lunes, 10 de septiembre de 2018

Imela, Angelita





Si mal no recuerdo, en igbo, una de las lenguas de Nigeria, “gracias” se dice “imela”. Por lo tanto; “Imela”, Angelita.

Al amanecer, un whatsapp me comunicaba que la señora Angelita Velasco acababa de dejarnos. Y lo primero que se me ha venido a la cabeza ha sido esta palabra en igbo.

Compartí contigo, querida Angelita, dos viajes a África: en 2005 a Nigeria y en 2008 a la R.D. del Congo. Por entonces ya estabas cargada de años y también de achaques. Pero también estabas cargada de ilusión y de esperanza. Y esta ilusión y esta esperanza te hicieron rejuvenecer y revivir en África. Cuarenta años antes, si alguien te hubiera propuesto viajar a África, le hubieras mandado con viento fresco, a pesar de que por aquellos lejanos días fueses joven y estuvieses llena de salud. Luego las cosas cambiaron. Tu hijo, Andrés, se marchó de misionero a África y a ti te entró la curiosidad, y yo diría que el cariño, por esos hombres y mujeres, por esos niños, por esos paisajes… que contemplabas ahora en las fotos que iban llenando las paredes de tu casa de La Cistérniga… Hay personas que, al cumplir años, su espíritu también envejece. Y hay personas que, a medida que el cuerpo se torna torpe y viejo, el espíritu se vuelve joven y ligero. Eras de esta segunda categoría.




África te ofreció un hermoso regalo. No fuiste a África para ayudar, para echar una mano, para enseñar. Tu sola presencia en las misiones de Nigeria y del Congo fue el mensaje. Para una cultura como la africana que aún siente respeto y admiración por las personas ancianas, la sola presencia de una mujer mayor y achacosa era un estupendo sermón, un bello discurso, un mensaje claro y entendible. Y quizás por ello, tu presencia en las misiones fue tan admirada y tan querida. No te importaron ni la pesadez de los aeropuertos y aviones, ni el desesperante calor y humedad africanos, ni los caminos llenos de baches que nos hacían saltar continuamente sobre los asientos del coche, ni la dieta monótona y pobre de la misión, ni la contaminación atroz de Kinshasa, ni el atraso secular de Nnebukwu.



Que una mujer menuda y frágil se hubiera plantado en medio de la selva nigeriana o en el corazón ruidoso y contaminado de la capital del Congo, era ya suficiente motivo de admiración para tantos y tantas africanas. No hablabas sus idiomas, ni eras una entendida en alguna materia que les pudiera ser de utilidad, ni eras una profesora que ofreciera una conferencia elevada sobre higiene y salud o sobre antropología. Tu presencia fue el mensaje. Una presencia sabia en la misión africana. Un estar en medio. Un ser en medio de ellos. Te seguían con la mirada los niños con discapacidad cuando te ponías a su lado a amasar el pan en la panadería de Nnebukwu. O cuando te agachabas para arrancar una mala hierba junto a las lechugas en el huerto. Te jaleaba toda la aldea cuando te uniste a las mujeres de Mbele en la danza tradicional al acabar la misa. Te entendían perfectamente cuando contabas recuerdos de tu infancia, en un castellano de Canalejas, a las niñas de la calle, en la Casa de la Alegría. Dejaste pasmado al personal del Museo Nacional de Lagos cuando te vieron entrar. Y quizás por ello, el director ordenó a un vigilante que te siguiera de sala en sala con una silla para que pudieras ver cómodamente sentada las obras de arte de su secular cultura. Fuiste una presencia significativa, aguantando estoicamente el interminable desfile del Festival del Ñame y asistiendo a las larguísimas ceremonias religiosas. Te aplaudían cuando te vestiste el tradicional traje africano, porque les hiciste sentir orgullosos del hecho de ser africanos. Diste también a las enfermeras y al personal de la misión, cuando la diabetes te jugó una mala pasada, la oportunidad de desvivirse y de llenarte de atenciones.


Pero tú también fuiste un bello regalo para las misiones africanas, para los proyectos de Puentes en Congo y Nigeria: nos diste la oportunidad de valorar la presencia de las personas mayores, con sus debilidades y  limitaciones. Ahora que Europa está tan alejada de la vejez, de la debilidad, de la enfermedad… tener la oportunidad de reflexionar sobre estas realidades y considerar que la presencia de las personas ancianas, con sus dolencias y sus arrugas, son una oportunidad de crecimiento personal para todos nosotros, son una oportunidad para situar a la persona en el centro de nuestras existencias y de nuestras comunidades.… Todo esto también fue un regalo. La utilidad de una vida no se mide por lo que nos aporta en términos materiales, sino por la posibilidad que nos ofrece de sacar de nosotros lo mejor que albergamos.



Para mí, ver la admiración y la veneración de tantos nigerianos y congoleños hacia esta venerable mujer, fue parte de las enseñanzas de los viajes a África. Los recuerdos vividos con Angelita en Congo y Nigeria fueron también ‘las cosas que yo me traje en mi mochila”. Por todo ello, ‘imela’, Angelita.  Gracias, Angelita.

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