lunes, 11 de julio de 2022

Catedral de Palencia: espléndido 'Renacer'


La primera impresión que se tiene cuando se accede al templo y uno se encuentra con la hermosa Anunciación esculpida en piedra es la de entrar en una catedral distinta, no vista antes, en una catedral transformada para celebrar los 700 años del edifico gótico. La catedral palentina no es ni mucho menos la menor entre las catedrales góticas de España, pero su proximidad a otras grandes, como la de Burgos, León o Toledo, le ha mermado notoriedad. En las últimas décadas, la catedral de Palencia ha pasado de “desconocida” a “reconocida”. Creo que esta exposición va a significar un auténtico descubrimiento para muchos. La catedral, que se viste de fiesta (abundan las telas en la catedral) para celebrar su 700 cumpleaños, supone todo un re-nacimiento, y se ofrece como ‘banquete celestial’, y gozosa celebración, a los alicaídos hombres y mujeres de hoy, después de los oscuros años de pandemia.

Para conmemorar este VII Centenario la seo palentina ha organizado una magnífica exposición, bajo el título de “Renacer”. Después de acometer diversas obras de restauración y limpieza, se ha querido ofrecer una visión diferente del primer templo de la diócesis, con un resultado inmejorable.

No es una muestra al uso, la típica sucesión de obras arte, sino que Renacer enseña la catedral en toda su magnificencia y en toda la belleza acumulada a lo largo de los siglos. Todas las capillas han sido abiertas, incluida la sacristía, para que el espectador pueda recorrer, como en una lenta peregrinación de belleza, todos los espacios de esta sacra mole.

La muestra está dividida en siete capítulos, en clara alusión a la celebración de las siete centurias y de los siete sacramentos. Los capítulos llevan los siguientes títulos: ‘Primeras piedras’, ‘Memoria perenne', 'Espacio sagrado', 'La Catedral. Iglesia Madre', 'Celebrar la Palabra', 'Historia de Salvación' y 'Una catedral para María'.

La seo palentina, barco de piedra varado a orillas del Carrión, tiene una larga historia constructiva que abarca 1400 años, desde la fundación de la diócesis, una de las más antiguas de España. Arte visigodo, prerrománico, románico, gótico, renacentista, barroco, neoclásico y contemporáneo se ofrecen al espectador como un hermoso regalo: “Toda belleza que no hiere los ojos, no es belleza”. “Renacer” consigue ‘herirnos’.

El primer capítulo nos habla de las primeras piedras, pero también de ese esfuerzo constructivo de toda una comunidad a lo largo del tiempo: los miles de obreros, artesanos y artistas que dejaron la marca de su trabajo o de su genio: canteros, entalladores, dibujantes, arquitectos, pintores, escultores, copistas de libros, bordadores, orfebres. Una catedral era la ‘fabrica’ de la ciudad.

 A lo largo del extenso recorrido, vamos conociendo a los artistas que la embellecieron, los mecenas que la levantaron y cuantos contribuyeron a hacer de esta seo un lugar único para Palencia, que ha perdurado a pesar de guerras, saqueos e incendios y del tiempo, gran destructor. San Antolín en cuyo honor fue erigida la catedral, el Papa Adriano y Carlos V que la visitaron, la Reina doña Urraca aquí enterrada, e Inés de Osorio, gran mecenas, los Obispos Tello Téllez de Meneses, Fray Alonso de Burgos y Juan Rodríguez de Fonseca, san Manuel González y tantos otros…

Esta exposición, con sus tres naves, su Altar Mayor y su Altar del Sagrario, con sus capillas y recapillas, su sacristía, su sala capitular, su coro y trascoro, su cripta única en España, su elegante girola, su claustro, más las 160 obras que la exposición ha querido destacar, resituándolas y poniéndolas en valor. Obras en su mayor parte aportadas por la propia catedral, pero también procedentes de otros pueblos palentinos o de otros puntos de la geografía española.

Cada capítulo contiene una ‘instalación’ dedicada a cada uno de los 7 sacramentos. En estas ‘instalaciones” se mezcla lo antiguo y lo moderno. Yo encontré muy acertadas la reflexión sobre la Unción de los Enfermos, situada en una oscura y deteriorada recapilla, en la que una imagen de San Roque, abogado de la peste, está literalmente rodeada por las mascarillas que el Covid ha im-puesto de moda. O también la ‘instalación’ del Orden Sacerdotal en la que se muestra una hermosa dalmática de terciopelo rojo, ricamente bordada, junto a los buzos blancos y los cascos de unos obreros de la construcción.

Muchas cosas me han llamado la atención de esta exposición:

Detrás del zócalo de madera sobre el que se apoyaba el retablo mayor ha aparecido otro zócalo de espléndidos azulejos azulados sobre las virtudes. Esta hermosa cerámica la podemos contemplar después de 200 años oculta a los ojos. Pocos museos pueden vanagloriarse de tener tantas tablas de Juan de Flandes y, además, de las más notables de este pintor.  El Retablo Mayor de Palencia las tiene y ahora lucen magníficas, en medio de esculturas de Alejo de Vahía, Juan de Valmaseda o Gregorio Fernández.

