lunes, 10 de septiembre de 2018

Imela, Angelita





Si mal no recuerdo, en igbo, una de las lenguas de Nigeria, “gracias” se dice “imela”. Por lo tanto; “Imela”, Angelita.

Al amanecer, un whatsapp me comunicaba que la señora Angelita Velasco acababa de dejarnos. Y lo primero que se me ha venido a la cabeza ha sido esta palabra en igbo.

Compartí contigo, querida Angelita, dos viajes a África: en 2005 a Nigeria y en 2008 a la R.D. del Congo. Por entonces ya estabas cargada de años y también de achaques. Pero también estabas cargada de ilusión y de esperanza. Y esta ilusión y esta esperanza te hicieron rejuvenecer y revivir en África. Cuarenta años antes, si alguien te hubiera propuesto viajar a África, le hubieras mandado con viento fresco, a pesar de que por aquellos lejanos días fueses joven y estuvieses llena de salud. Luego las cosas cambiaron. Tu hijo, Andrés, se marchó de misionero a África y a ti te entró la curiosidad, y yo diría que el cariño, por esos hombres y mujeres, por esos niños, por esos paisajes… que contemplabas ahora en las fotos que iban llenando las paredes de tu casa de La Cistérniga… Hay personas que, al cumplir años, su espíritu también envejece. Y hay personas que, a medida que el cuerpo se torna torpe y viejo, el espíritu se vuelve joven y ligero. Eras de esta segunda categoría.




África te ofreció un hermoso regalo. No fuiste a África para ayudar, para echar una mano, para enseñar. Tu sola presencia en las misiones de Nigeria y del Congo fue el mensaje. Para una cultura como la africana que aún siente respeto y admiración por las personas ancianas, la sola presencia de una mujer mayor y achacosa era un estupendo sermón, un bello discurso, un mensaje claro y entendible. Y quizás por ello, tu presencia en las misiones fue tan admirada y tan querida. No te importaron ni la pesadez de los aeropuertos y aviones, ni el desesperante calor y humedad africanos, ni los caminos llenos de baches que nos hacían saltar continuamente sobre los asientos del coche, ni la dieta monótona y pobre de la misión, ni la contaminación atroz de Kinshasa, ni el atraso secular de Nnebukwu.



Que una mujer menuda y frágil se hubiera plantado en medio de la selva nigeriana o en el corazón ruidoso y contaminado de la capital del Congo, era ya suficiente motivo de admiración para tantos y tantas africanas. No hablabas sus idiomas, ni eras una entendida en alguna materia que les pudiera ser de utilidad, ni eras una profesora que ofreciera una conferencia elevada sobre higiene y salud o sobre antropología. Tu presencia fue el mensaje. Una presencia sabia en la misión africana. Un estar en medio. Un ser en medio de ellos. Te seguían con la mirada los niños con discapacidad cuando te ponías a su lado a amasar el pan en la panadería de Nnebukwu. O cuando te agachabas para arrancar una mala hierba junto a las lechugas en el huerto. Te jaleaba toda la aldea cuando te uniste a las mujeres de Mbele en la danza tradicional al acabar la misa. Te entendían perfectamente cuando contabas recuerdos de tu infancia, en un castellano de Canalejas, a las niñas de la calle, en la Casa de la Alegría. Dejaste pasmado al personal del Museo Nacional de Lagos cuando te vieron entrar. Y quizás por ello, el director ordenó a un vigilante que te siguiera de sala en sala con una silla para que pudieras ver cómodamente sentada las obras de arte de su secular cultura. Fuiste una presencia significativa, aguantando estoicamente el interminable desfile del Festival del Ñame y asistiendo a las larguísimas ceremonias religiosas. Te aplaudían cuando te vestiste el tradicional traje africano, porque les hiciste sentir orgullosos del hecho de ser africanos. Diste también a las enfermeras y al personal de la misión, cuando la diabetes te jugó una mala pasada, la oportunidad de desvivirse y de llenarte de atenciones.


Pero tú también fuiste un bello regalo para las misiones africanas, para los proyectos de Puentes en Congo y Nigeria: nos diste la oportunidad de valorar la presencia de las personas mayores, con sus debilidades y  limitaciones. Ahora que Europa está tan alejada de la vejez, de la debilidad, de la enfermedad… tener la oportunidad de reflexionar sobre estas realidades y considerar que la presencia de las personas ancianas, con sus dolencias y sus arrugas, son una oportunidad de crecimiento personal para todos nosotros, son una oportunidad para situar a la persona en el centro de nuestras existencias y de nuestras comunidades.… Todo esto también fue un regalo. La utilidad de una vida no se mide por lo que nos aporta en términos materiales, sino por la posibilidad que nos ofrece de sacar de nosotros lo mejor que albergamos.



