miércoles, 13 de abril de 2022

7.- El Lavatorio de los pies (Juan 13, 1-15)

 


Un Reino de servicialidad

 Jesús sabe que su final está cerca. Es un hombre con los días contados. Le pisan los talones los guardianes religiosos de la ortodoxia. En sus propias filas, se están incubando la deserción y la traición. El tiempo apremia. Y él quiere resumir en un gesto, en un solo gesto, que impresione las mentes, tantas veces obtusas, de sus seguidores. Un gesto que ilumine los corazones, tantas veces helados, de sus discípulos. ¡Un hachazo en sus cabezas duras como el pedernal!

Cena con los apóstoles. Se levanta de la mesa que hasta ese momento había presidido, se quita su manto. Toma una palangana de agua y una toalla, se arrodilla delante de ellos, y se pone a lavarles los pies.

¿Cómo no se van a escandalizar los apóstoles, Pedro el primero? ¿En qué cabeza cabe que el ominoso quehacer de lavar los pies, asignado a los sirvientes de más bajo rango o a los esclavos, se convierta en las señas de identidad de un Dios? ¿Dónde está escrito que el maestro lave los pies a sus discípulos? ¿En qué decreto se establece que el dueño de la casa tenga que lavar los pies a sus criados?

Pedro, vehemente pero sincero, se rebela contra esto. ¿Pero qué es esto, dónde se ha visto semejante quijotada, donde se ha visto tamaño despropósito? ¡Es el mundo al revés!

Pero nadie va a detener a Jesús en su gesto. Ha conseguido escandalizar a sus discípulos. Ha conseguido que se indignen. Pero aún no han entendido nada. Y no lo entenderán hasta después de su muerte, hasta que el espíritu de Jesús les penetre la carne, la piel, cada uno de sus cabellos y de sus vísceras. Solamente entonces, entenderán que este lavatorio de los pies es el resumen de una vida. Es la herencia. El testamento de Jesús. El nuevo testamento de Jesús empieza con una palangana de agua, una toalla y un hombre arrodillado. Un Dios arrodillado.

En este gesto subversivo, en este gesto inquietante y escandaloso de Jesús, se resume la buena noticia, el evangelio. Las relaciones humanas deben basarse en la servicialidad que, al fin y al cabo, es lo que hace más fácil la vida a los demás. La idea de dioses omnipotentes, la idea de dioses soberanos, común a todos los dioses desde los primeros homínidos, se desmorona con este gesto. ¡Dios lava los pies! Dios sólo puede ser adorado e imitado, repitiendo este gesto. Por ello, los primeros cristianos, cuando se reunían solían repetirlo, para recordárselo mutuamente. El que presidía la asamblea, aquel miembro de la comunidad que gozaba de más prestigio o que ejercía una auctoritas sobre el resto, se arrodillaba y lavaba los pies del último bautizado, del cristiano más bajo, más pobre, más ignorante. Cada Jueves Santo este gesto nos sigue pareciendo provocador. Desde el Papa hasta el último párroco de aldea lo repiten: se arrodillan ante un pobre, un emigrante, un prisionero, y le lavan los pies y se los besan. Lo mismo que una madre haría con su hijo pequeño, con su hijo herido o con su hijo muerto. No hay diferencia.

El cristianismo es esto: servicialidad amorosa. El poder es esto. La idea de maestro o de guía es esta. La idea de jefe o de líder es esta. El cristianismo rompe las viejas idolatrías, las viejas adoraciones y las sustituye por el gesto más humilde de servicio. Así empezó a construirse una nueva civilización: la del amor por los débiles. Así se abrió la primera página de un libro nuevo donde si alguien quiere ser maestro y guía debe ponerse al servicio de todos y trabajar para que todos se sientan a gusto, para que su vida sea más fácil, para que todos quieran volver a la casa común, allí donde todos son bien acogidos.

El cristianismo no es un discurso, ni es una adhesión a una doctrina, ni una filiación a una religión. Ser cristianos es seguir a Jesús que indicó el camino: ponerse al servicio del otro, del más menesteroso, del menos importante, del menos ‘amable’, para hacerle la vida un poquito más fácil. Para lavarle los pies manchados por el polvo de los caminos del mundo. Pies heridos por las injusticias del mundo. Pies doloridos por el sufrimiento del mundo. Para besarle los pies, y con ellos, toda el alma y todo el cuerpo. Porque la primera necesidad de todo ser humano, antes que el pan y el agua, es la de sentirse amado y querido.

 




miércoles, 6 de abril de 2022

Puentes hacia los refugiados



            Ya el mismo 24 de febrero, cuando las tropas rusas entraron en territorio ucraniano por todos los costados, muchos fueron conscientes de la avalancha de refugiados que cruzarían las fronteras para salvar sus vidas en otros países de Europa. En esa misma mañana también, en dos comunidades religiosas situadas en Skawina (Polonia) y en Iasi (Rumania) resonó claro y distinto un mandato de Luis Guanella: “No podemos cruzarnos de brazos mientras haya pobres que socorrer”.

            Así empezó esta pequeña historia de solidaridad. Una más, entre miles de hermosas historias, porque nunca como en este momento, los ciudadanos de Europa han sentido tan de cerca el grito apremiante de los refugiados que, con su exigua maleta,  los ojos arrasados en lágrimas y en recuerdos, dejaban el suelo familiar en busca de una ‘casa provisional’ y unos brazos abiertos.

