miércoles, 23 de marzo de 2022

4.- La curación del siervo del centurión (Lc 7, 1-10)

  


Descubrir a los centuriones

        El pasaje evangélico del día casa muy bien con mi estado de ánimo espiritual. El centurión romano pronunció una frase que cada día se repite en todas las eucaristías del mundo: “Señor, no soy digno de que entres en mi casa, pero una palabra tuya bastará para sanarme”.  Esta tarde, después de mucho tiempo sin acercarme a comulgar, lo haré.

El centurión quería a su siervo enfermo. El centurión, siendo romano y oficialmente enemigo del pueblo judío, había ayudado a edificar la sinagoga del lugar. El centurión conocía perfectamente que un tal Jesús iba de aldea en aldea devolviendo la salud a los enfermos. La fama de este hombre que pasaba por los caminos haciendo el bien llegaba hasta sus oídos día tras día. Este Jesús de Nazaret traía algo nuevo en sus palabras, no era otro charlatán de tres al cuarto. No era un profeta de una semana. Su discurso sobre Dios y sobre el hombre no era un discurso religioso más, sino una palabra directamente dirigida al corazón de cada oyente.

Pero el centurión se sentía indigno. Hacía tiempo que había dejado de creer en esa quimera de dioses romanos. Y tiempo también que su devoción al emperador sólo era una pura cortesía a la que le obligaba el cargo. Lo mismo que uno se quita el sombrero, se inclinaba él ante la estatua del emperador.

Es admirable esta humildad, es admirable esta conciencia de la propia indignidad, de la propia pequeñez y, al mismo tiempo, es admirable esa fe en Alguien que va haciendo el bien y sanando a los lisiados.

Descubrir centuriones. Hoy los cristianos deberíamos descubrir los centuriones de nuestra sociedad. No pertenecen a nuestra religión. Quizás están lejos de cualquier forma de religión establecida. Pero son mujeres y hombres rectos de corazón, preocupados por la suerte del ser humano, preocupados por la desdicha. Desprecian el pío barniz de los que se dicen creyentes porque en su entorno eso significa subir de estatus social o económico, porque significa moverse en las esferas del poder y sus aledaños. Y sin embargo respetan profundamente al verdadero hombre religioso, al que sin duda conocen por sus frutos de caridad.

Los centuriones, sin saberlo, son cristianos, pero no se consideran dignos de tal nombre, porque saben de la pobreza de sus corazones y de las nieblas de sus almas. Y sin embargo, sin saberlo, están construyendo el reino de Dios, que es reino de justicia y de paz.

Los centuriones no hacen causa de su impiedad. Saben que no tienen esa fe que otros tienen. Saben que su mundo no es el de la devoción y el culto. No hacen alarde de su increencia, no hacen dogmatismo de su ateísmo o de su agnosticismo.

Los centuriones saben que no son dignos de ser del círculo de Jesús, no son dignos de entrar en total comunión con la Iglesia. También indigna se creía Simone Weil y, por eso mismo, prefería permanecer en el umbral de la Iglesia, junto a todos los que no tenían cabida en ella.

Y si en alguna ocasión los ‘centuriones’ necesitan, para otros, la cercanía de Jesús, solamente se atreven a solicitarla a través de los amigos ‘oficiales’ de Jesús. Nunca osarían invitar a Jesús a un café, por miedo a ver rechazada su invitación, quizás por su lejanía de los mandamientos, los sacramentos, los confesionarios y los reclinatorios.

 ¿Quiénes son hoy día los centuriones? ¿Acaso los agnósticos de la laicidad positiva, del respeto escrupuloso a los sentimientos religiosos de los demás? ¿Acaso los que un día fueron bautizados, pero por su forma de vivir, se saben excomulgados, apartados de los sacramentos por una moral católica entendida al pie de la letra, pero que sin embargo consideran a Cristo como parte del horizonte de sus vidas? ¿Acaso los que han hecho de la lectura de la Biblia un alimento nutritivo para su espíritu y, aun sabiéndose vacíos de fe, se sienten profundamente heridos por el mensaje de Jesús? ¿Quizás los que habiendo optado por la increencia colaboran en las causas justas, en las causas sociales, en las muchas obras de bien que en favor de los desprotegidos sostiene las Iglesia? ¿Puede que los hombres que practican las obras de misericordia aún sin conocer al autor de las Bienaventuranzas? ¿Acaso los que, en los caminos del mundo, acogen y curan las heridas de los heridos y apaleados, como un deber de puro civismo y pura humanidad, como anónimos samaritanos?

            Descubrir centuriones.





 

sábado, 19 de marzo de 2022

Monjas Down. De empresarios a oligarcas. Cultura de la cancelación. Y Desaprender la guerra de Luis Guitarra.

Monjas con síndrome de Down. Cae en mis manos un vídeo sobre una comunidad religiosa que admite a mujeres con síndrome de Down. En los años 80, una mujer francesa, Line, con vocación religiosa conoce a Véronique, una adolescente con síndrome de Down que le manifiesta sus deseos de hacerse religiosa. Empieza para ellas una odisea de convento en convento, pero todas las puertas se cierran con un portazo. Animadas por el científico Jerome Lejeune (investigador de este síndrome), encontraron comprensión en el obispo de Tour, y así surgió una congregación nueva, las Hermanitas Discípulas del Cordero, primer convento en admitir a chicas con dicho síndrome. En este momento 10 mujeres forman esta comunidad, de las cuales 8 de ellas tienen síndrome de Down.

Parece que la vida pautada y ritmada de la clausura ayuda mucho a estas personas. Misa diaria, horas de oración, trabajos en los talleres de tejido y cerámica, cuidado de las plantas medicinales, son tareas que asumen con toda seriedad y con gran profesionalidad. Madre Line afirma que “son personas dotadas de una gran espiritualidad y traen alegría a la sociedad y, sobre todo, traen amor al mundo, que tanto lo necesita".

