martes, 19 de abril de 2022

Juan Vaccari: 12 momentos de una vida


                Para quien ama los libros, cada 23 de abril es un día importante. En esa fecha se celebra mundialmente el Día del Libro, porque ese mismo día de 1616 murieron dos de las más altas luminarias de la literatura universal: Don Miguel de Cervantes y William Shakespeare.

            Cuando me anunciaron que el inicio oficial del proceso de beatificación y canonización de Juan Vaccari tendría lugar el 23 de abril de 2022 en la capilla del obispado de Palencia, pensé que era una feliz coincidencia.

            Como Borges, díficilmente puedo imaginar el mundo sin libros, pero también sé que la existencia de cada ser humano es el más emocionante de los libros. Cada vida, con sus éxitos y sus fracasos, su llanto y su dicha, daría para una novela. Desde muy pequeño las ‘vidas de los santos’ me han parecido apasionantes. Basta pensar en Ignacio, Javier, Teresa, Francisco o Clara. También la vida del hermano Juan Vaccari fue un libro fascinante.

            Entre el más de centenar de fotos que se ha conservado de Juan Vaccari, he elegido doce de ellas. Por sí mismas, me parece a mí, ilustran una andadura de silencio, luz, renuncia, alegría y bondad que transcurrió entre 1913 y 1971.  

 

01 Retrato de los Vaccari-Magnani con un fondo de rosas y espinas.


        Ante la fachada de la casa de Sanguinetto (Verona-Italia), con un fondo de rosales, ventanas enrejadas y un cuadro del Corazón de Jesús, el matrimonio formado por Pietro Vaccari y Giuseppina Carmela Magnani (en el centro, sentados) posan con sus hijos. De pie, de izquierda a derecha: Luigi Gaetano, Giuseppe Luigi, Agostino Giuseppe, Giovanni, Cirillo y Marcello. Sentados: Diletta Luigia, María, Pietro y Giuseppina Carmela, Pace y María Esterina. En el suelo: Danilo, Gaetano Pietro y Antonio. Por aquella época raramente la gente humilde se fotografiaba, y el fotógrafo imponía un poco de respeto e infundía una cierta solemnidad.

Pietro conoció a Carmela cuando ya era un hombre viudo y con cinco hijos. Y Carmela aceptó casarse con él, a pesar de la carga que suponía empezar un matrimonio con una familia numerosa ya formada. Pero mamá Carmela estaba hecha de una pasta diferente y muy pronto los hijos del primer matrimonio supieron que ella no haría nunca una distinción entre los ‘tuyos’ y los ‘míos’. A pesar de ser analfabeta, tenía sentido común y temor de Dios, lo que le permitió afianzar la unión entre todos los hermanos. Ella les enseñaba a rezar, a trabajar y a no discutir. Aparentemente frágil, tenía la fortaleza de una mujer bíblica. En la fotografía el hermano Juan es el cuarto de la fila de atrás, justo detrás de su madre. Toda una simbología, porque la vida del hermano Juan, hasta que entró en religión, estuvo marcada por la figura fuerte y religiosa de la madre. Y de ella heredaría el deseo de mantener la armonía y la paz entre todos los hermanos. Hasta el último momento de su vida, Juan fue el alma de la familia, facilitando reconciliaciones, forjando encuentros, cuidando a todos con sus palabras sanadoras, ofreciendo detalles, cartas y oraciones. La fotografía, muy probablemente se tomó en el año 1934. Juan tendría entonces 21 años y acababa de llegar a su pueblo desde el seminario de Barza d’Ispra, para pasar unos días de vacaciones.  

Serios, formales, graves, intimidados… aparecen los 15 miembros de la familia. Visten sus ropas de domingo, oscuras como era la tónica en la época. Este retrato familiar, similar a tantísimos de aquel tiempo, nos habla de familias cargadas de trabajo y de hijos, unidas bajo la palabra severa del padre, la palabra dulce de la madre y la confianza en Dios.


02 La insignia de la Acción Católica

         Tiene 19 años y acaba de ser elegido presidente de la Acción Católica de su pueblo, Sanguinetto, donde había nacido un 5 de junio de 1913. Con tal motivo, Juan Vaccari pasa por el estudio del fotógrafo local. Es un joven apuesto, de rasgos finos y delicados, ojos y pelo castaños, 1,75 m de estatura, cabello corto y ligeramente fosco, mirada limpia y soñadora.  Al igual que el resto de su familia, se dedica a las faenas del campo, pero carece del vigor de  sus hermanos. Tampoco las facciones del rostro o los modales nos harían pensar en un campesino. Hay algo de aristocrático en ese retrato.

En dos o tres ocasiones ha intentado entrar en un seminario para hacerse sacerdote, pero ha sido rechazado por su fracaso en los estudios. Le cuesta memorizar y, a la hora de los exámenes, se bloquea y aparece, ante los ojos de los demás, como un muchacho lerdo. También su corazón, brevemente, se ha sentido atraído por una joven del mismo pueblo.

 En el retrato, viste un traje oscuro, camisa blanca y corbata, y en el ojal de la solapa izquierda lleva la insignia de la Acción Católica. Al menos que yo sepa, este es el primer retrato que conservamos de Juan.

La Acción Católica no es una simple asociación de fieles, es la avanzadilla de la Iglesia, un ejército, una cabeza pensante, unas manos hacedoras. En Sanguinetto, su presidente no es un gran organizador, ni siquiera el más inteligente o culto de los jóvenes. No es el militante más activo. Pero es un buen muchacho, un joven serio, religioso, y también el único del pueblo que no tiene enemigos ni opositores dentro de la propia asociación. Es, diríamos, un presidente de consenso, al que se respeta. Pero una tarde, un joven fascista del lugar, para intimidarle o como pura prepotencia o broma, le conmina a entregarle la insignia de la Acción Católica, que tan orgulloso muestra en la solapa. Para no llegar a las manos ni hacer explotar la violencia, él se la entrega, pero, allá en lo hondo de su corazón, se siente un traidor. Este muchacho soñador que en los días de fiesta se pierde entre los trigales con el rosario en la mano, conmovida su alma por las obras del Creador, experimenta, por vez primera, el amargor de las lágrimas de San Pedro.

 

03 Sueño de cálices. Realidad de pucheros

        A la luz del sol que se cuela por dos amplios ventanales o a la luz nocturna e insuficiente de dos bombillas, bendecido por un cuadro de la Virgen de la Providencia y la leyenda “Santísima Providencia de Dios, proveednos”, un fraile-cocinero está a punto de hacer su aparición en el escenario donde transcurre su vida cotidiana: una cocina. Apenas alcanzamos a verle. Lo que vemos es el teatro donde se desarrollan sus días y los instrumentos de sus faenas: una cocina a carbón, una cazuela, un puchero, una cafetera, un hervidor, espumadera, cacilla… Años atrás estuvo a punto de dejar la congregación guaneliana porque a él, que aspiraba a ser sacerdote, le dijeron que nones, que sus escasos rendimientos académicos no daban siquiera para un cinco en filosofía y teología. “Podía quedarse, y hacerse hermano lego”. Pero él rehusó, tajante, el ofrecimiento. Y sin embargo, su director espiritual le advirtió: “Y si marchándote, ¿perdieses tu alma?”. Y fue ahí, justamente ahí, cuando con la fe sencilla del carbonero y el poco aliento que aún le quedaba en la garganta pronunció la frase de su vida: “Entonces, me quedo” (allora, rimango, en italiano). Una frase que resume una vida entera. 

Esa cocina de Barza, la que vemos en la foto, fue su libro, su cuaderno y su pluma. Jornadas extenuantes entre leña y carbón, perolas y marmitas, cucharones y sartenes, patatas y judías, polentas y albóndigas, estropajos y escobas. Este fue el escenario donde transcurrió su vida de 1934 a 1950. De joven, soñó con cálices y patenas, pero la vida puso en sus manos cazuelas y pucheros. Soñó con un altar, y Dios le regaló unos fogones.

 

04 La charanga de la alegría


          ¿Cómo sonaban los bombardinos, los helicones, el clarinete, los platillos, el bombo y la caja, la trompeta y la corneta? No lo sabemos. Podemos intuir un cierto desafine. Casi podríamos asegurar que ninguno de estos frailes había estudiado solfeo o composición. Ninguno de ellos toca con la partitura delante. Tocan de oídas y a tientas.