            Quisiera mostraros algunas instantáneas que en el último mes me han llegado desde Polonia y desde Rumanía. PUENTES va a aportar su granito de arena. Una vez más, y ya son tantas, pido tu colaboración, pequeña o grande, para este proyecto en favor de los refugiados ucranianos.

    

Un refugio para los refugiados

Un joven seminarista guaneliano, cepillo en mano, da el último repaso al dormitorio improvisado, uno más de los muchos que han surgido en la casa de Iasi. Buscaron somieres, colchones, mantas y sábanas por doquier. Compraron y pidieron. Y montaron camas y literas en todos los espacios. Pocas cosas nos hablan mejor de la acogida a los refugiados que la preparación de la casa para que nuestro huésped, tenga la religión que tenga, ame a quien ame, vote a quien vote, se sienta a gusto, y no eche demasiado en falta su hogar, aunque esto será imposible. Pocas veces el genio del cristianismo, como nos enseñó Chateaubriand, resplandece tanto como cuando se da un exquisito trato a un huésped necesitado.

    

¿También tiritas para el alma?

Una vez Mafalda se hizo esta pregunta. Cuando empezaron los bombardeos y, con ellos, los centenares de heridos por doquier, en las farmacias ucranianas y también en las de los países vecinos, empezaron a escasear los productos más básicos. Fue entonces, en esos primeros días de guerra, cuando los religiosos guanelianos recogieron, en más de 20 puntos de la ciudad de Skawina-Polonia, tiritas, vendas, esparadrapo, dodotis, toallitas de aseo, agua oxigenada, alcohol, paracetamol, betadine… En el Facebook de un religioso polaco pude leer el pasado 2 de marzo esta frase: Si tuviéramos que elegir entre un lingote de oro o una bolsa llena de vendas, elegiríamos vendas sin pensarlo”. Luego vendrían las tiritas para el alma, porque también existen: un abrazo, un rato de escucha, el ofrecimiento de un café.

     

¡Salvad a los niños!

Con una mochila en la espalda y un peluche bajo el brazo. Con el gorro de lana sobre sus cabezas, de la mano de la madre o del hermano, después de un largo viaje y de interminables horas en las fronteras, un grupo de mujeres y de niños acaban de bajar del autobús. Llegan a una ciudad que no es la suya, donde hablan una lengua que no es la suya. En medio del frío de primeros de marzo, se aproximan a la Casa Guanella en la ciudad de Iasi-Rumanía. Son los primeros refugiados. En su alma llevan una mochila mucho más pesada: la despedida del padre, del hermano, del hijo, retenidos en Ucrania para defender con uñas y dientes su tierra y su dignidad. Faltan apenas unos metros para “llegar a casa”, y una voz les saluda desde la puerta “Bine ati venit, copii”. Bienvenidos, chicos. ¡Por fin: los niños estarán a salvo!

     

La semilla de un gran árbol

Han castigado las canastas de baloncesto y las porterías contra la pared. El polideportivo de Skawina en Polonia se ha convertido en pocas horas en un amplio local multiusos capaz de acoger a 150 refugiados. Las congregaciones religiosas presentes en la ciudad se han unido para gestionar este espacio. Mesas para pintar o escribir, juegos para los niños, comida para todos, una escuela improvisada, mujeres que envían mensajes a los familiares que se han quedado en Ucrania. Sobre un par de cartulinas, con los colores de la bandera ucraniana, un niño ha dibujado un árbol. Y en este preciso momento, el niño explica a una voluntaria polaca su hermoso dibujo. Es muy pequeño aún, pero sin saberlo ha puesto la semilla de un gran árbol que dará sombra al peregrino, belleza al paisaje, nidos a los pájaros del cielo y leña para el invierno. El futuro ya está ahí, en el dibujo y en la mirada inocente de un niño.


      Buenas noches, tristeza

Hace apenas unas horas que han llegado a la casa de Iasi. De todas las fotografías recibidas, esta me parece la más triste. En el estrecho pasillo donde los voluntarios ofrecen café y unos dulces, un hombre y una mujer de una cierta edad, pegados a la pared, casi invisibles en su silencio y en su abatimiento, con una taza en la mano, miran a la pared, miran a la nada. Él por su edad, ya no “vale para la guerra”, y por eso han podido salir de Ucrania. Tenían por delante una jubilación tranquila, con su casa, sus viejos muebles, las visitas de los hijos y los nietos, alguna excursión, el descanso… pero les ha caído encima una guerra. Ahí están, serios, cabizbajos y dolientes. Un voluntario está a punto de pasar delante de ellos, y él también se siente contagiado por la pena. El café les puede sacar del frío del invierno, del cansancio del viaje, pero ni un café es suficiente para sacar el frío del alma, el desangelamiento y la pesadumbre.

     

La vida es bella

Está a punto de dar su primer paseo por la ciudad. Y está contenta. “La vida es bella, a pesar de los pesares”, parece decirnos esta chica en silla de ruedas. Ella no conoce los motivos de la guerra ni ha seguido en los telediarios los sesudos debates de unos y otros. Los nombres de Putin o Zelenski la dejan indiferente. Su patria está allí donde se siente estimada y querida. Y en este pequeño rincón de la Rumanía guaneliana, ella ha encontrado una patria de afectos. Tres de sus cuidadores, cada uno de ellos de una nacionalidad diferente, le dan los buenos días y le desean un buen paseo. Conozco a uno de sus cuidadores, el P. Battista Omodei. Se ha pasado la vida de misión en misión y de continente en continente. Y ahora me lo encuentro en esta fotografía mirando embobado, desde su venerable edad, a esta joven cuya sonrisa es la más resplandeciente manera de decir “gracias, me siento bien en vuestra patria tan ancha como el mundo”. En tiempos de ferocidad, los que no pueden correr, llevan las de perder. Pero ella y varias personas más con muletas o en sillas de ruedas o con andares renqueantes han encontrado en este lugar de Europa una posada samaritana. 

