domingo, 6 de marzo de 2022

Adiós a los niños de Kiev. Muertos abandonados. Armisticio de Badoglio. Y árboles caídos.

 

Cuando los tambores de guerra sonaban por todas partes, María Mayo y sus compañeras dominicas de la ‘Casa de los niños’ en Kiev, se reunieron para orar y para hacer discernimiento. Decidieron permanecer en Ucrania, al lado de la gente, acogiendo a quienes se acercaran a su casa. Pero cuando la guerra estalló, el cónsul se presentó y les dijo que no había alternativa, tenían que salir sí o sí. Con lo puesto, se encaminaron a la Embajada Española, donde otros trescientos compatriotas se apiñaban nerviosos y tensos. Tuvieron que salir del país. Por caminos secundarios, retrocediendo, dando marcha atrás, parando para dejar paso a ambulancias o vehículos militares. Un viaje que califican “con las botas puestas”, ya que de jueves al domingo no se las pudieron quitar.  No olvidarán nunca las mesas con alimentos que los humildes campesinos colocaban para que los refugiados pudieran servirse: “Hay gestos de buena voluntad de la gente común y corriente que somos todos, y ahí veías que somos hijos de Dios en camino, sin saber de guerras, buscando la paz. Y a medida que se alejaban de su casa, sus retinas se iban llenando de los rostros de los niños que habían dejado atrás ¿Qué sería de ellos? “La mayoría eran ortodoxos o no creyentes, pero a nosotras esto nos daba igual, porque les podíamos ofrecer valores y cariño”. En sus retinas, se van amontonado los rostros estragados de los soldados dispuestos a defender a su país. La preocupación y el miedo en las interminables caravanas que dejaban la capital camino de las fronteras. Los familiares que se despedían entre lágrimas en los pasos fronterizos. Solo podían pasar las mujeres y los niños. Los hombres tenían que regresar a sus ciudades a empuñar las armas. De todo esto se iban llenando los ojos de María Mayo. Siete horas tardaron en cruzar la frontera. Había vivido situaciones comparables en Congo e incluso en Colombia, donde había pasado otros tantos años. Ahora llevaba 10 años en Ucrania. A esta monja, curtida en cien batallas, le ha impresionado "la capacidad de resistencia y serenidad que tienen todos los ucranianos. Han vivido las hambrunas, Stalin o la Segunda Guerra Mundial. Todo esto no sería posible resistirlo sin esa serenidad que les caracteriza".

María Mayo y sus dos compañeras volverán a Ucrania en el momento en que puedan. Allá han dejado los rostros y las historias de unos niños de los que no quieren olvidarse. “Yo quería estar en Kiev, pero no me han dejado -dice María Mayo con lágrimas en sus ojos-. Todos queremos la libertad y la paz de Ucrania. Y también de todos los lugares del mundo donde hay tantas guerras encalladas de las que no se habla”.


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Muertos abandonados. De todo este tsunami de noticias que llegan desde Ucrania, me ha llamado poderosamente la atención una: El ejército ruso no estaría recogiendo ni repatriando los cadáveres de sus soldados muertos. Parece que no se trata de un bulo, sino de un hecho real. El gobierno ucraniano ha encargado a la Cruz Roja que se haga cargo de los cuerpos sin vida de los soldados rusos, mientras la Iglesia Católica de Ucrania ha lanzado una página web para que familiares de los soldados rusos muertos, puedan identificarlos por una fotografía, una placa o un carnet de identidad. Hasta ahora en las guerras los soldados se encargaban de recoger los cadáveres de sus compañeros caídos y de enterrarlos con un poco de dignidad y de acuerdo con su fe. Cuando era posible, eran repatriados y despedidos en la patria de origen con máximos honores. Ahora, en un acto de impiedad que dice mucho de la catadura moral de nuestro tiempo, los cadáveres son abandonados en las calles y en los campos, como se abandonan los casquillos de las balas, las latas de conserva vacías o un tanque saboteado. ¿Hasta los más elementales ritos de piedad, hasta los ancestrales códigos del honor militar se han perdido? ¿Son los soldados apenas una munición en las nuevas guerras?

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En el verano de 1943, el ejército angloamericano desembarca en Sicilia, lo que provoca la caída de Mussolini. El nuevo Gobierno lo preside el mariscal Pietro Badoglio. Y es aquí, en estos meses, donde se produce un hecho que refleja bien cómo a las masas se las manipula y arrea como a ganado y se les dice a quiénes deben odiar o amar en cada momento. Italia se puso al lado de Alemania desde el primer momento de la Segunda Guerra Mundial y luchó contra los Aliados. A los italianos les inocularon el odio a ingleses y americanos y la admiración por los alemanes. Y los italianos, por orden de sus superiores, lucharon en este sentido, como muy bien ha descrito Javier Pérez Reverte en su novela El italiano (los ataques a la flota inglesa en Gibraltar). Pero Badoglio se dio cuenta del precipicio hacia el que caminaba Italia y firmó un armisticio con los Aliados. El 13 de octubre de 1943 se hizo pública dicha capitulación y el consiguiente cambio de amigos y enemigos. Los admirados alemanes pasaron de un día a otro a ser enemigos y los odiados ingleses y americanos a ser amigos y a luchar por su victoria. En fin, son los líderes y sus ideologías los que en cada momento nos dicen a quién debemos odiar o amar. Los que habían sido considerados unos héroes por luchar contra los ingleses y sabotear su flota pasaron de la noche a la mañana a ser unos villanos y unos hijosdeputa. Y los que eran considerados traidores a la patria por no seguir las consignas del Duce, de repente se supieron héroes que podían cantar a voz en grito el Bella ciao. A veces son suficientes 24 horas para pasar del lado correcto al incorrecto de la Historia y viceversa. Curzio Malaparte que había conocido estos vaivenes de la Historia italiana quiso terminar su novela La Piel con una frase terrible: “È una vergogna vincere la guerra”. Ganar la guerra es una vergüenza.

