jueves, 8 de abril de 2021

“Voto de perfección”

 



Como cuenta Pedro Miguel Lamet, en su libro sobre Arrupe, las relaciones extrañas que se pueden crear entre los carceleros y sus prisioneros no son ninguna novedad, como sabemos por los libros de historia. En los inicios de la Segunda Guerra Mundial, Pedro Arrupe, por entonces un joven misionero jesuita, se encontraba en Japón, concretamente en Yamaguchi, la tierra que siglos antes había conocido a Francisco Javier. Cada extranjero era susceptible de ser visto como un espía, como un enemigo. Así que un buen día, la policía registró la casa donde vivía Pedro y encontró un taco de cartas que Pedro había recibido en Japón y que estaban escritas en diversos idiomas. Fue tachado de espía internacional y conducido a prisión, donde pasaría poco más de un mes.

Pedro aceptó con humildad la cárcel, sin quejarse en ningún momento. Sus días transcurrían en la oración y en el estudio de la lengua japonesa. Los carceleros se dieron cuenta de que estaban frente a una persona singular. Y muy pronto empezaron a charlar con él, a pedirle que les contase su vida o lo que hacía en su tierra. Una corriente de simpatía se creó entre el extranjero y los vigilantes. Charlaban cada tarde de sus vidas y de sus creencias. De ese periodo escribiría: Aprendí la ciencia del silencio, de la soledad, de la pobreza severa y austera, del diálogo interior con el huésped del alma -‘hospes animae’-, que nunca se me ha mostrado más ‘dulcis’”. Pero lo que más le conmovió es que un pequeño grupo de feligreses desafiase a las autoridades y se plantase delante de su prisión para cantarle un villancico el día de Nochebuena.

Después de un larguísimo interrogatorio, Pedro Arrupe fue puesto en libertad, pero antes quiso despedirse de cada uno de sus carceleros con los que había compartido días de soledad y de falta de libertad. Uno de ellos intentó disculparse, alegando que la guerra ponía nerviosos a todos. Pedro le dijo que no tenía por qué disculparse: “No le guardo rencor, sino agradecimiento por el bien que me ha hecho”. Y Pedro pudo advertir lágrimas en su carcelero. Muchos años después, explicaba la tristeza de sus carceleros: “Era la nostalgia indefinida, imprecisa, de algo que no les resultaba posible concretar. Creían emocionarse porque yo me marchaba, y no era así. Era Cristo el que se iba de ellos. ¿Puede haber otra explicación de su tristeza?”

Una anécdota define muy bien la fascinante figura del que llegaría a ser Prepósito General de la Compañía. Durante su estancia en Hiroshima, Arrupe había constatado que un japonés ya entrado en años seguía sin pestañear sus catequesis. Le miraba fijamente cuando él hablaba y estaba pendiente de sus labios. Y así durante más de seis meses. Un día Pedro se acercó al anciano y le preguntó si estaba entendiendo todo lo que explicaba. Pero no hubo respuesta. Fue entonces cuando le dijeron que el anciano era sordo y que no podía entender nada de lo que decía. Cuando finalmente logró comunicarse con él, el anciano le confesó: “Yo le miro y sé que no miente. Por eso yo creo lo que usted cree”.

Era un hombre creíble. Uno de esos gigantes que compaginan, armoniosamente, la fe y las obras. Pedro Arrupe vio, desde la terraza de la casa jesuita de Hiroshima la explosión de la primera bomba atómica, el 6 de agosto de 1945. Un inmenso relámpago dejó ochenta mil muertos y más de cien mil heridos. Desde el primer momento, abrió las puertas de la misión para acoger a los numerosos heridos que acudían de todos los rincones de la ciudad. Además de cura, era médico. Solo tuvo que arremangarse la sotana. Con una mano consolaba y cuidaba a los heridos y con la otra curaba y sanaba. Japón le enseñaría mucho sobre oración, sacrificio, contención de sentimientos, espíritu comunitario. Cuando todos los heridos volvieron a sus casas, dedicó muchas de sus fuerzas a hablar de la sinrazón de la guerra y en contra del empleo de las armas atómicas, con un espíritu no solo pacifista, sino también bienaventuradamente pacífico.

En 1965 fue elegido como cabeza de la Compañía de Jesús. El Concilio llegaba a su fin, y él trató de ‘poner al día’ la Orden de San Ignacio, entre aplausos, desdenes, rebeliones y, sobre todo, una hemorragia de vocaciones sin parangón en la historia de la Compañía. Sus detractores decían: “Un vasco fundó la Compañía, y otro vasco se la está cargando”.

Fue el primero en avistar el problema de los refugiados a escala mundial. Las guerras, el hambre, las ideologías políticas obligaban a huir a miles de personas e incluso a etnias enteras. Creó el Servicio Jesuita de los Refugiados que tantos logros ha obtenido durante las últimas décadas.

Para los jesuitas de la contestación o que hacían una lectura marxista de la realidad, Pedro Arrupe era un conservador. Para los jesuitas más aferrados a la tradición, más inmovilistas, era un revolucionario. Para unos y para otros, estaba guiando peligrosamente la Compañía de Jesús. Y como todo auténtico líder, recibió bofetadas y palos de unos y otros. Ya se sabe que cuando te vapulean los güelfos y te vapulean los gibelinos, es que entonces estás situado en el centro. Hubo encontronazos sonoros entre los monseñores vaticanos y Pedro Arrupe. Pero él, ignaciano hasta la médula, siguió con fidelidad y obediencia al Papa. Cada vez que Juan Pablo II salía del Vaticano en coche tenía que pasar delante de la Casa Generalicia de los Jesuitas. Y siempre Arrupe se apostaba en la puerta y se ponía de rodillas al paso de la comitiva papal.

En agosto de 1981, Pedro Arrupe sufrió un derrame cerebral severo que lo dejó maltrecho y le imposibilitó para seguir ejerciendo el gobierno. Tuvo que aprender a leer, a firmar, a caminar. La enfermedad lo clavó a la cruz durante un largo calvario de diez años. A medida que la enfermedad lo invalidaba, iba añadiendo palmos a su estatura moral. A muchos se les cayeron las escamas de los ojos, y empezaron a descubrir la grandeza de este español universal.

El 5 de febrero de 1991, sus ojos se cerraron en la enfermería de los jesuitas en Roma. Al día siguiente, una multitud llenó la iglesia del Gesú y las calles adyacentes para dar el último adiós a este hombre de bien.

