martes, 23 de noviembre de 2021

Los pescadores, de Hans Kirk

 


En 1928, en las librerías de Copenhague, se puso a la venta un libro: Los pescadores, de Hans Kirk. Era la primera novela de un abogado y periodista. En ese momento, nadie podía imaginar que la novela estaba destinada a ser el libro danés más leído y vendido en Dinamarca. De lectura obligatoria para todos los bachilleres del país, “Los pescadores” sigue siendo un libro de referencia para los daneses.  

Al devolver el libro a la biblioteca, el encargado, como hace siempre, me pregunta mi opinión. Le digo que es una estupenda novela. Entonces, él me responde, moviendo la cabeza: “Pero va de problemas religiosos, ¿no? Me temo que no le va a interesar al público”. Y, claro está, tengo que darle la razón.

En los primeros años del siglo XX, un grupo de pescadores abandonan la costa y se adentran en un fiordo, estableciéndose junto a unos granjeros, donde emprenden una nueva vida, peleando duramente para pescar arenques y anguilas.

Unos austeros y recios creyentes pescadores, con plena conciencia de pertenecer al grupo de los “salvados”, tienen que convivir con un grupo de granjeros que vive la religión de forma menos dramática. En el pueblo donde empiezan una nueva vida, se puede bailar, cantar, jugar a las cartas y discutir sobre cualquier tema con el pastor Brink, incluidas las teorías de Darwin.

Los pescadores, sin embargo, viven en la tensión del pecado y de la culpa, y por ello su rígida observancia no puede permitir la más mínima tentación. Dios es el único horizonte de sus vidas. Tienen que luchar constantemente para mantenerse fieles a su fe, lo mismo que tienen que luchar contra una naturaleza dura y  un invierno desolador y largo.

Gente recia, acostumbrada a la pobreza y al duro trabajo, pero con una fe inquebrantable. Povl Vrist, Malena, Tea, Alma, Anton Knopper, Tabita, Martin, Lars Bundgaard, Jens Ron, Mariane, Laust Sand, Thomas Jensen. Todos ellos pertenecen a un grupo religioso luterano “niños de Dios”, que intenta vivir una vida centrada en Dios, el canto de los salmos, la lectura de la Biblia, la bendición de la mesa. Se sienten y se saben ‘salvados’, frente a otros cristianos que viven su fe, de forma más relajada y menos estricta y a los que ellos denominan “los no salvados”. Inflexibles con ellos y con los demás, hasta el mismo pastor les parece sospechoso, poco estricto, simplemente porque predica  misericordia.

De todo esto nos habla este libro. Dios, los creyentes, el pecado, la culpa, la intolerancia, la falta de piedad, la religión convertida en absoluto, una idea de Dios alejada de la misericordia y enraizada en el temor. La novela adquiere su punto álgido cuando Tea, una mujer especialmente estricta, tiene que enfrentarse  al ‘pecado’ dentro de su propio hogar. De sus labios procede una frase aterradora: “Ojalá que estuviera muerta y enterrada”. Y sin embargo, en un giro de humanidad, es capaz de hacer frente a la inflexibilidad del nuevo pastor, y hablarle de la misericordia de Cristo y de que ninguna alma, por muy pecadora que sea, está perdida del todo. El cristianismo sin piedad nos vuelve ‘impíos’, es decir, personas no religiosas.

Bellísimo libro. No es solo el choque entre dos formas de vivir la religión, sino un adentrarse en los recovecos del alma humana que oscila, como las aguas del fiordo danés, entre el rigor y la clemencia, entre la intransigencia y la misericordia, entre la severidad y la dulzura.

Todas las pasiones del alma, incluida la lujuria, están ahí, aunque aprisionadas. Pero también está la religión sincera que acepta la vida con sus luces y sus sombras, la escasa cosecha, la muerte de un hijo. Almas que laten, corazones que sienten, cuerpos aplastados por la fatiga de la pesca, hijos que llegan al mundo, la pobreza en los tiempos de escasez, pero también esas pequeñas alegrías como las redes llenas, la acogida a cualquier visitante, el canto de los salmos, la última luz de la tarde.

Lo fácil sería pensar que el libro es un alegato contra el fanatismo religioso. Pero Hans Kirk huye de las caricaturas fáciles. Los protagonistas nos muestran sus heridas, sus debates internos, sus luchas, sus razones para seguir estrictamente a Cristo, su confianza ilimitada en Dios, su resignación heroica  a una vida de trabajo y de desgracias, pero también su atento ofrecimiento de café a cualquiera que llama a la puerta, su acogida al borrachillo Peder o a la ‘descarriada’ Tabita. Tiene razón Tea cuando intenta abrirle los ojos a su hija sobre el mal que acecha en cada esquina, y tiene razón Tabita cuando se entrega al hombre que ama, aunque sea un pobre hombre, y tenga que arrostrar la vergüenza de su ‘pecado’.

Mariane, la esposa de un pescador, enérgica e inteligente, parece ser el punto de encuentro entre las dos formas de entender la religión. Una mujer puente, una mujer medicina. Lejos del rigorismo religioso, pero también lejos de juzgar a sus vecinos, en ella encontramos un poco de dulzura y de humanidad. Es una mujer dispuesta a echar una mano a cualquiera. Vive la religión a su manera, sin dramas y sin tensiones, pero tampoco se cree superior, ni mejor que sus vecinos. Es una mujer que invita a no juzgar, ni siquiera a quien vive la religión de forma más severa o estricta. Mariane solamente intenta poner un poco de humor y de alegría en el paisaje desolador del fiordo y en el paisaje desolador de tantos corazones.




miércoles, 17 de noviembre de 2021

El mal invisible


El escritor italiano Cesare Pavese anota en una de las entradas de su diario: “Hoy tampoco nada”. Y en estas tres palabras está el vacío de una existencia que, aparentemente, era exitosa como escritor. Diez días antes de quitarse la vida en una pensión de Turín anota: “No deseo nada más en esta tierra. Este es el balance del año no acabado, que no acabaré. No escribiré más”. En la habitación encuentran un poema: “Vendrá la muerte y tendrá tus ojos”. ¿Eran los ojos de la mujer amada y nunca conseguida o eran los ojos de esa ‘nada’ que era el paisaje de su alma? Nunca lo sabremos.

