viernes, 17 de marzo de 2023

Sin techo ni hogar


         Van de un lado para otro, como almas en pena. Los vemos tumbados encima de un banco de cualquier calle, cerca de un supermercado, con la mano extendida, y una cartela con faltas de ortografía: pido para comer. Los feligreses se topan con ellos en la puerta de una iglesia a la hora de misa. Duermen entre cartones en las noches gélidas de invierno. O en el cajero de cualquier sucursal bancaria. Se reúnen bajo los puentes, hacen cola ante los comedores sociales, se comen un bocadillo que un alma caritativa les alarga.

Son los hombres y mujeres sin techo ni hogar. Se calcula que alrededor de treinta y cinco mil personas en España sufren esta situación. Y eso que las estadísticas sólo contabilizan a los tienen contacto con la asistencia pública o con las distintas asociaciones solidarias. Cuando nos topamos con ellos, normalmente apartamos la mirada. Y en ese rápido parpadeo los convertimos en invisibles. “Estoy tan cerca de ti que no me ves”, decía una vez un cartel junto a un sin techo.

En estos días, en el Claustro de los Filipinos, de Valladolid, se está celebrando una exposición muy especial. En ella se nos habla de la realidad incómoda del sinhogarismo, a través de objetos que forman parte de su vida cotidiana: el banco de una plaza, el camastro de una cárcel, las ‘huellas’ y los nombres de los ‘sinhogar’ muertos en los últimos años en esta ciudad, el móvil que no se puede recargar, ¿dónde?, la ropa vieja y sucia, la mochila rajada donde caben todos sus pertenencia, las frases llenas de prejuicios y desprecio que les llueven encima: “mírale qué sucio va”, “todo el día holgazaneando”, “¿te has fijado en el brik de vino?”. Voluntarios de cáritas y los propios sintecho están también ahí. Pueden acompañarte por la exposición, si les permites acercarse y explicarse. En mi visita coincidí con María Ángeles (una voluntaria del comedor vicenciano de La Milagrosa) y con Jesús, un sintecho, que, después de dar tumbos y tumbos, después de una vida de peripecias,  desventuras y sufrimiento, comenta que, desde la atalaya de su existencia, está viviendo una etapa dulce: “Ahora me encuentro muy bien. Tengo una habitación para mí solo. Voy a comer al comedor de la Milagrosa. He encontrado la paz y la serenidad que siempre fui buscando. Y he encontrado un hogar. Me gusta rezar y eso también me da una gran paz. Cuando rezo, me encuentro mucho mejor. Hablo con Dios y tengo mucha devoción al P. Pío.  Y con un cierto orgullo me muestra una medallita de Nuestra Señora de Garabandal que le regaló hace unos días una mujer que visitó la exposición”.

Mendigos. Vagabundos. Errantes. Sintecho. Sinhogar. Llegan de los territorios del fracaso, de los errores propios y ajenos, de familias hechas añicos, de la cárcel y del paro, del desahucio, del desequilibrio mental, del alcohol y de la droga, de la disipación. Y de la mala suerte también. Pero, cuando en la noche, bajo el cielo estrellado, o en la modorra de una calurosa tarde de estío bajo un puente, repasan el álbum de su vida, algunos de ellos recuerdan que fueron ‘normales’. Estudiaron, se ganaron la vida, conocieron el amor, formaron una familia. Tenían su casita, sus días de playa, su paella en el jardín o en el bar de la esquina, el banquete por la comunión de sus hijos, la cena de navidad con los compañeros de trabajo. Y, de repente, soplaron vientos huracanados que pusieron patas arriba su vida. Llegó el paro, el desahucio de la casa, la separación de la pareja, las colas del hambre en cáritas, la rabia, la ira, la impotencia, la soledad, el vino barato, el cigarrillo áspero, el puñetazo en el viento. Y como en un tobogán de desdicha, se encontraron en la calle, en el albergue maloliente y vocinglero, en el piso compartido con otros muchos, jungla de colores y razas, onu de descartados, noches al sereno entre cartones y pasos de seres humanos a los que ellos presuponen felices. Dejaron de ducharse, de afeitarse, de peinarse, perdieron su dignidad, sin saldo en el móvil, único ombligo que les unía al mundo. Desaparecieron los amigos, los conocidos, los familiares y los compañeros. Se tornaron huidizos, cambiaron de acera para no encontrarse con el compañero conocido. Cayeron al vacío, vestidos de pantalones astrosos, camisas resudadas, chambergos de lamparones, calcetines agujereados. Cayeron en la nada. Robaron en una tienda, distrajeron una cartera, trapichearon con porros, durmieron en la trena. O simplemente se dejaron caer en cualquier banco, se arrodillaron para pedir limosna, orinaron detrás de cualquier seto, dejaron de pronunciar sonidos humanos, comieron cruasanes caducados del supermercado, algún café con leche que alguna feligresa compasiva les ofreció, se encontraron con miradas en las que no era difícil leer la repugnancia, o recibieron algún escupitajo o una broma pesada, por pura gracieta de jovenzuelos que les grabaron con el móvil para reírse de su reacción de palabrotas y blasfemias. Y alguna vez recobraron la voz, para pronunciar discursos de manicomio a la luna, al perro vagabundo o a las palomas del parque.  

Son los descartados. Cada noche bajamos la bolsa de basura al contenedor, llena de mondas de patatas, briks vacíos, cáscaras de huevos, filetes pasados, yogures caducados, compresas y dodotis que ya prestaron su servicio. Y así, también la sociedad, cada noche, baja a la calle, al contenedor de la basura de la humanidad inservible, bolsas de inadaptados, fracasados, desahuciados, rotos, desdichados, desgraciados. Aunque también a los que concienzudamente trabajaron para buscarse la ruina propia, dilapidar los pocos o muchos talentos que tenían en su cabeza y en sus manos. Y también a los que la vida trató injustamente, golpeó, ensució, sin culpa ni pena, sin que lo mereciesen. A los ojos de muchos, en la calle están los canallas, los vagos, los maleantes, los ex presidiarios, los yonquis, los ludópatas, los delincuentes, los borrachos, los guarros, los navajeros…

Para otros muchos son seres humanos, como tú o como yo. Tal vez se equivocaron, cometieron errores, se extraviaron en el juego y el vino, pero tal vez simplemente tuvieron mala suerte. Perdieron el trabajo. Perdieron los amigos. Perdieron el hogar. No sólo perdieron el techo. Perdieron las amistades, perdieron la dignidad. Perdieron la cordura. No se encontraron con una familia que cuando llegó el huracán los sostuvo. No se encontraron con una sociedad que los agarrase fuerte antes de precipitarse en un tobogán de desventura tras desventura.