Creo que este es uno de los testimonios más hermosos de lo que significa tomarse en serio el cristianismo y el mensaje de amor de Jesús que no excluye a nadie. ¿Podemos pensar acaso que la inteligencia tiene algo que ver en la relación con Dios? ¿Quién conoce, efectivamente, por qué caminos van los sentires y los pensares entre un corazón humano y el corazón de Jesús? ¡Quién lo sabe! La fe y el sentimiento religiosos no son mensurables con ningún test de inteligencia.

Ojalá que, dentro de no mucho, pueda ver a algunos de los chicos de Villa San José, a los que conozco desde hace tiempo, como ministros extraordinarios de la comunión, por ejemplo. Estoy pensando en José Antonio, Jesús, etc. ¿Puede haber manos más dignas?

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De empresarios a oligarcas. Un megayate está inmovilizado en un puerto español, porque se sospecha que es del oligarca ruso Igor Ivanovich, amigo de Putin. Ahora a los grandes empresarios rusos se les llama oligarcas, y en medio mundo ya han empezado a confiscar sus bienes. Hasta ayer mismo estos magnates se codeaban con sus iguales en la city financiera de Londres o veraneaban como señorones en Marbella, organizaban grandes fiestas y lo más granado de cada sociedad acudía a ellas. Pero las tornas han cambiado, y los estados se arrogan el derecho de poder confiscar los bienes de estos multimillonarios. Y yo me pregunto: ¿sin juicio? ¿Pueden los estados, por muy democráticos que sean, confiscar así porque así, los bienes de unos señores particulares? ¿Cómo es que hasta el día antes de la guerra de Ucrania estos magnates eran requeridos urbi et orbi para que hicieran sus inversiones en territorio europeo o estadounidense? Si eran tan monstruosos, si tenían tan malas artes comerciales, si eran tan corruptos, ¿cómo no se les había investigado antes, encausado, juzgado y condenado? ¿Por qué se movían con tanta libertad, admiración y respeto en los templos financieros? Independientemente de la catadura moral de estos magnates, ¿un país democrático puede, sin previo juicio y condena, arrebatar las propiedades de un ciudadano particular, por muy popular que sea la medida y por muy irritados que anden los ánimos por culpa de la guerra? ¿No debe cualquier país ofrecer garantías jurídicas y procesales, aunque otro estado, por ejemplo Rusia, pisotee el ordenamiento jurídico? ¿Puede la guerra justificar todas las tropelías y demasías por muy mal que nos caiga Putin y por mucho que nuestro corazón esté al lado de los ucranianos?

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La cultura de la cancelación no es nueva. Probablemente ha existido siempre, pero en los ultimísimos años la cultura de la cancelación, o lo que es lo mismo, la dictadura de lo políticamente correcto se está convirtiendo en la peor de las inquisiciones actuales. Alguien, es decir, quien lleva la batuta del pensamiento, decide cada mañana la ética a imponer. Con precisión maoísta se nos dice lo que es admisible y lo que es intolerable. Desde hace dos semanas la cultura de la cancelación se impone  sobre todo lo que suene a ruso, procedente de Rusia o que simpatice con las tesis de Putin. Hasta podría entender que a las consideradas ‘embajadas culturales’, totalmente patrocinadas y pagadas por el gobierno de Putin, se les señalen restricciones o prohibiciones. Pero preguntar a un bailarín, a un pintor, a un cantante o a un escritor qué opina, si está o no está a favor de Putin, si condena o no condena la invasión de Ucrania, está más allá de toda sensatez y de toda libertad. El alcalde de Milán, Giuseppe Sala, y el superintendente de la Scala, Dominique Meyer, pidieron al director de orquesta Valery Gergiev, que condenara la invasión de Ucrania y como este dio la callada por respuesta, se le cesó fulminantemente del gran templo operístico italiano. Y algo parecido está sucediendo a decenas de artistas rusos. ¿Prohibirán dentro de unos días a las librerías que sigan vendiendo a Dovstoieski, Gogol y Tolstoi? ¿Nos dirán que dejemos de admirar los bellísimos iconos rusos, por ejemplo, la Trinidad de Rublev?  Lo que me extraña de todo esto es la actitud de ‘amén’ de tantos intelectuales y pensadores. Dejemos que sea el público, individualmente, el que decida que ópera escuchar, que libro leer y que pintura admirar. Si exigimos en cada momento que los hombres piensen de una determinada manera (cada día diferente), solo contribuiremos a hacer que la hipocresía y la mentira campen a sus anchas. No tendremos ciudadanos sinceros y libres sino mentirosos para salvar el pellejo. Tal vez, marionetas con un ventrílocuo a sus espaldas.

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Desaprender la guerra. Una mañana de noviembre 2003, mientras la guerra de Irak llenaba las portadas de los periódicos, Luis Guitarra, nada más acabar de leer la reseña de un libro titulado “Desaprender la guerra”, de Anna Batisda, empezó a canturrear una melodía. Faltaban aún siete meses para dar por concluido este canto a la paz. Hace varios años escuché por primera vez esta canción en un concierto en Valladolid. Pero es ahora, en estos tiempos infaustos de cañones y balas, de edificios derruidos, vidas segadas, refugiados a la deriva, cuando esta canción ha cobrado toda su potencia creadora.

El cantautor va al fondo del problema. No se limita a los buenos deseos de paz, sino que cree que solamente si en nuestros corazones ‘desaprendemos’ los sentimientos de odio ahí agazapados, podremos construir un mundo mejor. Una bella melodía es el vestido hermoso para unos versos hermosísimos.

Desaprender la guerra es una cuestión de educación y de compromiso interior. No bastan un eslogan y una pancarta en la manifestación. No son suficientes una foto en whatsapp o una pintada en el muro. Se trata de una lenta y larga  tarea de desaprender hábitos de guerra, odio, codicia, fuerza, mentira, consignas, heridas, ira, miedo… Sólo así podremos reinaugurar la risa, las caricias, la justicia, la brisa, la alegría, la Vida…

 

https://www.youtube.com/watch?v=EC-xvYC7ooU

 

Desaprender la guerra, realimentar la risa,
Deshilachar los miedos, curarse las heridas.

