viernes, 25 de noviembre de 2022

El hermano Juan de Aguilar


          El Hermano Juan. Hoy, 26 de noviembre de 2022, en el Palacio Episcopal de Palencia se celebra la clausura de la fase diocesana de la causa de Beatificación y Canonización de Juan Vaccari (1913-1971). Luego, la causa continuará en el Vaticano. ¿Cuándo lo veremos Beato o Santo? Por mi edad, yo probablemente no lo veré. Coincidimos en el Colegio San José, de Aguilar de Campoo, él como educador, yo como alumno. Yo tenía 12 años y supe que su rostro y sus manos, su bondad y su alegría eran las de un santo. Porque un hombre no es santo porque haya hecho buenas obras, sino que hace buenas obras porque es santo. Este artículo es una sencilla evocación de su figura por tierras de Aguilar de Campoo.

***


          Una sotana en Lourdes. En una hoja de una libreta anotó los nombres de las ciudades que tenía que atravesar en el largo camino que va desde Barza d’Ispra, una pequeña pedanía de la provincia de Verona, Italia, hasta la villa de Aguilar de Campoo, en Palencia. Es el 15 de octubre de 1965. No hay GPS que valga, y la señalización es escasa en las carreteras. Tendrá que detener el coche en varias ocasiones, bajar la ventanilla y preguntar al primero que pase. Al volante de un coche que él ha bautizado como ‘Josefina’ en honor a San José (en italiano coche, macchina, es femenino), emprende la travesía de su vida. Juan Vaccari conduce; a su lado, otro fraile, Enrique Bongiascia. En los días anteriores, mirando mapas de carreteras, ha podido anotar su itinerario. Escribe esto: “Primer viaje a España en coche. Itinerario: Como, Turín, Susa, Briançon, Gap, Nyons, Croisiére, Ste. Esprit (evitando Avignon), Nîmes, Montpellier, Béziers, Narbonne, Carcassonne, Villefranche, Carbonne, Ste. Gaudens, Tarbes, Lourdes, Pau, Bayonne, San Sebastián, Bilbao, Laredo, Solares, Puente Viesgo, Los Corrales de Buelna, Reinosa, Aguilar de Campoo. Deo gratias et Mariae.” Unos días antes ha posado durante unos instantes su nueva sotana sobre la tumba del Fundador en la ciudad de Como. 

            En el santuario de Lourdes hace una parada para arrodillarse delante de la Virgen y para implorar su bendición. Y también allí, por primera vez, se ha vestido con la sotana, una prenda que nunca antes se había puesto: “No permitas, oh María, que manche esta sotana jamás. Prefiero morir mil veces antes que pecar”.

            De joven no le permitieron estudiar para cura porque le llovían los suspensos, especialmente en latín y en griego. Se quedó en simple hermano lego. Una tradición de la iglesia italiana impedía a los hermanos legos llevar sotana. En cambio, en España sí que podían vestirla. Buena prueba de ello eran los hermanos menesianos que regentaban el Colegio San Gregorio, de Aguilar de Campoo. Todos eran hermanos y todos llevaban su sotana.

            Llegó a Aguilar de Campoo la tarde del 20 de octubre, miércoles para más señas. Notó al instante el viento vespertino aguilarense que corría a ritmo endiablado desde el pantano hasta el castillo, de Camesa hasta las Tuerces, barriendo sin piedad las hojas y curtiendo los rostros. Y también le llegó, nada más abrir la ventanilla, ese olor característico a galletas. El pueblo que mejor olía de España, se decía entonces.

            Aparcó junto a la iglesia de San Miguel. Y nada más bajar del coche, se arremolinó el grupillo de colegiales. Tal vez porque le estaban esperando; tal vez porque los viajeros y los forasteros siempre atraen a los niños. El colegio provisional estaba instalado en el centro del pueblo, junto a uno de los ramales del Pisuerga. Ahí pasaría sus primeros dos años. El coche venía cargado hasta la bandera. Todos habían querido ofrecer al hno. Juan un regalo antes de iniciar el viaje a España. Un baúl, bolsones, maletas y cajas fueron descargados velozmente por los primeros alumnos del Colegio.

                     


          La primera capilla. Pronto llegó la Fiesta del Beato, 24 de octubre. Sólo hacía un año que el Vaticano había proclamado Beato al Fundador Luis Guanella. En los días anteriores, el hermano Juan y sus muchachos habían vaciado el baúl y habían adornado, lo mejor que sabían, una estancia del viejo caserón para transformarla en capilla: el sagrario, los seis candelabros, los cuadros de la Virgen y del Fundador, los floreros, el crucifijo, los telas rojas y blancas que formaban un retablo, los vasos sagrados, las vestimentas del sacerdote, los roquetes para los monaguillos, las sabanillas para el altar...

            El hermano Juan, que conoce su nulidad para el latín y el griego, teme que le sucederá lo mismo con el español, y por eso le pide ayuda a San José para que en su mollera agarren las palabras sonoras de la nueva lengua: alegría, fiesta, hermano, gracias, casa, amigo, Señor, flor, alma, pan, oración. Lleva escritos en una chuleta el padrenuestro, el avemaría y el gloria. Y a cada momento saca el papel de su bolsillo e intenta memorizarlos. El sacerdote, P. Carlos de Ambroggi, después de la comunión, limpia el cáliz y la patena, mientras el hermano Juan, cuaderno en mano, hace repetir a los pocos alumnos la oración: “Bendito sea Dios / Bendito sea Dios; Bendito sea su Santo Nombre / Bendito sea su santo Nombre; Bendito sea Jesucristo…

            Cuando Juan estuvo a punto de abandonar estudios, congregación, vida religiosa y todo, se encontró con un padre espiritual, don Enrique Corneo, que le conocía bien, le quería y que le dijo: “Yo me algo responsable de tu alma”. ¿Quién de nosotros ha recibido una bendición tan grande? El hermano Juan no se olvidaría nunca de este ofrecimiento y, sin duda, él también se hizo responsable de otras muchas almas, sin palabras, con la sola cercanía de sus buenas obras y oraciones, lluvia silenciosa que reverdece las hierbecillas a punto de agostarse.

