En una estación de París, desciende un joven de
16 años, cuerpo atlético, pelo alborotado y ojos azules. Se llama Arthur
Rimbaud. En el andén, impaciente, lo espera un escritor consagrado, avejentado, a punto de entrar en la treintena, casado y en espera de su primer hijo. Se llama Paul Verlaine. Es
el año 1871. Y Francia entera está a punto de vivir el escándalo literario más clamoroso del siglo XIX.
Rimbaud había nacido en el seno de una familia
de cinco hermanos, donde los gritos eran la música de fondo de la casa, hasta
que un buen día el padre abandonó el hogar para siempre. Los cinco hermanos
quedaron al cuidado de una madre autoritaria y exigente que traía a mal traer
al adolescente Arthur, rebelde, soñador, pero también el más brillante del
Instituto de Charleville.
A los 15 años escribió sus primeros poemas y,
convencido de la valía de estos, enamorado como un Pigmalión de sus versos, se
los envió a los grandes poetas de París, entre ellos a Paul Verlaine.
Necesitaba salir de la cárcel de su casa y de su pueblo. Paul abrió la carta y
no dio crédito a lo que leía. Los poetas consagrados llegaban a esta perfección
después de veinte años de denodados ejercicios, y ¡un adolescente era capaz de
esta grandeza! Verlaine se los dio a leer a Víctor Hugo y éste sentenció: “Shakespeare
enfant”. Un Verlaine entusiasmado le escribió y le mando el billete de tren: “Podrás
alojarte en mi casa”.
Verlaine paseaba al joven poeta de salón en salón literario
y de café en café. Y todos se hacían lenguas del poema de Rimbaud, "Bateau ivre”
(barco ebrio), maravillados ante unos versos destinados, como así sucedió, a
formar parte de todas las antologías poéticas en lengua francesa. Con aplauso
unánime, las revistas literarias publicaron los poemas del enfant terrible.
Rimbaud se sabía elegido por los dioses y por
las musas, y allí donde entraba, se formaban corrillos para escucharle o
simplemente para ver "la juventud hecha verso y la rebeldía hecha poema”.
Verlaine se sentía descubridor y mecenas, y ya no sabía dar un paso por los
salones de París sin la compañía del joven poeta. Salían todas las noches.
Bebían absenta, fumaban opio, consumían hachís. Y volvían a casa, ebrios de
palabras y borrachos de absenta. Muy pronto, Verlaine, sintió que le gustaba el joven
Rimbaud, pero no sólo como poeta. Rimbaud sintió algo parecido por aquel
Verlaine que le doblaba en edad y que se manejaba por los salones de París,
como anguila en el agua. Las palabras encendidas terminaron por encender los
cuerpos. Pero aquel torrente de deseo, a contracorriente de los buenos usos y
costumbres de la época, no iba a ser fácil de encauzar por un tranquilo canal. En un café
literario, melancólicos y absortos, los retrató, junto a otros literatos del momento, Henri-Fantin Latour. El cuadro, titulado Un coin de table (un rincón de la mesa), se puede ver en el Musée d’Orsay.
Algo a la mujer de Verlaine le hizo pensar que
Rimbaud, alojado en su casa, era su rival. También los poetas y artistas, los
bebedores de licor de ajenjo, leyeron algo en los ojos
de los dos artistas. Los rumores empezaron. Y con ellos, la incredulidad
y la burla, el escándalo y la condena. Asustados, decidieron separarse. Rimbaud
volvió a su casa. Verlaine mantuvo las formas en la suya.
Pero para Rimbaud la casa materna seguía siendo cárcel. La
vida era insufrible, aburrida y vacía. La idea del suicidio entró en su cabeza.
Nada más lógico, en un siglo de suicidas incomprendidos. Volvió a París, se
encontró con Verlaine en una calle. Era el 7 de julio de 1872. Rimbaud le dijo:
“Me voy a Bélgica. Ya no volverás a verme, a menos que me acompañes”.
Era la orden esperada. Paul Verlaine, el más renombrado poeta de su generación, sólo pudo balbucir: “Entonces, vámonos”. El escándalo explotó en París como
una tempestad no anunciada, como un obús, como un incendio. La pareja dio la
espalda al mundo y viajó a Bruselas; luego, a Londres. Vivieron y malvivieron. Los pocos ahorros que llevaban en sus bolsillos pronto se esfumaron.