Difuminar fronteras, rehuir de la codicia,
Anteponer lo ajeno, negarse a las consignas.

Desconvocar el odio,
Desestimar la ira,
Rehusar usar la fuerza,
Rodearse de caricias.
Reabrir todas las puertas,
Sitiar cada mentira,
Pactar sin condiciones,
Rendirse a la Justicia.

Rehabilitar los sueños, penalizar las prisas,
Indemnizar al alma, sumarse a la alegría.

Humanizar los credos, purificar la brisa,
Adecentar la Tierra, reinaugurar la Vida.

Desconvocar el odio,
Desestimar la ira,
Rehusar usar la fuerza,
Rodearse de caricias.
Reabrir todas las puertas,
Sitiar cada mentira,
Pactar sin condiciones,
Rendirse a la Justicia.

Desaprender la guerra, curarse las heridas.
Desaprender la guerra, negarse a las consignas.
Desaprender la guerra, rodearse de caricias.
Desaprender la guerra, rendirse a la Justicia.
Desaprender la guerra, sumarse a la alegría.
Desaprender la guerra, reinaugurar la Vida.

miércoles, 16 de marzo de 2022

3.- La resurrección de Cristo (Mc 16, 1-8)

 

¿Quién nos moverá la piedra?


 

Se quedaron hasta el último momento en el Calvario. Soportaron, impasibles y a pie quieto, la tormenta y el temblor de tierra, cuando todos los demás habían huido porque aquel diluvio parecía justamente un castigo del cielo. Ayudaron con sus cuerpos frágiles y sus almas devastadas a enterrar a Jesús, a toda prisa, porque la noche iba ganando al día. Su presencia en el Gólgota es una hermosa, hermosísima página, de la presencia del genio femenino en la historia y en el mundo.

Para ellas no hubo sábado, ni fiesta, ni celebración. ¿Tenían algo que celebrar? La desgracia se había cebado en el pequeño grupo de seguidores de Jesús. El mismo Jesús había sido torturado y muerto en cruz, con el más ignominioso tormento que se pueda infringir a un hombre nacido de mujer. Los apóstoles andaban huidos. Se los había comido la tierra. ¡Ellos, que fueron tan visibles hasta la misma entrada triunfal en Jerusalén! Ahora sólo quedaban unas pocas mujeres, por ese sentido de piedad que forma parte del ADN femenino. Ellas no habían huido. También quedaba Juan, pero Juan no contaba. Juan era casi un niño, que se quedaba dormido cuando Jesús pronunciaba un discurso de más de cinco minutos de duración. Aunque ahora sí, justo es confesarlo, Juan había aguantado junto a su maestro sin dormirse, con los ojos bien abiertos, como un hombre; la mandíbula bien apretada, como un soldado, si bien las espuertas de sus ojos no habían logrado contener las lágrimas, como un infante. Al último momento, se habían acercado también José de Arimatea y Nicodemo, dos hombres sensatos, dos hombres que no se habían atrevido a seguir abiertamente a Jesús, por miedo a perder su status, pero ahora, habían mandado a freír espárragos la honra y los miramientos humanos, y habían decidido colaborar en la penosa tarea de bajar el cadáver de Cristo de la cruz y sepultarlo.

Las mujeres no habían celebrado la Pascua ni el sábado. Para ellas el sábado ya no contaba y ya no contaría nunca. Ellas se habían pasado la pascua judía, preparando, a escondidas y con los postigos cerrados, los vendajes y los bálsamos, las esponjas y las toallas para adecentar el cuerpo de Jesús y darle una digna sepultura. Y el primer día de la semana, apenas cantó el gallo en el corral, María Magdalena, María Salomé y María de Cleofás salieron de sus casas. Apenas se veía. Jerusalén dormía, adormilada aún por la repetición un año más de un rito, de un ritual ya vacío y ya sin vida. Un ritual que se había desgarrado y desmoronado  con la muerte de Jesús. Salieron a la calle, silenciosas y dolorosas. Y solamente cuando faltaba poco para alcanzar la sepultura se atrevieron a expresar, a la vez y en voz alta, algo que estaban rumiando las tres desde que salieron de casa: ¿Quién nos moverá la piedra?

¿No se atrevieron a pedir la ayuda de otros hombres para no ser tachadas de tontas y pasmarotes, de sensibleras? ¿No era hora de dejar a los muertos con los muertos? ¿No era la hora del pragmatismo, de hacerse invisibles, de desaparecer por unos días, para que nadie les señalase con el dedo: ahí va un amigo de Jesús? ¿Había en su corazón, pequeño y débil, un barrunto, una tímida intuición, una remotísima esperanza de que algo podía haber ocurrido, de que, al último momento, se resolvería por sí mismo el duro trabajo de remover la pesada piedra?

¿O caminaban a tontas y a locas, embotadas por un dolor que les quitaba la razón o por un miedo que no les permitía pensar? ¿Quién nos moverá la piedra?, rumiaba cada una en sus adentros. ¿De dónde sacaremos fuerzas para quitar la losa que nos permitiría ver a Jesús tal y como era y no como nosotras nos lo hemos imaginado, y lo hemos visto con las anteojeras de nuestros cortos entendimientos y de nuestra escasa o nula fe?

La pregunta “¿Quién nos moverá la piedra?” encierra todas las angustias de la fe, todas las dudas y las zozobras. La fe consiste en ponerse en marcha el primer día de la semana, que son todos los días de la vida desde que decidimos, más allá de la tradición de nuestra familia y nuestra sociedad, ser cristianos. Salir de nuestra casa, que es como salir de nuestras certezas, salir a la intemperie, camino de donde yace el gran muerto, el gran fracasado. Esa fe que está envuelta en el amor y el cariño que sentimos por Jesús, aunque no terminemos de creernos sus promesas. No vamos al sepulcro con la certeza de que él nos espera ahí glorioso y resucitado, sino con la incertidumbre y con la duda de lo que puede suceder, de que puede acontecer algo más grande que nosotros mismos, algo que nuestra inteligencia no puede terminar de comprender nunca. Caminamos por amor hacia alguien que queremos que sea nuestra luz, aunque sus ojos estén ya cerrados. Caminamos por amor a alguien que queremos que sea nuestra verdad, aunque Pilato y Herodes digan que ha sido una gran mentira. Caminamos por amor a alguien que queremos que sea nuestro camino, aunque, aparentemente, el final de ese camino sea un sepulcro.






sábado, 12 de marzo de 2022

Pobre Kirill. El buen samaritano de Aimé Morot. Y un hermoso futbolín.