 


          Sembrar y desbrozar. Días suceden a días, meses suceden a meses. La gran tarea de los ‘frailes italianos’ recién llegados a Aguilar de Campoo es construir un gran colegio para albergar entre 100 y 130 alumnos. En el frío glacial del invierno castellano o en el ardimiento del estío, entre andamios, hormigoneras y montañas de ladrillos caravista, el Colegio San José va tomando forma. A la sombra de la imponente Peña Aguilón, un edificio de ladrillo rojo y persianas azules da la bienvenida a un numeroso grupo de niños venidos de los pueblos y aldeas de Palencia, Burgos, Valladolid, Santander, León, e incluso de Asturias y Vascongadas. Niños de familias humildes, cuando no pobres; niños para los que la única forma de estudiar es ir a un seminario, en un tiempo en que los institutos de bachillerato solo están en la capital de provincia. Niños crecidos en familias de fe sencilla, pero recia, agricultores en su mayoría, que verían con buenos ojos que un hijo suyo llegase a ser sacerdote. Juan recorre aldeas, pueblos y caseríos, escuelas y parroquias, casas y campos. “Hoy he sembrado. Hoy se han apuntado dos niños… hoy el párroco de Villalón me ha ofrecido cena y un lecho donde dormir… ayer noche me hospedé en los pasionistas de Peñafiel… hoy solo he sembrado… Pasé por Carrión… llegué a Sahagún… fui a Torrelavega… estuve en Canalejas… Gracias, Dios mío“. Nombres y nombres. Topónimos que forman el primer mapamundi guaneliano de España.

Pero no solo surge un edificio de cuatro alturas, también la extensión alrededor tiene que ser cultivada. La tierra pedregosa, una tierra buena para nada, poco a poco, por esa voluntad que no se doblega, ve surgir chopos, pinos, abetos, manzanos y rosales… El hermano Juan que de joven, en su pueblo natal, sabía que no tenía las fuerzas de sus hermanos para trabajar los campos, aquí, en el Colegio San José, se siente rejuvenecer. Y el huerto, la chopera o los manzanos ocupan también parte de su tiempo y de sus desvelos. Todo en la vida es sembrar y desbrozar: lo mismo trigo y patatas, que vocaciones y cristianos. Una tarde reúne a todo un equipo de voluntarios. Empiezan a segar toda la hierba y la maleza que está a punto de ahogar a los pequeños pinos. Rastrillas, dalles, garias, horcones, azadas, escobas, picos y palas… todo vale a este equipo sonriente capitaneado por el hermano Juan.

 


Pedrea de caramelos. Aparte de las clases, muchas eran las horas dedicadas al estudio y la lectura. Y el trabajo también estaba presente. No entraban limpiadoras en el Colegio y todos los alumnos aprendían a manchar poco para tener que limpiar poco, ya que ellos eran los encargados de la limpieza, de lavar los platos y de fregar los suelos, montar las mesas o barrer el patio. Y en tiempos de patatas, había que atroparlas, como decían en Aguilar, y si había que hacer la cancha de baloncesto, nadie se escaqueaba de preparar las masas de cemento o acercar calderetas… Pero no todo es estudio y trabajo en el internado. También los tiempos de ocio, recreación y aficiones son muchos y muy creativos y alegres. El deporte, la cultura, aprender a tocar instrumento, participar en concursos culturales o hacer largas caminatas a las Tuerces o al Monte Bernorio. El hermano Juan, y con él los demás frailes, inculcan el esfuerzo, el trabajo, pero también la diversión, la alegría y el contento. “Estad siempre alegres, mis chicos”, era un estribillo en sus labios. La foto que tienes ante ti es bastante borrosa, pero ahí puedes contemplar al hermano Juan tirando caramelos a la muchachada después de la comida campestre. Arremolinados, cuatro docenas de niños saltan y alzan sus manos o mueven sus pies para coger un caramelo. A veces, también, se asomaba a la ventana de su cuarto, y comenzaba a lanzar caramelos, y, en más de una ocasión, un vaso de agua, ante la algarabía y regocijo de los niños. Años más tarde, la fecha de su muerte (9 de octubre) se asociará indisolublemente a los caramelos. Los caramelos que, en su testamento, pidió que se comprasen a los niños con discapacidad si hallaban, a la hora de su muerte, alguna moneda en sus bolsillos.  

 


El bote de agua. No sabemos quién fue el autor de esta fotografía. No es un posado. Alguien lo vio así y le disparó sin avisar. Y tal vez esa espontaneidad logró la foto más lograda. En el murete de piedra junto al huerto, el hermano Juan, con su guadapolvo de diario, es sorprendido en el momento en que riega una humilde flor o hierba que ha crecido entre las piedras. Con un bote de hojalata derrama un poco de agua sobre esta planta en la que nadie habría reparado, y destinada, muy probablemente, a morir ahogada entre las piedras. La mano izquierda apoyada en otra piedra, la vista fija en esa insignificante planta, ¿pensaría que tal vez esa sencilla planta podría lucir algún día ante el sagrario en la capilla? ¿Veía acaso en esa hierbecilla una metáfora de la vida insignificante de tantos seres humanos que pasan inadvertidos para todos, salvo para la mano amorosa de un ser querido o de Dios? Bien podemos considerar que esta instantánea es un retrato simbólico de la personalidad del hermano Juan, sensible, delicado, tierno, atento, y de su misión apostólica en los últimos años de su vida en Aguilar de Campoo: búsqueda sacrificada de muchachos en las aldeas más humildes, entrega generosa hacia ellos, cuidado amoroso de sus almas. Si la vida de cualquier seminarista florecía y daba frutos podría llegar también, como la planta, al altar del Señor.

Tal vez por todo ello, esta foto le representa mejor que ningún otro retrato. Este es el hermano Juan. A todas las personas pequeñas, humildes o pobres, escondidas o insignificantes de su vida, pudo decirles con gestos y actos: yo me encargo de ti. No te faltará el agua ni mi cuidado, para que tu vida crezca, florezca y fructifique, con libertad y con alegría.

