miércoles, 26 de mayo de 2021

Caben muchos matices en Ceuta




Lo ocurrido hace unos días en Ceuta no puede ser considerado como una crisis migratoria o una crisis humanitaria. Sería mejor hablar de crisis diplomática que ha traído como consecuencia una crisis humanitaria que, a su vez, ha afectado especialmente a miles de menores marroquíes.

Como suele suceder en este país, los medios de comunicación van de un extremo a otro extremo. Se echan en falta los análisis moderados y las matizaciones. Matizar debería ser un verbo que aprendiésemos bien en esta piel de toro de blancos explosivos y negros contundentes.

Un periodista ceutí, Carlos Antón Torregrosa, en su artículo “Los nadie”, escribía: “Atónitos, vimos las calles repletas de seres humanos, vestidos con bañadores y camisetas, mojados, caminando con chanchas (…). Deambulaban sin rumbo, en un ir y venir, en un arriba y abajo; se dirigían a ninguna parte, a ningún punto concreto, a ningún sitio, pero sus ojos reflejaban una esperanza difuminada por la incertidumbre”… “El Rey de nuestros vecinos, desde sus palacios, utilizó a sus súbditos como si fueran bombas, escudos, humanos, escoria. Volvió a venderles la esperanza en un tocomocho…”

Esta crisis diplomática ha dejado al descubierto varias cosas.

La catadura moral del país vecino, con su rey Mohamed al frente, capaz de alentar a los más pobres de la zona a cruzar el paso del Tarajal, aun sabiendo que estaban destinados a ser devueltos en ‘caliente’, porque eso es lo que marca el protocolo bilateral, pero sobre todo por utilizar a los menores, a los que se sacó de las escuelas para que fuesen a “correrse una aventura a nado” y, de paso, “ver a Cristiano Ronaldo que estaba jugando partidos en Ceuta”.

El secuestro por parte de Marruecos de centenares de niños debería constar en los manuales de inhumanidad. Muchos de ellos, especialmente los más pequeños, una hora después de llegar a Ceuta ya pedían llorando volver con sus familias. Algunas padre ni sabían que sus hijos habían cruzado la frontera, mientras que otras familias, manipuladas y adoctrinadas por un país que dista mucho de la democracia, insensatamente les permitieron la travesía. Me resulta difícil creer que una madre marroquí aliente a su pequeño a irse a otro país y exponerle a un futuro incierto y tal vez a no verle nunca más. ¿Pensáis acaso que algún hijo de un general, un diplomático o un ministro marroquí ha alentado a su hijo a cruzar hasta Ceuta?

El admirable comportamiento de la Cruz Roja, las Ongd’s de asistencia a los migrantes, las Fuerzas de Seguridad y el Ejército que intentaron ayudar en casos desesperados y salvar a algunos de un ahogamiento seguro. Solo la profesionalidad de unos y otros hizo posible que, dadas las sucesivas avalanchas, no ocurriera nada trágico que lamentar. Por cierto, algunos partidos, tradicionalmente tan alérgicos al Ejército, tienen una facilidad sorprendente en servirse de él para las tareas más comprometidas y menos atractivas: lo vinos en la pandemia, cuando se les llegó a encomendar hasta el traslado de los muertos desde los hospitales, y lo hemos visto ahora en Ceuta. Esta crisis diplomática la reconoceremos en el futuro por dos fotos: la voluntaria Luna, de la Cruz Roja, consolando a un senegalés, Abdou, exhausto y desorientado y el salvamento de una madre y su bebé llevados a cabo por Juanfran Valle, un submarinista de la Guardia Civil.

Los excesos verbales de los partidos políticos, de izquierda y de derecha, exaltando lo peor de un lado y de otro, creando confusión, alentando el escándalo, uniendo miserablemente el episodio de la crisis provocada por Marruecos con el fenómeno mucho más amplio y complejo de la migración africana. O bien haciendo declaraciones buenistas o negando legitimidad a España sobre esas dos plazas. Se hace un flaco favor a la convivencia cuando se mezcla todo en un río revuelto. Hay muchos migrantes que llegan aquí porque los necesitamos en los trabajos que los españoles ya no queremos hacer. Hay otros que vienen huyendo, no solo de la pobreza, también de la violencia, la guerra y la discriminación. Y que lo hacen buscando un futuro mejor, mediante la formación y el trabajo. Otra cosa muy distinta ha sido esta avalancha pensada y ejecutada por las autoridades marroquíes.

Marruecos se sabe fuerte porque cuenta con el apoyo de Estados Unidos (por una especie de punta de lanza que Tío Sam tiene en este país del Magreb) y con el coqueteo largo de Francia. Pero Marruecos es un exponente claro de lo que es un país con posibilidades y recursos mal aprovechados por una oligarquía pequeña que vive en la opulencia y una mayoría ignorante, manipulada y sumisa a la que se condena a la pobreza y a la migración o a la que se promete un Marruecos grande bajo la monarquía alauita, bastante poco ejemplarizante; basta seguir un poco el curriculum de su titular Mohamed VI.

No podemos negar, sin embargo que Marruecos, al igual que Turquía en el otro frente europeo, actúan de cancerberos o guardianes del paraíso que llamamos aún Europa, y que por esta labor ingrata reciben miles de millones. Esto también hay que decirlo. Como hay que decir que ambos países no son un dechado de ética y que, por lo tanto, no sabemos si este “sueldo extra” que reciben sirve a los intereses de los gobernantes o a la mejora de las condiciones sociales del pueblo.  Hay que decir, asimismo, que las remesas que periódicamente envían los migrantes a sus familias suponen un buen pellizco en el balance económico anual de Turquía y de Marruecos. De vez en cuando, estos dos países musulmanes chantajean a los señores de Europa con “avalanchas” y con abrir de par en par las puertas. ¿Y quién paga el pato? Pues los de siempre, los pobres. En el caso de Turquía, miles de refugiados quedaron –y quedan aún- en una tierra de nadie, azotados por el invierno y el verano. En el caso de Ceuta, miles de niños convertidos en prisioneros en tierra de nadie. Y así hasta que la razón y la sensatez aparezcan de nuevo en la playa del Tarajal.

Por todo lo dicho anteriormente, es hora de matices y de matizaciones. Cada problema admite muchos puntos de vista. Y cada libro, muchas lecturas. Y cada realidad, muchas interpretaciones y glosas.

Pero independientemente de los diversos matices y puntos de vista, en algo estaremos de acuerdo todos: los platos rotos los pagan los más pobres y los más vulnerables.  Carlos Antón, en su escrito arriba mencionado, recordaba también este hermoso y triste poema de Eduardo Galeano:

Los nadie, los hijos de nadie, los dueños de nada.

Que no son, aunque sean.

Que no hablan idiomas, sino dialectos.

Que no profesan religiones, sino supersticiones.

Que no hacen arte, sino artesanía.

Que no practican cultura, sino flolklore.

Que no son seres humanos, sino recursos humanos.

Que no tienen cara, sino brazos.