Para mí, ver la admiración y la veneración de tantos nigerianos y congoleños hacia esta venerable mujer, fue parte de las enseñanzas de los viajes a África. Los recuerdos vividos con Angelita en Congo y Nigeria fueron también ‘las cosas que yo me traje en mi mochila”. Por todo ello, ‘imela’, Angelita.  Gracias, Angelita.

viernes, 7 de septiembre de 2018

Pioneros, de Willa Cather


Los Bergson, una familia sueca, se establecen en el estado de Nebraska para cultivar la tierra. A finales del siglo XIX las grandes extensiones del suroeste americano empezaban a ser ocupadas por familias venidas de medio mundo que buscaban domeñar una tierra agreste y dura, que se resistía a perder su carácter salvaje. Muy pronto el cabeza de familia de los Bergson muere, no sin antes hacer prometer a sus dos hijos varones, Lou y Óscar, que se dejen guiar por los consejos y por la sabiduría innata para la granja de su hermana Alexandra.
Los primeros granjeros vivían acosados por las deudas, y desalentados por una naturaleza inhóspita que los vapuleaba constantemente. Muchas familias se veían obligadas a abandonar sus granjas y buscarse un trabajo como obreros en la ciudad. Es el caso de los Linstrun, vecinos de los Bergson y que, con dolor de su corazón, deben vender las tierras. El más apenado de los Linstrun será Carl, adolescente y amigo de aventuras de Alexandra.

Inasequible al desaliento y dotada de una mirada amplia sobre el porvenir,  Alexandra logró sacar adelante las tierras de su padre, comprar nuevas tierras, cambiar de cultivos. Pero Nebraska conoció tres terribles años de sequía que expulsó a muchos granjeros y que puso a prueba el carácter de la misma Alexandra. Fue la última rebelión de la tierra antes de dejarse dominar por el arado. "Un pionero debía tener imaginación. Debía ser capaz  de disfrutar con la idea de las cosas más que con las cosas mismas". Mientras tanto, Emil, el pequeño de la familia es enviado a estudiar a la ciudad, para que conozca otros mundos y para que, con sus estudios, pueda el día de mañana hacer prosperar las tierras.

Willa Cather (1873-1946) es una escritora norteamericana incómoda, por su no adscripción a la literatura experimental o moderna tan en boga en su época. En Pioneros nos hace asistir a los inicios de una nación, a los comienzos de repoblación de amplias extensiones de terreno que poco a poco, con voluntad de hierro y con sacrificios sin fin, empezaban a conocer la agricultura y la ganadería. "La historia de todos los países empieza en el corazón de un hombre o de una mujer". Nuevos granjeros llegan y se establecen como vecinos. Es el caso del jovencísimo matrimonio de bohemios, los Shabata, formado por Marie, extrovertida y un poco atolondrada, y por Frank, celoso y amargado. Son jóvenes que han consumido rápìdamente su inicial pasión y que sólo ahora se dan cuenta del abismo que los separa. En Emil y en Marie se despierta un amor que debe permanecer oculto, porque ella es una mujer casada. Y estamos a finales del siglo XIX. Una pasión que acabará en tragedia bajo una morera y tres disparos del marido burlado.
Un buen día, muchos años después, aquel adolescente que fue Carl Linstrum regresa para ver las tierras donde había vivido por algún tiempo. Y es en este punto donde la vida de Alexandra, que hasta ahora se ha limitado a trabajar las tierras y a perseguir la prosperidad de los Bergson, conocerá una nueva aurora. Bellísima novela de Cather, una pequeña alegría lectora en un año de libros de bajo perfil.  La tierra, y todo lo que ella significa, es protagonista también: "Pero el gran acontecimiento era la tierra en sí, que parecía anegar los pequeños y esforzados indicios de sociedad humana en sus sombrías extensiones. Enfrentándose con aquella inmensa dureza, su boca se había vuelto amarga; porque sentía que los hombres eran demasiado débiles para dejar su huella allí, que la tierra quería que la dejaran tranquila, quería conservar su implacable fortaleza, su belleza de una índole salvaje y peculiar, su melancolía sin interrupciones".

Desde que hace miles de años, los cazadores-recolectores se hicieron agricultores, la posesión y el cultivo de la tierra han sido dos pasiones inscritas en el ADN del ser humanos: "Nosotros venimos y nos vamos, pero la tierra siempre está aquí. Y las personas que la aman y la comprenden son las personas a las que pertenece... durante un tiempo".

 

jueves, 6 de septiembre de 2018

Sobre estadios y sobre escuelas.




Varios minutos dedicó el telediario de hace unos días a la situación precaria que varios estadios de fútbol de equipos de primera presentan en este inicio de la Liga Española. Una preocupación que se entiende. Un escándalo que ha estallado en Vallecas cuando el estadio del Rayo Vallecano ha sido clausurado de momento por motivos de seguridad, al no reunir las condiciones para que los futbolistas y los aficionados disfruten sin problemas. El telediario da imágenes de varios estadios en situación no apta. Sólo me he quedado con el de Vallecas y con el de Valladolid. En este último las condiciones del césped recién estrenado no eran ni mucho menos las deseables, según los entendidos, que en este país son siempre multitud.
Por estos motivos algún partido ha tenido que ser aplazado sine die. Otros partidos se jugarán en otro estadio. Mientras que las obras de algún otro estadio, se están realizando con gran celeridad. Y algún equipo, como el Rayo Vallecano, busca desesperadamente un estadio donde jugar. La falta de idoneidad en algunos estadios ha causado, por lo visto, honda preocupación en no pocos aficionados españoles. Se piden responsabilidades y se piden dimisiones. Se habla de ‘vergüenza y de irresponsabilidad’, algo indigno de la liga de primera en un país como España. Declaraciones y contradeclaraciones se suceden.

