sábado, 24 de diciembre de 2022

La Adoración de los Magos, del Bosco




            Del más enigmático y extravagante de los pintores europeos, Jheronimus van Aker, el Bosco (1450-1516), el Museo del Prado custodia algunas de sus obras más importantes y famosas. Una de ellas, absolutamente genial, es el Tríptico de la Adoración de los Magos, pintada en 1494. Cuando lo miramos por encima, se tiene la sensación de que no estamos ante un Bosco, o que es el Bosco menos Bosco de sus pinturas. A primera vista no vemos las características del Bosco: animales fantásticos, escenas delirantes o grotescas, personajes salidos del mundo de las pesadillas, paisajes infernales, violencia y muerte. Al contrario, estamos ante una imagen religiosa, una Adoración de los Reyes Magos. Un paisaje que consideraríamos bucólico. Una atmósfera tranquila. Se puede pensar que toda la escena rezuma serenidad, paz, sosiego. Una Epifanía clásica que nos sumerge en un clima de adoración y de paz.

Pero cuando el ojo busca los detalles, entonces, ante nosotros, aparece otro cuadro, totalmente bosquiano. Tal vez este tríptico, en su día, fue un retablo portátil. O un retablo para un pequeño oratorio que se abría en algunas solemnidades, permaneciendo cerrado el resto del tiempo.

Cuando el tríptico se cierra podemos contemplar, en grisalla, un tema de gran devoción popular: la Misa de San Gregorio, es decir un tema eucarístico que tiene también su resonancia en el interior del tríptico. La escena del tríptico cerrado nos prepara para otro sacrificio, el de Jesús. En la parte superior de la cabaña encontramos una gavilla de trigo, alusión a la eucaristía, y en la corona del Rey Melchor está esculpido el sacrificio de Isaac. En la escena de la Epifanía, en cierto modo, ya está inscrito el Calvario. En el Niño recién nacido ya está prefigurado el Crucificado muerto.

En las dos hojas laterales aparecen los comitentes. A la izquierda el donante con su patrón, San Pedro portando las llaves. A la derecha, la donante con su protectora Santa Inés, como nos lo indica el corderillo blanco cerca de ella.

Miremos la tabla central, donde propiamente se desarrolla la escena de la Adoración de los Reyes Magos. A la intemperie, se sitúan María, el Niño y los Reyes Magos. Los Reyes Magos, en actitud de humildad y oración, se postran o se inclinan ante el Niño, escuálido, casi famélico, sentado sobre las rodillas de María, con un rostro entristecido, grave, serio, y los párpados semicerrados.

Es en el vano de la puerta de la cabaña donde encontramos una figura inquietante, estrafalaria, semidesnuda, indigna. Todos los intérpretes de esta pintura lo identifican con el Anticristo. Y probablemente así es. María y José han llegado a una cabaña abandonada donde ya estaba el Anticristo; por eso ellos prefieren quedarse fuera, a la intemperie. El Anticristo aparece medio desnudo, apenas cubiertos sus hombros con un manto regio, de color púrpura. Es más, su rostro y su cuello, muy morenos, contrastan con la palidez del resto del cuerpo. Adornado con ajorcas, pulseras, cadenas de oro y otras joyas que nos hablan de su mundanidad, de su señorío sobre este mundo y de su identificación con él: un mundo de oro y oropel. Lleva dos coronas, una sobre su cabeza y otra en su mano. La corona sobre su cabeza es una falsa corona de espinas, en un intento de buscar similitudes con Jesús. Curiosamente, los tres reyes, en actitud de humildad ante el verdadero Rey, se han quitado sus atributos regios. El Anticristo, por el contrario, mantiene la corona puesta, no se inclina ni se destoca ante Jesús. El Anticristo se sabe el rey del mundo. Y su deseo es serlo por los siglos de los siglos. Por ello lleva en la mano una corona de repuesto. Nadie va a quitarle su trono. Por encima de su cabeza, aparece un búho, símbolo de mal agüero, con un ratoncillo muerto junto a sus garras. Encima de la techumbre y en un lateral aparecen varios hombres, entre ellos un músico. No están en actitud de oración ni de reverencia ni de estupor ante el recién nacido. Son solo espectadores que asisten, entre divertidos y burlones, a esta escena de la Epifanía. Hasta la mula tiene un aire triste, una bestia prisionera en la choza del Anticristo. Un pequeño fuego en el interior de la cabaña, nos recuerda el infierno al que, en último término, irán a parar todos los que rodean al Antricristo y también el mismo Anticristo, pues al fin y al cabo el Anticristo representa todo lo contrario al mensaje de amor que Jesús trajo al nacer en Belén.

El paisaje, a primera vista, puede parecer de cuento de hadas, un paisaje encantador, formado por tierras, árboles, bosques, cultivos, lagos y una ciudad de arquitecturas fantasiosas y exóticas, pero maravillosas… Y sin embargo, esta visión idílica de la naturaleza se fractura y se rompe, porque ahí vemos dos ejércitos a punto de iniciar una batalla. El sueño de Isaías “el león pacerá con el cordero”, no es más que un desideratum. El mundo impone su realidad y su realidad es la de la guerra y la violencia extremas. Estos dos ejércitos bien pueden ser una metáfora aún válida para nuestra Europa actual donde desde hace meses, dos pueblos se enfrentan y destruyen, ajenos a cualquier petición de paz y de concordia. El mundo desde que es mundo no ha dejado de estar en guerra. En el cuadro, desperdigadas o volanderas, aparecen lanzas y flechas en varios puntos del paisaje.