Armando Budino, compañero y amigo, escribió de él lo máximo que se puede decir de un hombre: “Donde estaba el Hermano Juan, el mundo era mejor y más bello gracias a él”.

miércoles, 23 de noviembre de 2022

Un balón de bolsas de plástico y cuerdas

 


De mis viajes a África, guardo algunas figuras de artesanía en madera y algunas pinturas en batik o arena. Y junto a ellas un pequeño balón hecho por niños congoleños. Una tarde en Kinshasa-Congo, vi a unos niños descalzos corriendo tras un balón que ellos mismos habían hecho con bolsas de plástico y cuerdas. Fue entonces cuando me pareció que el fútbol tenía un aire de grandeza y de pureza. Era un campo polvoriento. Las porterías, marcadas con dos ramas. Los niños se jaleaban a gritos,  y celebraban cada gol con abrazos y piruetas, como si se tratase de una gran final. Pedí a esos niños que me hicieran un balón, y aquí lo tengo todavía mientras escribo.

Estos días, sin interés y sin voluntad, oigo noticias sobre el Mundial de Fútbol que se celebra en Qatar. Ya la propia designación de la sede en 2009, (se supo más tarde cuando explotó el escándalo Platini-Francia), estuvo amañada. Por lo visto, millones de dólares compraron voluntades de algunos miembros de la FIFA. Pero la investigación no llegó a más ni tampoco hubo marcha atrás en la decisión de la sede designada para 2022.

La construcción de los estadios, llevada a cabo por miles de emigrantes, especialmente de Nepal, India o Bangladesh, en francas condiciones de precariedad laboral (trabajos a 50º de temperatura, largas jornadas, malas condiciones de alojamiento, medidas de seguridad escasas, salarios bajos), ha dejado, según el periódico The Guardian, unos 6.500. La todopoderosa FIFA, en cambio, dice que sólo tres trabajadores han fallecido durante la construcción. No cabe duda de que los ocho estadios construidos son magníficas obras de arquitectura. Pero si nos fiamos de Amnistía Internacional y otras Ongds, en todos ellos hay rastros de sangre obrera. Parece que no han escatimado dinero en pagar sumas elevadas a los arquitectos estrellas, menguando, tal vez por ello, los salarios de los jornaleros.

Qatar, ya se sabe, no es famoso por su legislación garantista, ni por su preocupación por los derechos humanos. Ni es conocido por su respeto y promoción de la mujer ni de los derechos de la comunidad LGTBI ni de la libertad religiosa, de opinión o prensa, por citar solamente unos pocos.

Los futbolistas se están haciendo algún selfie con brazaletes ‘solidarios’ y alguna fotografía de postureo. Y hasta los entiendo, lo justo para quedar bien, no comprometerse y que no les saquen tarjeta amarilla (tal vez la excepción podrían ser los jugadores de Irán que se negaron a cantar su himno, manifestando así su cercanía con su compatriota Mahsa Amini, la mujer muerta en extrañas circunstancias tras negarse a llevar el velo). Mostrarse solidario, sin que nuestro bolsillo se vea afectado, no es algo nuevo. Es lo que toca en el guión de cada momento y lugar.

Y Europa, la pobre, ya se sabe, no hará nada, salvo alguna frase en algún mitin para ganar una ovación momentánea. Los señores de los petrodólares son dueños de medio mundo. Y Europa, que ha perdido la costumbre de arrodillarse en las iglesias, se arrodilla sin rubor ante los dioses del dinero y los combustibles, buena parte de los cuales están en Qatar y petromonarquías del área.

Nada nuevo, por otra parte. El mundo ha sido siempre así. Y no hay que escandalizarse, porque es la costumbre. Durante casi un mes, en nuestro propio país, se hablará poco de la inflación que a diario hace temblar la cesta de la compra, de la subida generalizada de impuestos a la clase media, del recorte de las libertades, del atosigamiento a la independencia de la justicia, de la cultura de la cancelación a todo el que no dance al son del que manda, de un tambaleante sistema sanitario tras el covid. Sabremos todo de los futbolistas españoles y de sus rivales: balones que tocan, regates, tiros, corners que sacan, pero también vida y milagros: mujeres y ligues, colección de coches, calzoncillos que anuncian, fiestas que organizan, cambio de corte de pelo, gustos, aficiones y manías. Y escucharemos diariamente las declaraciones del entrenador y de los jugadores con la misma reverencia que los griegos escuchaban el oráculo de Delfos o los católicos la bendición urbi et orbi. Esta es la sociedad que nos ha tocado vivir: un joven con un libro en la mano es más peligroso que un joven levantando pesas. Todo el esfuerzo y el tiempo dedicados al gimnasio y a la cancha suelen ir en detrimento del tiempo dedicado a la lectura y a la cultura.

Los grandes eventos deportivos son, a veces, una fabulosa operación de blanqueo de un sistema. Al igual que las empresas que más contaminan patrocinan ongds verdes para limpiar su imagen, las naciones puede utilizar una cita universal del deporte, para ofrecer una imagen de tolerancia que no es tal. Nada nuevo bajo el sol.

Para mí el fútbol verdadero será siempre el que practican unos niños descalzos –y felices porque sí- con un balón hecho de bolsas de plástico y cuerdas.










domingo, 20 de noviembre de 2022

Mouchette, de Georges Bernanos


“Ya sopla con fuerza el lúgubre viento de la noche”.  Es la primera línea de uno de los libros más conocido de Georges Bernanos (1888-1948). Y desde esa primera línea la oscuridad y la tiniebla envuelven al lector, como envuelven a Mouchette, la niña de 14 años. Estamos a punto de conocer un fragmento de su vida y, al mismo tiempo, un fragmento de la vida de tantos desdichados.

 ¿Por qué he tardado tanto en leer este libro? No lo sé. Desde hacía mucho tiempo estaba en la lista de ‘pendientes’. Georges Bernanos me deslumbró con su  Journal d’un curé de campagne, que leí y releí hace mucho tiempo. Mouchette, como otros tantos libros, fue una sugerencia de mi querido José Jiménez Lozano, mi guía más fiable en cuestión de lecturas.