Una tarde de la primavera de 1988, al acabar las clases de lengua que por entonces daba en el colegio de los italianos de Aguilar de Campoo, bajé a la cocina a prepararme un café. Era ya una costumbre. Un par de minutos más tarde, aparecieron por allí el director del Colegio y un antiguo alumno de ese internado, al que yo también conocía, aunque no era de mi curso. Compartimos un café. El ex alumno traía unas bolsas de patatas fritas para compartir. El tono de la conversación era ligero y alegre, tal vez algo melancólico. Se traían a la memoria travesuras de infancia, partidos de fútbol, excursiones. Este joven compañero de colegio tenía esa tarde 25 años y recuerdo aún perfectamente los hoyuelos de su cara cuando se reía, y su pelo rizado. A la mañana siguiente, supimos que, dos horas después de haber compartido un café en su antiguo colegio, se había arrojado a las vías del tren. Creo que la suya fue una despedida en el lugar de su infancia donde él había sido feliz, según nos había confesado durante el café.

Y si ahora recuerdo estos dos suicidios, el de un escritor famoso y el de un compañero de colegio, es porque en los últimos días la noticia del aumento de suicidios en España ha ocupado las páginas de muchos diarios. Cada día se suicidan diez personas en España. Cada dos horas una persona se quita la vida en este país. Unos datos preocupantes, porque las muertes por suicidio superan desde 2008 las ocasionadas por accidentes de tráfico, siendo ya la primera causa de muerte no natural.

Hay que señalar que, más allá de las frías estadísticas y de los datos asépticos, se esconde un drama: la incapacidad para encontrar un sentido a la vida, la angustia insuperable, el callejón sin salida en el que muchos seres humanos, tal vez cercanos a nosotros, se sienten. Además, y al contrario que otras muertes, el suicidio de un familiar, de un amigo, de un compañero de trabajo deja en los que le conocían una sensación de culpa, de impotencia, de preguntas y de fracaso muy dolorosos. Todos coinciden: el duelo por un suicida se prolonga eternamente.

El suicidio sigue siendo un tema tabú. Un mal invisible del que apenas los medios de comunicación hablan. Los hay que afirman que hablar del asunto puede llevar a la imitación; los hay que piensan que sólo si se pone encima de la mesa el problema, sería posible, en parte, atajarlo.

Las estadísticas aparecidas en los periódicos han ido acompañadas de análisis. En algunos puntos coinciden los expertos.

Uno. Los suicidios se producen en mucha menor medida en los países pobres. Todo parece indicar que el suicidio podría ser uno de los ‘daños colaterales” del bienestar. La lucha por la supervivencia, por ganarse el sustento cada día, el cobijo para el invierno, la escuela para los hijos funciona como un ‘plus’ que potencia el sentido a la vida. No se puede renunciar a ella porque causaría un grave quebranto a los seres queridos. En cambio, en los países del bienestar, los ciudadanos son educados desde pequeños en esa idea de que tienen que alcanzar continuamente y como sea la felicidad, y por lo tanto se asume mal el fracaso, la pérdida de bienestar. El sentido de la vida parece estar más en el tener que en el ser. Y esto genera presión y angustia. Las nuevas generaciones que han crecido sin frustraciones, sin sacrificios, sin trabajo duro, se encuentra muchas veces desprovistos de una piel dura que les haga más soportable el helador vaivén de la existencia y la insoportable rueda de la fortuna que un día nos sonríe y al otro nos hiere.

Dos. La falta de un sentido trascendente de la vida va unido, cuando los vientos soplan desfavorables, a la falta de un sentido del mañana. Quien no tiene fe o quien no está asentado en unas fuertes creencias puede carecer –no digo que siempre- de una falta de esperanza en el mañana. Cuando uno está en un túnel puede pensar que esa oscuridad será definitiva y que la luz no aparecerá ya en ningún momento. Para la religión, el suicidio supone una grave falta que atenta contra los designios de Dios, Señor de la vida y de la muerte, y por lo tanto, considera que quitarse la vida es una falta de fe y de esperanza en Dios. Y lo cierto es que si no queda ninguna esperanza, ¿qué otra alternativa hay, cuando uno está en el túnel, sino la de quitarse de en medio? En momentos de total desamparo, de desgarradora soledad, de sufrimiento atroz, muchos creyentes se aferran a esa fe que les dice que Alguien, de forma misteriosa, cuida de ellas y que no les abandonará.

Tres. La salud mental es la pata coja de la sanidad. Por un lado, aún no nos creemos del todo que los problemas mentales son problemas reales de salud. Cuando oímos que alguien tiene depresión, trastorno bipolar, o cualquier otro problema mental, tendemos a rebajar la gravedad o a ponerlo en duda. Y así, seguimos juzgando con total severidad el comportamiento ‘raro o especial’ de algunas personas, sin ser conscientes de que precisamente ese comportamiento ‘raro’ se debe a su tambaleante salud mental. Cuando uno tiene una cojera no le exigimos que camine con toda normalidad, porque sabemos que es imposible. Los trastornos mentales están en la base, según estadísticas, del 63% de los suicidios. La pandemia no ha hecho sino empeorar esta situación. La pérdida de seres queridos de forma inesperada, la imposibilidad de despedirlos como se merecían, el aislamiento, la prolongada soledad, la inestabilidad económica, la angustia ante una plaga desconocida han disparado la necesidad de asistencia psicológica en un momento en que esta asistencia estaba cerrada a cal y canto. Y justo en el peor momento, la atención a la salud mental ha dado el cerrojazo, en aras de la atención del asunto covid,

Prevenir el suicidio no es fácil. Y lo será aún menos mientras sea un tema tabú. Quien más y quien menos ha tenido a lo largo de su vida alguna idea suicida. Un porcentaje bastante alto ha pensado seriamente en abandonar este mundo. Otros, lo han planeado concienzudamente. Otros se han atrevido a confesar sus pensamientos suicidas, y tal vez no han sido escuchados y nadie se ha tomado en serie su demanda de afecto, protección y cuidados. Muchos de los que suicidan han dado señales de su situación emocional precaria, y tal vez sus más cercanos han pensado que no eran para tanto, o han preferido pasar de puntillas. Lo que es cierto es que por cada persona que se suicida, otras seis personas quedan tocadas para siempre precisamente por ese suicidio de un ser querido.

