Dostoievski escribió en Memorias de la Casa
muerta sus recuerdos del tiempo que pasó en una cárcel de Siberia. No es un
libro tétrico, ni el autor se deleita en contarnos la indignidad en la que
vivían. Podríamos decir que, sin escamotear las escenas de pobreza, los palos
que recibían por cualquier motivo, las condiciones pésimas de alimentación o de
higiene, Dostoievski sabe ver el lado humano del asunto, el lado a veces
esperanzado de la prisión. Quizás por todo ello lo que más me ha llamado la
atención ha sido el capítulo dedicado a la obra teatral que los propios presos
montaron en la cárcel. Con trapos supieron hacer un telón o disfrazarse de
señoritas. En este momento de solaz, de creatividad, de colaboración, los
presos dieron lo mejor de sí, mejoraron su actitud, se ilusionaron por algo,
rompieron la monotonía grisácea del penal. "Ha bastado con permitir a
estas pobres gentes que vivieran a sus anchas por un rato, que pasaran al menos
una hora apartados de la rutina del penal, y estos hombres se han transformado
moralmente". "Los reclusos se separan alegres, satisfechos, elogian a
los actores, dan las gracias al suboficial. No se oye ni la menor discusión.
Todos están contestos, cosa insólita en ellos, parecen incluso felices, y se
duermen con la conciencia tranquila, algo a lo que nos están
acostumbrados".
Los piojos, los chinches, la bazofia que comen,
los trabajos forzados, los baños indignantes apenas dos veces al año, los
castigos corporales que los dejaban molidos a palos por cualquier motivo, los grilletes
que llevaban a cuesta las 24 horas del día, la muerte dramática de un compañero
en el hospital... todo puede ser olvidado gracias a esa capacidad innata en el
ser humano de buscar una lucecilla para soportar la noche cerrada.
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