Que no tienen nombre, sino número.

Que no figuran en la Historia Universal, sino en la crónica roja de la prensa local.

Los nadies, que valen menos que la bala que los mata









domingo, 23 de mayo de 2021

¡Adiós, Val Calanca!

 LA OPCIÓN GUANELIANA

11. ¡Adiós, Val Calanca!

Estupor ante la naturaleza y la necesidad de decrecer para una economía sostenible.

“No es extraño que, ante estos paisajes grandiosos, enmudezcamos; no es extraño que hasta los más bellos monumentos creados por el hombre, parezcan pequeños” (L.G.)

  


Envejecemos el día en que se apaga el estupor y la maravilla en nuestra mirada. Envejecemos el día que nos crecen las cataratas en el alma y perdemos la capacidad de sorprendernos ante la belleza de la naturaleza o la bondad de los hombres.

Pocos meses antes de morir, Luis Guanella visita Val Calanca, en la llamada Suiza italiana, donde años atrás había fundado una comunidad. El cura que lo acompaña, al pasar delante de la iglesia, hace ademán de entrar para rezar ante el Santísimo, pero Luis Guanella le coge del brazo: “Permanezcamos aquí fuera; sentémonos en este banco y contemplemos el valle”. Al volver a casa, aún extasiado por la belleza del paisaje, dio rienda suelta a su vena poética y a su estupor delante de la creación:  

“Adiós, Val Calanca. Me has permitido admirar la garganta por donde transcurre el río que te da nombre. Me has hecho ver la riqueza de tus bosques, la poesía de tus verdes prados en pendiente, y has puesto delante de mí los feraces pastos de tus montes. He gustado el taciturno silencio de este estío y he podido admirar esa majestad de Dios que se manifesta in montibus, su bondad, su admirable Providencia. Ante la grandeza de tu valle, el peregrino se siente como perdido”.

“Adiós, Val Calanca, te saludo con anhelo de volverte a ver. Quisiera seguir admirando la variedad de tus riquezas minerales, vegetales y animales. Quisiera saludar uno a uno a tus privilegiados moradores, y, si me lo permites, invitar a todos a sumar virtud a virtud”.

Si hay algún problema actual sobre el que la mayoría de la humanidad está de acuerdo es la crisis del cambio climático. En las últimas décadas hemos ido comprobando el deterioro de los ecosistemas y de los océanos. La capa de ozono y la contaminación provocan o agravan muchas enfermedades. Los polos se derriten y aumenta el nivel del mar. A pertinaces sequías, suceden grandes tormentas que arrasan con todo en pocas horas. Hay tornados donde no los había habido nunca. Y hay lluvias escasas donde siempre había diluviado. Los inviernos se acortan y los veranos se alargan. Las selvas disminuyen de día en día y la desertización de amplias zonas es ya una realidad a las puertas de nuestro asfalto y de nuestras ciudades. El crecimiento económico sin límites y la explotación abusiva de los recursos naturales solo pueden llevarnos a un colapso planetario. Un consumismo irresponsable y una pésima distribución de los bienes nos conducen hacia nuevas injusticias y nuevos sufrimientos.

Don Guanella era un montañés, nacido y crecido en medio de una naturaleza áspera, auténtica y bella. De pequeño subía con su guadaña a segar la hierba de los prados que luego bajaba hasta el henil en su cuévano. Unos surcos de maíz o de patatas, la recogida de hierbas aromáticas para hacer infusiones medicinales o para elaborar aguardiente, el pequeño huerto de coles y berzas que ayudaba a pasar el invierno, cuatro gallinas, una colmena, un cerdo. La agricultura de subsistencia formaba parte de la vida y ocupaba a todos los miembros de la familia. Vivir era subsistir. La naturaleza no era solo una estampa hermosa sino también la madre nutricia que procuraba comida para hombres y bestias. Todo se aprovechaba y reaprovechaba.

Fraciscio. Las montañas, las nieves perpetuas, los enhiestos abetos, los arroyos juguetones, las luminarias en el firmamento que titilaban en las noches heladas, los prados por doquier, las estrellas alpinas en la montaña que admiraban a pequeños y grandes, el torrente Rabbiosa, del que don Guanella decía, disculpándose, haber heredado su impetuosidad, nos hablan de una vida en contacto con la madre naturaleza que, al igual que la Historia, es maestra de vida. No es la ecología de postureo y escaparate que el ‘buenismo’ nos intenta colar. Es el verdadero respeto a una naturaleza que tiene sus propios tiempos y sus propios ritmos. Una naturaleza que se comporta como madre cuando es respetaba, y como madrastra cuando es atacada insensatamente.  

Ese espíritu rural que respeta la naturaleza y a la vez le pide frutos abundantes, aunque sin agotarla, ha sido una constante a lo largo de la historia de las congregaciones fundadas por Don Guanella. En Aguilar de Campoo, en Roma o en Abor-Ghana, el cultivo de la tierra y el cuidado de animales eran realidades siempre presentes. El huerto, los árboles frutales, el gallinero o los cerdos eran, además de un recurso importante para la economía doméstica, una apuesta por la sencillez de vida, por el contacto con la tierra que implicaba tanto a religiosos, cuidadores, educadores, chicos con discapacidad, alumnos…

La opción guaneliana para vivir el cristianismo en este siglo XXI no puede olvidar sus raíces rurales, su contacto con la naturaleza, que no es la del turista que mira, sino la del agricultor sensible y comprometido, que sabe que, en el respeto y el amor a la madre tierra, se cifra el plato sobre la mesa del mañana.

En su encíclica Caritas in veritate, Benedicto XVI afirmaba: “La naturaleza, especialmente en nuestra época, está tan integrada en la dinámica social y cultural que prácticamente ya no constituye una variable independiente. La desertización y el empobrecimiento productivo de algunas áreas agrícolas son también fruto del empobrecimiento de sus habitantes y de su atraso. Cuando se promueve el desarrollo económico y cultural de estas poblaciones, se tutela también la naturaleza. El acaparamiento de los recursos, especialmente del agua, puede provocar graves conflictos entre las poblaciones afectadas. Un acuerdo pacífico sobre el uso de los recursos puede salvaguardar la naturaleza y, al mismo tiempo, el bienestar de las sociedades interesadas”.

Se tiene la sensación de que las campañas a favor de la ecología y la sostenibilidad son una manera de maquillar realidades bien distintas y actividades bastante inconfesables. Al mismo tiempo que celebramos el día sin coche, los gobiernos dan ayudas para comprar coches nuevos. Al mismo tiempo que plantamos cuatro árboles a la puerta de un colegio, se deforestan miles de hectáreas en zonas protegidas; al mismo tiempo que se suprimen las bolsas de plástico en los supermercados, salimos de ellos con decenas de envases y envoltorios; al mismo tiempo que hablamos de reciclar y reutilizar, enviamos decenas de barcos a un país empobrecido con toda nuestra basura tecnológica; al mismo tiempo que dejamos ropa usada a la puerta de Cáritas, salimos de otra tienda con dos bolsones de ropa recién comprada.