    

¿Dónde estamos?

Acaban de entrar en el vestíbulo de la que será su casa, ¿por cuánto tiempo? Durante todo el viaje se habrán hecho mil preguntas sobre los porqués de una guerra de la que acaban de huir y sobre el país al que han sido destinados. ¿Dónde estamos?, parecen decirnos con sus rostros cansados. Minutos de espera, antes de saber dónde está el dormitorio, dónde el comedor, dónde el baño, cuál será el horario, si funcionará el teléfono móvil que les unirá, como cordón umbilical, a sus seres queridos. Llevan en su mochila el dolor de sus conciudadanos, las incertidumbres y las penalidades de tantos ucranianos. En primer término, un joven apoya sus manos en las muletas. Se sienten afortunados porque han salido de un campo de minas, y a la vez culpables por esta ‘huida’. Y esos sentimientos de alivio y de pesadumbre, de privilegio y de culpa les acompañarán durante mucho tiempo.

    

Jugar a la esperanza

Hace unas horas que estos cinco niños han llegado a esta casa en Rumanía. Les esperaban un plato caliente en la mesa, una ducha reparadora y ropa limpia. Y después, después, un partido de futbolín. Cuatro seminaristas guanelianos contemplan ensimismados a estos cinco niños. Junto a otros 28 niños vivían en un pequeño orfanato de Ucrania. Cuando empezó la guerra, sus cuidadores les sacaron a toda prisa del país, en medio de un caos mayúsculo, en medio del silbido de las balas, del estruendo de las bombas, del dolor amargo de todo un pueblo y de una despedida de besos y lágrimas de sus cuidadores. En la frontera con Rumanía, como acordado, los entregaron a la misión Guanella. Allí serán cuidados, amados y protegidos hasta que un día, también como acordado, puedan volver a su patria, a su lengua, las canciones infantiles, las comidas tradicionales… Mientras tanto, estos cinco niños, lejos de la bruticie de los mayores y la sinrazón de los mandamases, juegan. Una partida de futbolín es lo que estos niños necesitaban después de largas jornadas de miedo e incertidumbre. Una partida de futbolín debería ser la única batalla permitida en este mundo. En la habitación, al fondo de la misma, un crucifijo parece la mejor metáfora para hablar de la inocencia masacrada en estos tiempos de plomo. ¿Tendrán los señores de la guerra la última palabra? Cinco niños felices juegan al futbolín. De alguna manera, ellos representan el futuro de Ucrania.

            Y con esta fotografía, cargada de esperanza, concluyo este álbum para hablar de las benditas casas que acogen a niños y a grandes. Una metáfora para explicar que, en tiempos de metralla y de balacera, siempre hay hombres y mujeres que gritan con sus obras: ¡Los cuidados serán más fuertes que las heridas!

martes, 5 de abril de 2022

6.- La negación de Pedro (Mt 26, 69-75)



Que un gallo cante también por mí.

         El pasaje evangélico es el de la negación de Pedro. Pedro era un pescador, un analfabeto. En la vida, probablemente, no aspiraba  a nada más que a trabajar duro en la mar, cuidar a su familia (en el Evangelio se nos habla de la curación de la suegra de Pedro), y acudir los sábados a la Sinogoga, quizás más por ritual que por devoción.

¿Qué es lo que vio este recio pescador en Jesús para dejar sus redes y su vida y lanzarse a una aventura que lo conduciría, muchos años después, a un martirio atroz en Roma? ¿Y qué es lo que vio Jesús en este rudo y sensible pescador? Probablemente el diamante en bruto al que el amor del Maestro iba a convertir en una roca diamantina.

Quizás Jesús fue la única pasión de su vida y por él se sintió, misteriosa y arrebatadoramente, atraído. Él era –eso creía él- tajante en sus afectos y tajante en sus fidelidades. Y presumía de ello: ¡Yo no te negaré! Diríamos que era un rígido y un temperamental. Sacó la espada y cortó la oreja de un criado de Malco que venía a apresar a Jesús.

Pero luego, en las siguientes horas, tuvo miedo y el miedo le traicionó y le hizo traicionar a Jesús en un acto de cobardía digno de los anales de la Historia. Se sintió perdido y negó la evidencia: él no era de los de Jesús, él estaba allí por casualidad allí, él no era galileo, ni Jesús se había cruzado nunca en su camino. Pero un gallo cantó por él, cantó para él. Y esto le hizo volver en sí, recapacitar, redimensionar su miedo, sacar pecho. Y lloró como nunca los hombres de una cultura que deplora la sensiblería habían llorado. Lloró como un hombre, como un varón, con el corazón, la cabeza, y el alma desgarrados.

Ojalá que en los momentos de traición un gallo cante por mí. Pedro se supo traidor. Pedro se supo un mierda, un payaso, un fanfarrón desenmascarado, un valiente de pacotilla, un héroe de cartón piedra.

Pedro lloró. Petrus flevit, dice el texto en latín. Lloró como nunca lo había hecho. Lloró aunque se lo habían prohibido, porque llorar es cosas de mocosos o de mujerucas. Pedro lloró y se desmoronaron todas sus seguridades, que eran de oropel, de mentirijillas. Así que, algún tiempo después, cuando Jesús le pregunte si le ama, él responde solamente: “Tú sabes que te quiero”, que es un amor rebajado, un vino aguado. Ya ha escarmentado, ya no se atreve a pronunciar la palabra fuerte de un ‘te amo’. Jesús le comprende. Y se conforma con el ‘te quiero’ de Pedro. No le exige amor extremo, sino un querer humano, fuerte y sincero, pero también frágil y débil.

