miércoles, 31 de enero de 2018

Palabras para Gero Lombardo.



 

A última hora de la tarde, un mensaje desde Italia me comunica el fallecimiento de Gero Lombardo, el responsable de la Missionprokura der Guanellianer en Alemannia, asociación con la que Puentes mantuvo una leal colaboración, al menos en los años en que yo fui Presidente.
Gero había estudiado con los guanelianos en Naro-Italia, iniciando con ellos un camino vocacional. Abandonaría después la Congregación, pero nunca abandonaría a sus antiguos compañeros de libros y de patio, ni tampoco a los muchos pobres acogidos en nombre de Don Guanella. Como tampoco olvidaría una historia que le contaba su padre a menudo: soldado en la segunda guerra mundial, fue hecho prisionero en India y durante meses obligado a permanecer en un campo de prisioneros, muerto de hambre y de sed. Recordaría siempre que los campesinos pobres de los poblados cercanos se acercaban a dar a los pobres prisioneros un cuenco de arroz.  Gero me contaba que a menudo su padre le decía: “Me gustaría devolver a la India algo de lo que aquellos campesinos hicieron conmigo”.
Cuando su amigo guaneliano, Domenico Saginario, impulsó la llegada de los guanelianos a India para abrir una casa, Gero Lombardo pensó que ahora podría cumplir el deseo de su padre de ayudar a los indios. A partir de ese momento,  participó con su generosidad personal, pero también animando a amigos suyos empresarios a involucrarse en este proyecto indio. El tsunami de la Navidad de 2004 que afectó a las costas de la India redobló su ayuda y acrecentó su entusiasmo misionero.
Cuando a Gero le llegó la hora de la jubilación, después de toda una vida de frenética actividad laboral, pensó en crear una asociación en Alemania para ayudar de forma más organizada a los misioneros  guanelianos. Fue entonces, cuando por consejo de Alfonso Crippa y de don Mimí, entró en contacto conmigo, para conocer cómo nos organizábamos en España con la Ongd Puentes.
En mayo de 2010, junto a su mujer Inge me visitaría en Valladolid. Pudimos poner así las bases de una colaboración para afrontar juntos diversos proyectos tanto en África como en Hispanoamérica que, por su envergadura, precisaban la participación de más de una entidad. Esta colaboración se amplió también a ASCI, en Italia.
Me llamaba frecuentemente por teléfono o me enviaba correos, hablándome de todas sus aventuras, de los proyectos nuevos, de las subvenciones concedidas, de la implicación de la Orden de San Lázaro de Jerusalén. Removió Roma con Santiago para que yo mismo fuese nombrado Caballero de esta Orden, algo que finalmente consiguió y que se materializó en una ceremonia en la Basílica de San Giuseppe al Trionfale, de Roma.
 
Gero era de una tenacidad y de una perseverancia que no conocían el desaliento. Tenía la eficiencia alemana y la pasión italiana. Podía criticar cuanto sucedía en las misiones o la falta de entusiasmo de ciertos misioneros, pero no por eso dejaba de quererlos, de mimarlos y de ayudarles. Su casa en Pforzfeim-Alemania era una ‘casa aperta’, para todo aquel que se ‘apellidase’ guaneliano.
Sus gestiones, insistentes hasta el aburrimiento, ante la Curia de la Obra Don Guanella en Roma, obtuvieron que dos sacerdotes guanelianos se trasladasen a Alemania para atender a los muchos emigrantes italianos y españoles afincados en este país, y, de paso, para continuar su tarea de buscar recursos para las misiones guanelianas en los países más pobres.
En este momento sus desvelos iban dirigidos a abrir una casa para 'buonifigli' para los hijos de emigrantes filipinos e indios que trabajan en Catar, principalmente en el sector de la construcción. Sus buenas relaciones con influyentes cataríes empezaban a allanar el camino, siempre largo y tortuoso en tierras de mayoría musulmana. Sin duda, ha sido el sueño incumplido de Gero.
Tenía mil proyectos y mil ideas, llamaba a mil puertas, enviaba decenas de mensajes, importunaba, a tiempo y a destiempo,  a unos y a otros, porque fiel a lo que aprendió de joven en Casa Guanella, no podía cruzarse de brazos mientras hubiera pobres que socorrer. Sólo la muerte le ha obligado a cruzarse de brazos.
Gero Lombardo, que se sentía y se definía como un ‘cristiano imperfecto’, parece decirnos en este momento que, a fin de cuentas, tantos ‘cristianos imperfectos’ en los entornos guanelianos y en la propia Iglesia, están, quizás sin saberlo, quizás sin ser ni comprendidos ni valorados como merecen, construyendo el Reino de Dios, donde el Pan y el Señor son ofrecidos gratis y abundantemente. Descansa en Paz, Gero Lombardo.