Solo mucho después se supo que Pedro Arrupe había hecho “voto de perfección”. ¿En qué consiste? Se trata de obligarse, mediante voto, a elegir la más perfecta entre dos opciones lícitas que se presentan en la vida. Solo así se pueden entender algunas de sus actitudes. Un ejemplo: su secretario personal y amigo, Cándido Gaviña, reveló decisiones secretas de la curia jesuítica a algunos monseñores del ala conservadora del Vaticano. Arrupe calló y jamás lo destituyó, aún a sabiendas de que le estaba acusando y denunciando ante la Santa Sede.

A medida que se fueron conociendo sus escritos, se fue también conociendo la grandeza de su alma: “No hay nada en el mundo que me atraiga sino Tú sólo, Jesús mío”. La vida es así, los hombres somos así, y las dificultades personales subjetivas son tales, que solamente se puede contar siempre y en todas circunstancias con Jesucristo. Jesús es mi verdadero, perfecto, perpetuo amigo. A él me debo entregar y de él debo recibir su amistad apoyo, su dirección. Pero también su intimidad, el descanso, la conversación, la consulta, el desahogo…; el lugar es ante el sagrario: Jesucristo nunca me puede dejar. Yo siempre con él. Señor, que yo no te deje et “numquam me a Te separare permittas. Y no permitas que me separe nunca  de ti”.









sábado, 3 de abril de 2021

Educar con el corazón

LA OPCIÓN GUANELIANA

4.- Educar con el corazón

 Por los caminos del corazón se llega al otro y se le hace parte de nuestra familia

 

“Os exhorto a ejercer una caridad de persona a persona: buenas palabras, consejos sabios, buenos modales, paciencia, sacrificio, dedicación y alegría… Solo entonces formaremos una única y verdadera familia” (L.G).

 


        Hay una página de Luis Guanella que refleja mejor que ninguna otra su añoranza por su familia y por su hogar, por la dulzura de su madre María, y por el estilo estricto pero justo de su padre Lorenzo. En sus memorias recuerda el primer día de internado cuando era apenas un niño: “Por la tarde se entra en la jaula del colegio. El pajarillo del bosque ha sido encerrado en la jaula. ¡Qué espanto el acostarse y el levantarse por vez primera en el colegio! ¡Qué pesada para un pequeño montañés la disciplina de la campana, los gritos, demasiadas veces amenazadores, de superiores y de educadores! Por cada pequeña transgresión, un castigo: en silencio en un rincón, sin vino en las comidas. Y  ese miedo constante a que un día el prefecto de disciplina o el educador comuniquen a los superiores una negligencia insignificante. Ya no sentía la dulce voz de la madre, ya no estaban ahí los hermanos con sus consuelos. En esa época, en los colegios, el sistema educativo era muy severo, y tendía a formar los corazones más en el temor que en el amor. Las mismas prácticas religiosas se llevaban con un rigor excesivo”

Cuando puso los cimientos de su primera fundación, quiso que allí se viviese como en familia. No quería una institución, quería un hogar. Y se resistió a dar a su comunidad constituciones y estatutos, porque él solo deseaba que todos estuviesen unidos por lo que él llamaba “un vínculo del amor” y un estilo de familia. La reproducción humilde pero amorosa del hogar de Fraciscio. ¿Cómo se puede vivir juntos, si no es viviendo en familia? No quería que nadie se sintiese como en una jaula, ni que nadie estuviera atenazado por el miedo y el castigo. En unas navidades escribe a la superiora de una casa: “No se olvide, hermana, de poner el árbol, de que haya regalos, de que no falte la diversión”. Y también: “En las casas de la Divina Providencia, los sacerdotes, las monjas, los asistidos… forman todos una familia que cree unida, ama unida y actúa unida”

En la familia, se puede vivir en libertad. No hay espacio para el castigo, y si  alguna vez fuese necesario, debe ser moral y no vengativo”. Solo en la familia se pueden dar la espontaneidad y la naturalidad, sin las cuales un ser humano se amustia y se agosta. Escribe también: “La benevolencia familiar es un sistema educativo. El corazón necesita de la benevolencia como el estómago del alimento. La benevolencia es un verdadero sistema de prevención”.

Educar desde el corazón significa educar con el cariño. Si nuestros padres son muy inteligentes o están cargados de prestigio, si tienen muchos medios económicos, si nos han proporcionado una educación cosmopolita, no es tan importante.

Creía firmemente que el amor previene todas las desdichas y cura todas las enfermedades. Prevenir antes que curar. El ‘método preventivo’ que puso en marcha en sus casas consistía en “Poned es práctica el método del amor que es el que conviene a todos, y gracias al cual los educadores tratan con afecto paterno a los que les han sido confiados y los hermanos envuelven con su cariño a sus propios hermanos, para que en los quehaceres de cada día el mal no atrape a nadie y en el camino de la vida todos alcancen la deseada meta. Esta es la forma de vida que más se aproxima a la vida ejemplar de la Sagrada Familia”.

No deja de ser significativo el auge que en el siglo XIX alcanza la devoción al Sagrado Corazón de Jesús. Fueron muchos los hombres y mujeres que experimentaron –y escribieron sobre ello- la cercanía y la dulzura de un encuentro con Jesús. Dejaron de poner el acento sobre la Omnipotencia de Dios y el Cristo Juez del Universo, para hablar de la misericordia y el amor entrañable de un Corazón que se mueve y conmueve ante el sufrimiento humano. Escribe don Guanella: El Señor te muestra los tesoros de misericordia. Te mostró Belén, el Getsemaní y el Calvario. Y al final, su mismo corazón. El corazón es la sede del amor. El corazón es el centro de la vida. Jesús te pone delante su propio corazón palpitante para que, al verlo, te sientas conmovido. Jesús te abre su costado, para que tú puedas entrar en él, vivas de su vida, y puedas salvarte tú y salvar a los demás. Es el amor el que salva vidas”.