Justo en estos mismos momentos, a escasos días del comienzo del curso escolar, muchos institutos y muchos colegios andan patas arriba con obras iniciadas y no acabadas. Tejados, reformas de aulas, cambios de aseos, comedores escolares, pavimento de patios, instalaciones eléctricas, etc. Muchos están en obras y no estarán terminadas cuando los alumnos vuelvan a las clases. Se encontrarán todo manga por hombro, y deberán soportar ruidos, polvo e incomodidades a la hora de estudiar, de comer o de jugar en el recreo. Otras instalaciones precarias para las que se habían prometido reformas y mejoras ni siquiera han empezado y no empezarán. Habrá que esperar al curso siguiente. En varios lugares de España, las aulas llevan años instaladas en pabellones provisionales, en prefabricados que no aguantan el chaparrón. Pero todo esto no merece ni un solo minuto en el telediario o en el periódico local.
Y puede que las cosas sean así y no tengan remedio. Y no sólo porque los políticos sean mediocres, sino porque el común de los mortales, la ciudadanía como se dice ahora, anda más preocupada con un estadio que por una escuela. Los mismos aficionados del Rayo Vallecano que se muestran indignados por las condiciones del estadio de su equipo, probablemente no saben, ni les preocupa, si las escuelas en las que estudian sus propios hijos están bien, mal o regular.

“Ya no era mi revolución”





Una exposición en el Patio Herreriano sobre Abbas, uno de los grandes fotógrafos de la Agencia Magnum. La exposición va acompañada de textos extraídos de los diarios del fotógrafo. Un comentario está directamente relacionado con su famosa fotografía: los cuerpos de cuatro generales del Sha en la morgue de Teherán, tras ser ejecutados. Abbas había luchado contra la política injusta del Sha de Persia, pero muy pronto, tras esta fotografía, comprendió que aquella no era la revolución que esperaba. Tuvo que exiliarse. Permaneció  18 años en el exilio, y, una vez en su país, se sintió siempre un autoexiliado.
Palabras de su diario:
Teherán, 11 de febrero de 1979.
En el patio de un centro saqueado, aquellos fueron humillados se vengan del arrogante SAVAK, la temida policía política del Sha. Jóvenes matones se mezclan entre los verdaderos revolucionarios. La violencia es latente…
Más tarde… por la noche, ¿por qué no estoy lleno de alegría por la caída del régimen del Sha? ¡Todos mis amigos lo están! Después de todo, este es mi país, mi gente, mi revolución. ¿Es por la constante referencia al islam? ¿O es porque solamente he vito la cara de la perdición? Más concretamente, la de general Rahimi, el comandante de la ley marcial en Teherán. Hace dos años, le inmortalicé vistiendo sus galas, con todas su medallas sobre su uniforme. Esta noche se le obliga a desfilar ante las cámaras de televisión en mangas de camisa. Su interrogatorio, conducido por Ibrahim Yazdi, se asemeja a un juicio:
  • ¿Te quieres retractar?
  • Juré lealtad al Sha y no renegaré de ello ahora
Un periodista extranjero le pregunta entonces si cree que le ejecutarán. El General Rahimi alza las manos al cielo y dice: “Estoy en las manos de Alá”.


martes, 4 de septiembre de 2018

43.- El cuidado de la tierra. El cuidado de los niños.



