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jueves, 8 de diciembre de 2022

La Purísima, de Murillo




En el orbe católico, cuando alguien nos habla de la Inmaculada Concepción, la primera imagen que aparece es siempre el cuadro de Bartolomé Murillo. No solo es una imagen capital de la pintura europea, sino que forma parte también de una cierta cultura popular: imagen reproducida hasta la saciedad en calendarios, estampas, libros, azulejos, pinturas, y hasta en infinitos productos de todo tipo.

Murillo no creó este tipo de imágenes, pero digamos que él la definió para siempre. Fue su amigo Justino de Neve, canónigo de la catedral hispalense, el que se la encargó para colocarla en el Hospital de los Venerables de Sevilla, de la que él era protector.

Allí estuvo durante siglos. Cuando en 1810, las tropas napoleónicas acamparon en Sevilla, esta fue una de las obras que expoliaron, para formar parte de ese Museo Napoleónico que el emperador soñaba hacer con las mejores obras de arte robadas por toda Europa. Al final el Museo no se creó y la Inmaculada permaneció en el palacete del mariscal Soult, que fue el encargado de llevársela de Sevilla. A su muerte, los herederos la vendieron al Museo del Louvre en 1852. Por entonces, la Inmaculada era una obra mítica y el museo parisino pagó por ella la cifra más elevada que museo alguno hubiera pagado por una pintura, 615.300 francos oro. En 1941, por un acuerdo entre el gobierno de Franco y el gobierno de Petain, la pintura de Murillo volvería a España y, a cambio, el Museo del Prado entregaba a Francia un Velázquez, Doña Mariana de Austria.  Desde entonces, la Inmaculada Concepción se codea con otras obras maestras de la Pinacoteca, considerándose una de sus grandes joyas, y que, al menos que yo sepa, son de esas pocas obras que “nunca pueden abandonar la casa”.

Durante siglos, el debate sobre la Inmaculada Concepción de María era una cuestión que trascendía el ámbito teológico y que alcanzaba la política, la universidad, la dialéctica desde los púlpitos, los pasquines, la literatura, y llegaba hasta el pueblo llano y sus miles de analfabetos. Los franciscanos fueron los grandes propagandistas de este asunto, en contra de los dominicos que veían serios reparos. Después Universidades y Ciudades hicieron del dogma de la Inmaculada un asunto de estado, hasta el punto de que, en algunos casos, antes de ser profesor de alguna universidad o regidor de una villa, se tenía que jurar defender la Inmaculada Concepción de la Virgen María: el llamado voto inmaculista.


              España abanderó esta cuestión en el orbe católico. Para mayor abundamiento, hay que decir que en la noche del 7 al 8 de diciembre de 1585,  cuando los tercios españoles en Holanda estaban a punto de entrar en una batalla que daban por perdida debido a su escaso número de combatientes y a la dificultad de aprovisionamiento de alimentos, un soldado encontró una tabla con una imagen de María. En seguida levantaron un altar, y durante toda la noche, los soldados se turnaron para rezar avemarías ante esa imagen. Gracias a la repentina congelación del río, los tercios pudieron caminar sobre él y armar una emboscada al enemigo, lo que les daría la victoria. Casualidad o milagro, los tercios ganaron la batalla de Empel (el milagro de Empel, para muchos) y por toda la cristiandad hispana se tuvo por seguro de que había sido obra y gracia de la Inmaculada Concepción. Pronto, fue declarada Patrona de la Infantería.

Desde 1664, la Inmaculada es día festivo en España. Hay que recordar que el dogma como tal fue declarado oficialmente en 1854 por el Papa Pío IX. Y lo hizo desde el Palacio de la Embajada Española en Roma, como un homenaje al pueblo que tanto había luchado por esta declaración. Aún hoy, cada 8 de diciembre, el Papa acude a Plaza de España para llevar flores ante la columna de la Inmaculada.  Y por privilegio papal, los sacerdotes hispanos pueden lucir casulla azul en la fiesta de la Inmaculada.

Pero volvamos dónde hemos empezado: la Inmaculada de Murillo. Con vestido blanco y manto azul, las manos cruzadas, la mirada elevada al cielo, el pelo suelto sobre sus hombros, la boca ligeramente entreabierta, la luna apocalíptica a sus pies, rodeada de ángeles, y un fuerte sentido ascensional en la composición, la imagen apoteósica y triunfal de la Virgen flota sobre un fondo de nubes áureas.  Esta Inmaculada, con una gama refinada de tonos cromáticos, blancos, azules, áureos, sonrosados, es el prototipo que arraigaría con gran éxito en toda la pintura posterior sobre el tema inmaculista.  Ya Ceán Bermúdez había escrito de ella: “Es superior a todas las que de su mano hay en Sevilla, tanto por la belleza del color como por el buen efecto y contraste del claroscuro”. Y el escritor francés Balzac que conoció este cuadro en un salón del mariscal Soult escribió que sólo había tres maravillas en el mundo, capaces de competir con la gloria del primer amor. “la vista del lago de Brenne, algunos motivos de Rossini y la Virgen de Murillo que posee el mariscal Soult...».