Todos somos educables. La educación no se limita a la infancia y la juventud. Nos educan, a lo largo de toda nuestra existencia, la familia, los compañeros de trabajo, los amigos, la sociedad. Y también nos deseducan, claro. Y por supuesto, cada uno de nosotros educa o deseduca, con su actitud. El Proyecto Educativo Guaneliano resumió muy bien esta política del corazón. “Los caminos para entrar en contacto con los demás son incontables, pero el camino de corazón es el que más nos implica personalmente, el más respetuoso y el más eficaz, sobre todo cuando la educación parece una empresa imposible e inútil, y no se ven razones suficientes para esperar resultados. Creemos que, ante casos desesperados, el verdadero amor siempre encuentra el sendero para llegar a lo más profundo del otro, animarle y llevarle un mensaje de bondad. Precisamente por esto, apostamos, más que por la organización, la eficiencia técnica y la metodología, por una relación educativa que tiene  en el amor su raíz y su razón de ser. Amar debe preceder a curar”

La política del corazón tiene dos enemigos muy potentes en nuestro mundo de hoy: la indiferencia y el sentimentalismo.

La indiferencia. Un exceso de información sobre la pobreza en el mundo provoca el cansancio de la solidaridad. Las crisis económicas llevan a un repliegue y a un sálvese quien pueda. El fin de las utopías, especialmente la abrupta caída del comunismo, en el que tantos millones de personas habían creído como una oportunidad de crear un paraíso aquí. Una sociedad tecnificada, con poco espacio para el encuentro personal. El whatsapp sustituye al abrazo, el skype al beso, el chat en Facebook al café compartido en el bar de la plaza. En un mundo así, el afecto es más virtual que real. Nos jactamos de tener amigos virtuales en las antípodas del mundo, y, sin embargo, no tenemos un amigo con quien dar un paseo y tomar un café.  Pero la indiferencia procede, asimismo, de esa intuición que nos susurra al oído que, si nos interesamos por la existencia de los demás, especialmente por la de aquellos que lo están pasando mal, nos complicaremos la vida.

El sentimentalismo es esa implicación intensa, pero superficial y efímera, en los dramas aireados por la televisión y las redes sociales, y que los vivimos con lágrimas y desazón. Pensemos en el secuestro y asesinato de un niño o en un atentado terrorista. Una avalancha de solidaridad en redes sociales, unas conversaciones monotemáticas en cafés y tiendas. Lo vivimos como algo personal. Este sentimentalismo nos permite sentirnos mejores, sensibles al dolor ajeno. Pero es un engaño. No nos cuesta nada poner la foto de un niño en nuestro perfil, o la bandera de un país, o la viñeta que resume la tragedia, no nos cuesta nada mensajear nuestra rabia e indignación en Instagram o Facebook. La compasión a un golpe de clic. El sentimentalismo es efímero. Dura lo que dura una noticia. Al día siguiente, nuestra emoción es requerida para otro asunto urgente.

            La política del corazón es implicación, compromiso, empatía, tiempo y recursos de ‘persona a persona’, como acertadamente escribió don Guanella. Un corazón llameante es lo que encontramos en el escudo de la Congregación, justo donde se cruzan los maderos, el vertical que asciende al cielo y el horizontal que se abaja a la tierra. En este sentido escribía: “Es preciso que se animen unos a otros y también, si es necesario, que se amonesten mutuamente, y que con ternura y firmeza se empujen unos a otros para obrar el bien, a mejorarse  día a día  y a facilitar la vida a los otros

            


 

Próximo domingo: 5.- Sacos de padrenuestros


 


martes, 30 de marzo de 2021

La Cena de Juan Guraya

 



La carrera artística de Juan Guraya Urrutia dio un vuelco un día de 1942, cuando la cofradía vallisoletana de la Sagrada Cena, le encargó su paso titular. Juan Guraya (Bilbao 1899 - Las Arenas,1965) era hijo de un reconocido ebanista bilbaíno. Siendo un niño de apenas 11 años,  Juan tuvo que abandonar la escuela para ayudar a su padre en el taller. Ahí pasaría cuatro años hasta que la marquesa de Lezama-Leguizamón se dio cuenta de las habilidades artísticas del adolescente y se comprometió a pagar sus estudios. Entró en el colegio de los salesianos que pronto advirtieron la valía de Juan y le aconsejaron que ingresase en su prestigioso colegio catalán de Sarriá para formarse como escultor.

Barcelona, Bilbao, Madrid, París y La Habana fueron sucesivas etapas en su formación y en sus primeros encargos. Su carácter independiente, poco dado a admitir las rigidices de escuelas y grupos artísticos, hizo de él un artista ‘por libre’, de difícil clasificación. Lo cierto es que, aunque él se encontró en ciudades como París donde se cocían todos los 'ismos', las vanguardias artísticas que pugnaban por romper esquemas e invalidar la tradición, decidió mirar a otra parte, lo mismo que el humilde artesano que confía más en sus manos que en los libros leídos. Miquel Blay, Mateo Inurria, Juan de Ábalos,  Victorio Macho o el ruso-francés Droucker, con el que colaboró en el Capitolio de la Habana, fueron más amistades personales que maestros que le influyeron.

Y de repente, en 1942, Guraya es elegido para hacer la Cena para la procesión de Valladolid. La Semana Santa de la capital del Pisuerga atesoraba grandiosos pasos de Gregorio Fernández, obras que estaban en cualquier libro de arte y que directamente salían del Museo Nacional de Escultura para procesionar por las calles. El gran barroco español estaba ahí. Y la Semana Santa ahí estaba también, congelada en el siglo XVII. Juan Guraya decidió no ser un ‘copista’ de los grandes imagineros castellanos, aunque de ellos tomó ese espíritu que parece alentar la madera y dar vida a los ‘pasos’ destinados a conmover por calles, plazas e iglesias.

Dieciséis años tardó el escultor en realizar las trece monumentales figuras que componen la Sagrada Cena (realizó dos Cristos, porque el primero no le acababa de convencer). La mala salud del artista y la economía maltrecha de la cofradía comitente podrían explicar esta larguísima tardanza. La ciudad vivió expectante este largo proceso creativo. Cuando Juan Guraya concluía la figura de un apóstol, la obra era expuesta en Valladolid, ante el pasmo general. Y así año tras año. Hasta que, finalmente, en la Semana Santa de 1958, la Sagrada Cena recorrió las calles de Valladolid. Cofrades y penitentes quedaron impactados y boquiabiertos ante este paso ‘moderno pero a la altura’. Y así, Juan Guraya pudo medirse con las gubias de Gregorio Fernández, Juan de Juni, Pompeo Leoni, Francisco del Rincón, Pedro de Ávila, Andrés de Solanes…

En las últimas décadas han proliferado los encargos de obras para las Semanas Santas de España, con resultados bastante mediocres y, en algún caso, ínfimos, por lo que a calidad se refiere. Todo el mundo considera que esta Sagrada Cena de Juan Guraya es una de las buenas obras religiosas del siglo XX español.