Pedro, la roca, se deshizo en lágrimas y así probó, de una vez por todas, que él era más barro de lo que creía, pero que su Maestro era más Mesías de lo que él se había atrevido a confesar.

Petrus flevit. Pedro lloró, pero tan sólo cuando, a la luz incierta de un amanecer en la ciudad de Jerusalén, cantó el gallo. Ojalá un gallo cante por mí. Y ojalá me sea concedido el don de lágrimas.






miércoles, 30 de marzo de 2022

5.- El Hijo Pródigo (Lc 15, 11-32)


El tiempo de las pocilgas.

         Probablemente nunca como ahora, el hombre tiene necesidad urgente y atolondrada de romper lazos y dilapidar su fortuna. Es el hombre que no gusta de las raíces ni de los afectos familiares. De esta manera, el mundo está lleno de hijos pródigos que no desean en absoluto estar sujetos a los valores tradicionales, a las costumbres del hogar, a las rutinas, a la fe de los mayores. ‘Carpe diem’ y ‘Vive la vida’, se nos dice ahora, y se nos repite machaconamente. Como un mantra.

Abandonar al padre parece ser la norma, y con él se abandonan los lazos, quizás para crear nudos en otros parajes. Todo suele ir bien al principio, porque los cantos de las meretrices, las luces de neón, las tabernas, los amigotes detrás de la barra… pueden darnos la sensación de una felicidad fácil, lejos de las rígidas normas domésticas. El amor fácil nos parece preferible al amor exigente del padre y del hermano.

Pero luego llega el tiempo del hastío, que es el tiempo del hambre, porque nada ni nadie nos sacia. No es el hambre porque falten los alimentos. Es el hambre que se experimenta cuando los alimentos no sacian. Un ruido es igual a otro ruido. Una copa igual a otra copa. Un libro igual a otro libro. Un viaje igual a otro viaje. Un cuerpo igual a otro cuerpo. Llega el hambre y, con él, el tiempo de las pocilgas. Nos sentimos sucios, corrompidos, agostados y agotados, envejecidos de piel aún tersa, exhaustos por placeres que creíamos infinitos y que se han demostrado muy limitados.

Nosotros mismos nos sentimos cerdos hozando entre cerdos. Y es en este momento cuando puede ocurrir, o no, un milagro. Podemos levantarnos para volver al padre, o podemos quedarnos tumbados en la pocilga, como muertos en vida. Este es el momento clave. Si uno decide levantarse, todo está por venir, todavía hay porvenir. Todo puede suceder. Pero el que decide levantarse, no puede sentir arrogancia, sino humildad. Lo que salva al hijo pródigo es su disponibilidad y su apertura a volver a casa, no ya como hijo, sino como jornalero, que al final del día se siente cansado de trabajar, satisfecho de haber sacado a la tierra su fruto, contento de tener un trozo de pan, un vaso de vino y un jergón sobre el que dormir con un corazón limpio. Es decir, la vida: trabajo duro, alegrías sencillas, conciencia transparente. Días de pascua y miércoles de ceniza. Celebración y duelo. 

El padre sólo espera a que su hijo se levante, porque sólo así podrá demostrar su amor sin condiciones. Él no espera al hijo con un ‘ya te lo decía yo’ o un ‘¿qué creías tú que era el mundo?’ No le espera para leerle la cartilla o echarle en cara sus desvaríos o pedirle cuentas. No, el padre solo espera al hijo.

El hermano que ha permanecido en la casa del padre cree que él es bueno, y probablemente lo es. Pero piensa que solo él tiene derecho al amor paterno. Y esa es su falta y ese es su pecado. El hermano concibe al padre como un juez: la estricta recompensa y el estricto castigo.

Cada uno de nosotros, a lo largo de nuestra vida, ejercemos todos y cada uno de los papeles que aparecen en esta bellísima parábola: nos sentimos y actuamos como padre misericordioso, como hermano mayor justiciero o como hijo pródigo y arrepentido.

Pero todos, todos, alguna vez, hemos permanecido un tiempo lejos de la casa paterna, de los valores paternos, de la fe de nuestros padres. La rebeldía que se consume en sí misma. Una indignación sin propuestas. Una casa de noes, en lugar de un hogar de síes.  Instalados en las pocilgas. El tiempo de las pocilgas, sin un ‘me levantaré’, es el infierno en este mundo y en esta tierra.











sábado, 26 de marzo de 2022

Iván el Terrible, de Ilya Repin. Maixabel, de Iciar Bollaín. Y Vientos amargos, de Harry Wu.