En otra tarde otoñal, de nubarrones amenazantes, de lluvia violenta, de ventoleras furiosas que arrancaban las últimas hojas y las arremolinaban en el pavimento, la historia de Mouchette me ha atravesado.

La historia sucede en un brevísimo espacio de tiempo, apenas una noche y la mañana siguiente. En un pequeño pueblo francés, una niña abandona la escuela y se dirige hacia su casa. El Mal es el verdadero protagonista de esta breve novela de Bernanos escrita en 1937 (y luego llevada al cine por Robert Bresson). El Mal se erige como una presencia que ocupa todo el espacio: el bosque, la escuela, la casa, la taberna y hasta las almas y los cuerpos. A Mouchette la detestan sus compañeras de colegio, la desprecia por insolente su profesora. Su padre, alcohólico, le da una buena tunda de palos por cualquier motivo. Su madre se muestra distante y escasamente cariñosa. Vive en un pueblo perdido de cazadores furtivos, murmuraciones rutinarias, escasa misericordia y lluvias que convierten en lodo los caminos. Es un mundo de pobreza, de brutalidad, de violencia, de alcohol y enfermedad.

Pero Mouchette no es un ángel. Lleva en sí las marcas del animal herido dispuesto a defenderse a dentelladas, si es preciso. También ella busca cariño y afecto, como cualquiera, pero es desconfiada por naturaleza, desafía con desprecio y altivez a quien la golpea. Odia la música, pero sólo porque la música es amada e impuesta por la profesora. Camina por las roderas para embarrarse las piernas y aparecer, como una salvaje, en el momento en que sus vecinos salen de misa mayor un domingo cualquiera. No rechista ante las humillaciones ni llora ante los golpes, mostrando un orgullo desconcertante. Solamente siente un poco de ternura por Arsène, un cazador furtivo que vive de espaldas a todos, y que una vez contempló cómo el padre la golpeaba y la miró con piedad. Pero este hombre, el único ser hacia el que ella siente un poco de afecto, la infringe el golpe más cruel. Luego, desaparece.

Al abandonar la escuela, calzada con sus zuecos grandes que se le salen a cada paso, con su pañoleta pobre y sus andrajos,  Mouchette vuelve a su casa. Cruza el bosque. La noche cae. El viento golpea las ramas. Llueve inmisericordemente. Y ella se extravía. Se encuentra con Arsène que le confiesa que acaba de cometer un crimen. Ella le escucha en un silencio tenso y está dispuesta a defenderle. También él esta borracho, como todos. También para él, como para todos, la mujer no es nada, tal vez una cosa, y no demasiado buena. También Mouchette, sin saberlo, “en lo más hondo de su ser posee esa instintiva sumisión física de las mujeres del pueblo”. Finalmente, en mitad de la noche, Mouchette llega a su casa. Su padre aún está en la taberna, gastando en vino lo que hubiera podido servir para pagar una consulta médica para la madre enferma. Su madre agoniza y le muestra, en esta hora final, un poco de ternura. No teme a la muerte. No teme dejar este infierno de gruñidos y miserias. El hermano más pequeño, un bebe, berrea hambriento de leche, y ahíto de frío y suciedad.  

El silencio aumenta, como aumenta el frío de un amanecer sin compasión.  Crece el odio. Se acorta la esperanza. La aldea, y todos los que allí viven, es un muladar de miseria que resulta irrespirable. ¿Qué puede hacer Mouchette? ¿Hay acaso un pequeño rincón de sol y de alegría en la aldea, en el mundo? ¿La pobreza material arrastra y condena a quienes la sufren a una miseria también moral? ¿Qué puede hacer Mouchette? ¿Seguir instalada en el desprecio, en la altivez, en la insolencia, en la más absoluta indiferencia incluso cuando recibe golpes y desprecios? ¿Continuará ella esa cadena de miseria material y moral, como lo ha hecho su padre alcohólico, su madre distante, el bruto Arsène, los niños y la profesora de la escuela?¿Habrá más vejaciones, habrá más abusos, habrá más desprecios? Leemos: “… desde hace tiempo, Mouchette tiene la angustiosa conciencia de una miseria, una miseria tan infranqueable como los muros de una prisión”.  

El Mal, decía, es el protagonista de esta novela. También su autor había conocido la miseria, la violencia y la injusticia en los turbios años treinta mientras vivía en Mallorca. A Bernanos siempre se le consideró un novelista católico, porque la fe, la gracia, Dios son temas recurrentes en sus novelas. En cambio, no hay rastro de Dios en Mouchette. Dios es el gran ausente de esta novela. El silencio de Dios planea sobre la novela. Un silencio oscuro, insufrible, aterrador, desde el momento en que Mouchette deja la escuela hasta que a la mañana siguiente en el río “siente que se le escapa la vida mientras el olor mismo de la tumba penetra en sus fosas nasales”.

Bernanos parece decirnos que el corazón humano, pero también el corazón del mundo, o está en manos de Dios o está en manos del Mal. ¿Será siempre así? En esta espléndida novela, Dios se ha alejado de Mouchette y del pueblo. El Mal, entonces, campa a sus anchas sobre todos, y destroza cuerpos y almas, como le ha sucedido a Mouchette.

Será difícil olvidar a Mouchette. Lo fue también para su propio autor que en el prólogo de esta novela llegó a escribir: “He visto vivir y morir a Mouchette en una soledad trágica. ¡Que Dios se apiade de ella!”







miércoles, 26 de octubre de 2022

Palabras para Carmen

 


Querida Carmen,

Eras una niña en Langayo, cuando las campanas de la torre tocaban a las 12 en punto para recordar a campesinos, pastores, lavanderas  y panaderas que había que detener las tareas rutinarias para rezar el ángelus. Desde entonces, siempre mantuviste esa tradición de religiosidad popular y agrícola. Estuvieras donde estuvieras, en todos los mediodías de tu vida recordabas que había que parar un minuto para elevar a Dios y a María unas palabras de alabanza y afecto.