           Para siempre y por siempre esa Señora, en medio de nubes de oro, rodeada de ejércitos de ángeles, vestida de blanco y azul, representa la idea de belleza y de pureza. Al fin y al cabo, otro de los nombres para referirse a la Inmaculada Concepción es la Purísima. 








lunes, 11 de julio de 2022

Catedral de Palencia: espléndido 'Renacer'


La primera impresión que se tiene cuando se accede al templo y uno se encuentra con la hermosa Anunciación esculpida en piedra es la de entrar en una catedral distinta, no vista antes, en una catedral transformada para celebrar los 700 años del edifico gótico. La catedral palentina no es ni mucho menos la menor entre las catedrales góticas de España, pero su proximidad a otras grandes, como la de Burgos, León o Toledo, le ha mermado notoriedad. En las últimas décadas, la catedral de Palencia ha pasado de “desconocida” a “reconocida”. Creo que esta exposición va a significar un auténtico descubrimiento para muchos. La catedral, que se viste de fiesta (abundan las telas en la catedral) para celebrar su 700 cumpleaños, supone todo un re-nacimiento, y se ofrece como ‘banquete celestial’, y gozosa celebración, a los alicaídos hombres y mujeres de hoy, después de los oscuros años de pandemia.

Para conmemorar este VII Centenario la seo palentina ha organizado una magnífica exposición, bajo el título de “Renacer”. Después de acometer diversas obras de restauración y limpieza, se ha querido ofrecer una visión diferente del primer templo de la diócesis, con un resultado inmejorable.

No es una muestra al uso, la típica sucesión de obras arte, sino que Renacer enseña la catedral en toda su magnificencia y en toda la belleza acumulada a lo largo de los siglos. Todas las capillas han sido abiertas, incluida la sacristía, para que el espectador pueda recorrer, como en una lenta peregrinación de belleza, todos los espacios de esta sacra mole.

La muestra está dividida en siete capítulos, en clara alusión a la celebración de las siete centurias y de los siete sacramentos. Los capítulos llevan los siguientes títulos: ‘Primeras piedras’, ‘Memoria perenne', 'Espacio sagrado', 'La Catedral. Iglesia Madre', 'Celebrar la Palabra', 'Historia de Salvación' y 'Una catedral para María'.

La seo palentina, barco de piedra varado a orillas del Carrión, tiene una larga historia constructiva que abarca 1400 años, desde la fundación de la diócesis, una de las más antiguas de España. Arte visigodo, prerrománico, románico, gótico, renacentista, barroco, neoclásico y contemporáneo se ofrecen al espectador como un hermoso regalo: “Toda belleza que no hiere los ojos, no es belleza”. “Renacer” consigue ‘herirnos’.

El primer capítulo nos habla de las primeras piedras, pero también de ese esfuerzo constructivo de toda una comunidad a lo largo del tiempo: los miles de obreros, artesanos y artistas que dejaron la marca de su trabajo o de su genio: canteros, entalladores, dibujantes, arquitectos, pintores, escultores, copistas de libros, bordadores, orfebres. Una catedral era la ‘fabrica’ de la ciudad.

 A lo largo del extenso recorrido, vamos conociendo a los artistas que la embellecieron, los mecenas que la levantaron y cuantos contribuyeron a hacer de esta seo un lugar único para Palencia, que ha perdurado a pesar de guerras, saqueos e incendios y del tiempo, gran destructor. San Antolín en cuyo honor fue erigida la catedral, el Papa Adriano y Carlos V que la visitaron, la Reina doña Urraca aquí enterrada, e Inés de Osorio, gran mecenas, los Obispos Tello Téllez de Meneses, Fray Alonso de Burgos y Juan Rodríguez de Fonseca, san Manuel González y tantos otros…

Esta exposición, con sus tres naves, su Altar Mayor y su Altar del Sagrario, con sus capillas y recapillas, su sacristía, su sala capitular, su coro y trascoro, su cripta única en España, su elegante girola, su claustro, más las 160 obras que la exposición ha querido destacar, resituándolas y poniéndolas en valor. Obras en su mayor parte aportadas por la propia catedral, pero también procedentes de otros pueblos palentinos o de otros puntos de la geografía española.

Cada capítulo contiene una ‘instalación’ dedicada a cada uno de los 7 sacramentos. En estas ‘instalaciones” se mezcla lo antiguo y lo moderno. Yo encontré muy acertadas la reflexión sobre la Unción de los Enfermos, situada en una oscura y deteriorada recapilla, en la que una imagen de San Roque, abogado de la peste, está literalmente rodeada por las mascarillas que el Covid ha im-puesto de moda. O también la ‘instalación’ del Orden Sacerdotal en la que se muestra una hermosa dalmática de terciopelo rojo, ricamente bordada, junto a los buzos blancos y los cascos de unos obreros de la construcción.

Muchas cosas me han llamado la atención de esta exposición:

Detrás del zócalo de madera sobre el que se apoyaba el retablo mayor ha aparecido otro zócalo de espléndidos azulejos azulados sobre las virtudes. Esta hermosa cerámica la podemos contemplar después de 200 años oculta a los ojos. Pocos museos pueden vanagloriarse de tener tantas tablas de Juan de Flandes y, además, de las más notables de este pintor.  El Retablo Mayor de Palencia las tiene y ahora lucen magníficas, en medio de esculturas de Alejo de Vahía, Juan de Valmaseda o Gregorio Fernández.

Para que podamos ver de cerca algunas obras, la exposición no ha dudado, por ejemplo, en bajar de las alturas el arca funeraria de Doña Urraca, verdadera obra maestra, donde los escudos de Castilla y León han recobrado sus colores originales. Muy cerca de pieza, podemos contemplar el sepulcro de Inés de Osorio, la gran mecenas de la catedral palentina, gracias a la cual se pudo concluir buena parte del crucero. Noble dama que murió en 1492 y que fue enterrada en este templo en un lugar privilegiado. También la exposición ha levantado una pequeña rampa para que podamos ver de cerca los sepulcros pétreos de notables personajes aquí enterrados.