Debemos preguntarnos ante este mal invisible y escondido si efectivamente somos más vulnerables de lo que pareceremos y más frágiles de lo que aparentamos. Debemos preguntarnos cuál es nuestra idea de la felicidad, de una vida lograda, de una existencia exitosa, porque tal vez andemos un poco errados. Debemos saber que, cada vez que cuidamos al otro, lo respetamos, lo animamos y lo apoyamos, estamos reforzando la fragilidad constitutiva de cada hombre y de cada mujer, de cada familiar y de cada amigo. Debemos ser conscientes de que con nuestras actitudes de esperanza, de fe, de compasión hacia los demás, en el fondo estamos insuflando razones para resistir, para levantarse, para luchar. En definitiva, razones para vivir esperanzados sus vidas y nuestras vidas, aunque sean imperfectas y no carezcan de sombras.



lunes, 8 de noviembre de 2021

Las huellas del silencio y el Informe Sauvé



El último libro del escritor irlandés, John Boyne, se titula “Las huellas del silencio”. Un sacerdote católico, Odran Yates, a partir de los escándalos de abusos sexuales en su país, repasa su vida. En un momento determinado, y refiriéndose a su sobrino, escribe: “Y esa fue la última vez que vi a Aidan. A ese Aidan. La siguiente ocasión que estuve en su casa, una o dos semanas después, se había convertido en un chaval completamente diferente”. Apenas tres líneas que nos dan una idea del brutal hachazo que en la vida de un menor supone haber sufrido abusos.

      La lectura de este libro coincidió en el tiempo con el demoledor Informe Sauvé sobre los abusos a menores por parte de miembros de la Iglesia Católica en Francia. Jean-Marc Sauvé, responsable de la Comisión sobre los abusos, ha terminado por prestar su apellido al Informe.

   Cuando Benedicto XVI llegó al solio Pontificio, el escándalo de los abusos sexuales a menores estalló como una bomba atómica en el seno de la Iglesia Católica. En el momento en que las críticas a la Iglesia sobre su silencio y encubrimiento a los abusadores y su escasa o nula sensibilidad hacia los menores arreciaron de tal forma que la Barca de Pedro empezó a zozobrar, Benedicto XVI, lejos de echar la culpa a los medios que cargaban las tintas contra obispos y clero, pronunció una reveladora frase: “No podemos echar la culpa a campañas contra la Iglesia sino a los pecados cometidos por sacerdotes y religiosos”. Y decidió afrontar la verdad, dolorosísima, pero necesaria para la purificación de la propia Iglesia. Una verdad que exigía el fin de los ocultamientos,  encubrimientos y silencios. Pero también el fin de la indiferencia a las víctimas. El Papa Francisco ahondó aún más en esta línea y ha seguido dando pasos de cercanía, escucha, justicia y reparación a las víctimas.

     Los abusos a menores fueron una auténtica peste dentro de la Iglesia Católica, hasta tal punto que dinamitó la confianza de los fieles en el clero. Por primera vez, en muchos siglos, muchos percibieron a la Iglesia como una “estructura de pecado”.

    En la novela, por ejemplo, se aprecia bien ese cambio radical. El sacerdote protagonista va en un tren, y todos los pasajeros se sienten honrados en su compañía, le invitan a comida y refrescos, le dan conversación, se muestran encantados cuando se dirige a sus niños para jugar con ellos. Pasado el tiempo, y tras el escándalo mayúsculo en Irlanda, el mismo sacerdote, un buen cura que jamás había tocado a un niño,  entra en una cafetería y es insultado, e incluso golpeado, simplemente porque iba vestido de cura.

     Sacerdotes y religiosos que desde cualquier púlpito arremetían contra los pecados de castidad del sencillo pueblo, que amonestaban crudamente por una masturbación, por unas relaciones prematrimoniales o por un beso entre dos hombres, eran los mismos que acosaban y abusaban de los niños que estaban a su cargo en colegios y parroquias y a los que ellos, por su ministerio, estaban obligados a cuidar, proteger y defender.

     ¿Cómo se llegó a esto? Se han escrito miles de páginas sobre el asunto y, durante mucho tiempo, los escándalos sexuales han abierto telediarios y han incendiado debates y mesas redondas. Hay muchas opiniones y hay muchos análisis sesudos, pero básicamente se pueden resumir:

      1.- Los abusadores se sentían impunes. Sus fechorías quedarían ocultas, porque se sabían poderosos y pertenecientes a una estructura de poder con influencias en todos los ámbitos. ¿Qué familia se atrevería a denunciar ante la Iglesia y ante la Justicia estos crímenes? La mayoría de las veces, los propios menores eran incapaces de contar a sus padres lo que estaban haciendo con ellos, en parte porque, dada su escasa edad, no sabían o no podían poner palabras a su sufrimiento y desgarro.

      2.- Para los obispos, congregaciones, parroquias e institutos religiosos era más importante el buen nombre de la Iglesia que la víctima. Contaba más la “fama” de la Institución eclesial que el dolor de un menor abusado. Justicia y verdad no tenían valor, sólo tenía valor esa apariencia de bondad que debía recubrir a la iglesia, como un manto blanco sobre una carne putrefacta. Por ello, cuando existían quejas o denuncias verbales contra un sacerdote, se le cambiaba de lugar, y se daba por cerrado el caso. Sólo después se supo que los continuos traslados de parroquia o de colegio de un sacerdote o de un religioso respondían al intento de ocultar los hechos y salvar el buen nombre de la Iglesia. Los encubrimientos tomaron carta de naturaleza. La Iglesia se sabía intocable. El evangelio perdió la batalla ante la religión.

     3.- La propia mentalidad de una época, con esa aureola de sacralidad con la que el pueblo devoto adornaba a sacerdotes y religiosos hacía que “resultaran imposibles” tamaños crímenes contra un niño. La sociedad, las familias, los jueces, los medios de comunicación, las escuelas se sentían como bloqueadas, desactivadas para dar crédito a lo que estaba sucediendo. No es que no quisieran ver y oír (¡que también y muchas veces!) sino que sus cabezas se negaban a interpretar correctamente lo que sucedía alrededor.