martes, 9 de enero de 2018

Gianluigi Colalucci y la Capilla Sixtina


 


En 1989, según se cuenta en el libro El Vaticano por dentro, de Bart McDowel y Jamens L. Stanfield, el doctor Gianluigi Colalucci logró acabar la histórica restauración de la Capilla Sixtina. Junto con otros cuatro restauradores, llevaba nueve años completos en esta tarea, bastante más tiempo de lo que tardó Miguel Ángel en pintar los frescos. El último día de los trabajos, el restaurador Jefe Colalucci invitó a un grupo de amigos a una celebración en los andamios instalados en la Capilla, y allí ante sus invitados procedió a restaurar los últimos centímetros de fresco que aún quedaban sin limpiar. Para la ocasión había reservado el fragmento que va desde el dedo de Dios al dedo de Adán, o, lo que es lo mismo, lo que va desde lo divino a lo humano. Al fin y al cabo, la Capilla Sixtina no se sabe si es una obra de hombres o de dioses.
¿Por qué Julio II invitó a pintar la bóveda de la Capilla Sixtina a Miguel Ángel que era un afamado escultor pero sin casi experiencia en el terreno de la pintura? Parece que fueron los rivales del artista, entre ellos Bramante y Rafael, los que metieron en la cabeza al Papa la idea de que invitara a Miguel Ángel. Si rechazaba, se ganaría la eterna enemistad de Julio II; si aceptaba, Miguel Ángel se desacreditaría como artista, porque él no era un pintor. Parece que en principio se negó: “Eso no es cosa mía”. Pero al final aceptó el encargo y se resignó: “Señor, soy tu esclavo. Cuanto más me esfuerzo, menos te muevo a compasión”.
Miguel Ángel se entregó con pasión a su trabajo. De pie, pegado casi al techo, con las gotas de pintura que le caían continuamente sobre el rostro. “Debía tener un aspecto deplorable –se cuenta en el libro. Miguel Ángel nunca había sido muy agraciado. Tenía la nariz rota y la cara aplastada. Y además iba siempre desaliñado. Dormía con sus ropas de trabajo, manchadas de pintura, y se quitaba las botas tan pocas veces que, cuando lo hacía, cuenta un amigo suyo, “le caía la piel como si fuera la de una serpiente”. No es sorprendente que tuviera pocos amigos”.
Hoy todos admiramos su trabajo, pero Miguel Ángel no tuvo ningún éxito social, en parte debido a su carácter hosco, y a su aspecto desaseado. Probablemente no era de los invitados a los palacios cardenalicios o aristocráticos del momento. En la Roma renacentista él era un artesano, un trabajador, y a veces un trabajador difícil. Hacía su trabajo para Dios, y parece ser que las alabanzas o las críticas le importaban un comino.  "Si a Dios le place mi trabajo, es suficiente".
 

 