Para que podamos ver de cerca algunas obras, la exposición no ha dudado, por ejemplo, en bajar de las alturas el arca funeraria de Doña Urraca, verdadera obra maestra, donde los escudos de Castilla y León han recobrado sus colores originales. Muy cerca de pieza, podemos contemplar el sepulcro de Inés de Osorio, la gran mecenas de la catedral palentina, gracias a la cual se pudo concluir buena parte del crucero. Noble dama que murió en 1492 y que fue enterrada en este templo en un lugar privilegiado. También la exposición ha levantado una pequeña rampa para que podamos ver de cerca los sepulcros pétreos de notables personajes aquí enterrados.

El capítulo “Historia de la Salvación” es un recorrido por el nacimiento, vida pública y pasión de Jesucristo que muchos pintores y escultores, tocados por ese ‘plus’ de genialidad que es exigible al creador que se enfrenta a una obra religiosa, tal y como bellamente nos enseñó Matisse cuando le tocó pintar la capillita de Vence. En este capítulo lucen y relucen Pedro Berruguete o El Greco. Pero también una pintura que identifica al Hno. Rafael, que vivió y murió en el cercano monasterio de la Trapa de Dueñas, y al que el pintor contemporáneo Antonio Guzmán Capel inmortalizó para siempre.

En el Trascoro, los organizadores han recreado un espacio verdaderamente bonito, una “nueva capilla”, con su altar, su púlpito y su retablo, y todo ello gracias a los hermosos tapices de la Salve Regina que encargó el obispo Fonseca y que en este espacio forman verdaderos muros de hilos de colores. En este mismo espacio, cada sábado, durante siglos se cantó la Salve ante el Retablo de los Dolores de María. Cada capilla, ya se sabe, es un hortus conclusus, un pequeño edén donde el cristiano se siente en casa. Los tapices, con sus cenefas, sus escenas de suplicantes delante de María, y sus filacterias con la oración del Salve Regina, nos hablan del mundo como valle de lágrimas, donde los hombres y mujeres de cada época alzan sus manos y suplican a María, un poco de “vida, dulzura y esperanza nuestra”.

No podía faltar un capítulo dedicado a María, porque los artistas de todas las épocas han rivalizado para crear las Madonna más hermosas, las Piedades más desgarradoras, las Santa Ana Triple, las Inmaculadas, las Asunciones, las Patronas de cada pueblo y lugar. Aquí Siloé y Alejo de Vahía rivalizan en maestría artística.

El espectador abandona la catedral, pero sus ojos aún son reclamados por las altísimas bóvedas de la seo de Palencia, limpias, bien iluminadas, con sus claves de colores espléndidos. Unas bóvedas góticas, reflejo de otras bóvedas: la creada al inicio del mundo y aquella a la que aspira el cristiano devoto al final de los tiempos.

Antes de salir a la calle, se cruza el claustro. Visité la exposición una tarde de luz cegadora en el que la piedra blanca del claustro parecía aún más blanca. Los cipreses ponían su contrapunto de verdor al claustro. Se sale a la calle, pero hay muchas imágenes que quedarán en la retina. Es lo que tiene la belleza que siempre nos hiere un poco y sus cicatrices no se acaban nunca de curar: Ahí están todavía: La Anunciación románica en piedra, los Reyes Magos de suntuoso yeso policromado, la cripta visigoda y prerrománica, el frontal de riquísimo recamado, El Salvador de el Greco, el Crucificado de Gregorio Fernández, El Santo Entierro de Juan de Flandes, el San Juan Bautista, de Alejo de Vahía, la custodia del Corpus Christi, la sarga del Calvario, el portentoso órgano del Coro y las deliciosas misericordias con sus escenas paganas de dragones, el Ecce Homo tristísimo de Siloé, el Hermano Marcelo, de Victorio Macho, Los desposorios de Santa Catalina, de Cerezo, La Resurrección de Lázaro, de Juan de Flandes, las zapatillas regias de un cardenal, el sepulcro en madera de Tello Téllez, la Piedad de Pedro Berruguete, La Fuente de la Gracia, copia de Van Eyck, la columna románica de la primitiva catedral, la reja del coro, los fragmentos de las vidrieras medievales… Y la dulce y hermosa talla en alabastro de la Virgen Blanca que es la imagen del cartel de Renacer. Parafraseando a André Malraux que aseguraba “que la cultura era una resurrección”, bien podríamos decir que la belleza de esta catedral y de las obras de arte aquí contenidas son, efectivamente, un auténtico re-nacimiento.