          En el libro de John Boyne está muy bien reflejado ese bloqueo mental. El sacerdote protagonista es incapaz de interpretar los indicios, las huellas, los traslados de los abusadores y los silencios o la rabia de los abusados. Una estructura mental más fuerte que sus sentidos le incapacitaba. Por ello, el mundo del buen sacerdote irlandés se desmorona cuando reconoce su incapacidad para leer lo que estaba sucediendo ante sus narices. También él había sido “culpable” por su silencio y por su incapacidad para interpretar la realidad de pecado de sus compañeros de sacerdocio, o el dolor y la rabia de las víctimas.

       Decía Jean-Marc Sauvé que lo que más le había impresionado a la hora de llevar a cabo el Informe en Francia había sido la incapacidad para ser y vivir de las víctimas tras el abuso. Hemos sido testigos de personas profundamente heridas y vidas dañadas, incluso destruidas”

       Y como conclusión, Sauvé escribe: “Lo más terrible es constatar que el mal más absoluto –atentar contra la integridad física y psicológica de un niño– ha sido cometido por personas cuya misión era traer vida y no muerte, porque los abusos sexuales son una obra de muerte. Trajeron esclavitud, mutilación y la nada. No en nombre de Dios, pero lo utilizaron como coartada. El mal más absoluto se ha colado en la obra de salvación de la Iglesia”.

       Dicho lo cual, el propio Informe dice que la mayoría de los abusos a menores fueron cometidos en el entorno familiar o de amistad, y que sólo un 6% fueron cometidos por miembros de la Iglesia Católica. Desde 1950 hasta nuestros días, el Informe recoge 330.000 abusos cometidos por sacerdotes, religiosos y laicos con tareas pastorales, lo que da una idea de la magnitud del problema. Si bien esta cifra es la ampliación estadística sobre un sondeo entre 28.000 encuestados. El Informe hace constar que algo más de seis mil personas contactaron con la Comisión para dejar constancia de los abusos sufridos. El Informe denuncia sin medias tintas y sin paños calientes que “La Iglesia  estuvo demasiado preocupada por proteger a la Institución y el poco miramiento que hacia las víctimas”.

     El autor de La huellas del silencio ha huido del morbo y de los detalles escabrosos para intentar comprender por qué sucedió y por qué ni la Iglesia ni la sociedad quisieron verlo. El propio autor confiesa que este escándalo ha hecho mucho daño a los sacerdotes y religiosos que en todo momento fueron fieles a su mandato y cuidaron, sirvieron y protegieron a los menores que estaban a su cargo.

     Tom Cardle, en la novela, es un cura abusador, pero también el mejor amigo del protagonista Odran Yates. Aidan, el sobrino de este, fue una de sus víctimas. Durante años, Aidan mantuvo su resquemor y un no indisimulado odio hacia su tío, porque creía que conocía la verdad sobre Tom Cardle y no lo había impedido. Aidan, como en la realidad sucedió a muchos menores irlandeses, tuvo que alejarse de una Irlanda católica que desgarró y devastó su cuerpo y su alma, en busca de una nueva vida, un trabajo, una familia. Y solo al final de la novela, Aidan es capaz de comprender y de perdonar la venda en los ojos que su propio tío tenía respecto a su amigo y sacerdote Tom Cardle. La novela alcanza en este encuentro entre tío y sobrino uno de sus momento más desgarradores.  Un perdón nada fácil y doloroso para Aidan. Y un sentimiento de culpa aún más doloroso para Odran Yates, el sacerdote bienintencionado que no supo leer correctamente lo que sucedía en su entorno más cercano. Como el protagonista, aún hoy tantos sacerdotes y tantos cristianos se preguntan sobre la inocencia de los que callaron aunque no hubieran cometido un delito.










jueves, 28 de octubre de 2021

Los retratos de Lita Cabellut




A una niña gitana le faltaba poco para los 13 años cuando visitó por primera vez el Museo del Prado. A esa edad malamente sabía leer y escribir. Pero los cuadros de Goya, Velázquez, Ribera, Rubens y Rembrandt  entraron por sus grandes y negros ojos y ya nunca la abandonaron. La niña respondía al nombre de Lita.

"Me impresionó tanto la visita al Museo del Prado, que convencí a mis padres para que me pusieran un profesor de dibujo. Me dejaban pintar siempre en el garaje después de hacer los deberes. A los 16 años tuve mi primera exposición en el Ayuntamiento de Masnou (Barcelona)”.

Lita Cabellut había nacido en 1961 en un pequeño pueblo de Huesca, Sariñena. Nunca llegó a conocer a su padre y su madre la abandonó cuando era un bebé. Muy pronto dejó su aldea natal y recaló en Barcelona para vivir con su abuela Rosa. Una gitana que mendigaba por las calles y distraía alguna que otra cartera a turistas distraídos en la Plaza Real. A ella misma, a la pequeña Lita, una niña disléxica, le gustaba más corretear por las calles y pedir limosna que ir a la escuela, donde era la última de la clase y no conseguía juntar cuatro letras seguidas como Dios manda. Cuando la pequeña tenía 10 años, la abuela Rosa murió. Y ella entró en un orfanato, donde permaneció algo más de dos años y medio, hasta que una pudiente familia catalana la adoptó, la sacó de allí, y le permitió ver el mundo y verse a sí misma de otra forma. Fue entonces cuando hizo su primera visita al Museo del Prado. Hay momentos que fundan una vida. Y para Lita, la visita al Prado fue uno de ellos. "Con 13 años, recién adoptada, sin saber leer ni escribir, sentí cómo Rubens, Rembrandt, Goya y Bacon me contaban mi primer cuento. Sus cuadros me abrieron el alma".