 
Erik me enseña el proceso del vermicompost. Es un proyecto nuevo de la misión guaneliana en Guatemala. Ha sido subvencionado en parte por Puentes y en parte por el Ayuntamiento de Valladolid. En unos contenedores de plástico hay miles de lombrices. Es ahí donde se vierte la pulpa sobrante del proceso del, así como otras mondas de frutas y verduras no aprovechables. Las lombrices comen esta pulpa y luego hacen un estiércol que sirve para los viveros de cafetales que hay en la misión y para los cafetales del bosque. Cada semana las lombrices hacen unos 10 centímetros de compost. Erik me dice que es una buena cosa, mucho mejor que los abonos tradicionales y que, encima, sale más barato y es muy respetuoso con el medio ambiente. Es una agricultura sostenible, por utilizar un término muy usado en estos momentos.
Después de comer subo con los sacerdotes de la misión, Leo y Mauricio, a Santa Lucía de la Buenavista, donde celebrarán la misa. Santa Lucía es un poblado situado en lo alto de un cerro, al que se llega por un camino de cabras por el que solamente un todoterreno puede avanzar. Las 42 familias que viven en esta aldea sufren el aislamiento. Casi todas ellas se dedican al pastoreo de vacas. Cada mañana, muy de mañana, bajan a la aldea de Chapas, cargados con los quesos que ellos mismos elaboran y que venden en el mercado del pueblo. Y con el dinero de la venta, pueden comprar aceite, azúcar, harina, ropa, útiles de aseo, etc. Cuando el mercado cierra, empiezan la penosa tarea de subir de nuevo a Santa Lucía, un trayecto que les lleva unas tres horas, agotadoras por el ascenso.
En la ranchera de la misión vamos recogiendo a todas las personas que nos encontramos en el camino. Al final llegamos con 8 mujeres, más todos los productos que llevan en las manos, en la cabeza y en la espalda.
Ante mí, un templo muy pobre, pero quizás hermosa ‘iglesia’, hermosa asamblea de fieles. Espacio desangelado con algunas toscas imágenes de santos. Cuatro mujeres y entonan los cantos. Dos chicos jóvenes acompañan con sus guitarras. En cuatro hojas grapadas están escritas las letras de las canciones. Una cantora sostiene a su hijo dormido. Yo creo que toda la chiquillería de Santa Lucía está en esta iglesia, más un buen grupo de adultos. Al finalizar la misa, el cura, Leo, me pide que diga unas palabras. Y yo no sé qué decir. Me cuestan las palabras, Me parecen palabras de impostura ante este pequeño grupo de cristianos que, después de una fatigosa jornada, se encuentran reunidos por una fe, que sin duda excede la mía. Me siento demasiado rico para hablar en esta iglesia. Y al mismo tiempo me siento más pobre que todos ellos. En fin, hay poco que  sermonear. Únicamente pienso que Puentes podría hacer suya alguna de las pobrezas de esta comunidad de Santa Lucía, pero ni me atrevo a decirlo ni a susurrarlo. Sólo lo anoto en mi cabeza.
Terminada la misa, salgo afuera. Observo el horizonte. Una belleza sobrecogedora para mi corazón sobrecogido. Cuando ven que miro el paisaje, un grupo de niños y sus padres me conducen unos metros más allá: un privilegiado mirador con vistas inmejorables. Los ojos abarcan todo el valle. Aquí se entiende el nombre de la aldea: Santa Lucía de Buenavista. Tal vez yo solo veo el lado hermoso del paisaje. Los lugareños saben que la belleza a veces esconde su trampa y su mentira. Una cosa es subir en coche y extasiarse ante el paisaje. Y otra vivir aquí y tener que cargar todo el santo día con tanto peso y recorrer tantas leguas. ¿Pero quién me dice a mí que esta belleza que se contempla desde este punto no descansa también sus espaldas doloridas y sus piernas cansadas? Pienso en aquella página de la biografía de Pedro Arrupe, Prepósito General de la Compañía de Jesús. Al concluir, una misa en una misión paupérrima de Sudamérica, un campesino se acercó a él y le dijo que quería hacerle un regalo, y que le acompañase. Le siguió. Poco más adelante se detuvo y le indicó un bellísimo ocaso en el horizonte. Y Arrupe siempre recordaría este regalo como uno de los más hermosos recibidos en su existencia.
Bajamos en silencio a Chapas. Quizás los tres que vamos en la camioneta no queremos perdernos un atardecer tan espectacular. Todo el valle parece inundado en sangre, borracho de vino o salpicado por miles de pétalos de rosas rojas. Yo estoy melancólico. Todos los adioses son melancólicos. Mañana partiré. Y en pocas horas de avión y tren estaré de nuevo en mi ciudad, donde me espera, como desde hace tanto tiempo, "el abrazo preparado y la mesa puesta".
            También esta tarde en Chapas y en Santa Lucía ha tenido su afán y su moraleja: cuidar la tierra y cuidar los niños. Es decir, trabajar para que una herencia hermosa pase a las manos de las futuras generaciones. Cuidamos la Tierra porque en esos niños que nos rodean vemos una esperanza y un futuro que nosotros, probablemente, no veremos, pero que ellos alcanzarán.
 

Postdata: Un tiempo después, desde la Misión Guanella de Chapas animaron a cuatro adolescentes de la aldea de Santa Lucía, dos chicos y dos chicas, para que se apuntasen en la escuela secundaria de Chapas. Puentes pagó este proyecto. Los chicos pernoctaban en Chapas de lunes a jueves, y pasaban el fin de semana en su aldea con su familia. Era la primera vez que niños de esta aldea cursaban la enseñanza secundaria. Más tarde, otros niños se apuntaron en Formación Profesional. Y algunas alumnas llegaron a obtener un título universitario. Este proyecto aún sigue en pie. El viaje a Santa Lucía de Buenavista no había sido en balde. 








 
Puentes: 25 años de una corriente solidaria. Aldea de Chapas y Santa Lucía de Buenavista- Guatemala, 2010.

