuela  en Kinshasa” es el título de esta entrada. Es una afirmación: “Abre la escuela”, pero al mismo tiempo es una invitación personal que te hago: “Abre la escuela de Kinshasa”.

A la hora de hacer el ingreso, especifica en concepto: “Escuela Congo”.

IBAN:  ES46  0030 6018 1700 0105 1272 (Banco Santander)





miércoles, 25 de agosto de 2021

Sumisión, de Michel Houellebecq

El 7 de enero de 2015 era el día elegido para el lanzamiento de la última novela, por entonces, del que es considerado uno de los mejores escritores franceses del momento, Michel Houellebecq (para algunos el nuevo Sartre). Pero a primera hora de ese fatídico día de enero, unos yihadistas irrumpieron violentamente en la sede del semanario satírico Charlie Hebdo y mataron a 12 personas. Una ola de consternación sacudió Francia y Europa. Michel Houellebecq se vio obligado a cancelar la promoción de su libro, para no encender más los ánimos de muchos franceses.  

El libro en cuestión, que acabo de leer en mi retiro de Quintanilla, es Sumisión, una ficción política. Es el año 2022 y en Francia es elegido Presidente de la República un musulmán que recibe el apoyo del partido socialista, para así aislar al Frente Nacional de Le Pen. A través de la mirada de un profesor de la Universidad de La Sorbonne, François, vamos conociendo todas las vicisitudes personales y los cambios que se operan en la propia Universidad y en la sociedad francesa.

François, el protagonista, bien puede ser ese europeo al que nunca ha faltado de nada en la vida, y que puede permitirse el lujo de vivir en un buen distrito de París. Cuarenta y pico años, buen nivel económico, hijo de padres separados, soltero empedernido que no acepta ningún compromiso de pareja, y sin hijos. Un hombre completamente desapegado de sus padres, a quien su muerte deja indiferente y frío; un hombre que vive sin desgarro el exilio al que, por judía, tiene que someterse Miriam, su última amante; el hombre que dedica sus días a su trabajo literario en la universidad, a sus múltiples y variados escarceos sexuales, y al saboreo de excelentes bebidas espirituosas. Un hombre que no se siente comprometido con ninguna idea política ni solidaria, acunado únicamente por un lánguido fatalismo. François representa al individuo hedonista, indiferente, que espera poco del mañana. En fin, con François pudieran identificarse, más o menos, muchos de los europeos que transitan por las calles, las escuelas, las fábricas y los cafés de cualquier ciudad del Viejo Continente.

Considerada, por unos, como una novela no muy alejada de la realidad y como una seria advertencia a esta Europa confusa y paralizada ante el empuje del islamismo, y, por otros, como un relato catastrofista, una provocación, Sumisión causó verdadero estupor y escándalo en Francia, y el autor fue acusado de oportunista y de islamófobo.

El título de la novela hace referencia a una doble sumisión, como se nos dice en una de sus páginas: “La idea asombrosa y simple, jamás expresada hasta entonces con fuerza, de que la cumbre de la felicidad humana reside en la sumisión más absoluta. Para mí hay una relación entre la absoluta sumisión de la mujer al hombre, tal y como la entiende Historia de O, y la sumisión del hombre a Dios, tal como la entiende el islam”. La novela, implícitamente, nos habla de otra sumisión, tal vez más peligrosa y más vergonzante: la de Europa al islamismo.

Hay un momento en que en la novela se menciona al escritor Toynbee que afirmaba que las civilizaciones no mueren asesinadas, sino que se suicidan, y que esto mismo es lo que sucedió al Imperio Romano en el siglo V. Europa, alegre e inconsciente, reniega de su pasado, se siente abochornada por su Historia, desprecia y ridiculiza sus raíces cristianas, siente una dulce y abierta tolerancia por el resto de religiones, en nombre de la multiculturalidad, la globalidad, el respeto a las creencias ajenas y un largo etcétera de bondades, pero también de ‘buenismos’. Europa, al igual que el protagonista, parece aceptar, sin drama y sin escándalo, su propia decadencia, al mismo tiempo que trabaja, sin pausa, por su suicidio.