Ilya Repin: Iván el Terrible y su hijo

Acabo de ver la película El artista anónimo, de Klaus Härö. Resumo: un galerista se endeuda para adquirir un retrato sin firmar, pero que él tiene la intuición-certeza de que es una obra del gran pintor ruso Ilya Repin. Hay una obra de Repin que siempre me ha fascinado. En 1885, el pintor ruso Ilya Repin pinta su obra maestra Iván el Terrible y su hijo (hoy en la Galería Tetriakov, de Moscú). Una pintura de historia, tan de moda en aquella época, que hace referencia a un episodio ocurrido tres siglos antes, exactamente el 16 de noviembre de 1581. El zar Iván el Terrible, en uno de sus accesos de ira y terriblemente enfadado por lo que él consideraba ropas indecentes de la zarina, amenaza con prenderla a bastonazos con ella. El zarévich, presente en la sala y en un intento de proteger a la zarina, se interpone y se enfrenta al padre,  pero el bastón lo golpea con tal fuerza en las sienes que, al punto, cae desplomado. El padre, horrorizado, trata inútilmente de detener la sangre de la sien. En la pintura, Iván aparece espantado por su violencia, atormentado por la culpa de haber herido brutalmente a su heredero, los ojos fuera de sus órbitas. El pintor subraya a la perfección la tensión violenta del crimen. Un padre colérico ha destruido a quien más debía haber amado. El hijo, antes de expirar, estrecha con su débil mano el brazo del padre, en un gesto de silencioso perdón.

La escena tiene lugar en uno de los salones del palacio. Columnas, un espejo,  arcones,  una silla y un cojín por el suelo que indican el forcejeo previo, ricas alfombras persas, de llamativas tonalidades rojas, como si la sangre derramada alcanzase ya el palacio entero y la corte toda y toda Rusia. Una estancia donde el bastón utilizado para golpear brilla como un cuchillo criminal.

Pocas veces el arte ha reflejado mejor el horror de un crimen, la locura de un rey, la grandeza del hijo que intentó aplacar la ira de zar y, al mismo tiempo, fue capaz de perdonar al padre asesino. En el fondo sabe que, de por vida, su padre estará condenado a revivir día tras día y noche tras noche, aquel momento preciso hasta hacerle enloquecer.


Los vestidos suntuosos del zarévich contrastan con la vestimenta de color negro del zar. El zarévich, que por su grandeza moral hubiera merecido  alcanzar el trono, está agonizando. En cambio, el zar violento, loco y desquiciado (‘Terrible’ es el apodo con el que ha pasado a la posteridad), seguirá vivo, pero condenado para siempre al duelo y al luto.

Iván el Terrible es de sobra conocido por las muchas atrocidades cometidas y por los numerosos asesinatos que encargó entre sus propios colaboradores, pero ningún episodio refleja mejor su reinado que este. Esos ojos desorbitados, esa mirada inyectada en pánico, esas manchas de sangre en su propio rostro, ese intento vano de frenar la hemorragia y ese beso desesperado en la frente del hijo. Asistimos a la soledad más atroz de dos personajes: al desgarrador remordimiento ante la muerte inminente de su hijo se opone la resignación y la calma con la que el zarévich, también de nombre Iván, afronta el final inminente de su existencia: muere perdonando. Y la lágrima que con absoluta maestría Ilya Repin pintó en el rostro del moribundo, no sabemos si es por el golpe recibido, por la despedida de la vida o por su propio padre. Tal vez el zarévich llora por la vida tan desdichada que llevan siempre los que hacen desdichados a otros.

Por una estrecha ventana entra una luz fría pero suficiente para iluminar a los dos personajes, únicos actores, víctima y verdugo, de un sacrilegio, frente a frente, enlazados para siempre en el recuerdo de todo un pueblo.

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Maixabel: querer comprender para perdonar. 

La película de Iciar Bollaín se detiene en un momento muy concreto de la difícil convivencia en el país vasco por causa de Eta. Maixabel, viuda de Juan Mari Jáuregui, gobernador civil de Álava, asesinado por Eta, se entrevistó con dos de los pistoleros que mataron a su marido. A algunos, poquísimos etarras, la cárcel les abrió los ojos sobre su vida, sobre su historia de sangre y muerte, sobre su pertenencia a la banda criminal. Empezaron a hacerse preguntas, a perder las seguridades pétreas que les habían inculcado en Eta y llegaron al arrepentimiento por una vida malgastada que había ocasionado tanto sufrimiento a tantos.

Por otro lado, algunas víctimas, poquísimas también, intentaron conocer qué es lo que llevó a unos niñatos a echarse al monte, a hacerse pistoleros por una idea. Fue así como surgieron estos encuentros y conversaciones entre víctimas y victimarios. La película es una reflexión sobre vidas malgastadas inútilmente por ideales sanguinarios, pero también sobre el intento nada fácil de conocer al asesino, de ofrecer el perdón, de darse cuenta que, a su manera, estos jóvenes que, en lugar de tomarse unas cañas, jugar un partido de pelota, o salir con una chica, fueron cazados por la banda terrorista, adoctrinados, hipnotizados hasta el punto de ‘celebrar’ cada asesinato como una gran fecha.

 Hay un momento en que Maixabel dice al terrorista arrepentido: “prefiero ser la viuda de Juan Mari a ser tu madre”. Y él le contesta: “yo preferiría haber sido Juan Mari”. Los pocos que se arrepintieron sintieron sobre su nuca el desprecio, no solamente de sus antiguos compañeros de armas, sino de una buena parte de la sociedad vasca, enferma durante décadas, que negó el pan y la sal, el saludo y la palabra, a quien no era proetarra. O que calló cobardemente cuando un día y otro día caían víctimas, a los que previamente se les había dejado de considerar ‘personas’. Pero sí, tiene razón Maixabel: es preferible ser la viuda de la víctima que ser la madre del asesino.

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Vientos amargos, de Harry Wu

El 1960  Wu Hongda era un estudiante del Instituto de Geología de Pekín. Al igual que otros miles, millones, de chinos fue conducido por “derechista, contrarrevolucionario”, a un campo de trabajos forzados. Así pasaría 20 años, hasta que, después de la muerte de Mao Zedong, fue devuelto a la libertad. Logró salir de China y se dirigió a Estados Unidos. Impulsado por la profesora de la Universidad de California, Carole Wakeman, escribió Vientos amargos, para denunciar ante el mundo el Laogai (la red china de campos de trabajo y prisiones).