De pie, la majestuosa figura de Jesús, sostiene en una mano la Sagrada Forma y en la otra un racimo de uvas. Juan Guraya solía servirse de modelos para dar rostro a las imágenes que le encargaban. En este caso fue su hijo el que posó para el rostro de Jesús.

Buscó modelos para los apóstoles, y viajó a Extremadura y a Tetuán para tomar apuntes al natural de rostros de fuerte expresividad. Árabes, judíos y bereberes posaron para el artista y sirvieron para caracterizar a los personajes de la Sagrada Cena. Solo para un apóstol no encontró modelo: Judas Iscariote. El hombre que había compartido las enseñanzas del Maestro, el que había recibido todo el cariño de Jesús, al final lo delató y lo vendió a las autoridades que querían eliminarle, como de hecho sucedió. ¿Qué facciones dar a quien ha sido amado y ha defraudado con la traición ese amor? Decidió no darle rostro. Colocó a Judas en el extremo del tablero, con la cabeza cubierta por el manto y pegada al suelo, pero sin rostro. Un vacío en lugar de cara: ¿quizás porque, en un momento dado, podemos ser todos y cada uno de los creyentes o de los espectadores?

 El gran acierto del gran imaginero vasco es que no dispuso a los apóstoles sentados alrededor de la mesa, sino en diferentes posturas, de rodillas, de bruces, en actitud de incorporarse, de pie, sentados en el suelo... De esta forma, alrededor de la mesa, se forman dos arcos de apóstoles, lo que permite al espectador ver los rostros y las manos, y no sólo las espaldas como en otras cenas procesionales.

En el momento de la institución de la Eucaristía, doce hombres se sienten arrebatados por un viento huracanado interior. El aire no mueve los ropajes sino las entrañas. Y cada uno de ellos reacciona de una forma: incredulidad, adoración, éxtasis, turbación, confusión, crispación, abandono, desesperación... Sus rostros y sus manos llevan la impronta de la tortura interior que late bajo su piel. Arrobamiento y dolor, lucidez e idiocia parecen esculpir los rostros de madera. Pero el espíritu hace latir el leño seco y lo anima con una fuerza que solo los grandes artistas consiguen. Hay vida, sufrimiento y gloria en los árboles talados que la “gubia religiosa” de Juan Guraya supo herir y sajar. Lo mismo que había experimentado Henri Matisse cuando pintó la capillita de Vence, lo experimentó Juan Guraya: ese `plus’ que es otorgado al artista cuando afronta el misterio de lo sagrado.

A la serenidad de Cristo –la majestuosidad de la eternidad- se contrapone, teatralmente, el torbellino que convulsiona los cuerpos de los Doce Apóstoles. La agitación y el pasmo que cada uno de ellos siente ante el hecho inefable e inhumano de un Dios que da a comer su carne y da a beber su sangre. La sobria policromía de la escultura (colores de las campos castellanos al final del otoño), en clara contraposición a los colores de los grandes artistas del barroco de la Semana Santa vallisoletana, no hace sino duplicar la tensión y obligarnos a fijarnos en lo esencial: la pura emoción de un momento único golpea a cada apóstol. Y esa emoción a flor de piel se contagia al visitante, al cofrade, al devoto y al incrédulo.














domingo, 28 de marzo de 2021

La ley del samaritano

 LA OPCIÓN GUANELIANA

3.- La ley del samaritano.

Con pan y Señor junto a los heridos del camino.

“Un corazón cristiano que cree y que siente no puede pasar de largo ante las necesidades del pobre sin socorrerlo. Al verdadero seguidor de Jesucristo se le conoce en esto: tiene caridad con los pobres y los que sufren, pues en ellos la imagen del Salvador es más viva y real” (L.G.)


 



Salvo breves periodos de iconoclastia, el cristianismo siempre ha aceptado las imágenes sagradas, como una mediación entre el Absoluto y ese poco barro enamorado que es el ser humano. Menos mal que esto fue así, porque, si no, las iglesias y los museos estarían prácticamente vacíos de belleza.

Grandes artistas se han atrevido con el `buen samaritano’, el episodio evangélico que nos narra el evangelista Lucas. Una vez me encontré con El Buen Samaritano de Vincent Van Gogh en una exposición temporal en Ansterdam. Cautivó mi atención por completo. Fue pintado en 1890 y se conserva en Otterlo-Holanda. Por aquellos años, el pintor holandés se sentía apagado y en dique seco. Acudió a la obra de grandes artistas, en un intento desesperado de sacar inspiración. Para esta pintura del Buen samaritano, el artista holandés se inspiró en un cuadro del pintor francés Eugène Delacroix. El samaritano, con un esfuerzo sobrehumano, intenta poner al hombre ultrajado encima de su cabalgadura. Por el suelo, vemos la maleta vacía, que hace alusión al robo sufrido. Alejándose del herido, distinguimos a dos hombres que tratan de escabullirse de la cuneta donde encontraron al hombre herido. No son los ladrones; son los que, al ver al hombre herido, han dado un rodeo y han proseguido su camino. Ambos eran hombres muy religiosos. El lienzo entero es una llamarada de colores, que expresa bien la hoguera de dolor y de pasión que se desarrolla ante nuestros ojos, en medio de un paisaje agreste y pintado como en torbellino.

El camino que Luis Guanella recorrió entre 1842 y 1915 estuvo inspirado en el episodio evangélico del Buen samaritano. En tiempos de Jesús, los samaritanos eran los idólatras, los impuros, los heterodoxos, los herejes, pues con mucha facilidad adoraban a dioses paganos. Los judíos, en cambio, era nación sancta, raza elegida, etc., etc. Es curioso que, cuando Jesús quiere explicar quién es nuestro prójimo, elige como protagonista a un samaritano, en lugar de a un sacerdote o un levita judíos, considerados los elegidos y los íntegros, los hombres doctos que sabían interpretar hasta la última coma de la ley y los profetas.

Lo que mide nuestro cristianismo no es nuestra pertenencia a un credo, ni nuestro rezo, ni el cumplir a rajatabla los mandamientos de Dios y de su Iglesia. Lo que determina nuestro seguimiento de Cristo es la capacidad de ‘hacernos samaritanos’ en los caminos de la vida.