En la exposición, hay un espejo grande rodeado de fotos de hombres y mujeres sin hogar. Puedes mirarte en ese espejo. Si lo haces, te verás a ti mismo reflejado, rodeado de otros rostros, otros cuerpos, otras historias y otros nombres. Sólo entonces, entiendes que no eres mejor que Pablo, Ahmed, Lucas, Jesús o Hassan, que Yeni o Juanitan, que Eric o Wendy. Solo entonces empiezas a saber que nada en este mundo te da derecho para sentirte mejor, para creer que todo lo que eres y el peldaño que ocupas en la sociedad, te lo has ganado y lo tienes merecido, por tu cara bonita.

El Gran Gatsby, de F. Scott Fitzgerald comienza con una frase lapidaria que conviene recordar "Siempre que sientas deseos de criticar a alguien, recuerda que no a todo el mundo se le han dado tantas facilidades como a ti". Lo peor que le puede pasar a un ser humano es tener la “esperanza sin cobertura”, como se nos dice en la exposición. Porque cuando al sinhogarismo se le suma la falta total de esperanza, la noche eterna hace su aparición.











viernes, 10 de febrero de 2023

Pequeña historia de Pedrito

         


Detrás de la escultura más famosa de Luis Guanella se esconde una historia real. En la escultura se representa a Luis Guanella caminando con un niño en brazos y con otros dos niños pegados a las faldas de su sotana. El grupo camina hacia una casa, hacia un hogar, que no vemos, pero que sabemos por los hechos reales. La estatua en cuestión se puede admirar en la ciudad de Milán, ante la iglesia de San Gaetano. Conozco esta escultura en bronce desde hace mucho tiempo. Su promotor, para más señas, fue mi educador y profesor de lengua francesa, Mario Bellarini. He visto copias de la misma en Nigeria, Congo, España, México o Guatemala. Yo mismo tengo una copia, de 20 cm, en un lugar destacado del salón, entre libros y fotografías. Nada nuevo para mí. Y sin embargo, hace pocos días, mientras visitaba la exposición de arte “Ánima: pintar el rostro y el alma”, me entró un whatsapp de mi amigo J.A.V. Me decía que le había llegado un artículo escrito por un tal Pierino Bedont, publicado en una revista hace muchos años. Mi amigo me enviaba también fotos de las páginas de este artículo. Lo dejé ahí y seguí mi ruta entre retratos pintados por José de Ribera, Francisco Ribalta, Bartolomé Esteban Murillo, Juan de Juanes, Joaquín Sorolla, Vicente López o Mariano Benlliure.

Hace un par de días recuperé el whatsapp y leí tranquilamente el artículo. Tenía que ver directamente con la historia que inspiró la estatua de don Guanella. Un relato de pobreza y tristeza, pero donde la ternura y la compasión tienen una palabra importante que decir.

Os dejo con esta Pequeña historia de Pedrito:

Norte de Italia. Municipio de Menaggio. Una mañana de mayo de 1904, Luis Guanella sale de la espléndida villa que le ha regalado, para una de sus obras de caridad, una baronesa belga. Pinos y castaños, olivos y fresnos rodean la villa; en frente, las aguas claras del lago. El padre Luis sale de casa con la intención de dar un largo paseo hasta la pedanía de Sonenga. Pero el pequeño valle le depara una sorpresa. A la derecha del camino pedregoso, ve una casa medio en ruinas con una puerta destartalada. Ante la fachada, sentado en el suelo sobre un poco de paja, un hombrecillo apesadumbrado está trenzando con juncos el asiento de una silla. El humilde artesano, sin dejar de hacer su trabajo, esboza un saludo cuando Luis pasa a su lado.

El sacerdote mira con atención y se detiene. Por la puerta sale un niño, seguido de una niña, de otro muchacho, y de uno más. Como suele hacer siempre, Luis lleva la mano a sus bolsillos y saca un caramelo de menta y una medallita, otro caramelo y otra medallita… Los niños le rodean. Cogiendo la barbilla a uno, le interroga: “¿cómo te llamas?”. A otro, haciéndole una carantoña, le pregunta: “¿eres bueno?”. El grupo de mocosos, descalzos y harapientos, cogen confianza y terminan por agarrarle de la sotana y abrazarle. Pero el hombrecillo que trenzaba enea desaparece. Desde la ventana, abierta de par en par al sol y al campo, llegan gemidos y lamentos, suspiros y gritos reprimidos. El mayor de los hermanos, apenas un muchacho de nueve años, da respuesta al silencioso interrogatorio del cura que ya siente sus ojos humedecidos: “Nuestra madre está enferma. Pedrito no para de llorar en la cuna y Antonio, aún pequeño, sigue gritando en la cama de al lado…”

“¿Hay otros dos, entonces?”, pregunta Luis. “Sí, somos siete en total -responde el muchacho. Y a nuestro padre le toca hacer todo, pensar en todos. Raramente nos echan una mano, porque somos “los forasteros”.

Don Guanella escucha la historia con el corazón encogido. Entra en la casa, sube las escaleras y se asoma a la habitación: el padre acuna entre sus brazos al pequeño Antonio. Pedrito chilla en la humilde cuna de madera que el escuálido brazo de la madre mece lentamente. Ella se retuerce en la cama, intentando reprimir un dolor que le rasga las entrañas. Un rostro demacrado y amoratado, y una mirada que oscila entre Antonio y Pedrito. La habitación es un cuadro de trágico desamparo: la madre moribunda, el padre desolado, y junto a ellos, los hijos del dolor y la miseria. Y también un cura que se siente torpe porque no sabe cómo mostrar su ternura. Balbucea unas palabras. Nadie las recordará en el futuro. Pero cuando con sus grandes manos traza en el aire el signo de la cruz, todos caen de rodillas. Y también ellos, padres e hijos, quisieran agradecer con palabras a este sacerdote diferente, pero sus labios no consiguen despegarse.

El padre Luis abandona la casa, y abandona también su paseo. Vuelve sobre sus pasos, herido en la retina y en el corazón. De vez en cuando echa la vista atrás donde la pobre casa va empequeñeciendo. Y desde la distancia, aún le llega el llanto de un niño mezclado con un canto popular religioso cantado entre sollozos.

Poco después, dos mujeres vestidas de negro se acercan a la casa. Son las dos monjas que el padre Luis ha enviado. Saludan al artesano y entran en la casa: encienden el hogar, barren, friegan, limpian, ponen orden, preparan la comida. Los niños son aseados y lavados. La madre agradece con dulces lágrimas estos gestos de ternura a los que ella no está acostumbrada, e intenta proseguir con su papel de madre: arrullar a los más pequeños.