Pero diseminadas a lo ancho del paisaje, descubrimos aún muchas escenas inquietantes, escenas que nos hablan de la realidad de nuestra existencia tocada por mal. Un hombre desvergonzado enseña sus vergüenzas a una mujer. Otra mujer es arrastrada por la fuerza por un hombre. Una mujer huye despavorida ante la presencia amenazante de un lobo, mientras un hombre yace moribundo por el zarpazo de un oso. Un hombre arrastra del ronzal a un burro sobre el que va un mono, símbolo de la lujuria, y verdadera bestia que el hombre no puede dominar. La naturaleza idílica sucumbe ante la presencia del mal y de la muerte, de la corrupción y de la violencia.

En el lado izquierdo del tríptico nos encontramos con la imagen más encantadora de esta pintura. Un hombre anciano, sentado encima de una cesta de mimbre, bajo un cobertizo destartalado, sostiene en sus manos unos pañales para secarlos ante un fueguecillo que arde ante él. Es San José, al que no vemos en la escena central y que aparece, apartado, cumpliendo su papel de verdadero padrazo de Jesús, realizando una tarea que, en aquella época era propia de las madres y de las mujeres. San José ladea su cuerpo y desvía un momento su mirada de los pañales para ver un poco el barullo que la presencia de los sabios llegados de países lejanos ha provocado, pero él es un hombre que no prestará nunca oídos ni ojos a los ruidos y a las pompas del mundo. Él sigue a lo suyo: cuidar lo que importa a su corazón. No es ni mucho menos el San José más bonito de la Historia del Arte, pero es el más auténtico. El Bosco ha captado, como ningún otro artista, la verdadera naturaleza de San José: el silencio, la servicialidad, la no apariencia, la no centralidad, el apartamiento. A algunos les puede parecer una imagen grotesca, burlona de San José, pero, creo que estamos ante la más certera visión del hombre que simplemente quiso servir a María y al Niño lo mejor que pudo.

Esta hermosa pintura que, al principio, nos encanta por su belleza y serenidad, poco después nos perturba por su violencia y los pecados ahí representados, y finalmente nos engancha por su manera afilada, certera, escalofriante de pintar el mundo lleno de iniquidad del Anticristo y la dulzura y mansedumbre del Mundo de Dios. Pero ambas presencias casi se rozan, de tan cercanas como están. La lucha de los dos ejércitos, la fiereza de los animales contra los seres humanos, la violencia de los hombres contra las mujeres. En fin, la omnipresencia de Jesús y del Anticristo y su ejércitos en todas las realidades de la existencia humana. Dentro de cada uno habita Cristo y el Anticristo. Lo podemos experimentar cada día y a cada hora. El Mal y el Bien estarán en nuestro interior, convocándonos y solicitándonos a su campo de acción y a su lado.

El Tríptico de la Adoración de los Magos del Bosco es un reflejo de este mundo. Están los que gobiernan y que azuzan a sus mesnadas de súbditos para batallar en una guerra de la que puede que salgan vivos, o tal vez no, pero más pobres y más miserables, sin duda. Están los que de mil maneras diferentes ejercen la violencia: de los fuertes contra los débiles, de los hombres contra las mujeres. Están los que con su mirada impura manchan todo lo que tocan. Están los verdaderos sabios (los Magos) de corazón, mente y cuerpo, que son los que no tienen miedo a las luengas peregrinaciones, con tal de descubrir la verdad y la bondad. Están los que sostienen este mundo, pobre, hambriento, al igual que hace María con su Hijo. Están los que hacen bien su deber, aman en el silencio y sirven, como José. Están los meros espectadores, los que miran sin tomar partido, los que no se comprometen, los tibios, los que esperan el resultado de la batalla para alinearse con los vencedores, como lo hace el grupo de curiosos y mirones. Están los que merodean alrededor de los buenos, dificultan sus proyectos les hacen saber que no van a consentir su bondad, ni su alegría ni su trabajo en favor de la fraternidad. Se asoman para ver el mundo e incordiarlo, pero ellos se reparan y se protegen bajo la techumbre. Tienen en sus manos y en su cabeza el poder para salirse con la suya, como lo es la figura del Anticristo y sus adláteres. Y luego están los invisibles, los que nadie ve, en los que nadie repara. Son los que construyen la ciudad, cultivan los campos, amasan el pan. No los vemos, pero vemos sus frutos: la ciudad construida y los campos cultivados.

Este cuadro, enigmático, inquietante, desasosegante refleja bien esa encrucijada ante la que nos sitúa la Navidad. ¿Qué papel queremos desempeñar? ¿Al lado de quien queremos ponernos? ¿Queremos ser un lobo para el hombre cómo vemos en una de las escenas? ¿Queremos sostener en nuestro regazo la fragilidad de los frágiles como hace María? ¿Queremos realizar las tareas más sencillas con tal de facilitar la vida a los demás, como hace José? ¿Queremos llevar en nuestra cabeza y nuestras manos las insignias del poder, para ser temidos y reverenciado por los demás?

Al anticristo le adornan cadenas de oro, símbolo de esa esclavitud a la que quiere someternos. Las cadenas, sean de oro o de hierro, son cadenas y significan la esclavitud y la falta de libertad. El Niño, en cambio, está desnudo, a la intemperie. Sólo los verdaderos sabios, de alma y de corazón (no los inteligentes ni los astutos ni los sagaces ni los arteros) son capaces de verlo, postrarse y adorarlo. 

El ave exótica sobre el cofre esférico de la mirra que porta Baltasar, es un ave fénix, símbolo del resurgir de todas las personas que han caído en las garras del Anticristo, como el ratoncillo en las del búho. Todo puede volver a la vida, recobrar la energía desaparecida y liberarse de las cadenas de la esclavitud. El sueño de un mundo nuevo y mejor no se extinguirá nunca de las cabezas y de los corazones del ser humano. Nada ni nadie está perdido del todo.