lunes, 8 de enero de 2018

Il deserto dei tartari, de Dino Buzzati

Las últimas páginas de Il deserto dei tartari son verdaderamente conmovedoras.
El libro empieza así: “Nominato ufficiale, Giovanni Drogo partì una mattina di settembre dalla città per raggiungere la Fortezza Bastiani, sua prima destinazione”. Recién nombrado oficial, Giovanni Drogo partió una mañana de septiembre de la ciudad para alcanzar la Fortaleza Bastiani, su primer destino.
Él creía que sería un destino provisional, un destino de trámite. La Fortezza estaba en los confines de la nación, en una zona árida y desértica,  con montañas y roquedos. El final del mundo. Allí un batallón de soldados vivía y vigilaba la frontera del norte, para tener a raya a los soldados del país extranjero, los tártaros. La Fortezza esperaba en cualquier momento la invasión y el asalto de los tártaros.
Giovanni Drogo aceptó la petición de su superior para permanecer un poco más de tiempo en la Fortezza, ya que todavía era joven y tenía toda una vida por delante. Pero la Fortezza le fue engatusando, le fue haciendo suyo. Los años iban pasando, y, cuando visitaba la ciudad, Giovanni Drogo se daba cuenta de que ese ya no era su mundo, ni la casa familiar era su hogar, ni el amor intuido en su juventud por una joven era ya su amor.
Los días fueron pasando, y con ellos los meses y los años. La vida se iba pasando en inquietante espera, entre guardias, formaciones militares, partidas de cartas, conversaciones intrascendentes con otros soldados, siempre divisando el horizonte, siempre esperando que los tártaros apareciesen y que el momento de gloria llegase para los defensores del bastión y que, de esta forma, el trabajo gris y monótono, se justificase. Es más, que la propia existencia de los soldados se justificase y alcanzase un sentido, una plenitud. De vez en cuando un incidente rompe la rutina, la muerte injusta y sin sentido de un compañero a mano de otro compañero, por no saber la contraseña, lo que da una idea de ese espíritu militar tan atado a la norma. O el avistamiento de soldados construyendo una carretera, que será bruscamente interrumpida.
Diez, veinte, treinta años. Y nada pasa. Los tártaros no llegan. Y la vida se pierde así a lo tonto esperando el gran día, esperando el gran momento, esperando la gran batalla, algo que nunca llega.
La Fortezza es una imagen de la soledad de la vida, del aislamiento: “Gli uomini, per quanto possano volersi bene, rimangano sempre lontani; che se uno soffre, il dolore è completamente suo, nessun altro può prenderne su di sè una minima parte; che se uno soffre, gli altri per questo non sentono male, anche se l’amore è grande, e questo provoca la solitudine della vita”.
Faltaba poco para la jubilación y Giovanni Drogo pensaba que ya no merecía la pena abandonar la Fortezza y vivir en la ciudad. Todavía podía suceder el acontecimiento tan esperado. Había echado a perder los mejores años de su vida, podía esperar un poco más.
Pero Drogo empieza a sentir una gran debilidad que no es si no los primeros pinchazos de la enfermedad mortal. Ahora pasa gran parte del día descansando en su celda, y es en este momento cuando la Fortezza toda se anima y se agita porque finalmente los soldados de la nación extranjera avanzan hacia el bastión. Pero el coronel quiere para él toda la gloria y hurta a Giovanni Drogo, segundo jefe de la Fortezza en este momento, la gloria que le hubiera correspondido. Con la disculpa de la enfermedad, el coronel le dice que un carruaje le espera para llevarle a la ciudad. Drogo, herido en lo más profundo, intenta hacer entrar en razón al Jefe Simeoni:  “Trenta’anni sono qualcosa, tutto per aspettare questi nemici. Non puoi pretendere adesso… Ho un certo diritto di rimanere…”
Pero la suerte de Giovanni Drogo está echada y él se resigna a esta estocada traicionera. “Lassù era passata la sua esistenza segregata dal mondo, per aspettare il nemico si era tormentato più di trant’anni e adesso che gli stranieri arrivavano, adesso lo cacciavano via”
El carruaje que lo lleva se encuentra con los soldados de refuerzo que avanzan a la Fortezza, y él siente el desprecio de estos jóvenes por el ‘viejo’ que cómodamente se retira de la fortaleza.
El carruaje se detiene para hacer noche en una posada. Y Drogo se da cuenta de que ahora, solo, enfermo y viejo, tiene que hacer frente a otra batalla, a otro enemigo: la muerte. En esa posada le tocará hacer amargas reflexiones sobre la existencia humana, pero al final experimenta una cierta dicha: la de poder enfrentarse al enemigo con la dignidad de un verdadero soldado.  La muerte ha perdido su rostro trágico y se ha transformado en algo sencillo y conforme a la naturaleza. Y él la espera tranquilamente, porque sabe que su destino será abandonar el mundo en una posada, viejo y sin ninguna belleza, sin dejar a nadie en el mundo que lamente su muerte.
Por todo ello, en la oscuridad de la habitación, aunque nadie lo ve, Giovanni Drogo, sonríe. Así acaba El desierto de los tártaros.

jueves, 4 de enero de 2018

16.- Los niños sin Reyes Magos


 

