lunes, 15 de febrero de 2016

Flor de almendro: contra toda prudencia



    Había caído un sonoro chaparrón, acompañado de fuerte viento, a eso de las cuatro de la tarde. Pero pocos minutos después el viento barrió las nubes, el sol salió majestuoso, la temperatura subió unos grados y la tarde se hizo primavera: azul, luminosa y límpida.

    Me calcé mis zapatillas y me eché al camino de Renedo, que transcurre al lado de la Esgueva y de tierras de labrantío, cebadas y maizales. La Esgueva es un río chico o un garrido arroyo, como le queramos llamar. El camino de grava ha absorbido ya el chubascón y se camina con facilidad y sin barros. Los almendros han florecido. Más pronto que nunca, al menos que yo recuerde. Hay una hermosura en esta frágil flor, tan delicada, casi translucida, que desconcierta y embelesa a la vez. Los almendros siempre se adelantan, como todo el mundo sabe.
    Se ve que los almendros tienen muchas cualidades, pero no la de la prudencia. Si fueran prudentes y astutos florecerían unas semanas después para asegurarse que las heladas no les iban a arruinar su belleza y su fruto. Pero el almendro, cree, contra toda previsión y buen sentido, contra todo diagnóstico y estudio sesudo, que anunciar la primavera, pregonar la esperanza aún en medio del largo invierno, merece la pena. Luego, quizás, lo pague caro. Y es este temblor ante el futuro incierto de la flor del almendro, lo que la hace increíblemente bella y esperanzadamente hermosa. Por eso uno ama tanto la flor del almendro, porque tiene el arrojo y la osadía de la juventud y no la amarga previsión y la reseca prudencia de la ancianidad.

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