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martes, 17 de enero de 2023

La ira interminable

 

        “Quién tiene fuerza, difícilmente se resiste a usarla”. Es una de las ideas principales de la pensadora Simone Weil. Ya sea la fuerza física, intelectual o social… Y esto podría aplicarse, grosso modo, a la historia de desigualdad entre hombres y mujeres a lo largo de la historia. El dominio del varón sobre la mujer tiene mucho que ver con la idea de fuerza física. Una fuerza bruta. Una fuerza que atemoriza y domina.

En el último mes las alarmas sociales han saltado. Muchos días nos hemos despertado con un nuevo caso de violencia contra las mujeres. Horrorizados, muchos son los que se preguntan por qué y hasta cuándo. Podemos llamarlo violencia machista, violencia de género, violencia doméstica, violencia a secas. Da igual el nombre. En el fondo se trata de asesinatos cometidos por hombres (parejas o exparejas contra las mujeres).

Desde hace años, la violencia contra las mujeres es un tema habitual entre la clase política, en los medios de comunicación y hasta en las conversaciones de café. En España, las noticias sobre la violencia machista abren telediarios y ocupan muchas páginas en los periódicos, algo que no sucede en todos los países, donde con cifras similares o superiores, sigue siendo un asunto bastante ‘invisible’.

La sociedad se escandaliza y se lleva las manos a la cabeza, se convocan manifestaciones, se suceden declaraciones políticas de buenas intenciones, nuevas acciones, nuevas normas, nuevas amenazas, nuevos castigos… La situación, en cambio, no mejora; la solución parece lejos. El Ministerio de Igualdad (a pesar de su elevadísimo presupuesto), creado ad hoc para esta y otras causas, parece encontrase paralizado, sin conseguir neutralizar las fuerzas oscuras que golpean a las mujeres un día sí y otro también. Parece una ira interminable.

Ni la condena de estas acciones, ni las sucesivas normas parecen demasiado efectivas contra esta violencia. ¿Por qué? El fenómeno es complejo porque se mezclan situaciones y sentimientos contradictorios: amor, desamor, odio, hijos, dependencias afectivas o económicas, dominio, sumisión, venganzas, chantajes emocionales, promesas de cambio, historias de perdón, convivencias tormentosas, intervalos de miel, celos… ¿No tiene remedio, es algo inevitable, debemos resignarnos a las estadísticas? ¿Por qué al amor y a la armonía suceden tan a menudo el odio y el resentimiento? ¿Debemos, además de condenar cada asesinato, analizar fría y racionalmente las causas, crear conciencia, trabajar valores como el respeto y la empatía, y mejorar como sociedad?

Raramente nos ocupamos de las causas de esta lacra. ¿Por qué un hombre utiliza su fuerza para golpear, herir o matar a la mujer que un día creyó amar o, presuntamente, cree amar todavía? ¿Por qué no se puede disolver por las buenas la convivencia cuando aparecen desavenencias serias o simplemente cuando uno de los dos ya no quiere continuar esa relación?

Ya sé que no solo las mujeres sufren la violencia, también algunos hombres la sufren, aunque sea en menor medida y de otro tipo. Pero el hecho incontestable es que la violencia última, la que llega al asesinato, tiene como víctimas a las mujeres y, como autores, a los hombres (casi siempre).

Cuando empecé a escribir esto, encontré en google cantidad de artículos que hablaban del fenómeno de la violencia de género, de las estadísticas, del comportamiento de los maltratadores y del de las víctimas, de las consecuencias para los hijos, pero muy poco sobre las causas de esta violencia. Decir que estamos en una sociedad machista es una causa tan generalista que no explica nada.

A mí, a bote pronto, me vienen a la cabeza algunas causas:

La dificultad de tantos varones para controlar su ira, su rabia y su frustración y la facilidad para hacer uso de la fuerza física, como un ‘argumento definitivo y contundente’, cuando en el fondo demuestra a las claras su incapacidad para la palabra y el diálogo, para dirimir las diferencias con serenidad y respeto. De hecho, como si de un ‘entrenamiento’ perverso se tratase, niños y adolescentes ejercen violencia en el recreo, en la discoteca, en el deporte y, finalmente, en el hogar. Estas actitudes deberían ser cortadas sin contemplaciones. Y esas fuerzas oscuras deberían ser educadas y canilizadas.

La sobreprotección de los hijos está fomentando niños egoístas que creen que el mundo gira y debe girar a su alrededor. Resulta curioso que muchas mujeres que, con razón, exigen a sus parejas compartir tareas y obligaciones de la casa, eximan de ellas a los hijos. Crecen así niños sin normas y sin cortapisas, lo que tarde o temprano forma caracteres caprichosos, incapaces de aceptar la frustración. Para muchos hijos, la casa es un hotel con sirvientes y criados (los padres) y con una permisividad tan grande donde cada uno puede hacer lo que le plazca: entrar y salir de casa sin horarios, comer cuando y lo que a uno le apetezca, gastar como manirrotos, faltar el respeto a los padres o desobedecerles. En definitiva, muchos jóvenes crecen sin que nadie les haya dicho lo que está bien y lo que está mal, y por lo tanto, incapaces de afrontar una convivencia con la pareja que exige dialogar, pactar, ceder, renunciar, compartir tareas, contar constantemente y a cada momento con el otro.

La pornografía ofrece la visión más distorsionada que se pueda dar de una mujer. El fácil acceso a la pornografía a un golpe de clic hace caer fácilmente a jóvenes en ella. Muchos hombres tienen dificultad para distinguir entre pornografía, que es fantasía y relato ficticio, y realidad, que es otra cosa bien distinta, con la consiguiente frustración y rabia: ni ellos son los actores pornos tan maravillosos, ni sus compañeras son las actrices pornos tan desinhibidas que aparecen en las películas. Los estereotipos de la pornografía, con mujeres condescendientes, encantadas de ser tratadas como objetos, deseosas de ser dominadas, de complacer en todo al varón, hasta en sus fantasmagorías de dominación, no tienen nada que ver con la realidad sexual de una pareja normal en la que entra la ternura, el diálogo, la comprensión, la seducción, la palabra, la caricia, el elogio, el afecto… En una relación íntima no sólo cuenta el cuerpo, sino también la mente y el corazón.