            Hacen bien en no escribir una carta que nunca llegaría a su destino, o no sería nunca leída ni atendida. Ni los Reyes Magos, ni Papá Noel, ni Santa Claus. La ruta mágica que cada Navidad hacen estos personajes no pasa por el Congo. Nunca ha pasado. Pero todo niño sueña con un juguete. Un juguete no es un capricho más, ni algo superfluo. Un juguete es la infancia que se resiste a entrar en el mundo del adulto con sus obligaciones y deberes, y sin marcha atrás. Un juguete es el freno para retrasar la edad adulta. Lo de menos son los materiales, lo de menos es el precio. Así es este animal que llamamos humano y que necesita el pan y el agua, pero también una muñeca o una pelota. Basta entrar a los museos para constatar que todas las civilizaciones nos han dejado 'juguetes" de barro, de hueso, de madera... Jugar es uno de los verbos más serios y nobles.
        Estos niños que ves en la foto pasaron junto a mí una tarde, mientras desde el portón de la misión de Kinshasa miraba la vida pasar por la calle. Habían construido el juguete más hermoso: un coche hecho de alambres del basurero, de trozos de plástico de chancletas gastadas. Un coche ‘teledirigido’ por un hilo y un palo. Ecológico y reciclable. Un Ferrari o un Rolls Royce en miniatura avanzando por el scalextric de baches de los barrios pobres de esta ciudad africana.
         Por una vez, los niños pobres ganan a los niños ricos. El coche es suyo. Su esfuerzo, su imaginación, su voluntad de divertirse han hecho el pequeño milagro de ingeniería. Carrocería estudiada, rueda de repuesto, puertas que se abren, volante. No falta detalle. No me extraña que se pasen las horas muertas jugando con semejante artilugio: El tiempo que va entre traer y llevar agua, el tiempo que va entre cuidar a un hermanito o atender al abuelo, es un tiempo precioso para jugar con el regalo más bonito que jamás hayan traído los Reyes Magos. 
        Ahora lamento no haberles encargado un ‘coche’ para mí, para sacarlo a pasear por la plaza del pueblo o la calle de la ciudad, para poner en una exposición, al lado de las máscaras, de las telas multicolores, de los colmillos de elefante o de los tambores. 
            En fin, un coche para colocarlo sobre mis zapatos lustrados cada 6 de enero.

Puentes: 25 años de una corriente solidaria. Kinshasa-R.D. del Congo, 2008.

 

miércoles, 3 de enero de 2018

Auroras y ocasos


 
El drama de muchos hombres es confundir la aurora con el ocaso. Creer que esos colores rosados anuncian el día, la esperanza, el final de la noche oscuro, la promesa, el banquete, el porvenir… mientras que lo que tienen ante sus ojos es un ocaso, sin duda hermoso, pero anunciador también del final de una etapa, de una época, el preludio bello de una noche eterna. Es lo que ha pasado a muchas civilizaciones. Sus dignatarios y sus pensadores confundieron y tomaron por aurora lo que era un ocaso. Fue su drama personal y la tragedia de cualquier civilización.  ¿Y dónde nos encontramos ahora nosotros? ¿Dónde se encuentra ahora nuestra querida Europa?

Las virtudes trampa



 
 Cada vez nos fijamos más en las virtudes trampa, en las que parecen virtudes, porque causan nuestra admiración y provocan -por qué no decirlo- nuestra envidia. La belleza, la inteligencia, el vestir bien, la locuacidad al hablar, el estatus social. Y sin embargo todos sabemos que, en el fondo no son virtudes. Tienen la apariencia de virtud, pero no lo son. En la mayoría de los casos sus dueños no han hecho nada por conseguirlas, han nacido con ellas o les han sido dadas. Y sobre todo, no son virtudes porque, al contrario de las verdaderas (el amor, la comprensión, la paciencia, el respeto, el perdón) no benefician a los demás, no les facilitan la vida. Las virtudes trampa tienen también fecha de caducidad. La hermosura y la juventud se acaban. La inteligencia puede ser muy egoísta o completamente inútil para elaborar un pan o guiarse bajo las estrellas.

lunes, 4 de diciembre de 2017

De escuelas a escuelas va mucho.




¿Qué se necesita para que una escuela funcione bien? Probablemente dos cosas: un profesor con pasión por enseñar y un alumno con pasión por aprender. Todo lo demás, podría ser secundario, incluso prescindible.
Y digo esto, porque en nuestra España del lamento y de la queja, no paramos de poner pegas a los colegios, a los recursos a ellos dedicados, etc. Y quizás lo único que nos debería preocupar es si nuestros hijos tienen ganas de aprender y si los profesores tienen pasión por enseñar.
Cuando llegó la crisis económica a España, hubo manifestaciones multitudinarias por la escuela pública y en contra de los recortes. Nada que objetar. Y sin embargo, antes de la crisis, con muchos medios y muchos recursos, cuando salía el listado de las mejores escuelas del mundo, España no aparecía o aparecía en los últimos lugares entre los llamados países económicamente importantes.
 
 
Desde los años 60 hasta justo antes de la crisis el presupuesto de la educación había crecido considerablemente. Las aulas habían reducido notablemente la ratio, algunas asignaturas, como inglés, música, educación física y religión, habían pasado a ser impartidas por profesores especialistas, los profesores de apoyo para niños con dificultades habían aumentado … y entonces, ¿por qué todo el mundo se quejaba que la educación no iba bien y que el listón se había ido bajando hasta hacer el ridículo? ¿No serán otros los problemas? ¿Acaso un profesorado desmotivado, acaso un alumnado con escasa disciplina y sentido del deber, acaso una sociedad que no valora el trabajo de los docentes, acaso la pérdida de autoridad de los profesores, acaso porque tenemos unos niños para los que todo son derechos y el único deber es el de asistir a clase?
Desde mi modesto punto de vista, una mejora de la educación no se arregla sólo con más recursos, que también, sino con aumentar la pasión por enseñar de los docentes y la pasión por aprender y el sentido del deber de los alumnos.
 