42.- El pequeño Roberto y su saquito de café




 
Llegué a media mañana al aeropuerto de México DF para coger el vuelo que me tenía que llevar a Guatemala. Pero el avión se había averiado. Nerviosismo en los mostradores de la compañía. Al final, tendría que hacer noche en un hotel del aeropuerto y coger un vuelo al día siguiente, muy de madrugada, vía El Salvador. Pasé muchas horas en el hotel Camino Real, como uno de esos solitarios de las pinturas de Edward Hopper. Nunca me había sentido tan incómodo en medio de tanta comodidad. Menos mal que llevaba conmigo el libro de José Jiménez Lozano, Los cuadernos de Rembrandt. La compañía estaba asegurada.
El misionero español Juanma no había podido ir a recogerme al aeropuerto de Guatemala, como habíamos acordado, y envío a un conocido suyo, el señor Pedro, indicándole que escribiera en un cartelito ‘Bautista’, pero se le olvidó el nombre cuando estaba a punto de llegar al aeropuerto. Así que cuando llegué a la terminal me encontré con muchos carteles pero ninguno con mi nombre. Después de un rápido vistazo, volví a leer los carteles detenidamente y pude leer uno que decía ‘Luis Guanella’. Pensé que ese cartel se refería a mí y al mirar al hombre de frente me preguntó: “¿Usted es el español amigo del padre Juanma?

El señor Pedro me dice que tenemos que pasar primero por Antigua a dejar a otro voluntario y que espera que no me moleste. No sólo no me molesta, sino que me da mucha alegría poder visitar Antigua, la primera capital de Guatemala. Apenas veinte minutos para ver esta preciosa ciudad. Pero algo es algo. Ahí están los antiguos conventos e iglesias levantados por los españoles y a los que un terremoto redujo a ruinas. Así pasa la gloria del mundo
Nada más apearme del coche en Chapas, donde está enclavada la misión, se acercan unos cuantos ‘buonifigli’ a saludarme. Siempre es así su acogida. Y ahí mismo se acerca también a saludarme Jorge, un trabajador al que conocía de oídas. Me dice que, si no estoy muy cansado, puedo acompañarle a los cafetales. Dejo la maleta en la habitación y, sin deshacerla, me subo de nuevo al coche. Jorge es un apasionado del café. Me dice que a los 11 años ya estaba trabajando en el campo. Ahora es un trabajador de la misión, pero también posee un pequeño cafetal. Los fines de semana estudia para ser ingeniero agrónomo. Su abuelo le enseñó todo. Nos internamos por senderos empinados entre los bosques que rodean el lugar. Es un paisaje montañoso y cubierto de una vegetación espesa.  Después de la megalópolis de Ciudad de México, tan contaminada, tan sucia, tan ruidosa, este rinconcito tranquilo, de exuberante naturaleza, es un descanso para los ojos y yo diría que para el alma.
Y escondidos entre los altos árboles del bosque están los cafetales, con sus frutos rojos listos para ser recolectados. La economía de Guatemala depende mucho de las cosechas del café. El café es una seña de identidad de este pueblo. Y durante el tiempo de cosecha, las escuelas cierran para que los niños puedan echar una mano a sus padres. En los cafetales hay grupos de familias aquí y allá. Finalmente el todoterreno se detiene. Y los trabajadores se acercan. Se pesan los sacos con los frutos y se anotan los kilos de cada familia. También se acerca un niño de cinco años, Roberto. Viene con su saquito de café. Ese es el fruto de su trabajo: 13,5 kg. Y él está orgulloso de contribuir también a llevar el pan a casa. Cuando sonríe, se le marcan unos hoyuelos en la cara. Le pregunto si puedo hacerle una foto y él en seguida se pone junto a los sacos de café y sonríe suavemente.

El día atardece. Los rayos de un sol moribundo pero espléndido se cuelan entre los cafetales. Llega el momento de acercar los sacos a la Cooperativa Nuevo Sendero de la que la misión forma parte.  Las multinacionales copan el mercado del café en Guatemala. Pagan mal y pagan poco a los trabajadores, y establecen los precios que les da la gana. Cuando el precio del café baja, es un mal augurio, pues anuncia un año de escasez y de carestía. Desde hace unos años, en muchas aldeas se han creado cooperativas cafeteras, lo que permite pagar un poco más alto el café y contribuir de esta forma a levantar algo las economías domésticas más humildes. Me muestran todo el proceso de elaboración del café, un proceso complicado y meticuloso. Jorge y los que me acompañan se muestran contentos de que yo manifieste tanto interés por el asunto y de que haga tantas preguntas
Desde entonces, algunas veces cuando me siento con una taza de café en la mano pienso en aquella tarde: el paisaje de los cafetales, los trabajadores de rostros quemados, la cooperativa, y, sobre todo, en aquel niño y su saquito de café.









Puentes: 25 años de una corriente solidaria.  Aldea de Chapas - Guatemala, 2010.