No se entiende Europa sin sus catedrales góticas, símbolo centenario de las ciudades, orgullo de sus ciudadanos, maravilla para los visitantes y luz para los creyentes. Representan, como ningún otro edificio, el anhelo del ser humano por elevarse sobre esta tierra de afanes y miserias: crear un espacio de luz y de belleza, para gloria de Dios y para consuelo de los hombres.















miércoles, 6 de julio de 2022

La gran distracción


Las Primeras Damas y los Primeros Caballeros de medio mundo han brillado con luz propia en la cumbre de la Otan en Madrid. Ahora se les llama “acompañantes”, por aquello de que España es un país moderno donde los haya.

Mientras los que mandan verdaderamente hablaban, decidían, firmaban, debatían, imponían o diseñaban futuros a puerta cerrada sobre ejércitos y tanques, industria armamentística, estrategias, guerra fría, conflicto armado en Ucrania, tensiones con Rusia, amenaza de China, candidatos a formar parte de la Otan, y sobre todo millones y millones que hay que poner sobre la mesa para que las cuentas salgan y la maquinaria de guerra esté bien engrasada, el grupo de “acompañantes” pasaban de un selfie ante el Guernica de Picasso a una cata de aceites, de un baile flamenco en el Teatro Real a un ensayo operístico de Nabucco, de los tapices de Patrimonio Nacional a los jardines y fuentes de la Granja de San Ildefonso, de comprar alpargatas de esparto a degustar los platos del chef José Andrés, de emperifollarse y enjoyarse de haute couture para la recepción en el Palacio Real, a vestir ‘casual’ con vestidos y zapatillas de andar por casa.  Seguidos de una nube de periodistas han ocupado en los informativos y en los periódicos tanto espacio, o más, que las cosas serias de la Cumbre de la Nato/Otan. Y de lo que no me cabe duda es que han llenado más ‘espacio y tiempo’ en la cabeza de las masas que las aburridas sesiones de la Otan, con la grisura habitual de estos encuentros, el zumbido de asesores y expertos, las presiones de las empresas armamentísticas y las componendas internacionales y sus cloacas. Sin duda, el papel de los acompañantes podemos denominarlo, sin miedo a equivocarnos, como la “gran distracción”. Una distracción planeada desde hace meses y  organizada milimétricamente, para que los madrileños olvidasen los muchos contratiempos de una ciudad cerrada al tráfico rodado y los turistas de la capital se quedaran con un palmo de narices ante los monumentos que no podían visitar (El Museo del Prado, por primera vez en su historia, cerró durante dos días).

La “gran distracción” sirvió para que los contribuyentes olvidasen que la factura de esta cumbre ha sido carísima, pero sobre todo para desviar la atención de ese compromiso arrancado a Moncloa de subir del 1,2% al 2% del PIB el presupuesto para Defensa y pagar así la ‘cuota’ dela OTAN. Nos han hecho creer que esa subida es una nadería, algo así como un regalo de alpargatas para “los acompañantes”. Si hace diez días se nos decía que no había ni para pipas en la caja fuerte de España, ahora, de repente, por arte de magia, se han encontrado nada más y nada menos que una calderilla de mil millones de euros.

No seré yo el que ponga en duda la pertenencia de España a la Otan, ni  tampoco el hecho de que, si queremos pertenecer a un Club, debamos pagar la cuota, pero también es cierto que, con la excusa de la guerra de Ucrania, en pocas semanas, se nos ha adoctrinado y “convencido” a todos de que “si vis pacem para bellum” (lo que en ese latín aprendido en el internado, significa “si quieres la paz, prepárate para la guerra”. Una pregunta tal vez no esté de más: Aparte de Rusia, ¿hay alguien más interesado en la guerra de Ucrania?

Los antiotan de ayer se han reducido a un par de centenares en las protestas de hoy. Y a los antisistema, tan numerosos cuando la Moncloa es ocupada por otro color, ni se les ha visto el pelo. Todos contentos, ¿no? Yo no lo aseguraría así de primera. Desde hace unos meses el discurso bélico ha ganado muchos enteros en “las campañas” a las que constantemente nos somete el “régimen”. Y ahora se nos dice, por activa y por pasiva, que lo “progre es gastar en armamento”. De esta manera, el viejo sueño de un mundo en paz se va alejando cada vez más. El viejo sueño de resolver las tensiones entre pueblos por el diálogo y la razón queda cada vez más lejos. El viejo sueño de una ONU capaz de asegurar la paz entre las naciones es ya pura quimera. Parece que el tiempo de las utopías ha muerto. Y que los llamados “pacifistas” no eran tan pacíficos, sino que también servían a su señor y tenían su dueño. Aquel sueño de Isaías, ese tiempo donde “las lanzas se convierten en podaderas y, de las espadas, se hacen arados”,  no lo verá tampoco mi generación.








lunes, 4 de julio de 2022

Manuel García Morente: una noche en París


                En el octavo piso del número 126 del Bulevard Sérusier, de París, un hombre abatido escucha música clásica en la radio. Tiene más que motivos para esa postración. Manuel García Morente (1886-1942), prestigioso catedrático de ética de la Universidad Central de Madrid, discípulo y compañero de Ortega y Gasset, apasionado de la música, había recibido una exquisita educación en España, Francia y Alemania. Nacido en Arjonilla (Jaén) era hijo de un médico liberal y de una devota católica, pero Manuel, siendo aún muy joven, decide abandonar las prácticas religiosas, porque “ya no cree”. Los éxitos académicos no tardaron en llegar: cátedra en la universidad, publicación de libros y traducciones de textos filosóficos. Contrajo matrimonio con Carmen García, mujer profundamente católica, y fruto de esa unión nacieron dos hijas. La muerte de su esposa, con la que había estado casado apenas 10 años, le sume en un desánimo grande, para el que  no cuenta ni siquiera con el consuelo de la fe.