En una escena, el nuevo rector de la Universidad de la Sorbonne, Mr. Rediger, hace proselitismo con el protagonista y le explica dónde radica el éxito del islam: “El individualismo liberal podría llegar a triunfar si se contentara con disolver las estructuras intermedias que eran las patrias, las corporaciones y las castas, pero si ataca a esa estructura última que es la familia, y por lo tanto a la demografía, firmaría su fracaso final, entonces llegaría, lógicamente el tiempo del islam”

En la novela se nos dice que “El verdadero golpe genial del líder musulmán que llega a ser Jefe del Estado había sido comprender que las elecciones no se jugarían en el terreno de la economía sino en el de los valores. En lo concerniente a la restauración de la familia, de la moral tradicional e implícitamente del patriarcado, se abría ante él un amplio camino que la derecha no podía tomar, y tampoco el Frente Nacional, sin ser tildados de reaccionarios o de fascistas por los sesentayochistas, momias progresistas agonizantes, sociológicamente exangües pero refugiados en ciudadelas mediáticas desde las que aún eran capaces de lanzar imprecaciones sobre la desgracia de los tiempos y el ambiente nauseabundo que se abatía sobre el país; solo él estaba al abrigo de todo peligro. Paralizada por su antirracismo constitutivo, la izquierda había sido incapaz de combatirlo.” Y a continuación: “El verdadero enemigo de los musulmanes, lo que temen y odian más por encima de todo, no es el catolicismo: es el secularismo, el laicismo, el materialismo ateo”.

Con la fórmula “Doy fe de que no hay sino un Dios y Mahoma es su profeta”, el profesor de la Sorbona, que rastreó durante toda su carrera intelectual la aventura existencial del escritor francés convertido al catolicismo, Joris-Karl Huysmans, se convertirá, sin dolor y sin culpa, en un musulmán, un paso imprescindible para continuar como profesor de la Universidad, con derecho a la poligamia y con un alto sueldo, pagado por las petromonarquías, los nuevos patronos de la Sorbona. Sin grandes escrúpulos de conciencia, sino con lánguida indiferencia, el protagonista se rinde a una religión fuerte, “una religión de hombres”. La reducción de derechos y la merma de libertades son, quizás, poca cosa, parece indicarnos el profesor François.

Michel Houellebecq nos ofrece material suficiente para hacernos reflexionar sobre el europeo de este siglo XXI. El ciudadano europeo medio, alejado de la fe y de los ideales humanistas de sus mayores, aspira únicamente a su propio placer y rehúye, en nombre de un hedonismo elevado a la categoría de dios, a cualquier limitación: ya sea la paternidad, el matrimonio, el cuidado de los padres, los deberes cívicos o los valores humanos. Al mismo tiempo, más acá y más allá de las fronteras del Viejo Continente, el suicidio de Europa es visto como una oportunidad única, una auténtica ganga para los especuladores procedentes de otras maneras de pensar y de creer.





miércoles, 18 de agosto de 2021

El recuerdo de aquellos “bultos andantes”

 


“Eso es lo que son, unos cobardes y unos sinvergüenzas que son capaces de dejar a las mujeres y a las niños en manos de esos desgraciados”. La sentencia procede de un hombre jubilado que toma su primer café en el bar del pueblo. Son las ocho y media de la mañana. He salido de mi casa cuando aún las luces estaban encendidas en las calles de Quintanilla. He recorrido los casi ocho kilómetros en un estado de gracia. Es esta la hora que más gusta al caminante. La tierra huele a recién estrenada, los pajarillos bailan sobre mi cabeza con sus trinos y sus chillidos, tres corzos brincan por el pinar, el agua del Duero prosigue sin pausa su marcha hacia el mar en medio de chopos y álamos. Cuando llego a Pesquera de Duero, me encamino al bar Cañas y barro, donde una jovial camarera me sirve, antes de pedirlo, mi café con leche. En otra mesa de la terraza, dos hombres toman su café. Uno de ellos, voz clara y seria, es el que pronuncia la frase que encabeza este escrito. Una frase que en seguida entiendo: los “cobardes y los sinvergüenzas” son Estados Unidos, Europa, la Otan y España; los “desgraciados” son los talibanes; las “mujeres y las niñas” son las mujeres y niñas afganas.