Son religiosos guanelianos y aquí los vemos en plena actuación o en un ensayo sobre una de las la terrazas de Barza d’Ispra.  Han formado una  charanga para despertar con sus pasacalles a los seminaristas en los días de fiesta. También esta formación musical tendrá su pequeño espacio en los festivales del internado. Harán un poco de ruido y de fanfarria, y probablemente no se espera de ellos nada más. No se les exigirá que toquen Va pensiero o la Marcha Triunfal de Aida, de Verdi. Acompañarán, mal que bien, el Bella ciao, Quel mazzolin di fiori, Polenta e baccalá, La compañía del fil de fer…

Y sin embargo, esta foto, en blanco negro, ligeramente borrosa, es una de mis preferidas. Discretamente, al fondo, el tercero empezando por la izquierda, prácticamente tapado por otros dos frailes músicos, el hermano Juan toca un helicón o sousafón. ¿Por qué? Simplemente para alegrar a los demás, para hacer que la vida de los que viven en el recinto conventual de Barza fuera un poco más liviana, perdiese algo de su seriedad y gravedad. Una pequeña interrupción musical, un intervalo festivo en medio de largas horas de estudio, clases en latín, liturgias solemnes, trabajos varios. El alimento fue escaso en esos años en Barza. Y podemos intuir que la alegría también lo fue para las decenas de estudiantes que allí vivieron por los años treinta y cuarenta del pasado siglo. El surgimiento violento de los populismos, la fascinación enfermiza por las ideologías fascista y comunista, la Segunda Guerra Mundial, la posguerra de penuria y sacrificio, no dejaban mucho margen para la fiesta y el jolgorio. Juan Vaccari, que ejercía de cocinero en Barza, también quiso hacer de músico, payaso, juglar, cómico, prestidigitador. Tocar y hacer fiesta, aunque sólo sea para arrancar una sonrisa, una risa, unas palmadas, el bamboleo del cuerpo, unos pitos, la interrupción de las obligaciones y la diversión. Y sobre todo, mantener encendida la llama de la alegría en esos tiempos oscuros.

Años más tarde, estos instrumentos que vemos en la foto los traerá el hermano Juan en un baúl al colegio de Aguilar de Campoo. Con más bollones aún, más desafinados todavía, sirvieron a su propósito: hacer un poco de fiesta y alegrar el corazón de los muchachos.

 

05 Monteggia di Fratel Giovanni


            Monteggia ya no existe, pero existió. Bajo el sofisticado edificio del Euraton (Centro europeo para la investigación de la energía atómica) estaban las casas, las cuadras, los corrales, las tierras de labrantío, los pastos de una pequeña pedanía de nombre Monteggia. En los años ‘30 y ‘40 de la centuria anterior, varias veces a la semana, a pie o en bicicleta, un religioso guaneliano recorre los pocos kilómetros que separan la comunidad religiosa de Barza d’Ispra de esta pedanía. El fraile cocinero de Barza acude al pueblo a dirigir el rosario, a organizar la procesión, a ayudar al sacerdote, pero también a consolar, a animar, a buscar trabajo para desempleados, a llevar la comunión a enfermos, a secar las lágrimas de un agonizante o a jugar con los niños de pantalones remendados.

Miremos la foto: Un cura dirige una encendida plática, si juzgamos por el movimiento de sus manos. Un pequeño grupo de mujeres, hombres y niños se arremolina alrededor. La capillita para albergar la imagen de la Virgen de Monteggia ha sido finalmente terminada. Hace apenas unos minutos, en procesión, la han traído desde la pedanía de Monteggia hasta este nuevo emplazamiento en Barza d’Ispra. Todo será demolido y las pocas familias que allí vivían serán reubicadas en otro lugar. Pero la imagen de María que había acompañado su fe, delante de la cual habían celebrado bodas y entierros, bautizos y fiestas patronales, no podía acabar bajo el montón de escombros.

Desde Roma, donde ahora vive Juan, su amigo, su confidente, su benefactor, en fin, su “párroco” como ellos le llaman, les ha animado, casi les ha retado, a no olvidarse de la Madonna ante la que han rezado, llorado o agradecido. Y ahí están los pocos vecinos de la pedanía de Monteggia asistiendo a la entronización de María en su nueva capillita. Juan ha vuelto por unos días de Roma, para reunirse con sus 'feligreses' y rendir homenaje a la Señora. Lo vemos ahí, casi una sombra, en medio de clérigos vestidos con el roquete blanco. Es el 22 de octubre de 1961.

Hasta el final de sus días, esos hombres, mujeres y niños que vemos en la foto recordarán con lágrimas de emoción su Monteggia desaparecida y su ‘cura Juan”. Monteggia di fratel Giovanni, podría haberse llamado esta pequeña pedanía, al igual que otros pueblos se llaman Alar del Rey, Llánaves de la Reina, Mota de Marqués, Torrecilla de la Abadesa o Aldea del Obispo…

 

06 La Historia desde un apartado rincón


        En varias fotografías, se ve a Juan Vaccari de refilón, en un extremo de la foto, ocupando el mínimo espacio posible. Tal vez es una coincidencia. Tal vez el fiel retrato de una manera de ser y de estar en el mundo. Esta fotografía fue tomada ante la fachada del santuario de la Virgen de Lourdes. El cardenal Micara había sido invitado a celebrar un pontifical y su fiel sirviente, lo acompañó. De 1950 a 1965, con una interrupción de un par de años, la vida de Juan Vaccari transcurre al lado del cardenal Clemente Micara, en las estancias del Palacio de la Cancillería, en el corazón de Roma. En la instantánea, hay muchos fotógrafos para dar cuenta del evento solemne y de la pompa que rodea todavía a la Iglesia Católica. Hay muchos fotógrafos pero la dirección de sus cámaras apunta a otro lado.

Loreto, Bruselas, Lourdes, Vaticano, Luxemburgo, Holanda, Asís, Suiza, cónclaves de Juan XXIII y Pablo VI, grandes celebraciones, liturgias papales, dedicación de templos, inicio del Concilio, visitas de Papas al Palacio… ¡Todo un mundo! La Historia pasó a su lado, pero apenas le rozó, porque él estaba en el extremo de la foto, en el lado de los invisibles.

Años más tarde, cuando la decrepitud y la enfermedad del cardenal lo atenacen, Juan Vaccari será las manos y los pies de este ‘príncipe de la iglesia’: cuidador, enfermero, comensal, compañía, monaguillo, consejero, lector… pero para entonces ya no habrá fotógrafos. La vida transcurrirá en el silencio y la oscuridad de una vetusta estancia de un palacio que diplomáticos y purpurados han empezado a olvidar. Por muy encumbrado que uno haya sido, las épocas de fragilidad de un ser humano siempre transcurren en la oscuridad y el silencio. Entonces, como una candela en la noche, brillará la caridad de su fiel y sufrido sirviente.

 

07 Pro ecclesia et Pontifice. Pro nobis et pro multis


     La cabeza gacha y los ojos prácticamente cerrados. Sostiene en sus manos el pergamino honorífico y lleva prendida en su pecho la condecoración que le ha otorgado el Papa Pablo VI. Un poco abrumado por los elogios que el cardenal Clemente Micara acaba de pronunciar en el acto de entrega. En los aposentos cardenalicios del Palacio de la Cancillería, el hermano Juan Vaccari recoge la condecoración Pro ecclesia et Pontifice, la máxima distinción de la Santa Sede para los seglares.  ¿Acaso he hecho yo algo para merecer este galardón?, parece preguntarse el galardonado, ruborizado por las alabanzas del vicario del Papa para la ciudad de Roma. El mismo que, años atrás, lo despidió porque pensó que era algo patán a la hora de moverse por los aposentos palaciegos y tratar a las distinguidas personalidades que pisaban las alfombras o subían la escalinata renacentista, platicando con el príncipe de Santa Romana Iglesia.

Pero los que conocen a Juan Vaccari saben que sus méritos bastan y sobran para tan alta distinción. Lo sabe sobre todo el eminentísimo y reverendísimo cardenal Clemente Micara, porque sus ojos han sido testigos de los ‘milagros de conversión de personas que llevaban vidas disipadas’, acaecidos en Palacio desde que este buen fraile vive a su lado.