Ayer, a las seis de la mañana, tu vida había entrado en la recta final. Y por una de esas intuiciones misteriosas o sagradas de la existencia, en la habitación 314 del Hospital Río Hortega, tuve la dicha de encontrarme en la cabecera de tu cama rezando en voz alta el ángelus. En ese instante tu respiración se cortó y tu corazón dejó de latir. Mientras yo terminaba de rezar el ángelus, tú ya respondías, en silencio, desde esa otra orilla, que la fe nos invita a llamar “Cielo”.

En este momento de despedida, en esta iglesia de San Isidro Labrador, que fue tu parroquia durante varias décadas, yo quiero recordar tu profunda fe. Ante cualquier dificultad, repetías “El Señor me ayudará”. Siempre creíste que era la mano de Dios la que había guiado tu existencia a lo largo de tus 87 años.

Cuando siendo aún una niña te quedaste huérfana de madre, tuviste que tirar de la casa, en un hogar de gran pobreza, donde hasta hacer el cocido de cada día era una tarea ardua, pues no era fácil encontrar leña. Tenías doce años y ya eras la mujer de la casa para tu padre y para tus tres hermanos varones mayores que tú.

Cuando tu hermano José Aguado se ordenó sacerdote, te convertiste en ama de cura, te fuiste a vivir con él, y con él permaneciste hasta su muerte, ocurrida hace una par de años. Durante este largo periodo, no solamente fuiste la encargada de llevar la casa, sino también la mujer vigilante, pendiente de las necesidades de la parroquia.

Cuidar a tu hermano sacerdote, lo entendiste como la misión de tu vida, como una forma concreta de vivir tu cristianismo. Sirviendo y acompañando a un sacerdote, en las humildes tareas de la casa o del templo, prestabas un servicio a la Iglesia de Cristo. Tu casa se convirtió en casa de acogida para otros sacerdotes, feligreses, catequistas, amigos de la parroquia o misioneros. 

La parroquia de San Isidro –y las otras por donde has pasado- no la han construido solo sus párrocos, sino también tantos –especialmente mujeres- que en las tareas más humildes y menos vistosas la han hecho posible: la limpieza, el adorno con flores, el canto, la catequesis, la comunión de los enfermos, el montaje cada Navidad del Belén… y así tantas tareas aparentemente ‘invisibles’. El rostro del sacerdote preside en el altar, pero son los rostros de los feligreses colaboradores los que han sostenido y sostienen las cuatro paredes de esta casa común.

Tenías casi 60 años cuando te embarcaste para Uruguay para conocer el trabajo que tu hermano José realizaba como misionero en ese país. En tu recorrido por barriadas de chabolas y cabañas, descubriste a personas medio descalzas o con calzado que apenas podía recibir ese nombre. Mucho tiempo después, supe que cada año enviabas un generoso donativo para que los niños pobres de aquellos barrios pudieran tener calzado. Un día te pregunté por qué para zapatos y no para otra necesidad. Me respondiste que, cuando eras una niña en tu pobre casa de Langayo, te daba vergüenza salir a la calle con unos zapatos tan viejos y tan rotos. Estoy seguro de que esta obra de caridad y otras muchas que hiciste, tan discretamente que sólo tú conocías, no habrán sido olvidadas por el Dios que ve hasta lo escondido.

Quisiera agradecer en este momento a algunos grupos de personas que hicieron la vida de Carmen un poco más fácil y más hermosa: sus hermanos, sobrinos y familiares de Langayo, Quintanilla, Curiel y Valladolid. Agradecer también a los amigos que encontró en las distintas parroquias: Serrada, Velliza, Barrio Girón, San Isidro, Minas-Uruguay y barrio de Parquesol. Recordar también al grupo más íntimo de amigos de esta Parroquia con el que cada sábado o domingo compartías merienda e interminables partidas de cartas, además de confidencias y favores. Dar las gracias también al personal que, en la Comunidad de Santa Marta, la cuidó y la acompañó estos últimos 8 años, que fueron los años de su ancianidad, enfermedad y soledad, también cuando la cabeza ya se iba perdiendo por los territorios del olvido.

Querida Carmen creías en el Paraíso con la fe recia y sencilla de una campesina. En ese cielo donde no existen ni la artrosis ni menos el alzhéimer, te pedimos que sigas recordando a Dios nuestros nombres, nuestras vidas, a veces mezquinas, frágiles, escasas de compasión. Recuerda, por lo tanto, a Dios los nombres de los que te acompañamos en uno u otro momento de tu existencia. Algunos de estos nombres los puedes ver aquí en esta misa de funeral, dulcificada por la luz de la Pascua.  Gracias, tía Carmen. Gracias a vosotros por acompañarla y acompañarnos.

(Texto leído durante el funeral en la parroquia de San Isidro - Valladolid. 25 octubre 2022)















martes, 18 de octubre de 2022

Santillana de Campos y Puentes


Cuando mi buen amigo, Jorge Antolín, me dijo que sus niños de catequesis habían elegido el proyecto “Tepetzintan” para una actividad altruista, me hizo una especial ilusión.

Había conocido este proyecto en diciembre de 2010. Desde Amozoc, donde estaba situada la misión guaneliana, me acerqué con otros voluntarios a la comunidad indígena náhualt que vivía en Tepetzintan, un lugar muy apartado de la Sierra Norte del estado de Puebla, en México. El paisaje era de una hermosura sobrecogedora. Era un día húmedo y caluroso. Por el bosque, fui recorriendo los senderos que conducían a las casas desperdigadas aquí y allá. Humildes cabañas. Un catequista local nos guiaba hacia donde había personas enfermas, muy ancianas o totalmente pobres y para las que los voluntarios traían bolsas de alimentos y medicinas. Era verdaderamente conmovedor  ver la pobreza de las casas, el dolor de los enfermos, que aún sacaban fuerzas para hablar, sonreír, agradecer u ofrecer unas tortillas de maíz o una infusión. Nosotros les llevábamos algo; ellos compartían lo poco que tenían. En una casa, pedí a una familia numerosa que accediese a fotografiarse conmigo. De repente la abuela, con un rostro de arrugas como una corteza de árbol, se escabulló y se alejó. Volvió un minuto después y me entregó un huevo que acababan de poner las gallinas.