El capítulo “Historia de la Salvación” es un recorrido por el nacimiento, vida pública y pasión de Jesucristo que muchos pintores y escultores, tocados por ese ‘plus’ de genialidad que es exigible al creador que se enfrenta a una obra religiosa, tal y como bellamente nos enseñó Matisse cuando le tocó pintar la capillita de Vence. En este capítulo lucen y relucen Pedro Berruguete o El Greco. Pero también una pintura que identifica al Hno. Rafael, que vivió y murió en el cercano monasterio de la Trapa de Dueñas, y al que el pintor contemporáneo Antonio Guzmán Capel inmortalizó para siempre.

En el Trascoro, los organizadores han recreado un espacio verdaderamente bonito, una “nueva capilla”, con su altar, su púlpito y su retablo, y todo ello gracias a los hermosos tapices de la Salve Regina que encargó el obispo Fonseca y que en este espacio forman verdaderos muros de hilos de colores. En este mismo espacio, cada sábado, durante siglos se cantó la Salve ante el Retablo de los Dolores de María. Cada capilla, ya se sabe, es un hortus conclusus, un pequeño edén donde el cristiano se siente en casa. Los tapices, con sus cenefas, sus escenas de suplicantes delante de María, y sus filacterias con la oración del Salve Regina, nos hablan del mundo como valle de lágrimas, donde los hombres y mujeres de cada época alzan sus manos y suplican a María, un poco de “vida, dulzura y esperanza nuestra”.

No podía faltar un capítulo dedicado a María, porque los artistas de todas las épocas han rivalizado para crear las Madonna más hermosas, las Piedades más desgarradoras, las Santa Ana Triple, las Inmaculadas, las Asunciones, las Patronas de cada pueblo y lugar. Aquí Siloé y Alejo de Vahía rivalizan en maestría artística.

El espectador abandona la catedral, pero sus ojos aún son reclamados por las altísimas bóvedas de la seo de Palencia, limpias, bien iluminadas, con sus claves de colores espléndidos. Unas bóvedas góticas, reflejo de otras bóvedas: la creada al inicio del mundo y aquella a la que aspira el cristiano devoto al final de los tiempos.

Antes de salir a la calle, se cruza el claustro. Visité la exposición una tarde de luz cegadora en el que la piedra blanca del claustro parecía aún más blanca. Los cipreses ponían su contrapunto de verdor al claustro. Se sale a la calle, pero hay muchas imágenes que quedarán en la retina. Es lo que tiene la belleza que siempre nos hiere un poco y sus cicatrices no se acaban nunca de curar: Ahí están todavía: La Anunciación románica en piedra, los Reyes Magos de suntuoso yeso policromado, la cripta visigoda y prerrománica, el frontal de riquísimo recamado, El Salvador de el Greco, el Crucificado de Gregorio Fernández, El Santo Entierro de Juan de Flandes, el San Juan Bautista, de Alejo de Vahía, la custodia del Corpus Christi, la sarga del Calvario, el portentoso órgano del Coro y las deliciosas misericordias con sus escenas paganas de dragones, el Ecce Homo tristísimo de Siloé, el Hermano Marcelo, de Victorio Macho, Los desposorios de Santa Catalina, de Cerezo, La Resurrección de Lázaro, de Juan de Flandes, las zapatillas regias de un cardenal, el sepulcro en madera de Tello Téllez, la Piedad de Pedro Berruguete, La Fuente de la Gracia, copia de Van Eyck, la columna románica de la primitiva catedral, la reja del coro, los fragmentos de las vidrieras medievales… Y la dulce y hermosa talla en alabastro de la Virgen Blanca que es la imagen del cartel de Renacer. Parafraseando a André Malraux que aseguraba “que la cultura era una resurrección”, bien podríamos decir que la belleza de esta catedral y de las obras de arte aquí contenidas son, efectivamente, un auténtico re-nacimiento.

No se entiende Europa sin sus catedrales góticas, símbolo centenario de las ciudades, orgullo de sus ciudadanos, maravilla para los visitantes y luz para los creyentes. Representan, como ningún otro edificio, el anhelo del ser humano por elevarse sobre esta tierra de afanes y miserias: crear un espacio de luz y de belleza, para gloria de Dios y para consuelo de los hombres.















jueves, 16 de junio de 2022

Rilke y la Inmaculada de la capilla Oballe

Toledo es una ciudad del cielo y de la tierra

(R. M. R.)

 

Una tarde soleada de 1906, el poeta más poeta del siglo XX, Rainer María Rilke (1875-1926), entró en el apartamento parisino de su amigo español, el pintor Ignacio Zuloaga. La luz inundaba el salón. Y entonces, ante la mirada perpleja del poeta, aparecieron tres lienzos de El Greco: “La estigmatización de San Francisco de Asís”, “San Antonio” y “La Anunciación”. Quedó sobrecogido: “sólo tengo un anhelo: viajar a Toledo”. Como él mismo confesó a su amiga: “el descubrimiento del Greco fue uno de los sucesos más grandes de mis dos o tres últimos años”. Nacido en Praga, el delicado poeta se sintió siempre un apátrida, aunque su corazón sintió a Venecia, Toledo y Duino como “patrias del alma”.

Habrán de pasar 6 años hasta que Rilke pueda cumplir su sueño de encontrarse con El Greco. Nada más llegar a la ciudad imperial le llamaron la atención las cadenas de los “cristianos cautivos colgadas en la Iglesia de San Juan de los Reyes”. Todo en Toledo le asombra. A veces cruza el Tajo por alguno de sus puentes, contempla el paisaje y pasea por las rocas y colinas hasta el anochecer. Una noche, al pasar por el puente de San Martín: “Estaba yo en el maravilloso puente de Toledo; al caer una estrella, trazando un arco lento y tenso en el espacio, cayó también -¿cómo podría decirlo?- en el espacio interior; había desaparecido el contorno delimitador del cuerpo”.