La pandemia ha servido para darnos cuenta de que un modelo económico que se base en el consumo enloquecido es inviable. Para que los países más empobrecidos puedan progresar un poco, es preciso que los países ricos decidan ‘decrecer’. Cambiar estilos de vida individuales y colectivos, más cercanos a la austeridad y a la sobriedad, está plenamente en consonancia con el respeto a la creación y con esa certeza de que los recursos de la Tierra son finitos. Decrecer es uno de los verbos que tendremos que aprender a conjugar en el futuro más inmediato, si no queremos que este mundo se desmorone.

¿Qué hacer si sabemos que los recursos de la tierra son finitos y la ambición para explotar esos recursos es infinita? Todo un desafío que atañe a las políticas nacionales e internacionales de los países más ricos del mundo, pero que incumbe también al comportamiento y a la actitud ante el consumo de cada individuo. No se trata de decrecer por decrecer. No se trata de frenar por frenar. Es preciso decrecer en los países ricos para que los países empobrecidos puedan, como acto de justicia, incorporarse al tren del progreso sostenible. Decrecer para que las generaciones venideras no tengan que pagar los platos rotos de este fiestón irresponsable de “nuestra generación del quiero todo y lo quiero ahora”.

Francisco en su encíclica Laudato si escribe: “¿Es realista esperar que quien se obsesiona por el máximo beneficio se detenga a pensar en los efectos ambientales que dejará a las próximas generaciones? Siempre habrá gente que acuse de pretender detener irracionalmente el progreso y el desarrollo humano. Pero tenemos que convencernos de que desacelerar un determinado ritmo de producción y de consumo puede dar lugar a otro modo de progreso y desarrollo”.

El pasmo de Luis Guanella ante la naturaleza es grande, pero hay algo que aún le maravilla más: El hombre es la obra por excelencia de Dios aquí en la tierra. El hombre es el himno más bello que se pueda cantar al Creador”. Tampoco esto puede ser olvidado en un momento en que diversas corrientes de pensamiento –muy amplificadas por los media- quieren hacer, de la naturaleza y de los animales, un absoluto, rebajando así al ser humano de ese ‘plus’ que le otorga el pensamiento cristiano, y del que debe seguir gozando. El ser humano es “más que algo; es alguien”.

 




 

Próximo domingo: Cap. 12. El Papa como Patria. El mundo como Patria

miércoles, 19 de mayo de 2021

La Anunciación de Beato Angelico




Giorgio Vasari dice en su Vida de los mejores pintores, escultores y arquitectos que Fra Angelico era poseedor de un "raro y perfecto talento" y menciona que "nunca levantó el pincel sin decir una oración ni pintó el crucifijo sin que las lágrimas resbalaran por sus mejillas".

Nació en 1387 y murió en Roma en 1455. Guido fue su nombre y Pietro su apellido. A los 20 años ingresó en los frailes dominicos junto con su hermano Benedetto, y allí tomó el nombre de Juan de Santo Domingo, pero al final todo el mundo empezó a llamarle Beato Angelico, por su carácter manso y pacífico y por su pintura digna de ángeles. En 1982 fue proclamado oficialmente ‘Beato’, cuando Juan Pablo II lo elevó a los altares con el título de Beato Juan de Fiésole. En fin, muchos nombres, para un pintor europeo único. Si viajas a Roma, puedes visitar su tumba en la iglesia dominica de Santa María Sopra Minerva.

En Fiésole, Cortona, Florencia, Orvieto, el Vaticano y Roma dejó una delicada y exquisita obra pictórica que él siempre consideró un trabajo humilde de alabanza a Dios, como el fraile que barre el claustro o el que poda los frutales. Había comenzado su aprendizaje artístico como iluminador de libros, y esta técnica la podemos apreciar en toda su pintura. Pintor de la gran escuela florentina del siglo XV, seguidor del gótico internacional e introductor del renacimiento, su obra entera esta imbuida de una espiritualidad y de un misticismo que, aún en estos tiempos poco dados al espíritu y a la mística, nos conmueve.

Esta conmoción la pude comprobar en mí mismo y en otros visitantes en la exposición que sobre Fra Angelico organizó El Prado en 2019. La gente se detenía ante algunas tablas con un silencio y un recogimiento que son más propios ante una imagen sagrada en cualquier iglesia del mundo.

El Museo del Prado posee una de sus obras más hermosas, La Anunciación, que llegó a las Colecciones Reales a través del Duque de Lerma. En la muestra de El Prado, y después de una cuidada restauración, la Anunciación brilló, por méritos propios, en medio de un centenar de obras. Si como asegura la tradición, Beato Angelico era tan devoto de la Virgen que siempre pintaba de rodillas su imagen, podemos imaginar al humilde fraile pintando en genuflexión el delicado rostro de María.

La tabla de la Anunciación (2 X 2 m) está dividida en tres partes: la expulsión de Adán y Eva, la arcada del ángel y la arcada de María. Es una pintura de contrapunto. Por un lado la escena en que un ángel serio urge a Adán y Eva a salir del paraíso que Dios había creado para ellos. Vestidos con pieles de animales sujetadas con ramas, cabizbajos y pesarosos, abandonan el edén hacia un mundo de dolor y trabajo. Por otro lado, la Anunciación es la reparación de la desobediencia y la promesa de que un Niño nos introducirá de nuevo en el Paraíso.

En la zona del paraíso es donde Fra Angelico demuestra su pericia como miniaturista en la descripción minuciosa de las plantas y el follaje. Una palmera en el centro de la escena simboliza la palma del martirio que alcanzará Jesús con su muerte. Las rosas de color sanguinolento a los pies de Adán y Eva indican la pasión de sangre que sufrirá el Mesías. Adán se lleva la mano a la cabeza en una expresión de lamento y de herida. Eva, furtivamente, mira de reojo la escena en la que otra mujer ha decidido cooperar con Dios en lugar de intentar ‘ser como dios’ que era la promesa engañosa de la serpiente.

La Anunciación propiamente dicha queda enmarcada en una arquitectura que nos hace pensar en el Hospital de Los Inocentes que Filippo Brunelleschi había levantado en Florencia con la nueva sensibilidad renacentista. Si el paraíso perdido se manifiesta con árboles y plantas, el nuevo paraíso se pinta con un cielo estrellado, imagen de la perfección y la belleza del Cosmos. María, que leía con devoción un libro, interrumpe un momento su lectura para escuchar el Anuncio de un ángel esplendoroso en belleza e indumentaria que, tímido, parece no atreverse a comunicar tan gran noticia. Con las manos en su regazo, María indica la acogida a una vida que comienza y la humildad y sumisión a la voluntad de Dios. La actitud y las manos recogidas de María tienen su espejo en la actitud inclinada y las manos del ángel.