Juan Vaccari: seminarista obediente, cocinero creativo, sirviente solícito, devoto sincero, enfermero entregado... La Iglesia y el Papa tienen más necesidad de los humildes creyentes que de los grandes pensadores y predicadores. Sin saberlo, él ha trabajado por la Iglesia y por el Pontífice. Juan ha contribuido a la edificación de la Iglesia y de algunos de sus díscolos miembros.

        Cuando cada cual permanece en su sitio, haciendo bien lo que bien debe ser hecho, la maquinaria de la Iglesia ni se atasca ni se desquicia. Veamos su su figura en la foto: no suelta un discurso, sino que está con la boca cerrada; no  mira al cielo, haciendo gala de una espiritualidad digna de un santo de El Greco, sino que inclina su cabeza, fiel a su propósito de “custodiar los ojos” frente a la tentación de altanería y altivez.    

En la mañana del 19 de diciembre de 1963, el cardenal creía que le entregaba la medalla “Por la Iglesia y por el Pontífice”, pero hoy sabemos que se la entregaba “Pro nobis et pro multis”. Una condecoración por nosotros que le conocimos y aprendimos de él y por muchos que le conocerán y seguirán de él aprendiendo.

 

08 El viaje: de Fratel Giovanni a Hermano Juan


        A ese coche con matrícula Roma 875342 le faltan aún 1222 kilómetros para llegar a la frontera española. La mañana del 15 de octubre de 1965 amaneció llena de niebla en Barza d’Ispra, a orillas del lago Maggiore. Nada más acabar el desayuno, todos los seminaristas salieron a despedir al hermano Juan que, junto con el P. Enrique Bongiascia, estaba a punto de partir en coche, bautizado para la ocasión como ‘Josefina’, con destino a Aguilar de Campoo. En la misa que acaban de escuchar se ha hecho memoria de Teresa de Jesús, la gran santa castellana, la maestra de oración. Para sus adentros, Juan piensa que es una buena fecha para empezar esta nueva etapa de su vida. Tiene 52 años.

Una fundación en España llevaba tiempo sonando en el imaginario de la congregación guaneliana. Revistas y periódicos italianos hablaban un día sí y otro también de la catolicísima España, con iglesias a rebosar, procesiones multitudinarias, seminarios llenos y sacerdotes para dar y tomar. En 1964, con motivo de la Beatificación de Luis Guanella, se tomó la decisión de abrir casa y Aguilar de Campoo fue el pueblo elegido para formar la primera comunidad religiosa en tierras de Don Quijote.  

Sonrientes, relajados, alegres, los frailes guanelianos, todos en sotana, despiden contentos al hermano Juan que marcha hacia la misión apostólica en tierras de Castilla. La congregación entera bulle de entusiasmo misionero. El hermano Juan no viste sotana, porque en Italia solamente los sacerdotes podían hacerlo. En cambio, en España, también los hermanos legos pueden llevarla. El coche hará una parada en el santuario de Lourdes. A los pies de la Inmaculada, el hermano Juan vestirá por primera vez en su vida la sotana y se abotonará los 33 botones, uno por cada año de la vida de Cristo.

Cuando vislumbre las antiguas peñas y picachos de águilas de la villa castellana, a los ojos de todos parecerá un cura más. Aún tendrá que aprender muchas palabras en la nueva lengua. De momento es capaz de decir: “gracias”. Después de los saludos de rigor, toca descargar el coche: un sagrario, un cuadro de la Virgen de la Providencia y otro del Beato, ropa para la capilla, paramentos sagrados para los curas, pelotas de plástico, cartas, un parchís para los niños, figuras para el nacimiento, café, pasta y una botella de licor de hierbas, panettone y otros dulces italianos para todos. Y unos cuantos donativos para las urgentes y múltiples necesidades de la nueva construcción.

 

09 Sobre pilares y cimientos


            A P. Carlos de Ambroggi y al Hno. Juan, se une en seguida otro sacerdote, apenas misacantano, Alfonso Crippa. Con él llega la organización y también una manera más aperturista de ver el día a día en el seminario. En las afueras de Aguilar de Campoo, en el pago conocido como Peña Aguilón surge el nuevo edificio pensado para unos doscientos seminaristas, aunque luego se modificarán los proyectos para reducir su tamaño. Una tarde los tres curas y la primera veintena de seminaristas se acercan a la nueva construcción y se fotografían junto a ella. Una casa grande les espera a todos. Los cimientos ya están puestos y podemos ver el arranque de los pilares. Pero son estos tres religiosos, cada uno con su carácter y con sus múltiples cualidades, los verdaderos cimientos y pilares de la obra en España. La fotografía pronto llega a Italia y las pequeñas revistas de las distintas casas guanelianas la reproducen con encendidos comentarios misioneros que se traducen en limosnas para la nueva construcción. 

En aquellos primeros años, entre 1965 y 1971, los inicios de la obra son seguidos de cerca por toda la congregación. En la nueva obra de la católica España se tienen puestas muchas esperanzas. Una cantera, un granero para las casas de la América Española. Pero cuando el colegio se asienta y se pone en funcionamiento, la sociedad española ya no es la misma que hace una década, cuando se empezó a soñar con fundar en esta tierra. El propio hermano Juan se da cuenta en seguida de que no todo el monte es orégano. El ambiente es católico, la gente de los pueblos vive aún inmersa en una espiritualidad sincera y recia, pero las nuevas generaciones se van alejando de la fe de sus mayores.

Juan Vaccari hace lo que puede y se multiplica, porque el trabajo es mucho: cocinero (hasta que llegaron las monjas), encargado de las compras, ecónomo, reclutador vocacional, animador espiritual. Y también el imán que atrae donativos de sus muchos amigos y bienhechores italianos para el nuevo seminario. Pero sobre todo: el buen fraile que sabe ganarse los corazones y las voluntades

 

10 La caligrafía del alma

          El fotógrafo, tal vez un hermano, debió sorprenderle con la puerta abierta de su habitación, y aprovechó para sacar una fotografía. Falló el encuadre. ¿Qué le vamos a hacer? Pero es suficiente para entender que el hermano Juan se encuentra en su celda escribiendo una carta o redactando un “fervorín” para leer más tarde en el “pensamiento de las buenas noches”. A lo largo de su vida, mantuvo correspondencia con la familia, los cohermanos, los bienhechores y los alumnos, los amigos y las personas que le abrían su corazón. Ya las canas han nevado sus sienes, las gafas de pasta negra, la sotana, unos pocos libros y cuadernos en la pequeña biblioteca.

Especialmente en sus años aguilarenses, cuando tuvo que ejercer como reclutador vocacional por parroquias y escuelas de Palencia y provincias limítrofes, al caer la noche, el hermano Juan se recoge en su habitación, establece su hoja de ruta: pueblos que debe recorrer, lugares donde alojarse, discursillos que pronunciar. Entrará en las escuelas, anotará los nombres y las direcciones de los posibles seminaristas, se mantendrá en contacto con ellos mediante una carta, una postal, una estampa. En su habitación escribirá cartas y más cartas a los bienhechores que desde Italia sostienen la obra, les enviará fotos del colegio, les contará novedades, les repetirá agradecimientos y les asegurará oraciones.

La noche ha caído, la persiana está bajada, el flexo encendido. Con caligrafía minúscula escribe palabra tras palabra. Escribir, alentar, aconsejar, agradecer forma parte de su trabajo. En esa pequeña habitación un hombre descansa, trabaja, reza y se mortifica. Esa es su celda y esa su vida monacal. El fraile lleva un diario espiritual y redacta, para la posteridad, los primeros años de su vida, desde su nacimiento hasta el momento en que encuentra su vocación y su lugar en el mundo: religioso en los Siervos de la Caridad. Con letra pequeña y algo irregular, en italiano o en español para principiantes, Juan Vaccari no buscó nunca el lucimiento en sus escritos. Él iba a otra cosa: la escritura de los adentros. La caligrafía del alma.

 

11 El día tan suspirado

         “El día tan suspirado por el hermano Juan ha llegado”. Son las palabras que Don Cantoni, director del Colegio San José, escribe en el cronicón el día 1 de mayo de 1971. El colegio fue bautizado como San José, aunque en Aguilar de Campoo todos lo conocerán como “los italianos”. En la foto, el hermano Juan posa junto a Olimpio Giampedraglia, Superior General, Don Cantoni, y diversos miembros de la conocida familia Fontaneda que quiso costear la estatua de San José en memoria a la madre recientemente fallecida. La estatua fue un viejo sueño del hermano Juan que movió Roma con Santiago para que la escultura de San José (realizada en Italia en buen mármol de carrara) fuera el guardián y el custodio del Colegio Apostólico.