En el último censo, de enero de 2021, se dice que Santillana de Campos, pedanía palentina dependiente del ayuntamiento de Osorno la Mayor, tiene 67 empadronados. Cuenta, eso sí, con algunos matrimonios con hijos que cada fin de semana, puntualmente, llegan al pueblo.

            La actividad altruista consistió en un “Pincho solidario” organizado el pasado 16 de octubre. Cuando el coche llegó a la carreterilla que conducía al pueblo, nos encontramos con la flecha “Pincho Solidario”. Luego veríamos otras repartidas por las calles, para que nadie se perdiese. Y no estaban de más las flechas, porque otros vecinos de los pueblos limítrofes se acercaron, al igual que un numeroso grupo de amigos de Puentes y de amigos de los propios vecinos de Santillana.

            El momento del “pincho” fue precedido por una Eucaristía en la iglesia parroquial de Santa Juliana, donde un coro compuesto por niños y adolescentes animó musicalmente la celebración. Encontrar niños en una parroquia es algo insólito en la España vaciada, aunque no más que en las parroquias de las grandes ciudades. Viendo a esos niños y adolescentes pensé que no está tan cerca el fin del cristianismo por estas tierras, como muchos auguran o temen. Chicos y chicas leyeron las lecturas del domingo desde el atril, pasaron el cestillo, hicieron de monaguillos y pidieron en la oración de los fieles. El guaneliano, P. Santi, misionero por tierras de Congo, Guatemala, México, Colombia o Brasil era la persona más indicada para hablar de cristianismo y solidaridad.

            La nave agrícola que acogió el pincho no podía estar mejor equipada para hacer de bar durante unas horas. Pero es que, además, estaba muy bien adornada con carteles y con fotografías de los proyectos solidarios que atiende Puentes en países como Ghana, Nigeria, Congo, Colombia, Guatemala, México, India, Filipinas... Una mesa alargada exponía pequeños objetos de artesanía local y misionera para la venta.

            La organización de una actividad benéfica no es una novedad ni en las parroquias ni en los pueblos, lo que sí llama la atención es que, pequeños y grandes, vecinos y residentes de este pequeño pueblo palentino, se implicasen tanto en la preparación y el desarrollo del “Pincho Solidario”. En un mundo de individualidades, la unión resplandece como una joya. Desde los que cocinaron tortillas y empanadas, hasta los que, al pie de la plancha, lidiaron con chorizos, pancetas o morcillas. Desde las mujeres que hicieron manualidades hasta los que acondicionaron los espacios, desde los que adornaron la iglesia o la nave donde se sirvió comida y bebida, hasta los que hicieron de camareros en la barra, de tenderos en la mesa de artesanía o cobraban en la caja.

El tiempo benigno y un sol espléndido pusieron también de su parte para el éxito de la jornada. Y también el Ayuntamiento de Osorno la Mayor quiso aportar su ayuda, costeando la bebida (un detalle que tiene su importancia, porque los ayuntamientos, que suelen ser manirrotos con festejos y verbenas, son bastante cicateros a la hora de la solidaridad).

Es de justicia, hacer una mención especial a Jorge Antolín que animó a todos y sumó voluntades para que el pincho fuese un ‘acontecimiento’ en su patria chica. Pocas veces había visto tanta ilusión y tanta generosidad en un pequeño pueblo. Por ello, nada más llegar a  Santillana, supe que el “Pincho Solidario” ya había triunfado antes de empezar.

            Personalmente, me sentí un poco desbordado por tanta generosidad, compromiso, ilusión y simpatía (me pasa lo mismo en el pueblo vallisoletano de Quintanilla de Arriba). Pensaba en los habitantes de Tepetzintan que, en circunstancias de enfermedad o paro, sin subsidios y sin ayudas, tienen que enfrentarse a la pobreza o al abandono. El dinero recaudado ha sobrepasado los dos mil euros. Una cantidad muy abultada para un pequeño pueblo. Y ese dinero llenará muchas bolsas de alimentos y pagará muchas medicinas.

            Durante la Santa Misa se pudo escuchar la canción “¿Dónde está la juventud, si la tenemos? Pues sí, la infancia, la adolescencia y la juventud, pero también la madurez y la ancianidad de Santillana de Campos estaban ahí, detrás de la barra de un bar, sirviendo pinchos y detrás de la mesa, vendiendo artesanía y en los bancos de una iglesia. Pero estaban, sobre todo, en la ilusión por hacer algo juntos para personas lejanas, que no conocen y que nunca les pagarán lo que han hecho, ¿o sí?

¿Podremos añadirle un apellido más a Santillana? ¿Santillana de Campos y Puentes, por ejemplo?

Gracias de corazón.











jueves, 6 de octubre de 2022

Los vencejos, de Fernando Aramburu


             Uno de los propósitos en el avión de vuelta a Madrid desde Accra, hace ahora casi un cuarto de siglo, fue dejar de comprar libros. No de leerlos, claro. Desde entonces, las bibliotecas públicas me han suministrado casi todas mis lecturas. Es más, en alguna ocasión han aceptado mi sugerencia para adquirir un nuevo libro. Es verdad que todavía cometo algún pecado venial, al no resistirme a la tentación de comprar un libro. Cuando J. me ve llegar con nuevos libros, siempre me recuerda, entre bromas, mi propósito. Sin embargo él a menudo aparece con un libro envuelto de papel de regalo. En los días previos a las vacaciones, llegó con Los vencejos, de Fernando Aramburu, una lectura que yo tenía en la lista de espera. Con la novela Patria, Fernando Aramburu se convirtió en un escritor mayor en lengua española.