41.- Jeremías y la mitad de su hamburguesa




Era el día de la Inmaculada, 8 de diciembre de 2010, patrona de la aldea de Chapas donde está situada la misión. Me levanté a las cuatro de la mañana para asistir al canto de Las Mañanitas en la iglesia. Había mucha gente, sobre todo mujeres. Se sucedieron durante casi una hora oraciones y cánticos. Después, se repartió un chocolate entre todos los asistentes. 
Al acabar la misa mayor, me uní a una excursión singular. Una vez al mes la misión organiza una salida a la capital, distante poco más de una hora, con un grupo de 22 niños de las familias pobres de la parroquia, aunque en este rincón de Guatemala muy pocas no lo son. Es un día de fiesta. Muchos de ellos no han viajado nunca y, si alguna vez lo han hecho, es porque han tenido un problema serio de salud. 
Acompañados por el P. Juanma y por algunos laicos, los niños revolotean alrededor del microbús. La primera parada está situada a la entrada de la capital, un establecimiento donde sirven comidas y ofrecen ocio para las familias, de nombre Pollo Campero. Se invita a comer a los muchachos. Para todos era la primera vez que se permitían este pequeño lujo. Pueden elegir entre una pizza, un muslo de pollo o una hamburguesa, con patatas fritas y ensalada. Y también pueden elegir refresco. Mientras los camareros preparan la mesa y la comida, los niños pueden disfrutar de los hinchables y de los toboganes que el restaurante pone a disposición de los clientes. Es un momento de jolgorio y de alegría. Están nerviosos. La timidez de los primeros momentos del viaje ya ha sido vencida.  Y la gravedad de la escuela o la dureza del trabajo en los cafetales ha sido interrumpida por unas horas. Pocos minutos después, ya están locos de alegría. Da gusto verlos disfrutar tanto. No es posible pensar en la infancia sin juegos, sin fiestas, sin celebraciones, por muy humildes que sean. La fiesta rompe la cadena de la monotonía, de la rutina diaria. Y eleva el corazón hacia el país de la alegría y de los sueños.
Pedro tiene el calcetín con un agujero y cada vez que baja del tobogán, intenta recolocárselo a toda prisa, para que no se le vea la ‘patata’, quizás consciente de su propia pobreza.
Cuando la mesa está dispuesta los chicos se lavan las manos para comer. Cada niño tiene delante de su asiento una bandeja con la comida elegida y una corona de papel que en seguida se ciñen sobre su cabeza. Y yo noto su alegría, pero quizás no es sólo porque han elegido un plato que quizás solo ven en televisión, sino también porque están juntos, porque alguien los quiere hasta el punto de invitarles a una excursión, porque todo niño alberga sueños de contento y felicidad.

Jeremías va pobremente vestido, quizás algo más pobre que los demás, si eso es posible. Me sorprende que deje sobre su plato la mitad de la hamburguesa. Le pregunto si no le ha gustado. Y todo serio, formal y responsable, me contesta algo que me aturde y desconcierta: “Es para mi hermano Ángel que está muy chiquito”. Otros niños, al menos cuatro, recogen las sobras en una bolsa y se las llevan para casa. Un par de voluntarios se acercan al mostrador del restaurante y vuelven con una bolsa con fiambreras de comida que entregan a una niña preciosa para que se lo lleve a su madre que tiene cáncer.
Subimos al autobús y nos dirigimos al aeropuerto, pasando por la ciudad que ya está adornada para la Navidad. Los niños pegan sus naricillas a los cristales y abren sus ojos de par en par para intentar ver y recordar todo lo que sucede delante de sus ojos: los coches, las gentes caminando, los adornos de Navidad, los anuncios de colores, las tiendas, los vendedores ambulantes, los edificios, las luces...
En el aeropuerto nos asomamos a una de las terrazas para ver los aviones despegar y aterrizar. Es todo un espectáculo para ellos y sin duda soñarán que algún día, cuando hayan recolectado mucho, mucho café, podrán montar en avión y hacer un viaje hacia países que los libros de geografía dicen que existen. 
La excursión se acaba. El viaje de regreso es un hervidero de conversaciones sobre las miles de cosas que sus ojos han visto. Dentro de cincuenta años todavía recordarán su primer viaje a la capital de Guatemala, el microbús, los hinchables, el sabor del pollo frito, el pájaro de acero que volaba en el aeropuerto. Por mi parte, yo tampoco olvidaré que un niño pobre guardó la mitad de la hamburguesa para su hermano pequeño.










Puentes: 25 años de una corriente solidaria.  Aldea de Chapas - Guatemala, 2010.

40.- “Hablen de minusválidos, pero no hablen de derechos, carajo”



"Hablen de minusválidos, pero no hablen de derechos, carajo". Esta fue la respuesta del inspector de policía al misionero español Juanma Arija, cuando vino a quejársele de que la misión guaneliana de la aldea de Chapas (Guatemala) estaba recibiendo amenazas.

Ciertamente, Guatemala no era un sitio para hablar de derechos humanos cuando los misioneros llegaron a este rincón del mundo allá por el año 1996. Los acuerdos de paz acababan de ser firmados y, podemos decir, que los años de plomo habían pasado pero aún estaban muy cerca. Los misioneros recuerdan que cuando iban a una casa a preguntar por el padre de familia, las mujeres decían que no sabían dónde estaba, que hacía tiempo que no lo veían, que se había ido a Estados Unidos, etc., etc. Guardaban en su memoria aquellos tiempos en que los militares o paramilitares venían a buscar a los hombres, los cargaban en una camioneta y no se volvía a saber de ellos. O volvían al cabo de unas horas, ensangrentados y hechos un guiñapo.