Traductor, conferenciante, subsecretario del Ministerio de Instrucción Pública, decano de la Facultad de Filosofía y Letras, miembro de la Real Academia de Ciencias Morales. En fin, un brillante cursus honorum adornó su trayectoria vital. Un filósofo solvente y un escritor reputado. Alejado, eso sí, de la religión, aunque respetuoso con las personas que en su entorno eran creyentes.

            Al inicio de la guerra civil, su rechazo  del  radicalismo político imperante fue castigado con su destitución como catedrático de la Universidad de Madrid, e incluido en las listas de depuración de la República. Un amigo le avisó de que estaba en los que iban a liquidar en las semanas siguientes y le conminó a emprender la huida. No le quedó más alternativa que emprender el camino del exilio, primero a París y luego a México.

            Pero volvamos al Boulevard Sérusier de París. Es la noche del 29 al 30 de abril de 1937. El abatimiento y la culpa corroen a Manuel. Él ha podido huir a Francia, pero en España quedan sus dos hijas y sus nietos. Su yerno, para colmo de males, ha sido vilmente asesinado, tal vez por su condición de cristiano. En la radio suena el oratorio la Infancia de Cristo, de Berlioz. Las notas y las voces inundan todo su ser, y ponen en su cabeza imágenes de  un Jesús niño al lado de José y María. Conmovido, se abandona a las lágrimas. Se arrodilla e intenta rezar el padrenuestro, pero entonces se da cuenta de que lo ha olvidado. Él, que posee unos saberes enciclopédicos, no es capaz de recordar la oración más elemental. Poco después cae rendido en el sueño. Se despierta sobresaltado. Y es precisamente entonces cuando: “Me puse de pie, todo tembloroso y abrí de par en par la ventana. Una bocanada de aire fresco me azotó el rostro. Volví la cara hacia el interior de la habitación y me quedé petrificado. Allí estaba Él. Yo no lo veía, yo no lo oía, yo no lo tocaba. Pero Él estaba allí. Y le percibía; percibía su presencia con la misma claridad que percibo el papel en que estoy escribiendo estas letras. Y no podía caberme la menor duda de que era Él. Su presencia me inundaba de tal y tan íntimo gozo que nada es comparable al deleite sobrehumano que yo sentía”.

Estas y otras palabras pertenecen a lo que él escribió bajo el título de “El hecho extraordinario”. Su mente lúcida, de filósofo racional, le hará preguntarse una y otra vez sobre esta experiencia: “una percepción sin sensaciones”, la llamará. Una percepción en la que nada tuvo que ver la vista, el oído, el olfato, el gusto o el tacto. Era “una noticia al alma. Una percepción espiritual. Una experiencia de Dios”. Pero Manuel, lejos de lo milagrero y de lo mágico, se pregunta una y otra vez si acaso no le ha engañado su imaginación, su psicologismo presionado en un momento de hondo sufrimiento. No puede creer que Dios haya concedido esta gracia a un hombre pecador, sin mérito alguno, sin haber realizado un largo camino de ascesis y sacrificio. Y tendrá que rendirse a la evidencia: el “hecho extraordinario” de aquella noche no fue sino la huella de un Dios providente que orienta todas las acciones y todas las experiencias hacia el cumplimiento de su voluntad. Es consciente de que, junto a lo que él ha hecho en su vida, está lo que le ha sido dado. Es decir, un instante de gracia gratuita. “Algo o alguien distinto de mí, hace mi vida y me la entrega, me la atribuye, me la adscribe a mi ser individual”

            Solo entonces, Dios deja de ser, para Manuel, el Dios de los filósofos, al que se piensa, pero al que no se reza. Y Dios se convierte en Jesús encarnado que no es indiferente a nuestro destino, sino que lo comparte y lo padece. A este Dios encarnado, Manuel sí que le puede entregar su vida y su voluntad.

Desde esa noche de París, Manuel sintió que “una inmensa paz se adueñaba de mi alma” y “me veía a mí mismo convertido en otro hombre”.  Finalmente estaba en condición de ser un hombre verdaderamente humano, porque aceptaba libremente la voluntad de Dios.