Daban clases, vendían poemas, pero la pobreza llegó a sus vidas. Los insultos, las
broncas, las lamentaciones, las culpas, las amenazas de abandono, el perdón y
la reconciliación, se mezclaban con la absenta y el opio, las sábanas revueltas
y también con los labios que se buscan y se maldicen al mismo tiempo.
Las cosas empeoraron y se salieron de madre.
Rimbaud le dijo que definitivamente quería romper y largarse. Verlaine pareció
aceptar esta solución, también él reconcomido por un sentimiento de culpabilidad
frente a su mujer y a su hijo. Cuando llegó el momento de la despedida, Verlaine
enloqueció. Sacó un revólver y disparó dos veces, pero los nervios y la
borrachera erraron el tiro. Rimbaud estaba dispuesto a olvidar el incidente, mas
cuando Verlaine hizo ademán de coger de nuevo la pistola, avisó a la policía.
Un homicidio frustrado puso punto final a la relación amorosa más escandalosa
de Francia.
A Verlaine le esperaban dos años de cárcel.
Entre los barrotes -y bajo la abstinencia de absenta- tuvo tiempo para
reflexionar sobre una vida echada a perder, sobre las personas infelices que
había dejado a su alrededor y sobre Rimbaud, el joven poeta que le había
elevado a los cielos y le había arrojado al averno. Y en la vorágine de culpa,
desdicha, arrepentimiento y sufrimiento, su alma volvió a Dios. Surgió el poeta
de espléndidos versos cristianos e inconfundibles anhelos místicos.
Dicen que los dos escritores aún se vieron una
última vez. Tomaron una cerveza juntos. Verlaine le dijo que había encontrado
refugio y paz en Dios. Rimbaud le
escuchó en silencio como quien oye llover.
Al joven poeta, al niño prodigio de la rima
francesa, aún le quedaban otras aventuras por recorrer. Se alistó en diferentes
ejércitos mercenarios, viajó por medio mundo y acabó en Harar, actual Etiopía,
donde se dedicó al contrabando de marfil y de armas y al tráfico de esclavos. En
su poemario en prosa “Una temporada en el infierno” dejó buena cuenta de su
atormentada relación con Verlaine. Este, por su parte, habló de ese periodo
salvaje en “Libro de los poetas malditos”.
Rimbaud tenía sólo diecinueve años cuando
escribió su último poema. No volvió a emborronar una cuartilla. En cinco años como escritor había alcanzado
una de las cimas de la poesía en lengua francesa. Perdido en África, nadie supo
nada de él. La tierra se tragó al iluminado poeta, al favorecido de las musas.
Hace un par de años, un grupo de intelectuales franceses
solicitó al presidente de la República, Enmanuel Macron, que Verlaine y Rimbaud
fueran sepultados juntos en el Panteón de París. Se opusieron los
últimos familiares de ambos y los amigos de sus asociaciones. Lo suyo
–argumentaban- no fue una historia de amor. Simplemente sus vidas se encontraron
y chocaron durante un breve tiempo. Nunca sabremos si se echaron de menos el
uno al otro.
Macron no tuvo más alternativa que respetar la
voluntad de los familiares y de los amigos. A pesar de los muchos intentos de
hacer de ellos un icono gay en Francia, nada más ajeno a los sentires y
pensares de los protagonistas. Rimbaud hubiera probablemente contestado con uno
de sus versos rotundos: “Nunca he pertenecido a este pueblo; nunca he sido
cristiano; soy de la raza que cantaba en el suplicio; no comprendo las leyes,
soy un bruto: os equivocáis”
Roído por un cáncer de huesos, lo que obligó a
amputarle una pierna, Rimbaud volvió a Francia en 1891, para morir unos meses
después. Tenía 37 años. Está enterrado en su ciudad natal, Charleville, bajo un
escueto epitafio: “Priez pour lui”, rogad por él. Cinco años después, hundido
por el alcohol y la locura (en una ocasión intentó estrangular a su madre),
Paul Verlaine murió a los 51 años. Está enterrado en París, en la tumba
familiar. En su lápida solamente aparece escrita una palabra: “Poéte”
Tal vez muchos no hayan leído un solo verso de
estos poetas. Y sin embargo, sus vidas malditas, salvajes e inconformistas seguirán
llenando páginas y páginas. Ese lapso que va entre el encuentro de dos hombres en el
andén de una estación parisina y el sonido de un disparo fue, como lúcidamente
escribió Arthur Rimbaud, una temporada en el infierno, aunque en el momento en que estaban inmersos en ella, también les supiese a gloria y a miel. O por lo menos, a absenta.