Empezó a estudiar con aplicación y en el garaje de la casa montó su primer estudio. En 1978, sus primeros cuadros colgaban de las muro de una sala de exposiciones. A los 19 años consiguió una beca para la Gerrit Rietveld Academy, de la ciudad de Amsterdam. Allí siguió la estela marcada por los grandes pintores holandeses e inauguró un lenguaje pictórico propio y unas propias señas de identidad: Lita Cabellut creó a Lita Cabellut. "Era donde se habían formado los grandes maestros, la luz allí es diferente para pintar, fue una buena decisión porque me pude desarrollar intelectual y técnicamente". Desde entonces reside en los Países Bajos donde tiene su taller de pintura.

Desde hace algún tiempo, sus retratos -he de reconocerlo- me fascinan. Sus retratos tienen una potencia que es difícil de olvidar después de haber visto media docena de ellos. Conquistan, subyugan, interrogan, fascinan. Son a veces caricia, a veces bofetada. En este sentido es deudora de los grandes retratistas holandeses y españoles que aún nos siguen hipnotizando en las paredes del Museo del Prado o en el Rijksmusem.

De ella ha escrito el crítico Heberto de Sysmo: "El color negro enfatiza la relación entre el estigma y su visión de la belleza; sus obras tiene el volumen de un relieve telúrico, la cartografía de un caos que conforma con naturalidad el atlas, terreno y celeste, de la mirada o el cuerpo. La piel es pieza clave en las obras de Cabellut: órgano externo que revela las experiencias, que muestra las cicatrices del dolor, las marcas del paso del tiempo. En definitiva, la fuerza, el carácter y la angustia consustancial a la existencia del ser humano”. Hermosa definición.

Esta gitana de melena negrísima y enmarañada, de ojos profundos y grandes, como su raza, tiene una presencia rotunda y una mirada apasionada y enigmática. Por un momento, una pensaría que tal vez Lita Cabellut está a punto de lanzarse a bailar flamenco, taconeando hasta la extenuación o se va a poner a declamar, con voz ronca,  los versos de Medea en un teatro griego.  Esta gitana es hoy la artista viva española más cotizada del momento, a la altura de Miguel Barceló.

Sus monumentales retratos no dejan a nadie indiferente. Cabellut consigue aumentar el impacto visual mediante la aplicación de una innovadora técnica de craquelado. Además, la paleta de colores que utiliza para dar piel y carne a sus personajes hace de ella una artista reconocible. Los trazos desgarrados de sus pinceladas no disimulan su admiración por Lucien Freud: "Con esas pinceladas neuróticas Freud es un maestro en describir la crueldad", y afirma también que representa el "lado más olvidado de la sociedad", con el que "empatiza especialmente”.

No está de más decir que mantiene con sus propios recursos la Fundación Arnive de ayuda a infancia necesitada ya que, según sus palabras “son el lado más olvidado de la sociedad, porque yo no me olvido de quién fui y dónde estoy”.

Cuando el periódico El Mundo le preguntó qué es lo que más le gustaba de su obra, esta fue su respuesta: “Una serie que pinté hace 10 años sobre prostitutas y borrachos. Quería que el público viera lo que yo sentía en la calle durante mi infancia”.

Nunca ha renegado de su etnia, y algunos de sus cuadros son un homenaje a su pueblo: "Quiero mostrar las miles de caras que tenemos, no sólo las cosas malas que siempre sacan de nosotros. Somos un pueblo lleno de magia, las penas las cantamos con alegrías"

Seres anónimos, despojos humanos de cualquier barrio degradado ocupan sus grandes lienzos, pero también personajes que, por su fuerza o por su vida, la han conquistado: Coco Chanel, Frida Kahlo, Nureyev, Stravinsky, García Lorca, Madre Teresa de Calcuta, Charlot. Los retratos de Lita Cabellut, ya sea por la delicadeza de su poesía o por su arrebatada pasión nos seguirán cautivando durante mucho tiempo.











jueves, 21 de octubre de 2021

Enmanuel Carrère: la vida hecha escritura

 


Pocas veces la concesión de un premio literario, en este caso el Princesa de Asturias a Enmanuel Carrère, me ha dado tanta alegría. Tal vez porque creo haber leído todos los libros importantes de este autor, al que conocí por casualidad en las páginas de un suplemento cultural mientras esperaba el menú del día en Casa Manolo, en Santiago de Compostela.

Carrère, me ha dado buenas horas de lectura, por lo que me siento agradecido a su pluma. Un escritor bastante inclasificable, porque en cada novela te sorprende y de él puedas esperar lo inesperado. He de decir que la autoficción abunda en los escritos de este autor francés. Las novelas de Carrère son Carrère.  Él mismo ha confesado que no sabe hacer ficción y que, por eso, su vida y la vida de los que lo rodean aparecen mucho en su escritura.

Enmanuel Carrère (París 1957), nieto de un ruso que emigró a Francia e hijo de la sovietóloga y Secretaria de L’Académie Française, Hélène Carrère d’Encausse, ha conjugado su tarea de escritor de novelas, ensayos, reportajes y biografías con la labor de realizador de cine. Complejo, contradictorio, con muchas aristas y muchas sombras, con muchos fulgores y muchos infiernos en su existencia. Los conocemos casi todos, porque si de algo hace gala el autor de Vidas ajenas es que no tiene pudor a la hora de escribir, ya sea de sus relaciones sexuales, ya sea de sus sonoras depresiones e internamientos hospitalarios. Lo pude comprobar en su último libro, Yoga, donde da buena cuenta de su experiencia con la depresión, de la ruptura de su propio yo en muchos pedazos, pero también de la desolación experimentada cuando perdió a su buen amigo y periodista Bernard Maris en los atentados yihadistas contra el periódico satírico Charlie Hebdo, o de sus intentos perseverantes de buscar la serenidad y la paz a través del yoga en un monasterio budista estricto y severo.

Sirva de homenaje este artículo en que citaré, aparte del mencionado Yoga, algunos de los libros suyos que he leído. Empezaré por El adversario, para mí su más logrado libro. En él nos cuenta la biografía de un impostor con el que llegó a entrevistarse en la cárcel para intentar captar todos los detalles de un alma laberíntica y mefistofélica: Jean-Claude Romand. Un mentiroso patológico, que se inventó una carrera, un trabajo, un montón de influencias, que dejó sin un duro a sus padres y que quemó su propia casa con su mujer y sus hijos dentro cuando pensó que había llegado muy lejos en su impostura y se sintió acorralado. Sin juzgar en absoluto, Carrère nos presenta la vida de un hombre demasiado real. “Una novela apasionante y una reflexión de escalofrío” (David Trueba).