Las monjas –centinelas de la caridad- no abandonarán la casa. Pero la muerte está a punto de hacer sonar sus horas más tristes. Después de días de agonía insoportable, la mujer cierra los ojos en paz: se lleva con ella los rostros angustiados y asustados del marido y de los hijos, pero también una luz de esperanza a la que no sabe poner nombre. Las monjas la amortajan. El féretro desciende hasta el cementerio de cipreses, seguido de un reducido cortejo mudo. Unos días más tarde, un féretro aún más pequeño sigue idéntico camino. Y detrás, el mismo cortejo y la misma desolación: Antonio ha querido irse con su madre. Pequeña vida que sólo ha conocido su propio llanto y el abrazo de una madre crucificada por el dolor. 

Luis Guanella regresa otra tarde a esta desdichada casa y abraza entre lágrimas al padre. En el umbral de la puerta, una monja sostiene entre sus brazos a Pedrito. Los otros cinco hermanos los rodean. Poco después, Luis y la monja abandonan la casa, pero se llevan consigo a cinco hermanos, los más pequeños. Solo el mayor se queda en casa con el padre.

Estos cinco huérfanos vivirán y crecerán en la casa guaneliana de Como. Esta misma casa que, tiempo atrás, fue incendiada por los anticlericales que no podían soportar que Luis Guanella fuera faro de concordia y de fe en la ciudad, ha conocido una gran historia de amor: ser hogar y familia para cinco hermanos huérfanos.

Quien esto recuerda y quien esto agradece sintió, de niño, la caricia en su rostro y el abrazo en su cuerpo de un robusto cura montañés. Y todavía, pasados muchos años, se acuerda de la mirada bondadosa y alegre de Luis Guanella cuando encontraba a los cinco hermanos, revoltosos e inquietos, corriendo por la casa de Como.

El niño que gritaba en la cuna aquella tarde en que Luis se asomó a la habitación más triste del mundo era yo, Pedrito Bedont.






domingo, 5 de febrero de 2023

En casa de Miguel Hernández

 


Me llamo barro aunque Miguel me llame.

Barro es mi profesión y mi destino

que mancha con su lengua cuanto lame

He vuelto a abrir un viejo libro de poesía, Antología de Miguel Hernández, tal vez el primer libro que compré de poesía, una ejemplar de la editorial argentina Losada, de 1976 (8ª edición). Papel malo, amarillento, portada manoseada, poemas subrayados. Esta tarde he vuelto a Miguel Hernández (1910-1942). Me aprendí muchos poemas suyos en mi primera juventud.

He poblado tu vientre de amor y sementera,

he prolongado el eco de sangre a que respondo

y espero sobre el surco como el arado espera:

he llegado hasta el fondo

 


Visitar Orihuela y recorrer la casa donde vivió (hoy convertida en Museo) ha sido la excusa perfecta para releer al gran poeta orcelitano. Era una mañana fría del mes de enero, pero el sol daba de lleno en la fachada de la casa, a las afueras del pueblo, junto al monte San Miguel, y muy próxima al imponente Colegio de Santo Domingo.

Nada más entrar en la casa – éramos los únicos turistas- un plato de cebollas evocaba aquellos versos dedicados a su hijo, Nanas a la cebolla, y que escribió en la cárcel, poco después de recibir una carta de su mujer, Josefina Manresa, en la que le decía que se alimentaba de pan y cebolla.

La cebolla es escarcha

cerrada y pobre.

Escarcha de tus días

y de mis noches.

Hambre y cebolla,

hielo negro y escarcha

grande y redonda.

Tu risa me hace libre,

me pone alas.

Soledades me quita,

cárcel me arranca.

Es tu risa la espada

más victoriosa.

Vencedor de las flores

y las alondras.

Rival del sol.

Porvenir de mis huesos

 y de mi amor”.

 

Miguel Hernández había nacido en 1910, en una familia humilde, pero no especialmente pobre. La biografía de Miguel refleja, como pocas, el drama vivido en la España de los años treinta, donde tantísimos españoles andaban enfrentados por las ideologías y las banderías políticas, y donde todo el mundo se atrincheraba tras una idea, excusa perfecta para liarse a pedradas con el contrario. Miguel, de pequeño había estudiado en el colegio del Ave María y después en el Colegio de Santo Domingo, regentado por los jesuitas, que apreciaron la inteligencia del muchacho. Su familia vino a menos y durante unos años le tocó pastorear cabras, en medio de los palmerales de su pueblo natal. Un canónigo de la catedral, P. Luis Almarcha, le costeó la primera máquina de escribir, y le pagó la publicación de su primer libro de poemas.

Ni era el poeta cabrero, autodidacta, que algunos quisieron vender, ni tampoco el poeta ilustrado y formado que otros quieren presentar. Su formación osciló entre las aulas, los campos, el corral, el ordeño, el grupo local de poesía y las amistades influyentes como el propio Almarcha, los jesuitas o el poeta reconocido de Orihuela, Ramón Sijé, con el que trabaría una profunda amistad. El día de Nochebuena de 1935 muere, jovencísimo, Ramón Sijé, de septicemia, y Miguel Hernández le dedica uno de sus poemas más renombrados y perfectos, Elegía a Ramón Sijé.



Yo quiero ser llorando el hortelano

de la tierra que ocupas y estercolas,

compañero del alma, tan temprano.

Un manotazo duro, un golpe helado,

un hachazo invisible y homicida,

un empujón brutal te ha derribado.

Volverás a mi huerto y a mi higuera:

por los altos andamios de las flores

pajareará tu alma colmenera

de angelicales ceras y labores.

A las aladas almas de las rosas

del almendro de nata te requiero,

que tenemos que hablar de muchas cosas,

Compañero del alma, compañero.