Wu se suma así a los numerosos testimonios escritos que en los últimos años han contribuido a hacerse una visión aproximada de la inmensa prisión en la que se convirtió China en los años del maoísmo. El libro está dedicado a los que no podrán nunca contar su historia personal, porque fueron masacrados por el régimen de terror comunista, por ejemplo, parte de su familia o algunos compañeros del ‘laogai’, entre ellos Ao, Lu o Xing, hacia los que sintió un poco de afecto. La vida consistía en trabajos agotadores, en una búsqueda desesperada por encontrar algo de alimento (el hambre atraviesa el libro de cabo a rabo), las sesiones de adoctrinamiento, las autoinculpaciones de ser un mal seguidor de Mao, las delaciones contra amigos, vecinos y familiares, los suicidios de los más débiles que no podían soportar tamaña represión.

Alexander Solzhenitsyn escribió una frase exacta sobre el ‘mal’ que habitó en las dictaduras del proletariado: “No todo tiene nombre. Hay cosas que están más allá de las palabras”. Podría valer perfectamente para Vientos amargos y para todos los que pasaron por estos lugares de infierno.

La acusación de derechista o contrarrevolucionario era una condena en vida, un estigma y una peste. Pero lo que me asombra de todo esto es que tantísimos en Occidente estuvieran literalmente deslumbrados por Mao Zedong, que su imagen empapelara las habitaciones de tantos universitarios e intelectuales, que su Libro rojo fuera libro de cabecera, que tantos le defendieran y creyeran a pies juntillas que el gran timonel conducía a China y a la humanidad hacia un paraíso de leche y miel. Todo el mundo vio pronto y enseguida los desmanes y las atrocidades de los nazis, pero las atrocidades y los millones de muertos causados por el terror rojo nunca salieron a la luz o no fueron creídos. “Más opresivo aún que la vigilancia  y el control –escribe Wu- era el hecho de darse cuenta finalmente de que nuestras vidas nunca nos pertenecerían por completo”.

Cuando Wu se encuentra con su padre enfermo después de veinte años, este le anima a que deje el país, porque nunca podrá vivir en paz en una nación donde le han hecho sufrir tanto. Su padre, acusado de reaccionario y burgués porque había trabajado en una empresa extranjera, se arrepintió toda su vida de su ingenuidad al pensar que había cabida para él y su familia bajo el comunismo. Sufrió toda clase de vejaciones y privaciones, por eso le conmina a su hijo a que emprenda viaje al extranjero para no perder la vida por completo.

Una vez en Estados Unidos se propuso dar a conocer a Occidente los campos de trabajo donde se obligó a vivir en condiciones miserables a millones de chinos por la simple acusación de burgueses, reaccionarios, derechistas o contrarrevolucionarios. A estas condenas se podía llegar por el simple hecho de tener un libro de literatura extranjera en casa, por ejemplo Los miserables, de Víctor Hugo, de haber ido de pequeño a un colegio religioso, de tener un amigo de otro país, de haber trabajado en una empresa extranjera o haber viajado fuera de China.

Poco después de llegar a Estados Unidos puso en pie The Laogai Research Foundation para dar a conocer el sistema comunista y maoísta en toda su crueldad y degeneración.

 

miércoles, 23 de marzo de 2022

4.- La curación del siervo del centurión (Lc 7, 1-10)

  


Descubrir a los centuriones

        El pasaje evangélico del día casa muy bien con mi estado de ánimo espiritual. El centurión romano pronunció una frase que cada día se repite en todas las eucaristías del mundo: “Señor, no soy digno de que entres en mi casa, pero una palabra tuya bastará para sanarme”.  Esta tarde, después de mucho tiempo sin acercarme a comulgar, lo haré.

El centurión quería a su siervo enfermo. El centurión, siendo romano y oficialmente enemigo del pueblo judío, había ayudado a edificar la sinagoga del lugar. El centurión conocía perfectamente que un tal Jesús iba de aldea en aldea devolviendo la salud a los enfermos. La fama de este hombre que pasaba por los caminos haciendo el bien llegaba hasta sus oídos día tras día. Este Jesús de Nazaret traía algo nuevo en sus palabras, no era otro charlatán de tres al cuarto. No era un profeta de una semana. Su discurso sobre Dios y sobre el hombre no era un discurso religioso más, sino una palabra directamente dirigida al corazón de cada oyente.

Pero el centurión se sentía indigno. Hacía tiempo que había dejado de creer en esa quimera de dioses romanos. Y tiempo también que su devoción al emperador sólo era una pura cortesía a la que le obligaba el cargo. Lo mismo que uno se quita el sombrero, se inclinaba él ante la estatua del emperador.

Es admirable esta humildad, es admirable esta conciencia de la propia indignidad, de la propia pequeñez y, al mismo tiempo, es admirable esa fe en Alguien que va haciendo el bien y sanando a los lisiados.

Descubrir centuriones. Hoy los cristianos deberíamos descubrir los centuriones de nuestra sociedad. No pertenecen a nuestra religión. Quizás están lejos de cualquier forma de religión establecida. Pero son mujeres y hombres rectos de corazón, preocupados por la suerte del ser humano, preocupados por la desdicha. Desprecian el pío barniz de los que se dicen creyentes porque en su entorno eso significa subir de estatus social o económico, porque significa moverse en las esferas del poder y sus aledaños. Y sin embargo respetan profundamente al verdadero hombre religioso, al que sin duda conocen por sus frutos de caridad.