            

La Divina liturgia de Kirill. Cuando cayó el muro de Berlín y llegó la Perestroika a la Unión Soviética, la Iglesia Ortodoxa fue recuperando paso a paso el protagonismo estelar que siempre tuvo en Rusia. Los cristianos salieron de sus catacumbas y los templos volvieron a ser templos (no olvidaré nunca la historia de aquel trabajador soviético en un gallinero. Un día alza los ojos y descubre los mosaicos espléndidos de una antigua iglesia: un Cristo  mira dulcemente al pobre granjero en el mismo lugar donde durante siglos se había rezado). Putin convirtió a la Iglesia Ortodoxa en uno de los pilares de su proyecto político, el pegamento necesario para cohesionar a todas las ‘rusias’, desde el mar Báltico a Siberia. Ucrania siempre fue una nota discordante, porque la población se reparte al 50% entre ortodoxos y católicos de rito oriental. En esta guerra, el elemento religioso no es despreciable. Putin y Kirill mantienen gran armonía ideológica en sus visiones del mundo y de Dios. Putin identifica Rusia con Iglesia Ortodoxa y Kirill (Patriarca de Moscú y de toda Rusia) identifica Iglesia Ortodoxa con el alma rusa. Así de sencillo. Pero ha llegado la guerra donde a todo el mundo se le exige posicionarse. A Kirill, en razón de su cargo, se le presuponía una aversión congénita a la guerra, a la destrucción y a la muerte de los inocentes. Pero todo parece indicar que en él está prevaleciendo el homo politicus por encima del homo religiosus. El hermano universal cristiano queda muy por debajo del ciudadano ruso. ¡Ahí está su tragedia! Comulga con Putin en demasiadas cosas y su visión del cristianismo resulta bastante reduccionista: una moral de ciudadano patriota, heterosexual y rezador. Un poco pobre, ¿no? Y ahora, como difícilmente puede justificar la invasión rusa, la anexión, las matanzas de civiles, los millones de refugiados, la pobreza que llegará también para sus propios compatriotas rusos, habla de un Occidente corrupto, consumista, pansexualizado, descristianizado y sin valores. Kirill en la Divina Liturgia del pasado domingo vino a decirnos, si no he entendido mal, que un desfile gay en cualquier ciudad europea es mucho más reprobable que el desfile mortífero de las tropas rusas en suelo ucraniano. ¡Pobre Kirill! 

***

El buen samaritano, de Aimé Morot. Cuando entré en su estudio, una tarde de 1989, en medio de miles de libros y  bibelots de medio mundo, había una lámina de un “buen samaritano”. Nada más verla, me fascinó. Durante varios minutos no pude apartar la mirada.

Ayer escribí en Google “pinturas de buen samaritano”, porque me servían para ilustrar un escrito. ¡Y de nuevo me encuentro con esa pintura! Durante horas me pregunto dónde he visto ese cuadro, en qué libro, en qué museo, en qué muestra. Me doy por vencido. Pero esta mañana, mientras preparo el café en la cocina, me viene el recuerdo de aquel estudio.  

            Y entonces, con avidez, me pongo a buscar sobre la pintura. Se trata de una obra del pintor francés Aimé Morot, que la presentó en 1880 en el Salon des artistes français, donde obtuvo la medalla de oro. El pintor, un tiempo atrás, cuando disfrutaba de una beca en Roma, entró en una iglesia en el momento en que un sacerdote leía el pasaje del evangelista Lucas donde se cuenta la historia del buen samaritano. Cuando volvió a su estudio, empezó a dibujar los primeros bocetos.

            Aimé Morot decía sentirse deudor de los grandes pintores españoles del siglo XVII. El cuadro de dimensiones considerables (2,68 x 1,98) aún era mayor en su origen, pero el propio pintor decidió recortar por los cuatro lados, para que el espectador ciñese su mirada a la escena de los protagonistas, olvidándose del paisaje.

            Morot trató con grave realismo la parábola evangélica. Su estilo vigoroso encontró el favor de los críticos de su tiempo que apreciaron el virtuosismo de la magnífica pintura. Marie Bashkirtseff, también pintora, escribió entusiasta: “Esta es la pintura que me ha dado el placer más completo en toda mi vida. Nada desentona, todo es simple, verdadero y bueno”. Morot, que apreciaba los temas de animales, añadió una dimensión conmovedora a la figura del burro que trabajosamente camina con la carga a cuestas.