En la portezuela de la derecha, el cordero inocente e inmaculado nos habla de este mundo nuevo y puro que muchísimos han construido a lo largo de la Historia. Y con ellos, y a su lado, Jesús, Salvador del mundo. Nacido en Belén, a la intemperie. Nacido para instaurar una redención universal.

https://youtu.be/UYqAg2Q0JtY

https://www.youtube.com/watch?v=wCk80pP5znw


















sábado, 10 de diciembre de 2022

Las manos que sostienen los pinceles


Decía José Jiménez Lozano que es preferible no leer las biografías de las personas que admiramos mucho, porque podrían defraudarnos bastante. Habían pasado pocas horas desde que me había acercado a la Capilla del Santísimo, de la Catedral de la Almudena, para permanecer unos minutos en silencio y, de paso, contemplar, una vez más, los hermosos mosaicos de Marco Iván Rupnik, cuando me enteré, a través de una noticia en la revista Vida Nueva, que el autor esloveno había sido denunciado por abusos a varias mujeres. Parece ser que hubo una investigación, pero como los hechos se remontaban a treinta años atrás, habían prescrito y, por lo tanto, no se había producido ninguna sentencia. Sin embargo, la acusación ahí estaba. Y no creo equivocarme si digo que el sufrimiento seguirá ahí, vivo, en sus víctimas, porque, al contrario que la justicia del mundo, el sufrimiento no prescribe casi nunca.

Creo que llevo siguiendo el trabajo de Rupnik desde que un grupo de cardenales le encargaron en 1996, como homenaje al Papa Juan Pablo II, la decoración de la capilla Mater Redemptoris, dentro de los muros vaticanos. Al poco tiempo de su inauguración, en la casa de un amigo, me encontré con un hermoso catálogo que daba buena cuenta del trabajo de Rupnik y su equipo de colaboradores del Centro Aletti.

Probablemente Rupnik, jesuita para más señas, es el artista de arte religioso más importante de nuestra época. Sus trabajos que beben de la mejor tradición musiva del arte bizantino, son un intento de fusionar la mirada oriental y occidental (los dos pulmones del cristianismo) para releer, en clave artística, el Evangelio. Rupnik crea conjuntos que verdaderamente invitan al silencio y a la contemplación. Él no pinta cuadros, crea atmósferas de adoración con sus mosaicos, de diferentes tamaños, donde las imágenes sagradas parecen flotar en medio de mundos que sólo existen en los sueños o en lo profundo del al alma de cada creyente (o no creyente).

Difícil olvidar su interpretación de tantos pasajes del Antiguo y del Nuevo Testamento: la adoración de los reyes Magos, el Buen samaritano, el encuentro de Emaús, las Bodas de Cana, la creación de Adán y Eva, la Trinidad, el Buen Pastor, el Bautismo de Cristo… En España existen buenos conjuntos de sus obras: Cripta de Santo Domingo de la Calzada, Capilla del Santísimo y Sala Capitular de la catedral de la Almudena, Cueva de San Ignacio en Manresa, Capilla de la Conferencia Episcopal, en Madrid…

“El arte – ha escrito Rupnik- debe hacer percibir tanto la verdad y la bondad como belleza”. Y probablemente ahí radica el secreto de los trabajos de este artista esloveno: en la belleza del arte hay verdad, y esa verdad puede inducirnos a la bondad.

Las últimas noticias sobre la vida personal de este artista podrían provocar una devaluación de su arte. Y probablemente así será, porque nos es difícil separar al autor de su obra. Y porque toda obra, en cierta forma, queda iluminada o ensombrecida por la vida de su autor. Y más en una sociedad como la actual que, de forma férrea e implacable, cancela a una persona conocida y pública, por sus obras y opiniones, a veces incluso por la sola divulgación de un rumor o de una noticia que nadie averiguará nunca si era verdad o mentira.

A la luz de estas noticias, me gustaría hacer dos consideraciones:

Una. De ser ciertos los hechos de los que se le acusa (la presunción de inocencia debe aplicarse a todos, nos guste o no) estaríamos ante conductas reprobables, y más en un religioso, como es el caso. Y reprobables, independientemente de que hayan prescrito legalmente.

Pero el cristiano que debe escandalizarse y condenar el pecado, ¿le está permitido escandalizarse y condenar al pecador? La Justicia debe investigar, juzgar y sentenciar los hechos constitutivos de delito, y el autor debe acatar la justicia y cumplir la condena. Más allá de la indignación momentánea que provoca una noticia, ¿nos es lícito moralmente cancelar o anular a una persona o la obra de una vida?

Dos. El ser humano se enfrenta cada día al misterio de la iniquidad. El cristiano conoce la gracia y conoce la fragilidad. Su mirada es una mirada realista sobre el corazón humano. El ser humano, a pesar de sus pecados y de sus crímenes, es capaz de crear una obra bastante más grande que él mismo. A veces se tiene la sensación de que un ángel guiaba las manos llenas de barro de un miserable artista, y que, por ese motivo, la belleza que produjo en la construcción de un catedral, de una partitura de música, de un poema o de un mosaico eran, sin lugar a dudas, mucho más grandes que él mismo, mucho más dignas que su persona. A la vez que exigimos que se haga justicia con las víctimas, ¿no será preciso conceder a todo ser humano la posibilidad de arrepentirse, cambiar, convertirse y ser otro muy diferente al que fue? ¿Cuándo prescribe a los ojos de esta sociedad bastante hipócrita el crimen cometido en un momento determinado de la vida de un ser humano?

Entrar en el convento de Asís y quedarse anonadado por la belleza de los frescos de Giotto que relatan la vida del Poverello es todo uno. Y sin embargo Giotto fue un usurero que llevó a la ruina y a la desgracia a unos cuantos vecinos suyos. Pero los frescos de Asís siguen iluminando a quien los admira. Rafael, mujeriego contumaz, pintaba Madomnas bellísimas mientras fornicaba como un descosido. Y sin embargo, ¡cuántos han rezado delante de esas Vírgenes! También esto forma parte del misterio de la vida y de la iniquidad.