En El Reino nos habla de su conversión a la fe católica. Una conversión enfebrecida, apasionante como suelen ser las conversiones. Pero, más tarde, sintió la desesperanza y su fe entró en crisis. Se alejó del catolicismo, no sin antes escribir una oración conmovedora: “Te abandono, Señor, pero tú no me abandones”. Su paso por la Iglesia le empujó a meterse de llenos en los primeros tiempos del cristianismo, cuando todo estaba por hacer y un potente y desbordante San Pablo marcó, para bien o para mal, la marcha del cristianismo. El Reino desafía todos los géneros: narración, indagación, ensayo, libro de historia y de introspección; resulta apasionante de principio a fin. Carrère sale triunfante de una increíble proeza. Muestra, en estas páginas soberbias, el poder iluminador de la literatura» (François Busnel, Lire).

En Limónov nos cuenta la vida estrafalaria y rocambolesca del poeta ruso, pendenciero, estrafalario,  maldito, camaleónico, escurridizo, odioso y amable al mismo tiempo. Limónov fue disidente en la Unión Soviética, exiliado en Nueva York donde vivió como un mendigo y terminó como mayordomo respetable de un millonario. En Nueva York viviría noches salvajes de sexo y alcohol. Instalado en París, escribió un libro autobiográfico que escandalizó –ya es decir- a los lectores francés. Y del París- La nuit se marchó a Los Balcanes, donde daría su apoyo sin fisuras y hasta las últimas consecuencias a los serbios. Volvió a la Rusia poscomunista y su valiente oposición al nuevo zar ruso,  Putin, le llevó a la cárcel. “Mucho más que el retrato de un hombre inverosímil, es una historia de los últimos cincuenta años de Rusia. Y contiene páginas memorables” (Bernard Pivot, Le Journal du Dimanche).

¿Con qué nos sorprenderá Carrère en su próximo libro? Ha recibido todos los grandes premios de las letras francesas, y este Premio Princesa de Asturias lo consagra internacionalmente. En su último internamiento psiquiátrico fue diagnosticado como bipolar. No faltan estudios sobre literatura y locura, escritura y problemas mentales. Su obra representaría bien a esta sociedad nuestra que se mueve entre la exaltación y la represión y que no siente pudor alguno a la hora de exhibir su desnudez y sus miserias. Siempre he creído que Enmanuel Carrère es un escritor que sabe hacer escritura de cuanto siente en su corazón y cuanto ven sus ojos. El autor francés es un ser frágil pero brillante que intenta explicarse para comprenderse y alcanzar una cierta cordura. No está tan lejos de Alonso Quijano. En una entrevista a El Cultural decía que “Escribir es el centro de mi vida. Mi objetivo es ser un poco más libre, más inteligente, comprender mejor las cosas y entenderme mejor a mí mismo. Y escribir ha sido mi vehículo para lograrlo”.






martes, 19 de octubre de 2021

Hermano Juan: memoria sanctitatis

De las muchas fotografías que me han llegado de las celebraciones en Palencia y Aguilar de Campoo con motivo del 50 Aniversario del fallecimiento del Hermano Juan, me quedo con esta: al finalizar la eucaristía, tres chicos de la Villa, Jesús, José Antonio y Luis, posan con el obispo de Palencia, D. Manuel Herrero, con el obispo emérito y premio Príncipe de Asturias, Mons. Nicolás Castellanos, con el Superior General, D. Umberto Brugnoni y con el P. Adelio Antonelli (quien hace 50 año comunicó a los alumnos del Aguilar la triste noticia). El grupo, curiosamente, queda enmarcado, en su lado derecho, por la fotografía del Hermano Juan, y en el lado izquierdo, por un crucificado de hermosa factura, el mismo que, hace casi dos décadas, un loco intentó y casi logró convertirlo en astillas a fuerza de hachazos.

Esta podría ser la foto de este evento, porque, además, tiene un trasfondo: durante toda la eucaristía, José Antonio Alcalde, aguilarense de pro y uno de los primeros chicos que llegaron a Villa San José, compartió presbiterio y altar con los obispos y los sacerdotes. Es una escena que ya hemos visto en otros escenarios guanelianos: José Antonio, sin salirse del guión, sin desentonar, imita los gestos y realiza los mismos movimientos que cualquier sacerdote, con la gravedad y la seriedad propias de tan alto ritual. No está de más afirmar que a los obispos y al párroco de Aguilar, Óscar de la Fuente, ni les ha escandalizado ni les ha estorbado esta presencia de un ‘buonfiglio”. Con exquisita delicadeza admitieron al ‘celebrante’ José Antonio a su lado. Podemos decir, con permiso del derecho canónico, que en esta Eucaristía, José Antonio ejerció de ‘obispo in pectore’. Su sonrisa y su satisfacción –fíjense bien- en medio de tan ilustres acompañantes mitrados, son un poema y un canto a la vida y a la religiosidad de los más sencillos, de los ‘inocentes’, como nos enseñó a nombrarlos Miguel Delibes.

Esta fue una de las imágenes del día. Una foto que es una homilía en sí misma. El sermón adecuado para hablar del hermano Juan. Desde mi punto de vista, la imagen que mejor habla de una iglesia que hace visibles a los invisibles, y se siente a gusto y cómoda entre los descartados.