 

Tras su viaje a Madrid y su contacto con algunos poetas de la capital, su conciencia de clase se fue agrandando y su apoyo a la República se hizo inequívoco. Renegó de la religión de sus padres y de su Orihuela natal. Pero Miguel no defendió sus ideas desde los despachos o los casinos de poetas ni desde los manifiestos inflamados de los intelectuales como hicieron muchos. Tampoco salió huyendo cuando las cosas se pusieron feas para la izquierda, como hicieron otros tantos. Él marchó al frente y desde allí defendió lo que creía, acertadamente o no, con las armas y con los versos. Fue la voz que enciende los ánimos, que insufla aliento a los que están a punto de rendirse. Él sabía, como Gabriel Celaya, que “la poesía es un arma cargada de futuro”. O como había escrito Jean Giraudoux “Desde el momento en el que se declara la guerra, es imposible frenar a los poetas. La rima sigue siendo el mejor tambor”. Fue encarcelado y juzgado. Se conmutó la pena de muerte por una condena de cárcel de 30 años. Los que le conocieron dicen que era un hombre con mucha verdad en sus rostro y en su boca, y fácil de querer. Tal vez por ello, o porque nadie quería otro poeta malogrado como Lorca, algunos de sus amigos del Bando Nacional intentaron salvarle. Había contraído la tuberculosis y era preciso trasladarlo con urgencia a un sanatorio. ¿Prefirió Miguel ser fiel a sus ideas políticas, en lugar de ser fiel a su familia y a su sangre de padre? Algunos de sus amigos le conminaron a retractarse de su pasado “erróneo” y a consentir casarse por la Iglesia, como su misma mujer se lo pidió en repetidas ocasiones, o el propio Luis Almarcha. Es el drama de los hombres a los que les toca vivir en años de plomo e ira, de rabia y sinrazón. En los últimos momentos de su vida, consintió en celebrar un matrimonio católico,  para que a Josefina se la pudiera llamar ‘viuda’ y para que a su hijo, Manolillo, se le pudiera considerar ‘legítimo’. La autorización para llevarlo al sanatorio no tardó en llegar, pero ya era demasiado tarde. Pocos días después, Miguel Hernández, con solo 31 años, abandonaba esta tierra, tal y como él había presagiado en sus versos Umbrío por la pena. Compartió la dramática suerte de tantísimos hombres y mujeres, de uno y otro bando, a los que tocó vivir en esos tiempos aciagos. 



Umbrío por la pena, casi bruno,

porque la pena tizna cuando estalla,

donde yo no me hallo no se halla

hombre más apenado que ninguno.

No podrá con la pena mi persona

Circundada de penas y de cardos…

¡Cuánto penar para morirse uno!

 

El poeta cabrero, el poeta del pueblo, el enamorado de Josefina, el amigo de Ramón Sijé, el hombre que escribía lo mismo en el huerto de casa, en el aprisco del corral, en el palmeral mientras las cabras triscaban, en la trinchera, en la cantina de confraternización, en la cárcel desolada y fría, dejaba para la posteridad un puñado de versos que con el tiempo serían apreciados unánimemente y recitados en escuelas y universidades. Uno de ellos podría ser El niño yuntero.

Carne de yugo, ha nacido

Más humillado que bello,

Con el cuello perseguido

Por el yugo para el cuello.

Me duele este niño hambriento

Como una grandiosa espina,

Y su vivir ceniciento

Revuelve mi alma de encina.

 

Durante mi juventud había un auténtico fervor poético, especialmente de los poetas proscritos en las décadas anteriores, Lorca, Hernández, Machado. Ediciones sucedían a ediciones. Y muchos cantautores encontraban en los versos los mejores textos para sus canciones, como así hicieron Serrat, Jarcha o Paco Ibáñez, por poner unos ejemplos. No sé si ahora los más jóvenes leen poemas. Tal vez la poesía esté reñida con el éxtasis de las redes sociales, los mensajes atropellados de whatapp y los tiempos tan prosaicos que vivimos. No lo sé. Hace poco leí que había más premios literarios y más concursos poéticos que lectores de poesía.

Las casas museos sólo suscitan emoción si uno ha frecuentado mucho la obra del que habitó esa casa. De lo contrario, no hay mucho que ver ni que admirar. Pero cuando se han leído los versos de Hernández, cobra sentido un plato de cebollas, la cama que compartía con su hermano Vicente, las sencillas acuarelas que él había pintado, las alpargatas con las que llegó a Madrid para hacerse “poeta”, la maleta de madera donde guardaba sus libros, algunos de sus retratos colgados en la pared, el huerto y sus surcos de coles, el limonero, la higuera del jardín a la que convoca al amigo muerto Ramón Sijé, el pozo del patio, la cocina, los cacharros de barro, el aprisco de las cabras…

El pueblo de Orihuela huele todavía a Miguel Hernández: la estación, el centro cívico, la casa del poeta, algún bar, el centro de estudios… Aunque me temo que esta devoción por el gran poeta es más institucional que popular. Cuando uno llega por tren a Orihuela, lo primero con lo que se encuentra es con una estatua suya de tamaño natural. Está inspirada en una fotografía famosa del poeta declamando sus versos. Los poetas, que van siempre a la esencia del ser humano, son los mejores notarios de los sentimientos de un pueblo, los mejores registradores de sus sentires y ansias, los que mejor saben olfatear los Vientos del pueblo:

Vientos del pueblo me llevan,

vientos del pueblo me arrastran,

me esparcen el corazón

y me aventan la garganta.

No soy de un pueblo de bueyes,

que soy de un pueblo que embargan

yacimientos de leones,

desfiladeros de águilas

y cordilleras de toros

con el orgullo en el asta.

Nunca medraron los bueyes

en los páramos de España.









domingo, 22 de enero de 2023

De humanos y de perros


    Esta vez empiezo mi artículo por la conclusión: una de las señales por las que podemos asegurar que la decadencia del mundo occidental ya está aquí es que ha llegado un momento en que una parte significativa de la sociedad pretende -y lo está consiguiendo- equiparar a mascotas y a personas en cuestión de derechos. Esto dicho con todos los matices del mundo.

He escuchado algunas conversaciones y he observado algunas cosas. Todas ellas me dejan perplejo. Asisto a la celebración de un cumpleaños en una terraza. Se habla de los planes para el verano. Uno de los asistentes comenta que marchará para Santander a pasar unos días en la playa para llevar al perro al mar porque el “pobre tiene derecho a disfrutar del agua y de la arena”. La madre, presente, espeta al hijo: “¿Así que el perro tiene derecho a que le lleves a la playa,  y tu abuelo, que camina con dificultad, no tiene derecho a que le saques a la calle a pasear una tarde?.

Cafetería en el centro de Valladolid. Una mujer entra con su perro, se sienta y sienta en otra silla también al perro. El camarero hace un gesto mohín, pero no dice nada. La mujer y el perro se quedan poco tiempo. A continuación, entran una madre y una niña de corta edad y van directas a sentarse en las dos sillas apenas desalojadas. Menos mal que el camarero aparta la silla antes de que la niña ponga sus posaderas en el mismo lugar que ocupaba el perro.