En esta sociedad multicultural, multiétnica, no es fácil conjugar los valores democráticos de nuestras sociedades europeas con otras formas de entender el mundo, la libertad y la relación entre los sexos. Aunque no está permitido decirlo públicamente ni hacerlo patente en las estadísticas, todos sabemos que no pocas víctimas de la violencia pertenecen a comunidades de otras latitudes geográficas, con otras creencias religiosas o culturales o étnicas, con formas distintas de entender la ‘igualdad’. Hombres de otras procedencias que difícilmente soportan las costumbres occidentales ni esa libertad y emancipación de las mujeres a la hora de relacionarse, comportarse o disponer de su vida.

            Muchos hombres se sienten ofendidos y marginados, pues piensan que las leyes favorecen excesivamente a las mujeres a la hora de un divorcio o de una tutela de los hijos. Es preciso reconocer que una simple denuncia contra un hombre por malos tratos es una condena social, laboral, emocional difícil de soportar. Y que cuando la denuncia es infundada o es falsa, y el juicio declara inocente al hombre, el daño ya está hecho. Y el estigma lo persigue de por vida. Las medidas para proteger a las mujeres hacen pensar a muchos hombres en su propia desprotección. Las denuncias falsas, que también las hay, tienen un efecto devastador sobre los hombres acusados, al mismo tiempo que hacen un flaco servicio a la causa feminista (baste recordar las denuncias de la asociación de mujeres Infancia Libre que acusó a varios hombres de haber abusado de sus propios hijos). Ante la sola amenaza de una denuncia, algunos hombres se sienten acorralados y perdidos, y golpean sin piedad.  

La atracción insana que algunos hombres canallas ejercen sobre algunas mujeres añade otro elemento de confusión a este asunto. Con demasiada frecuencia, después del primer maltrato, llega una lacrimógena petición de perdón por parte del varón y un ‘no volverá a ocurrir” o también “si hago esto es porque te quiero con locura y quiero que seas siempre mía”, o  “no podría vivir sin ti”. A esto, sigue el perdón por parte de la mujer. Empieza una tregua de “luna de miel’. Y todo queda ahí en el secreto de la pareja. Y así se suceden las segundas, terceras y cuartas oportunidades y perdones. Casi siempre es un error, porque muy raramente hay una enmienda definitiva por parte del agresor. La convivencia se deteriora y los maltratos suben de grado. Cuando una mujer se determina a denunciar, a veces ya es tarde.

Pero creo que la principal causa de esta violencia está en la mente de tantos hombres maltratadores: considerar a la mujer como una propiedad personal. “La maté porque era mía”, hemos escuchado en más de una ocasión. Mientras un hombre considere a una mujer como propiedad suya, difícilmente se saldrá de esta espiral. A las propiedades les atribuimos una característica: están a mi exclusivo servicio, ya sea un coche, una casa, una bebida, una camisa o unos billetes. Pero con las personas esto no funciona. A nadie se le puede exigir que sea un autómata que nos diga a todo que sí. Nadie es un apéndice, un objeto, un complemento, un adorno. Todo ser humano ha sido destinado para la libertad. Puede que en algún tiempo o momento, su libertad le indique que quiere acampar al lado de alguien, con un rostro y un nombre concretos. Pero tal vez, si las circunstancias cambian, en otro momento prefiera volar a otro árbol y por otros cielos. La familia, la escuela y la sociedad tienen que trabajar por un cambio de mentalidad que elimine cualquier tipo de violencia física, psicológica y emocional en la relación entre hombres y mujeres y en el seno de las familias.

Asumir la libertad de la otra parte es la más suprema forma de amor. Todo lo demás, no cuenta. Quien bien te quiere, nunca te golpeará ni te herirá. Nadie puede disponer de la vida de nadie, porque nadie es de nadie. Frente a un egoísmo masculino infantil, caprichoso, lleno de rabia ante cualquier frustración, solo cabe la madurez personal y altas dosis de generosidad y de respeto. Lévinas escribió que el rostro del otro es siempre un mandato para quien lo mira: “no me matarás”. No lo olvidemos y aprendamos a inculcarlo en los más pequeños.





miércoles, 4 de enero de 2023

Benedicto XVI: encuentro con Jesús

 


“No me encamino hacia el final, me encamino hacia el encuentro”. Fue una de sus lúcidas frases en los días en que anunció su renuncia al ministerio petrino en 2013. Estas pocas palabras podrían resumir su trayectoria vital de creyente, intelectual, teólogo, profesor, arzobispo, prefecto, papa… Pero ha sido en los últimos nueve años, cuando hemos podido ver que la vida de Joseph Ratzinger no caminaba hacia un final sin sentido, un final de debilidad y muerte, sino hacia el encuentro con una persona que había dado sentido a toda su larga existencia de 95 años: Jesús.

            Su pontificado se situó entre dos titanes: Juan Pablo II y Francisco, ambos con una personalidad desbordante, tal vez arrolladora, con un fuerte sentido de su papel como pontífices, ambos extrovertidos, amigos de frases lapidarias, creadores de eslóganes, populares, quizás en cierto modo populistas a lo divino, martillos de ideologías, el uno del comunismo, el otro del capitalismo… En este contexto, Benedicto apareció como un puentecillo frágil en medio de dos riberas de exultantes flores y frutos. Benedicto fue el leal colaborador de Juan Pablo II que puso sobre la mesa lo temas con los que tuvo que lidiar y resolver Francisco.