No está de más saber que, a veces, los pinceles que pintan la belleza de Dios y la belleza del mundo, los sostienen y guían manos manchadas.  
















jueves, 8 de diciembre de 2022

La Purísima, de Murillo




En el orbe católico, cuando alguien nos habla de la Inmaculada Concepción, la primera imagen que aparece es siempre el cuadro de Bartolomé Murillo. No solo es una imagen capital de la pintura europea, sino que forma parte también de una cierta cultura popular: imagen reproducida hasta la saciedad en calendarios, estampas, libros, azulejos, pinturas, y hasta en infinitos productos de todo tipo.

Murillo no creó este tipo de imágenes, pero digamos que él la definió para siempre. Fue su amigo Justino de Neve, canónigo de la catedral hispalense, el que se la encargó para colocarla en el Hospital de los Venerables de Sevilla, de la que él era protector.

Allí estuvo durante siglos. Cuando en 1810, las tropas napoleónicas acamparon en Sevilla, esta fue una de las obras que expoliaron, para formar parte de ese Museo Napoleónico que el emperador soñaba hacer con las mejores obras de arte robadas por toda Europa. Al final el Museo no se creó y la Inmaculada permaneció en el palacete del mariscal Soult, que fue el encargado de llevársela de Sevilla. A su muerte, los herederos la vendieron al Museo del Louvre en 1852. Por entonces, la Inmaculada era una obra mítica y el museo parisino pagó por ella la cifra más elevada que museo alguno hubiera pagado por una pintura, 615.300 francos oro. En 1941, por un acuerdo entre el gobierno de Franco y el gobierno de Petain, la pintura de Murillo volvería a España y, a cambio, el Museo del Prado entregaba a Francia un Velázquez, Doña Mariana de Austria.  Desde entonces, la Inmaculada Concepción se codea con otras obras maestras de la Pinacoteca, considerándose una de sus grandes joyas, y que, al menos que yo sepa, son de esas pocas obras que “nunca pueden abandonar la casa”.

Durante siglos, el debate sobre la Inmaculada Concepción de María era una cuestión que trascendía el ámbito teológico y que alcanzaba la política, la universidad, la dialéctica desde los púlpitos, los pasquines, la literatura, y llegaba hasta el pueblo llano y sus miles de analfabetos. Los franciscanos fueron los grandes propagandistas de este asunto, en contra de los dominicos que veían serios reparos. Después Universidades y Ciudades hicieron del dogma de la Inmaculada un asunto de estado, hasta el punto de que, en algunos casos, antes de ser profesor de alguna universidad o regidor de una villa, se tenía que jurar defender la Inmaculada Concepción de la Virgen María: el llamado voto inmaculista.


              España abanderó esta cuestión en el orbe católico. Para mayor abundamiento, hay que decir que en la noche del 7 al 8 de diciembre de 1585,  cuando los tercios españoles en Holanda estaban a punto de entrar en una batalla que daban por perdida debido a su escaso número de combatientes y a la dificultad de aprovisionamiento de alimentos, un soldado encontró una tabla con una imagen de María. En seguida levantaron un altar, y durante toda la noche, los soldados se turnaron para rezar avemarías ante esa imagen. Gracias a la repentina congelación del río, los tercios pudieron caminar sobre él y armar una emboscada al enemigo, lo que les daría la victoria. Casualidad o milagro, los tercios ganaron la batalla de Empel (el milagro de Empel, para muchos) y por toda la cristiandad hispana se tuvo por seguro de que había sido obra y gracia de la Inmaculada Concepción. Pronto, fue declarada Patrona de la Infantería.

Desde 1664, la Inmaculada es día festivo en España. Hay que recordar que el dogma como tal fue declarado oficialmente en 1854 por el Papa Pío IX. Y lo hizo desde el Palacio de la Embajada Española en Roma, como un homenaje al pueblo que tanto había luchado por esta declaración. Aún hoy, cada 8 de diciembre, el Papa acude a Plaza de España para llevar flores ante la columna de la Inmaculada.  Y por privilegio papal, los sacerdotes hispanos pueden lucir casulla azul en la fiesta de la Inmaculada.

Pero volvamos dónde hemos empezado: la Inmaculada de Murillo. Con vestido blanco y manto azul, las manos cruzadas, la mirada elevada al cielo, el pelo suelto sobre sus hombros, la boca ligeramente entreabierta, la luna apocalíptica a sus pies, rodeada de ángeles, y un fuerte sentido ascensional en la composición, la imagen apoteósica y triunfal de la Virgen flota sobre un fondo de nubes áureas.  Esta Inmaculada, con una gama refinada de tonos cromáticos, blancos, azules, áureos, sonrosados, es el prototipo que arraigaría con gran éxito en toda la pintura posterior sobre el tema inmaculista.  Ya Ceán Bermúdez había escrito de ella: “Es superior a todas las que de su mano hay en Sevilla, tanto por la belleza del color como por el buen efecto y contraste del claroscuro”. Y el escritor francés Balzac que conoció este cuadro en un salón del mariscal Soult escribió que sólo había tres maravillas en el mundo, capaces de competir con la gloria del primer amor. “la vista del lago de Brenne, algunos motivos de Rossini y la Virgen de Murillo que posee el mariscal Soult...».

           Para siempre y por siempre esa Señora, en medio de nubes de oro, rodeada de ejércitos de ángeles, vestida de blanco y azul, representa la idea de belleza y de pureza. Al fin y al cabo, otro de los nombres para referirse a la Inmaculada Concepción es la Purísima. 








viernes, 25 de noviembre de 2022

El hermano Juan de Aguilar


          El Hermano Juan. Hoy, 26 de noviembre de 2022, en el Palacio Episcopal de Palencia se celebra la clausura de la fase diocesana de la causa de Beatificación y Canonización de Juan Vaccari (1913-1971). Luego, la causa continuará en el Vaticano. ¿Cuándo lo veremos Beato o Santo? Por mi edad, yo probablemente no lo veré. Coincidimos en el Colegio San José, de Aguilar de Campoo, él como educador, yo como alumno. Yo tenía 12 años y supe que su rostro y sus manos, su bondad y su alegría eran las de un santo. Porque un hombre no es santo porque haya hecho buenas obras, sino que hace buenas obras porque es santo. Este artículo es una sencilla evocación de su figura por tierras de Aguilar de Campoo.