En una planta del Corte Inglés, una señora con un perraco al lado busca ropa. De repente el perro se orina abundantemente. Una mancha se extiende por el pavimento. La dueña del perro ni se inmuta. La dependienta avisa al servicio de limpieza. La chica de la limpieza, fregona en mano, empieza a recoger la micción perruna, con gesto de “¡no me lo puedo creer!”.

En una conversación de bar y ante la inminencia de la boda de un compañero, otro le pregunta, con total naturalidad: “¿Qué, perros o niños?”. La respuesta: “De momento, perros que no dan tantos quebraderos de cabeza”. Parece que muchas parejas se plantean ya este dilema.

Salgo a pasear a menudo por la senda de la Esgueva. Muchos de los caminantes van acompañados de perro. Hace décadas un perro de compañía era propio de las señoronas desocupadas y ociosas; hoy es la compañía solicitada por muchos jóvenes. Se da la casualidad que no veo a jóvenes paseando a sus abuelos. Cuando estos jóvenes eran niños, sus abuelos los cuidaron, les dieron la merienda en cualquier parque, corrieron detrás de ellos cuando amagaban cruzar a destiempo la carretera. Ahora que los abuelos ya no pueden ni moverse, dormitan en casa encima del sofá, apenas sin salir de casa. ¿Estamos dispuestos a sacar el perro en las mañanas más heladoras o cuando volvemos a las tantas del trabajo, y no estamos dispuestos a perder ni media hora, ya no por sacar de paseo a los abuelos, sino por acercarnos a su casa a darles un beso y preguntarles qué tal están?

En el pueblo siempre teníamos perros. Mi padre era pastor y los perros cumplían su tarea de arrear las ovejas y mantenerlas a raya para que no entrasen en los sembrados. Pero los perros tenían su lugar en el corral, y las personas en casa. Ahora, en cambio, permitimos que los perros laman a nuestros niños, pero no permitimos que un familiar anciano haga un repelús en la cabeza de esos mismos niños.

Ya hay más veterinarios que atienden a las mascotas que los que atienden al ganado de las granjas. Las clínicas de perros se multiplican. Llevamos al perro al dentista, a la peluquería e incluso al psicólogo, cuando lo vemos decaído. No está de más recordar que la mayoría de las personas mayores sufre, en algún momento, depresión y que en muchos casos la pasan sin que nadie se dé cuenta, con el ruido de fondo de la televisión como única compañía. Los alimentos de perros ocupan metros y metros en cualquier supermercado. Y en los tanatorios de mascotas, se organizan velatorios y se espera que familiares y amigos pasen a dar el pésame. Ya han surgido guarderías para perros, para que se les entretenga y divierta mientras sus dueños van a la oficina. El Financial Times, el periódico económico, invitaba a invertir en el sector de las mascotas porque en este 2023 será el sector que más crezca, a la par que el sector armamentístico, por razones obvias. Los bajos de cualquier inmueble están a todas horas llenos de orines de perros. Pero si vemos que un anciano se acerca a un arbusto a aliviarse porque su próstata no aguanta más, nos parece un guarro y un descarado. Y, aunque la gran mayoría de los dueños de mascotas son muy civilizados, por la mañana en mi camino al trabajo no es raro encontrarme con alguna ‘plasta’ canina. Se ve que la noche es propicia para hacerse el desentendido y dejar en el suelo los excrementos.

Claro que las mascotas hacen mucha compañía. Claro que los perros son de una fidelidad absoluta. Esto nadie lo duda. Como nadie debería poner en duda que los animales deben ser bien tratados. Me parece cruel el abandono de un perro o el maltrato gratuito de cualquier animal. Esto está fuera de discusión.

¿Cuánto tiempo dedican semanalmente algunos hijos a sus padres y algunos nietos a sus abuelos? ¿Y cuánto tiempo dedican a sus perros? Nos da asco asear a nuestros seres queridos y, en cuanto podemos, les encasquetamos el marrón a la enfermera o a la cuidadora, probablemente una mujer emigrante. Y en cambio, nos pasamos la vida agachándonos para recoger las cacas de los perros y limpiar el trasero del animal de compañía. De seguir así, al ser humano de este momento se le terminará por denominar “homo recogecacas”.

Según la última estadística de la empresa de servicios Aon, el censo de mascotas en España alcanza la cifra de 29 millones. Y el gasto medio por mascota puede llegar a los 106 euros mensuales (70 euros por alimentación, a los que hay que sumar otros posibles gastos: desparasitación, vacunas, juguetes, abrigo, seguro, curas, hospitalización, intervenciones, etc.). Por otro lado, hace poco la plataforma social Pienso, luego actúo, después de llevar a cabo una encuesta, decía que sólo uno de cada cuatro españoles colaboraba de forma habitual con una organización benéfica. El importe medio aportado por los donantes rondaría los 107 euros por año.

Ya quisieran algunos mayores recibir tantas atenciones y tanto tiempo de sus familiares como reciben las mascotas. Ya quisieran muchos niños de África comer la dieta variada y rica de las mascotas y tener tantos juguetes. Ya quisieran tantas personas solas y tristes sentir la misma empatía y cariño que los perros. El dicho aquel de “lleva una vida de perros” ha perdido todo significado. O significa justo lo contrario.









martes, 17 de enero de 2023

La ira interminable

 

        “Quién tiene fuerza, difícilmente se resiste a usarla”. Es una de las ideas principales de la pensadora Simone Weil. Ya sea la fuerza física, intelectual o social… Y esto podría aplicarse, grosso modo, a la historia de desigualdad entre hombres y mujeres a lo largo de la historia. El dominio del varón sobre la mujer tiene mucho que ver con la idea de fuerza física. Una fuerza bruta. Una fuerza que atemoriza y domina.

En el último mes las alarmas sociales han saltado. Muchos días nos hemos despertado con un nuevo caso de violencia contra las mujeres. Horrorizados, muchos son los que se preguntan por qué y hasta cuándo. Podemos llamarlo violencia machista, violencia de género, violencia doméstica, violencia a secas. Da igual el nombre. En el fondo se trata de asesinatos cometidos por hombres (parejas o exparejas contra las mujeres).

Desde hace años, la violencia contra las mujeres es un tema habitual entre la clase política, en los medios de comunicación y hasta en las conversaciones de café. En España, las noticias sobre la violencia machista abren telediarios y ocupan muchas páginas en los periódicos, algo que no sucede en todos los países, donde con cifras similares o superiores, sigue siendo un asunto bastante ‘invisible’.