        Todos los días entra en la catedral y deambula despacio por sus naves en penumbra, cautivado por su majestuosa arquitectura y la música solemne de sus órganos, aunque su mayor admiración se dirige hacia las rejas de Villalpando que cierran la Capilla Mayor. Y tarde tras tarde le causa asombro la imagen gigante de San Cristobalón pintada en el muro. Todo es irreal en Toledo: “Las cosas tienen allí una intensidad que no es común y que no es visible a diario: la intensidad de una aparición”.


           Un buen día visita la iglesia de San Vicente. Y allí, como un fulgor, un relámpago, un rayo, la belleza de la Inmaculada de El Greco le fulmina para siempre. El Greco pintó está Inmaculada para la capilla funeraria de Isabel de Oballe, y de ahí le viene el nombre. Tradicionalmente se la venía considerando una Asunción, por su aspecto ascensional, pero la presencia de varios símbolos de las letanías lauretanas (los lirios, las rosas, el espejo, la luna, el sol, el pozo, la fuente) confirma la advocación de Inmaculada. Este lienzo es hoy la obra maestra del Museo de Santa Cruz de Toledo.

Delante del despliegue de alas de los ángeles, de sus vestidos drapeados por efecto del soplo divino, del sentido ascensional de la escena, del revuelo de vientos, torbellinos ascendentes espirituales, el poeta se sintió también él ‘asunto’ al cielo.

En la penumbra del crepúsculo, Toledo es un “sublime y terrible relicario”. Y en los cuadros del Greco encuentra a su ángel, que no es el ángel-doncel de la imaginería religiosa, sino el ángel-pájaro que surca sin descanso el mundo de los vivos y los muertos. Y aquel ángel de la Inmaculada es el más hermoso de todos. Sus pies rozan un macizo de flores (rosas y azucenas) y sus manos tocan la túnica de la Virgen. Y es esa ingravidez angelical la que dota de una fuerza increíble a todo el lienzo. En Toledo “convergen las miradas de los vivos, de los muertos y de los ángeles”.

Lo mejor de su poesía contenida en Elegías de Duino, parte, según el escritor Peñalver, de la revelación de El Greco y de Toledo. Para Rilke solo la poesía puede unir al hombre con el mundo, lo mismo que El Greco, en su   Inmaculada, aúna en un lienzo el mundo celestial y el mundo terrenal. El poeta y el pintor son capaces de unir el mundo visible e invisible en unos versos o en un cuadro.

       María, vestida con túnica roja y manto azul de imponentes proporciones, aparece suspendida en una atmósfera celeste. La figura angélica sirve de unión entre la imagen mariana y el mundo terrenal, interpretado abajo, a la izquierda, con una vista de la ciudad de Toledo.


   Diversos especialistas han subrayado el carácter ascensional de la composición, que se inicia sobre el macizo floral de la zona inferior, desde los pies del ángel y culmina en el rostro de la Virgen, describiendo ambas figuras una línea y un movimiento serpenteantes. Todo es irreal, y a la vez todo verdadero. Hay una luz indefinible, sobrenatural; las formas de las figuras se deforman, pero nosotros las percibimos aún más hermosas, si cabe. Los coros angélicos dibujan una especie de corona alrededor del rostro sereno de la Virgen María. La paloma flamea e irradia su blancura sobre la composición entera. Las colinas toledanas reverdecidas, la niebla que parece cubrir el puente, las velas desplegadas de un barco sobre el Tajo, la muralla zigzagueante, las rosas y los lirios surgidos de la nada, realismo poético, bodegón a lo divino. Todo crea una atmósfera de intensa espiritualidad, un espacio vibrante, de contornos indefinidos, colores incandescentes, nieblas del río, vientos divinos ascendentes. Escuchamos los sonidos de los ángeles músicos y olemos la fragancia de las flores, la humedad de la niebla. El cielo con sus alados querubines, y la tierra con su puente y su río. Los sentidos nos engañan sobre lo que vemos. El espíritu nos confirma lo que sentimos allá en los adentros. Todo invita a la admiración y al estupor, al gozo inefable y a la contemplación gozosa. Basta pararse unos minutos, contemplar la escena, para entender el arrebato y el éxtasis que el poeta checo sintió en aquel noviembre de 1912.  Escribiría:

 

Óleo delicado que la altura quiere,
estela azul que el incensario eleva,
música de laúd compuesta hacia lo alto,
leche del mundo, brota,

apaga la sed del cielo, que es aún pequeño, y nutre
todo lo que en ti duerme, como el reino que llora:
te has transformado en oro como la alta espiga,
te has vuelto pura como una imagen de agua.

Al igual que nosotros, cuando es de noche, oímos
en soledad cómo las fuentes brotan:
así estás tú ascendiendo, enteramente sola
delante de nosotros. Y como en una aguja

quiere enhebrarse en ti mi larga mirada
antes de que huyas de este mundo visible,
y la arrastres así, aunque quede muy blanca,
a través del azul auténtico del cielo.

 


Rainer María Rilke tuvo un final digno de su poesía. La muerte coronó su vida a los 50 años. Si es que existen muertes buenas, no es posible imaginar una mejor para Rilke. El poeta falleció a los pocos días de  pincharse con la espina de una rosa. Estaba haciendo un ramo de flores para ofrecérselo a una amiga que venía a visitarle. La herida se infectó y le acabó produciendo una septicemia. Después de su muerte se descubrió que padecía leucemia.