            Regresa a España. Y después de despedirse de sus hijas, se acoge al silencio de una celda en el Monasterio de Poio, el gran monasterio mercedario que domina sobre la ría pontevedresa. “La oración, la meditación y el estudio, son mis únicas ocupaciones”, escribe a su tía. Y en otra carta a su amigo Ortega y Gasset: “Pero lo principal que quiero comunicarle en estas líneas es la resolución que he tomado, y estoy ejecutando, de abrazar la vida religiosa; y por de pronto dedicarme a la preparación necesaria para hacerme digno, en el menor tiempo posible, de recibir las sagradas órdenes”.

El hombre que en la noche de París se había olvidado hasta del Padrenuestro, gusta y saborea la oración: “La oración para purgar mi pasado tan lleno de miserias y de maldades y para prepararme para la más completa dedicación apostólica; y también, ¿por qué no decirlo? para satisfacer mi más íntimo deseo; porque la oración me llena de tan profundos deleites, que muchas veces dejaría el trabajo para ir tras la oración. Y hay tardes en esta gran iglesia oscura y silenciosa que pierdo la noción del tiempo”.

Un tiempo después,  este ilustre filósofo de su época, autor de obras importantes como “Lecciones preliminares de filosofía”o “Estudios literarios”,  se prepara como un seminarista más para hacerse cura, dentro de la diócesis de Madrid-Alcalá. A finales de 1940, Manuel García Morente es ordenado sacerdote. Lo fue apenas por un par de años. En la mañana del 7 de diciembre de 1942, su cuerpo sin vida fue encontrado en su lecho. Había muerto apaciblemente durante la noche mientras leía. Sus manos sostenían aún la Suma Teológica de Santo Tomás de Aquino.









lunes, 27 de junio de 2022

La Sierra de la ceniza

 


Bomberos exhaustos en medio de un paisaje dantesco. Corzos y ciervos achicharrados. Animales cegados por el fuego que caminan a trompicones en una oscuridad total. Agentes forestales que lloran impotentes. Aldeanos sin más herramientas que una azada para combatir un fuego apocalíptico. Una meteorología adversa de vientos y temperaturas  altísimas para esta época del año. Voluntarios agotados con pocos más medios que sus manos y su corazón de buena voluntad. Ganaderos desesperados que caminan errabundos por un desierto negro y que guían su atajo de vacas y ovejas, desconcertadas y de miradas perdidas, en busca de pastos que ya no existen. Casas reducidas a escombros calcinados. Campesinos evacuados a polideportivos como en tiempos de guerra. Políticos inoperantes de verborrea fácil, y mudos de soluciones. Políticas antiincendios precarias e insuficientes. Mandamases de foto y de promesas millonarias con cámaras alrededor. Lobeznos sorprendidos en sus madrigueras y abrasados vivos en su incipiente vida. La España vaciada convertida en España calcinada. La rabia por doquier. Los gritos y los insultos ante la caravana de coches oficiales de cristales ahumados y brillos metalizados. El olor a madera quemada que pone ceniza en la boca. El aire irrespirable que quema los pulmones. Las columnas de fuego que avanzan inexorables como batallón imparable. Las blasfemias. Las noches sin dormir de los que combaten a un enemigo mil veces más fuerte que ellos. Los soldados desplegados por caminos, pistas y carreteras, en su intento inútil de vencer lo invencible. En pocos días, casi en horas, el paraíso de Sierra de la Culebra, parque natural, reserva de biosfera, convertida en tierra quemada, en infinita paramera de ceniza. Los jinetes del apocalipsis con sus lenguas azules, rojas, amarillas, naranjas, se enseñorean de 30.000 hectáreas. Se dice pronto y bien treinta mil hectáreas. El mayor incendio que se recuerda en este territorio. Los castaños centenarios convertidos en antorchas gigantes. Las abejas y su dulce mil desaparecidas del territorio. La pobreza se instala una vez más en los pueblecitos de cuatro casas de piedra, cuatro pastores, cuatro apicultores, cuatro cazadores. La caza mayor, importante recurso en la zona, abatida para la próxima década. Todo es llama, humo y ceniza. Todo es muerte.

Las ayudas sólo llegan de palabra, y son siempre millonarias. Las verdaderas ayudas llegarán con cuentagotas y se podrán contar en céntimos. Los ojos de los aldeanos que ahora tienen cincuenta años o más, y que vivían de la Sierra, ya no conocerán en sus vidas el verdor de los árboles y de la hierba, el olor a jara, cantueso y aulaga. Ya no conocerán la vida animal retozar en ese edén de la provincia de Zamora. Ahora pueden llorar, sin vergüenza, su dramático destino, gris y negro.

Mientras tanto, en una España de parados, de subsidios y de subvenciones, de clientelismo y de votos asegurados, de ecologismo de salón y de pancarta, nadie habla, ni por asomo, de cuidar  y limpiar los bosques, de prevenir los incendios y de combatir el fuego con los medios necesarios y a la altura de los desafíos de este cambio climático que enloquece la tierra con sus catástrofes y su borrachera de calores, tormentas y aguaceros a destiempo.