No sabemos cómo fue creciendo la devoción a san José. Pero, de sus escritos y de los testimonios de sus cercanos, sabemos que Jesús Eucaristía, la Virgen María y San José eran la triada de sus devociones espirituales.

La vida de San José tiene no pocos paralelismos con su propia vida. Por caminos no soñados transcurrió la vida de San José y también la del hermano Juan. La obediencia y la humildad adornan al esposo de María y también a Vaccari. San José, un hombre del silencio, de conciencia, justo, un hombre que aceptó los planes de Dios diferentes a los suyos, un hombre que permaneció al lado de María y Jesús en el camino amargo del exilio… fue para Juan Vaccari el modelo a imitar y hacer imitar.  A imagen de José, Juan permaneció donde Dios le pedía. Este fue su horizonte. El silencio bondadoso de San José fue el espejo donde se miró. Por ello, aquella tarde en que se descubrió la bellísima estatua de San José, en medio de encendidos discursos, bendiciones y banderines al viento, fue una de las más felices de su vida. Misión cumplida, podría haber escrito en su diario. En la oración de completas de aquella noche, pudo rezar con verdadera confianza filial: “Nunc dimittis”.Ahora, Señor, según tu promesa, puedes dejar a tu siervo irse en paz”. Y así fue, en cierta forma. Faltaban menos de seis meses para “irse en paz”.

 

12 Entrar en el cielo con las heridas de la vida.


        Juan Melero, capellán, aún impresionado por la muerte cristiana que acaba de presenciar en el hospital de la Cruz Roja de Palencia, marca un número de teléfono. Al otro lado, P. José Cantoni escucha: “accidente de coche… acaba de morir… piadoso tránsito”. Y él, un veterano profesor de filosofía, que ha empleado millones de palabras en sutiles razonamientos tomistas o cartesianos durante años, enmudece completamente. Es el 9 de octubre de 1971.

Al día siguiente del fatídico accidente de tráfico, los restos mortales del hermano Juan llegan a su querido colegio san José para ser velados. Su rostro refleja un tránsito sereno, no obstante el brutal impacto del choque. A la una de la madrugada, en el tren nocturno, llega P. Carlos de Ambroggi desde Italia. Hombre impertérrito que siempre ha tenido a gala el desapego, se arrodilla en la capilla ardiente, se desmorona y prorrumpe en desconsolado llanto, ante la mirada atónita de la comunidad religiosa por tan inaudita reacción. Poco después, P. Carlos entra en la habitación del hermano Juan. Recoge sus diarios, sus cartas y los abraza como un pequeño tesoro. A esa hora, sabe que no será capaz de pronunciar la homilía exequial que ha preparado durante el viaje. La emoción no le dejaría hablar. El estricto sacerdote da paso al amigo que llora a un amigo. Ni siquiera él sabía que lo amaba tanto. En los meses siguientes su único objetivo será recoger testimonios, escuchar relatos, leer escritos y cartas. Él fue el primero en darse cuenta de la ‘madera de santo’ que latía bajo la piel y los escritos del hermano Juan. Luego se convencerían muchos otros, pero él fue el primero. La segunda vida a la que estaba destinado el hermano Juan, ese vivir en muchos otros después de morir, se lo debemos en gran medida a P. Carlos.

Miremos de nuevo la foto. Ahí está en el féretro, en las cuatro tablas de siete palmos en las que cabe cualquier ser humano nacido de mujer. Las manos enlazadas a un pequeño crucifijo y a las cuentas de un rosario. Llegado a la estación Termini de la vida, conserva las heridas del tiempo, de la existencia y del accidente. Al igual que los cristos resucitados muestran las marcas de los clavos, también Juan Vaccari entra en el cielo con las marcas de las heridas, las que son visibles sobre su rostro, y las otras, las del alma, que permanecen veladas para el resto. Esta foto fúnebre expresa perfectamente todo eso.  

Don Ciriaco Pérez, párroco de Aguilar, amigo, confesor, guía en sus primeras búsquedas vocacionales por los pueblos limítrofes, proclama en el funeral: “Hoy ha muerto un santo”. Y este anuncio retumba como un “gloria” o un “aleluya” en el silencio sepulcral de un sábado santo. A las seis y diez de la tarde, de un lunes, 11 de octubre de 1971, víspera de Nuestra Señora del Pilar, en la colegiata de San Miguel de Aguilar de Campoo, comienza la ‘canonización’ de Juan Vaccari Magnani: el Hermano Juan.

lunes, 18 de abril de 2022

8.- Los Discípulos de Emaús (Lc 24, 13-35)

                                             


                                                Partir, repartir y compartir

Así dice la letra de una conocida canción de iglesia:

“Te conocimos, Señor, al partir el pan

Tú nos conoces, Señor, al partir el pan”.

El pasaje de los Discípulos de Emaús siempre me ha llamado poderosamente la atención. Ayer, al mediodía, cuando paseaba en silencio en el silencioso claustro de Silos, me detuve una vez más ante el relieve pétreo de Jesús y los discípulos de Emaús. Tres caminantes descalzos avanzan por el Camino. Y la imaginación vuela hacia una tarde de hace dos mil años, al camino que de Jerusalén conducía hasta Emaús.

Dos hombres apesadumbrados se dirigen a su aldea, a encerrarse en sus casas y a encerrar con ellos el estrepitoso fracaso de la aventura de Jesús de Nazaret. Le habían seguido entusiasmados de camino en camino y de aldea en aldea. Otros muchos le seguían porque su mirada mansa y su palabra verdadera y ‘nueva’ cautivaban a los judíos sencillos y humildes. No era un charlatán más, no era un fanático más, no era un pedante más. Y desde hace unos meses, como en susurro, se iba esparciendo un mensaje, una confesión: es Él el que esperábamos, el que liberará a Israel del yugo de los romanos, como Moisés liberó a nuestros padres de los egipcios. Sólo Él tiene la capacidad y la autoridad para afrontar tamaña empresa.

 Y soñaban. Había llegado el momento profetizado por Joel: “los hombres soñarán sueños”. Soñaban los discípulos y seguidores, campesinos y devotos hombre de fe. Mujeres apaleadas y jornaleros de vida aperreada.

Soñaban también estos dos hombres que ahora arrastran los pies pesarosos de llegar. Ahora el castillo de naipes se ha derrumbado. En pocos días todo se había desmoronado. Jesús había sido apresado, condenado y crucificado. Los sueños yacían ahora aplastados en el corral de los fracasos.

Durante cuarenta y ocho horas estos dos discípulos habían contenido el aliento y habían permanecido en Jerusalén, sostenidos aún por la débil e increíble promesa de una resurrección. Pero, transcurrido este tiempo, los discípulos recogieron su exiguo equipaje y emprendieron el camino de regreso a casa, a las tareas cotidianas, a la dura realidad. Iban comentando todo esto: cómo ellos habían sido tan ilusos, cómo las autoridades se habían aliado para condenar a un justo y cómo Jesús no había ni siquiera intentado defenderse. Hacían bien sus propios parientes, sus amigos y vecinos en mofarse de ellos, en tomarles el pelo. ¿Dónde está vuestro libertador? ¿Dónde están vuestros sueños?

Cabizbajos y pesarosos volvían de Jerusalén. Ellos también, como los vencidos en la guerra, tienen miedo a llegar a su destino. Van ralentizando el paso y, así, no es de extrañar, que otro caminante les dé alcance y que se entrometa en su conversación. “¿De qué hablabais? De lo que habla todo el mundo, de Jesús de Nazaret. ¿Eres tú el único forastero que no sabe lo que ha pasado?” Y en breves palabras le cuentan el final de la aventura de Jesús. Y entonces el caminante les suelta una perorata, les da una lección magistral sobre el tal Jesús de Nazaret. Les dice que todo estaba previsto, porque todo estaba en los planes de Dios. Pero ellos no le entienden. Le oyen pero no comprenden. Sus cortas entendederas han sido diezmadas por los últimos acontecimientos. Sin embargo, el caminante les ha caído bien. No le entienden, pero no se ha mofado, al menos, de sus sueños, no les ha echado en cara su necedad.