           Pero quien contempla esta Inmaculada Oballe en el Museo de Santa Cruz de Toledo, como a mí mismo me sucedió hace escasos días, tiene la certeza de que fueron las espinas de las rosas del cuadro de El Greco las que verdaderamente hirieron de muerte al vate. ¡Perfecta justicia poética!












miércoles, 4 de mayo de 2022

La escuela africana que ganó un Pritzker

            


         Pocos minutos antes de que la campana suene para empezar la primera clase de la mañana, los niños se arremolinan en torno a la escuela. Una escuela rural más, en Gando, Burkina Fasso. Si estos días la escuela de la foto ha saltado a las páginas de medio mundo es porque quien la construyó en su día, Francis Keré, acaba de ganar el Pritzker, el premio más importante de arquitectura.

            Francis Keré fue el primer niño de su aldea que aprendió a leer. Para ello tuvo que marcharse a otro pueblo, a cuarenta kilómetros, porque en su aldea no había escuela. El arquitecto de moda recuerda que “Cuando era niño y tenía que regresar a la escuela al final de las vacaciones, debía despedirme de mi comunidad. Entonces, todas las mujeres en Gando me daban la última moneda de su bolsillo. En mi cultura, eso es un símbolo de profundo afecto. Con tan solo siete años, eso me impresionaba, y le pregunté a mi madre por qué aquellas mujeres me amaban tanto. Ella me respondió: “Están contribuyendo a pagar tu educación con la esperanza de que tengas éxito y algún día regreses y ayudes a mejorar la vida de la comunidad”.

            Años más tarde, una beca le llevó a la universidad de Berlín. Siendo aún estudiante, pidió a sus compañeros de pupitre que le ayudaran, privándose de un café o de una cerveza, a construir una escuela en su pueblo. Francis sabía perfectamente que en las horas de más calor la escuela africana en la que él había estudiado de niño se convertía en un horno donde era imposible estudiar y aprender. Construyó la escuela con adobes de barro, y puso un tejado de chapa que no apoyaba directamente sobre los muros, sino sobre unos postes que lo elevaban, creando un vano en todo el perímetro que permitía la aireación y refrigeración del espacio. Además, diseñó el tejado con un gran voladizo de forma que la lluvia no diera directamente sobre los adobes y así preservarlos durante mucho más tiempo. El jurado ha valorado la utilización de materiales humildes, la adaptación de su arquitectura al medio, muy alejado de esos arquitectos estrellas que, desde sus estudios en Londres o Berlín, diseñan edificios para lugares que ni siquiera conocen pero por los que les han pagado cifras astronómicas.

            Francis Keré ha sido el primer arquitecto africano en conseguir el premio Pritzker (el nobel de la arquitectura). Muchos de sus trabajos, hermosísimos, están en su propio pueblo Gando (escuela, casas para maestros, biblioteca), en parte financiados por la fundación que él creó para ayudar al desarrollo de su aldea. Pero también cuenta con trabajos en Suiza, Inglaterra, China, Mali, Alemania y por supuesto Burkina Faso. Francis Keré es uno de esos africanos que ha triunfado en el mundo, pero que no se ha olvidado de sus raíces y tampoco de aquellas mujeres que le regalaban una moneda para que estudiara y fuera un hombre de provecho para la comunidad.






martes, 21 de diciembre de 2021

La adoración de los pastores, de Maíno

A finales de mayo de 1977 entré por primera vez en el Museo del Prado, en el marco de la excursión organizada por la profesora de arte de COU. Al lado de mi inseparable compañero y compaisano Alfonso Martínez seguí las explicaciones de la profesora sobre lo que ella consideraba la selección imprescindible de la Colección. Cuando terminó el recorrido, nos dejó una hora para que deambulásemos por el Museo libremente. Fue entonces cuando vi este cuadro. Lo reconocí porque lo había visto antes en un calendario y en una postal navideña: La adoración de los pastores, de Maíno. Verlo de cerca, con sus considerables dimensiones, me impresionó. Desde entonces, rara es la vez que paso por el Prado y no me acerque a verlo.

Esta pintura formaba parte del retablo de la iglesia conventual de San Pedro Mártir en la ciudad de Toledo. Fue precisamente cuando trabajaba en este retablo llamado de las “Cuatro Pascuas” (Natividad, Epifanía, Resurrección y Pentecostés) cuando decidió su ingresó en la orden dominica, exactamente en 1613.

Francisco Maíno había nacido en la villa de Pastrana (Guadalajara) en 1581. Siendo joven pudo viajar a Madrid, y de allí pasó a Roma donde asimilaría, con gran provecho, la pintura de los grandes genios del momento: Caravaggio, Tintoretto o Gentilleschi. En Toledo, conocería la obra de El Greco.

¿Por qué me gusta esta Adoración de los Pastores? Básicamente, porque todos los personajes que aparecen en el lienzo (314 x 174 cm) no son ‘divinos’, sino ‘humanos’. Tan humanos que parecen vecinos de un pueblo cualquiera a los que se ha retratado en el lienzo. Si acercamos por un momento nuestra mirada al ángel más próximo al ‘Misterio’, descubrimos que tiene el rostro de cualquier chico aldeano. Sus facciones y el color de su cara las ha esculpido la torradera de verano y la heladura de invierno. Y esa forma de sonreír es propia de cualquier pillastre hijo de campesino.

Podemos dividir el cuadro en dos escenas. En la franja superior, el mundo celestial, con tres ángeles que asisten -felices espectadores suspendidos en pétreas nubes- al episodio de la adoración. En la franja inferior, un pesebre destartalado y pobre da refugio a la Sagrada Familia. Entre ambas franjas aparece un templo de factura clásica grecorromana pero en ruinas. El mundo antiguo -parece decirnos Maíno- es pura ruina. El mundo antiguo ya ha pasado. Y el mundo nuevo acaba de dar su primer vagido. Todo es vida y luz en ese Niño que lo inaugura. Al fondo, podemos observar unos colores crepusculares que envuelven la escena en un suave silencio.