La sociedad se escandaliza y se lleva las manos a la cabeza, se convocan manifestaciones, se suceden declaraciones políticas de buenas intenciones, nuevas acciones, nuevas normas, nuevas amenazas, nuevos castigos… La situación, en cambio, no mejora; la solución parece lejos. El Ministerio de Igualdad (a pesar de su elevadísimo presupuesto), creado ad hoc para esta y otras causas, parece encontrase paralizado, sin conseguir neutralizar las fuerzas oscuras que golpean a las mujeres un día sí y otro también. Parece una ira interminable.

Ni la condena de estas acciones, ni las sucesivas normas parecen demasiado efectivas contra esta violencia. ¿Por qué? El fenómeno es complejo porque se mezclan situaciones y sentimientos contradictorios: amor, desamor, odio, hijos, dependencias afectivas o económicas, dominio, sumisión, venganzas, chantajes emocionales, promesas de cambio, historias de perdón, convivencias tormentosas, intervalos de miel, celos… ¿No tiene remedio, es algo inevitable, debemos resignarnos a las estadísticas? ¿Por qué al amor y a la armonía suceden tan a menudo el odio y el resentimiento? ¿Debemos, además de condenar cada asesinato, analizar fría y racionalmente las causas, crear conciencia, trabajar valores como el respeto y la empatía, y mejorar como sociedad?

Raramente nos ocupamos de las causas de esta lacra. ¿Por qué un hombre utiliza su fuerza para golpear, herir o matar a la mujer que un día creyó amar o, presuntamente, cree amar todavía? ¿Por qué no se puede disolver por las buenas la convivencia cuando aparecen desavenencias serias o simplemente cuando uno de los dos ya no quiere continuar esa relación?

Ya sé que no solo las mujeres sufren la violencia, también algunos hombres la sufren, aunque sea en menor medida y de otro tipo. Pero el hecho incontestable es que la violencia última, la que llega al asesinato, tiene como víctimas a las mujeres y, como autores, a los hombres (casi siempre).

Cuando empecé a escribir esto, encontré en google cantidad de artículos que hablaban del fenómeno de la violencia de género, de las estadísticas, del comportamiento de los maltratadores y del de las víctimas, de las consecuencias para los hijos, pero muy poco sobre las causas de esta violencia. Decir que estamos en una sociedad machista es una causa tan generalista que no explica nada.

A mí, a bote pronto, me vienen a la cabeza algunas causas:

La dificultad de tantos varones para controlar su ira, su rabia y su frustración y la facilidad para hacer uso de la fuerza física, como un ‘argumento definitivo y contundente’, cuando en el fondo demuestra a las claras su incapacidad para la palabra y el diálogo, para dirimir las diferencias con serenidad y respeto. De hecho, como si de un ‘entrenamiento’ perverso se tratase, niños y adolescentes ejercen violencia en el recreo, en la discoteca, en el deporte y, finalmente, en el hogar. Estas actitudes deberían ser cortadas sin contemplaciones. Y esas fuerzas oscuras deberían ser educadas y canilizadas.

La sobreprotección de los hijos está fomentando niños egoístas que creen que el mundo gira y debe girar a su alrededor. Resulta curioso que muchas mujeres que, con razón, exigen a sus parejas compartir tareas y obligaciones de la casa, eximan de ellas a los hijos. Crecen así niños sin normas y sin cortapisas, lo que tarde o temprano forma caracteres caprichosos, incapaces de aceptar la frustración. Para muchos hijos, la casa es un hotel con sirvientes y criados (los padres) y con una permisividad tan grande donde cada uno puede hacer lo que le plazca: entrar y salir de casa sin horarios, comer cuando y lo que a uno le apetezca, gastar como manirrotos, faltar el respeto a los padres o desobedecerles. En definitiva, muchos jóvenes crecen sin que nadie les haya dicho lo que está bien y lo que está mal, y por lo tanto, incapaces de afrontar una convivencia con la pareja que exige dialogar, pactar, ceder, renunciar, compartir tareas, contar constantemente y a cada momento con el otro.

La pornografía ofrece la visión más distorsionada que se pueda dar de una mujer. El fácil acceso a la pornografía a un golpe de clic hace caer fácilmente a jóvenes en ella. Muchos hombres tienen dificultad para distinguir entre pornografía, que es fantasía y relato ficticio, y realidad, que es otra cosa bien distinta, con la consiguiente frustración y rabia: ni ellos son los actores pornos tan maravillosos, ni sus compañeras son las actrices pornos tan desinhibidas que aparecen en las películas. Los estereotipos de la pornografía, con mujeres condescendientes, encantadas de ser tratadas como objetos, deseosas de ser dominadas, de complacer en todo al varón, hasta en sus fantasmagorías de dominación, no tienen nada que ver con la realidad sexual de una pareja normal en la que entra la ternura, el diálogo, la comprensión, la seducción, la palabra, la caricia, el elogio, el afecto… En una relación íntima no sólo cuenta el cuerpo, sino también la mente y el corazón.

En esta sociedad multicultural, multiétnica, no es fácil conjugar los valores democráticos de nuestras sociedades europeas con otras formas de entender el mundo, la libertad y la relación entre los sexos. Aunque no está permitido decirlo públicamente ni hacerlo patente en las estadísticas, todos sabemos que no pocas víctimas de la violencia pertenecen a comunidades de otras latitudes geográficas, con otras creencias religiosas o culturales o étnicas, con formas distintas de entender la ‘igualdad’. Hombres de otras procedencias que difícilmente soportan las costumbres occidentales ni esa libertad y emancipación de las mujeres a la hora de relacionarse, comportarse o disponer de su vida.

            Muchos hombres se sienten ofendidos y marginados, pues piensan que las leyes favorecen excesivamente a las mujeres a la hora de un divorcio o de una tutela de los hijos. Es preciso reconocer que una simple denuncia contra un hombre por malos tratos es una condena social, laboral, emocional difícil de soportar. Y que cuando la denuncia es infundada o es falsa, y el juicio declara inocente al hombre, el daño ya está hecho. Y el estigma lo persigue de por vida. Las medidas para proteger a las mujeres hacen pensar a muchos hombres en su propia desprotección. Las denuncias falsas, que también las hay, tienen un efecto devastador sobre los hombres acusados, al mismo tiempo que hacen un flaco servicio a la causa feminista (baste recordar las denuncias de la asociación de mujeres Infancia Libre que acusó a varios hombres de haber abusado de sus propios hijos). Ante la sola amenaza de una denuncia, algunos hombres se sienten acorralados y perdidos, y golpean sin piedad.  