De escuelas a escuelas va mucha diferencia. He visto varias escuelas en África donde faltaba casi de todo. Una escuela en Ghana bajo la sombra de un árbol porque la escuela verdadera hacía tres años que se había hundido. Una escuela en Nigeria situada en una nave para almacenar maíz, que no disponía siquiera de una pizarra, y en cuyas paredes de barro habían escrito con tiza el alfabeto y la tabla de multiplicar. Profesores con 60 alumnos. Alumnos que antes de ir a la escuela habían ido a coger agua al río o a buscar leña. Niños congoleños que que tenían que caminar 3 kilómetros de ida y otros tantos de vuelta si querían llegar al colegio. Alumnos que compartían un bolígrafo o una cartilla. Profesores que recibían como salario poco más de un dólar al día. Alumnos que desfallecían de hambre porque no habían desayunado en sus casas. Niñas que no podían aprender a leer por el simple hecho de ser niñas. Profesores que, además de dar clases, preparaban un plato de comida a sus alumnos porque era la única manera de que comieran algo en todo el día. 
De escuelas a escuelas va mucho. Instalados en la cultura de la queja, nos quejamos por todo: porque las pizarras digitales no son de última generación, porque la comida del colegio no es variada, porque las actividades extraescolares no son de nuestro agrado, porque hay que comprar el diccionario, porque los libros no son gratis, porque el autobús escolar da mucho rodeo, porque las tareas que mandan a los niños son muchas, o son pocas, porque …
Echar un vistazo a las escuelas de África podría ser una buena tarea en esta Navidad para los 'quejicosos niños españoles'. PUENTES ONGD te invita a prestar un minuto de atención a las escuelas de los países pobres. La Campaña de Navidad de esta Ongd va dedicada a patrocinar el proyecto de “Escolarización y Alfabetización de los Niños de la calle en la R. D. del Congo”, unos niños sin ningún acceso a la escuela pública (porque en Congo también la escuela pública se paga). Desde hace años Puentes intenta que un numeroso grupo de niños y de niñas de la calle puedan ser matriculados en diversas escuelas de la ciudad, y que un grupo aún más numeroso reciba, al menos, clases de alfabetización elemental.
 
Para colaborar: IBAN ES46 0030 6018 1700 1005 1272
Al hacer tu ingreso, en el concepto deben indicar “Navidad”

miércoles, 29 de noviembre de 2017

El silencio sobre los rohingyas.



 

Desde agosto pasado, y con cuentagotas, algunos medios de comunicación se han hecho eco de la riada de refugiados que desde Myanmar (antigua Birmania) intentaba entrar en Blangadesh. De esta forma, la palabra rohingya entró en mi vocabulario.
La traca y matraca del asunto catalán ha hecho invisibles muchas cosas y muchas noticias últimamente, entre ellas el éxodo de la comunidad rohingya, de religión musulmana en un país de mayoría budista. Los rohingyas están asentados en el estado de Rakhine, muy cerca de Blangadesh. Myanmar reconoce a 135 etnias o grupos, y sin embargo no reconoce a los rohingyas, que desde 1962 tienen la condición de apátridas y carecen de derechos sociales o civiles. Llevan viviendo durante generaciones en Myanmar pero no son considerados birmanos.
El hecho de sentirse proscritos y de sentirme completamente marginados les llevó a organizarse para reclamar sus derechos. Surgió así el Ejército de Salvación Rohingya de Arakan (ESRA) que muy pronto comenzaron reclamaciones de manera violenta y algunos guardias birmanos fueron asesinados. A partir de esto, el estado birmano los consideró terroristas. El 25 de agosto, según varios testigos en los que se basa el informe de la ONU, el ejército disparó  indiscriminadamente sobre la población civil, causando varios centenares de muertos. Ese día empezó el largo éxodo hacia Bangladesh.