Después de una caminata pastoril, la realidad irrumpe abruptamente. Y en este caso no me llega por el corresponsal en Kabul, asomándose al telediario, sino por la sentencia acertada de un cliente del bar. La realidad violenta de Afganistán se impone sobre pinares, vencejos, corzos y amaneceres.

Al volver a casa, busco más noticias. Efectivamente en el aeropuerto de Kabul se están viviendo horas dramáticas. Los seis mil soldados norteamericanos se ven impotentes para contener a los miles de afganos que desesperadamente buscan una plaza en algunos de los aviones fletados por las cancillerías para sacar a toda prisa a los diplomáticos, a los ciudadanos extranjeros y a los traductores afganos que colaboraron estrechamente con los soldados de muchas naciones. ¡Desesperados afganos que se aferran como pueden al fuselaje de los aviones para, al instante, caer sobre la pista de cemento.


Veo otra foto: un grupo de afganos hacen cola ante la frontera de Pakistán e imploran piedad para entrar en el país vecino. Van conduciendo carretillos sobre los que han colocado a sus hijos pequeños y las maletas donde encierran toda una vida.

Después de leer las noticias en varios periódicos, la sentencia airada del jubilado del bar me parece un resumen excelente. Veinte años de esfuerzos diplomáticos, miles de soldados, millones y millones de dólares invertidos no han servido absolutamente para nada. ¿Qué estrategia ha seguido el presidente de Estados Unidos, Sr Biden, para retirar súbitamente a sus tropas? ¿Qué fuentes manejaba para declarar que el gobierno afgano estaba en condiciones de hacer frente a los grupos talibanes? ¿Qué canales de información tenían las cancillerías extranjeras para no percibir, ni de lejos, el rapidísimo avance de los talibanes y su llegada a Kabul en pocos días? ¿Le importa algo a Naciones Unidas la suerte de tantos afganos, sobre todo la suerte de tantas mujeres y niñas? ¿O es que tanto los Estados Unidos o el resto de naciones con soldados en la zona lo han hecho tan rematadamente mal que la población civil estaba tan harta que ha franqueado el paso a los talibanes? ¿Dónde iba a parar el dinero que llegaba a espuertas para la reconstrucción de Afganistán y para poner las bases de una pacificación duradera? ¿Nadie va a rendir cuentas de esa corrupción generalizada que, según los periodistas internacionales, nadie quería ver, hasta el punto de que Occidente pagaba y armaba compañías y batallones del ejército afgano que no existían más que en el papel? ¿Qué países o qué inconfesables intereses económicos están detrás de esta victoria relámpago? ¿Quiénes han pagado la factura del avance imparable de las milicias de talibanes? ¿Por qué la comunidad internacional ha abandonado Afganistán a un régimen brutal, después de poner sobre la mesa tantos recursos humanos y tantos dineros? ¿Han cambiado los intereses de unos y de otros? ¿Ha tirado la toalla Occidente, tras comprobar que democracia e islamismo son absolutamente incompatibles?

Los periodistas que conocieron el anterior régimen talibán y que fotografiaron o escribieron sobre las brutalidades cometidas, no se creen del todo el discurso moderado de los jefes talibanes que hablan de respeto a los que colaboraron con el gobierno afgano o con los soldados extranjeros desplazados, y que dicen estar interesados en una transición pacífica y en poner las bases para la pacificación del territorio afgano que tantas páginas dramáticas ha ocupado en las últimas décadas. Gervasio Sánchez, el fotógrafo y periodista y uno de los que mejor conoce Afganistán escribía hoy mismo: "La comunidad internacional, es decir Estados Unidos, la OTAN, España, la ONU... han dado una lección de cobardía escandalosa, han actuado de manera vergonzosa, son unos cobardes que han dejado empantanado a un país en manos de un régimen brutal"