Lo primero que se requiere para ser un buen samaritano es la virtud de la atención. Para Simone Weil esta era la virtud por excelencia. Solo quien presta atención a cuanto sucede por el camino, puede ‘ver’ al hombre herido y atenderlo. El sacerdote y el levita pensaban en llegar puntuales al templo, cumplir sus ritos y hacer sus oraciones. Al ver al herido, se hicieron a un lado, porque el pobre es siempre un estorbo, un obstáculo para nuestras metas, incluso para nuestras ‘metas religiosas’.

El programa de Luis Guanella para con los heridos del camino fue: “Pan y Señor”. Ofrecer el pan y, con él, todas las cosas materiales: un techo para cobijarse, una ropa para vestirse, un libro para aprender, un oficio para ganarse la vida. Y en ese ‘Señor’ están incluidas todas las cosas que nosotros asociamos al espíritu: la dignidad, el reconocimiento del otro, la belleza, la poesía, la alegría, la bondad, el sentido de la trascendencia, la oración, la contemplación, la libertad de espíritu.

Es un programa que hoy nos parece sumamente equilibrado, porque tiende a satisfacer las necesidades espirituales y las materiales. Dar solo pan a un hombre es insuficiente, porque eso es lo que se da también al ganado. Darle solo espíritu puede ser una  hipocresía y un cinismo. Somos alma y cuerpo. Somos carne y somos espíritu. Tenemos sed de agua, pero también de cariño.

En el escudo de los guanelianos aparece el mote “In ómnibus charitas”, sacado de un pensamiento de San Agustín. La frase completa es “In necessariis unitas, in dubiis libertas, in omnibus caritas” (unidad en las cosas necesarias, libertad en las dudosas, y caridad en todo). Parece apropiada para alguien que bautizó a sus seguidores como Siervos de la Caridad y a sus seguidoras como Hijas de la Providencia. Caridad en su más genuino significado de amor; Providencia en su más auténtico sentido de cuidado integral.

            La caridad no es la limosna al indigente de tiempos pretéritos ni la solidaridad bobalicona a la que estamos hoy en día acostumbrados, por los eslóganes y lo políticamente correcto. Existe una solidaridad de Facebook, de Instagram o de Twitter, una solidaridad que no cuesta nada. Una solidaridad a un clic de ‘me gusta’. Nos mostramos solidarios con los indios apalaches, o con la causa de las mujeres birmanas, o con los monos de la selva o con los que tienen el síndrome de Asperger.

Cuando yo era un estudiante en el internado de los padres guanelianos de Aguilar de Campoo, nuestro educador, Leo Bigelli, nos tradujo la rimbombante frase latina ‘In ómnibus caritas”  de la siguiente manera: “en todo pon amor”. Y esto significaba, por ejemplo, ayudar al compañero al que se le daban mal las matemáticas, cuidar los libros y cuadernos, jugar sin trampas en el fútbol, respetar el silencio, aceptar lo que te encontrabas cada mediodía en el plato, no tirar nunca una sola miga de pan. Poner un poco de amor en todo es aliñar cada uno de nuestros actos y de nuestras palabras e incluso de nuestros pensamientos con un poco de educción, simpatía y ternura. También con un poco de afabilidad y de alegría. Para poder hacer todo esto hay que seguir un método práctico y sencillo: ponerse en lugar del otro, tener empatía y no juzgar nunca antes de caminar un trecho con los zapatos que al otro le han tocado en suerte o en desgracia.

            Todo herido del camino espera que ‘alguien’ pase y se apiade. Conviene recordar el drama del paralítico del evangelio que, inútilmente, esperaba a sumergirse en la piscina para alcanzar la curación. Él no tenía a nadie que lo cuidase. Cuidar es redimir. Cuidar es salvar. Jesús se apiadó de ese enfermo, no por su enfermedad, sino porque no tenía a nadie. Tener a alguien es tenerlo todo. No tener a nadie es la mayor desgracia que puede ocurrirte. Recordaba Luis Guanella: “Solo quien ama puede mirar al porvenir con mente serena y corazón tranquilo”.

Pon amor en todo” nos remite a la cotidianidad, a la “santidad de la puerta de al lado”, a la bondad doméstica. Nos podemos quejar todo lo que queramos del mundo, de la sociedad, del trabajo y de la familia… Pero si todo este tinglado no se desmorona es porque la mayoría de la gente hace las cosas con honradez y con amor. Veinte jóvenes voluntarios en una residencia de ancianos no hacen ningún ruido, pero su tarea callada hace la vida más vivible a un grupo de mayores. Un joven que rompe farolas o quema un contenedor hace mucho ruido, y sin embargo su acción a nadie beneficia.

El cristianismo, en el fondo, es una fe con pocas normas: Trata a tu semejante como te gustaría ser tratado en una situación similar. Estamos hechos de una piel que precisa la caricia tanto como la garganta necesita el agua.

Salvo que podamos hacer algo por ellos, los lejanos no constituyen nuestro prójimo. Por los lejanos podemos sentir pena, pero no auténtica compasión, porque la compasión, si no va seguida de la acción y de la cáritas, es pura sensiblería. Y las sensiblerías están bien para películas de lágrima fácil. Sentir compasión por los niños del orfanato de Kinshasa y no sentir compasión por los niños del emigrante pobre que vive en nuestro bloque, es cinismo. Sentir pena por los ancianos de un asilo de Afganistán y no visitar a nuestros padres en la residencia, es un sarcasmo. Y así sucesivamente. Solo si a alguien lejano, lo hacemos próximo, se convierte en nuestro prójimo.

Ante los pobres, desviar la mirada y dar un rodeo es lo más natural del mundo. Pero es que lo natural del mundo choca de frente con lo antinatural del mensaje de Jesús: tener compasión y acercarse. Si fuésemos honrados, deberíamos mostrar gratitud hacia todos los samaritanos que se han detenido y nos han atendido en un momento en que estábamos con heridas en las cunetas de los caminos.

El creyente puede, por los caminos, ser providencia para los demás. O dicho de otra manera, la Providencia de Dios la escriben las manos de los hombres justos. Escribía Luis Guanella: “El mayor consuelo que podemos tener en esta tierra es el de hacer un poco de bien”.