Para los birmanos nada de esto es cierto, pero la ONU considera que estamos ante un caso de ‘limpieza étnica de libro y ante una brutal represión’ y ha pedidoa al Gobierno birmano "a poner fin a sus crueles operaciones militares actuales, a rendir cuentas por todas las violaciones ocurridas y a revertir el patrón de la severa y extendida discriminación contra la población rohingya", así como a permitir a la misión de investigación un "acceso sin restricciones al país". Sorprende que hasta la propia premio Nobel Aung San Suu Kyi se haya mantenido ambigua en sus declaraciones, que haya dicho, por ejemplo, que no sabe la causa por la que huyen. Sorprende, asimismo, que hayan sido muchos (incluidas las autoridades católicas del país) los que han aconsejado al Papa (de visita estos días en Myanmar y Bangladesh) que no mencione la palabra rohingya, que por lo visto se ha convertido en ‘tabú’ para todos los birmanos, y que ocasionaría aún más violencia.

Hoy he intentado bucear en internet a ver si podía hacerme una idea del problema. Lo admito: cada vez es más difícil conocer la verdad. Las mentiras y las intoxicaciones son tan grandes que es complicado conocer cuáles son los verdaderos motivos de esta persecución.
Haya o no haya violencia por parte de los rohingyas, lo cierto es que una muchedumbre, una etnia, no puede ser castigada por culpa de los que integran los grupos violentos o terroristas. De lo contrario, entramos en la ley de la selva, y castigaríamos a toda la comunidad por los pecados de unos pocos.
 

Se habla que el 60% de los refugiados que huyen son menores. Acnur ha pedido aportaciones a la comunidad internacional para mejorar los campos de refugiados, antes de que las enfermedades o el hambre hagan su particular vendimia entre los más pobres y los más inocentes.
¿Pero a quién interesa el asunto rohingya?
El Dalai Dama ha pedido a la premio nobel birmana que intente restaurar la paz, porque el “propio Buda habría ayudado a esos pobres musulmanes”. Estoy seguro de que el Papa viaja a Myanmar y a Bangladesh precisamente por esto. Y que, con toda la diplomacia y la prudencia vaticanas, el asunto saldrá en las conversaciones y el Papa arrancará algunos compromisos a los mandatarios birmanos y a los mandatarios bangladeshíes para llevar un poco de esperanza y de socorro a las poblaciones rohingyas.

La tumba del cardenal Micara



 
La iglesia Santa María Sopra Minerva es una de las grandes iglesias de la ciudad de Roma. Una fachada muy austera, prácticamente un paredón, da acceso a un templo gótico de tres naves, con las bóvedas pintadas de azul y hermosos frescos de ángeles músicos o adoradores. Es la principal iglesia de los dominicos en la Ciudad Eterna. Cargada de historia, cargada de sepulcros de ilustres yacentes, cargada de riquezas artísticas; sin duda, la obra más extraordinaria es el Cristo Redentor de Miguel Ángel. Una impresionante anatomía, una belleza sobrecogedora, en ese Cristo de mirada humilde, pero regia. Miguel Ángel parece repetir en mármol blanco las palabras del salmo: “Eres el más bello de los hombres”. Bajo la mesa del altar está enterrada Santa Catalina de Siena, la gran santa dominica, una de las mujeres que más han iluminado el orbe católico. Mística y batalladora a la vez, religiosa y política a la vez. A  fuerza de rezar, de suplicar y de importunar logró que el Papa volviese a Roma, después de un largo exilio en Avignon.  A Catalina de Siena y a Teresa de Ávila les cupo el honor de ser las primeras mujeres a las que la Santa Sede nombró ‘Doctoras de la Iglesia Unversal’.
En Santa María Sopra Minerva está también el humilde sepulcro de uno de los más grandes pintores de la historia, fra Angelico, también dominico.