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 Árboles caídos. Ha caído el presidente del Partido Popular, Pablo Casado. Cada dos por tres cae un líder político. No es algo ni siquiera noticiable. Pero lo que me ha llamado la atención de todo este sainete trágico-cómico es que, apenas caído el líder o unos minutos antes de caer, todos sus compañeros de partido, fidelísimos hasta el día anterior, flamantes compañeros de mítines, sonrientes amigos de foto, colaboradores en mil batallas políticas, ya estaban con el hacha haciendo leña del árbol caído y cantando las loas del presunto nuevo jefe del partido. Anoto el nombre de los fieles escuderos que reprodujo un periódico y son tan pocos que caben en una línea: Pablo Montesinos, Ana Beltrán, Antonio González, María Pelayo, Isabel Gil y Pablo Cano. Si por una ironía de la historia, dos días después, Pablo Casado hubiera sido restablecido como jefe, todos se hubieran apresurado al redil del ‘casadismo’, es decir a los pesebres del poder, que son siempre cálidos y abundosos: prebendas, mamandurrias, privilegios, cuotas de influencia… El teléfono de Pablo Casado no sonará. Los que peleaban por coincidir en el ascensor o en la mesa del edificio de la calle Génova lo evitarán, los que no se atrevieron ni a matizar uno de sus discursos, por muy soporíferos o insensatos que fueran, hacen hoy declaraciones en contra del antiguo presidente. En fin, la condición humana. Observar el mundo, no para juzgarlo,  sino para constatar la naturaleza del homo sapiens es una de las actividades más hermosas del vivir y también, probablemente, la mejor universidad del mundo. Un mediodía, en una casa de un pueblo palentino, mientras el arroz con costillas y setas burbujeaba en la bilbaína, escuché un sabio consejo de un recio campesino y minero a su hija, poco antes de ser nombrada rectora de una universidad: “apréndete el nombre de las señoras de la limpieza y de los ordenanzas, porque ellos serán los únicos que te saludarán el día que den tu puesto a otro”. No parece mal consejo.  

miércoles, 2 de marzo de 2022

Una mesa para un diálogo de sordos


            Aquella mesa en el palacio del Kremlin, sentados a un extremo y a otro Putin y Macron, era la perfecta imagen para explicar que la diplomacia había fracasado, que esas conversaciones de sordos en la mesa kilométrica eran una pantomima, que la determinación de invadir Ucrania ya estaba tomada desde hacía mucho tiempo. Había una distancia insalvable entre un interlocutor y otro. ¡Ni a voces hubieran podido entenderse!; menos aún en susurros, que es siempre el tono de la diplomacia.

            Decía Simone Weil que, raramente, quien tiene fuerza renuncia a usarla. Solo la gracia, decía ella, puede evitar el empleo de la fuerza por parte de quien se sabe fuerte. En estos días transcurridos desde que Rusia invadió Ucrania, he pensado a menudo en esta frase de la gran pensadora francesa.

            Mientras Europa se indignaba o entretenía, en los últimos tiempos, con las estupideces de Donald Trump, pocos prestaban atención al discurso imperialista de Putin, a la deriva dictatorial, al encarcelamiento de la oposición política y a la cancelación de cualquier disidencia de los medios de comunicación. Hace 8 años, la anexión de la península de Crimea fue el primer acto de una tragedia anunciada. Ahora ya hemos pasado al segundo.

            En la mayoría de los casos, los líderes son aupados al poder por el pueblo y sostenidos con su beneplácito. Detrás de Hitler estaba el pueblo alemán. Y detrás de Putin está el pueblo ruso. No todos, evidentemente. Putin representa ese victimismo sentido por muchos rusos. Ellos fueron los perdedores de la Guerra Fría, y sufrieron las consecuencias de la desmembración de la antigua Unión Soviética. De ser un imperio planetario, Rusia paso a ser una nación más en el atlas político mundial. Putin ha concitado las frustraciones de los antiguos soviéticos y las aspiraciones de una buena parte de los nuevos rusos: el sueño de una gran potencia, de una Gran Rusia, a toda costa.

            El sueño largamente acariciado de comerse de un bocado a Ucrania (algo más extensa que España y con una población similar) ya ha empezado, ante el asombro del mundo, aunque imagino que las cancillerías ya estaban más o menos preparadas para este zarpazo. Todo parece indicar que Ucrania tendrá un gobierno títeres a las órdenes del Kremlin, un peón más en el gran tablero de las ensoñaciones paranoicas del último sátrapa. Si al final Putin se sale con la suya –y todo parece indicarlo-, la moraleja es clara: si tienes fuerza militar, te puedes merendar a cualquier vecino. No pasa nada.

            Esta anexión de Ucrania es un paso más, uno entre muchos, en la construcción de un orden mundial nuevo (que no mejor). Todo hay que temerse del nuevo orden mundial, porque viene auspiciado y defendido por China, una potencia económica imparable, que no conoce ni derechos humanos ni democracia ni independencia del poder judicial ni prensa libre.

            Anne Applebaum habla mucho de la fascinación por los autoritarismos y por los populismos. Esta fascinación ha ido creciendo un poco por todo el mundo. El triunfo del modelo chino (prosperidad económica sin derechos) suscita muchas simpatías. Los populismos crecen en todos los hemisferios. Y los tics autoritarios están a la orden del día últimamente (también en España). Por ello, nada tiene de extraño que China se haya negado a condenar la invasión y que muchos de los que berrearon en España en tiempos de la guerra de Irak se hayan quedado estos días tranquilamente en su sofá. Por aquí no se repetirán las manifestaciones oceánicas de los tiempos de la guerra de Irak. La generación del No-a-la-guerra, que ahora tienen asiento ministerial en la Moncloa, anda un poco desconcertada y un poco afónica. En Alemania ha surgido un neologismo para definir a “aquellos que comprenden a Putin”, Putinversteher. ¿Alguien puede imaginar la reacción en las calles de España si Trump o Biden hubieran invadido cualquier país vecino? ¿Cierta izquierda aún no ha superado su morriña por los soviets y los gulags? ¿Por qué, curiosamente -y esto nos debería hacer reflexionar- no pocos en la extrema derecha simpatizan con la deriva de Putin?

            En estos días de inquietud y zozobra me llegan mensajes de “No a la guerra”, fotos con velas, dibujos de palomas y canciones de amor. La sola proximidad de una guerra en la vieja Europa preocupa. Putin, por otro lado, es un personaje inquietante, de cuya salud emocional y mental no existen pruebas incontestables. Los miles de refugiados que han cruzado las fronteras de Rumanía o de Polonia hacen revivir otras avalanchas y otras miserias. La vida se nos antoja inestable y quebradiza. La convivencia pacífica parece un lujo demasiado escaso y evanescente. El dicho popular que nos asegura que el pez gordo se come al chico, ante la huida despavorida de los peces medianos, es algo que estamos comprobando. ¿Qué hacer? ¿Será cierto ese amargo adagio de que si quieres la paz, has de prepararte para la guerra? ¿Tienen razón los que aseguran que en esta época de buenismos y de dialoguismos, los señores de la guerra están haciendo su agosto y llevándose el gato al agua y el ascua a su sardina? ¿Cada individuo repite los errores de su padre, cada generación repite los errores de la precedente? ¿Será la paz siempre una paloma sin alas? ¿Es Ucrania el último eslabón de una serie de conflictos (Irak, Siria, Afganistán…) del que se hablará durante unos días para caer, luego, en el cajón de las ‘guerras olvidadas’?