            Morot quiso ver el asunto desde un punto de vista diferente. El buen samaritano no es un rico, sino un pobre hombre, tal vez alguien que vendía los productos de su huerta de pueblo en pueblo, como lo darían a entender los amplios serones. No le sobraba el dinero ni poseía un buen caballo, sino un simple burro. El buen samaritano va casi desnudo. Y sobre todo, va descalzo. Su desnudez es similar a la del hombre al que le han robado y maltratado. No es un hombre fuerte, sino un hombre mayor que con grandísimo esfuerzo consigue sostener al malherido. Todas estas cosas subrayan una acción límite de caridad. El hombre maltratado es un hombre joven, lleva la cabeza vendada, va desnudo y esta desnudez remarca aún más el maltrato, porque añade la humillación y la vejación insoportable de la desnudez. Un hombre mayor sostiene a un hombre joven pero herido y golpeado. Lo conduce hasta la posada en su pobre cabalgadura. Hasta el asno parece participar en esta ardua tarea de trasportar al herido. Cabizbajo, soporta el peso del hombre sobre sus lomos. La acción transcurre en un paso angosto y seco, en un paisaje pedregoso y abrupto, en una mañana de sol hiriente. Una naturaleza áspera para remarcar, por contraste, más si cabe,  la ternura del buen samaritano para otro hombre al que ni conocía ni tenía nada que agradecer. El pintor quiso que el espectador viese el esfuerzo que supone hacerse samaritanos para los demás. Verdaderamente, el buen samaritano parece un Cristo con su cruz a cuestas. Cuando lleguen a la posada, el samaritano lo curará, lo cuidará y se comprometerá a pagar al posadero los gastos del alojamiento. Ayudar al prójimo no es una fiesta, ni un postureo; exige esfuerzo, trabajo, rascarse el bolsillo, perder el tiempo.  Nada distrae al espectador del mensaje que transmiten el soberbio dibujo y las pinceladas precisas. Una pintura que mueve a la compasión hacia el herido, pero que se hace extensiva hacia el propio samaritano e incluso hacia el borriquillo. Los tres nos parecen pobres y desvalidos en medio de una naturaleza hostil.  

Hasta 1995 este cuadro estuvo en manos de un coleccionista alemán afincado en París, pero en su testamento lo legó a la colección de arte instalada en el Petit Palais. Otto Klaus Preiss se llamaba el donante y desde 2003 reposa para siempre en el cementerio de Montmartre.

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La única batalla permitida. Hace unas horas que estos cinco niños han llegado a una casa en Rumanía. Les esperaban un plato caliente en la mesa, una ducha reparadora y ropa limpia. Y después, después, un partido de futbolín. Cuatro seminaristas guanelianos contemplan ensimismados a estos cinco niños. Junto a otros 28 niños vivían en un pequeño orfanato de Ucrania. Cuando empezó la guerra, sus cuidadores les sacaron a toda prisa del país, en medio de un caos mayúsculo, en medio del silbido de las balas, del estruendo de las bombas, del dolor amargo de todo un pueblo y de una despedida de besos y lágrimas de sus cuidadores. En la frontera con Rumanía, como acordado, los entregaron a la misión Guanella. Allí serán cuidados, amados y protegidos hasta que un día, también como acordado, puedan volver a su patria, a su lengua, las canciones infantiles, las comidas tradicionales… Mientras tanto, estos cinco niños, lejos de la bruticie de los mayores y la sinrazón de los mandamases, juegan. Una partida de futbolín es lo que estos niños necesitaban después de largas jornadas de miedo e incertidumbre. Una partida de futbolín debería ser la única batalla permitida en este mundo. En la habitación, al fondo de la misma, un crucifijo parece la mejor metáfora para hablar de la inocencia masacrada en estos tiempos de plomo. ¿Tendrán los señores de la guerra la última palabra? Cinco niños felices juegan al futbolín. De alguna manera, ellos representan el futuro de Ucrania.

miércoles, 9 de marzo de 2022

2.- El perdón a la mujer adúltera (Juan 7:53-8:11)



El amor exigente

            Muchos, en aquella Jerusalén, pensaban que tenían algo que enseñar. Acudían cada día a los aledaños del Templo, y hablaban de lo que les parecía. Grupos de curiosos iban de un orador a otro, o seguían durante una temporada a un maestro porque les parecía que enseñaba palabras verdaderas. Jesús también acudía al Templo a enseñar. Y tenía también sus seguidores fijos y otros que no lo eran tanto. También las ‘autoridades constituidas’ del Templo iban de orador en orador para comprobar la ortodoxia de las enseñanzas. A Jesús le tenían entre ceja y ceja los escribas y fariseos, es decir los representantes legales de la religión judía. Jesús se iba apartando peligrosamente de la ley de Moisés y de las normas, minuciosas y abusivas, de la religión. Había que desenmascarar al tal Jesús. Había que hacerle caer en la propia red de la confusión que enseñaba. La ocasión se mostró propicia cuando sorprendieron a una mujer in fraganti, cometiendo un adulterio.         

Nada se nos dice del hombre con el que la mujer estaba cometiendo adulterio. ¿Quién era el hombre con quién cometió adulterio? ¿Quién era el marido de la adúltera? ¿La perdonó también o estaba entre los que tenían las piedras en las manos o en los bolsillos? ¿O se sintió aliviado cuando Jesús la perdonó porque él también estaba dispuesto a perdonarla, pero se sentía aplastado por la presión social y por la religión? Y los familiares de las otras mujeres adúlteras lapidadas, ¿se sintieron mal o bien? ¿Experimentaron pena porque sus seres queridos habían llegado tarde a la amnistía de Jesús, o fueron de los que exigían que la ley se aplicase con rigor a todas por igual? Y las mujeres de la aldea, ¿cómo se sintieron? ¿Pensarían que ya era hora de que fueran tratadas lo mismo que los hombres adúlteros o pensaron que dónde iba a estar ahora la diferencia entre las formales y las adúlteras?

La norma judía era clara: la adúltera debe ser lapidada, y así se da un escarmiento a la mujer que no cumple con lo que de ella espera la sociedad religiosa. Ahora se verá quién es este tal Jesús. Ahora tendrá que decidir entre aplicar su teoría del perdón y del amor o cumplir con la ley mosaica y dar pruebas de ser un judío como Dios manda. Los escribas y fariseos han caldeado a los radicales, a los talibanes, a los puristas y todos ellos se dirigen a este tal Jesús. Los brutos ya tienen las piedras en los puños y la rabia en el entrecejo. Los escribas llevan sus piedras en los bolsillos y otras piedras peores y más afiladas en sus corazones: las sutilezas teológicas, la hiriente moralidad al pie de la letra.