Todos tenemos en la memoria las imágenes de “bultos andantes bajo el burka”. ¡Eran mujeres, no eran bultos! Pero habían sido reducidas a simples bultos que caminaban por las calles polvorientas de Afganistán. La mitad de la población condenada a la invisibilidad. ¿Cuál será su destino a partir de ahora? (Por cierto y entre paréntesis ¿Dónde está el clamor del feminismo de este país, habitualmente tan vocero?) ¿Qué veneno de odio tan eficaz encierra el discurso talibán para que un padre, un hermano, un hijo, un amigo sea capaz de asentir a tamaña vileza? En fin, muchas preguntas y muy pocas respuestas. Cuesta creer el discurso de algodón de azúcar de los talibanes. Y también cuesta creer que los 20 años de ayuda internacional multimillonaria se hayan desvanecido en pocos días. ¿Alguien lo entiende? ¿Qué razones oscuras mueven a los hombres y a la Historia?

El solo recuerdo de “aquellos bultos andantes”, verdadera página ignominiosa de la Historia, nos debería avergonzar un poco y presagiar lo peor.








miércoles, 11 de agosto de 2021

Multiplicación de las casas de apuestas

 




La brillante serie de televisión Broken (de Ashley Pearce y Noreen Kershaw, 2017) cuenta la historia de un cura católico en una ciudad provinciana del Norte de Inglaterra, y todo  los dilemas morales a los que tiene que hacer frente en un barrio golpeado por la crisis económica. Uno de los personajes que aparece es una mujer adicta a las casas de apuestas. Aparentemente lleva una vida normal, casi exitosa, pero su incapacidad para abandonar el juego hace que tome decisiones equivocadas que, al final, la precipitan a un callejón sin salida o  con una salida desesperada: el suicidio.

Al mismo tiempo que veía esta serie, notaba cómo surgían en los barrios de mi ciudad, barrios obreros y humildes, casas de apuestas por doquier. Conjugan las pequeñas apuestas, las máquinas tragaperras, la cafetería y la retransmisión de importantes partidos de fútbol. Tras los cristales biselados se intuía la emoción por la apuesta, la alegría por el premio, la  decepción por la pérdida, la culpa, el arrepentimiento, la promesa de nunca más.

Desde el primer momento me llamó la atención que muchos de los que cruzaban el umbral de esta casa de apuestas eran personas humildes, trabajadores, emigrantes, parados y chicos jóvenes. Quizás mi observación no sea exacta, pero no creo que me equivoque demasiado. Antes el Casino gozaba de un cierto prestigio y de un cierto glamour. Estaba instalado en la parte noble de la ciudad o en las afueras, en palacetes, y la gente que lo frecuentaba, muy probablemente podía permitirse algunas pérdidas y algunas deudas.

Al mismo tiempo que instalaban una o varias casas de apuestas en cada barrio se multiplicaban las apuestas on line. Y lo que resulta vergonzoso: unos cuantos personajes célebres y conocidos, muchos de ellos del ambiente del fútbol, es decir, una especie de héroes a imitar, hacían publicidad de las apuestas, y nos invitaban a jugar unos pocos euros porque rápidamente se multiplicarían y podríamos olvidar un poco nuestras vidas vulgares y grises. Como cualquier juego de dinero, las apuestas nos prometen el dinero rápido envuelto en colorines de felicidad y superación de nuestras pobres existencias.

En un momento en que estaban prohibidos taxativamente los anuncios de bebidas espirituosas y de tabaco, se daba una tolerancia intolerable con la publicidad de casa de apuestas (sé que esto ha cambiado en parte y parece que aún serán más estrictos en el futuro inmediato). Espero que la tolerancia sea cero en este caso. No parece lógico que no se pueda anunciar un vino, porque incita al alcoholismo, o una cajetilla de tabaco, porque incita al tabaquismo y se pueda anunciar las apuestas que llevan a la ruina a tantas familias, y que generan, además de endeudamiento,  discusiones y rupturas en el seno familiar, y bastante violencia.

“Las casas de apuestas son la ruina de un barrio”, rezan de vez en cuando los grafittis y pasquines que protestan contra esta lacra de las casas de apuestas. No sé si es la ruina de un barrio, pero sí la ruina de muchas familias. El sueldo de un humilde trabajador merma un tanto antes de llegarlo a compartir con la familia. Y algunos jóvenes prefieren apostar los 20 euros de propina dominguera antes que ir al cine o a tomarse unas cañas con los amigos. Y más de un emigrante se gasta la remesa destinada a su familia en cualquier país de África o de Latinoamérica. Las adicciones –y esta lo es- a veces arrastran a sus protagonistas a callejones sin salida, donde nunca hubieran querido entrar.