Pero hubo más:

            La multiplicidad de los testimonios que hablaron en el incomparable marco de la ermita románica de Santa Cecilia, y bajo el fascinante capitel de la matanza de los inocentes, que es siempre una relectura en piedra de nuestra actualidad violenta, nos hablan de un canto coral: El Superior General de los Guanelianos, los mencionados obispos, el postulador de la causa, Bruno Capparoni, P. Adelio que había convivido con él en Aguilar, exalumnos de la primera hornada, como José Ignacio o Jesús Núñez, sacerdotes, como Andrés y Jesús Aparicio que, en parte, deben su vocación a su influencia benéfica, su sobrina Daniela, que aseguró que la figura del ‘tío Giovanni’ era una figura mítica en la memoria familiar. De él se dijo en esos días: Un hombre bueno, un hombre pacificador y mediador, una fervoroso orante, un enamorado de María, un hombre humano y comprensivo con las faltas ajenas, un hombre cuya presencia invitaba a la oración, un ser humilde, un asceta, un hombre sacrificado, un fraile que se desvivía por los demás, un simple hermano, ni siquiera sacerdote, un religioso contento y alegre de su vocación …



    Las jornadas nos han hecho comprender que el Hno. Juan es una ‘fortaleza” de y para los guanelianos españoles. Poco significativa en el mapamundi de los Siervos de la Caridad, España ocupa un papel secundario en el panonama guaneliano mundial, pero esta celebración ha servido para entender que el Hermano Juan es un buen  aglutinante, un pegamento, el puente que une diversas realidades, sensibilidades e incluso “islas”. Hay personas que no encajan bien en algunas o en muchas de las realidades de la España Guaneliana, y sin embargo sienten al Hermano Juan como ‘identidad’, como nexo de unión: una figura a la que admiran y una figura con poder de convocatoria. 


        

Las celebraciones en torno al Hermano Juan no han sido una cosa de la ‘secta guaneliana’, sino de la Iglesia. Significativo que las eucaristías se celebrasen en templos de la diócesis, que acudiera el obispo de la iglesia en Palencia, al que se sumó el obispo emérito, Nicolás Castellanos; significativa y valorada la buena acogida por parte de los párrocos que fue más allá de una correcta cortesía entre presbíteros, puesto que supieron expresar,  de bastantes modos, calidez, espíritu de servicio y sintonía con la causa.


No podían faltar los versos y la música. Aunque en esta ocasión los versos estaban tejidos, como tapiz, con los hilos de las oraciones del Hermano Juan, a los que Alfonso Martínez había puesto música. Un apasionado Andrés cantó e hizo cantar a todos la canción. El canto resume elocuentemente una forma de ser y de estar en el mundo, una forma de entender la oración y una manera de dirigirse a Dios. “Enamórame” habla de alegría pura, de metal abrasado, de necesidad de oír la voz de Jesús, de amar con corazón, de vaciamiento, de saciar la sed, de luciérnaga: “Entonces me quedo, allora rimango /Soy todo tuyo. Ya no me pertenezco / Enamórame, Señor. Enamórame”.



La actualización del Testamento del Hermano Juan, conocido como el Testamento de los Caramelos, porque en él pedía que “si el día de mi muerte encontraseis algunas monedas en mis bolsillos, comprad caramelos para los buonifigli de Roma”. En Buenos Aires, Madrid, Galicia, Valladolid, Palencia, Manila, Lora, Porto Alegre… se ha repetido el gesto, porque un caramelo representa el anhelo de hacer más fácil y más dulce la vida a los demás, porque nuestras múltiples “discapacidades” nos hacen merecedores de un humilde caramelo. El hecho de que el ‘protocolo’ en la ermita de Santa Cecilia empezase precisamente por el reparto de los caramelos a los ‘buonifigli’ de Villa San José, supuso empezar con buen pie la jornada.



Existen crónicas antiguas de los primeros siglos del cristianismo donde se relatan ‘canonizaciones  por aclamación” (vox populi). Los primeros cristianos, reunidos en el atrio de una iglesia hacían memoria, recordaban palabras y hechos de un cristiano y lo proclamaban santo por aclamación. Un santo no era una persona absolutamente divina, sino un ser humano absolutamente humano que había seguido a Dios con pasión y se había entregado a los hermanos con generosidad. Y por lo tanto, los que le habían sobrevivido pensaban que era alguien a imitar y a seguir. El santo, aunque sin lograrlo nunca del todo, se había parecido algo a Jesus, y había desbrozado y abierto un sendero, tal vez no muy ancho, pero por el que era posible caminar hasta alcanzar la verdadera calzada, el verdadero camino de Jesús.

Luego, a partir del siglo V, la proclamación de la santidad de un creyente correspondió al obispo. Finalmente, en el siglo X, la proclamación quedó reservada al Papa. Desde ese momento, diversos decretos y normas fijaron los requisitos para la canonización: llegaron los largos procesos, los dicasterios, los plácets, la exigencia de milagros ratificados por un equipo de expertos, algunos de los cuales no creyentes, los informes y más informes. Incluso el “abogado del diablo”…

Las cuarenta ocho horas de Palencia y Aguilar han sido “memoria sanctitatis” del hermano Juan, es decir el recuerdo de una vida ejemplar y virtuosa. Con sinceridad de pobres creyentes y con pasión de admiradores, podemos decir que este encuentro ha sido una segunda aclamación de santidad, vox populi. La primera, no debemos olvidarlo, la realizó con voz temblorosa y solemne don Ciriaco Pérez, párroco de Aguilar de Campoo, y la confirmó el pueblo con un canto “incorrecto e inapropiado” para un funeral, pero que a todos pareció oportuno y merecido: ¡Resucitó!

Las naves góticas de la Colegiata de San Miguel, que será siempre la catedral de la Familia Guaneliana en España, volvió a ser testigo de esta “aclamación de santidad”. La vida del Hermano Juan puede ser admirada, propuesta e imitada. El pequeño sendero de humildad y de alegría, de devoción y de entrega  que abrió a su paso por tierras de Sanguinetto, Fara Novarese, Barza d’Ispra, Roma y Aguilar de Campoo es un sendero fiable y seguro que conduce y desemboca en el Camino de Jesús.


Nota: Julián Cabuérniga es el autor de las fotografías del Encuentro en la ermita de Santa Cecilia y de la Eucaristía en la Colegiata de Aguilar de Campoo.

viernes, 8 de octubre de 2021

9 de octubre: "El Testamento de los Caramelos"

 


El hermano Juan Vaccari nació en Sanguinetto-Italia en 1913, donde transcurrió su infancia y primera juventud. A los 20 años entró en el seminario guaneliano de Fara Novarese. Encontró la muerte, en un accidente de carretera, en suelo español, un 9 de octubre de 1971.