Las manos del Padre eterno, en el centro del sol de justicia, envían un rayo de hermosa luz dorada, en el medio del cual se desliza la paloma del Espíritu Santo, para tomar posesión de la esclava del Señor. En el tondo central de la arquitectura el relieve de Cristo, varón de dolores, vera imagen, preanuncia el Calvario. A su lado una golondrina, ¿Conocía Fra Angelico la leyenda que atribuía a este pajarillo haber quitado las espinas de Jesús crucificado?

En este mundo de simbología, tan cara al arte de la época, podemos comprobar que las vestimentas del ángel del paraíso y las del arcángel San Gabriel tienen la misma tonalidad. La importancia de la figura de la Virgen es subrayada por el ‘telón y alfombra de honor’ que se despliega a sus espaldas y bajo sus pies y que enmarca toda su persona, otorgándole un realce regio. En la estancia íntima de María, se abre una ventana y por ella podemos ya intuir y pregustar el nuevo paraíso de luz y oro. A la simbología pictórica, hay que añadir la belleza inigualable de los colores, especialmente de los dorados, los azules y los rosas, tan apreciados por los iluminadores de libros. Colores que parecen cristalizados.

Como curiosidad cabe decir que este cuadro ingresó en el Prado a mediados  del siglo XIX. Pero originalmente había estado en el convento de Fiésole. Ante esta tabla de la Anunciación, cada noche los frailes dominicos rezaban la Salve Regina. Podían así ver con sus propios ojos el “lacrimarum valle”, pero también la “vita, dulcedo, spes nostra”. Después, la Anunciación estuvo en el Convento de las Descalzas Reales de Madrid, donde reinas, infantas y nobles llevaban una vida retirada, rodeadas de fabulosas colecciones de arte.

En la predela de la pintura, Beato Angelico pintó otras cinco pequeñas escenas: Nacimiento y desposorios de la Virgen, Visitación, Epifanía, Purificación, Tránsito de la Virgen.

Como decíamos antes, este cuadro del Beato Angelico, uno de los más logrados, capta la atención del visitante del Museo del Prado por su silencio, su gracia espiritual, su belleza virginal, su colorido excepcional y su invitación a la oración. No me extraña que el gran pintor del arte religioso actual, Marko Ivan Rupnik, tenga en Fra Angelico su referente y su inspiración.

Otro dominico, Fray Clérissac, escribía que Beato Angelico era “un monje cuyo arte consistía en infundir, en las imágenes de los santos, la vida interior que dominaba y embelesaba su alma».

https://www.museodelprado.es/actualidad/multimedia/restauracion-de-la-anunciacion-de-fra-angelico/ecf64690-8ff0-5c2d-aaef-fce1ea95bcd6











domingo, 16 de mayo de 2021

La alegría de los borriquillos

 

LA OPCIÓN GUANELIANA

10.- La alegría de los borriquillos.

Ponerse al servicio del otro con palangana y toalla.

“Quien camina con Dios, viaja alegre” (L.G.)

 


“Dios nos libre de los santos encapotados”. Y con esta expresión llena de humor de Teresa de Jesús, nos adentramos en el terreno de la alegría. Las imágenes que la Historia y la Iglesia nos han transmitido de los santos son de una gravedad y de una seriedad que poco invitan a la imitación.

A don Guanella, escasamente fotogénico, tampoco le han favorecido mucho las fotografías. Tendía a entornar un poco los ojos; si a eso añadimos la seriedad de la sotana negra, el rostro adusto, la gravedad en la pose, podríamos tener la sensación de que era un “santo encapotado”. Carlo Lapucci se dedicó a recopilar anécdotas de su vida, muchas de las cuales nos hacen sonreír suavemente. Repasando fotografías en blanco y negro, solo he visto una en la que se muestra contento y espontáneo. Fue tomada en su viaje a Tierra Santa. Se había dejado crecer la barba, y en la foto se le ve feliz rodeado de un grupo de muchachos árabes.

“Borriquillos” llamaba Luis Guanella a sus religiosos. Y lo hacía con gracia y humor. Los quería serviciales, humildes, cansados después de un día de duro trabajo, y agradecidos y contentos. El borriquillo es el animal de carga, que trabaja y trabaja, que llega a la cuadra deslomado, tras una larga jornada en el campo o atado a la noria. Es a ese trabajo insignificante pero utilísimo, a veces mal correspondido, a ese cansancio diario, a esa servicialidad sin peros, a esa humildad, a la que apuntaba Luis Guanella cuando llamaba ‘borriquillos’ a sus frailes.

Por una idea equivocada, asociamos la santidad a una seriedad de funeral. Y sin embargo, los santos, a pesar de la austeridad, los sacrificios y la disciplina interior, han conocido, como ninguno, la verdadera alegría. Y estos por dos motivos: Uno: por su libertad de espíritu conseguida con su desapego de las cosas, con su independencia de las personas y con su autodominio. Y dos: han comprendido que Jesús ha traído una buena noticia, un novum, un tesoro. Su contento y su alegría interior vienen de este descubrimiento. La alegría siempre es compatible con la cruz.

Jesús es invitado a unas bodas. Es una celebración jubilosa. Pero falta el vino. Unos novios poco previsores o unos invitados con afición a empinar el codo han provocado que el vino se agote. Jesús sabe que para saciar la sed, basta el agua; en cambio, para saciar el corazón, el agua no basta. Jesús con este milagro, nada espiritual, nada místico, viene a decirnos que Él está en medio de nosotros como aquel que multiplica las alegrías de los hombres. El milagro más ‘mundano’ de los milagros da inicio a la vida pública de Jesús. El mundo, como bellamente ha dicho Merleau-Ponty, es el cuerpo ensanchado del hombre. Jesús bendice la alegría de cada ser humano y del mundo. Si uno cierra los ojos y escucha ‘Jesús, alegría de los hombres’, de Johann Sebastian Bach, llega a percibir a qué alegría me estoy refiriendo.

Tomás Moro, que había conocido directamente el más alto poder y que le tocó vivir en un momento de gran tensión en Inglaterra, no se olvidaba de rezar cada día pidiendo al Señor un poco de humor:

Dame, Señor, el sentido del humor.

Concédeme la gracia de comprender las bromas,

para que conozca en la vida un poco de alegría y

pueda comunicársela a los demás.

 

Pero este mundo nos llama a engaño. Y todos notamos que la alegría se vende, normalmente cara, y que la alegría procede de algo externo. Una alegría que se puede comprar en el supermercado del alcohol, la comida gourmet, la bebida gran reserva, la música estridente, los viajes a las antípodas, el sexo de barra libre… En fin, una alegría organizada, programada y pagada.

Y sin embargo, sabemos que la alegría, la profunda y la duradera, la llevamos dentro, como un rescoldo que solo necesita ser reavivado. Por eso, la alegría no está reñida con la austeridad. Es más, la verdadera alegría brota de las cosas sencillas, de las cosas ordinarias; brota, sobre todo, de la libertad interior y del espíritu de servicio. Y, además, para un creyente –y lo sabemos desde el momento del nacimiento de Jesús- procede de una buena noticia. Es la alegría de quien sabe que no le “faltará el vino” en su existencia. Es la alegría de quien tiene la certeza de que en la barca hay un buen timonel que nos asegura un buen trayecto, no obstante el oleaje y la tormenta.