Etty Hillesum comprendió lo que muy pocos comprendieron en los campos de concentración alemanes: que Dios era impotente ante tanto sufrimiento y que, por lo tanto, necesitaba ayuda. Etty Hillesum, una mujer no especialmente religiosa, fue sonrisa, cuidado, aliento para hombres y mujeres que ya habían dejado de serlo a los ojos de sus guardianes. Escribió lo siguiente: “Voy a ayudarte, Dios mío, a no apagarte en mí, pero no puedo garantizarte nada por adelantado. Sin embargo, hay una cosa que se me presenta cada vez con mayor claridad: no eres tú quien puede ayudarnos, sino nosotros quienes podemos ayudarte a ti, y, al hacerlo, ayudarnos a nosotros mismos”.

 

 


 

Próximo domingo: 4.- Educar con el corazón.

miércoles, 24 de marzo de 2021

El veneno de la rabia

 



El pasado verano, en una cena en la que estaba presente, dos comensales con lazos de parentesco y amigos, para más señas, se enzarzaron acaloradamente defendiendo y atacando la gestión pública de la pandemia. Del aplauso y del ataque a la gestión del coronavirus, pasaron a la defensa a ultranza y sin peros de los líderes de dos partidos, los dos extremistas, uno por la izquierda y otro por la derecha. Los dos comensales ni vivían de la política, ni siquiera militaban en esos partidos. Eran simples ciudadanos. Y sus apasionadas defensas y alabanzas de los líderes políticos procedían de lo visto en la televisión y de lo leído en redes sociales.

Me quedé atónito, un poco sin saber qué decir y dónde mirar, ni qué baza meter, asombrado por este rifirrafe entre, hasta ese momento, dos avenidos comensales que rompían las meras formas de la cortesía y de la civilidad, por defender a unos señores de los que no dependía su corto salario.

Y me hice algunas reflexiones: ¿Qué veneno de ira y de rabia nos están inoculando para estar dispuestos a romper la amistad, la buena convivencia con un amigo o un familiar, por cuestiones políticas? ¿Se nos ha borrado de la cabeza que las ideas, las opiniones pueden no ser respetables (es más, algunas no lo son en absoluto), pero los seres humanos sí lo son? ¿Sabemos conversar sobre ideas sin faltar el respeto al adversario? ¿Defenderíamos con la misma pasión a nuestro hermano, a nuestro amigo, a nuestro compañero de trabajo? Es más, ¿Daríamos la cara por un amigo -e incluso por nuestra pareja-, si continuamente nos mintiese, nos hiciese promesas que no cumple, nos pidiese hacer una cosa, pero él hiciera justo lo contrario? ¿Seguiríamos defendiendo a un compañero al que hemos sorprendido en mil trampas y engaños?

¿Somos conscientes de que los políticos y también los periodistas nos están llenando la cabeza de rabia y de veneno? ¿No nos damos cuenta de que políticos y medios de comunicación están subrayando y magnificando las diferencias, los escándalos, los agravios, los insultos? ¿No percibimos, acaso, que se está produciendo una adhesión peligrosa a las ideas políticas?

Una persona vale más que todas sus ideas. Porque lo que configura a un ser humano son sus acciones, su rostro y su historia. Las ideas van y vienen. Se llevan y se traen. Se ponen de moda y desaparecen. El ser humano permanece. El rostro y la voz de quien nos cae bien no pueden, de repente, convertirse en el rostro y la voz de quien nos cae mal, por el hecho de opinar de forma distinta en política, religión, cuestiones de trabajo, medioambiente o cultura.

La adhesión inquebrantable a una ideología nos convierte en esclavos, tal vez en seres patéticos que defienden a machamartillo, sin matices, su opción política. Creer que uno está en el lado correcto y que el otro, por votar a determinado partido, es un descerebrado, no deja de ser un poco peligroso, pues nos lleva a pensar que somos superiores e incapaces de admitir algo de verdad o de bondad en el contrario, y algo de mentira en mis postulados. Admitir que caben muchos matices en mi posicionamiento y en el de mi adversario, es el primer paso para no caer en el fanatismo.

¿Hasta qué punto nos están haciendo dóciles y acríticos? El poder siempre busca nuestro amén y, encima, nuestro gracias. La pandemia no ha hecho más que reforzar la mentira y el adoctrinamiento cotidianos. Así que dentro de muy poco creeremos que, si nuestros políticos lo dicen o nuestros medios de referencia lo proclaman, la verdad incuestionada está de nuestra parte. Podemos llegar a creer que el sol enfría y la lluvia seca, y quedarnos tan campantes. En este momento el razonamiento y la autocrítica son antiguallas. Raramente, creemos la verdad. En cambio, la mentira es sumamente creíble.

domingo, 21 de marzo de 2021

El pobre, ese otro Cristo

 

LA OPCIÓN GUANELIANA

2.- El pobre, ese otro Cristo.

Cada vida humana es sagrada por su dignidad, su historia y su rostro.

 

“Al más abandonado de todos, acogedlo y sentadlo a vuestra mesa; que sea uno más entre vosotros, porque es Jesucristo” (L.G.) 

 


En 2017, la palabra aporofobia fue elegida como neologismo del año en España (aporós, pobre; fobia, miedo). La palabra fue un hallazgo de la profesora de ética, Adela Cortina, para hablar de nuestro miedo o de nuestro desprecio por los pobres. Puede que no seamos xenófobos, homófobos y otras fobias, pero todos somos aporófobos. Nada tenemos en contra de un gran futbolista negro, o en contra de un jeque árabe musulmán. Los que nos molestan son los negros pobres, los musulmanes pobres que deambulan por nuestras calles o plazas.

La aporofobia parece que está inscrita en nuestro ADN, como una forma de autodefensa. Si me junto a un pobre, mi riqueza disminuye. Si mi alío a un rico, probablemente aumente. Sentir simpatía y empatía por los pobres es un don. Un don que sólo puede otorgarnos la gracia. Por naturaleza estamos inclinados a identificarnos y a acercarnos al rico. Y cuando digo rico, digo fuerte, sano, influyente, inteligente, y otro sinfín de cualidades. ¿Qué puede aportarnos un enfermo, un donnadie, un viejo, un discapacitado?

Nadie lo ha dicho mejor que Simone Weil: “La simpatía del débil por el fuerte es natural, pues el débil, proyectándose en el fuerte, adquiere una fuerza imaginaria. La simpatía del fuerte hacia el débil es contraria a la naturaleza”. Y también: “Aquel que trata como iguales  a quienes la relación de fuerzas coloca por debajo de él, les hacer realmente el don de la condición de seres humanos”.