            Pero salgo del trabajo y veo los ciruelos en flor. Delicados pétalos rosados que una leve brisa hace danzar por el aire. Veo el cielo azul, el río que una bandada de patos cruza de una orilla a otra. Veo una niña disfrazada de princesa. Un joven trabajador en su bicicleta de mensajero. Veo un grupo de amigos riendo con un café en la terraza. Y uno quiere seguir creyendo en la cordura y la concordia del ser humano: esa flor delicada, sin duda, pero también anhelada por la mayoría de hombres y mujeres de buena voluntad.














sábado, 26 de febrero de 2022

Mateo en el hospital. Ruina de adobes. Guerra de Ucrania. Y 100 años de Victorina.

El dolor sonriente. Podríamos titularlo así. Con motivo del Día del cáncer infantil, la televisión de Castilla y León se asoma durante unos minutos al hospital de Burgos, para mostrarnos la batalla que pacientes, médicos, enfermeras y maestros sostienen cada día contra esta enfermedad en cualquier hospital. Un niño, Mateo, podría ser la imagen de esos centenares de niños a los que cada año se diagnostica un cáncer.  Se nos dice que el 80 por ciento de los niños diagnosticados logran superar la enfermedad. Cada investigación añade unos centímetros más a la esperanza. Entre las cosas más injustas de este mundo está la el sufrimiento de un niño, sea por la causa que sea. “La vida se para el día que te comunican que tu hijo tiene cáncer”, confiesa la madre de Mateo. Las preguntas y la incertidumbre sobre los días, semanas y meses siguientes desmoronan a cualquiera. Y muchas veces son los propios niños los que dan fuerza a los padres o a los médicos. Un niño enfermo que sonríe vence los miedos y gana la batalla al desánimo y al descorazonamiento. Mateo sonríe. Mateo anima. Mateo aprende cada día nuevas cosas que la enfermedad le impidió aprender. Durante un tiempo aún seguirá en el hospital recuperando en su organismo todo lo que el cáncer arrambló, pero la batalla, en esta ocasión, ya está ganada. Ahora toca curar las heridas. Su sonrisa es solamente la avanzadilla de un gran futuro ante él. Su sonrisa es también su ‘gracias’ a padres, médicos, personal sanitario, maestros y voluntarios. El gracias más hermoso.

  

He fotografiado muchas veces la pura ruina de unas casas de adobe en la aceña de Padilla de Duero. Todavía en mi infancia en estas casas vivían dos familias que cuidaban la aceña del río Duero. Apenas subsisten dos paredes en pie y aún son visibles los vanos de la puerta y las ventanas. Las ruinas son melancólicas y suscitan siempre en mí reflexiones manriqueñas. Recuerdo que, de pequeños, si alguna vez nos quejábamos porque teníamos que ir a la escuela, se nos contestaba: “Los que podrían quejarse son los niños de la aceña que tienen que ir andando a la escuela de Padilla”. ¿Dónde están los que aquí vivieron? ¿Qué dejaron aquí de ellos? La ruina de estas casas alberga un museo invisible de momentos vividos: los hijos entorno al hogar, las camas pobres con colchones de lana, el ritual de ordeñar una cabra, matar un cerdo o varear la lana, la llegada del panadero dos veces por semana, acaso la visita de algún pescador. Esas paredes albergan aún la sombra de un enfermo, la visita del médico con malas noticias, el velatorio de un fallecido, la tristeza por la escasa despensa o el llanto de un niño después de una caída. Pero también albergan la alegría de un niño con su pelota de plástico, la pequeña fiesta por el bautizo de un recién nacido, la carta con palabras de amor que recibía la moza de la casa, la subida del sueldo paterno, o la belleza de una cazuela de sopas de ajo sobre la chapa. Pero las ventanas de estas casas daban a un campo de almendros que todavía, viejos y añosos, subsisten. Y cada primavera sus ojos verían la belleza delicada de la lluvia de pétalos que siempre calma el corazón. Y al llegar el otoño, las almendras serían su merienda con un trozo de pan o terminarían en un guirlache que haría las delicias de los niños. En esos almendros aún permanecen las miradas de los que los contemplaron cada día desde las ventanas.

 

  

No es una guerra entre Rusia y Ucrania. Es la invasión de Ucrania por parte de Rusia. Y la foto que ilustra este comentario no es de este momento de la guerra, sino una foto de hace algún tiempo cuando tropas ucranianas marchaban para unas maniobras. Y el paso del convoy, con la bandera bicolor ucraniana, era saludado por dos niños: él con una metralleta de plástico en bandolera a su espalda, y ella con su peluche en la mano. Encaramados en el tanque lo soldados aún creen que Rusia no invadirá su país o que podrán hacer frente a la invasión con ese arrojo que siente un pueblo cuando es atacado injustamente por otro. Ahora sabemos que nada será así. El ejército ruso ha penetrado por los cuatro costados y su maquinaria de guerra bien engrasada no la puede frenar el voluntarismo ni la valentía de los ucranianos. Algunos quieren ver un símil con la invasión de Polonia por las tropas alemanas en septiembre de 1939. Esos dos niños que asisten con inocencia infantil al paso del convoy militar son la pura imagen de Ucrania. Una metralleta de plástico, un saludo militar y un peluche no detendrán los tanques del enemigo. El más fuerte siempre se cree que el derecho, la razón y hasta la bendición de los dioses le protegen. Las maniobras disuasorias de la Otan no disuaden y las ‘masivas sanciones económicas’ ni serán tan masivas ni estrangularán la economía rusa. Cuando Rusia se anexionó la península de Crimea hace unos años se dijeron las mismas palabras y se pronunciaron las mismas ‘condenas’. No hay nada nuevo bajo el sol.  En estos tiempos en que muchos son alérgicos a hacer diferencias entre víctima y verdugo, no cabe esperar gran cosa ni gran ayuda al pueblo ucraniano. Solo es de esperar que los ucranianos, para su bien y su paz interior, hayan aprendido esta lapidaria y desgraciada sentencia de Virgilio en la Eneida: “Una salus victis nullam sperare salutem". Sí, “la única salvación de los vencidos es no esperar salvación alguna”.

 


Hoy hubieras cumplido 100 años. Pero solo pudiste estar entre nosotros 61. Y, sin embargo, también has seguido viviendo con nosotros desde julio de 1983, cuando tu corazón dejó de latir. Como sucede casi siempre, una madre pertenece, por sus hijos y sus nietos, a un futuro que ella no llegó a  ver. A medida que cumplimos años, nos parecemos más a nuestros padres. No sólo en el rostro, en la forma de caminar o de sonreír, también en la forma de pensar y de ver la vida, en la manera de leer el mundo y de acercarnos a las vidas de los demás. Hoy tenemos motivos de sobra para sentirnos contentos y para sentirnos orgullosos de la preciosa herencia que nos dejaste: discreción, austeridad, compasión, trabajo, resignación ante la enfermedad, conformidad en la vida, serenidad de espíritu y confianza cristiana. Una persona nunca muere del todo hasta que desaparece el último que la conoció y admiró. Mientras nosotros sigamos vivos, algo de ti sobrevivirá en nosotros. Muchas gracias, madre, abuela, bisabuela, Victorina. Estamos seguros de que, desde el Cielo, sigues cuidando a esta querida familia.