La alegría procede también de nuestra propia conciencia de lo poco que somos. Reírse de uno mismo, reírse de nuestras pretensiones grandilocuentes. Y ser capaces de mirar y admirar  en la vida tantos gestos de bondad, de verdad y de belleza. Mostrarse agradecidos, vivir enraizados en la gratitud, es un pasaporte para la alegría.

            Cuando verdaderamente tenemos sed, solo un vaso de agua nos la puede saciar. Cuando verdaderamente tenemos hambre, solo un trozo de paz es necesario. Solo cuando hemos trabajado todo el día como borriquillos, un saco de paja puede ser el mejor colchón. En el momento de mayor angustia, un abrazo logra arrancarnos todo nuestro dolor.

Después de haber catado todos los vinos y paladeado todos los platos. Después haber leído todos los libros, como decía Mallarmé. Después de haber perdido la cuenta del número de  amantes de unos veranos que creíamos que iban a ser para siempre. Después de habernos bañado en todos los mares, visto todas las ciudades y bailado en todas las fiestas…. Y después de haber vuelto de  todas estas experiencias más aburridos y más insatisfechos… ahora es el momento de volver a la insipidez del pan y de la leche, al atardecer gratuito, a los cuatro amigos que ya no nos deslumbran, pero que son los únicos que nos dicen la verdad, ese regalo impagable que sólo te dan tus padres y cuatro amigos a lo largo de una existencia de más de 80 años.

            Cuando don Guanella llegó de párroco a Pianello Lario le había precedido ya la mala fama de cura exaltado. La pequeña comunidad de monjas que ayudaba a huérfanas y ancianos estaba sobre aviso: “Ojito con este pájaro”, se decían. Pero un día sor Marcellina Bosatta tuvo que ir a llevarle un recado. Llegó justo en el momento en que Don Guanella estaba comiendo una ensalada. Cuando sor Marcellina regresó a su casa, reflexionó: “un cura que come una ensalada sin aliñar con los dedos, no puede ser un tipo peligroso”.

Y es verdad que el lujo de una casa o de una mesa nos puede deslumbrar, pero sólo la austeridad (¡la pobreza!) nos ilumina. En el fondo admiramos a esas personas que, no por necesidad, sino por opción personal, prefieren la sencillez de las costumbres, la moderación, la sobriedad y la austeridad.

Cuando Teresa de Jesús fue a visitar a la duquesa de Alba en su palacio, la monja que la acompañaba le comentó si se había fijado en la cantidad de muebles, lámparas, alfombras, vajillas, tapices, relojes, cuadros que tenía la duquesa. Teresa, con esa contundencia castellana de mujer sabia y recia, le contestó: “las necesitará”. Y en este “las necesitará” es donde se encuentra la clave de nuestra personalidad. Si cualquier día, para estar medianamente felices, necesitamos acumular cosas y amontonar experiencias… es que en realidad somos muy pobres.  Ahí nos jugamos todo en nuestra vida. Una efímera felicidad seguida de episodios de desdicha. O una serena existencia, apacible, sin sobresaltos, y sin altibajos. No es más pobre el que menos tiene, sino el que menos necesita.

Hay alegría en ese Luis Guanella al que sor Marcelina descubre un día comiendo cuatro hojas de lechuga con los dedos. Y también cuando dice al ama de cura del anterior párroco, don Coppini, en Pianello Lario: “con un poco de polenta y un trozo de queso, tengo bastante”. O cuando con una viga de madera tirada en la escombrera se hizo un pupitre y un taburete que le sirvieron de escritorio durante 7 años, y donde redactaría un montón de folletos para formar a sus sencillos feligreses. Hay alegría el día en que invita a un cochero que juraba como un carretero a una sopa en su casa. Hay alegría cuando, desde Tierra Santa, escribe: “ayer el burro en el que viajaba dio una coz y me tiró al suelo. No me hice nada. Se ve que el burro que iba encima era más burro aún”. Hay humor cuando le comenta al Papa: “La señora no sé cuántos me ha dado 10.000 liras para la nueva parroquia. Imagino que el Papa no va a ser menos que esa señora”. Hay alegría cuando, tras declararse un pequeño incendio en una sala, pide a un chico disminuido que vaya a por agua. A este no se le ocurre otra cosa que ir a la cocina y coger la primera garrafa que vio. Era vino. Cuando Luis Guanella se dio cuenta, le dijo: “El fuego ya está apagado; anda, baja a por unos vasos a la cocina y vamos a un beber un trago que nos ha entrado sed”.

Cada vez que la melancolía me invade, intento que en mi corazón resuene el consejo de Sancho Panza a Alonso Quijano: “Señor mío, alce vuestra merced la cabeza y alégrese, si puede, y dé gracias al cielo”. Don Quijote de la Mancha, entre otras muchísimas cosas, es un canto a la alegría, a la risa y al buen humor, sin los cuales el alma humana se agosta y seca. Ya en su prólogo, Miguel de Cervantes declara que su intención, al escribir esta historia es que “el melancólico se mueva a risa, el  risueño la acreciente, el simple no se enfade, el discreto se admire de la invención, el grave no la desprecie, ni el prudente deje de alabarla”.

La auténtica alegría tiene que ver con el espíritu de servicialidad, con el deseo de facilitar un poco la vida al otro. Jesús la resumió en un gesto: el lavatorio de los pies. Quien se pone al servicio de los demás, para hacer al semejante la vida más llevadera conocerá una alegría íntima que nunca paladearán los poderosos y los egocéntricos. Por eso, Luis Guanella quiso que sus seguidores se llamasen ‘siervos de la caridad’. “El que quiera ser grande entre vosotros, que sea vuestro servidor, y el que quiera ser primero entre vosotros, que sea vuestro esclavo”, leemos en Mateo, 20.

La política de la palangana y la toalla es el gesto que rompe en su propio núcleo la lógica del mundo y sus opresoras estructuras. Quien, de forma voluntaria, se arrodilla para lavar los pies al más necesitado de los seres humanos, hace saltar en mil añicos los cimientos de este mundo. Del encuentro entre el cuerpo que se dobla para lavar los pies y el cuerpo que, sentado, recibe el agua y siente la mano que lo limpia, nace todo encuentro humano. El cuerpo es, así, “el mediador de todo encuentro” (Gabriel Marcel). “Sin el cuerpo el hombre no puede tan siquiera expresar una oración”, decía Hildegarda von Bingen. El lavatorio de los pies es siempre una oración. El otro Padrenuestro que nos enseñó Jesús de Nazaret.

 


 

Próximo domingo: Cap. 11. ¡Adiós, Val Calanca!

miércoles, 12 de mayo de 2021

La campana que dobló por ella.