***


          Una sotana en Lourdes. En una hoja de una libreta anotó los nombres de las ciudades que tenía que atravesar en el largo camino que va desde Barza d’Ispra, una pequeña pedanía de la provincia de Verona, Italia, hasta la villa de Aguilar de Campoo, en Palencia. Es el 15 de octubre de 1965. No hay GPS que valga, y la señalización es escasa en las carreteras. Tendrá que detener el coche en varias ocasiones, bajar la ventanilla y preguntar al primero que pase. Al volante de un coche que él ha bautizado como ‘Josefina’ en honor a San José (en italiano coche, macchina, es femenino), emprende la travesía de su vida. Juan Vaccari conduce; a su lado, otro fraile, Enrique Bongiascia. En los días anteriores, mirando mapas de carreteras, ha podido anotar su itinerario. Escribe esto: “Primer viaje a España en coche. Itinerario: Como, Turín, Susa, Briançon, Gap, Nyons, Croisiére, Ste. Esprit (evitando Avignon), Nîmes, Montpellier, Béziers, Narbonne, Carcassonne, Villefranche, Carbonne, Ste. Gaudens, Tarbes, Lourdes, Pau, Bayonne, San Sebastián, Bilbao, Laredo, Solares, Puente Viesgo, Los Corrales de Buelna, Reinosa, Aguilar de Campoo. Deo gratias et Mariae.” Unos días antes ha posado durante unos instantes su nueva sotana sobre la tumba del Fundador en la ciudad de Como. 

            En el santuario de Lourdes hace una parada para arrodillarse delante de la Virgen y para implorar su bendición. Y también allí, por primera vez, se ha vestido con la sotana, una prenda que nunca antes se había puesto: “No permitas, oh María, que manche esta sotana jamás. Prefiero morir mil veces antes que pecar”.

            De joven no le permitieron estudiar para cura porque le llovían los suspensos, especialmente en latín y en griego. Se quedó en simple hermano lego. Una tradición de la iglesia italiana impedía a los hermanos legos llevar sotana. En cambio, en España sí que podían vestirla. Buena prueba de ello eran los hermanos menesianos que regentaban el Colegio San Gregorio, de Aguilar de Campoo. Todos eran hermanos y todos llevaban su sotana.

            Llegó a Aguilar de Campoo la tarde del 20 de octubre, miércoles para más señas. Notó al instante el viento vespertino aguilarense que corría a ritmo endiablado desde el pantano hasta el castillo, de Camesa hasta las Tuerces, barriendo sin piedad las hojas y curtiendo los rostros. Y también le llegó, nada más abrir la ventanilla, ese olor característico a galletas. El pueblo que mejor olía de España, se decía entonces.

            Aparcó junto a la iglesia de San Miguel. Y nada más bajar del coche, se arremolinó el grupillo de colegiales. Tal vez porque le estaban esperando; tal vez porque los viajeros y los forasteros siempre atraen a los niños. El colegio provisional estaba instalado en el centro del pueblo, junto a uno de los ramales del Pisuerga. Ahí pasaría sus primeros dos años. El coche venía cargado hasta la bandera. Todos habían querido ofrecer al hno. Juan un regalo antes de iniciar el viaje a España. Un baúl, bolsones, maletas y cajas fueron descargados velozmente por los primeros alumnos del Colegio.

                     


          La primera capilla. Pronto llegó la Fiesta del Beato, 24 de octubre. Sólo hacía un año que el Vaticano había proclamado Beato al Fundador Luis Guanella. En los días anteriores, el hermano Juan y sus muchachos habían vaciado el baúl y habían adornado, lo mejor que sabían, una estancia del viejo caserón para transformarla en capilla: el sagrario, los seis candelabros, los cuadros de la Virgen y del Fundador, los floreros, el crucifijo, los telas rojas y blancas que formaban un retablo, los vasos sagrados, las vestimentas del sacerdote, los roquetes para los monaguillos, las sabanillas para el altar...

            El hermano Juan, que conoce su nulidad para el latín y el griego, teme que le sucederá lo mismo con el español, y por eso le pide ayuda a San José para que en su mollera agarren las palabras sonoras de la nueva lengua: alegría, fiesta, hermano, gracias, casa, amigo, Señor, flor, alma, pan, oración. Lleva escritos en una chuleta el padrenuestro, el avemaría y el gloria. Y a cada momento saca el papel de su bolsillo e intenta memorizarlos. El sacerdote, P. Carlos de Ambroggi, después de la comunión, limpia el cáliz y la patena, mientras el hermano Juan, cuaderno en mano, hace repetir a los pocos alumnos la oración: “Bendito sea Dios / Bendito sea Dios; Bendito sea su Santo Nombre / Bendito sea su santo Nombre; Bendito sea Jesucristo…

            Cuando Juan estuvo a punto de abandonar estudios, congregación, vida religiosa y todo, se encontró con un padre espiritual, don Enrique Corneo, que le conocía bien, le quería y que le dijo: “Yo me algo responsable de tu alma”. ¿Quién de nosotros ha recibido una bendición tan grande? El hermano Juan no se olvidaría nunca de este ofrecimiento y, sin duda, él también se hizo responsable de otras muchas almas, sin palabras, con la sola cercanía de sus buenas obras y oraciones, lluvia silenciosa que reverdece las hierbecillas a punto de agostarse.