Y como el día atardece, y las sombras van ganando la batalla diaria a la luz, le invitan a hacer noche en su casa, a cenar algo en su mesa. Ellos son unos necios, unos crédulos, unos cabezas locas, pero también unos buenos judíos para los que la hospitalidad es sagrada.

Y el caminante acepta y entra en la casa. Y uno de ellos le ofrece agua para las manos, mientras el otro dispone la mesa. Y el caminante se sienta en medio de ellos. Y toma el pan y lo bendice como un buen judío. Y les mira a los ojos como nunca nadie los ha mirado. Y ellos sienten que les está radiografiando el alma y el corazón. Sienten que les está leyendo sus entrañas, que se está compadeciendo de su pena, les está consolando y, al mismo tiempo, insuflándoles una paz que han perdido en el Gólgota.  Parte el pan y les entrega un pedazo. Y entonces sus ojos se abren. Y le reconocen: “¡Eres tú! Eres Jesús, nuestro amigo y maestro”.

Nadie parte y reparte el pan así, porque cuando él repartía el pan, repartía también la luz para ver un poco en sus cavernas interiores. Y repartía la alegría que les aligeraba el fardo de sus vidas. Y no saben si echarse a sus pies, si abrazarlo, si cubrirlo de besos, si adorarlo. Lloran de alegría. Lagrimones de dicha les nublan la vista y, cuando se los secan, él ya no está. Pero ha estado. Sí, ha estado. No lo han soñado. ¡Lo han vivido!

Afuera ya es noche ciega. El pan, el vino, el queso, las nueces y los dátiles, el pescado en mojama están ahí sobre la mesa. Y es de noche, pero ellos no pueden quedarse en su casa, masticando su felicidad. Tienen que salir a comunicar lo que han visto y oído. No pueden esperar hasta que amanezca. Toman su manto y se echan a correr. Ya no sienten el peso sobre sus hombros. Notan que tienen alas en los pies. Llegan jadeantes. Llegan eufóricos. Se les traban las palabras que les salen como llamas de fuego de la boca. El Maestro vive y ellos han caminando con él un buen trecho, pese a que les parecía un forastero cualquiera, un caminante más. Y que sólo cuando partió y compartió el pan, sí, entonces lo reconocieron. En ese momento supieron que era él, porque en ese partir y repartir el pan había algo nuevo, algo diferente, algo que empujaba a repetir el gesto.

Desde ese atardecer de Emaús, a los cristianos no se nos reconoce ni por la cruz al cuello, ni por que vayamos a misa, ni por que hagamos encendidos discursos sobre Jesús de Nazaret, ni porque recitemos de memoria cien pasajes del Evangelio. A los cristianos se nos conoce y se nos reconoce cuando partimos nuestro pan para compartirlo.


 









miércoles, 13 de abril de 2022

7.- El Lavatorio de los pies (Juan 13, 1-15)

 


Un Reino de servicialidad

 Jesús sabe que su final está cerca. Es un hombre con los días contados. Le pisan los talones los guardianes religiosos de la ortodoxia. En sus propias filas, se están incubando la deserción y la traición. El tiempo apremia. Y él quiere resumir en un gesto, en un solo gesto, que impresione las mentes, tantas veces obtusas, de sus seguidores. Un gesto que ilumine los corazones, tantas veces helados, de sus discípulos. ¡Un hachazo en sus cabezas duras como el pedernal!

Cena con los apóstoles. Se levanta de la mesa que hasta ese momento había presidido, se quita su manto. Toma una palangana de agua y una toalla, se arrodilla delante de ellos, y se pone a lavarles los pies.

¿Cómo no se van a escandalizar los apóstoles, Pedro el primero? ¿En qué cabeza cabe que el ominoso quehacer de lavar los pies, asignado a los sirvientes de más bajo rango o a los esclavos, se convierta en las señas de identidad de un Dios? ¿Dónde está escrito que el maestro lave los pies a sus discípulos? ¿En qué decreto se establece que el dueño de la casa tenga que lavar los pies a sus criados?

Pedro, vehemente pero sincero, se rebela contra esto. ¿Pero qué es esto, dónde se ha visto semejante quijotada, donde se ha visto tamaño despropósito? ¡Es el mundo al revés!

Pero nadie va a detener a Jesús en su gesto. Ha conseguido escandalizar a sus discípulos. Ha conseguido que se indignen. Pero aún no han entendido nada. Y no lo entenderán hasta después de su muerte, hasta que el espíritu de Jesús les penetre la carne, la piel, cada uno de sus cabellos y de sus vísceras. Solamente entonces, entenderán que este lavatorio de los pies es el resumen de una vida. Es la herencia. El testamento de Jesús. El nuevo testamento de Jesús empieza con una palangana de agua, una toalla y un hombre arrodillado. Un Dios arrodillado.

En este gesto subversivo, en este gesto inquietante y escandaloso de Jesús, se resume la buena noticia, el evangelio. Las relaciones humanas deben basarse en la servicialidad que, al fin y al cabo, es lo que hace más fácil la vida a los demás. La idea de dioses omnipotentes, la idea de dioses soberanos, común a todos los dioses desde los primeros homínidos, se desmorona con este gesto. ¡Dios lava los pies! Dios sólo puede ser adorado e imitado, repitiendo este gesto. Por ello, los primeros cristianos, cuando se reunían solían repetirlo, para recordárselo mutuamente. El que presidía la asamblea, aquel miembro de la comunidad que gozaba de más prestigio o que ejercía una auctoritas sobre el resto, se arrodillaba y lavaba los pies del último bautizado, del cristiano más bajo, más pobre, más ignorante. Cada Jueves Santo este gesto nos sigue pareciendo provocador. Desde el Papa hasta el último párroco de aldea lo repiten: se arrodillan ante un pobre, un emigrante, un prisionero, y le lavan los pies y se los besan. Lo mismo que una madre haría con su hijo pequeño, con su hijo herido o con su hijo muerto. No hay diferencia.

El cristianismo es esto: servicialidad amorosa. El poder es esto. La idea de maestro o de guía es esta. La idea de jefe o de líder es esta. El cristianismo rompe las viejas idolatrías, las viejas adoraciones y las sustituye por el gesto más humilde de servicio. Así empezó a construirse una nueva civilización: la del amor por los débiles. Así se abrió la primera página de un libro nuevo donde si alguien quiere ser maestro y guía debe ponerse al servicio de todos y trabajar para que todos se sientan a gusto, para que su vida sea más fácil, para que todos quieran volver a la casa común, allí donde todos son bien acogidos.

El cristianismo no es un discurso, ni es una adhesión a una doctrina, ni una filiación a una religión. Ser cristianos es seguir a Jesús que indicó el camino: ponerse al servicio del otro, del más menesteroso, del menos importante, del menos ‘amable’, para hacerle la vida un poquito más fácil. Para lavarle los pies manchados por el polvo de los caminos del mundo. Pies heridos por las injusticias del mundo. Pies doloridos por el sufrimiento del mundo. Para besarle los pies, y con ellos, toda el alma y todo el cuerpo. Porque la primera necesidad de todo ser humano, antes que el pan y el agua, es la de sentirse amado y querido.

 




miércoles, 6 de abril de 2022

Puentes hacia los refugiados



            Ya el mismo 24 de febrero, cuando las tropas rusas entraron en territorio ucraniano por todos los costados, muchos fueron conscientes de la avalancha de refugiados que cruzarían las fronteras para salvar sus vidas en otros países de Europa. En esa misma mañana también, en dos comunidades religiosas situadas en Skawina (Polonia) y en Iasi (Rumania) resonó claro y distinto un mandato de Luis Guanella: “No podemos cruzarnos de brazos mientras haya pobres que socorrer”.

            Así empezó esta pequeña historia de solidaridad. Una más, entre miles de hermosas historias, porque nunca como en este momento, los ciudadanos de Europa han sentido tan de cerca el grito apremiante de los refugiados que, con su exigua maleta,  los ojos arrasados en lágrimas y en recuerdos, dejaban el suelo familiar en busca de una ‘casa provisional’ y unos brazos abiertos.

            Quisiera mostraros algunas instantáneas que en el último mes me han llegado desde Polonia y desde Rumanía. PUENTES va a aportar su granito de arena. Una vez más, y ya son tantas, pido tu colaboración, pequeña o grande, para este proyecto en favor de los refugiados ucranianos.