            Los vencejos no desmienten este último elogio. Creo que el mayor acierto de esta novela de 700 páginas (que no asusten a nadie, por favor) es retratar muy bien nuestra época de desconcierto, confusión, inseguridades, frustraciones y cansancio vital. O por resumirlo en una palabra: hastío.

            El libro se inicia en el momento en que un hombre corriente y vulgar, profesor de filosofía de secundaria, Toni, decide fijar la fecha para acabar con su vida: el 31 de julio de 2019, o sea, justo doce meses después de tomar la decisión. No es un hombre desesperado ni sufre trastornos mentales. Es un hombre indiferente, al que la vida le pesa, no por un motivo particular ni por una razón poderosa. Toni pone fecha a su muerte, y a partir de ahí, inicia a escribir un diario sincero y sin paños calientes. En las 365 entradas que Toni escribe nos va sirviendo la crónica de su día a día, pero también los recuerdos de una vida, parecida a tantas vidas, y por eso ‘ejemplar’. Las peripecias, chungas, degradantes, risueñas, eróticas, mezquinas, altruistas, ramplonas, humillantes, vergonzantes, desternillantes…se suceden y el desencanto turbio y confuso de vivir también. Y, así, el diario nos va presentando esas otras vidas que se han cruzado con la suya: sus padres, su mujer, su hijo único, su mejor amigo, su exnovia reencontrada, algún compañero de trabajo y su perra.

            Poco a poco, como en un rompecabezas, el lector va conociendo al  futuro suicida, y sus recuerdos almacenados en la cabeza, el corazón o la bragueta a lo largo de cincuenta y pico años. Y, a la vez que conocemos la trayectoria existencial de Toni, bastante banal, vamos conociendo esta sociedad nuestra que nos ha tocado vivir. Nada hay seguro ni duradero en esta época. Las personas van de acá para allá buscando un sentido a la vida, una felicidad en mil experiencias distintas. Pero la dicha esperada no llega, y, en su lugar, aparece e cansancio de vivir, el agotamiento existencial, el afán de nihilismo, la frustración provocada por esos sueños que no se cumplen, por ejemplo, el hijo sobre el que tantas ilusiones se había hecho el propio Toni, y que se van desinflando a medida que Nikita crece y no es, ni por asomo, como su progenitor había soñado. Pero también el amor, que confundimos con los efluvios eróticos de los primeros tiempos, los viajes románticos y la carne joven, pero cuando el tiempo pasa, el desamor llega puntualmente y se convierte en una pesadilla (basta ver las cifras de divorcios y cómo el ser más amado pasa a convertirse en el ser más odiado, el que más nos hace sufrir). También las difíciles relaciones con los padres y con los hermanos son una muestra de nuestras familias cada día más desestructuradas, fuente continua de conflictos. La casa convertida en “nido de víboras”, como nos había dicho François Mauriac. El sexo, al que una sociedad pansexualizada atribuye altísimas expectativas de felicidad, y que no tarda mucho en diluirse en desencanto y frialdad. Un sexo que va pasando de la pareja al burdel y de éste a la muñeca hinchable. Sexo banal, venal, exento de ternura y compromiso.

Al acabar la novela se tiene la sensación de que todos los temas de nuestro tiempo están ahí. Las trifulcas políticas y la confrontación. A abuelos comunistas les suceden nietos que se tatúan la esvástica. A padres santurrones les nacen hijos que no pisan la iglesia y que se niegan a bautizar a sus hijos. Los padres, laboralmente exitosos, son incapaces de educar a sus hijos. A veces se tiene la sensación de que Aramburu, buen oyente, buen lector, ha escuchado las noticias o ha leído los periódicos y todo ello le ha servido de humus de donde ha surgido una contundente novela sobre nuestra historia más reciente. La vida va por ahí repartiendo maltratos, mobbing escolar, ideologías, fracasos amorosos, okupas, familias rotas, borracheras y desequilibrios mentales varios. El “futuro suicida” describe sin tapujos y sin piedad a sus congéneres, empezando por su padre, su mujer, su hijo, su exnovia o su mejor amigo (al que durante toda la novela le nombra con un apodo insultante) y sobre todo a sí mismo. Pero también es capaz de quitar hierro a las situaciones calamitosas y, como cualquier indiferente, ver el lado jocoso y cómico de la existencia. Por ello, a lo largo de la novela, el lector se identifica, bien con Amalia, bien con Toni, con Nikita, con Raulito, con Águeda, o con el amigo.

La novela, sobre todo, nos habla de un hombre vacío, cansado, hastiado, frustrado. Un hombre al que la vida le ha decepcionado totalmente: desde sus padres, sus compañeros de trabajo en un instituto, hasta su papel como padre o como marido, sus relaciones sexuales, o la filosofía que enseña. La compañía de sus congéneres saca de quicio a Toni, aunque, al mismo tiempo, no puede pasar un día sin buscar un vino compartido con su amigo o acostumbrarse a la dulce verborrea de su bondadosa ex novia.

La perra Pepa es la única referencia a la ternura y a la compañía que todo ser humano reclama y exige como una súplica desesperada. Y también este punto refleja, con toda su fuerza poética o su sociología demoledora, nuestro mundo, donde tantos y tantos ciudadanos cuidan más y mejor a sus mascotas que a sus padres. Donde tantos y tantos solitarios encuentran en la compañía de un chucho un poco de humanidad y de compañía, que no pueden o no saben hallar en el trato con su propia familia, con sus amigos o compañeros. Ese ‘amor’ a los animales en un tiempo de ‘desamor’ a los propios humanos no es uno de los temas menores de este libro.