 


          Sembrar y desbrozar. Días suceden a días, meses suceden a meses. La gran tarea de los ‘frailes italianos’ recién llegados a Aguilar de Campoo es construir un gran colegio para albergar entre 100 y 130 alumnos. En el frío glacial del invierno castellano o en el ardimiento del estío, entre andamios, hormigoneras y montañas de ladrillos caravista, el Colegio San José va tomando forma. A la sombra de la imponente Peña Aguilón, un edificio de ladrillo rojo y persianas azules da la bienvenida a un numeroso grupo de niños venidos de los pueblos y aldeas de Palencia, Burgos, Valladolid, Santander, León, e incluso de Asturias y Vascongadas. Niños de familias humildes, cuando no pobres; niños para los que la única forma de estudiar es ir a un seminario, en un tiempo en que los institutos de bachillerato solo están en la capital de provincia. Niños crecidos en familias de fe sencilla, pero recia, agricultores en su mayoría, que verían con buenos ojos que un hijo suyo llegase a ser sacerdote. Juan recorre aldeas, pueblos y caseríos, escuelas y parroquias, casas y campos. “Hoy he sembrado. Hoy se han apuntado dos niños… hoy el párroco de Villalón me ha ofrecido cena y un lecho donde dormir… ayer noche me hospedé en los pasionistas de Peñafiel… hoy solo he sembrado… Pasé por Carrión… llegué a Sahagún… fui a Torrelavega… estuve en Canalejas… Gracias, Dios mío“. Nombres y nombres. Topónimos que forman el primer mapamundi guaneliano de España.

Pero no solo surge un edificio de cuatro alturas, también la extensión alrededor tiene que ser cultivada. La tierra pedregosa, una tierra buena para nada, poco a poco, por esa voluntad que no se doblega, ve surgir chopos, pinos, abetos, manzanos y rosales… El hermano Juan que de joven, en su pueblo natal, sabía que no tenía las fuerzas de sus hermanos para trabajar los campos, aquí, en el Colegio San José, se siente rejuvenecer. Y el huerto, la chopera o los manzanos ocupan también parte de su tiempo y de sus desvelos. Todo en la vida es sembrar y desbrozar: lo mismo trigo y patatas, que vocaciones y cristianos. Una tarde reúne a todo un equipo de voluntarios. Empiezan a segar toda la hierba y la maleza que está a punto de ahogar a los pequeños pinos. Rastrillas, dalles, garias, horcones, azadas, escobas, picos y palas… todo vale a este equipo sonriente capitaneado por el hermano Juan.

 


Pedrea de caramelos. Aparte de las clases, muchas eran las horas dedicadas al estudio y la lectura. Y el trabajo también estaba presente. No entraban limpiadoras en el Colegio y todos los alumnos aprendían a manchar poco para tener que limpiar poco, ya que ellos eran los encargados de la limpieza, de lavar los platos y de fregar los suelos, montar las mesas o barrer el patio. Y en tiempos de patatas, había que atroparlas, como decían en Aguilar, y si había que hacer la cancha de baloncesto, nadie se escaqueaba de preparar las masas de cemento o acercar calderetas… Pero no todo es estudio y trabajo en el internado. También los tiempos de ocio, recreación y aficiones son muchos y muy creativos y alegres. El deporte, la cultura, aprender a tocar instrumento, participar en concursos culturales o hacer largas caminatas a las Tuerces o al Monte Bernorio. El hermano Juan, y con él los demás frailes, inculcan el esfuerzo, el trabajo, pero también la diversión, la alegría y el contento. “Estad siempre alegres, mis chicos”, era un estribillo en sus labios. La foto que tienes ante ti es bastante borrosa, pero ahí puedes contemplar al hermano Juan tirando caramelos a la muchachada después de la comida campestre. Arremolinados, cuatro docenas de niños saltan y alzan sus manos o mueven sus pies para coger un caramelo. A veces, también, se asomaba a la ventana de su cuarto, y comenzaba a lanzar caramelos, y, en más de una ocasión, un vaso de agua, ante la algarabía y regocijo de los niños. Años más tarde, la fecha de su muerte (9 de octubre) se asociará indisolublemente a los caramelos. Los caramelos que, en su testamento, pidió que se comprasen a los niños con discapacidad si hallaban, a la hora de su muerte, alguna moneda en sus bolsillos.  

 


El bote de agua. No sabemos quién fue el autor de esta fotografía. No es un posado. Alguien lo vio así y le disparó sin avisar. Y tal vez esa espontaneidad logró la foto más lograda. En el murete de piedra junto al huerto, el hermano Juan, con su guadapolvo de diario, es sorprendido en el momento en que riega una humilde flor o hierba que ha crecido entre las piedras. Con un bote de hojalata derrama un poco de agua sobre esta planta en la que nadie habría reparado, y destinada, muy probablemente, a morir ahogada entre las piedras. La mano izquierda apoyada en otra piedra, la vista fija en esa insignificante planta, ¿pensaría que tal vez esa sencilla planta podría lucir algún día ante el sagrario en la capilla? ¿Veía acaso en esa hierbecilla una metáfora de la vida insignificante de tantos seres humanos que pasan inadvertidos para todos, salvo para la mano amorosa de un ser querido o de Dios? Bien podemos considerar que esta instantánea es un retrato simbólico de la personalidad del hermano Juan, sensible, delicado, tierno, atento, y de su misión apostólica en los últimos años de su vida en Aguilar de Campoo: búsqueda sacrificada de muchachos en las aldeas más humildes, entrega generosa hacia ellos, cuidado amoroso de sus almas. Si la vida de cualquier seminarista florecía y daba frutos podría llegar también, como la planta, al altar del Señor.

Tal vez por todo ello, esta foto le representa mejor que ningún otro retrato. Este es el hermano Juan. A todas las personas pequeñas, humildes o pobres, escondidas o insignificantes de su vida, pudo decirles con gestos y actos: yo me encargo de ti. No te faltará el agua ni mi cuidado, para que tu vida crezca, florezca y fructifique, con libertad y con alegría.