En vida, muchos supieron ver y apreciar su personalidad nimbada por la bondad y por una espiritualidad de verdadero enamorado de Dios. Su muerte sólo sirvió para acrecentar en la opinión de los que le conocieron la convicción de que era un hombre justo.

Juan, de joven, conoció el fracaso escolar y, por eso mismo, se le negó el sacerdocio, aunque se le permitió permanecer en la congregación de los padres guanelianos como hermano lego. Pasó 16 años como un humilde cocinero en el seminario de Barza d’Ispra, donde tenía que hacer milagros para llenar tantos platos. Más tarde, lo podemos ver, por uno de esos juegos de la Providencia o del destino, en un palacio de Roma, como sirviente del cardenal Micara. Los últimos 6 años de su vida transcurrieron es España, donde pudo dar rienda suelta a su afán apostólico, pero también buscar recursos para las muchas necesidades del nuevo Colegio de Aguilar de Campoo que acogía a chicos de familias rurales muy humildes.

Cuantos lo conocieron, lo estimaron, y, muchos de los que lo estimaron, intentaron imitarlo. A su muerte, la lectura de sus escritos confirmó a todos el altísimo itinerario espiritual que había recorrido: la oración a todas horas, la alegría perfecta, el sacrificio sin peros, la obediencia gozosa, la unión y el amor admirables a Cristo Eucaristía, la Virgen María, San José y Luis Guanella.

También su testamento sorprendió a todos: Daba gracias a Dios por haberle llamado a la fe cristiana y, más tarde, a servir a los pobres en medio de la Congregación de Luis Guanella. Había vivido pobre y humilde, pero en su testamento solicitaba que, “si a la hora de mi muerte encontraseis en mis bolsillos algunas monedas, os pido que compréis caramelos para los ‘buenos hijos" (personas con discapacidad). Era el sello de autenticidad, un detalle exquisito, un recuerdo para los más pequeños.

Desde hace varios años, cada 9 de octubre se renueva este ‘Testamento de los Caramelos’. Familiares, religiosos, amigos, alumnos, seguidores y devotos del Hermano Juan Vaccari regalan caramelos a cuantos viven o trabajan cerca de ellos, porque nadie es tan rico que no se alegre de recibir un caramelo, ni nadie tan pobre que no lo merezca. Y además, porque todos los seres humanos, por el hecho de serlo, somos increíblemente capaces y, a la vez, dramáticamente discapacitados. Todos podemos dar con alegría un simple caramelo, y todos podemos recibirlo con gozo.

Además, con motivo del 50 aniversario del Hermano Juan (1971-2021), voy a proponer que esta fecha también vaya asociada a un proyecto solidario relacionado con la discapacidad. Si deseas colaborar, puedes aportar tu donativo para este concepto “Caramelos Hno. Juan”.

IBAN ES46  0030 6018 1700 0105 1272 (Cuenta de Puentes Ongd en Banco Santander)

 


EL TESTAMENTO DE LOS CARAMELOS

IL TESTAMENTO DELLE CARAMELLE

O TESTAMENTO DOS DOCES

THE CANDY’S WILL

LE TESTAMENT DES BOMBONS

TESTAMENT DER BONBONS

 

 

 ESPAÑOL

Un año más, os invitamos cordialmente a renovar, el 9 de octubre, el 'Testamento de los Caramelos' que nos dejó el buen Hermano Juan Vaccari y en el que pedía que, a su muerte, se compraran caramelos para los 'buenos hijos'. Es nuestra forma de recordarle con un sencillo gesto: repartir caramelos entre cuantos viven y trabajan a nuestro lado, especialmente si son personas necesitadas de cariño, de pan, o de dignidad.

 ITALIANO

Un anno in più, siete cordialmente invitati a rinnovare, il 9 ottobre, il ‘Testamento delle Caramelle’, che ci ha lasciato il buon Fratel Giovanni Vaccari, nel quale esprimeva il desiderio che, a morte sua,  avremmo dovuto comprare le caramelle per i 'buonifigli'. È il nostro modo di ricordarlo con un semplice gesto: distribuire le caramelle a quanti vivono o lavorano vicini a noi, specialmente se si tratta di persone bisognose di affetto, pane o dignità.

 PORTUGUÊS

Novamente, nós os convidamos a renovar no 9 de outubro o "Testamento dos Doces”, que nos foi legado pelo bom Irmão João Vaccari. Ele pediu que na sua morte fossem comprados doces para os "bons filhos'. Este simples gesto é a nossa maneira de homenagear sua memória. Faremos a distribuição de doces para todos os que vivem e trabalham com a gente, especialmente para aqueles que estão com necessidade de afeto, pão e dignidade.

 FRANÇAIS

Nous vous invitons cordialement à renouveler, le 9 octobre, le “Testament des Bombons” que nous a laissé le bon Frère Jean Vaccari, et dans lequel il demandait d’acheter des bombons pour les 'bons enfants' à sa mort. C'est notre façon de nous rappeler de lui avec un simple geste: distribution des bombons à tous ceux qui vivent et travaillent à notre coté, especialement parmi les personnes qui ont besoin  d'amour, du pain ou de dignitè.

 ENGLISH

As every 9th of October, we celebrate Brother John Vaccari’s death anniversary and therefore, one more year, we warmly invite you to renew “The Candy’s Will”, as Brother John’s dying wish was to give sweets to “Good Children”. This day, we remember him with a simple and generous gesture: sharing sweets among people who live and work close to us, especially, those who lack affection, bread or self-respect.

 DEUTSCH

Noch ein Jahr! und wir laden Sie erneut ein, am nächsten 9 Oktober das bekannte "Testament der Bonbons", welches uns  der gütige  Bruder Johan Vaccari hinterlassen hat.Im selben hat er gebeten, daß wir  nach seinem Tod, Bonbons  für die "Gute Kinder",  die behinderten, kleinen  Engeln, kaufen sollten. Das ist eine einfache Geste, um ihn somit zu Gedenken, Bonbons unter den mitarbeitentenden  Freunden ,weil  sie dadurch Liebe, Brot oder Respekt  und Herzzenswärme diesen Gotteskindern spenden.

 

 9 OCTUBRE/OTTOBRE/OUTUBRO/OCTOBRE/OCTOBER/OKTOBER




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