Los centuriones, sin saberlo, son cristianos, pero no se consideran dignos de tal nombre, porque saben de la pobreza de sus corazones y de las nieblas de sus almas. Y sin embargo, sin saberlo, están construyendo el reino de Dios, que es reino de justicia y de paz.

Los centuriones no hacen causa de su impiedad. Saben que no tienen esa fe que otros tienen. Saben que su mundo no es el de la devoción y el culto. No hacen alarde de su increencia, no hacen dogmatismo de su ateísmo o de su agnosticismo.

Los centuriones saben que no son dignos de ser del círculo de Jesús, no son dignos de entrar en total comunión con la Iglesia. También indigna se creía Simone Weil y, por eso mismo, prefería permanecer en el umbral de la Iglesia, junto a todos los que no tenían cabida en ella.

Y si en alguna ocasión los ‘centuriones’ necesitan, para otros, la cercanía de Jesús, solamente se atreven a solicitarla a través de los amigos ‘oficiales’ de Jesús. Nunca osarían invitar a Jesús a un café, por miedo a ver rechazada su invitación, quizás por su lejanía de los mandamientos, los sacramentos, los confesionarios y los reclinatorios.

 ¿Quiénes son hoy día los centuriones? ¿Acaso los agnósticos de la laicidad positiva, del respeto escrupuloso a los sentimientos religiosos de los demás? ¿Acaso los que un día fueron bautizados, pero por su forma de vivir, se saben excomulgados, apartados de los sacramentos por una moral católica entendida al pie de la letra, pero que sin embargo consideran a Cristo como parte del horizonte de sus vidas? ¿Acaso los que han hecho de la lectura de la Biblia un alimento nutritivo para su espíritu y, aun sabiéndose vacíos de fe, se sienten profundamente heridos por el mensaje de Jesús? ¿Quizás los que habiendo optado por la increencia colaboran en las causas justas, en las causas sociales, en las muchas obras de bien que en favor de los desprotegidos sostiene las Iglesia? ¿Puede que los hombres que practican las obras de misericordia aún sin conocer al autor de las Bienaventuranzas? ¿Acaso los que, en los caminos del mundo, acogen y curan las heridas de los heridos y apaleados, como un deber de puro civismo y pura humanidad, como anónimos samaritanos?

            Descubrir centuriones.





 

sábado, 19 de marzo de 2022

Monjas Down. De empresarios a oligarcas. Cultura de la cancelación. Y Desaprender la guerra de Luis Guitarra.

Monjas con síndrome de Down. Cae en mis manos un vídeo sobre una comunidad religiosa que admite a mujeres con síndrome de Down. En los años 80, una mujer francesa, Line, con vocación religiosa conoce a Véronique, una adolescente con síndrome de Down que le manifiesta sus deseos de hacerse religiosa. Empieza para ellas una odisea de convento en convento, pero todas las puertas se cierran con un portazo. Animadas por el científico Jerome Lejeune (investigador de este síndrome), encontraron comprensión en el obispo de Tour, y así surgió una congregación nueva, las Hermanitas Discípulas del Cordero, primer convento en admitir a chicas con dicho síndrome. En este momento 10 mujeres forman esta comunidad, de las cuales 8 de ellas tienen síndrome de Down.

Parece que la vida pautada y ritmada de la clausura ayuda mucho a estas personas. Misa diaria, horas de oración, trabajos en los talleres de tejido y cerámica, cuidado de las plantas medicinales, son tareas que asumen con toda seriedad y con gran profesionalidad. Madre Line afirma que “son personas dotadas de una gran espiritualidad y traen alegría a la sociedad y, sobre todo, traen amor al mundo, que tanto lo necesita".

Creo que este es uno de los testimonios más hermosos de lo que significa tomarse en serio el cristianismo y el mensaje de amor de Jesús que no excluye a nadie. ¿Podemos pensar acaso que la inteligencia tiene algo que ver en la relación con Dios? ¿Quién conoce, efectivamente, por qué caminos van los sentires y los pensares entre un corazón humano y el corazón de Jesús? ¡Quién lo sabe! La fe y el sentimiento religiosos no son mensurables con ningún test de inteligencia.

Ojalá que, dentro de no mucho, pueda ver a algunos de los chicos de Villa San José, a los que conozco desde hace tiempo, como ministros extraordinarios de la comunión, por ejemplo. Estoy pensando en José Antonio, Jesús, etc. ¿Puede haber manos más dignas?

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De empresarios a oligarcas. Un megayate está inmovilizado en un puerto español, porque se sospecha que es del oligarca ruso Igor Ivanovich, amigo de Putin. Ahora a los grandes empresarios rusos se les llama oligarcas, y en medio mundo ya han empezado a confiscar sus bienes. Hasta ayer mismo estos magnates se codeaban con sus iguales en la city financiera de Londres o veraneaban como señorones en Marbella, organizaban grandes fiestas y lo más granado de cada sociedad acudía a ellas. Pero las tornas han cambiado, y los estados se arrogan el derecho de poder confiscar los bienes de estos multimillonarios. Y yo me pregunto: ¿sin juicio? ¿Pueden los estados, por muy democráticos que sean, confiscar así porque así, los bienes de unos señores particulares? ¿Cómo es que hasta el día antes de la guerra de Ucrania estos magnates eran requeridos urbi et orbi para que hicieran sus inversiones en territorio europeo o estadounidense? Si eran tan monstruosos, si tenían tan malas artes comerciales, si eran tan corruptos, ¿cómo no se les había investigado antes, encausado, juzgado y condenado? ¿Por qué se movían con tanta libertad, admiración y respeto en los templos financieros? Independientemente de la catadura moral de estos magnates, ¿un país democrático puede, sin previo juicio y condena, arrebatar las propiedades de un ciudadano particular, por muy popular que sea la medida y por muy irritados que anden los ánimos por culpa de la guerra? ¿No debe cualquier país ofrecer garantías jurídicas y procesales, aunque otro estado, por ejemplo Rusia, pisotee el ordenamiento jurídico? ¿Puede la guerra justificar todas las tropelías y demasías por muy mal que nos caiga Putin y por mucho que nuestro corazón esté al lado de los ucranianos?