    

Un refugio para los refugiados

Un joven seminarista guaneliano, cepillo en mano, da el último repaso al dormitorio improvisado, uno más de los muchos que han surgido en la casa de Iasi. Buscaron somieres, colchones, mantas y sábanas por doquier. Compraron y pidieron. Y montaron camas y literas en todos los espacios. Pocas cosas nos hablan mejor de la acogida a los refugiados que la preparación de la casa para que nuestro huésped, tenga la religión que tenga, ame a quien ame, vote a quien vote, se sienta a gusto, y no eche demasiado en falta su hogar, aunque esto será imposible. Pocas veces el genio del cristianismo, como nos enseñó Chateaubriand, resplandece tanto como cuando se da un exquisito trato a un huésped necesitado.

    

¿También tiritas para el alma?

Una vez Mafalda se hizo esta pregunta. Cuando empezaron los bombardeos y, con ellos, los centenares de heridos por doquier, en las farmacias ucranianas y también en las de los países vecinos, empezaron a escasear los productos más básicos. Fue entonces, en esos primeros días de guerra, cuando los religiosos guanelianos recogieron, en más de 20 puntos de la ciudad de Skawina-Polonia, tiritas, vendas, esparadrapo, dodotis, toallitas de aseo, agua oxigenada, alcohol, paracetamol, betadine… En el Facebook de un religioso polaco pude leer el pasado 2 de marzo esta frase: Si tuviéramos que elegir entre un lingote de oro o una bolsa llena de vendas, elegiríamos vendas sin pensarlo”. Luego vendrían las tiritas para el alma, porque también existen: un abrazo, un rato de escucha, el ofrecimiento de un café.

     

¡Salvad a los niños!

Con una mochila en la espalda y un peluche bajo el brazo. Con el gorro de lana sobre sus cabezas, de la mano de la madre o del hermano, después de un largo viaje y de interminables horas en las fronteras, un grupo de mujeres y de niños acaban de bajar del autobús. Llegan a una ciudad que no es la suya, donde hablan una lengua que no es la suya. En medio del frío de primeros de marzo, se aproximan a la Casa Guanella en la ciudad de Iasi-Rumanía. Son los primeros refugiados. En su alma llevan una mochila mucho más pesada: la despedida del padre, del hermano, del hijo, retenidos en Ucrania para defender con uñas y dientes su tierra y su dignidad. Faltan apenas unos metros para “llegar a casa”, y una voz les saluda desde la puerta “Bine ati venit, copii”. Bienvenidos, chicos. ¡Por fin: los niños estarán a salvo!

     

La semilla de un gran árbol

Han castigado las canastas de baloncesto y las porterías contra la pared. El polideportivo de Skawina en Polonia se ha convertido en pocas horas en un amplio local multiusos capaz de acoger a 150 refugiados. Las congregaciones religiosas presentes en la ciudad se han unido para gestionar este espacio. Mesas para pintar o escribir, juegos para los niños, comida para todos, una escuela improvisada, mujeres que envían mensajes a los familiares que se han quedado en Ucrania. Sobre un par de cartulinas, con los colores de la bandera ucraniana, un niño ha dibujado un árbol. Y en este preciso momento, el niño explica a una voluntaria polaca su hermoso dibujo. Es muy pequeño aún, pero sin saberlo ha puesto la semilla de un gran árbol que dará sombra al peregrino, belleza al paisaje, nidos a los pájaros del cielo y leña para el invierno. El futuro ya está ahí, en el dibujo y en la mirada inocente de un niño.


      Buenas noches, tristeza

Hace apenas unas horas que han llegado a la casa de Iasi. De todas las fotografías recibidas, esta me parece la más triste. En el estrecho pasillo donde los voluntarios ofrecen café y unos dulces, un hombre y una mujer de una cierta edad, pegados a la pared, casi invisibles en su silencio y en su abatimiento, con una taza en la mano, miran a la pared, miran a la nada. Él por su edad, ya no “vale para la guerra”, y por eso han podido salir de Ucrania. Tenían por delante una jubilación tranquila, con su casa, sus viejos muebles, las visitas de los hijos y los nietos, alguna excursión, el descanso… pero les ha caído encima una guerra. Ahí están, serios, cabizbajos y dolientes. Un voluntario está a punto de pasar delante de ellos, y él también se siente contagiado por la pena. El café les puede sacar del frío del invierno, del cansancio del viaje, pero ni un café es suficiente para sacar el frío del alma, el desangelamiento y la pesadumbre.

     

La vida es bella

Está a punto de dar su primer paseo por la ciudad. Y está contenta. “La vida es bella, a pesar de los pesares”, parece decirnos esta chica en silla de ruedas. Ella no conoce los motivos de la guerra ni ha seguido en los telediarios los sesudos debates de unos y otros. Los nombres de Putin o Zelenski la dejan indiferente. Su patria está allí donde se siente estimada y querida. Y en este pequeño rincón de la Rumanía guaneliana, ella ha encontrado una patria de afectos. Tres de sus cuidadores, cada uno de ellos de una nacionalidad diferente, le dan los buenos días y le desean un buen paseo. Conozco a uno de sus cuidadores, el P. Battista Omodei. Se ha pasado la vida de misión en misión y de continente en continente. Y ahora me lo encuentro en esta fotografía mirando embobado, desde su venerable edad, a esta joven cuya sonrisa es la más resplandeciente manera de decir “gracias, me siento bien en vuestra patria tan ancha como el mundo”. En tiempos de ferocidad, los que no pueden correr, llevan las de perder. Pero ella y varias personas más con muletas o en sillas de ruedas o con andares renqueantes han encontrado en este lugar de Europa una posada samaritana. 

    

¿Dónde estamos?

Acaban de entrar en el vestíbulo de la que será su casa, ¿por cuánto tiempo? Durante todo el viaje se habrán hecho mil preguntas sobre los porqués de una guerra de la que acaban de huir y sobre el país al que han sido destinados. ¿Dónde estamos?, parecen decirnos con sus rostros cansados. Minutos de espera, antes de saber dónde está el dormitorio, dónde el comedor, dónde el baño, cuál será el horario, si funcionará el teléfono móvil que les unirá, como cordón umbilical, a sus seres queridos. Llevan en su mochila el dolor de sus conciudadanos, las incertidumbres y las penalidades de tantos ucranianos. En primer término, un joven apoya sus manos en las muletas. Se sienten afortunados porque han salido de un campo de minas, y a la vez culpables por esta ‘huida’. Y esos sentimientos de alivio y de pesadumbre, de privilegio y de culpa les acompañarán durante mucho tiempo.

    

Jugar a la esperanza

Hace unas horas que estos cinco niños han llegado a esta casa en Rumanía. Les esperaban un plato caliente en la mesa, una ducha reparadora y ropa limpia. Y después, después, un partido de futbolín. Cuatro seminaristas guanelianos contemplan ensimismados a estos cinco niños. Junto a otros 28 niños vivían en un pequeño orfanato de Ucrania. Cuando empezó la guerra, sus cuidadores les sacaron a toda prisa del país, en medio de un caos mayúsculo, en medio del silbido de las balas, del estruendo de las bombas, del dolor amargo de todo un pueblo y de una despedida de besos y lágrimas de sus cuidadores. En la frontera con Rumanía, como acordado, los entregaron a la misión Guanella. Allí serán cuidados, amados y protegidos hasta que un día, también como acordado, puedan volver a su patria, a su lengua, las canciones infantiles, las comidas tradicionales… Mientras tanto, estos cinco niños, lejos de la bruticie de los mayores y la sinrazón de los mandamases, juegan. Una partida de futbolín es lo que estos niños necesitaban después de largas jornadas de miedo e incertidumbre. Una partida de futbolín debería ser la única batalla permitida en este mundo. En la habitación, al fondo de la misma, un crucifijo parece la mejor metáfora para hablar de la inocencia masacrada en estos tiempos de plomo. ¿Tendrán los señores de la guerra la última palabra? Cinco niños felices juegan al futbolín. De alguna manera, ellos representan el futuro de Ucrania.

            Y con esta fotografía, cargada de esperanza, concluyo este álbum para hablar de las benditas casas que acogen a niños y a grandes. Una metáfora para explicar que, en tiempos de metralla y de balacera, siempre hay hombres y mujeres que gritan con sus obras: ¡Los cuidados serán más fuertes que las heridas!

martes, 5 de abril de 2022

6.- La negación de Pedro (Mt 26, 69-75)



Que un gallo cante también por mí.