Pero Jesús lee los corazones. Toda su vida será una lectura apasionada y certera del corazón humano. Él no es un experto en leyes y normas. Él tiene lo que ahora llamamos inteligencia emocional: la sabiduría de la empatía. Y entonces Jesús mira a la adúltera, no a su cuerpo medio desnudo, sino el corazón desnudo de la adúltera. Ella, angustiada y perdida, sabe qué final le espera, porque a ella también le suena esta escena; quizás la ha visto desde niña: el dolor atroz de una muerte cruel y la vergüenza que caerá sobre toda su familia. Y entonces Jesús mira a los escribas y los fariseos, muy dignos en sus vestiduras, y pone en sus manos la solución del problema. Les da carta abierta para resolver la cuestión, pero les pone una condición, la más terrible condición: aquel que esté limpio de pecado que arroje la primera piedra. Esa victoria que se dibujaba en la comisura de los labios de los escribas y fariseos, desaparece, se borra de inmediato. Los cazadores han sido cazados. De nada les han valido su astucia y sus maneras arteras. Aprietan los dientes ante esta ignominiosa derrota. Aprietan los dientes y aflojan las manos que sostenían la piedra. Ninguno de los acusadores se siente libre de pecado. No ya los escribas y los fariseos, que de sobra conocen su conciencia criminal, pero ni siquiera los brutos, los mozalbetes radicales, los puros meapilas. Ellos también esconden fechorías, sentimientos odiosos, prácticas aberrantes. ¿Quién es el majo que se atreve a proclamar delante de toda la alta clase religiosa y delante de toda la chusma que él es puro y limpio de corazón como un recién nacido o como un ángel de Dios? La multitud se disuelve silenciosamente. La tormenta pasa. El nubarrón se aleja. Y sólo quedan dos seres humanos frente a frente: la adúltera y Jesús. ¿Nadie te condena?, pregunta Jesús. Y antes de contestar, un pensamiento fugaz pasa por la cabeza de la adúltera pero no se atreve a expresarlo en voz alta: “Sólo tú cumples la condición, sólo tú estás limpio de pecado. ¿He de temerte? Pero simplemente responde: “Ninguno, Señor”

“Yo tampoco”. Y la mujer deja de ser ‘la adúltera’ para ser otra vez mujer, para ser persona. Él tampoco la ha condenado. Le ha salvado la vida. Pero antes de que la mujer se aleje, antes de que vuelva a sus afanes y a sus trabajos, le dice: “Y no peques más

Jesús no juzga, pues conoce el barro de nuestro cántaro, pero pide un cambio de conducta. Es la misericordia exigente. Es la misericordia que libera. La mujer ha sido salvada de la lapidación, pero solo ella se sentirá libre y liberada si no peca, si no cae en las redes que esclavizan y que nos van haciendo cada vez menos personas y un poco más animales.

Siempre podremos contar con la misericordia de Dios, pero siempre nos regalará un ‘no peques’, porque Dios siempre nos quiere libres, libres de nosotros mismos, en primer lugar, y de todas las cosas que nos enfangan y nos menguan como seres humanos.

Y la adúltera, ¿cambió? ¿No volvió a pecar o siguió sintiendo la debilidad de la carne y sus urgencias y continuó pecando y quizás recordando, con inmensa y triste nostalgia, la autoridad de aquel maestro que había quitado la careta de los inquisidores de la religión, y que no la había juzgado? ¿Volvió a su casa, limpia como el amanecer? ¿Hizo borrón y cuenta nueva? ¿Acudió al templo cada mañana y a distancia siguió escuchando palabras nuevas como las flores y limpias como la nieve, palabras que le provocaban incendios en su corazón?

Probablemente, como cada uno de nosotros, como lo soy yo mismo, deambuló y osciló entre la carne y sus esclavitudes y el espíritu y sus liberaciones. Probablemente, después de cada caída, recordaba el perdón y se sentía perdonada, y al mismo tiempo, prometía un “no pecaré”.

Al fin y al cabo, mientras somos humanos y vivimos, todo transcurre entre el pecado y la gracia. Pero es un pecado que conoce y puede seguir conociendo la gracia. Y es una gracia que sabe de la existencia del pecado.






domingo, 6 de marzo de 2022

Adiós a los niños de Kiev. Muertos abandonados. Armisticio de Badoglio. Y árboles caídos.

 

Cuando los tambores de guerra sonaban por todas partes, María Mayo y sus compañeras dominicas de la ‘Casa de los niños’ en Kiev, se reunieron para orar y para hacer discernimiento. Decidieron permanecer en Ucrania, al lado de la gente, acogiendo a quienes se acercaran a su casa. Pero cuando la guerra estalló, el cónsul se presentó y les dijo que no había alternativa, tenían que salir sí o sí. Con lo puesto, se encaminaron a la Embajada Española, donde otros trescientos compatriotas se apiñaban nerviosos y tensos. Tuvieron que salir del país. Por caminos secundarios, retrocediendo, dando marcha atrás, parando para dejar paso a ambulancias o vehículos militares. Un viaje que califican “con las botas puestas”, ya que de jueves al domingo no se las pudieron quitar.  No olvidarán nunca las mesas con alimentos que los humildes campesinos colocaban para que los refugiados pudieran servirse: “Hay gestos de buena voluntad de la gente común y corriente que somos todos, y ahí veías que somos hijos de Dios en camino, sin saber de guerras, buscando la paz. Y a medida que se alejaban de su casa, sus retinas se iban llenando de los rostros de los niños que habían dejado atrás ¿Qué sería de ellos? “La mayoría eran ortodoxos o no creyentes, pero a nosotras esto nos daba igual, porque les podíamos ofrecer valores y cariño”. En sus retinas, se van amontonado los rostros estragados de los soldados dispuestos a defender a su país. La preocupación y el miedo en las interminables caravanas que dejaban la capital camino de las fronteras. Los familiares que se despedían entre lágrimas en los pasos fronterizos. Solo podían pasar las mujeres y los niños. Los hombres tenían que regresar a sus ciudades a empuñar las armas. De todo esto se iban llenando los ojos de María Mayo. Siete horas tardaron en cruzar la frontera. Había vivido situaciones comparables en Congo e incluso en Colombia, donde había pasado otros tantos años. Ahora llevaba 10 años en Ucrania. A esta monja, curtida en cien batallas, le ha impresionado "la capacidad de resistencia y serenidad que tienen todos los ucranianos. Han vivido las hambrunas, Stalin o la Segunda Guerra Mundial. Todo esto no sería posible resistirlo sin esa serenidad que les caracteriza".