El fuego desaparecerá de los telediarios y de las rotativas de los periódicos. Entonces solo quedarán las vidas empobrecidas de los que un día vivieron con su honrado trabajo en esta hermosura de la naturaleza conocida como Sierra de la Culebra, convertida ahora en un infinito campo calcinado, donde la mirada es incapaz de deambular sin lágrimas y sin tristeza, sin opresión en el pecho y sin pesadumbre en el alma.














          Y sin embargo, en medio de esta naturaleza devastada, en medio de un paisaje que parecía no tener cabida para la esperanza, un cervatillo indeciso y confundido vino a refugiarse entre las piernas de un ser humano, un miembro de una brigada cántabra que había acudido a combatir el incendio. Lo acunó entre sus brazos. Y la mirada del cervatillo, con esos ojos humanos con los que a veces miran los animales en su sufrimiento, parece dar aún un voto de confianza a esta especie que llamamos 'humana'.  



domingo, 26 de junio de 2022

La peor parte, de Fernando Savater

El autor, al inicio de su libro, cita este verso de Jacques Prévert “Reconocí a la alegría por el ruido que hizo al marcharse”. La peor parte lleva como subtítulo Memorias de amor, y es un canto a su compañera de vida durante 35 años y a la que un cáncer se llevó por delante. Su amor, a la que él y muchos llamaban Pelo cohete, era Sara Torres Marrero.

Para el filósofo Fernando Savater la “peor parte” de su vida empezó el día en que a su mujer, y la mujer de su vida, le diagnosticaron el cáncer. Después vendrían 9 meses de sufrimiento inenarrable y, finalmente, el apagón definitivo en 2015.  

Como el escritor italiano Cesare Pavese, Savater desea que ese dolor atroz de la desaparición de su amor no pase nunca, que nunca se desvanezca el recuerdo de la amada sin cuya presencia la vida es un tormento insoportable:  “Éramos el destino del otro”. Esta conciencia de ser el destino del otro es lo que permite a la pareja superar diferencias, broncas conyugales, infidelidades espontáneas, cansancios, luchas compartidas en la defensa de la dignidad de las víctimas de ETA (los dos fueron unos verdaderos resistentes en medio de una sociedad, la vasca, enferma moralmente.

El filósofo de compañía, como él gusta llamarse, escribe un homenaje a la mujer que le acompañó, admiró y amó durante décadas, consciente de que si él no lo hace, nadie lo hará. Nadie hará justicia a Pelo cohete, la mujer fuerte que nunca perdió la alegría ni siquiera en los años salvajes vascos cuando tuvo que hacer frente a un nacionalismo excluyente que la quería silenciosa e invisible. No olvidemos que fue apartada como profesora de la Universidad del País Vasco, donde los etarras aprobaban con brillantes notas cualquier carrera y donde los brillantes estudiantes no nacionalistas eran castigados contra la pared.

En varios momentos de este escrito, emotivo y sincero, el autor repite el dictum de Goethe “Saberse amado da más fuerza que saberse fuerte”. Fernando Savater sintió la fuerza única que le proporcionaba el amor incondicional de Pelo cohete. Probablemente quien tiene la fuerza del amor, no buscará otras fuerzas. “¿Qué otra cosa es el amor sino lo que nos hace irreemplazables para el otro?”

lunes, 20 de junio de 2022

17 (y último).- ¿También vosotros queréis marcharos? (Jn 6, 60-71)

 


En pos de palabras muertas

En los últimos años, cada vez que este pasaje evangélico es proclamado o cada vez que lo leo, tengo la sensación de que la pregunta de Jesús “¿También vosotros queréis iros?” la dirige Jesús a los últimos europeos creyentes, en este tiempo de deserciones masivas, y abandonos multitudinarios.

El realismo de Jesús es grande. Él no se hacía ilusiones sobre el comportamiento de los hombres. Sabía de qué barro inconstante estaba formado el corazón. Presentía que la fe abandonaría a sus fieles y que la exigencia de su mensaje impulsaría a otros muchos a extraviarse del  camino emprendido. También la traición más ruin habitaría en medio de los elegidos.

Y sin embargo, él había venido al mundo para ofrecer a los hombres un Dios de amor. Y se apenaba cada vez que este don era rechazado. Así que, contristado, les pregunta: “¿También vosotros queréis iros? ¿También vosotros, a los que os tengo como amigos y hermanos, a los que he entregado mi corazón, que habéis sido testigos de mis palabras y de mis hechos?

Y Pedro, impetuoso pero certero esta vez, contesta: “¿A quién iremos? Tú tienes palabras de vida eterna”.

Son legión los que en las últimas décadas han abandonado el cristianismo, sobre todo en Europa. Unos por rabia, por despecho, por haber chocado con una Iglesia exigente y poco humana. Otros, por cansancio, por pereza, por indiferencia, han abandonado poco a poco, o de repente, la compañía de Jesús. Pero los más, lo han hecho en pos de otros dioses y de otros ídolos. Han corrido en busca de religiones que les ofrecieran un exotismo colorista, o un sincretismo facilón o una moral de manga ancha. Se han dejado arrastrar por los becerros de oro. Fascinados por los ídolos de nuestro tiempo y de todos los tiempos: el yo antes que el nosotros. Como abejas de flor en flor han picado aquí y allá. O como clientes de un supermercado bien abastecido han atiborrado la cesta de la compra con productos espirituales y místicos de todas las creencias.