 




Al último momento decidió ir al entierro. Se había pasado la mañana dudando. No sabía qué hacer, pero cuando su compañero le dijo que había un sitio en el coche para acercarse al funeral del padre de una compañera común, aceptó. Total, no tenía ningún plan, ni nada previsto para esa tarde. “Eso sí -dejó claro- yo daré el pésame, pero por la iglesia no me veis, porque no voy nunca”. Su compañero añadió: “De acuerdo, mientras nosotros estamos en misa, tú puedes darte un paseo alrededor del pueblo. Es un valle muy bonito”.

El coche se puso en marcha. Era un acto social más, uno de estos ritos viejunos que aún se cumplen en este país de sacristías, pensó ella. Llegaron al pueblo. Dio un abrazo a la compañera y luego, por señas, indicó a los compañeros que ella se largaba a andar. El valle le pareció precioso. A las afueras del pueblo, tomó un sendero. Tenía ante sí un par de horas, como le habían dicho los compañeros. Caminó un buen trecho,  subió una pequeña colina desde donde se divisaba todo el pueblo. Y entonces ocurrió lo que ocurrió. De repente, oyó la campana. El tañido triste de una campana. En la lejanía, por un camino de tierra rojiza, lentamente, avanzaba el cortejo fúnebre en dirección al cementerio. La campana seguía doblando con su triste son. Y entonces, recordó otra campana de hacía más de tres décadas, y otro funeral, el de su madre. Y se desmoronó. La campana de hacía treinta años doblaba por su madre. Pero la de hoy doblaba por ella. Y se echó a llorar.

Desde entonces, han pasado dos meses. Ahora estoy frente a ella, escuchando su soliloquio. Me dice que no para de hacer balance de su vida, y sale malparada. Hace evaluación y se siente suspendida. Hace recuento y obtiene resultados catastróficos. Se creía libre, y no lo era. Se creía independiente, y no lo era. Se creía moderna, y no lo era. ¿Qué ha pasado?

Ella era una chica más de un pueblo de Castilla, la menor de cuatro hermanas, y la única que había llegado a cursar estudios superiores. Todo cambió cuando fue a la Universidad. Conoció mundo, y el pueblo le pareció una cárcel. Por primera vez supo lo que significaba respirar y ser libre. Se sentía avergonzada de sus padres, unos humildes campesinos, de la educación conservadora que había recibido, de la parroquia represora que había frecuentado desde niña, de sus amigas con miras tan cortas: un marido, unos hijos, una casa y el cuidado de los padres mayores.. En un saco, digno de tirarse a la basura, metía a la familia, los amigos, la Iglesia, el pueblo, la escuela… todo lo que le recordaba los primeros 18 años de su vida.

Brillante universitaria, “aunque no empollona ni rata de biblioteca”, pronto se metió en reivindicaciones libertarias, y en ataques furibundos a la familia tradicional, el matrimonio, el machismo, el reparto del poder, la Iglesia, la educación… Recordaba aquellos años universitarios en que, a las apasionadas discusiones de los cine-forum, seguían las tertulias en bares apestados de Ducados, la preparación de pancartas y la contestación sistemática a los profesores más carcas. Así que cuando, raramente, volvía a casa, armaba gresca por cualquier cosa. Le enfadaba que su madre fuera a misa, que su padre fuera al bar mientras su madre hacía la cena, que sus hermanas se pasasen horas cosiendo o bordando o pariendo y aguantando a maridos. Se ponía del hígado cuando a la hora de la comida, en casa, solo se hablase de trigo, cebada, la salud de la señora no sé cuántos o la boda de la hija de no sé quién. ¿Pero esto era vida?, se preguntaba cuando se acostaba enfadada y rabiosa en aquella cama anticuada con un crucifijo en la cabecera. Ella que leía a Sartre y a Louis Althauser, a Simone de Beauvoir y a  Albert Camus, que tenía en su habitación el poster de Mao y del Che Guevara, que sabía decir en inglés “Make love, not war”, que estaba a la última en música rock inglesa, que había fumado porros en antros de mala muerte y que se había acostado, libre y sin prejuicios, con otros universitarios, libres y disfrutones como ella…

Pero desde que oyó aquella campana, hacía un par de meses, los que ella creía pilares sólidos de su vida, ideas irrenunciables y avanzadas, se estaban desmoronando. Recordaba con tristeza dos episodios en su casa. Una de las veces que llegó para Navidad, le echó en cara a su madre “que fuera tan sumisa, tan obediente, que estuviera todo el día pendiente de preparar la cena a su padre, mientras que él se iba todas las tardes a tomar un vino al bar”. Cuando dejó de lanzar improperios, su madre, tranquilamente le espetó: “Espero que todos los hombres que conozcas te traten tan bien como lo hace tu padre conmigo. Y espero que el único defecto que tenga tu marido o tu amante, porque no piensas casarte, sea el de ir a tomar un vino al bar, y que la única humillación que recibas sea la de prepararle la cena”.

El otro episodio que la avergonzaba fue cuando volvió al pueblo para el funeral de su madre. Nada más llegar, hizo saber a su familia que, ni atada, pensaba ir a la iglesia, porque no creía en esas chorradas de los curas. Entonces su padre, que era de pocas palabras y al que nunca había visto imponerse, autoritario, le dijo: “Si no vas al entierro de tu madre, si reniegas de ese Dios en el que ella creía y que la ha sostenido a ella -y también a mí- en su penosa enfermedad, hazte a la idea de que tú no eres hija de tu madre, porque ni siquiera eres capaz de respetarla estando aún su cadáver caliente”. No hubo más palabras. Solo un silencio mortal en las horas siguientes, apenas interrumpido por los pésames pueblerinos y el bisbiseo de algún avemaría de una vecina beata. Cuando el féretro abandonaba la casa familiar, ella cogió el coche y se largó. Pero antes de alejarse, aún pudo escuchar la campana que clamaba a muerto. Y en su interior, como una maldición, dijo: “¡Por fin me libro de vosotros, panda de retrógrados. Que os den!”.

Pero la vida fue pasando. Fue de éxito en éxito laboral, y solicitada por buenos bufetes de abogados. Conoció mucho mundo, viajó a un sinfín de países, leyó todos los libros, acudió a todos los conciertos, conoció muchos cuerpos de hombres y sacó de ellos placer y sinsabor a partes iguales. Por puro orgullo, siguió enfrascada en más trabajo, más experiencias, más viajes, más galanteos. Cada éxito traía su fracaso; cada aventura amorosa, su insatisfacción; cada noche de excesos, su resaca; cada viaje exótico, su frustración. De repente, se descubrió con 60 años, comportándose como una universitaria alocada, pero con bolso de Loewe, tarjeta visa solvente, coche potente, apartamento en la mejor zona de la ciudad, y arte de vanguardia en lugar de posters de revolucionarios. Había usado a los hombres, pero los hombres también la habían usado a ella. Los ideales políticos formaban parte del baúl de los recuerdos. El afán de experiencias nuevas y novedades de última generación, sólo le aportaban hastíos viejos y ya conocidos.