         El pasaje evangélico es el de la negación de Pedro. Pedro era un pescador, un analfabeto. En la vida, probablemente, no aspiraba  a nada más que a trabajar duro en la mar, cuidar a su familia (en el Evangelio se nos habla de la curación de la suegra de Pedro), y acudir los sábados a la Sinogoga, quizás más por ritual que por devoción.

¿Qué es lo que vio este recio pescador en Jesús para dejar sus redes y su vida y lanzarse a una aventura que lo conduciría, muchos años después, a un martirio atroz en Roma? ¿Y qué es lo que vio Jesús en este rudo y sensible pescador? Probablemente el diamante en bruto al que el amor del Maestro iba a convertir en una roca diamantina.

Quizás Jesús fue la única pasión de su vida y por él se sintió, misteriosa y arrebatadoramente, atraído. Él era –eso creía él- tajante en sus afectos y tajante en sus fidelidades. Y presumía de ello: ¡Yo no te negaré! Diríamos que era un rígido y un temperamental. Sacó la espada y cortó la oreja de un criado de Malco que venía a apresar a Jesús.

Pero luego, en las siguientes horas, tuvo miedo y el miedo le traicionó y le hizo traicionar a Jesús en un acto de cobardía digno de los anales de la Historia. Se sintió perdido y negó la evidencia: él no era de los de Jesús, él estaba allí por casualidad allí, él no era galileo, ni Jesús se había cruzado nunca en su camino. Pero un gallo cantó por él, cantó para él. Y esto le hizo volver en sí, recapacitar, redimensionar su miedo, sacar pecho. Y lloró como nunca los hombres de una cultura que deplora la sensiblería habían llorado. Lloró como un hombre, como un varón, con el corazón, la cabeza, y el alma desgarrados.

Ojalá que en los momentos de traición un gallo cante por mí. Pedro se supo traidor. Pedro se supo un mierda, un payaso, un fanfarrón desenmascarado, un valiente de pacotilla, un héroe de cartón piedra.

Pedro lloró. Petrus flevit, dice el texto en latín. Lloró como nunca lo había hecho. Lloró aunque se lo habían prohibido, porque llorar es cosas de mocosos o de mujerucas. Pedro lloró y se desmoronaron todas sus seguridades, que eran de oropel, de mentirijillas. Así que, algún tiempo después, cuando Jesús le pregunte si le ama, él responde solamente: “Tú sabes que te quiero”, que es un amor rebajado, un vino aguado. Ya ha escarmentado, ya no se atreve a pronunciar la palabra fuerte de un ‘te amo’. Jesús le comprende. Y se conforma con el ‘te quiero’ de Pedro. No le exige amor extremo, sino un querer humano, fuerte y sincero, pero también frágil y débil.

Pedro, la roca, se deshizo en lágrimas y así probó, de una vez por todas, que él era más barro de lo que creía, pero que su Maestro era más Mesías de lo que él se había atrevido a confesar.

Petrus flevit. Pedro lloró, pero tan sólo cuando, a la luz incierta de un amanecer en la ciudad de Jerusalén, cantó el gallo. Ojalá un gallo cante por mí. Y ojalá me sea concedido el don de lágrimas.






miércoles, 30 de marzo de 2022

5.- El Hijo Pródigo (Lc 15, 11-32)


El tiempo de las pocilgas.

         Probablemente nunca como ahora, el hombre tiene necesidad urgente y atolondrada de romper lazos y dilapidar su fortuna. Es el hombre que no gusta de las raíces ni de los afectos familiares. De esta manera, el mundo está lleno de hijos pródigos que no desean en absoluto estar sujetos a los valores tradicionales, a las costumbres del hogar, a las rutinas, a la fe de los mayores. ‘Carpe diem’ y ‘Vive la vida’, se nos dice ahora, y se nos repite machaconamente. Como un mantra.

Abandonar al padre parece ser la norma, y con él se abandonan los lazos, quizás para crear nudos en otros parajes. Todo suele ir bien al principio, porque los cantos de las meretrices, las luces de neón, las tabernas, los amigotes detrás de la barra… pueden darnos la sensación de una felicidad fácil, lejos de las rígidas normas domésticas. El amor fácil nos parece preferible al amor exigente del padre y del hermano.

Pero luego llega el tiempo del hastío, que es el tiempo del hambre, porque nada ni nadie nos sacia. No es el hambre porque falten los alimentos. Es el hambre que se experimenta cuando los alimentos no sacian. Un ruido es igual a otro ruido. Una copa igual a otra copa. Un libro igual a otro libro. Un viaje igual a otro viaje. Un cuerpo igual a otro cuerpo. Llega el hambre y, con él, el tiempo de las pocilgas. Nos sentimos sucios, corrompidos, agostados y agotados, envejecidos de piel aún tersa, exhaustos por placeres que creíamos infinitos y que se han demostrado muy limitados.

Nosotros mismos nos sentimos cerdos hozando entre cerdos. Y es en este momento cuando puede ocurrir, o no, un milagro. Podemos levantarnos para volver al padre, o podemos quedarnos tumbados en la pocilga, como muertos en vida. Este es el momento clave. Si uno decide levantarse, todo está por venir, todavía hay porvenir. Todo puede suceder. Pero el que decide levantarse, no puede sentir arrogancia, sino humildad. Lo que salva al hijo pródigo es su disponibilidad y su apertura a volver a casa, no ya como hijo, sino como jornalero, que al final del día se siente cansado de trabajar, satisfecho de haber sacado a la tierra su fruto, contento de tener un trozo de pan, un vaso de vino y un jergón sobre el que dormir con un corazón limpio. Es decir, la vida: trabajo duro, alegrías sencillas, conciencia transparente. Días de pascua y miércoles de ceniza. Celebración y duelo. 

El padre sólo espera a que su hijo se levante, porque sólo así podrá demostrar su amor sin condiciones. Él no espera al hijo con un ‘ya te lo decía yo’ o un ‘¿qué creías tú que era el mundo?’ No le espera para leerle la cartilla o echarle en cara sus desvaríos o pedirle cuentas. No, el padre solo espera al hijo.

El hermano que ha permanecido en la casa del padre cree que él es bueno, y probablemente lo es. Pero piensa que solo él tiene derecho al amor paterno. Y esa es su falta y ese es su pecado. El hermano concibe al padre como un juez: la estricta recompensa y el estricto castigo.

Cada uno de nosotros, a lo largo de nuestra vida, ejercemos todos y cada uno de los papeles que aparecen en esta bellísima parábola: nos sentimos y actuamos como padre misericordioso, como hermano mayor justiciero o como hijo pródigo y arrepentido.

Pero todos, todos, alguna vez, hemos permanecido un tiempo lejos de la casa paterna, de los valores paternos, de la fe de nuestros padres. La rebeldía que se consume en sí misma. Una indignación sin propuestas. Una casa de noes, en lugar de un hogar de síes.  Instalados en las pocilgas. El tiempo de las pocilgas, sin un ‘me levantaré’, es el infierno en este mundo y en esta tierra.











sábado, 26 de marzo de 2022

Iván el Terrible, de Ilya Repin. Maixabel, de Iciar Bollaín. Y Vientos amargos, de Harry Wu.

Ilya Repin: Iván el Terrible y su hijo

Acabo de ver la película El artista anónimo, de Klaus Härö. Resumo: un galerista se endeuda para adquirir un retrato sin firmar, pero que él tiene la intuición-certeza de que es una obra del gran pintor ruso Ilya Repin. Hay una obra de Repin que siempre me ha fascinado. En 1885, el pintor ruso Ilya Repin pinta su obra maestra Iván el Terrible y su hijo (hoy en la Galería Tetriakov, de Moscú). Una pintura de historia, tan de moda en aquella época, que hace referencia a un episodio ocurrido tres siglos antes, exactamente el 16 de noviembre de 1581. El zar Iván el Terrible, en uno de sus accesos de ira y terriblemente enfadado por lo que él consideraba ropas indecentes de la zarina, amenaza con prenderla a bastonazos con ella. El zarévich, presente en la sala y en un intento de proteger a la zarina, se interpone y se enfrenta al padre,  pero el bastón lo golpea con tal fuerza en las sienes que, al punto, cae desplomado. El padre, horrorizado, trata inútilmente de detener la sangre de la sien. En la pintura, Iván aparece espantado por su violencia, atormentado por la culpa de haber herido brutalmente a su heredero, los ojos fuera de sus órbitas. El pintor subraya a la perfección la tensión violenta del crimen. Un padre colérico ha destruido a quien más debía haber amado. El hijo, antes de expirar, estrecha con su débil mano el brazo del padre, en un gesto de silencioso perdón.