Hay una frase enigmática en el Evangelio. “Siempre habrá pobres entre vosotros”. La pronunció Jesús de Nazaret, sin duda el mejor lector del corazón humano. En este sentido, Jesús aceptaba, de antemano, el fracaso del cristianismo como solución a los problemas terrenales. Mientras haya hombres sobre la faz de la tierra, habrá pobrezas. Ahora sabemos bien a qué nos han llevado las utopías nazista y comunista en el siglo XX que prometían la plenitud de la Historia y el advenimiento de un paraíso de mil años. Todos los recelos son pocos ante quien nos promete paraísos.

La pobreza es una desgracia y es un sufrimiento. Pero es una revelación. El corazón humano se revela en la pobreza. El pobre refleja nuestra esencia de hombre. El pobre es el hombre sin aditamentos o añadidos que el poder, el dinero, los cuidados externos, las influencias o el prestigio pueden darle, y de hecho le dan. El pobre (material, física, espiritual, mental, afectivamente) está desnudo y está a la intemperie. Los pobres, en sí, no son “amables’. Solo la gracia puede obrar el milagro de amar a los pobres.

El libro de Job es la más hermosa escritura sobre la revelación que la pobreza causa en un hombre. Job maldice el día que nació y el día que fue engendrado. Pero al final reconoce que la pobreza le ha permitido ver a Dios cara a cara y no sólo de oídas.

Los pobres no pueden ser solo objeto de beneficencia. El pobre necesita nuestro reconocimiento como persona con toda su dignidad. “Los pobres nos evangelizan y nos educan; su presencia desencadena amor y es determinante para transformar nuestra realidad humana en la civilización del amor” (Proyecto Educativo Guaneliano).

La palabra justicia estuvo bastante apartada del lenguaje de la Iglesia, tal vez por miedo a ser tachada de marxista. Y sin embargo la lucha por la justicia ha sido una continua tarea en el mundo de los cristianos.

Se ha hablado mucho de la caridad de Don Guanella. Y bastante menos de su sentido de la justicia. Pero si uno hace menos caso a sus palabras y lee correctamente sus obras, descubrirá que el anhelo de justicia estaba en lo más profundo de su corazón.

Hambre y sed de justicia sintió don Guanella desde pequeño. No había justicia en su valle, donde algunas familias tenían que emigrar a Suiza o a América, a comer el amargo pan del exiliado. No había justicia en quien enfermaba y no podía costearse medicinas caras y alimentos nutritivos y, por ello, era destinado a la muerte, como le ocurrió a su compañero de seminario, atacado por una enfermedad contagiosa y al que él mismo, en contra de opiniones prudentes, cuidó hasta el final. No había justicia en Traona donde muchos adultos aún eran analfabetos y, por esa razón, en un viejo convento abandonado, improvisó una escuela nocturna y dominical, para que estos campesinos, uncidos como animales de carga a la ignorancia secular, pudieran aprender a leer y a escribir. No había justicia en la semiesclavitud a la que eran sometidas las hilanderas de la seda que trabajaban jornadas maratonianas y que perdían la vista en talleres oscuros de la ciudad de Como. No había justicia en el atraso secular en que vivían los hombres del campo que cultivaban un escaso huerto de supervivencia y que, en los años de sequía, se quedaban sin su maíz, el ingrediente de su polenta diaria, y, por ello, ideó y realizó una canalización de agua para asegurar el riego de esos campos. No había justicia en la forma en que eran abandonados tantos chicos y chicas con discapacidad, y eso le llevó a construir aquí y allá casas que los atendiesen y los cuidasen como los ‘buenos hijos’ que eran. No había justicia cuando las ayudas estatales no llegaban a los damnificados por el terrible terremoto de Avezzano, ese sur irredento dejado de la mano de Dios y de la mano de Roma. Y por ello, él y sus religiosos se presentaron en la ciudad destruida para socorrer y consolar, al mismo tiempo que ordenaba que se abriesen sus casas para acoger heridos, huérfanos y viudas.

La opción por la justicia no son sólo bellos discursos, brillante oratoria que invita a la lucha, especialmente si hay micrófonos y cámaras. La justicia se defiende, con pies y manos, con corazón y con entrañas, allí donde la injusticia crece, desde siempre, como las malas hierbas. Ocurre con demasiada frecuencia que los que sostienen las pancartas de las manifestaciones no sostienen los pucheros en las chabolas.

El sentido de justicia estuvo siempre en la actitud y en el hacer de don Guanella. Nunca quiso que a los chicos con discapacidad se les diese solo de comer y se les mantuviese aparcados como muebles en un pabellón. Quería que trabajasen, que viesen los frutos de su trabajo. Les enseñó a cultivar los campos, a cuidar el ganado, cada uno según sus posibilidades. Levantó talleres de carpintería o imprenta para aquellos muchachos que ya sobraban en el campo pero a los que la ciudad industrial tampoco acogía. Quiso que las mujeres empleadas en las hilanderías aprendiesen a leer y a escribir. No había justicia en esa ignorancia católica en la que se mantenía al pueblo fiel. Y por ello don Guanella escribió pequeños libros que ofrecían instrucción religiosa a los feligreses y parroquianos. Caridad y justicia, compañeras inseparables.

Hace unos años con motivo de la fiesta del Corpus Christi, se divulgó una viñeta en la que aparecía una custodia procesional. Si uno ampliaba la foto, se daba cuenta de que esa pieza de orfebrería no estaba hecha con oro, plata y piedras preciosas, sino con los cuerpos y las manos mendicantes de los pobres, componiendo una escena abigarrada y suplicante. Existe una transubstanciación en la eucaristía. Y existe una transubstanciación en los pobres. Y es esta transubstanciación la que torna sagrada cada vida humana, especialmente las descartadas o destinadas, según la mentalidad de cada época, a la marginación. Se puede comulgar en misa y se puede comulgar en las casas y en las calles de nuestras ciudades. Comulgar en la atención al enfermo en la Uci, en el lavado de un niño con lepra, en la lucha por la dignidad de una mujer objeto de trata. Como bien ensañaba Luis Guanella: “Es preciso educar a todos en un verdadero sentimiento de compasión hacia los que sufren, porque un corazón compasivo es un corazón bueno que Dios bendice”.