Sólo ahora, después de oír aquella campana, se dio cuenta de su inestabilidad sentimental, de su insensata ambición laboral, de su patético negarse a ser madre, de su soledad insoportable, de su rebeldía estéril y de escaparate y de su ‘eterna juventud’ trasnochada y caduca. Las arrugas en torno a los ojos no eran nada frente a las arrugas de su alma. La resaca de alguna mañana (ahora de excelentes vinos reservas y de cocina gourmet) no era nada comparada con la resaca y la sequedad de su corazón. Pero nunca dio su brazo a torcer y nunca se paró a pensar hacia qué abismos conducía su existencia.

Y sin embargo, hace dos meses, oyó esa campana. Si antes, sus padres le habían parecido unos pobres infelices, incultos, sin ambiciones, resignados a un pueblo de muerte, a una única pareja, a unos horizontes que no iban más allá de su casa y su aldea, ahora repasaba sus rostros, se esforzaba por volver a pasar por sus ojos y su corazón la dulzura de su madre, su alegría al volver del campo junto a su padre, el cariño con que le preparaba la ropa limpia los domingos o las patatas fritas que tanto le gustaban a su marido. Recordaba la serenidad de su padre, ese silencio que leía el corazón de las cuatro hermanas, el trabajo durísimo de cada día sin quejarse jamás, la dicha cuando le contaba a su madre que el trigo prometía, que la cosecha había sido buena, o cuando le traía del campo, contento como un niño, un manojo de espárragos trigueros o una alforja de setas, por no mencionar las noches enteras que había pasado, sin desvestirse siquiera, a la cabecera de la mujer de su vida que se le iba muriendo día a día.

Todo este terremoto le había ocasionado aquella campana que escuchó la tarde de aquel funeral. Esa campana había esperado muchos años por ella. Esa campana había sido una bomba que había explotado en sus entrañas. Y ahora andaba recogiendo los pedazos de esa carne desparramada, en un intento doloroso de recomponer su corazón.

No supe decirle nada. Dejé que hablaran sus labios, que lloraran sus ojos, que sangrase su corazón. Poco podía añadir yo; menos aún aconsejar. Sólo me atreví a susurrarle: “Has tenido mucha suerte en tu vida, porque una campana ha doblado por ti, y la has reconocido”. Se sorbía las lágrimas todavía cuando nos despedimos con un largo abrazo, pero ambos sabíamos que, efectivamente, esa campana era lo mejor que le había sucedido en la vida. Tal vez por eso, me pareció que su llanto no era ya el de la rabia, sino el de la reconciliación consigo misma y su historia.





domingo, 9 de mayo de 2021

Sobre la muerte y el morir

LA OPCIÓN GUANELIANA

9.- Sobre la muerte y el morir.

Hay una semilla de plenitud a pesar de la fugacidad de la existencia.

“Dios nos creó admirables en el cuerpo, grandes en la mente y grandes en el corazón. Nos creó para su gloria, para difundir en nosotros su bondad y felicidad” (L.G.)


           


El hermano Juan Vaccari murió el 9 de octubre de 1971 en Palencia. Y marcó la historia de los guanelianos en España. Muchos años después, leí los diarios que había escrito. Su pensamiento estaba constantemente dirigido a la muerte. En una ocasión había ofrecido su vida en lugar de un enfermo. Pensaba en la muerte, como una salida de este mundo y un ingreso en la Casa del Padre, después de unos años de exilio en la Tierra. ¿Cómo un hombre que pensaba constantemente en la muerte había sido capaz de vivir tan contento y tan alegre en esta vida? Si algo impresionaba de él era su alegría y su desvivirse para que los alumnos estuviésemos siempre contentos. Era un hombre feliz e intentaba que los demás lo fuesen. O mejor dicho: intentaba hacer felices a los demás, y él lo era. 

            ¿Existe un mañana después del cementerio o del crematorio? Los creyentes creen que sí. Los no creyentes dicen lo contrario. Ni unos ni otros aportan argumentos incontestables, porque el misterio de la muerte enmudece a unos y a otros.

Aquel primer homínido que trató con respeto el cuerpo recién fallecido de su hijo, lo enterró aparte, en lugar de arrojarlo al muladar junto a los huesos de un jabalí o de un corzo, y señaló con unas piedrecitas el lugar del enterramiento, ese día se convirtió en hombre e inventó la trascendencia.

Dice George Steiner que el hecho de que nosotros, en nuestras lenguas, utilicemos el tiempo futuro, que seamos capaces de decir frases como “dentro de cinco minutos tomaré un café o mañana nos veremos, el mes que viene estaré en Nueva York, o me jubilaré dentro de cinco años”, es decir, que seamos capaces de proyectarnos verbalmente hacia el futuro, es una especie de intuir la trascendencia. Los seres humanos nos percibimos así porque la raíz de la esperanza está plantada en nuestro ADN. El ser humano con palabras levanta el futuro; con ladrillos verbales construye el mañana. Y si esto es así: el ser humano sueña el devenir y puede hablar de  “la otra vida, más allá de la muerte”.  

Pero la ciencia (todo se puede saber) y la técnica (todo se puede hacer), convertidas en las ideologías dogmáticas de nuestro tiempo, han arramblado con cualquier mañana después de la muerte. Y por lo tanto, el ser humano, convertido en puro biologismo y fisiología, se encuentra, por primera vez, inerme ante la muerte, que es percibida como la  Gran Derrota. Una derrota que no se puede mostrar, ni ver, ni pensar en ella. Lo hemos comprobado recientemente durante la pandemia: la prohibición de mostrar las morgues donde se amontonaban los ataúdes o los hospitales llenos de moribundos, o contar las historias individuales. Los muertos reducidos a fría estadística, sin relato y sin historia.

El creyente se sabe finito, pero no es un ser destinado a la muerte. Dante ya nos aleccionó y nos dijo en su viaje a los círculos del infierno que “los más desgraciados entre todos eran los que no tenían esperanza de morirse”. La vida es hermosa, precisamente por su fragilidad y por su brevedad. Hemos sido convocados a la vida, que no sabemos si será corta o larga, y solo hemos de pensar en dejar este mundo un poco mejor que como lo encontramos al llegar. El creyente sabe que existe la muerte, y, sin embargo, esa diminuta semilla que la fides ha sembrado en su interior niega cualquier victoria definitiva a la muerte.  Y como las tres mujeres que el primer día de la semana fueron hacia el sepulcro, cada creyente siente miedo y se pregunta: “¿Quién nos moverá la piedra?” Y en esta expresión caben todas dudas y las incertidumbres del ser humano ante la fe y ante la resurrección. El creyente sabe que sigue la estela de estas mujeres (¡otra vez las mujeres!) que, en aquella primera mañana del mundo, no se cruzaron de brazos esperando hasta que alguien les removiese la piedra. Con su zozobra y temblor, se pusieron en camino hacia el sepulcro, sin saber, con total seguridad, si encontrarían a un Jesús vivo o a un Jesús muerto. Es esa pequeña candela de esperanza la que sostiene la noche larga de cualquier creyente. La esperanza es hermosa porque es incierta y frágil. Pero también, por eso mismo, es una virtud que se puede cultivar.