La iglesia estaba en penumbra cuando yo entré. Al acercarme al presbiterio, vi que una mujer salía de la sacristía. No sé por qué pensé que no era ni una turista ni una parroquiana más, sino alguien de la casa. Y no sé tampoco por qué tuve el impulso de preguntarle si sabía dónde se encontraba la tumba del cardenal Clemente Micara.
- Creo responderle que sí, aunque hace ya algún tiempo que no me detengo en esa capilla, pero me acompañe y ya veremos -me contestó.
Cruzamos a la nave opuesta y directamente se encaminó hacia una pequeña capilla, situada en la nave de la Epístola y no lejos del presbiterio. Una capilla algo oscura. El acceso a la misma se hallaba interrumpido por un lampadario donde no ardía ninguna lamparilla.
- “Ahí es, -me dijo. ¿Lo conocía?”
- Yo  no le conocí, pero un fraile de mi colegio fue su asistente, y por la biografía de éste sabía que el cardenal estaba enterrado en esta iglesia.
Le di las gracias, y ella, discretamente, volvió sobre sus pasos.
El hermano Juan me ha traído hasta aquí –pensé- en esta mañana luminosa del 19 de octubre de 2017.
El hermano Juan Vaccari pasó en el otoño de 1970 por la escuela de Quintanilla de Arriba, buscando chicos que quisieran ir a su colegio de Aguilar de Campoo. Era un hombre alto y apuesto, con su larga sotana negra, y una boina que nada más entrar en la escuela estrujó entre sus manos. Cuando lo tuvimos delante de nosotros, lo primero que hizo fue sacar una baraja de cartas y hacer varios juegos de prestidigitación ante nuestros ojos incrédulos y abiertos de par en par. Luego, repartió unas estampitas con el rostro de Luis Guanella, y finalmente preguntó si alguno estaría dispuesto a ir a su colegio de Aguilar de Campoo. Yo levanté la mano. Me hizo gracia su español chapurreado, como el de un niño que empieza a balbucir palabras pero no sabe aún hacer concordancias o conjugar correctamente los verbos.
A primeros de septiembre de 1971 yo entré de interno en el colegio de los padres guanelianos de Aguilar de Campoo. Un mes después, exactamente, el 9 de octubre, el hermano Juan Vaccari fallecía, un par de horas después de sufrir un brutal accidente de coche a la altura de Osorno. No tuve tiempo de conocerlo mucho, bien es verdad, pero su figura se quedó ahí, como una semilla prendida en mi cabeza y en mi corazón.
Desde entonces no he dejado de sentir curiosidad por su peripecia existencial. Me interesé por su biografía, por sus diarios, y por las personas a las que había encontrado, entre estas últimas estaba su eminencia el cardenal Clemente Micara.
Una vez, en una comida en la Curia Generalicia de los Guanelianos en Roma, salió el asunto “hermano Juan”, y el entonces Superior General, P. Alfonso Crippa, que lo había conocido bien y lo había tratado en sus últimos años, resumió: “El cardenal le hizo santo”. El sentido estaba claro. El cardenal debió ser algo  quisquilloso y altanero, un poco pagado de sí mismo, y sin excesivo aprecio por sus subalternos. Amante del protocolo, de las intrigas, de las influencias y de la política, al principio trató con desdén a este humilde hermano Juan al que había sacado del huerto y de las cocinas de Barza, en el norte de Italia, para servir en el Palacio de la Cancillería de Roma donde vivía y trabajaba. En definitiva, el hermano Juan no le cayó bien al cardenal, y, pasado muy poco tiempo, le pidió que se marchara de palacio. 
Un poco cabizbajo, pero también aliviado, el hermano Juan abandonó Roma y volvió a los pucheros de la cocina de Barza. Poco después -y esto es un misterio- el cardenal lo reclamó. Y el buen hermano Juan, de nuevo cabizbajo y más asustado, pero siempre temeroso de Dios, volvió a Roma y a Palacio. El hermano Juan tuvo que desplegar paciencia, caridad, misericordia, para atender y servir al purpurado.
El eminente cardenal, por resumir, fue un instrumento de la Providencia para aquilatar el carácter del pobre fraile. En los últimos años, la enfermedad del cardenal puso al hermano Juan en una situación de enfermero las 24 horas del día, asistiéndole en todas sus necesidades, las más humildes también. Todo lo sobrellevó con heroica paciencia y con heroica caridad. Pero también el cardenal creyó, quizás por primera vez en su vida, que alguien le podía enseñar algo, cristianamente hablando. Es más, que el humilde y ‘analfabeto’ fraile podía enseñarle bastante sobre fe y esperanza y caridad.
Por todo ello, cuando yo pensaba en la biografía del Hermano Juan, adscribía al cardenal el papel de malo de la película: el puntilloso y cascarrabias cardenal que atropella en su dignidad una y otra vez al hermano Juan. Y sin embargo, el hermano Juan nunca se queja de él, si bien algunos puntos suspensivos dan a entender que la vida a su lado no era precisamente un vergel de rosas o una tarta de cumpleaños, especialmente al principio de su convivencia.
 