El número tres se repite varias veces en el cuadro. Tres son los ángeles que forman el coro celestial. Tres las personas del Misterio: María, José y Jesús. Tres los pastores y tres los animales que acompañan a los pastores: un perro, una cabra y un cordero.  

María, de rodillas, junta sus manos en actitud de oración, como si ella fuera la primera en comprender que está ante su Dios y Señor. Lleva los cabellos al descubierto, algo bastante insólito. Solamente una cinta blanca, de inspiración griega, adorna su cabeza. Con gesto de gran ternura, como cualquier padre de este mundo, José toma el bracito del Niño y lo besa. Jesús mira a José amorosamente. Es una escena poco habitual en este tipo de pinturas. Envuelto en una amplia sábana blanca, el cuerpecillo del Niño reposa sobre unas pajas que aún conservan las espigas, alusión a la futura eucaristía. La luz envuelve al Infante y, a su vez, Él proyecta la luz a toda la escena. El buey y la mula, detrás del pesebre, miran embelesados, se diría que con ojos humanos, la Natividad del Señor.

Ni los evangelios canónicos ni los apócrifos nos dicen nada del número de pastores que se acercaron a adorar, pero por analogía con los Reyes Magos, los artistas han pintado casi siempre a tres. Cada uno de los pastores está representado en una edad distinta: la juventud, la madurez, la senectud. El más joven aparece sentado en el suelo, tocando una chirimía, absolutamente concentrado en el acto de ofrecer su música pastoril a Jesús. Tanto él como su compañero conservan en las plantas de los pies las marcas del camino recorrido para llegar a la gruta de Belén.

El pastor de mayor edad, rodilla en tierra, está situado justo delante del Niño. El pelo canoso, la frente llena de arrugas, la barba de varios días, los piales en sus pies, la mano en el corazón, el brazo agarrando con firmeza los cuernos de una cabra indómita, mira absorto al recién nacido. Pocas veces la pintura ha reflejado tan bien la alegría plena y el gozo desbordante de un hombre ante un niño. Solo tiene ojos para él.

Un personaje nos deja perplejos: el tercer pastor. De espaldas al Niño, casi recostado en el suelo, ¿está llorando y no quiere mostrar sus lágrimas? ¿Se considera indigno de mirar de frente al Salvador? Con el torso desnudo, la cabeza gacha, el rostro pensativo, los pies sucios, sujeta con una mano un corderillo que ha traído como ofrenda. Ese cordero, en su inocencia y pureza, representa a Cristo, cordero inmolado, Agnus Dei, anticipación poética de la Pasión. Ester tercer pastor es, ciertamente, un personaje enigmático. ¿Lo ha colocado el pintor en esa contorsionada postura para demostrar su maestría en el dibujo de la espalda desnuda? ¿Ha querido simbolizar a quienes, aun teniendo a un palmo de sus narices a Cristo, son incapaces de verlo? En todo caso, este pastor pone una nota de misterio y de inquietud a la escena.

 Sea como fuere, fray Francisco Maíno, de la orden de Santo Domingo, ha sabido crear, con un dibujo potente, con la monumental escultórica de las figuras, con los contrastes lumínicos, con preciosos ocres, amarillos, azules cobaltos y bermellones, una Adoración de los Pastores que, después de vista una vez, no se olvida nunca. Tal y como nos cuenta el evangelista Lucas, ellos cuidaban a sus rebaños en la región, oyeron la voz de los ángeles, creyeron el mensaje, dejaron sus ovejas, se pusieron en camino, tomaron algunos presentes de lo que tenían, llegaron donde estaban María, José y el Niños. Reconocieron al Señor en la frágil carne de un recién nacido. Y se alegraron. Y lo adoraron.

Ninguna religión ha inventado unos principios tan humildes para hablar del nacimiento de su dios. “No encontraron sitio en la posada” está en el origen de Jesús y del cristianismo. La casa de Jesús estará siempre a la intemperie, como en la hermosa escena que estamos comentando. Tres pastorcillos, también a la intemperie, son los primeros creyentes, los primeros en confiar. Por todo ello, no me extraña que este lienzo de Maíno, por su inmensa verdad y su fulgurante belleza, siga deslumbrando a los visitantes que cada día entran en el Museo del Prado.

 











martes, 30 de noviembre de 2021

La catedral de Justo

 


La catedral de la Fe. La catedral de Mejorada del Campo. La catedral de Nuestra Señora del Pilar. La catedral de Justo. Diversos nombres que el pueblo ha ido dando a un edificio que desde hace 60 años crece, ladrillo a ladrillo, en el pueblo madrileño de Mejorada del Campo. Todo esto se debe al empeño sin desalientos de un solo hombre: Justo Gallego.

Justo Gallego acaba de morir a los 96 años de edad, y la noticia de su muerte ha saltado a todos los medios de comunicación. ¿Era acaso un arquitecto-estrella, un ganador de Premio Pritzker de Arquitectura? No, simplemente era un humilde creyente que creía que la fe puede mover montañas y también construir catedrales.

La gente no admiraba tanto el edificio cuanto la voluntad de un hombre por mantenerse fiel a una promesa realizada y por su dedicación exclusiva a un objetivo: construir una capilla para el Creador, a la que él atribuía la curación de su tuberculosis.

Se dice pronto y bien: sesenta años de una vida dedicada a poner un ladrillo tras otro con la fe sencilla de quien quiere honrar a María. Casi siempre trabajó él solo en tan gigantesca tarea, aunque en los últimos tiempos, grupos de voluntarios se acercaban, admiradores y estupefactos, a echarle una mano.