 

 


 

Próximo domingo: Cap. 2.- La ley del samaritano.

miércoles, 17 de marzo de 2021

La carta que hace temblar las manos

 


En la vida una cosa evoca otra. Y un recuerdo nos lleva a otro. Veo la película finlandesa Un momento entre nosotros. El protagonista dice que está haciendo una tesis sobre el poeta francés Arthur Rimbaud y habla del poema Bateau ivre. Al día siguiente busco la antología de poesía francesa para leer este poema. Y en medio del libro aparece una postal olvidada con una anotación en lapicero del año 1989: “La lettre dont Mme Yvette m’a parlé”. (La carta de la que la Sra Yvette me habló).

La postal es una obra de Rembrandt, Betsabé con la carta del rey David. La historia se nos cuenta en la Biblia, concretamente en Segundo Libro de Samuel, 11,  y la resumo en dos líneas: Desde la terraza de su palacio el rey David descubrió a la bella Betsabé dándose un baño desnuda en su jardín. El rey se encaprichó de ella o, tal vez, se enamoró. Lo cierto es que le escribió para que fuera a su palacio. Y ella acudió. Pero el rey no podía casarse con ella porque Betsabé estaba casada con Urías, un general del ejército real. Entonces, el rey ordenó que en la batalla pusieran a Urías en primera fila. No salió vivo.

Miro este cuadro de Rembrandt con detenimiento. Está en el Louvre. Muchos pintores representaron otro punto de vista: el rey David espiando desde su terraza a la bella Betsabé en el momento de darse un baño. En cambio, el pintor holandés representa el momento en que una vieja criada acicala a la hermosa Betsabé antes de presentarse delante del carismático rey David. Pensativa y triste, Betsabé tiene en sus manos la carta del Rey. ¿Es una protocolaria invitación para acudir a Palacio? ¿Es una declaración de amor, llena de versos lánguidos y metáforas de enamorado? ¿Es una sutil invitación a yacer con el monarca, a apagar su concupiscencia y saciar su lujuria? Lo que es cierto es que la carta llena de preocupación el rostro de Betsabé. ¿Y qué puede hacer ella ante el todopoderoso rey de David, elegido por Dios e idolatrado por el pueblo? ¿Debe rechazar la invitación y permanecer fiel a su esposo o debe acudir a la convocatoria real?

Betsabé vacila angustiada ante esta disyuntiva. Ella es la mujer de Urías. ¿Tiene Betsabé, acaso, el presentimiento de que su entrada en palacio significará la salida de este mundo de su esposo, que es lo que al final ocurrió? Melancólica y con la cabeza inclinada, Betsabé se imagina lo que pasará un poco después en palacio. ¿Es un honor o un horror ser elegida por el Rey como compañía de vida o de cama? No sabemos si Betsabé fue feliz al lado del joven y apuesto Rey. Pero probablemente, vestida como una reina y envidiada por ser la elegida del soberano, Betsabé pensaría, muchos años después, en esa primera vez, en esa carta, en ese aseo, y en el destino trágico de su primer marido, al que el rey David puso en primera fila en la batalla y de la que no salió con vida. El sufrimiento propio o ajeno parece ser el compañero inseparable del placer y de la dicha. El placer y el pesar suelen ir, desgraciadamente, juntos. Veo esta preciosa escena de Rembrandt y pienso en lo que escribió hace algún tiempo Goethe: “Los acontecimientos por venir proyectan con antelación sus sombras”.

Una mañana primaveral de 1989, acudo al Louvre. Me detengo ante esta obra. Me siento en un banco frente a este lienzo de Rembrandt que pintó en 1654. Lo miro con detenimiento. Me acerco una y otra vez. Qué tristeza hay en ese rostro. No es una mujer que acude a una cita de amor, sino una mujer camino del patíbulo. Poco después una mujer, rebasados los cincuenta años, se sienta a mi lado. Observa atenta y triste el cuadro de Rembrandt. Se dirige a mí y me pregunta qué es lo que me gusta del cuadro. Le digo que el rostro entristecido de Betsabé. A continuación le pregunto qué es lo que le gusta a ella y ella me dice que la carta. Ella también tuvo, una noche de 10 años antes, una carta en sus manos. Una carta que la quemó por dentro. Una carta que hubiera preferido no leer nunca jamás. Se le cayó a su marido en el pasillo de casa. Ella pasó poco después y la leyó. Una carta que hablaba de la venta de armas a países totalitarios inmersos en matanzas indiscriminadas de los que los tiranos suponían ‘enemigos de sus pueblos’. Bajo la fachada de una empresa honorable, el marido de Yvette, se dedicaba, con la complacencia de las autoridades, a la venta de armas. Mientras Yvette,  profesora, impartía conferencias y participaba en diversos foros para que los países democráticos no vendiesen armas a países donde no se respetasen los derechos humanos o que sirvieran para exterminar a sus propios ciudadanos. Nada nuevo en el mundo, evidentemente. La más pequeña de las monedas pesa más que el más grande de los principios. Aquel día, por primera vez, alguien me habló, entre otras cosas, del régimen de terror de Pol Pot. Los jemeres rojos camboyanos entraron así en mi cabeza.

Para el personaje de Betsabé posó la criada Hendrickje Stoffels que Rembrantd había contratado tras la muerte de su mujer Saskia, y a la que pronto convirtió en su amante. El maestro holandés que dominaba el claroscuro convirtió este asunto bíblico en una obra maestra. Iluminación contrastada, juegos de luces de gran efecto, acentuado naturalismo y una nota de misterio en un cuadro en el que Rembrandt supo retratar maravillosamente a Hendrickje y la expresión de dramatismo que requería la escena: un alma dividida entre la fidelidad al marido y la obediencia al rey. Hay momentos en que la toma de una decisión es tan importante y trágica que sabemos que de ello depende nuestra ruina o la ruina de otro ser humano.

Ese drama interior lo vivió la mujer que una tarde de 1989 encontré en el Louvre delante de este cuadro de Rembrandt. Yo solo miraba el rostro acongojado de Betsabé. Ella solo miraba la carta trágica y, en cierta forma, similar a la carta que un día había caído en sus manos.

Muchos años después, por esa maravillosa capacidad de evocación de la mente humana, he vuelto a un libro, a una carta, y al recuerdo de una mujer. Yvette, al día siguiente de leer esa carta, abandonó el domicilio conyugal y regresó al hogar de sus padres en Neuilly-sur-Seine.









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            En una estación de París, desciende un joven de 16 años, cuerpo atlético, pelo alborotado y ojos azules. Se llama Arthur Rimbaud...

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