Armando Budino, compañero y amigo, escribió de él lo máximo que se puede decir de un hombre: “Donde estaba el Hermano Juan, el mundo era mejor y más bello gracias a él”.

miércoles, 23 de noviembre de 2022

Un balón de bolsas de plástico y cuerdas

 


De mis viajes a África, guardo algunas figuras de artesanía en madera y algunas pinturas en batik o arena. Y junto a ellas un pequeño balón hecho por niños congoleños. Una tarde en Kinshasa-Congo, vi a unos niños descalzos corriendo tras un balón que ellos mismos habían hecho con bolsas de plástico y cuerdas. Fue entonces cuando me pareció que el fútbol tenía un aire de grandeza y de pureza. Era un campo polvoriento. Las porterías, marcadas con dos ramas. Los niños se jaleaban a gritos,  y celebraban cada gol con abrazos y piruetas, como si se tratase de una gran final. Pedí a esos niños que me hicieran un balón, y aquí lo tengo todavía mientras escribo.

Estos días, sin interés y sin voluntad, oigo noticias sobre el Mundial de Fútbol que se celebra en Qatar. Ya la propia designación de la sede en 2009, (se supo más tarde cuando explotó el escándalo Platini-Francia), estuvo amañada. Por lo visto, millones de dólares compraron voluntades de algunos miembros de la FIFA. Pero la investigación no llegó a más ni tampoco hubo marcha atrás en la decisión de la sede designada para 2022.

La construcción de los estadios, llevada a cabo por miles de emigrantes, especialmente de Nepal, India o Bangladesh, en francas condiciones de precariedad laboral (trabajos a 50º de temperatura, largas jornadas, malas condiciones de alojamiento, medidas de seguridad escasas, salarios bajos), ha dejado, según el periódico The Guardian, unos 6.500. La todopoderosa FIFA, en cambio, dice que sólo tres trabajadores han fallecido durante la construcción. No cabe duda de que los ocho estadios construidos son magníficas obras de arquitectura. Pero si nos fiamos de Amnistía Internacional y otras Ongds, en todos ellos hay rastros de sangre obrera. Parece que no han escatimado dinero en pagar sumas elevadas a los arquitectos estrellas, menguando, tal vez por ello, los salarios de los jornaleros.

Qatar, ya se sabe, no es famoso por su legislación garantista, ni por su preocupación por los derechos humanos. Ni es conocido por su respeto y promoción de la mujer ni de los derechos de la comunidad LGTBI ni de la libertad religiosa, de opinión o prensa, por citar solamente unos pocos.

Los futbolistas se están haciendo algún selfie con brazaletes ‘solidarios’ y alguna fotografía de postureo. Y hasta los entiendo, lo justo para quedar bien, no comprometerse y que no les saquen tarjeta amarilla (tal vez la excepción podrían ser los jugadores de Irán que se negaron a cantar su himno, manifestando así su cercanía con su compatriota Mahsa Amini, la mujer muerta en extrañas circunstancias tras negarse a llevar el velo). Mostrarse solidario, sin que nuestro bolsillo se vea afectado, no es algo nuevo. Es lo que toca en el guión de cada momento y lugar.

Y Europa, la pobre, ya se sabe, no hará nada, salvo alguna frase en algún mitin para ganar una ovación momentánea. Los señores de los petrodólares son dueños de medio mundo. Y Europa, que ha perdido la costumbre de arrodillarse en las iglesias, se arrodilla sin rubor ante los dioses del dinero y los combustibles, buena parte de los cuales están en Qatar y petromonarquías del área.

Nada nuevo, por otra parte. El mundo ha sido siempre así. Y no hay que escandalizarse, porque es la costumbre. Durante casi un mes, en nuestro propio país, se hablará poco de la inflación que a diario hace temblar la cesta de la compra, de la subida generalizada de impuestos a la clase media, del recorte de las libertades, del atosigamiento a la independencia de la justicia, de la cultura de la cancelación a todo el que no dance al son del que manda, de un tambaleante sistema sanitario tras el covid. Sabremos todo de los futbolistas españoles y de sus rivales: balones que tocan, regates, tiros, corners que sacan, pero también vida y milagros: mujeres y ligues, colección de coches, calzoncillos que anuncian, fiestas que organizan, cambio de corte de pelo, gustos, aficiones y manías. Y escucharemos diariamente las declaraciones del entrenador y de los jugadores con la misma reverencia que los griegos escuchaban el oráculo de Delfos o los católicos la bendición urbi et orbi. Esta es la sociedad que nos ha tocado vivir: un joven con un libro en la mano es más peligroso que un joven levantando pesas. Todo el esfuerzo y el tiempo dedicados al gimnasio y a la cancha suelen ir en detrimento del tiempo dedicado a la lectura y a la cultura.

Los grandes eventos deportivos son, a veces, una fabulosa operación de blanqueo de un sistema. Al igual que las empresas que más contaminan patrocinan ongds verdes para limpiar su imagen, las naciones puede utilizar una cita universal del deporte, para ofrecer una imagen de tolerancia que no es tal. Nada nuevo bajo el sol.

Para mí el fútbol verdadero será siempre el que practican unos niños descalzos –y felices porque sí- con un balón hecho de bolsas de plástico y cuerdas.










domingo, 20 de noviembre de 2022

Mouchette, de Georges Bernanos


“Ya sopla con fuerza el lúgubre viento de la noche”.  Es la primera línea de uno de los libros más conocido de Georges Bernanos (1888-1948). Y desde esa primera línea la oscuridad y la tiniebla envuelven al lector, como envuelven a Mouchette, la niña de 14 años. Estamos a punto de conocer un fragmento de su vida y, al mismo tiempo, un fragmento de la vida de tantos desdichados.