La atracción insana que algunos hombres canallas ejercen sobre algunas mujeres añade otro elemento de confusión a este asunto. Con demasiada frecuencia, después del primer maltrato, llega una lacrimógena petición de perdón por parte del varón y un ‘no volverá a ocurrir” o también “si hago esto es porque te quiero con locura y quiero que seas siempre mía”, o  “no podría vivir sin ti”. A esto, sigue el perdón por parte de la mujer. Empieza una tregua de “luna de miel’. Y todo queda ahí en el secreto de la pareja. Y así se suceden las segundas, terceras y cuartas oportunidades y perdones. Casi siempre es un error, porque muy raramente hay una enmienda definitiva por parte del agresor. La convivencia se deteriora y los maltratos suben de grado. Cuando una mujer se determina a denunciar, a veces ya es tarde.

Pero creo que la principal causa de esta violencia está en la mente de tantos hombres maltratadores: considerar a la mujer como una propiedad personal. “La maté porque era mía”, hemos escuchado en más de una ocasión. Mientras un hombre considere a una mujer como propiedad suya, difícilmente se saldrá de esta espiral. A las propiedades les atribuimos una característica: están a mi exclusivo servicio, ya sea un coche, una casa, una bebida, una camisa o unos billetes. Pero con las personas esto no funciona. A nadie se le puede exigir que sea un autómata que nos diga a todo que sí. Nadie es un apéndice, un objeto, un complemento, un adorno. Todo ser humano ha sido destinado para la libertad. Puede que en algún tiempo o momento, su libertad le indique que quiere acampar al lado de alguien, con un rostro y un nombre concretos. Pero tal vez, si las circunstancias cambian, en otro momento prefiera volar a otro árbol y por otros cielos. La familia, la escuela y la sociedad tienen que trabajar por un cambio de mentalidad que elimine cualquier tipo de violencia física, psicológica y emocional en la relación entre hombres y mujeres y en el seno de las familias.

Asumir la libertad de la otra parte es la más suprema forma de amor. Todo lo demás, no cuenta. Quien bien te quiere, nunca te golpeará ni te herirá. Nadie puede disponer de la vida de nadie, porque nadie es de nadie. Frente a un egoísmo masculino infantil, caprichoso, lleno de rabia ante cualquier frustración, solo cabe la madurez personal y altas dosis de generosidad y de respeto. Lévinas escribió que el rostro del otro es siempre un mandato para quien lo mira: “no me matarás”. No lo olvidemos y aprendamos a inculcarlo en los más pequeños.





miércoles, 4 de enero de 2023

Benedicto XVI: encuentro con Jesús

 


“No me encamino hacia el final, me encamino hacia el encuentro”. Fue una de sus lúcidas frases en los días en que anunció su renuncia al ministerio petrino en 2013. Estas pocas palabras podrían resumir su trayectoria vital de creyente, intelectual, teólogo, profesor, arzobispo, prefecto, papa… Pero ha sido en los últimos nueve años, cuando hemos podido ver que la vida de Joseph Ratzinger no caminaba hacia un final sin sentido, un final de debilidad y muerte, sino hacia el encuentro con una persona que había dado sentido a toda su larga existencia de 95 años: Jesús.

            Su pontificado se situó entre dos titanes: Juan Pablo II y Francisco, ambos con una personalidad desbordante, tal vez arrolladora, con un fuerte sentido de su papel como pontífices, ambos extrovertidos, amigos de frases lapidarias, creadores de eslóganes, populares, quizás en cierto modo populistas a lo divino, martillos de ideologías, el uno del comunismo, el otro del capitalismo… En este contexto, Benedicto apareció como un puentecillo frágil en medio de dos riberas de exultantes flores y frutos. Benedicto fue el leal colaborador de Juan Pablo II que puso sobre la mesa lo temas con los que tuvo que lidiar y resolver Francisco.

            Benedicto fue un Papa vilipendiado y caricaturizado, especialmente en España, país al que dedicó una atención privilegiada y al que visitó en tres ocasiones, algo que no ocurrió con ningún otro. Desde el momento en que su figura, tímida, apareció en el balcón de la fachada de San Pedro, lo quisieron presentar como un simpatizante del nazismo, únicamente por una fotografía en la que aparece como miembro de las juventudes hitlerianas, cuando era apenas un niño. Él, como tantos menores alemanes, fue una víctima, forzada a alistarse. Nos lo quisieron presentar como inquisidor, intolerante, inflexible, el “panzerKardinal” o el “rottweiler de Dios”, por haber presidido el Dicasterio de la Doctrina de la Fe, en un momento de fuertes tensiones teológicas, cuando junto a teólogos propositivos e incomprendidos, crecían otros desnortados, teólogos-estrella, y más amigos de la ruptura que de la comunión. Ratzinger nunca rehuyó el diálogo y la escucha de los disidentes, aunque mantuvo una firmeza propia del cargo que ocupaba y de la misión encomendada a ese Dicasterio: preservar y custodiar el legado de la fe. Era tal la talla de Ratzinger como teólogo, como intelectual, tal su competencia bíblica que no pocos teólogos hubieran preferido medirse con un prefecto menos competente, menos inteligente. Pero con Ratzinger no valían subterfugios, ni eslóganes facilones, sino sólo argumentos sólidos e irrefutables. Sabía que “quien tiene una fe clara, según el Credo de la Iglesia, a menudo es tachado de fundamentalista”.

            Fue él quien inició, sin contemplaciones, la lucha contra los abusos sexuales en el seno de la Iglesia, verdadera peste, uno de los episodios más vergonzosos de la Iglesia Católica. Benedicto no temía la verdad. En cierta forma, él fue un profeta de la verdad, y creía que la Iglesia nada perdía mirando de frente la suciedad que desde hacía años se extendía por colegios, seminarios y parroquias. Cuando muchos clérigos se escudaban en que todo era una conjura de los medios de comunicación, él dijo que “esto está sucediendo por los pecados cometidos por la propia Iglesia, y no por los ataques de la prensa o de los enemigos”. Las manchas en la túnica de Cristo no eran culpa de las víctimas o de quienes las descubrían, sino de curas y frailes que durante años la habían ensuciado con sus pecados en medio de una total impunidad.

            Fue un Papa incomprendido, porque en un mundo de lo políticamente correcto, de relativismo moral, de mentiras en envoltorios que parecen de verdad, de genuflexiones vergonzantes y serviles a los dictados de la moda, de la mundanidad y de las corrientes en boga en cada momento, Benedicto buscaba la verdad, no lo que cada año es correcto o suena bien, o baila al son de la música de este mundo. Bastaba una frase malinterpretada o sacada de contexto para iniciar una campaña de desprestigio. Ejemplo de todo esto podría ser su célebre discurso pronunciado en la Universidad de Ratisbona en la que citó unas líneas del emperador Bizantino Manuel II Paleólogo, sobre la violencia ejercida en nombre de la fe. Un razonado y profundo discurso académico fue reducido a una frase, a una supuesta condena del islamismo. Muchos musulmanes la emprendieron violentamente contra los cristianos, al mismo tiempo que muchos católicos encontraron la excusa para tildarlo de fundamentalista.