            Benedicto fue un Papa vilipendiado y caricaturizado, especialmente en España, país al que dedicó una atención privilegiada y al que visitó en tres ocasiones, algo que no ocurrió con ningún otro. Desde el momento en que su figura, tímida, apareció en el balcón de la fachada de San Pedro, lo quisieron presentar como un simpatizante del nazismo, únicamente por una fotografía en la que aparece como miembro de las juventudes hitlerianas, cuando era apenas un niño. Él, como tantos menores alemanes, fue una víctima, forzada a alistarse. Nos lo quisieron presentar como inquisidor, intolerante, inflexible, el “panzerKardinal” o el “rottweiler de Dios”, por haber presidido el Dicasterio de la Doctrina de la Fe, en un momento de fuertes tensiones teológicas, cuando junto a teólogos propositivos e incomprendidos, crecían otros desnortados, teólogos-estrella, y más amigos de la ruptura que de la comunión. Ratzinger nunca rehuyó el diálogo y la escucha de los disidentes, aunque mantuvo una firmeza propia del cargo que ocupaba y de la misión encomendada a ese Dicasterio: preservar y custodiar el legado de la fe. Era tal la talla de Ratzinger como teólogo, como intelectual, tal su competencia bíblica que no pocos teólogos hubieran preferido medirse con un prefecto menos competente, menos inteligente. Pero con Ratzinger no valían subterfugios, ni eslóganes facilones, sino sólo argumentos sólidos e irrefutables. Sabía que “quien tiene una fe clara, según el Credo de la Iglesia, a menudo es tachado de fundamentalista”.

            Fue él quien inició, sin contemplaciones, la lucha contra los abusos sexuales en el seno de la Iglesia, verdadera peste, uno de los episodios más vergonzosos de la Iglesia Católica. Benedicto no temía la verdad. En cierta forma, él fue un profeta de la verdad, y creía que la Iglesia nada perdía mirando de frente la suciedad que desde hacía años se extendía por colegios, seminarios y parroquias. Cuando muchos clérigos se escudaban en que todo era una conjura de los medios de comunicación, él dijo que “esto está sucediendo por los pecados cometidos por la propia Iglesia, y no por los ataques de la prensa o de los enemigos”. Las manchas en la túnica de Cristo no eran culpa de las víctimas o de quienes las descubrían, sino de curas y frailes que durante años la habían ensuciado con sus pecados en medio de una total impunidad.

            Fue un Papa incomprendido, porque en un mundo de lo políticamente correcto, de relativismo moral, de mentiras en envoltorios que parecen de verdad, de genuflexiones vergonzantes y serviles a los dictados de la moda, de la mundanidad y de las corrientes en boga en cada momento, Benedicto buscaba la verdad, no lo que cada año es correcto o suena bien, o baila al son de la música de este mundo. Bastaba una frase malinterpretada o sacada de contexto para iniciar una campaña de desprestigio. Ejemplo de todo esto podría ser su célebre discurso pronunciado en la Universidad de Ratisbona en la que citó unas líneas del emperador Bizantino Manuel II Paleólogo, sobre la violencia ejercida en nombre de la fe. Un razonado y profundo discurso académico fue reducido a una frase, a una supuesta condena del islamismo. Muchos musulmanes la emprendieron violentamente contra los cristianos, al mismo tiempo que muchos católicos encontraron la excusa para tildarlo de fundamentalista.

            Escribió hermosos libros para acercar al creyente al Evangelio. No tenían nada de dogmáticos, sino que buscaban una vivencia interior de la fe, postulando un diálogo sereno entre fe y razón, entre cultura contemporánea y cristianismo, entre creyentes y no creyentes. En una sociedad donde todo mensaje de más de 140 caracteres es ya un discurso soporífero, era difícil encontrar lectores que se tomasen una media hora de tiempo para leer y subrayar sus palabras. Sucedió, por ejemplo, que cuando escribió un libro sobre la Infancia de Jesús, los medios de comunicación crearon una polémica vacía que dio la vuelta al mundo: en una página del libro, de pasada, escribió que en los evangelios no se menciona al buey ni a la mula. Ninguna novedad, porque, efectivamente, no consta la presencia de estos animales en el nacimiento de Jesús. Sin embargo, los periódicos lograron reducir grotescamente un hermoso libro sobre Jesús a un asunto intrascendente como el del buey y la mula.

            Sería una pena y una banalidad resumir el Papado de Benedicto XVI a su renuncia, algo histórico, ciertamente. Evidentemente, Benedicto empezó a notar cómo las fuerzas físicas empezaban a mermar, pero fue su humildad y la conciencia de pequeñez para el gobierno de la Iglesia, las que le llevaron a renunciar al pontificado y a convocar un nuevo cónclave. No era un hombre aferrado al poder, sino “un humilde trabajador en la viña del Señor”, y por ello quiso que otro, con más fuerzas o con más capacidad de gobierno, pudiera hacer frente a los numerosos desafíos que la Iglesia Católica tenía en ese momento. Fue una renuncia providencial. La llegada de Francisco culminó muchas de las tareas emprendidas por Benedicto: la tolerancia cero en el caso de los abusos sexuales (Benedicto se había reunido y escuchado a las víctimas), la reforma de la anquilosada y mafiosa curia vaticana (“un inocente rodeado de cuervos”, escribió un periodista italiano en alusión a Benedicto), la necesidad de un papel de las mujeres en la Iglesia (como ha manifestado Lucetta Scaraffia), la transparencia en las procelosas cuentas vaticanas, la búsqueda de una Iglesia más cercana a los pobres (también Benedicto comió con los mendigos y sin techo), el camino hacia los que piensan distinto, teológicamente hablando, como lo atestigua su largo encuentro con Hans Kung, su preocupación  por la pobreza o la ecología, como lo asevera su encíclica Caritas in veritate, la búsqueda de un Dios a partir de la belleza del arte o de la liturgia… Su secretario personal, Georg Gänswein, afirmó en una ocasión que al “Papa emérito le había tocado vivir en un tiempo de lobos”.