 

miércoles, 23 de febrero de 2022

1.- La matanza de los inocentes (Mt 2, 13-23)

 

En los días previos al inicio del Camino de Santiago, en mayo de 2018, entre León y Santiago de Compostela, había seleccionado algunos pasajes evangélicos que, por uno u otro motivo, me han atraído desde siempre. Los había copiado en unas hojas y los había metido en la mochila.

Cada noche, antes de acostarme, leía un pasaje. Nada más levantarme, y antes de lanzarme al Camino, volvía a leer el episodio evangélico que, a lo largo del día, me serviría de motivo de reflexión y también de hilo conductor por caminos, veredas, llanuras, montañas, bosques, praderas, tierras de labor y páramos.

Luego, por la tarde, en la tranquilidad y reposo del albergue intentaba escribir lo que el pasaje evangélico me había sugerido a lo largo del día, en los momentos de euforia o de desánimo, en los encuentros con otros peregrinos o en la soledad más absoluta del caminante.

Como hice el Camino en menos tiempo de lo previsto, algunos capítulos se quedaron sin su ‘día de reflexión’. Por ello, unos meses después, durante mi estancia en el monasterio benedictino de Silos, decidí también reflexionar sobre el resto de los pasajes evangélicos seleccionados.

Las páginas siguientes recogen estas meditaciones y soliloquios al filo de los pasos de un peregrino por los caminos del Señor Santiago.


El llanto eterno de los inocentes

Unos magos de Oriente se aproximan al Palacio de Herodes para preguntar dónde habían previsto las escrituras el nacimiento del Salvador de Israel. Los expertos, los consejeros, los consultores y asesores de toda índole escudriñan las escrituras: Belén de Judá. Y Herodes se echa a temblar. Su seguridad se tambalea, como se tambalean los reyes en un teatrillo de marionetas. Pero disimula su temblor y, zalamero, pide a los Magos que, de regreso a sus países de origen, vuelvan a Palacio y le informen dónde está el Niño para ir también él adorarlo. Y ahí dejamos a Herodes, en su palacio, rodeado de los cortesanos que le entretienen con sus liras, sus lisonjas y sus versos. Pero Herodes tiembla. Tiembla como nunca lo ha hecho en su vida, como una hoja en día de ventolera.

Los Magos cumplen su cometido: han adorado al Niño. Pero intuyen, adivinan, alguien les sugiere que vuelvan a casa sin pasar por el palacio de Herodes.

También José ha sido advertido en sueños.  Y se levanta de noche. Una noche oscura. Una noche más de las muchas noches que le tocará vivir a lo largo de una vida aparentemente insignificante y gris, casi ‘nocturna’. Y José se muestra dócil al misterio, como el barro a las manos del alfarero. José acepta la voluntad de otro que no es él, porque quiere al pequeño más que si lo hubiese engendrado, más que a sí mismo, porque él, José, es el prototipo de una paternidad no basada ni en el sexo, ni en el semen, ni en el falo. Es la paternidad del alma y del corazón.

 De noche tienen lugar las tragedias escondidas, los dramas ocultos. José, María y Jesús emprendieron el camino eterno de los refugiados, el sendero del exilio, la vía por donde marchan los que el poder no tolera. Un camino que hasta hoy mismo han tenido y tienen que transitar millones de personas.

De noche y en silencio María, José  y el Niño se alejan de Belén, de la tierra querida de sus antepasados, del taller de Nazaret, de su lengua, de las canciones canturreadas, de las fiestas tradicionales, del pan con sabor al propio horno, de la familia y de los amigos, de la Sinagoga de piedra y barro, de la fuente donde coger agua, de los juncos donde tender la ropa blanca y añil. Todas las cosas que hacen que la vida sea tolerable. El destierro es eso: un quitarte la tierra bajo tus pies, y, por lo tanto, sentir que te hundes y que te caes al precipicio. Amargo es el pan del exiliado. El aceite, el vino y los dátiles también son amargos. Amargas las canciones.

Herodes está furioso porque ha sido burlado. Ha esperado impaciente el retorno de los Magos, pero le han dado esquinazo. Ha esperado con ansiedad. Y ahora cae en la cuenta de la broma pesada que le han jugado. Estalla en ira. Estalla en rabia. Y da la orden: “Matadlos. Matadlos a todos. Que ningún niño de menos de dos años sobreviva”. Mejor que mueran todos a que sobreviva uno, el único al que yo temo, el único que me destronará.

Cuando las madres se dan cuenta, ya es demasiado tarde. Los caballos y sus jinetes han irrumpido en la aldea, al amanecer, con gritos de guerra, con piafar de caballos, con ruido de cascos en la tierra, con las espadas desenvainadas. Es el final. Los niños están en sus cunitas y las madres encendiendo el fuego o amasando el pan. Han entrado por los cuatro costados. Cuando, cumplida la misión, los soldados se alejan, sólo se oye el grito y el llanto desesperado de las madres que claman justicia al cielo. Mientras los padres, impotentes, recogen por la cocina o en el umbral los restos de sus pequeños.

Es la matanza de los inocentes. Había habido antes y las hubo después. Pero la que nos narra el evangelista Mateo se inscribe a sangre y a fuego en el corazón del que se asoma por una o muchas veces al evangelio. La ira de los que temen perder el poder puede causar las más grandes matanzas. El Niño en su huida, lo único que pudo oír, no obstante María le cubriese con su manto, fue el llanto de los inocentes y el quejido desesperado de las madres de las criaturas a las que Herodes sacrificó sin escrúpulos para que su trono no se tambalease, y para que su mundo siguiese girando una vez y otra vez más sobre los goznes de la barbarie. Este salvaje acto de la matanza de los inocentes fue un intento desesperado de retrasar la llegada del reino de paz y justicia que el Niño venía a instaurar. Pero también una lección, amarga y cruda: no faltarán nunca las matanzas de inocentes entre nosotros. Inútil precaución de Herodes. Inútil su asesinato en masa. La vida nunca se puede detener. Como no se puede detener el agua de los cielos. ¡Pero costó la vida a un buen grupo de niños inocentes! Los inocentes siguen cayendo en cualquier guerra, en cualquier mesa sin pan, en cualquier quirófano aséptico donde se practica un aborto, en cualquier trabajo esclavo de una mina en el Congo o de un basurero en Lima, en cualquier niño maltratado por sus padres o abusado por sus educadores, en cualquier niño aterido de frío o de afecto.