Los caciques eran los dueños de los pueblos y ejercían de alcaldes o de concejales, sembrando el miedo y comprando votos, por ejemplo entregando, a cambio del voto, un par de sacos de cemento. Amenazaban con quitarles pequeños huertos o un terreno de cafetal, o con no darles unas míseras horas de jornal durante la recolección del café. Todas estas cosas se susurraban a media voz, se rumoreaban, pero cuando a alguien se le preguntaba en qué consistían exactamente estas amenazas, la gente callaba por miedo, por un terror instalado en las venas desde hacía tres décadas. La ley del silencio reinaba. Y se comprendía perfectamente que fueran cautos y desconfiados por naturaleza. Y lo primero que tuvieron que hacer los misioneros, llegados de Italia y España, era ganarse su confianza y hacer ver a los campesinos que ellos estaban de su parte, y no de parte de los caciques. Llevó su tiempo.

Pero llegó un día en que en una Asamblea parroquial, los chapanecos se atrevieron a levantar la mano, a contar sus cuitas, a denunciar amenazas, a acusar a personas ‘respetables’, a decir en voz alta nombres y apellidos. Los misioneros, especialmente Juanma Arija, ayudaron a los lugareños a desenmascarar a los caciques y a los que se creían los señores del mundo.

Se organizaron en la parroquia los primeros talleres sobre Derechos Humanos y un observatorio sobre los mismos. Los vecinos de Chapas, bajo la protección de los locales parroquiales, empezaron a conocer sus derechos, como trabajadores, como administrados, como guatemaltecos. Hicieron un análisis de las situaciones en que los derechos eran conculcados o simplemente no llegaban a ese rincón de Guatemala. La mayoría de los participantes eran mujeres, como suele ocurrir en estos asuntos de promoción y sensibilidad social.

Más tarde harían perder las elecciones a un auténtico bandido, implicado incluso en el asalto a la Embajada de España en el año 1980 y donde murió, entre otros, el padre de la premio Nobel Rigoberta Menchú. La gente había perdido el miedo a los caciques. Y los caciques se sintieron observados y juzgados. Ya no podían comprar votos ni sus amenazas surtían efecto. Hasta entonces se habían creído impunes en este territorio y habían obrado en consecuencia.

Años después, llegó la batalla contra las multinacionales canadienses de la minería que querían asentarse en la zona con un modus operandi verdaderamente mafioso: regalaban chuches o lápices o camisetas a los niños, y compraban las tierras a los campesinos, con la promesa de convertirlos en trabajadores de la explotación minera. En un corto periodo de tiempo y mediante un sistema de irrigación con un altísimo nivel de mercurio, lo que no está permitido en ningún país del primer mundo, extraían los minerales (especialmente plata). En muy poco tiempo, obtenían pingües beneficios, recuperando sobradamente la inversión hecha. Y se largaban a otro territorio de Guatemala. Los antiguos campesinos se quedaban sin trabajo. Sus tierras, después de la agresividad a la que habían sido sometidas, eran totalmente inútiles para cualquier cultivo. En fin, la ruina total.

En esta batalla de la minería, los chapanecas, apoyados también por el propio obispo de la diócesis, lograron algunas victorias sonoras, lo que puso en el punto de mira al misionero Juanma. Se convirtió en un extranjero incómodo. Las amenazas se sucedieron y empezó a notar que le estaban siguiendo los pasos. Una noche, una llamada telefónica desde la Embajada Española le advirtió que le estaban preparando una emboscada y que podía resultar fatal. Le insistieron para que se fuera directamente al aeropuerto, por lo menos hasta que se calmasen las aguas. No podía esperar ni una hora más. Así lo hizo. Por caminos alternativos logró salir de Chapas y llegar al aeropuerto de la Ciudad de Guatemala, y salir del país.
Una vez más se confirmaba en toda su crudeza que los políticos, en no pocos países, no ven mal que se dé un trozo de pan al pobre, pero no que se le hable de derechos o de justicia. 
La misión Guanella tuvo que aprender a convivir con esta dura realidad, para no correr riesgos ni pagar un precio muy alto que al final perjudicaría a los propias personas con discapacidad acogidas en esa comunidad: Seguir ofreciendo un testimonio legible de apoyo a los pobres y continuar trabajando discretamente por sus derechos sociales y laborales, sin caer en el éxito, a veces efímero, del altoparlante y la pancarta.











 Puentes: 25 años de una corriente solidaria.  Aldea de Chapas - Guatemala, 2010.