            Cuando en 2011 acudí a Roma para la canonización de Luis Guanella, comprobé la respetuosa escucha de miles de feligreses en la Plaza de San Pedro. Nadie flameaba banderas o pancartas durante la Santa Misa. Sus discursos no se interrumpían con interminables aplausos en un ambiente de cristianismo triunfante, liturgias que rozaban lo chabacano y papolatría exacerbada, similar a la que suscitan los cantantes de rock. Su voz, monocorde, estaba muy alejada de la oratoria teatral y barroca, que fácilmente levanta entusiasmos y despliega aplausos, tras una frase lapidaria. Él era el sabio que, en tono íntimo y confidencial, transmite una historia a los hijos reunidos alrededor. Nada más lejos de su estilo que el eslogan hueco de nuestros tiempos. El discurso sobre la vida de Jesús, el pensamiento que aúna razón y fe, el análisis sobre Dios y mundo, precisan del argumento, de la exposición ordenada, del análisis pormenorizado, de las preguntas inteligentes que invitan a la reflexión y de las conclusiones que abren espacios para ulteriores preguntas y meditaciones.

            Creo que el pontificado de Benedicto XVI no terminó el 28 de febrero de 2013 cuando a las 8 de la tarde se cerró el portón de Palacio de Castengaldolfo y se puso en marcha el cónclave, sino que ha durado hasta las 9:15 de la mañana de la pasada Nochevieja. Con su renuncia, silencio, estudio, oración y contemplación, Benedicto siguió ejerciendo un Magisterio.  

            Con sus sombras, sus errores, sus fallos y sus pecados, como todo ser humano y más cuando se tienen altísimas responsabilidades, Benedicto fue un hombre coherente con su fe. El hombre que visitó en la celda y perdonó a su mayordomo, Paolo Gabriele, que le había traicionado, sustrayendo y filtrando a la prensa documentos sensibles… el hombre que cada jueves, cuando era prefecto del Dicasterio, desayunaba con el anciano conserje del edificio… el hombre que lloró cuando se reunió en Malta con víctimas de abusos sexuales por parte de sacerdotes católicos, el hombre que, sin cámaras y sin fotos, dialogó con teólogos situados en las antípodas de su pensamiento… el hombre que corregía con expresiones más suaves la redacción de la correspondencia, a veces seca y tajante, del Dicasterio… no era el inflexible y severo Papa que nos quisieron mostrar.

En la mañana del 31 de diciembre de 2022, mientras, caminando junto a un amigo, despedía el año por la senda de la Esgueva, la vida de Benedicto se apagaba. Dicen que sus últimas palabras fueron “Jesus, ich liebe dich” (Jesús, te amo). Se puede ser creyente, agnóstico, ateo o anticlerical, pero cuando un hombre, con el poco aliento que le queda en la garganta, se despide de este mundo con el nombre del amado en sus labios, merece un respeto por su coherencia hasta el final de sus días.

Termino con un pensamiento de Benedicto que refleja muy bien su confianza en Dios, amigo misericordioso: "Muy pronto me presentaré ante al juez definitivo de mi vida. Aunque pueda tener muchos motivos de temor y miedo cuando miro hacia atrás en mi larga vida, me siento, sin embargo, feliz porque creo firmemente que el Señor no solo es el juez justo, sino también el amigo y el hermano que ya padeció Él mismo mis deficiencias y por eso, como juez, es también mi abogado (Paráclito). En vista de la hora del juicio, la gracia de ser cristiano se hace evidente para mí. Ser cristiano me da el conocimiento y, más aún, la amistad con el juez de mi vida y me permite atravesar con confianza la oscura puerta de la muerte”.













martes, 19 de julio de 2022

Otra clase de orgullo


          En la misma semana en que las distintas actividades programadas por el colectivo LGTBI+ llenaban las calles de Madrid, alguien posó su mirada en esta pareja. En la misma semana en que las carrozas del Orgullo desfilaban –patrocinadas por grandes empresas, partidos políticos y asociaciones- por las principales vías de la capital y en que las televisiones y los periódicos cubrían, con despliegues informativos excepcionales, el evento, un móvil fotografió el paseo lento de estos dos hombres mayores.

Dos hombres caminan de la mano. Vemos sus espaldas que han conocido el paso de los días y sus mil pesadumbres. Ellos no estaban en el centro de la celebración del Orgullo ni nadie jaleó su paseo. Al igual que otros muchos, forman parte también de esa homosexualidad invisible: ancianos, enfermos, discapacitados...

Ahora que lo ‘arcoiris’ se lleva y es de buen tono, vende y da votos, son muchos los que arriman el ascua a la sardina de su empresa, sindicato, asociación o partido. Tal vez no tengan una especial sensibilidad por el colectivo, pero lo que toca es declararse gayfriendly y que todos lo sepan: “fíjate sí seré moderno que tengo muchos amigos gays”. El Orgullo ha perdido parte de su carácter reivindicativo (por ejemplo aquel que tuvo en los años de plomo del sida), y se ha convertido en algo más celebrativo, una visibilidad colorista de la forma de vivir de un colectivo con creciente presencia social, una fiesta en toda regla, y con todos los elementos típicos de la fiesta: alegría, encuentros, diversión, música, ruido, baile, alcohol y, tal vez, excesos. Y tal vez porque la fiesta ha difuminado bastante la reivindicación, es prácticamente inexistente el recuerdo de otras realidades, por ejemplo la marginación en la que viven los gays en África o Asia, o en países autoritarios o musulmanes, o la invisibilidad de los gays ancianos, que también pueblan las residencias de la tercera edad y que, como el resto de ciudadanos, han conocido el abandono durante la pandemia.