Cada vez que una madre llora la muerte injusta de su hijo, en cualquier guerra o en cualquier enfermedad, su llanto será siempre el llanto de Raquel:

 

Se oye un grito en Ramá,
llanto y gran lamentación;
es Raquel, que llora por sus hijos
y no quiere ser consolada;
¡sus hijos ya no existen!







 

lunes, 21 de febrero de 2022

Salome de Caravaggio. Rosi Fernández. Y 50 años de Stoner.

 

Violento, pendenciero, asesino… y sin embargo Caravaggio. Uno de los más influyentes pintores de toda la historia del arte, con cientos de pintores que han continuado su estela de realismo y claroscuros. No era un ser angelical, ni mucho menos, pero sus telas aún nos impresionan y nos conmueven. Este precioso Caravaggio de Salomé con la cabeza del Bautista es noticia porque acaban de instalarlo en una sala de honor del Palacio Real de Madrid. Este gran creador, con un curriculum vitae desoladoramente amoral, sería arrojado al silencio y condenado a muerte civil en estos tiempos de corrección política, la nueva dictadura sobre el pensamiento y el arte y la vida misma. Conocer la biografía apestosa de Caravaggio no hará que palidezca, ante mis ojos, su gran obra que he admirado en iglesias de Roma y en muchos museos y exposiciones. Juzgar las creaciones de un artista por su catadura moral significa no conocer el alma humana, capaz de lo mejor y de lo peor. Este cuadro me seguirá fascinando por su belleza y por su mensaje. Los tres personajes que ahí aparecen, Salomé, Herodías y el verdugo, son también inmorales. Acaban de cometer un crimen, con la bendición del rey Herodes, pero nos dicen todo sobre la corrupción del alma humana y sobre el destino de los inocentes, en este caso Juan el Bautista. 

  

Pocos días antes de su muerte, su cuidadora me dijo que Rosi había entrado ya en la recta final y que estaba siendo atendida en ‘casa’ por sus cuidadores y compañeros. Rosi Fernández. Su ‘casa’ desde hace muchos años era la Villa San José (Palencia), un centro para personas con discapacidad intelectual. Rosi nos ha dejado a los 49 años, después de unos meses de dura enfermedad. Ella convirtió su discapacidad en ‘capacidad’.Y si algo quiero destacar de ella era su afán de superacion, su curiosidad por todo y su alegría para participar en cualquier actividad: deporte, viajes, visitas a exposiciones, lecturas compartidas. Junto a otros compañeros escribió un precioso libro: Un paseo por el Jardín de mis emociones. A través de su página de facebook, Rosi nos hacía partícipes de sus progresos como alumna de la Universidad Popular de Palencia. A Rosi la ‘discapacidad’ la capacitó para hacer muchísimas cosas y, sobre todo, para hacer un poco más fácil la vida a los demás. Entre otras cosas, la recuerdo leyendo, con bonita voz y entonación adecuada, en muchas misas y en otros actos de la Villa. Esta fotografía en la que se muestra orgullosa de esas dos medallas ganadas en una competición podría ser muy bien el resumen de su vida. Una imagen poética, un canto a la superación, al esfuerzo y a la ilusión. Las limitaciones existen sobre todo en nuestra actitud ante la vida. Y, muchas veces, comprobamos cómo personas inteligentes, sanas, fuerte y bellas son ‘incapaces’ de esfuerzo, de empatía, de generosidad y de esperanza. Feliz viaje, Rosi.

  

 Las grandes editoriales se tiraron de los pelos, cuando vieron el éxito de este libro. Una obra maestra pasó delante de sus ojos, pero no fueron capaces de verla. En España, una pequeña editorial canaria se atrevió a publicarla hace unos años. Sin grandes alharacas publicitarias, el libro, gracias al boca a boca, fue ganando el corazón de miles de lectores. Ahora se cumplen cincuenta años de la primera edición en Estados Unidos.

            Lo leí, por primera vez, hace siete años y me pareció un gran libro. Y su protagonista, William Stoner, es ya un arquetipo de estoicismo, de integridad y de amor a la literatura. El libro arranca cuando el protagonista, nacido en una familia de granjeros humildes, llega a la Universidad de Missouri para estudiar agricultura. Pero un buen día el profesor de literatura, Archer Sloane, se dirige a él: "Shakespeare le está hablando". Cambió de carrera. Terminaría por ser profesor de literatura en la Universidad. John Williams nos cuenta la peripecia humana de Stoner, desde su juventud hasta su final. Resulta difícil no identificarse con él.

            El protagonista se pregunta a menudo: “¿Qué esperabas?” Pues eso, ¿qué iba a esperar un escéptico, un estoico de la vida? ¡Nada! Aceptar lo que llega, no rebelarse contra nada. No amargarse en las frustraciones. Al final de la lectura, se tiene la sensación de que hay o podría haber un ‘Stoner’ en cada persona que encontramos en la calle y en nosotros mismos. Y quizás también que deberíamos parecernos más a Stoner: ¡Esa santa indiferencia, esa frialdad inaudita para hacer frente a los golpes y a las lesiones de la vida! ¡Ese bendito estoicismo para seguir viviendo, sin desmoronarse nunca y sin amargarse apenas! Todos en alguna temporada de nuestras vidas nos sentimos ‘Stoner’.

miércoles, 16 de febrero de 2022

Franz Jalics: una presencia de silencio y luz

Hace un año, vacío de memoria, inocente como un niño y libre como un pajarillo del campo, moría Franz Jalics en su Hungría natal. Había nacido en 1927 en el castillo que su familia, de origen noble, poseía a las afueras de Budapest.

Al estallar la Segunda Guerra Mundial, tuvo que abandonar la casa y el país y huir al extranjero. Cuando la guerra terminó, regresó con toda su familia a Hungría. Su padre fue arrestado en la frontera y después envenenado. Los nueve hermanos y la madre recorrieron, a pie y andrajosos, el camino hasta su casa. El castillo había sido saqueado y vandalizado. La familia se reunió en el sótano y allí sobre unos colchones por el suelo pasaron esa primera noche. Fue entonces cuando asistió a una escena que no olvidaría nunca. La madre pidió a sus hijos que rezasen por los que habían saqueado su casa, por los que habían hecho asesinado a su padre y por los que les odiaban por el solo hecho de pertenecer a una familia noble y ser creyentes. Cada día rezaron por los que les habían arruinado la vida. De esta manera Franz Jalics pudo crecer sin odio y sin resentimiento. El odio no destruye al enemigo; destruye al que odia.  