El fenómeno de la multiplicación de las casas de apuestas por los barrios y la explosión de las apuestas on line (algo que cuenta con la discreción social) son datos sociológicos preocupantes. Y también el síntoma de una sociedad que quiere escapar de la realidad y abandonar la mediocridad económica por caminos equivocados que suelen pagarse caros. ¿O asistimos, quizás, al resultado de una sociedad programada para las adicciones compulsivas? ¿Quiénes están tan interesados en ello?



miércoles, 4 de agosto de 2021

Montañas para un creyente

 


Mons, la edición de las Edades del Hombre de Aguilar de Campoo, constituyó una bella reflexión sobre un aspecto bíblico fascinante: la montaña como lugar donde Dios se manifiesta y se encuentra con el hombre. El movimiento que mejor define a Dios es el descenso, mientras que el movimiento que mejor habla del hombre es el ascenso. Dios deja el cielo y baja a la montaña. El hombre deja el valle y sube a la montaña. Y allí se encuentran.

El creyente se mueve entre el Monte Tabor, el Monte Calvario y el Monte de las Bienaventuranzas. La fe de un creyente depende, en gran medida, de cómo vive el Tabor, el Calvario o las Bienaventuranzas.


El Monte Tabor. Representa aquellos momentos en que sentimos la fe como consuelo, como luz y como paz. Son los momentos en los que la religión proporciona un bálsamo bienhechor en medio de los trajines y sinsabores de la vida o en momentos de pérdida y de duelo. Hay muchas veces en que un creyente siente una cercanía inenarrable a Dios y, entonces, el alma se inunda de beatitud, esa suave dicha que sólo podemos hallar en las cosas del espíritu. A veces la contemplación de una obra de arte religiosa, ya sea una catedral, una pintura de devoción, una custodia, el canto de una determinada música o la asistencia a una hermosa liturgia, tienen sobre nuestros sentidos un efecto ‘Tabor’. También la naturaleza, en toda su hermosura y diversidad, ejerce, para quien sabe admirar la obra del Creador, un efecto Tabor. En esos instantes, como los apóstoles, tenemos ganas de exclamar: ¡Qué bien se está aquí!

También es cierto que el Tabor puede ser una trampa y una tentación. Existe una tentación grande a ‘instalarse’ en el Monte Tabor. El creyente puede pensar que la religión es únicamente un consuelo y una anestesia. Una luz sin sombras, un bello día claro sin noche oscura. La tentación de construir una tienda-refugio en la cima del Tabor es muy grande. La religión sería un intento de autoprotección en la pequeña tienda de nuestras seguridades religiosas, en el confort que pueden producir las prácticas devocionales, los ritos y las plegarias consoladoras. La religión reducida a un ‘bienestar’ y a una ‘confortabilidad’. El Tabor es necesario, como es necesaria la luz, el agua, la sombra de un árbol. El Tabor nos da aliento y empuje para seguir caminando. Pero uno debe saber que el monte del Calvario puede estar a la esquina y que el Monte de las Bienaventuranzas nos espera. El creyente debe saber que vendrán túneles oscuros, largos desiertos, parameras sin un solo árbol. Y sin embargo, quien ha conocido un instante de Tabor sabe que siempre quedará ese poso de dulzura en el alma: la nostalgia del absoluto, la esperanza de lo venidero.


El Monte Calvario.  Al Calvario –y a los calvarios- se llega tarde o temprano. Y se llega a menudo. La cruz forma parte de la vida  -y hasta nuestro cuerpo tiene forma de ella-. En el Monte Calvario nos medimos con nosotros mismos y medimos a los demás. En el Calvario descubrimos nuestra debilidades, nuestras heridas, nuestras llagas, nuestra sed y nuestro abandono por parte de un Dios al que habíamos imaginado como un mago poderoso, y que, sin embargo, solo es -pero nada menos- un padre amoroso aunque “humanamente impotente”. 