La iglesia ocupa unos 4.700 metros cuadrados de superficie. Tiene una altura de  35 metros y una planta central de 50 metros, una cripta subterránea, dos claustros, un baptisterio, doce torreones de 60 metros, 28 cúpulas y más de 2.000 vidrieras.

Hace bastantes años, y para no tener que hablar más de la cuenta, debido a sus problemas de afonía, Justo Gallego colgó un cartel a la entrada del edificio para explicar la razón de este quijotesco empeño: 

“Me llamo Justo Gallego. Nací en Mejorada del Campo el 20 de septiembre de 1925. Desde muy joven sentí una profunda fe cristiana y quise consagrar mi vida al Creador. Por ello ingresé, a la edad de 27 años, en el monasterio de Santa María de la Huera, en Soria, de donde fui expulsado al enfermar de tuberculosis, por miedo al contagio del resto de la comunidad. De vuelta en Mejorada y frustrado este primer camino espiritual, decidí construir, en un terreno de labranza propiedad de mi familia, una obra que ofrecer a Dios. Poco a poco, valiéndome del patrimonio familiar de que disponía, fui levantando este edificio. No existen planos del mismo, ni proyecto oficial. Todo está en mi cabeza. No soy arquitecto, ni albañil, ni tengo ninguna formación relacionada con la construcción. Mi educación más básica quedó interrumpida al estallar la Guerra Civil. Inspirándome en distintos libros sobre catedrales, castillos y otros edificios significativos, fui alumbrando el mío propio. Pero mi fuente principal de luz e inspiración ha sido, sobre todo y ante todo, el Evangelio de Cristo. Él es quien me alumbra y conforta y a él ofrezco mi trabajo en gratitud por la vida que me ha otorgado y en penitencia por quienes no siguen su camino.

Llevo cuarenta y dos años trabajando en esta catedral, he llegado a levantarme a las tres y media de la madrugada para empezar la jornada; a excepción de algunas ayudas esporádicas, todo lo he hecho sólo, la mayoría de las veces con materiales reciclados… Y no existe fecha prevista para su finalización. Me limito a ofrecer al Señor cada día de trabajo que Él quiera concederme, y a sentirme feliz con lo ya alcanzado. Y así seguiré, hasta el fin de mis días, completando esta obra con la valiosísima ayuda que ustedes me brindan. Sirva todo ello para que Dios quede complacido de nosotros y gocemos juntos de Eterna Gloria a Su lado”.

Probablemente, poco más se pueda añadir a este resumen existencial hecho por el propio interesado. En un momento de descreimiento generalizado, en un momento de obsesión por los expertos, los arquitectos estrella, las grandes empresas que llevan a cabo, a cargo del erario público, fabulosos edificios que a los pocos años están achacosos, causa asombro y estupor el loco empeño de un agricultor, que se exigió a sí mismo hacer de albañil para construir una pequeña capilla en honor de la Virgen. Este hombre que estuvo al pie de obra hasta los 94 años, que no conoció el desaliento, ni se dejó amilanar por el frío o el calor, por las críticas acerbas de muchos sectores, se mantuvo firme en su propósito y en su promesa. Sin planos, sin proyecto de obra, sin recursos, sin asesores, sin el visto bueno del municipio o de la Iglesia… pero él tenía ideas en la cabeza y, cuando llegaba cada mañana a la obra, al amanecer, hacía una masa de  cemento y se ponía a la tarea. Solo los libros antiguos, algunos de ellos en latín, donde se daba cuenta de la construcción de las “sacras moles”, fueron su Universidad.

No ha podido ver su obra acabada, pero sí a gentes de los cuatro puntos cardinales que se acercaban a Mejorada del Campo con el único fin de conocerle de cerca y ver su catedral, especialmente desde que su proyecto apareciese en un anuncio de Aquarius y de que el Patio Herreriano de Valladolid y el Moma de Nueva York hablasen de su obra.

Cuando un hombre sabe bien lo que quiere, nada le detiene en su camino. Este hombre trabajador, afable, risueño, que madrugaba para recoger los ladrillos desechados de la cerámica, que encendía cuatro astillas en un bidón para calentarse en invierno, que ha desafiado a arquitectos y a expertos, que se ha mantenido imperturbable en su fe cuando arreciaba la incomprensión a su alrededor… nos habla de una cierta forma de entender la vida, la fe y el trabajo.

Hace apenas tres semanas había donado a la organización de Mensajeros de la Paz su catedral. El P. Ángel se ha comprometido a poner fin a este singular edificio que lleva en construcción sesenta años. Algunos ya han ofrecido recursos para que así sea. Un estudio de arquitectura ha avalado la solidez de la construcción, en contra de los agoreros que pensaban que Justo construía sin pies ni cabeza. Los arquitectos han certificado que “sorprendentemente” la obra es muy sólida  y que, salvo pequeños detalles, todo lo demás está bien calculado, y que la cúpula, el elemento más difícil, está bien resuelto.

El lema de Justo Gallego, como el mismo afirmaba, era “servir primero a Dios, luego al prójimo y por último a mí mismo”. Justo Gallego que quiso ser fraile y que fue expulsado de la orden monástica por contraer la tuberculosis, le bastaba con que con que a Dios y a María le gustase su trabajo. Él no construía para los hombres o para ganar una bienal de arquitectura. Construía para Dios, que es el gran arquitecto. Sólo así se entiende esta obra de titanes, levantada por un fraile descartado. Un albañil visionario. Un humilde creyente.








jueves, 28 de octubre de 2021

Los retratos de Lita Cabellut




A una niña gitana le faltaba poco para los 13 años cuando visitó por primera vez el Museo del Prado. A esa edad malamente sabía leer y escribir. Pero los cuadros de Goya, Velázquez, Ribera, Rubens y Rembrandt  entraron por sus grandes y negros ojos y ya nunca la abandonaron. La niña respondía al nombre de Lita.