El desfile gay pone el foco en un determinado tipo de gay: joven, cuerpo gimnasiado, ropa de marca, disfrutón, viajero, cosmopolita, hedonista, y cartera solvente. Con este perfil de gay, ¿qué pintan estos dos ancianos que en una calle madrileña se dan la mano? La gente guapa sale del armario, famosos y celebrities airean su orientación sexual en programas de televisión, a veces después de recibir un cheque abultado. ¿Y qué pintan los gays viejos, enfermos, discapacitados o pobres? Poquito. Tal vez por ello, frente al brilli-brilli, las lentejuelas, los calzoncillos Addicted, las pelucas, el glam, las plumas, el cuero, los abanicos, los pectorales marcados, los shorts, los tacones, los disfraces y ese flamear de banderas arcoíris… esta foto ha captado toda mi atención.

          No sabemos nada de estos dos hombres, ni sus nombres ni sus vidas. Pero por la edad que muestran, intuimos que ellos vivieron en una España donde ser homosexual era lo peor que podía caerte encima. Era una ‘peste’ para la sociedad, el trabajo, la familia y la Iglesia.

        Podemos intuir sus dobles vidas o sus vidas escondidas. ¿Durante cuántos años habrán tenido que recurrir a la máscara y a la farsa? Habrán acariciado cuerpos cuando las luces del día se apagaban, en callejones oscuros y en tugurios de mala muerte. Se habrán cogido de la mano bajo el mantel de la mesa o en la penumbra de una sala de cine. Habrán tenido novias de tapadera o tal vez contraído matrimonios desdichados. Habrán escrito cartas apasionadas pero sin remite para no llamar la atención. Se habrán arrugado cuando alguien maldecía a los maricones o contaba un chiste facilón y grueso. Habrán llorado en silencio desgarrado la muerte de alguien al que sólo podían dar el título de ‘amigo’, cuando era mucho más. Habrán vivido con el miedo a ser descubiertos, o con el estigma de quien es señalado como un monstruo o un delincuente. Habrán leído a escondidas libros infamantes y habrán merodeado por la ciudad en busca de miradas cómplices, en las que habrán reconocido idéntico deseo e idénticos sentimientos.  Se habrán sentido extraños en medio de una fiesta que no era la suya. Señalados desde el púlpito entre los creyentes. Ovejas negras de la familia. Raritos en el trabajo. E insultados con los muchos nombres que el rico vocabulario español tiene para nombrarlos.  Y esto que digo para dos hombres gays, vale para todas las demás personas que engloba el colectivo LGTBI+.

          Pero el paso del tiempo, a estos dos ancianos, les ha dado la razón. No estaban enfermos por amar a otro hombre, ni eran degenerados por sentir lo que sentían, ni eran malvados por desear a quienes deseaban. Al menos ellos, aunque ya mayores, han visto la luz al final de túnel. Otros muchos se han tenido que llevar la cara oculta de su particular luna a la tumba.

       Ahora, en este 2022, esos dos hombres de la foto pueden sentirse orgullosos, no por celebrar el Orgullo, ni por ser gays. Pueden sentirse orgullosos porque han mantenido su amor, primero en el sótano, y luego a la luz del día, orgullosos, porque al atardecer de la vida, pueden pasearse de la mano como dos viejecitos cualesquiera, compañeros de viaje, sin ser insultados ni recriminados. 

           Volvamos a la foto. La mano en la mano del otro tal vez ya no les provoque mariposas en el estómago ni el pinchazo del deseo en la piel. Una mano en la mano es la mejor muleta para caminar, la seguridad de que uno no está solo, de que envejece junto a alguien que conoce sus sombras y sus imperfecciones, pero no por ello le quiere menos. La mano en la mano de estos dos ancianos me provoca una dulce ternura. Sea cual haya sido su vida, estos dos hombres han llegado a esta etapa con alguien en quien confiar y en quien creer. Su amor, al que Lorca denominó ‘oscuro’, es claro como el agua de la fuente.

         Camino de su casa, con la bolsa de la compra, les espera un día de pequeñas rutinas: hacer la comida, preparar la mesa, dormir una siestecita en el sofá, ver la tele, salir a tomar un cafelito al bar de la esquina, discutir por una tontería y reconciliarse al minuto, jugar la partida, ayudarse a atar los zapatos, acompañarse al médico, regalarse un frasco de colonia por el aniversario, abrazarse y besarse con dulzura. Y esperar un día más para sus cuerpos achacosos, una nueva jornada para seguir juntos, caminando de la mano como un solo ser humano. A su edad, saben de sobra que el deseo es pasajero. Y que sólo el amor es eterno.













martes, 12 de julio de 2022

... Y la memoria de los verdugos

 


José Antonio Ortega Lara

En un agujero de tres metros de largo, 2,5 de ancho y 1,8 de altura, pasó 532 días. Se dice pronto y bien. El secuestro más largo de la banda terrorista ETA acabó la madrugada en que los miembros de la Guardia Civil irrumpieron en una nave industrial de Mondragón. Y a pesar de la nula colaboración de su secuestrador, Bolinaga, dieron con el zulo donde enterrado en vida malvivía el funcionario de prisiones secuestrado. Cuando hace 25 años los españoles pudieron verle camino de su casa, después del cruel secuestro, pensaron que estaban viendo a una víctima de Auschwitz: la mirada perdida, desorientado, entumecido, incapaz de caminar con normalidad, con 20 kilos de menos, la barba crecida, el rostro macilento… Cuando llegó a casa su hijo no lo reconoció. Cada dos días le daban un cubo para sus necesidades y algún alimento. En los primeros días mantuvo la esperanza de ser encontrado por las fuerzas de seguridad, después llegaría la desesperanza, el abatimiento y los deseos de acabar de una vez ese atroz sufrimiento. Apenas una bombilla –y sólo durante unas 7 horas al día- le daba algo de luz en el zulo. Sus captores le grabaron al menos en dos ocasiones en vídeo, y como él se negaba, le pusieron unos grilletes. A veces una música atronadora sonaba durante horas en el interior del agujero. Después de su liberación, las pesadillas le atormentaron durante meses y meses.