No contaré nada más, pero así son las primeras líneas correspondientes al 1 de agosto de 2018: “Llega un día en que uno, por muy torpe que sea, empieza a comprender ciertas cosas. A mí me ocurrió mediada la adolescencia, quizá un poco más tarde, pues fui un muchacho de desarrollo lento…”

Los vencejos no paran de volar. Comen, copulan e incluso duermen durante el vuelo. Y solo se posan cuando entran o salen del nido donde incuban y alimentan a sus crías. Pasan los inviernos en África y los veranos en Europa. Pueden parecer aves corrientes, vulgares, pero tienen una característica única: no paran de volar. Los vencejos son para el escritor una imagen poética para acompañar al ser humano en tiempos de hastío, desazón, aburrimiento  y sinsentido.





martes, 4 de octubre de 2022

Ser en la vida caramelo

 


Hay 365 días al año, pero debe haber, por lo menos, siete mil  ‘Días’ dedicados a las causas más peregrinas. Unas muy nobles: Día del Refugiado, del Cáncer, del Amor Fraterno, de la Paz, del Árbol. Pero también existen ‘días’ para todos los gustos, románticos, pintorescos, comerciales o delirantes: Día de los enamorados, de la Manzana Saboyana, de la Harley Davidson, de la Cerveza, del Jazz, etc.

Para un puñado de amigos, cada 9 de octubre es el “Día de los Caramelos”.  Y no porque estos amigos tengan sus negocios en el mundo de la dulcería o quieran exaltar algún tipo de caramelo con denominación de origen. La cosa es más sencilla: cada 9  de octubre se recuerda el aniversario de la muerte de Juan Vaccari, religioso guaneliano que murió hace cinco décadas en accidente de carretera y que dejó tras sí un halo de santidad que aún  permanece en los que le conocimos y en los que, más tarde, han leído sus escritos o han conocido su biografía.

Pero ni siquiera la evocación de su noble figura, cuya estatura moral sobrepasaba en mucho a su apostura física, sería suficiente para justificar el ‘Día de los Caramelos’. Fue su Testamento -concretamente una cláusula- lo que dio origen a la tradición de repartir o compartir caramelos cada 9 de octubre. El hermano Juan en su Testamento,  junto a altísimas consideraciones espirituales y piadosos deseos de salvación para sí y para sus hermanos, escribió una línea que sorprendió a todos:  ‘Si a la hora de mi muerte, se encontrase algo de dinero en mis bolsillos, ruego se compren caramelos para los chicos con discapacidad”. Él emplea, para ser exactos, el término “buonifigli”, que es el vocablo cariñoso que Casa Guanella siempre ha usado para nombrar a las personas con alguna discapacidad.

Un caramelo es mucho para un niño pobre, para un ‘buonfiglio’, para un anciano solo. Un caramelo era mucho incluso en mi infancia que coincidió con la muerte del hermano Juan. ¿Puede hoy día considerarse regalo un caramelo? Sin duda, precisamente porque es de escaso precio pero de abundante valor. Un caramelo devuelve a todos a la infancia, a esa etapa en que preferíamos la golosina de un caramelo a cualquier otro alimento. Un caramelo remite a lo festivo y a lo celebrativo. Nadie es tan pobre que no pueda regalar un caramelo ni nadie es tan rico que no sonría cuando alguien le ofrece uno.

Por otro lado, no estaría mal que todos nos sintiéramos un poco incompletos, un poco “buonifigli’, porque en el fondo todos tenemos algún tipo de discapacidad. Pensamos que los discapacitados son los que tienen algún tipo de minusvalía física o incapacidad mental. Y sin embargo, ¿qué es el que tiene un carácter endiablado, el que carece de empatía hacia los demás? ¿Qué es el que tiene escasa capacidad para amar, el que es prepotente, el que se cree superior o se crece cuando crea tensión y malestar alrededor? En el fondo, también este tipo de personas tiene alguna ‘discapacidad’, y por lo tanto también ellos necesitan un caramelo, un abrazo y una palabra amable. Ya lo decía Natalia Ginzburg que “cuando miramos a alguien de cerca, siempre nos da un poco de pena”.

Inmensamente discapacitados e infinitamente capaces, todo ser humano es frágil y a la vez fuerte, limitado y a la vez hábil, dichoso y al mismo tiempo desgraciado. Por eso mismo, ese Testamento del hermano Juan se dirige a cada uno de los que le conocimos y, por extensión, a cada uno de los que, por nosotros, le han conocido y le conocerán en el futuro. Todos somos herederos afortunados de una magnífica herencia vital que un simple caramelo simboliza con gran fuerza poética.

Muchos episodios de la vida del Hermano Juan (Sanguinetto, 1913 – Palencia, 1971) podrían resumir su existencia de perfecta humildad, obediencia, servicio y oración. Pero es, a mi modo de ver, este Testamento (de los Caramelos) el que mejor define toda su andadura humana: la vida ordinaria, cuando se vive desde Dios y desde el prójimo, es la más extraordinaria, dichosa y dulce de las vidas.

El Día de los Caramelos nos recuerda que, en la sencillez de un pequeño y humilde gesto, se encierra a veces una gran lección, más importante aún para el que ofrece el caramelo que para el que lo recibe. A nadie le amarga un dulce, decimos popularmente. La vida santa del hermano Juan fue como un caramelo que endulzó los días de los que se cruzaron con él y aún puede endulzar las almas, a veces amargas, de cuantos se acerquen  a su espiritualidad y a sus enseñanzas.

El Testamento del hermano Juan no es solamente una escritura poética, sino también una llamada a la responsabilidad, una convocatoria a endulzar la vida de los que giran a nuestro alrededor, desde el vecino del bloque, al compañero de trabajo, la pareja y los hijos, los familiares, los amigos de tertulias y cafés. Y es también una llamada a la solidaridad, una invitación a manifestar nuestra cercanía concreta, nuestro ‘caramelo’ concreto para los “buonifigli”.

Al igual que el pasado año, invito a ex alumnos de Aguilar o Palencia, a los guanelianos en general, y a mis lectores, a celebrar el Día de los Caramelos, aportando un ‘caramelo’ de generosidad para un proyecto relacionado con la discapacidad.

En este año, marcado por la guerra en Europa, nuestro gesto de solidaridad será destinado a las personas con discapacidad procedentes de Ucrania que están siendo atendidas en las casas guanelianas de Rumanía y de Polonia.

Al ingresar tu donativo, escribe en concepto: “Caramelos”.

IBAN: ES46  0030 6018 1700 0105 1272 (Banco Santander)

Gracias de corazón. Feliz Día de los Caramelos.







 

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