Antes, durante la guerra, Jalics había sentido un miedo atroz durante los bombardeos de la ciudad alemana de Nuremberg. Pero allí, durante unos instantes, sintió una paz interior grande, una paz tras la que corrió toda su vida y de la que aprendió algo fundamental: es preciso liberarse del temor irracional a morir o a ser herido, a pasar hambre o a no tener cobijo, en definitiva el miedo al futuro. Fue entonces, cuando decidió hacerse sacerdote. En 1947 entró en los jesuitas.

Quizás su historia empezó mucho antes. Su madre siempre fue una personal capital en su vida. En su juventud, su propia madre había deseado ingresar en un convento. Las religiosas del Sacre Coeur la invitaron a que antes cursase estudios universitarios. Así conoció al que sería su marido. Durante un tiempo se debatió entre la vocación al matrimonio y la vocación religiosa.  Rezaba para encontrar su camino. Y una noche, ‘oyó’ una voz: “yo quiero a tu hijo”. No dudó que el susurro venía de Dios. Se casó y trajo al mundo ocho hijos. Cuando Jalics decidió hacerse sacerdote, su madre comprendió que la frase escuchada en su juventud alcanzaba todo su sentido.

Después de completar sus estudios en Bélgica, Jalics es destinado a América, primero a Chile y luego a Argentina, como profesor de teología. En 1974 decidió compartir su vida con los más necesitados, en una comunidad jesuita de las llamadas “villas miseria”, barrios pobres de las periferias. Son años convulsos en Argentina. La dictadura del general Videla no admite ninguna oposición ni ninguna crítica a su escasa labor social. Y, además, ve enemigos por doquier y guerrilleros en todas partes. En mayo de 1976, Franz Jalics y Orlando Orio fueron secuestrados por los militares, como sospechosos de colaborar con la guerrilla. Durante cinco meses fueron torturados y, encapuchados y esposados, vivieron con la incertidumbre de ser asesinados en cualquier momento.

Como Franz Jalics ha confesado muchas veces, la oración le salvó de la locura. Y lo que es más importante: durante el secuestro aprendió a orar, se abandonó a Dios, algo que enseñaría después a muchos discípulos.

Durante ese secuestro se produjo también un malentendido que le provocaría un sufrimiento enorme, a él, a su compañero de secuestro y a su superior jesuita, el P. Jorge Bergoglio. Franz Jalics y Orlando Orio pensaron que la persona que había delatado a los militares su presencia en la villa miseria había sido el P. Jorge Bergoglio. Franz Jalics solo quiso hablar una vez de esto: “Yo mismo creí ser víctima de las denuncias, pero al final de los 90, después de muchas conversaciones, me di cuenta de que las sospechas fueron infundadas; por lo tanto es falso afirmar que mi captura y la de mi compañero tuvieron lugar por iniciativa del padre Bergoglio (Papa Francisco en la actualidad)”. En el año 2000, Franz Jalics y su antiguo superior pudieron celebrar juntos la misa, abrazarse y reconciliarse.

Tras ser liberado por los militares, Jalics abandona Argentina e inicia una búsqueda espiritual en las escuelas orientales del conocimiento. Bajo la guía de Ramana Maharshi, se adentra en la espiritualidad oriental. Este hecho suscita la incomprensión y la crítica de muchos de sus compañeros jesuitas. Finalmente, Jalics deja la Compañía de Jesús y funda una casa de oración en Gries, Baviera. Su madre se instala junto a él. Tendrán que pasar muchos años antes de que Jalics acepte la invitación de incorporarse de nuevo a la Compañía.

Poco a poco Franz Jalics se fue convirtiendo en maestro de oración. En 1994 publica un libro fundamental, “Ejercicios de contemplación”. Un libro denso y profundo, pero que contiene un método preciso y pautado para meditar. Este libro ha obtenido su máxima difusión gracias al empeño de Pablo d’Ors, fundador de los Amigos del Desierto.

Un día de diciembre de 2012, un desconocido entró en el despacho del hospital madrileño Ramón y Cajal, donde Pablo d’Ors ejercía de capellán. Le felicitó por su obra Biografía del silencio y le regaló, sonriendo, un libro: “Ejercicios de contemplación”, de Franz Jalics. Pablo d’Ors nunca había oído hablar de su autor. Empezó a leerlo, a subrayarlo, a anotar lo que ese libro le sugería. Supo muy pronto que este libro le cambiaría la vida. Poco después, viajó a Alemania para conocer a Franz Jalics. Durante doce días conversó a diario con él. Le preguntaba, le pedía opinión, le abría su corazón. Pablo d’Ors comprendió que “me encontraba ante un gran maestro espiritual, posiblemente un santo. Aquel hombre irradiaba una gran fuerza y bondad: nunca nadie me ha producido una conmoción tan profunda. Jalics no aportaba soluciones a los problemas que le presentaba, pero me bastaba que los pusiera ante él para que se disolvieran”.

Como ha sucedido a tantos discípulos de Jalics, cuando Pablo d’Ors regresó a Madrid era otro. En 2014 fundó Amigos del Desierto sobre dos pilares bien significativos: Charles de Foucauld y Franz Jalics.   

Javier Melloni escribió una vez a propósito de Jalics: “El problema de muchos maestros o místicos cristianos es que explican los efectos de la oración, pero pocos se detienen en esclarecer cómo orar”. Y Esteban Azumendi, por su parte, comentó: “Muchas personas “saben” que Dios existe, que “Dios está acá”, que “Dios los ama”. Sin embargo, este conocimiento se encuentra alejado de la experiencia: “Dios está, pero no lo percibo”; Jalics ha ayudado a muchos a descubrirlo”.

En 2017, Franz Jalics regresa a su Hungría natal donde finalmente fallece el 13 de febrero de 2021. Los que pudieron verlo en sus últimos años dicen que su rostro irradiaba una luz única, de felicidad y de santidad. Su legado sigue inspirando a muchos en todo el mundo. El mejor epitafio a la vida de este místico, probablemente lo escribió el propio Pablo d’Ors: Los maestros nunca se marchan; nos dejan lo más hermoso y necesario: un camino”.








sábado, 12 de febrero de 2022

Periodista asesinado. Ulises de Joyce. Benedicto XVI. Y Pasolini

 

“Los nadies que valen menos que la bala que los mata”. Lo dijo Eduardo Galeano en una ocasión. Hay países donde la bala que mata cuesta más que la vida de un ser humano. Esta misma sensación se tiene ahora en México, por ejemplo. Un periodista acaba de comunicar que su hijo, también periodista, había sido asesinado por dos hombres con la cara tapada en las cercanías de su casa. El periodismo es una profesión de alto riesgo en ciertos países que están maniatados por el narcotráfico. Se llamaba Marcos Ernesto Isla y tenía 31 años. Defender la verdad o ponerse al lado de las víctimas sale caro en México y en otros muchos países. En otros lares, por ejemplo aquí, también llaman periodistas a los vividores de escándalos picantes, a los profesionales de la difamación, a los que engordan su tarjeta visa hurgando entre las sábanas de los famosos y sus miserias. A todos les llamamos periodistas o comunicadores. Pero unos se merecen más que otros el nombre. Periodismo y verdad deberían ser inseparables. Para los señores del narco y de la trata de personas, los periodistas son “nadie”, solo un estorbo en su carrera imparable, una pequeña piedra en su zapato, fácil de eliminar. Es suficiente una bala y ya está. Contar lo que sucede y denunciar las maneras del hampa significa meterse en el cajón de los ‘nadie’. Miles de balas se han llevado miles de vidas por delante en un país, México, que otrora era lindo. Según cifras oficiales, desde 2006, cuando el gobierno federal puso en marcha su operativo militar antidrogas, se dice que en México se han cometido 300.000 asesinatos. No es delincuencia. Es una guerra total.