Miguel Ángel Blanco

La sociedad apenas se había recuperado del shock Ortega Lara, cuando un jovencísimo concejal de Ermua fue secuestrado. Sus secuestradores desafiaron al Estado y a los millones de españoles exigiendo condiciones imposibles para su liberación y fijando un plazo para la ejecución: 48 horas. Durante dos jornadas enteras, España, de Norte a Sur y de Este a Oeste, contuvo el aliento. Acabado el plazo, le descerrajaron dos tiros y, aún con vida, le arrojaron a una cuneta, como un perro. Después de una agonía de horas, su vida se apagó.  Y entonces explotó la sociedad entera. Millones de españoles, con sus manos blancas, salieron a la calle. Los vascos de bien, por primera vez, se atrevieron a desafiar, a cara descubierta, a la banda terrorista y a tantísimos vascos que los ayudaban, jaleaban y celebraban sus atentados. Recuerdo aún el titular más acertado de un periódico: “España maldice a Eta”. ¿Y quién puede sobrevivir con la maldición de todo un pueblo? Ese día fue el principio del final de una banda criminal que tenía acogotada a toda la sociedad. El rostro de Miguel Ángel Blanco, comprometido con su pueblo de Ermua y amante de la música, hijo, hermano, novio, entró en cada hogar y en cada corazón. Ni las manifestaciones multitudinarias ni las oraciones en todas las iglesias ni las velas encendidas en todas las plazas ni la propia petición de clemencia de Juan Pablo II tuvieron eco en la banda criminal ni en su entorno político y social.

Y la memoria de los verdugos

Pero 25 años después de estos trágicos acontecimientos, el País Vasco y España, viven entre la desmemoria de aquellos hechos y los intentos de blanquear a los “chicos de eta” y a todos los que durante interminables décadas aplaudieron cada uno de los crímenes de la banda, colaboraron con ellos, y les ayudaron, con su tiempo, sus donativos, sus gritos y su aliento, en sus brutales objetivos. Miles de vascos tuvieron que abandonar su tierra, porque la vida allí resultó imposible. Otros miles fueron condenados al ostracismo, o fueron degradados civilmente. Y otros 800 cayeron bajo sus bombas y sus balas.

Hoy, la mitad de los jóvenes vascos no saben quiénes fueron Miguel Ángel Blanco u Ortega Lara. Pero sí que saben quiénes son los que un día secuestraron, chantajearon a empresarios, mataron sin piedad, hicieron la vida imposible a los que no pensaban como ellos, quemaron comercios, adoctrinaron desde todas las escuelas y desde la propia Universidad del País Vasco. Hoy los violentos y sus herederos montan homenajes a los etarras cada fin de semana y siguen dominando la calle. Y para colmo de males, y desgracia de este país, que aún llamamos España, son los que pactan en Moncloa y dictan leyes y quieren hacer una memoria histórica a base de detergente y lejía. ¿Es tanta el ansia de poder y tanto el desprecio por las víctimas? Este es el tiempo en que muchos en el País Vasco y fuera de él siguen pensando que los pistoleros eran y son “artesanos de la paz de Euskadi”, y los muertos y los heridos son los “que se lo tenían merecido por fascistas”, ¿incluidos los niños que murieron bajo las bombas etarras? 

Una vela a dios y otra al diablo. Así podría resumirse la presencia del Presidente del Gobierno en el homenaje de Ermua: una vela a Miguel Ángel y otra a Otegi. Para los que aún opinan que en el País Vasco hay respeto a las víctimas, sólo es preciso recordar que los restos de Miguel Ángel Blanco tuvieron que abandonar el cementerio de Ermua, después de varias profanaciones de la tumba, pintadas aberrantes e insultos y maldiciones a su familia y amigos. Miguel Ángel y las otras 800 víctimas se merecían otra cosa. No debería ser difícil entender la diferencia entre los asesinos que ponían las bombas y los inocentes que caían bajo ellas. Este tiempo bien podría ser calificado de infame. Moncloa y sus amigos proetarras están escribiendo “la memoria de los verdugos”.












miércoles, 6 de julio de 2022

La gran distracción


Las Primeras Damas y los Primeros Caballeros de medio mundo han brillado con luz propia en la cumbre de la Otan en Madrid. Ahora se les llama “acompañantes”, por aquello de que España es un país moderno donde los haya.

Mientras los que mandan verdaderamente hablaban, decidían, firmaban, debatían, imponían o diseñaban futuros a puerta cerrada sobre ejércitos y tanques, industria armamentística, estrategias, guerra fría, conflicto armado en Ucrania, tensiones con Rusia, amenaza de China, candidatos a formar parte de la Otan, y sobre todo millones y millones que hay que poner sobre la mesa para que las cuentas salgan y la maquinaria de guerra esté bien engrasada, el grupo de “acompañantes” pasaban de un selfie ante el Guernica de Picasso a una cata de aceites, de un baile flamenco en el Teatro Real a un ensayo operístico de Nabucco, de los tapices de Patrimonio Nacional a los jardines y fuentes de la Granja de San Ildefonso, de comprar alpargatas de esparto a degustar los platos del chef José Andrés, de emperifollarse y enjoyarse de haute couture para la recepción en el Palacio Real, a vestir ‘casual’ con vestidos y zapatillas de andar por casa.  Seguidos de una nube de periodistas han ocupado en los informativos y en los periódicos tanto espacio, o más, que las cosas serias de la Cumbre de la Nato/Otan. Y de lo que no me cabe duda es que han llenado más ‘espacio y tiempo’ en la cabeza de las masas que las aburridas sesiones de la Otan, con la grisura habitual de estos encuentros, el zumbido de asesores y expertos, las presiones de las empresas armamentísticas y las componendas internacionales y sus cloacas. Sin duda, el papel de los acompañantes podemos denominarlo, sin miedo a equivocarnos, como la “gran distracción”. Una distracción planeada desde hace meses y  organizada milimétricamente, para que los madrileños olvidasen los muchos contratiempos de una ciudad cerrada al tráfico rodado y los turistas de la capital se quedaran con un palmo de narices ante los monumentos que no podían visitar (El Museo del Prado, por primera vez en su historia, cerró durante dos días).