María Mayo y sus dos compañeras volverán a Ucrania en el momento en que puedan. Allá han dejado los rostros y las historias de unos niños de los que no quieren olvidarse. “Yo quería estar en Kiev, pero no me han dejado -dice María Mayo con lágrimas en sus ojos-. Todos queremos la libertad y la paz de Ucrania. Y también de todos los lugares del mundo donde hay tantas guerras encalladas de las que no se habla”.


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Muertos abandonados. De todo este tsunami de noticias que llegan desde Ucrania, me ha llamado poderosamente la atención una: El ejército ruso no estaría recogiendo ni repatriando los cadáveres de sus soldados muertos. Parece que no se trata de un bulo, sino de un hecho real. El gobierno ucraniano ha encargado a la Cruz Roja que se haga cargo de los cuerpos sin vida de los soldados rusos, mientras la Iglesia Católica de Ucrania ha lanzado una página web para que familiares de los soldados rusos muertos, puedan identificarlos por una fotografía, una placa o un carnet de identidad. Hasta ahora en las guerras los soldados se encargaban de recoger los cadáveres de sus compañeros caídos y de enterrarlos con un poco de dignidad y de acuerdo con su fe. Cuando era posible, eran repatriados y despedidos en la patria de origen con máximos honores. Ahora, en un acto de impiedad que dice mucho de la catadura moral de nuestro tiempo, los cadáveres son abandonados en las calles y en los campos, como se abandonan los casquillos de las balas, las latas de conserva vacías o un tanque saboteado. ¿Hasta los más elementales ritos de piedad, hasta los ancestrales códigos del honor militar se han perdido? ¿Son los soldados apenas una munición en las nuevas guerras?

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En el verano de 1943, el ejército angloamericano desembarca en Sicilia, lo que provoca la caída de Mussolini. El nuevo Gobierno lo preside el mariscal Pietro Badoglio. Y es aquí, en estos meses, donde se produce un hecho que refleja bien cómo a las masas se las manipula y arrea como a ganado y se les dice a quiénes deben odiar o amar en cada momento. Italia se puso al lado de Alemania desde el primer momento de la Segunda Guerra Mundial y luchó contra los Aliados. A los italianos les inocularon el odio a ingleses y americanos y la admiración por los alemanes. Y los italianos, por orden de sus superiores, lucharon en este sentido, como muy bien ha descrito Javier Pérez Reverte en su novela El italiano (los ataques a la flota inglesa en Gibraltar). Pero Badoglio se dio cuenta del precipicio hacia el que caminaba Italia y firmó un armisticio con los Aliados. El 13 de octubre de 1943 se hizo pública dicha capitulación y el consiguiente cambio de amigos y enemigos. Los admirados alemanes pasaron de un día a otro a ser enemigos y los odiados ingleses y americanos a ser amigos y a luchar por su victoria. En fin, son los líderes y sus ideologías los que en cada momento nos dicen a quién debemos odiar o amar. Los que habían sido considerados unos héroes por luchar contra los ingleses y sabotear su flota pasaron de la noche a la mañana a ser unos villanos y unos hijosdeputa. Y los que eran considerados traidores a la patria por no seguir las consignas del Duce, de repente se supieron héroes que podían cantar a voz en grito el Bella ciao. A veces son suficientes 24 horas para pasar del lado correcto al incorrecto de la Historia y viceversa. Curzio Malaparte que había conocido estos vaivenes de la Historia italiana quiso terminar su novela La Piel con una frase terrible: “È una vergogna vincere la guerra”. Ganar la guerra es una vergüenza.

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 Árboles caídos. Ha caído el presidente del Partido Popular, Pablo Casado. Cada dos por tres cae un líder político. No es algo ni siquiera noticiable. Pero lo que me ha llamado la atención de todo este sainete trágico-cómico es que, apenas caído el líder o unos minutos antes de caer, todos sus compañeros de partido, fidelísimos hasta el día anterior, flamantes compañeros de mítines, sonrientes amigos de foto, colaboradores en mil batallas políticas, ya estaban con el hacha haciendo leña del árbol caído y cantando las loas del presunto nuevo jefe del partido. Anoto el nombre de los fieles escuderos que reprodujo un periódico y son tan pocos que caben en una línea: Pablo Montesinos, Ana Beltrán, Antonio González, María Pelayo, Isabel Gil y Pablo Cano. Si por una ironía de la historia, dos días después, Pablo Casado hubiera sido restablecido como jefe, todos se hubieran apresurado al redil del ‘casadismo’, es decir a los pesebres del poder, que son siempre cálidos y abundosos: prebendas, mamandurrias, privilegios, cuotas de influencia… El teléfono de Pablo Casado no sonará. Los que peleaban por coincidir en el ascensor o en la mesa del edificio de la calle Génova lo evitarán, los que no se atrevieron ni a matizar uno de sus discursos, por muy soporíferos o insensatos que fueran, hacen hoy declaraciones en contra del antiguo presidente. En fin, la condición humana. Observar el mundo, no para juzgarlo,  sino para constatar la naturaleza del homo sapiens es una de las actividades más hermosas del vivir y también, probablemente, la mejor universidad del mundo. Un mediodía, en una casa de un pueblo palentino, mientras el arroz con costillas y setas burbujeaba en la bilbaína, escuché un sabio consejo de un recio campesino y minero a su hija, poco antes de ser nombrada rectora de una universidad: “apréndete el nombre de las señoras de la limpieza y de los ordenanzas, porque ellos serán los únicos que te saludarán el día que den tu puesto a otro”. No parece mal consejo.  

miércoles, 2 de marzo de 2022

Una mesa para un diálogo de sordos


            Aquella mesa en el palacio del Kremlin, sentados a un extremo y a otro Putin y Macron, era la perfecta imagen para explicar que la diplomacia había fracasado, que esas conversaciones de sordos en la mesa kilométrica eran una pantomima, que la determinación de invadir Ucrania ya estaba tomada desde hacía mucho tiempo. Había una distancia insalvable entre un interlocutor y otro. ¡Ni a voces hubieran podido entenderse!; menos aún en susurros, que es siempre el tono de la diplomacia.