Pero también el Calvario tiene sus trampas y sus mentiras. El Calvario como mentira es resignarse a un mundo como perpetuo valle de lágrimas. Creer que el sufrimiento nos hace ganar méritos para el cielo. El Calvario como trampa es instalarse en la perpetua tristeza, en la pesadumbre, en la amargura, en un fatalismo que nos ensimisma en nuestras propias llagas. El riesgo de reducir nuestra mirada a los sayones y verdugos, a los esbirros y soldados impíos. Pensar en la vida como una sucesión interminable de estaciones de viacrucis. Teresa de Jesús creía que la tristeza estaba reñida con la santidad: “Dios nos libre de los santos encapotados”. Dios nos libre de los que se empecinan en la tristeza.

En el Calvario están Anás y Caifás, la chusma vociferante, la cobardía de Pilatos, o el escapismo de Herodes, los soldados amenazantes, la traición de Judas, el miedo y la negación de Pedro, el abandono de los amigos, la violencia de los sayones, pero también en el Monte Calvario están la ternura de María, la lealtad de Juan, las lágrimas de Pedro, el cariño de la Magdalena, el consejo de la mujer de Pilatos, las lágrimas de las mujeres de Jerusalén, la fe del buen ladrón, la verdad del centurión, el arrojo de Nicodemo y Arimatea, la colaboración del Cirinero… En el Monte Calvario medimos la estatura de nuestra fe y medimos también la humanidad de los que nos rodean.

En el Calvario solo caben la aceptación del misterio del dolor o la desesperación nihilista ante el propio infierno. Los grandes místicos han degustado las delicias del Tabor, pero no les ha sido ahorrado la sequedad de espíritu, el silencio impenetrable de Dios y las espinas del Gólgota.

El Monte de las Bienaventuranzas. Pero la mayoría de los días de un creyente no transcurren ni en el Monte Calvario (sufrimiento) ni en el monte Tabor (gozo), sino en el Monte de las Bienaventuranzas, que es el espacio de la cotidianidad, de lo ferial, de la rutina, del bregar cotidiano. El espacio del compromiso y de la caridad. El Monte de las Bienaventuranzas es nuestra oficina, nuestro campo, nuestra fábrica, nuestra escuela y nuestra casa. Es el ágora, la plaza y la encrucijada donde se producen todos los encuentros cotidianos. Y cada uno de estos encuentros es una llamada,  un grito de socorro, una invitación, porque, como decía Enmanuel Lévinas, el rostro del hombre es una interpelación para el que lo contempla. Nos interpela la violencia, la sed, el hambre, la injusticia, la pobreza, o por decirlo más acertadamente, nos interpela el que sufre violencia, el sediento, el hambriento, el pobre, el analfabeto, el niño abusado y la mujer violada; nos interpela el sinhogar y el emigrante. Y ante cada uno de ellos, entra en juego nuestra libre decisión: o cuidar de los heridos o pasar de largo.

Y también el Monte de las Bienaventuranzas tiene su trampa y su mentira. Solo quien se sabe poca cosa, puede de verdad sanar y cuidar. El que se cree alguien e importante solo es capaz de mover los brazos, las piernas, como un autómata, repartir palabras o monedas como una máquina. La suya es una carrera insensata para afianzar su yo, engordar su ego, creerse mejor que aquellos a los que ayuda, entrar en un activismo mesiánico que sólo busca el reconocimiento de los demás, el sobresalir en el pódium de la sociedad, y alcanzar prestigio y fama. Quiere ser fuego y no es más que humo.


Solo el corazón es capaz de cuidar, sanar, proteger y amar. Solo quien se sabe vulnerable puede ayudar a los vulnerables. Solo quien acepta que no es él quien ayuda, sino que hay Otro, por encima de él, que mueve su corazón y sus manos, puede hacer el bien.

En las distintas montañas, Dios nos conoce. Y lo que es aún más importante, nosotros conocemos al otro, y el otro nos conoce a nosotros.

 

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Una temporada en el infierno

            En una estación de París, desciende un joven de 16 años, cuerpo atlético, pelo alborotado y ojos azules. Se llama Arthur Rimbaud...

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