            Don Guanella llegaba ya al atardecer de su vida cuando instituyó la Pía Unión del Tránsito de San José. Una asociación que tiene como objetivo la oración por los agonizantes, bajo el patrocinio de San José. Esta Asociación sigue existiendo aún hoy y tiene su sede matriz en la basílica menor de San José en el barrio romano del Trionfale. Luis Guanella había conocido muchas pobrezas. Y vio también la inmensa soledad en la que morían muchos hombres y mujeres, a veces sin nadie que les diera la mano o les bendijera antes de partir.

            En una ocasión estuve en el Archivo de esta Asociación. Lo que más me impresionó, después de hojear un montón de documentos, fue leer las largas listas de soldados inscritos durante la Primera Guerra Mundial. De todos los frentes, llegaban interminables listas de combatientes que se comprometían a rezar cada noche, en las trincheras y en los campos de batalla, por las personas que en ese día llegarían al final de sus vidas, tal vez el propio compañero que esa noche rezaba la misma plegaria.

            Pensar la muerte y pensar el morir constituye, desde que el mundo es mundo, el principio de todos los ritos funerarios y la adquisición, para el ADN del ser humano, del sentido de la trascendencia. Pero también constituye el inicio de la filosofía y el intento de dar respuestas u ofrecer propuestas a todas las preguntas que de verdad importan. Desde que la filosofía no busca la verdad, la pregunta sobre la muerte se arroja al desván de las antiguallas. Nos deberían enseñar a morir y nos deberían enseñar a vivir en la fragilidad desoladora de la enfermedad. Pero todo esto se opone a un ilusorio sentido de plenitud del ser humano fuerte, sano y joven. Todos sabemos que la decrepitud llega, que el ocaso llega, que la enfermedad llega y que nos tendremos que enfrentar a nuestro propio morir.

El discurso sobre la muerte ha desaparecido. Los velatorios en salas neutras, casi salones burgueses, con el difunto oculto a la vista, confirman esta ‘ausencia’.  Incluso entre los católicos, los familiares no se atreven a sugerir al enfermo que ha llegado el momento de recibir la unción de enfermos. En nuestro enloquecido vivir de autómatas, la muerte no tiene cabida: un episodio desagradable, un desajuste en la perfecta maquinaria de producción y de eficacia del mundo moderno. Por ello la vejez, la enfermedad y la muerte nos hallan sin recursos del espíritu para afrontarlas y aceptarlas. Completamente desprovistos de sabiduría espiritual, la frustración, la depresión y el sentido de derrota suelen ser los compañeros de los últimos años. Nos habían dicho que la existencia era plenitud sin fecha y sin límites de dicha, de salud, de fuerza, de belleza, de optimismo… y nos encontramos frente a una soledad aterradora que nos hunde y nos deprime.

¿No comprobamos todos los días que el miedo a morir corre parejo al miedo a vivir, al miedo a enfrentarnos a las constantes llagas que van apareciendo en nuestro cuerpo o en nuestro corazón? Esa constante búsqueda de un mundo indoloro nos mete de hoz y coz en un sufrimiento que nos supera. Por eso mismo, podemos asegurar que la otra cara de la moneda de la muerte no es la vida, es el amor. Quien ama y es amado se siente vivo y sin miedo a vivir o a morir. Quien no ama y no es amado ya está muerto, aunque sus pulmones sigan respirando trece veces por minuto.

Don Guanella no pretendía únicamente rezar para ganar almas para el cielo, sino también para que los enfermos pudieran vivir con serenidad sus últimos días. Hoy sabemos que la mayoría de las muertes se viven en la más absoluta soledad de un aséptico hospital o de una residencia de ancianos. Lejos quedan la cercanía y la calidez de la familia. Todo es vivido en una irrealidad que, afanosamente, trata de ocultar la muerte. El gran tabú que produce vergüenza en nuestras sociedades ricas y vacías. No queremos hablar de ella, ni que se vea, ni que se muestre. Todo debe quedar reducido a un incidente imprevisto que hay que olvidar cuanto antes. Don Guanella pensaba la muerte como un retorno a la patria verdadera. Un regreso a la Casa del Padre. Al igual que el Hijo Pródigo: andamos extraviados en esta aventura que llamamos existencia, y en un momento dado, la campana nos anuncia que hay que regresar del exilio y volver a la calidez del hogar, al abrazo. 

San José, que habitó el silencio como ningún otro, nos invita a dejarnos acariciar por ese silencio que no es olvido ni soledad, sino contemplación y luz. La aceptación del gran misterio: la muerte.

Lejos de las imágenes barrocas de calaveras lindas y morondas, relojes por donde la arena se escurre velozmente, velas que se apagan al improviso, el pensamiento de la muerte puede provocar en nosotros esa sensación plena de que todavía estamos vivos, que aún tenemos tiempo, y que ese tiempo puede servir para la alegría, la belleza, la bondad y la verdad.

El 6 de agosto de 1978 moría Pablo VI, el primer Papa que miró al mundo como su contemporáneo. Dos días después, se publicó su altísimo Testamento que reflejaba bien la gratitud y el asombro ante la vida, y la esperanza en un mañana: “Fijo la mirada en el misterio de la muerte y de lo que a ésta sigue en la luz de Cristo, el único que la esclarece; y por tanto, con confianza humilde y serena. Percibo la verdad que para mí se ha proyectado siempre desde este misterio sobre la vida presente, y bendigo al vencedor de la muerte por haber disipado sus tinieblas y descubierto su luz”.

Y continúa: “Por ello, ante la muerte y la separación total y definitiva de la vida presente, siento el deber de celebrar el don, la fortuna, la belleza, el destino de esta misma existencia fugaz: Señor, Te doy gracias porque me has llamado a la vida, y más aun todavía, porque haciéndome cristiano me has regenerado y destinado a la plenitud de la vida. Asimismo siento el deber de dar gracias y bendecir: a los que me han traído a la vida, los que me han educado, amado, hecho bien, ayudado, rodeado de buenos ejemplos, de cuidados, afectos, confianza, bondad, cortesía, amistad, fidelidad, respeto. Contemplo lleno de agradecimiento las relaciones naturales y espirituales que han dado origen, ayuda, consuelo y significado a mi humilde existencia: ¡Cuántos dones, cuántas cosas hermosas y elevadas, cuánta esperanza he recibido yo en este mundo!”

Solo quien ha vivido la vida plenamente, puede, al final de la misma, mostrarse agradecido por esta hermosa y maravillosa fugacidad que es la existencia de cada ser humano. Solo quien ha sabido tejer en el breve tiempo que le ha sido concedido, con los hermosos hilos de la generosidad, la verdad, la belleza y la alegría, el tapiz de su existencia, es capaz, como el Poverello Francisco de Asís, el más humano de los santos, de bendecir e invocar por fin a la Hermana Muerte.

 


 

 

Próximo domingo: Cap. 10.- La alegría de los borriquillos.



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