"Me impresionó tanto la visita al Museo del Prado, que convencí a mis padres para que me pusieran un profesor de dibujo. Me dejaban pintar siempre en el garaje después de hacer los deberes. A los 16 años tuve mi primera exposición en el Ayuntamiento de Masnou (Barcelona)”.

Lita Cabellut había nacido en 1961 en un pequeño pueblo de Huesca, Sariñena. Nunca llegó a conocer a su padre y su madre la abandonó cuando era un bebé. Muy pronto dejó su aldea natal y recaló en Barcelona para vivir con su abuela Rosa. Una gitana que mendigaba por las calles y distraía alguna que otra cartera a turistas distraídos en la Plaza Real. A ella misma, a la pequeña Lita, una niña disléxica, le gustaba más corretear por las calles y pedir limosna que ir a la escuela, donde era la última de la clase y no conseguía juntar cuatro letras seguidas como Dios manda. Cuando la pequeña tenía 10 años, la abuela Rosa murió. Y ella entró en un orfanato, donde permaneció algo más de dos años y medio, hasta que una pudiente familia catalana la adoptó, la sacó de allí, y le permitió ver el mundo y verse a sí misma de otra forma. Fue entonces cuando hizo su primera visita al Museo del Prado. Hay momentos que fundan una vida. Y para Lita, la visita al Prado fue uno de ellos. "Con 13 años, recién adoptada, sin saber leer ni escribir, sentí cómo Rubens, Rembrandt, Goya y Bacon me contaban mi primer cuento. Sus cuadros me abrieron el alma".

Empezó a estudiar con aplicación y en el garaje de la casa montó su primer estudio. En 1978, sus primeros cuadros colgaban de las muro de una sala de exposiciones. A los 19 años consiguió una beca para la Gerrit Rietveld Academy, de la ciudad de Amsterdam. Allí siguió la estela marcada por los grandes pintores holandeses e inauguró un lenguaje pictórico propio y unas propias señas de identidad: Lita Cabellut creó a Lita Cabellut. "Era donde se habían formado los grandes maestros, la luz allí es diferente para pintar, fue una buena decisión porque me pude desarrollar intelectual y técnicamente". Desde entonces reside en los Países Bajos donde tiene su taller de pintura.

Desde hace algún tiempo, sus retratos -he de reconocerlo- me fascinan. Sus retratos tienen una potencia que es difícil de olvidar después de haber visto media docena de ellos. Conquistan, subyugan, interrogan, fascinan. Son a veces caricia, a veces bofetada. En este sentido es deudora de los grandes retratistas holandeses y españoles que aún nos siguen hipnotizando en las paredes del Museo del Prado o en el Rijksmusem.

De ella ha escrito el crítico Heberto de Sysmo: "El color negro enfatiza la relación entre el estigma y su visión de la belleza; sus obras tiene el volumen de un relieve telúrico, la cartografía de un caos que conforma con naturalidad el atlas, terreno y celeste, de la mirada o el cuerpo. La piel es pieza clave en las obras de Cabellut: órgano externo que revela las experiencias, que muestra las cicatrices del dolor, las marcas del paso del tiempo. En definitiva, la fuerza, el carácter y la angustia consustancial a la existencia del ser humano”. Hermosa definición.

Esta gitana de melena negrísima y enmarañada, de ojos profundos y grandes, como su raza, tiene una presencia rotunda y una mirada apasionada y enigmática. Por un momento, una pensaría que tal vez Lita Cabellut está a punto de lanzarse a bailar flamenco, taconeando hasta la extenuación o se va a poner a declamar, con voz ronca,  los versos de Medea en un teatro griego.  Esta gitana es hoy la artista viva española más cotizada del momento, a la altura de Miguel Barceló.

Sus monumentales retratos no dejan a nadie indiferente. Cabellut consigue aumentar el impacto visual mediante la aplicación de una innovadora técnica de craquelado. Además, la paleta de colores que utiliza para dar piel y carne a sus personajes hace de ella una artista reconocible. Los trazos desgarrados de sus pinceladas no disimulan su admiración por Lucien Freud: "Con esas pinceladas neuróticas Freud es un maestro en describir la crueldad", y afirma también que representa el "lado más olvidado de la sociedad", con el que "empatiza especialmente”.

No está de más decir que mantiene con sus propios recursos la Fundación Arnive de ayuda a infancia necesitada ya que, según sus palabras “son el lado más olvidado de la sociedad, porque yo no me olvido de quién fui y dónde estoy”.

Cuando el periódico El Mundo le preguntó qué es lo que más le gustaba de su obra, esta fue su respuesta: “Una serie que pinté hace 10 años sobre prostitutas y borrachos. Quería que el público viera lo que yo sentía en la calle durante mi infancia”.

Nunca ha renegado de su etnia, y algunos de sus cuadros son un homenaje a su pueblo: "Quiero mostrar las miles de caras que tenemos, no sólo las cosas malas que siempre sacan de nosotros. Somos un pueblo lleno de magia, las penas las cantamos con alegrías"

Seres anónimos, despojos humanos de cualquier barrio degradado ocupan sus grandes lienzos, pero también personajes que, por su fuerza o por su vida, la han conquistado: Coco Chanel, Frida Kahlo, Nureyev, Stravinsky, García Lorca, Madre Teresa de Calcuta, Charlot. Los retratos de Lita Cabellut, ya sea por la delicadeza de su poesía o por su arrebatada pasión nos seguirán cautivando durante mucho tiempo.











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