La “gran distracción” sirvió para que los contribuyentes olvidasen que la factura de esta cumbre ha sido carísima, pero sobre todo para desviar la atención de ese compromiso arrancado a Moncloa de subir del 1,2% al 2% del PIB el presupuesto para Defensa y pagar así la ‘cuota’ dela OTAN. Nos han hecho creer que esa subida es una nadería, algo así como un regalo de alpargatas para “los acompañantes”. Si hace diez días se nos decía que no había ni para pipas en la caja fuerte de España, ahora, de repente, por arte de magia, se han encontrado nada más y nada menos que una calderilla de mil millones de euros.

No seré yo el que ponga en duda la pertenencia de España a la Otan, ni  tampoco el hecho de que, si queremos pertenecer a un Club, debamos pagar la cuota, pero también es cierto que, con la excusa de la guerra de Ucrania, en pocas semanas, se nos ha adoctrinado y “convencido” a todos de que “si vis pacem para bellum” (lo que en ese latín aprendido en el internado, significa “si quieres la paz, prepárate para la guerra”. Una pregunta tal vez no esté de más: Aparte de Rusia, ¿hay alguien más interesado en la guerra de Ucrania?

Los antiotan de ayer se han reducido a un par de centenares en las protestas de hoy. Y a los antisistema, tan numerosos cuando la Moncloa es ocupada por otro color, ni se les ha visto el pelo. Todos contentos, ¿no? Yo no lo aseguraría así de primera. Desde hace unos meses el discurso bélico ha ganado muchos enteros en “las campañas” a las que constantemente nos somete el “régimen”. Y ahora se nos dice, por activa y por pasiva, que lo “progre es gastar en armamento”. De esta manera, el viejo sueño de un mundo en paz se va alejando cada vez más. El viejo sueño de resolver las tensiones entre pueblos por el diálogo y la razón queda cada vez más lejos. El viejo sueño de una ONU capaz de asegurar la paz entre las naciones es ya pura quimera. Parece que el tiempo de las utopías ha muerto. Y que los llamados “pacifistas” no eran tan pacíficos, sino que también servían a su señor y tenían su dueño. Aquel sueño de Isaías, ese tiempo donde “las lanzas se convierten en podaderas y, de las espadas, se hacen arados”,  no lo verá tampoco mi generación.








lunes, 27 de junio de 2022

La Sierra de la ceniza

 


Bomberos exhaustos en medio de un paisaje dantesco. Corzos y ciervos achicharrados. Animales cegados por el fuego que caminan a trompicones en una oscuridad total. Agentes forestales que lloran impotentes. Aldeanos sin más herramientas que una azada para combatir un fuego apocalíptico. Una meteorología adversa de vientos y temperaturas  altísimas para esta época del año. Voluntarios agotados con pocos más medios que sus manos y su corazón de buena voluntad. Ganaderos desesperados que caminan errabundos por un desierto negro y que guían su atajo de vacas y ovejas, desconcertadas y de miradas perdidas, en busca de pastos que ya no existen. Casas reducidas a escombros calcinados. Campesinos evacuados a polideportivos como en tiempos de guerra. Políticos inoperantes de verborrea fácil, y mudos de soluciones. Políticas antiincendios precarias e insuficientes. Mandamases de foto y de promesas millonarias con cámaras alrededor. Lobeznos sorprendidos en sus madrigueras y abrasados vivos en su incipiente vida. La España vaciada convertida en España calcinada. La rabia por doquier. Los gritos y los insultos ante la caravana de coches oficiales de cristales ahumados y brillos metalizados. El olor a madera quemada que pone ceniza en la boca. El aire irrespirable que quema los pulmones. Las columnas de fuego que avanzan inexorables como batallón imparable. Las blasfemias. Las noches sin dormir de los que combaten a un enemigo mil veces más fuerte que ellos. Los soldados desplegados por caminos, pistas y carreteras, en su intento inútil de vencer lo invencible. En pocos días, casi en horas, el paraíso de Sierra de la Culebra, parque natural, reserva de biosfera, convertida en tierra quemada, en infinita paramera de ceniza. Los jinetes del apocalipsis con sus lenguas azules, rojas, amarillas, naranjas, se enseñorean de 30.000 hectáreas. Se dice pronto y bien treinta mil hectáreas. El mayor incendio que se recuerda en este territorio. Los castaños centenarios convertidos en antorchas gigantes. Las abejas y su dulce mil desaparecidas del territorio. La pobreza se instala una vez más en los pueblecitos de cuatro casas de piedra, cuatro pastores, cuatro apicultores, cuatro cazadores. La caza mayor, importante recurso en la zona, abatida para la próxima década. Todo es llama, humo y ceniza. Todo es muerte.

Las ayudas sólo llegan de palabra, y son siempre millonarias. Las verdaderas ayudas llegarán con cuentagotas y se podrán contar en céntimos. Los ojos de los aldeanos que ahora tienen cincuenta años o más, y que vivían de la Sierra, ya no conocerán en sus vidas el verdor de los árboles y de la hierba, el olor a jara, cantueso y aulaga. Ya no conocerán la vida animal retozar en ese edén de la provincia de Zamora. Ahora pueden llorar, sin vergüenza, su dramático destino, gris y negro.

Mientras tanto, en una España de parados, de subsidios y de subvenciones, de clientelismo y de votos asegurados, de ecologismo de salón y de pancarta, nadie habla, ni por asomo, de cuidar  y limpiar los bosques, de prevenir los incendios y de combatir el fuego con los medios necesarios y a la altura de los desafíos de este cambio climático que enloquece la tierra con sus catástrofes y su borrachera de calores, tormentas y aguaceros a destiempo.