Alejándose de Dios, se autodefinían como ateos, pero no sabían que, en realidad, eran politeístas. Cortando los vínculos con el cristianismo de sus padres y de su comunidad, han caído en las redes de las sirenas de cada mar que ofrecen bienestar supremo, paraísos en la tierra, religión low cost a precio de saldos, gangas de productos espirituales con solo alzar los ojos y pronunciar sílabas mágicas y mantras de presunta eficacia. Han abandonado las palabras eternas por verborrea que al amanecer florece y por la tarde ya está seca. Han creído que bastaba con abandonar el cristianismo para sentirse libres de preceptos, de normas y de mandamientos. Y las cosas materiales, las ideologías, las tendencias, las modas los han convertido en títeres manejados por quien maneja los hilos de cada momento.

¿A quién iremos? Es una buena pregunta para los tiempos de bajón y de desamparo, para los tiempos de desencanto o de enfado. Para los tiempos en los que estamos tentados, por los motivos que sean, de abandonar el grupo de Jesús, y largarnos en busca de la libertad y de experiencias.

Las experiencias es lo que nos venden como la solución a todos los problemas y para todas las necesidades. Experiencias gastronómicas, viajeras, enológicas, de belleza y cosmética, de música o de senderismo, de lugares exóticos, de templos. Experiencias de silencio o de atronadora música, experiencias rituales, de lujo o de pobreza, de sexo y de sustancias psicotrópicas. Nos prometen la luna y el sol con cada experiencia nueva, a módicos precios o a precios impagables.

La tentación de irse y de largarse para vivir experiencias, sin amarras, en total libertad y con un seguro a todo riesgo de bienestar absoluto, siempre estará ahí y acechará nuestro corazón.

Mis pies también se han ido muchas veces en pos de palabras muertas. Y lo único que han encontrado ha sido el hastío y el aburrimiento. Detrás de cada experiencia había el hartazgo y el tedio. Que esto no lo olvide nunca. Y sólo me cabe pedir a Dios, cada vez que me aleje, lo que escribió Enmanuel Carrére cuando abandonó el catolicismo: “Te abandono, Señor, pero tú no me abandones”. 





jueves, 16 de junio de 2022

Rilke y la Inmaculada de la capilla Oballe

Toledo es una ciudad del cielo y de la tierra

(R. M. R.)

 

Una tarde soleada de 1906, el poeta más poeta del siglo XX, Rainer María Rilke (1875-1926), entró en el apartamento parisino de su amigo español, el pintor Ignacio Zuloaga. La luz inundaba el salón. Y entonces, ante la mirada perpleja del poeta, aparecieron tres lienzos de El Greco: “La estigmatización de San Francisco de Asís”, “San Antonio” y “La Anunciación”. Quedó sobrecogido: “sólo tengo un anhelo: viajar a Toledo”. Como él mismo confesó a su amiga: “el descubrimiento del Greco fue uno de los sucesos más grandes de mis dos o tres últimos años”. Nacido en Praga, el delicado poeta se sintió siempre un apátrida, aunque su corazón sintió a Venecia, Toledo y Duino como “patrias del alma”.

Habrán de pasar 6 años hasta que Rilke pueda cumplir su sueño de encontrarse con El Greco. Nada más llegar a la ciudad imperial le llamaron la atención las cadenas de los “cristianos cautivos colgadas en la Iglesia de San Juan de los Reyes”. Todo en Toledo le asombra. A veces cruza el Tajo por alguno de sus puentes, contempla el paisaje y pasea por las rocas y colinas hasta el anochecer. Una noche, al pasar por el puente de San Martín: “Estaba yo en el maravilloso puente de Toledo; al caer una estrella, trazando un arco lento y tenso en el espacio, cayó también -¿cómo podría decirlo?- en el espacio interior; había desaparecido el contorno delimitador del cuerpo”.

        Todos los días entra en la catedral y deambula despacio por sus naves en penumbra, cautivado por su majestuosa arquitectura y la música solemne de sus órganos, aunque su mayor admiración se dirige hacia las rejas de Villalpando que cierran la Capilla Mayor. Y tarde tras tarde le causa asombro la imagen gigante de San Cristobalón pintada en el muro. Todo es irreal en Toledo: “Las cosas tienen allí una intensidad que no es común y que no es visible a diario: la intensidad de una aparición”.