Confieso que no he leído el Ulises, de Joyce. Lo dejé abandonado en la página 130, más o menos, y ahí seguirá en una estantería polvorienta de la casa del pueblo. Lo dejé por imposible, aunque no me rendí a la primera y lo intenté varias tardes. Nunca he entendido por qué Ulises es la mejor novela del siglo XX. O yo soy muy ceporro (y este manjar no está hecho para mi boca) o el libro es pura pedantería o me faltan las claves para entenderlo. Con el Ulises me ha pasado lo que sucede a algunos visitantes con cuadros abstractos. El guía se esfuerza en hacer entender a los visitantes que están ante una obra maestra y el pobre visitante solo ve una líneas y manchas sin ton ni son. Y sale con cara de paleto del Museo, creyéndose un asno al que no le alcanza su mollera.

Ahora que con los fastos del centenario de la publicación de Ulises, todo el mundo vuelve a hablar de la grandiosidad de esta ‘estupendísima’ novela, me he encontrado con el comentario del escritor José Ovejero en el que asegura que uno puede sentirse un buen lector a pesar de no haber leído Ulises. Me consuela bastante. Pero también tengo que decir que en mi interior he tomado la determinación de volver a intentarlo el próximo verano, a la sombra del pino y del olivo. De momento, acabo de imprimir un artículo de Gonzalo Torné titulado “Nueve pistas para leer Ulises y no morir en el intento”. Os seguiré contando.

 

Hace escasas semanas un Informe de la diócesis de Munich sobre los abusos denunciaba que Benedicto XVI, cuando era obispo de esta diócesis, hace unos 40 años, había mirado para otro lado en cuatro casos. La noticia dio la vuelta al mundo. A la pregunta de un periodista que pedía explicaciones sobre esta tan contundente afirmación, alguien de la Comisión dijo que era la “inacción de Benedicto era una probabilidad”. Una probabilidad no es una certeza. Una probabilidad carece de rigor científico. Una denuncia sobre la inacción de una persona concreta no se puede basar en una ‘probabilidad’ entre otras muchas probabilidades. Joseph Ratzinger, un hombre anciano, al final de su camino, ha perdido perdón a todos los que fueron víctimas de abusos sexuales en el seno de la Iglesia, pero también ha dejado clara su inocencia en este sombrío asunto. El trabajo al servicio de la verdad que ha caracterizado toda la existencia de Ratzinger se puede venir abajo porque alguien con ligereza escribe una línea en un Informe. Acusar a alguien de haber mirado a otra parte es un hecho muy grave, y más cuando se refiere a un Papa que fue el primero en intentar poner orden en todo este tema y en dictar tolerancia cero; el primero que se reunió con las víctimas y el primero que asumió la dolorosa verdad de lo que había ocurrido a tantos menores en tantísimos centros de la Iglesia Católica. No creo que haya habido intención malvada de los miembros de la Comisión, sino simplemente una ligereza, una inconsciencia sobre el avispero en el que se estaban metiendo y una falta de amor a la verdad. La banalidad del mal, que diría Hanna Arendt.


Un amigo me envía un breve texto de Pasolini sobre la necesidad de educar en el fracaso.  Comparto completamente su punto de vista. Pier Paolo Pasolini (1922-1975) fue la conciencia crítica de una sociedad italiana extasiada por el éxito y el triunfo. Lo comparto: “Pienso que es necesario educar a las nuevas generaciones en el valor de la derrota. En manejarse en ella. En la humanidad que de ella emerge. En construir una identidad capaz de advertir una comunidad de destino, en la que se pueda fracasar y volver a empezar sin que el valor y la dignidad se vean afectados. En no ser un trepador social, en no pasar sobre el cuerpo de los otros para llegar el primero. Ante este mundo de ganadores vulgares y deshonestos, de prevaricadores falsos y oportunistas, de gente importante, que ocupa el poder, que escamotea el presente, ni qué decir el futuro, de todos los neuróticos del éxito, del figurar, del llegar a ser. Ante esta antropología del ganador, de lejos prefiero al que pierde. Es un ejercicio que me parece bueno y que me reconcilia conmigo mismo. Soy un hombre que prefiere perder más que ganar con maneras injustas y crueles. Grave culpa mía, lo sé. Lo mejor es que tengo la insolencia de defender esta culpa, y considerarla casi una virtud”. 

miércoles, 9 de febrero de 2022

¿Sólo los abusos de la Iglesia?



Hace unos días el escritor Alejandro Palomas contó públicamente que había sido víctima de abusos sexuales cuando era un niño de 8 años en un colegio religioso en Barcelona: “Fui acosado, abusado y agredido sexualmente”. Con singular crudeza repasó sus vivencias sobre este hecho traumático que, solamente después de la muerte de su madre, había tenido el valor de contar. De toda su confesión me han llamado poderosamente la atención dos frases. Una. El religioso en cuestión, después de abusar de él, le increpaba: “¿ves lo que me haces hacer?”, descargando en un niño  vulnerable todo su pecado. Y dos. Como colofón de su declaración, y refiriéndose al día después de la violación, escribe: “A partir de ese momento llegó la noche más larga de mi vida de niño. Entré niño y salí superviviente”.

Después de esta espeluznante confesión, el autor emplazaba al Presidente del Gobierno a dar voz a las víctimas. Pedro Sánchez y la Fiscalía del Estado recogían el guante y tomaban las primeras medidas para nombrar una Comisión específica sobre los abusos cometidos en el seno de la Iglesia Católica.

Ya he hablado en otra ocasión en mi blog de este asunto tan espinoso, concretamente con motivo de la presentación del Informe Sauvé, sobre los abusos en Francia, y también de la lectura de John Boyne, Las huellas del silencio, una novela que transcurre en Irlanda.