 ¿Por qué he tardado tanto en leer este libro? No lo sé. Desde hacía mucho tiempo estaba en la lista de ‘pendientes’. Georges Bernanos me deslumbró con su  Journal d’un curé de campagne, que leí y releí hace mucho tiempo. Mouchette, como otros tantos libros, fue una sugerencia de mi querido José Jiménez Lozano, mi guía más fiable en cuestión de lecturas.

En otra tarde otoñal, de nubarrones amenazantes, de lluvia violenta, de ventoleras furiosas que arrancaban las últimas hojas y las arremolinaban en el pavimento, la historia de Mouchette me ha atravesado.

La historia sucede en un brevísimo espacio de tiempo, apenas una noche y la mañana siguiente. En un pequeño pueblo francés, una niña abandona la escuela y se dirige hacia su casa. El Mal es el verdadero protagonista de esta breve novela de Bernanos escrita en 1937 (y luego llevada al cine por Robert Bresson). El Mal se erige como una presencia que ocupa todo el espacio: el bosque, la escuela, la casa, la taberna y hasta las almas y los cuerpos. A Mouchette la detestan sus compañeras de colegio, la desprecia por insolente su profesora. Su padre, alcohólico, le da una buena tunda de palos por cualquier motivo. Su madre se muestra distante y escasamente cariñosa. Vive en un pueblo perdido de cazadores furtivos, murmuraciones rutinarias, escasa misericordia y lluvias que convierten en lodo los caminos. Es un mundo de pobreza, de brutalidad, de violencia, de alcohol y enfermedad.

Pero Mouchette no es un ángel. Lleva en sí las marcas del animal herido dispuesto a defenderse a dentelladas, si es preciso. También ella busca cariño y afecto, como cualquiera, pero es desconfiada por naturaleza, desafía con desprecio y altivez a quien la golpea. Odia la música, pero sólo porque la música es amada e impuesta por la profesora. Camina por las roderas para embarrarse las piernas y aparecer, como una salvaje, en el momento en que sus vecinos salen de misa mayor un domingo cualquiera. No rechista ante las humillaciones ni llora ante los golpes, mostrando un orgullo desconcertante. Solamente siente un poco de ternura por Arsène, un cazador furtivo que vive de espaldas a todos, y que una vez contempló cómo el padre la golpeaba y la miró con piedad. Pero este hombre, el único ser hacia el que ella siente un poco de afecto, la infringe el golpe más cruel. Luego, desaparece.

Al abandonar la escuela, calzada con sus zuecos grandes que se le salen a cada paso, con su pañoleta pobre y sus andrajos,  Mouchette vuelve a su casa. Cruza el bosque. La noche cae. El viento golpea las ramas. Llueve inmisericordemente. Y ella se extravía. Se encuentra con Arsène que le confiesa que acaba de cometer un crimen. Ella le escucha en un silencio tenso y está dispuesta a defenderle. También él esta borracho, como todos. También para él, como para todos, la mujer no es nada, tal vez una cosa, y no demasiado buena. También Mouchette, sin saberlo, “en lo más hondo de su ser posee esa instintiva sumisión física de las mujeres del pueblo”. Finalmente, en mitad de la noche, Mouchette llega a su casa. Su padre aún está en la taberna, gastando en vino lo que hubiera podido servir para pagar una consulta médica para la madre enferma. Su madre agoniza y le muestra, en esta hora final, un poco de ternura. No teme a la muerte. No teme dejar este infierno de gruñidos y miserias. El hermano más pequeño, un bebe, berrea hambriento de leche, y ahíto de frío y suciedad.  

El silencio aumenta, como aumenta el frío de un amanecer sin compasión.  Crece el odio. Se acorta la esperanza. La aldea, y todos los que allí viven, es un muladar de miseria que resulta irrespirable. ¿Qué puede hacer Mouchette? ¿Hay acaso un pequeño rincón de sol y de alegría en la aldea, en el mundo? ¿La pobreza material arrastra y condena a quienes la sufren a una miseria también moral? ¿Qué puede hacer Mouchette? ¿Seguir instalada en el desprecio, en la altivez, en la insolencia, en la más absoluta indiferencia incluso cuando recibe golpes y desprecios? ¿Continuará ella esa cadena de miseria material y moral, como lo ha hecho su padre alcohólico, su madre distante, el bruto Arsène, los niños y la profesora de la escuela?¿Habrá más vejaciones, habrá más abusos, habrá más desprecios? Leemos: “… desde hace tiempo, Mouchette tiene la angustiosa conciencia de una miseria, una miseria tan infranqueable como los muros de una prisión”.  

El Mal, decía, es el protagonista de esta novela. También su autor había conocido la miseria, la violencia y la injusticia en los turbios años treinta mientras vivía en Mallorca. A Bernanos siempre se le consideró un novelista católico, porque la fe, la gracia, Dios son temas recurrentes en sus novelas. En cambio, no hay rastro de Dios en Mouchette. Dios es el gran ausente de esta novela. El silencio de Dios planea sobre la novela. Un silencio oscuro, insufrible, aterrador, desde el momento en que Mouchette deja la escuela hasta que a la mañana siguiente en el río “siente que se le escapa la vida mientras el olor mismo de la tumba penetra en sus fosas nasales”.

Bernanos parece decirnos que el corazón humano, pero también el corazón del mundo, o está en manos de Dios o está en manos del Mal. ¿Será siempre así? En esta espléndida novela, Dios se ha alejado de Mouchette y del pueblo. El Mal, entonces, campa a sus anchas sobre todos, y destroza cuerpos y almas, como le ha sucedido a Mouchette.

Será difícil olvidar a Mouchette. Lo fue también para su propio autor que en el prólogo de esta novela llegó a escribir: “He visto vivir y morir a Mouchette en una soledad trágica. ¡Que Dios se apiade de ella!”







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