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La cultura de la cancelación no es nueva. Probablemente ha existido siempre, pero en los ultimísimos años la cultura de la cancelación, o lo que es lo mismo, la dictadura de lo políticamente correcto se está convirtiendo en la peor de las inquisiciones actuales. Alguien, es decir, quien lleva la batuta del pensamiento, decide cada mañana la ética a imponer. Con precisión maoísta se nos dice lo que es admisible y lo que es intolerable. Desde hace dos semanas la cultura de la cancelación se impone  sobre todo lo que suene a ruso, procedente de Rusia o que simpatice con las tesis de Putin. Hasta podría entender que a las consideradas ‘embajadas culturales’, totalmente patrocinadas y pagadas por el gobierno de Putin, se les señalen restricciones o prohibiciones. Pero preguntar a un bailarín, a un pintor, a un cantante o a un escritor qué opina, si está o no está a favor de Putin, si condena o no condena la invasión de Ucrania, está más allá de toda sensatez y de toda libertad. El alcalde de Milán, Giuseppe Sala, y el superintendente de la Scala, Dominique Meyer, pidieron al director de orquesta Valery Gergiev, que condenara la invasión de Ucrania y como este dio la callada por respuesta, se le cesó fulminantemente del gran templo operístico italiano. Y algo parecido está sucediendo a decenas de artistas rusos. ¿Prohibirán dentro de unos días a las librerías que sigan vendiendo a Dovstoieski, Gogol y Tolstoi? ¿Nos dirán que dejemos de admirar los bellísimos iconos rusos, por ejemplo, la Trinidad de Rublev?  Lo que me extraña de todo esto es la actitud de ‘amén’ de tantos intelectuales y pensadores. Dejemos que sea el público, individualmente, el que decida que ópera escuchar, que libro leer y que pintura admirar. Si exigimos en cada momento que los hombres piensen de una determinada manera (cada día diferente), solo contribuiremos a hacer que la hipocresía y la mentira campen a sus anchas. No tendremos ciudadanos sinceros y libres sino mentirosos para salvar el pellejo. Tal vez, marionetas con un ventrílocuo a sus espaldas.

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Desaprender la guerra. Una mañana de noviembre 2003, mientras la guerra de Irak llenaba las portadas de los periódicos, Luis Guitarra, nada más acabar de leer la reseña de un libro titulado “Desaprender la guerra”, de Anna Batisda, empezó a canturrear una melodía. Faltaban aún siete meses para dar por concluido este canto a la paz. Hace varios años escuché por primera vez esta canción en un concierto en Valladolid. Pero es ahora, en estos tiempos infaustos de cañones y balas, de edificios derruidos, vidas segadas, refugiados a la deriva, cuando esta canción ha cobrado toda su potencia creadora.

El cantautor va al fondo del problema. No se limita a los buenos deseos de paz, sino que cree que solamente si en nuestros corazones ‘desaprendemos’ los sentimientos de odio ahí agazapados, podremos construir un mundo mejor. Una bella melodía es el vestido hermoso para unos versos hermosísimos.

Desaprender la guerra es una cuestión de educación y de compromiso interior. No bastan un eslogan y una pancarta en la manifestación. No son suficientes una foto en whatsapp o una pintada en el muro. Se trata de una lenta y larga  tarea de desaprender hábitos de guerra, odio, codicia, fuerza, mentira, consignas, heridas, ira, miedo… Sólo así podremos reinaugurar la risa, las caricias, la justicia, la brisa, la alegría, la Vida…

 

https://www.youtube.com/watch?v=EC-xvYC7ooU

 

Desaprender la guerra, realimentar la risa,
Deshilachar los miedos, curarse las heridas.

Difuminar fronteras, rehuir de la codicia,
Anteponer lo ajeno, negarse a las consignas.

Desconvocar el odio,
Desestimar la ira,
Rehusar usar la fuerza,
Rodearse de caricias.
Reabrir todas las puertas,
Sitiar cada mentira,
Pactar sin condiciones,
Rendirse a la Justicia.

Rehabilitar los sueños, penalizar las prisas,
Indemnizar al alma, sumarse a la alegría.

Humanizar los credos, purificar la brisa,
Adecentar la Tierra, reinaugurar la Vida.

Desconvocar el odio,
Desestimar la ira,
Rehusar usar la fuerza,
Rodearse de caricias.
Reabrir todas las puertas,
Sitiar cada mentira,
Pactar sin condiciones,
Rendirse a la Justicia.

Desaprender la guerra, curarse las heridas.
Desaprender la guerra, negarse a las consignas.
Desaprender la guerra, rodearse de caricias.
Desaprender la guerra, rendirse a la Justicia.
Desaprender la guerra, sumarse a la alegría.
Desaprender la guerra, reinaugurar la Vida.

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