39.- La casa más bonita del mundo





Aldea de Chapas. Guatemala. Cuando le pregunto al más pequeño de los hermanos qué es lo que más le gusta de su casa nueva me dice que el colchón. Entonces me coge de la mano y me lleva hasta la habitación y empieza a saltar sobre el colchón. Un juguete. Una cama elástica en una tarde de hinchables. Juanma, el misionero de la misión guaneliana guatemalteca que contempla la escena, me dice que hasta hace una semana dormían en el suelo o sobre un saco de paja seca. Fueron los laicos de la misión los que decidieron echar una mano a esta familia, para que abandonase la choza de latones y cartones y tuvieran finalmente una casa, sencilla, pero habitable. Pidieron ayuda a Puentes que, en seguida, aceptó su petición. Nuestra ongd pagó los materiales, y los laicos, más algunos profesionales voluntarios, construyeron las dos habitaciones,  más un aseo y una pequeña cocina en el exterior.

A primera hora de la mañana, Juanma me acerca para ver cómo ha quedado todo. La casa está construida en el mismo emplazamiento que tenía la choza, en una pequeña ladera. Cuando llegamos la hermana mayor está haciendo unas tortillas en el fuego. La madre y los tres hermanos mayores están trabajando en los cafetales, al igual que lo hacen tantísimas mujeres y niños en esta época de recolección. Los cuatro menores andan por casa, jugando en el pequeño terreno que hay junto a la casa. En la casa recién estrenada vive la madre con sus ocho hijos. La mayor tiene 17 años y el más pequeño 4. Cuando nació este último hijo, el padre hacía dos meses que había emigrado a Estados Unidos, y desde entonces no ha regresado. Miles de guatemaltecos inician cada año el largo camino que lleva a Estados Unidos. Este fenómeno, por un lado, trae riqueza a muchas familias guatemaltecas que reciben con regularmente remesas de sus familiares migrantes. Por otro lado, muchos de los migrantes se olvidan completamente de su mujer e hijos, dejando un paisaje desolador de familias hundidas en la miseria, de mujeres abandonadas y de niños sin la figura paterna. Esta familia con la que me encuentro esta mañana podría ilustrar muy bien este fenómeno complejo y deshumanizador de la migración.
 
Más tarde, Juanma me dirá que hace escasas semanas el padre de la numerosa prole ha escrito, lloroso y arrepentido, diciendo que quiere volver a Guatemala, a vivir con su mujer y sus hijos, pero que en estos cuatro años no ha ahorrado nada y no tiene un dólar para pagarse el billete.

Los niños pequeños sonríen sin parar. Son juguetones, como todos los niños. Y tal vez hambrientos de que un adulto les haga caso, juegue con ellos, se sienta interesado por su mundo, o les entregue unos donuts. Cuando llegamos a su casa, los pequeños jugaban a llenar de arena unas latas, pero dejaron en seguida el juego y se unieron a nosotros, como quien se suma a una fiesta. En cambio, la hermana mayor, 17 años, tiene una mirada dura, una mirada triste, es como si no se fiase del todo de nosotros, o como si a su edad ya entendiese qué futuro de mujer le espera. Quizás ha observado mucho a su madre e intuye que su destino y su vida correrán por parecidos raíles. Se muestra callada y seria, tímida. O quizás se siente observada juzgada por estos dos europeos 'superiores', o por lo menos que ella considerará superiores, porque tienen dinero, tienen estudios, tienen casas bonitas, tienen comida en abundancia. Probablemente ella se siente intimidada. Es una chica muy guapa, con unos ojos negrísimos, y un pelo negro y brillante  recogido en una cola de caballo. Va muy limpia, aunque muy humildemente vestida: una falda estampada, una camiseta blanca y un delantal verde. Ella sigue a lo suyo, atenta al fuego y a la plancha donde, una tras otra, va haciendo las tortillas que servirán para matar el hambre a mediodía a la numerosa ‘hermandad’. No veo más alimentos en la cocina y probablemente no los hay. Probablemente estas tortillas de maíz sean el único alimento a mediodía.


Y yo siento una rabia contra mí mismo en ese momento. Casi un malhumor por toda esta injusticia, de la que yo también soy, en cierta forma, culpable. De mi aspecto sombrío, me sacan los niños que me arrastran a enseñarme una cabaña que han construido con tres palos y un trozo de plástico en el terreno cercano. Están felices. Ellos aún no saben lo que es ser adulto. Ellos aún pueden soñar el mundo. Miro sus pies descalzos. Todos van descalzos. Corren por el campo y por el patio y por la casa descalcitos. Juanma me dice que también les compraron unos zapatos a cada uno, pero que se los ponen solo cuando van a la escuela o cuando van a misa. El pequeño está atento a nuestra conversación y entonces me vuelve a coger de la mano y me lleva a su habitación. Abre una caja de cartón y ahí están los zapatos de todos los hermanos. Saca un par de zapatos. Son azules marinos. Se los pone. Me mira como pidiendo mi aprobación. ¡Qué bonitos que son y qué guapo que estás! Y él se cubre el rostro con sus manitas, como avergonzado de ser tan guapo, mientras una sonrisa amplia se dibuja en su boca desdentada. Desdentada y tal vez desnutrida. ¡Que Dios se apiade de ellos cuando dejen su infancia de juegos e inocencia!

 

Puentes: 25 años de una corriente solidaria.  Aldea de Chapas - Guatemala, 2010.


 

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