La escena tiene lugar en uno de los salones del palacio. Columnas, un espejo,  arcones,  una silla y un cojín por el suelo que indican el forcejeo previo, ricas alfombras persas, de llamativas tonalidades rojas, como si la sangre derramada alcanzase ya el palacio entero y la corte toda y toda Rusia. Una estancia donde el bastón utilizado para golpear brilla como un cuchillo criminal.

Pocas veces el arte ha reflejado mejor el horror de un crimen, la locura de un rey, la grandeza del hijo que intentó aplacar la ira de zar y, al mismo tiempo, fue capaz de perdonar al padre asesino. En el fondo sabe que, de por vida, su padre estará condenado a revivir día tras día y noche tras noche, aquel momento preciso hasta hacerle enloquecer.


Los vestidos suntuosos del zarévich contrastan con la vestimenta de color negro del zar. El zarévich, que por su grandeza moral hubiera merecido  alcanzar el trono, está agonizando. En cambio, el zar violento, loco y desquiciado (‘Terrible’ es el apodo con el que ha pasado a la posteridad), seguirá vivo, pero condenado para siempre al duelo y al luto.

Iván el Terrible es de sobra conocido por las muchas atrocidades cometidas y por los numerosos asesinatos que encargó entre sus propios colaboradores, pero ningún episodio refleja mejor su reinado que este. Esos ojos desorbitados, esa mirada inyectada en pánico, esas manchas de sangre en su propio rostro, ese intento vano de frenar la hemorragia y ese beso desesperado en la frente del hijo. Asistimos a la soledad más atroz de dos personajes: al desgarrador remordimiento ante la muerte inminente de su hijo se opone la resignación y la calma con la que el zarévich, también de nombre Iván, afronta el final inminente de su existencia: muere perdonando. Y la lágrima que con absoluta maestría Ilya Repin pintó en el rostro del moribundo, no sabemos si es por el golpe recibido, por la despedida de la vida o por su propio padre. Tal vez el zarévich llora por la vida tan desdichada que llevan siempre los que hacen desdichados a otros.

Por una estrecha ventana entra una luz fría pero suficiente para iluminar a los dos personajes, únicos actores, víctima y verdugo, de un sacrilegio, frente a frente, enlazados para siempre en el recuerdo de todo un pueblo.

 ***


Maixabel: querer comprender para perdonar. 

La película de Iciar Bollaín se detiene en un momento muy concreto de la difícil convivencia en el país vasco por causa de Eta. Maixabel, viuda de Juan Mari Jáuregui, gobernador civil de Álava, asesinado por Eta, se entrevistó con dos de los pistoleros que mataron a su marido. A algunos, poquísimos etarras, la cárcel les abrió los ojos sobre su vida, sobre su historia de sangre y muerte, sobre su pertenencia a la banda criminal. Empezaron a hacerse preguntas, a perder las seguridades pétreas que les habían inculcado en Eta y llegaron al arrepentimiento por una vida malgastada que había ocasionado tanto sufrimiento a tantos.

Por otro lado, algunas víctimas, poquísimas también, intentaron conocer qué es lo que llevó a unos niñatos a echarse al monte, a hacerse pistoleros por una idea. Fue así como surgieron estos encuentros y conversaciones entre víctimas y victimarios. La película es una reflexión sobre vidas malgastadas inútilmente por ideales sanguinarios, pero también sobre el intento nada fácil de conocer al asesino, de ofrecer el perdón, de darse cuenta que, a su manera, estos jóvenes que, en lugar de tomarse unas cañas, jugar un partido de pelota, o salir con una chica, fueron cazados por la banda terrorista, adoctrinados, hipnotizados hasta el punto de ‘celebrar’ cada asesinato como una gran fecha.

 Hay un momento en que Maixabel dice al terrorista arrepentido: “prefiero ser la viuda de Juan Mari a ser tu madre”. Y él le contesta: “yo preferiría haber sido Juan Mari”. Los pocos que se arrepintieron sintieron sobre su nuca el desprecio, no solamente de sus antiguos compañeros de armas, sino de una buena parte de la sociedad vasca, enferma durante décadas, que negó el pan y la sal, el saludo y la palabra, a quien no era proetarra. O que calló cobardemente cuando un día y otro día caían víctimas, a los que previamente se les había dejado de considerar ‘personas’. Pero sí, tiene razón Maixabel: es preferible ser la viuda de la víctima que ser la madre del asesino.

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Vientos amargos, de Harry Wu

El 1960  Wu Hongda era un estudiante del Instituto de Geología de Pekín. Al igual que otros miles, millones, de chinos fue conducido por “derechista, contrarrevolucionario”, a un campo de trabajos forzados. Así pasaría 20 años, hasta que, después de la muerte de Mao Zedong, fue devuelto a la libertad. Logró salir de China y se dirigió a Estados Unidos. Impulsado por la profesora de la Universidad de California, Carole Wakeman, escribió Vientos amargos, para denunciar ante el mundo el Laogai (la red china de campos de trabajo y prisiones).

Wu se suma así a los numerosos testimonios escritos que en los últimos años han contribuido a hacerse una visión aproximada de la inmensa prisión en la que se convirtió China en los años del maoísmo. El libro está dedicado a los que no podrán nunca contar su historia personal, porque fueron masacrados por el régimen de terror comunista, por ejemplo, parte de su familia o algunos compañeros del ‘laogai’, entre ellos Ao, Lu o Xing, hacia los que sintió un poco de afecto. La vida consistía en trabajos agotadores, en una búsqueda desesperada por encontrar algo de alimento (el hambre atraviesa el libro de cabo a rabo), las sesiones de adoctrinamiento, las autoinculpaciones de ser un mal seguidor de Mao, las delaciones contra amigos, vecinos y familiares, los suicidios de los más débiles que no podían soportar tamaña represión.

Alexander Solzhenitsyn escribió una frase exacta sobre el ‘mal’ que habitó en las dictaduras del proletariado: “No todo tiene nombre. Hay cosas que están más allá de las palabras”. Podría valer perfectamente para Vientos amargos y para todos los que pasaron por estos lugares de infierno.

La acusación de derechista o contrarrevolucionario era una condena en vida, un estigma y una peste. Pero lo que me asombra de todo esto es que tantísimos en Occidente estuvieran literalmente deslumbrados por Mao Zedong, que su imagen empapelara las habitaciones de tantos universitarios e intelectuales, que su Libro rojo fuera libro de cabecera, que tantos le defendieran y creyeran a pies juntillas que el gran timonel conducía a China y a la humanidad hacia un paraíso de leche y miel. Todo el mundo vio pronto y enseguida los desmanes y las atrocidades de los nazis, pero las atrocidades y los millones de muertos causados por el terror rojo nunca salieron a la luz o no fueron creídos. “Más opresivo aún que la vigilancia  y el control –escribe Wu- era el hecho de darse cuenta finalmente de que nuestras vidas nunca nos pertenecerían por completo”.

Cuando Wu se encuentra con su padre enfermo después de veinte años, este le anima a que deje el país, porque nunca podrá vivir en paz en una nación donde le han hecho sufrir tanto. Su padre, acusado de reaccionario y burgués porque había trabajado en una empresa extranjera, se arrepintió toda su vida de su ingenuidad al pensar que había cabida para él y su familia bajo el comunismo. Sufrió toda clase de vejaciones y privaciones, por eso le conmina a su hijo a que emprenda viaje al extranjero para no perder la vida por completo.

Una vez en Estados Unidos se propuso dar a conocer a Occidente los campos de trabajo donde se obligó a vivir en condiciones miserables a millones de chinos por la simple acusación de burgueses, reaccionarios, derechistas o contrarrevolucionarios. A estas condenas se podía llegar por el simple hecho de tener un libro de literatura extranjera en casa, por ejemplo Los miserables, de Víctor Hugo, de haber ido de pequeño a un colegio religioso, de tener un amigo de otro país, de haber trabajado en una empresa extranjera o haber viajado fuera de China.

Poco después de llegar a Estados Unidos puso en pie The Laogai Research Foundation para dar a conocer el sistema comunista y maoísta en toda su crueldad y degeneración.

 

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