           Un buen día visita la iglesia de San Vicente. Y allí, como un fulgor, un relámpago, un rayo, la belleza de la Inmaculada de El Greco le fulmina para siempre. El Greco pintó está Inmaculada para la capilla funeraria de Isabel de Oballe, y de ahí le viene el nombre. Tradicionalmente se la venía considerando una Asunción, por su aspecto ascensional, pero la presencia de varios símbolos de las letanías lauretanas (los lirios, las rosas, el espejo, la luna, el sol, el pozo, la fuente) confirma la advocación de Inmaculada. Este lienzo es hoy la obra maestra del Museo de Santa Cruz de Toledo.

Delante del despliegue de alas de los ángeles, de sus vestidos drapeados por efecto del soplo divino, del sentido ascensional de la escena, del revuelo de vientos, torbellinos ascendentes espirituales, el poeta se sintió también él ‘asunto’ al cielo.

En la penumbra del crepúsculo, Toledo es un “sublime y terrible relicario”. Y en los cuadros del Greco encuentra a su ángel, que no es el ángel-doncel de la imaginería religiosa, sino el ángel-pájaro que surca sin descanso el mundo de los vivos y los muertos. Y aquel ángel de la Inmaculada es el más hermoso de todos. Sus pies rozan un macizo de flores (rosas y azucenas) y sus manos tocan la túnica de la Virgen. Y es esa ingravidez angelical la que dota de una fuerza increíble a todo el lienzo. En Toledo “convergen las miradas de los vivos, de los muertos y de los ángeles”.

Lo mejor de su poesía contenida en Elegías de Duino, parte, según el escritor Peñalver, de la revelación de El Greco y de Toledo. Para Rilke solo la poesía puede unir al hombre con el mundo, lo mismo que El Greco, en su   Inmaculada, aúna en un lienzo el mundo celestial y el mundo terrenal. El poeta y el pintor son capaces de unir el mundo visible e invisible en unos versos o en un cuadro.

       María, vestida con túnica roja y manto azul de imponentes proporciones, aparece suspendida en una atmósfera celeste. La figura angélica sirve de unión entre la imagen mariana y el mundo terrenal, interpretado abajo, a la izquierda, con una vista de la ciudad de Toledo.


   Diversos especialistas han subrayado el carácter ascensional de la composición, que se inicia sobre el macizo floral de la zona inferior, desde los pies del ángel y culmina en el rostro de la Virgen, describiendo ambas figuras una línea y un movimiento serpenteantes. Todo es irreal, y a la vez todo verdadero. Hay una luz indefinible, sobrenatural; las formas de las figuras se deforman, pero nosotros las percibimos aún más hermosas, si cabe. Los coros angélicos dibujan una especie de corona alrededor del rostro sereno de la Virgen María. La paloma flamea e irradia su blancura sobre la composición entera. Las colinas toledanas reverdecidas, la niebla que parece cubrir el puente, las velas desplegadas de un barco sobre el Tajo, la muralla zigzagueante, las rosas y los lirios surgidos de la nada, realismo poético, bodegón a lo divino. Todo crea una atmósfera de intensa espiritualidad, un espacio vibrante, de contornos indefinidos, colores incandescentes, nieblas del río, vientos divinos ascendentes. Escuchamos los sonidos de los ángeles músicos y olemos la fragancia de las flores, la humedad de la niebla. El cielo con sus alados querubines, y la tierra con su puente y su río. Los sentidos nos engañan sobre lo que vemos. El espíritu nos confirma lo que sentimos allá en los adentros. Todo invita a la admiración y al estupor, al gozo inefable y a la contemplación gozosa. Basta pararse unos minutos, contemplar la escena, para entender el arrebato y el éxtasis que el poeta checo sintió en aquel noviembre de 1912.  Escribiría:

 

Óleo delicado que la altura quiere,
estela azul que el incensario eleva,
música de laúd compuesta hacia lo alto,
leche del mundo, brota,

apaga la sed del cielo, que es aún pequeño, y nutre
todo lo que en ti duerme, como el reino que llora:
te has transformado en oro como la alta espiga,
te has vuelto pura como una imagen de agua.

Al igual que nosotros, cuando es de noche, oímos
en soledad cómo las fuentes brotan:
así estás tú ascendiendo, enteramente sola
delante de nosotros. Y como en una aguja

quiere enhebrarse en ti mi larga mirada
antes de que huyas de este mundo visible,
y la arrastres así, aunque quede muy blanca,
a través del azul auténtico del cielo.

 


Rainer María Rilke tuvo un final digno de su poesía. La muerte coronó su vida a los 50 años. Si es que existen muertes buenas, no es posible imaginar una mejor para Rilke. El poeta falleció a los pocos días de  pincharse con la espina de una rosa. Estaba haciendo un ramo de flores para ofrecérselo a una amiga que venía a visitarle. La herida se infectó y le acabó produciendo una septicemia. Después de su muerte se descubrió que padecía leucemia.

           Pero quien contempla esta Inmaculada Oballe en el Museo de Santa Cruz de Toledo, como a mí mismo me sucedió hace escasos días, tiene la certeza de que fueron las espinas de las rosas del cuadro de El Greco las que verdaderamente hirieron de muerte al vate. ¡Perfecta justicia poética!












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