El hermano Juan veía en todo la mano de Dios. Y por eso mismo, siempre y en toda ocasión rezó por su cardenal. A su lado permaneció prácticamente tres lustros. Le prometió que le serviría hasta el último de sus días y que, después de su muerte, rezaría una y otra vez por su alma. Y lo cumplió a rajatabla desde la mañana de marzo de 1965 en que acompañó su ataúd a la iglesia de Santa María Sopra Minerva. En sus diarios hay continuas peticiones por el eterno descanso del cardenal. Y todas las veces que pasó por Roma no dejó nunca de acudir a este templo para arrodillarse ante el sepulcro del Micara, ante el mismo que me encuentro yo esta mañana.
Hoy he sentido una especial simpatía por este pobre cardenal. Cenzo Rena, un personaje de la novela Todos nuestros ayeres, de Natalia Ginzburg, dice que "todos los hombres dan un poco de pena cuando se los mira de cerca". Y es verdad. Una simpatía que sin duda me ha inspirado el propio hermano Juan. He encendido una lamparilla en el hachero silencioso y despoblado y he rezado una sincera avemaría por el Clemente Micara.
Estoy seguro de que el hermano Juan, allá en el cielo, donde siempre le he imaginado, habrá esbozado una sonrisa a este pobre hombre, 'povero cristiano', diría Ignazio Silone, que hoy ronda los sesenta años y al que el el hermano Juan Vaccari conoció cuando era un niño de 11 en aquella escuela rural de Quintanilla de Arriba.

lunes, 20 de noviembre de 2017

Un mundo demasiado líquido.


 
 
A principios de 2017 moría Zigmunt Bauman. Lo descubrí tarde, en 2014, pero le leí con gusto y con interés. Tiempos líquidos, Esto no es un diario y Vidas desperdiciadas. Fue este último el libro que más me gustó. La sociedad líquida va dejando, a velocidad cada vez mayor, a muchas personas al margen, descartadas, vidas desperdiciadas porque, para los cánones actuales, son vidas sin valor, vidas inútiles. Su expresión ‘modernidad líquida’ es una de las mejores definiciones que se hayan hecho de nuestra época, de tal forma que no se pueda hablar de nuestro mundo sin apellidarlo ‘líquido’.
   
 
La ‘modernidad líquida’ describe un mundo contemporáneo en tal flujo que los individuos se quedan sin raíces y privados de cualquier marco de referencia predecible. "El hombre está huérfano de referencias consistentes". Bauman lo proclamaba de sí mismo: "lo único sólido en mi vida es Janine, mi esposa desde hace sesenta años". Sus obras expresaban la fragilidad de la conexión humana en estos tiempos y la inseguridad que crea un mundo en constante cambio.

"En una vida moderna líquida no hay vínculos permanentes, y cualquier cosa que ocupemos por un tiempo debe estar ligada libremente para poder desatarse de nuevo, tan rápido y sin esfuerzo como sea posible, cuando las circunstancias cambien", afirmaba Bauman. “
El paso de la modernidad a la postmodernidad se caracteriza por una profunda crisis que provoca fuertes zozobras institucionales y personales y la sensación de que la vida es un tiempo desperdiciado. El Estado era en el pasado una referencia, una sólida estructura, que ha sido substituida por unas fuerzas globales que parecen surgidas de lado obscuro de la vida. Ahora todo es fluido y dura poco.

Zigmunt Bauman. También su vida fue azarosa y líquida. Había nacido en Pozman en 1925, en el seno de una familia humilde, judía pero no practicante. En 1939, huyó a la Unión soviética, cuando los nazis invadieron Polonia. Se unió al ejército rojo como militar y fue profesor de sociología en la universidad de Varsovia. Pero la ola de antisemitismo que explotó en Polonia a raíz de la Guerra árabe-israelí de los Seis Días, le despojó de su rango militar, de la Universidad y de Polonia. Emigró a Israel, para finalmente asentarse en la ciudad inglesa de Leeds, en cuya universidad fue profesor y donde ha muerto a los 91 años.
 
Bauman se confesaba un ‘pesimista esperanzado’, porque, según decía  "yo no soy optimista pero tengo esperanza. Hay una diferencia entre optimismo y esperanza. El optimista analiza la situación, hace un diagnóstico y dice, por ejemplo, hay un veintinco por ciento de posibilidades, etc. Yo no digo eso, sino que tengo esperanza en la razón y la consciencia humanas, en la decencia. La humanidad ha estado muchas veces en crisis, y siempre hemos resuelto los problemas. Estoy bastante seguro de que se resolverá, antes o después. La única verdadera preocupación es cuántas víctimas caerán antes. No hay razones sólidas para ser optimista. Pero Dios nos libre de perder la esperanza”.

Fernando Arámburu hablaba de Zygmunt Bauman, de José Luis Sampedro, de Vargas Llosa y de Stéphane Hessel como de ‘avisadores’ de estos tiempos que giran entre el ilusionismo y la ferocidad:  “Nuestros abuelos padecieron la guerra y sus consecuencias. Nuestros padres se mataron a trabajar. Los siguientes disfrutamos de la época más apacible en la historia de Europa, hemos arrasado con las provisiones de bienestar y a los chavales de hoy les hemos dejado el desorden y los desperdicios de la fiesta. Ah, y las deudas. Cada día están más lejos los jardines”.

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