            Escribió hermosos libros para acercar al creyente al Evangelio. No tenían nada de dogmáticos, sino que buscaban una vivencia interior de la fe, postulando un diálogo sereno entre fe y razón, entre cultura contemporánea y cristianismo, entre creyentes y no creyentes. En una sociedad donde todo mensaje de más de 140 caracteres es ya un discurso soporífero, era difícil encontrar lectores que se tomasen una media hora de tiempo para leer y subrayar sus palabras. Sucedió, por ejemplo, que cuando escribió un libro sobre la Infancia de Jesús, los medios de comunicación crearon una polémica vacía que dio la vuelta al mundo: en una página del libro, de pasada, escribió que en los evangelios no se menciona al buey ni a la mula. Ninguna novedad, porque, efectivamente, no consta la presencia de estos animales en el nacimiento de Jesús. Sin embargo, los periódicos lograron reducir grotescamente un hermoso libro sobre Jesús a un asunto intrascendente como el del buey y la mula.

            Sería una pena y una banalidad resumir el Papado de Benedicto XVI a su renuncia, algo histórico, ciertamente. Evidentemente, Benedicto empezó a notar cómo las fuerzas físicas empezaban a mermar, pero fue su humildad y la conciencia de pequeñez para el gobierno de la Iglesia, las que le llevaron a renunciar al pontificado y a convocar un nuevo cónclave. No era un hombre aferrado al poder, sino “un humilde trabajador en la viña del Señor”, y por ello quiso que otro, con más fuerzas o con más capacidad de gobierno, pudiera hacer frente a los numerosos desafíos que la Iglesia Católica tenía en ese momento. Fue una renuncia providencial. La llegada de Francisco culminó muchas de las tareas emprendidas por Benedicto: la tolerancia cero en el caso de los abusos sexuales (Benedicto se había reunido y escuchado a las víctimas), la reforma de la anquilosada y mafiosa curia vaticana (“un inocente rodeado de cuervos”, escribió un periodista italiano en alusión a Benedicto), la necesidad de un papel de las mujeres en la Iglesia (como ha manifestado Lucetta Scaraffia), la transparencia en las procelosas cuentas vaticanas, la búsqueda de una Iglesia más cercana a los pobres (también Benedicto comió con los mendigos y sin techo), el camino hacia los que piensan distinto, teológicamente hablando, como lo atestigua su largo encuentro con Hans Kung, su preocupación  por la pobreza o la ecología, como lo asevera su encíclica Caritas in veritate, la búsqueda de un Dios a partir de la belleza del arte o de la liturgia… Su secretario personal, Georg Gänswein, afirmó en una ocasión que al “Papa emérito le había tocado vivir en un tiempo de lobos”.

            Cuando en 2011 acudí a Roma para la canonización de Luis Guanella, comprobé la respetuosa escucha de miles de feligreses en la Plaza de San Pedro. Nadie flameaba banderas o pancartas durante la Santa Misa. Sus discursos no se interrumpían con interminables aplausos en un ambiente de cristianismo triunfante, liturgias que rozaban lo chabacano y papolatría exacerbada, similar a la que suscitan los cantantes de rock. Su voz, monocorde, estaba muy alejada de la oratoria teatral y barroca, que fácilmente levanta entusiasmos y despliega aplausos, tras una frase lapidaria. Él era el sabio que, en tono íntimo y confidencial, transmite una historia a los hijos reunidos alrededor. Nada más lejos de su estilo que el eslogan hueco de nuestros tiempos. El discurso sobre la vida de Jesús, el pensamiento que aúna razón y fe, el análisis sobre Dios y mundo, precisan del argumento, de la exposición ordenada, del análisis pormenorizado, de las preguntas inteligentes que invitan a la reflexión y de las conclusiones que abren espacios para ulteriores preguntas y meditaciones.

            Creo que el pontificado de Benedicto XVI no terminó el 28 de febrero de 2013 cuando a las 8 de la tarde se cerró el portón de Palacio de Castengaldolfo y se puso en marcha el cónclave, sino que ha durado hasta las 9:15 de la mañana de la pasada Nochevieja. Con su renuncia, silencio, estudio, oración y contemplación, Benedicto siguió ejerciendo un Magisterio.  

            Con sus sombras, sus errores, sus fallos y sus pecados, como todo ser humano y más cuando se tienen altísimas responsabilidades, Benedicto fue un hombre coherente con su fe. El hombre que visitó en la celda y perdonó a su mayordomo, Paolo Gabriele, que le había traicionado, sustrayendo y filtrando a la prensa documentos sensibles… el hombre que cada jueves, cuando era prefecto del Dicasterio, desayunaba con el anciano conserje del edificio… el hombre que lloró cuando se reunió en Malta con víctimas de abusos sexuales por parte de sacerdotes católicos, el hombre que, sin cámaras y sin fotos, dialogó con teólogos situados en las antípodas de su pensamiento… el hombre que corregía con expresiones más suaves la redacción de la correspondencia, a veces seca y tajante, del Dicasterio… no era el inflexible y severo Papa que nos quisieron mostrar.

En la mañana del 31 de diciembre de 2022, mientras, caminando junto a un amigo, despedía el año por la senda de la Esgueva, la vida de Benedicto se apagaba. Dicen que sus últimas palabras fueron “Jesus, ich liebe dich” (Jesús, te amo). Se puede ser creyente, agnóstico, ateo o anticlerical, pero cuando un hombre, con el poco aliento que le queda en la garganta, se despide de este mundo con el nombre del amado en sus labios, merece un respeto por su coherencia hasta el final de sus días.

Termino con un pensamiento de Benedicto que refleja muy bien su confianza en Dios, amigo misericordioso: "Muy pronto me presentaré ante al juez definitivo de mi vida. Aunque pueda tener muchos motivos de temor y miedo cuando miro hacia atrás en mi larga vida, me siento, sin embargo, feliz porque creo firmemente que el Señor no solo es el juez justo, sino también el amigo y el hermano que ya padeció Él mismo mis deficiencias y por eso, como juez, es también mi abogado (Paráclito). En vista de la hora del juicio, la gracia de ser cristiano se hace evidente para mí. Ser cristiano me da el conocimiento y, más aún, la amistad con el juez de mi vida y me permite atravesar con confianza la oscura puerta de la muerte”.













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