            Decía Simone Weil que, raramente, quien tiene fuerza renuncia a usarla. Solo la gracia, decía ella, puede evitar el empleo de la fuerza por parte de quien se sabe fuerte. En estos días transcurridos desde que Rusia invadió Ucrania, he pensado a menudo en esta frase de la gran pensadora francesa.

            Mientras Europa se indignaba o entretenía, en los últimos tiempos, con las estupideces de Donald Trump, pocos prestaban atención al discurso imperialista de Putin, a la deriva dictatorial, al encarcelamiento de la oposición política y a la cancelación de cualquier disidencia de los medios de comunicación. Hace 8 años, la anexión de la península de Crimea fue el primer acto de una tragedia anunciada. Ahora ya hemos pasado al segundo.

            En la mayoría de los casos, los líderes son aupados al poder por el pueblo y sostenidos con su beneplácito. Detrás de Hitler estaba el pueblo alemán. Y detrás de Putin está el pueblo ruso. No todos, evidentemente. Putin representa ese victimismo sentido por muchos rusos. Ellos fueron los perdedores de la Guerra Fría, y sufrieron las consecuencias de la desmembración de la antigua Unión Soviética. De ser un imperio planetario, Rusia paso a ser una nación más en el atlas político mundial. Putin ha concitado las frustraciones de los antiguos soviéticos y las aspiraciones de una buena parte de los nuevos rusos: el sueño de una gran potencia, de una Gran Rusia, a toda costa.

            El sueño largamente acariciado de comerse de un bocado a Ucrania (algo más extensa que España y con una población similar) ya ha empezado, ante el asombro del mundo, aunque imagino que las cancillerías ya estaban más o menos preparadas para este zarpazo. Todo parece indicar que Ucrania tendrá un gobierno títeres a las órdenes del Kremlin, un peón más en el gran tablero de las ensoñaciones paranoicas del último sátrapa. Si al final Putin se sale con la suya –y todo parece indicarlo-, la moraleja es clara: si tienes fuerza militar, te puedes merendar a cualquier vecino. No pasa nada.

            Esta anexión de Ucrania es un paso más, uno entre muchos, en la construcción de un orden mundial nuevo (que no mejor). Todo hay que temerse del nuevo orden mundial, porque viene auspiciado y defendido por China, una potencia económica imparable, que no conoce ni derechos humanos ni democracia ni independencia del poder judicial ni prensa libre.

            Anne Applebaum habla mucho de la fascinación por los autoritarismos y por los populismos. Esta fascinación ha ido creciendo un poco por todo el mundo. El triunfo del modelo chino (prosperidad económica sin derechos) suscita muchas simpatías. Los populismos crecen en todos los hemisferios. Y los tics autoritarios están a la orden del día últimamente (también en España). Por ello, nada tiene de extraño que China se haya negado a condenar la invasión y que muchos de los que berrearon en España en tiempos de la guerra de Irak se hayan quedado estos días tranquilamente en su sofá. Por aquí no se repetirán las manifestaciones oceánicas de los tiempos de la guerra de Irak. La generación del No-a-la-guerra, que ahora tienen asiento ministerial en la Moncloa, anda un poco desconcertada y un poco afónica. En Alemania ha surgido un neologismo para definir a “aquellos que comprenden a Putin”, Putinversteher. ¿Alguien puede imaginar la reacción en las calles de España si Trump o Biden hubieran invadido cualquier país vecino? ¿Cierta izquierda aún no ha superado su morriña por los soviets y los gulags? ¿Por qué, curiosamente -y esto nos debería hacer reflexionar- no pocos en la extrema derecha simpatizan con la deriva de Putin?

            En estos días de inquietud y zozobra me llegan mensajes de “No a la guerra”, fotos con velas, dibujos de palomas y canciones de amor. La sola proximidad de una guerra en la vieja Europa preocupa. Putin, por otro lado, es un personaje inquietante, de cuya salud emocional y mental no existen pruebas incontestables. Los miles de refugiados que han cruzado las fronteras de Rumanía o de Polonia hacen revivir otras avalanchas y otras miserias. La vida se nos antoja inestable y quebradiza. La convivencia pacífica parece un lujo demasiado escaso y evanescente. El dicho popular que nos asegura que el pez gordo se come al chico, ante la huida despavorida de los peces medianos, es algo que estamos comprobando. ¿Qué hacer? ¿Será cierto ese amargo adagio de que si quieres la paz, has de prepararte para la guerra? ¿Tienen razón los que aseguran que en esta época de buenismos y de dialoguismos, los señores de la guerra están haciendo su agosto y llevándose el gato al agua y el ascua a su sardina? ¿Cada individuo repite los errores de su padre, cada generación repite los errores de la precedente? ¿Será la paz siempre una paloma sin alas? ¿Es Ucrania el último eslabón de una serie de conflictos (Irak, Siria, Afganistán…) del que se hablará durante unos días para caer, luego, en el cajón de las ‘guerras olvidadas’?

            Pero salgo del trabajo y veo los ciruelos en flor. Delicados pétalos rosados que una leve brisa hace danzar por el aire. Veo el cielo azul, el río que una bandada de patos cruza de una orilla a otra. Veo una niña disfrazada de princesa. Un joven trabajador en su bicicleta de mensajero. Veo un grupo de amigos riendo con un café en la terraza. Y uno quiere seguir creyendo en la cordura y la concordia del ser humano: esa flor delicada, sin duda, pero también anhelada por la mayoría de hombres y mujeres de buena voluntad.














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Una temporada en el infierno

            En una estación de París, desciende un joven de 16 años, cuerpo atlético, pelo alborotado y ojos azules. Se llama Arthur Rimbaud...

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