El fuego desaparecerá de los telediarios y de las rotativas de los periódicos. Entonces solo quedarán las vidas empobrecidas de los que un día vivieron con su honrado trabajo en esta hermosura de la naturaleza conocida como Sierra de la Culebra, convertida ahora en un infinito campo calcinado, donde la mirada es incapaz de deambular sin lágrimas y sin tristeza, sin opresión en el pecho y sin pesadumbre en el alma.














          Y sin embargo, en medio de esta naturaleza devastada, en medio de un paisaje que parecía no tener cabida para la esperanza, un cervatillo indeciso y confundido vino a refugiarse entre las piernas de un ser humano, un miembro de una brigada cántabra que había acudido a combatir el incendio. Lo acunó entre sus brazos. Y la mirada del cervatillo, con esos ojos humanos con los que a veces miran los animales en su sufrimiento, parece dar aún un voto de confianza a esta especie que llamamos 'humana'.  



jueves, 2 de junio de 2022

La desdicha de los hombres



El grueso de los refugiados ucranianos está constituido por menores de edad y por mujeres, ya que a los varones entre 18 y 60 años no se les ha permitido salir del país. En estos días se ha hablado mucho del drama de las mujeres y de los niños obligados a iniciar una odisea en busca de un techo y un plato de comida lejos de la patria, pero muy poco se ha hablado del drama de los hombres (ucranianos o rusos) que han sido arrastrados a la guerra, a empuñar las armas, sembrar minas, atacar al enemigo y destruir casas, monumentos, escuelas y hospitales, obras de artes, que probablemente antes amaron o respetaron, y lo que es más terrible, hombres obligados a matar, casi siempre a personas que nada les han hecho y contra las que nada tenían hasta hace no tanto tiempo: no eran sus enemigos, sino simplemente ciudadanos de otro país, medio hermanos por la historia, la lengua y la religión.  Matar a otro ser humano, aunque sea el enemigo, aunque sea el invasor, deja una herida incicatrizable y una marca indeleble. "Matar hiere el corazón y mancilla el alma" escribió Sebastian Barry en su novela Días sin final. Quien haya visto los ojos de un soldado o de un civil, poco antes de matarlo, no los podrá olvidar nunca. Pasados los años, acabada la guerra, difuminado el odio hacia los habitantes del país extranjero, volverán los ojos de aquel al que se privó de la existencia.

Es bien sabido que en las guerras se prohíbe mirar a los ojos, porque difícilmente un soldado resistiría una petición de clemencia en las pupilas de otro ser humano. Se sabe también que las tendencias suicidas de los soldados que han vivido una guerra se multiplican y que muchos acaban quitándose la vida, porque esta les resulta insoportable, después de haber destruido, herido, torturado o matado.

            Vemos como normal que a los hombres se les retenga en el país para defenderlo, caso de Ucrania. Y vemos como normal que a los hombres se les ordene subir a un tanque para invadir otro territorio, caso de Rusia. Vemos como normal que se les instruya para la guerra, que se les adoctrine en el odio hacia el enemigo, que se les enseñe a matar sin piedad y sin remordimiento. Pero, ¿esto es normal?  

            ¿Es que acaso a los soldados rusos enviados a Ucrania les ha tocado la lotería porque han ido a invadir un país en el que, con mucha probabilidad, tenían conocidos, a destruir un país que, anteriormente habían visitado o admirado? ¿Es que acaso los soldados ucranianos y todos los varones retenidos en el territorio patrio son unos afortunados por participar en la defensa? No lo creo. Instintivamente el ser humano tiende a protegerse, a cuidarse e incluso a huir cuando su vida corre peligro.

No sé qué porcentaje de los soldados que toman parte en la guerra estará ahí por voluntad propia, por ideales y convenciones personales. Pero muchos -estoy seguro- han sido obligados a tomar parte, a obedecer ciegamente, que es la marca de los ejércitos de cualquier época y lugar, con pocas posibilidades para desertar o huir.

Muchos de los soldados que se encuentran en suelo ucraniano, ya sean rusos o ucranianos, preferirían arar los campos, reunirse cada tarde con la familia, compartir una comida con los amigos o divertirse en cualquier bar de la esquina o acompañar a sus esposas, madres, e hijas en el camino del exilio. Nunca oiremos las opiniones y nunca sabremos sus sentimientos, su inmensa tristeza en la tienda de campaña, su miedo en el barracón, sus lágrimas en la noche (Los soldados lloran de noche, tituló Ana María Matute una de sus novelas), su añoranza infinita de los pequeños placeres cotidianos. Sólo nos llegan los discursos y las razones de Putin o de Zelenski, pero nunca las voces de los combatientes, de uno y otro bando. ¿Qué sabemos del miedo, de la vergüenza, de las ganas de salir huyendo de tantos soldados? Svetlana Alexievich nos hizo oír las voces de los soldados soviéticos enviados a Afganistán en su estupenda novela Los muchachos de zinc, y resultó una polifonía desoladora y amarga.

Los soldados son nadie y nada. Y cuando la guerra acabe, y los vendedores de armas hayan hecho el agosto, y los nuevos reyezuelos y sus adláteres les digan, a unos y a otros, que “esa causa ni era justa ni merecía la pena”, y cuando los ciudadanos dejen de considerarlos héroes y pasen a llamarles villanos, entonces muchos soldados, muchos hombres, se mirarán al espejo de su conciencia y se sentirán carne de cañón utilizada sin piedad por la maquinaria de la guerra y sus generales. ¡Esclavos de guerra! Entonces tendrán que vérselas con sus propios demonios y pesadillas, porque como decía al principio, “matar hiere el corazón y mancilla el alma”. ¡La verdadera desdicha de ser hombres!





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