Hasta este momento cada diócesis española tenía establecido un protocolo para recoger las denuncias de abusos y las correspondientes investigaciones y resarcimientos. Pero estos pasos, creo yo, han sido insuficientes. Ha faltado la voluntad de dar voz a las víctimas, de escuchar sus dramáticos testimonios, de pedirles perdón mirándoles a los ojos y de reparar las ofensas. Ha faltado una investigación a fondo que recogiera datos, testimonios y buscara soluciones al problema. Ha faltado un acto público y solemne de perdón y arrepentimiento. A la Iglesia española le ha faltado un poco de corazón, y también de inteligencia. Como decía el jesuita alemán y experto en este tema, Hans Zollner: “Los obispos (españoles) saben que no han hecho lo que tenían que hacer. Si la Iglesia no cumple con su deber, serán otros quienes lo hagan”.

Dicho esto, hay que preguntarse sobre la credibilidad que puede tener una Comisión nombrada por el Parlamento o el Gobierno. Dada la ideologización creciente en España, creo que hay que mostrar algunas reservas. Una Comisión no creíble daría resultados no creíbles.

El Informe Sauvé ha recibido en Francia muchos aplausos, pero también muchas críticas por su ‘escaso rigor científico’. Pocos meses antes de la presentación oficial del Informe, un miembro de la Comisión dio algunos datos: 27.000 abusos como máximo. Sin embargo, el Informe público hablaba de  330.000 niños abusados. Pero no era una cifra real, sino un número para ser matizado. La Comisión Sauvé hizo una encuentra entre 24.000 franceses para saber si habían sido víctimas o no de abusos en su infancia. Los datos fueron extrapolados a toda la población, y por una regla de tres salió la abultada cifra que llegó a todos los periódicos. Asimismo, el Informe recibió ásperas críticas por el empleo en el Informe del adjetivo ‘sistémico’, es decir se decía que en la Iglesia se habían cometido sistemáticamente abusos sobre niños en los últimos años 70 años. Al mismo tiempo se decía que a un 3% de los sacerdotes se les podía catalogar como abusadores. Nadie hablaría en su sano juicio de una práctica ‘sistemática’ cuando el 97% del clero estaba limpio de pecado. Es verdad que un solo abuso ya sería una enormidad; veintisiete mil abusos nos hablan de algo insoportable. Pero la cifra de 330.000 no se ajusta a la verdad y resulta poco creíble.

Desde el punto de vista moral, el abuso cometido por clérigos y religiosos supone uno de los capítulos más sombríos de la Iglesia Católica en los últimos siglos. Mientras desde los púlpitos se condenaba cualquier fechoría contra el sexto mandamiento, la podredumbre se acumulaba en conventos y colegios.

En estos días, las declaraciones del cardenal Blázquez han dado en la diana: “Todos hemos llegado tarde: Iglesia, familia y sociedad”. Y creo que es así. La Iglesia miró para otra parte, pensó más en la Institución que en las víctimas. Pero tampoco las familias ni la sociedad en su conjunto, ni los medios de comunicación, estuvieron a la altura. Denuncias en los juzgados ha habido y muchas, y desde hace bastantes años, pero nadie ha querido hablar de ello. Ni los políticos, ni las asociaciones de derechos humanos, ni los propios medios de comunicación. Es decir, estamos ante una culpa colectiva.

Se calcula que los abusos cometidos en el seno de la Iglesia representarían entre el 7 y el 10% del total. ¿Y el otro 90%? Las estadísticas, con su mayor o menos grado de fiabilidad, hablan de que el grueso de los abusos, hasta el 70%, se comete en el entorno familiar, especialmente por el padre biológico o por la pareja de la madre y el entorno de amigos. El otro 20% restante habría que buscarlo en asociaciones deportivas, asociaciones de ocio, centros de protección de menores y establecimientos que trabajan con menores. Si gravísimo es que un religioso o sacerdote cometa un abuso, ¿qué adjetivo utilizamos para el que comete el propio padre, familiar o amigo de la familia?

Estoy totalmente de acuerdo en que se cree una Comisión que escuche a las víctimas, recoja los datos, elabore una estadística, establezca resarcimientos y dé pautas de comportamiento y prevención para los años venideros. Pero, ¿por qué sólo una Comisión para los abusos cometidos en el seno de la Iglesia? ¿Por qué no una Comisión que estudie todos los casos? ¿Son acaso menos importantes las víctimas de un padre o un padrastro desalmado, de un entrenador, de un cuidador de un centro de menores?

Si realmente nos interesan los menores, si realmente nos interesan las víctimas, la Comisión debe alcanzar a todos los que han sido agredidos o abusados, y no solamente a las víctimas de la Iglesia Católica.

En una España polarizada, una Comisión nombrada por los partidos o por los miembros del Gobierno me temo que no actúe con ecuanimidad e independencia. Los ciudadanos de a pie no entenderán, por ejemplo, que se quiera investigar los abusos cometidos en la Iglesia hace décadas, pero no los abusos cometidos contra menores en centros tutelados en Baleares, un hecho bastante reciente, del que los políticos, que deberían haber protegido a esos menores tutelados, no quieren ni hablar.

 Si la Comisión solo investiga a la Iglesia, creo que verdaderamente no nos interesan las víctimas, ni el problema de los abusos a menores, sino solamente intereses mezquinos y oscuros de algunos partidos o sectores de la sociedad. No será una Comisión que esclarezca los hechos y dé voz y haga justicia a las víctimas, sino una manera de cargar las tintas contra la Iglesia Católica.

Por lo tanto, y como resumen: la Iglesia anduvo escasa de corazón y de inteligencia para afrontar esta crisis de los abusos. Y algunos partidos puede andar sobrados de intenciones no del todo confesables a la hora de acometer el problema. Sí a la creación de una Comisión totalmente independiente que estudie el fenómeno de los abusos a menores, provengan de donde provengan los abusadores.

Pero no quiero terminar este artículo sin hacer mención a una reflexión muy potente del eurodiputado Javier Nart que en el programa Todo es mentira, de Risto Mejide, confesaba que él también había sufrido abusos de pequeño en un colegio. Ni daba detalles ni decía en qué colegio o por parte de qué religioso. Y  acababa su intervención de esta manera: “Pasó y uno lo supera y vives y vives bien y, de vez en cuando, ahora te llega el recuerdo cuando estás en este tema. La introspección sobre lo que ocurrió cuando ocurrió no te lleva a ninguna parte; creo que hay que vivir y todas las experiencias te ayudan a madurar y a mirar con optimismo las cosas. Yo no he tenido trauma, no he querido tenerlo".

Todas las víctimas de abusos, independientemente de su abusador, tanto las que han vivido con los demonios del abuso y se consideran ‘supervivientes’, como  las que han decidido seguir adelante y “no tener trauma”, merecen el respeto y la consideración por parte de todos. Y también la justicia.

 


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