jueves, 6 de octubre de 2022

Los vencejos, de Fernando Aramburu


             Uno de los propósitos en el avión de vuelta a Madrid desde Accra, hace ahora casi un cuarto de siglo, fue dejar de comprar libros. No de leerlos, claro. Desde entonces, las bibliotecas públicas me han suministrado casi todas mis lecturas. Es más, en alguna ocasión han aceptado mi sugerencia para adquirir un nuevo libro. Es verdad que todavía cometo algún pecado venial, al no resistirme a la tentación de comprar un libro. Cuando J. me ve llegar con nuevos libros, siempre me recuerda, entre bromas, mi propósito. Sin embargo él a menudo aparece con un libro envuelto de papel de regalo. En los días previos a las vacaciones, llegó con Los vencejos, de Fernando Aramburu, una lectura que yo tenía en la lista de espera. Con la novela Patria, Fernando Aramburu se convirtió en un escritor mayor en lengua española.

            Los vencejos no desmienten este último elogio. Creo que el mayor acierto de esta novela de 700 páginas (que no asusten a nadie, por favor) es retratar muy bien nuestra época de desconcierto, confusión, inseguridades, frustraciones y cansancio vital. O por resumirlo en una palabra: hastío.

            El libro se inicia en el momento en que un hombre corriente y vulgar, profesor de filosofía de secundaria, Toni, decide fijar la fecha para acabar con su vida: el 31 de julio de 2019, o sea, justo doce meses después de tomar la decisión. No es un hombre desesperado ni sufre trastornos mentales. Es un hombre indiferente, al que la vida le pesa, no por un motivo particular ni por una razón poderosa. Toni pone fecha a su muerte, y a partir de ahí, inicia a escribir un diario sincero y sin paños calientes. En las 365 entradas que Toni escribe nos va sirviendo la crónica de su día a día, pero también los recuerdos de una vida, parecida a tantas vidas, y por eso ‘ejemplar’. Las peripecias, chungas, degradantes, risueñas, eróticas, mezquinas, altruistas, ramplonas, humillantes, vergonzantes, desternillantes…se suceden y el desencanto turbio y confuso de vivir también. Y, así, el diario nos va presentando esas otras vidas que se han cruzado con la suya: sus padres, su mujer, su hijo único, su mejor amigo, su exnovia reencontrada, algún compañero de trabajo y su perra.

            Poco a poco, como en un rompecabezas, el lector va conociendo al  futuro suicida, y sus recuerdos almacenados en la cabeza, el corazón o la bragueta a lo largo de cincuenta y pico años. Y, a la vez que conocemos la trayectoria existencial de Toni, bastante banal, vamos conociendo esta sociedad nuestra que nos ha tocado vivir. Nada hay seguro ni duradero en esta época. Las personas van de acá para allá buscando un sentido a la vida, una felicidad en mil experiencias distintas. Pero la dicha esperada no llega, y, en su lugar, aparece e cansancio de vivir, el agotamiento existencial, el afán de nihilismo, la frustración provocada por esos sueños que no se cumplen, por ejemplo, el hijo sobre el que tantas ilusiones se había hecho el propio Toni, y que se van desinflando a medida que Nikita crece y no es, ni por asomo, como su progenitor había soñado. Pero también el amor, que confundimos con los efluvios eróticos de los primeros tiempos, los viajes románticos y la carne joven, pero cuando el tiempo pasa, el desamor llega puntualmente y se convierte en una pesadilla (basta ver las cifras de divorcios y cómo el ser más amado pasa a convertirse en el ser más odiado, el que más nos hace sufrir). También las difíciles relaciones con los padres y con los hermanos son una muestra de nuestras familias cada día más desestructuradas, fuente continua de conflictos. La casa convertida en “nido de víboras”, como nos había dicho François Mauriac. El sexo, al que una sociedad pansexualizada atribuye altísimas expectativas de felicidad, y que no tarda mucho en diluirse en desencanto y frialdad. Un sexo que va pasando de la pareja al burdel y de éste a la muñeca hinchable. Sexo banal, venal, exento de ternura y compromiso.

Al acabar la novela se tiene la sensación de que todos los temas de nuestro tiempo están ahí. Las trifulcas políticas y la confrontación. A abuelos comunistas les suceden nietos que se tatúan la esvástica. A padres santurrones les nacen hijos que no pisan la iglesia y que se niegan a bautizar a sus hijos. Los padres, laboralmente exitosos, son incapaces de educar a sus hijos. A veces se tiene la sensación de que Aramburu, buen oyente, buen lector, ha escuchado las noticias o ha leído los periódicos y todo ello le ha servido de humus de donde ha surgido una contundente novela sobre nuestra historia más reciente. La vida va por ahí repartiendo maltratos, mobbing escolar, ideologías, fracasos amorosos, okupas, familias rotas, borracheras y desequilibrios mentales varios. El “futuro suicida” describe sin tapujos y sin piedad a sus congéneres, empezando por su padre, su mujer, su hijo, su exnovia o su mejor amigo (al que durante toda la novela le nombra con un apodo insultante) y sobre todo a sí mismo. Pero también es capaz de quitar hierro a las situaciones calamitosas y, como cualquier indiferente, ver el lado jocoso y cómico de la existencia. Por ello, a lo largo de la novela, el lector se identifica, bien con Amalia, bien con Toni, con Nikita, con Raulito, con Águeda, o con el amigo.

La novela, sobre todo, nos habla de un hombre vacío, cansado, hastiado, frustrado. Un hombre al que la vida le ha decepcionado totalmente: desde sus padres, sus compañeros de trabajo en un instituto, hasta su papel como padre o como marido, sus relaciones sexuales, o la filosofía que enseña. La compañía de sus congéneres saca de quicio a Toni, aunque, al mismo tiempo, no puede pasar un día sin buscar un vino compartido con su amigo o acostumbrarse a la dulce verborrea de su bondadosa ex novia.

La perra Pepa es la única referencia a la ternura y a la compañía que todo ser humano reclama y exige como una súplica desesperada. Y también este punto refleja, con toda su fuerza poética o su sociología demoledora, nuestro mundo, donde tantos y tantos ciudadanos cuidan más y mejor a sus mascotas que a sus padres. Donde tantos y tantos solitarios encuentran en la compañía de un chucho un poco de humanidad y de compañía, que no pueden o no saben hallar en el trato con su propia familia, con sus amigos o compañeros. Ese ‘amor’ a los animales en un tiempo de ‘desamor’ a los propios humanos no es uno de los temas menores de este libro.

No contaré nada más, pero así son las primeras líneas correspondientes al 1 de agosto de 2018: “Llega un día en que uno, por muy torpe que sea, empieza a comprender ciertas cosas. A mí me ocurrió mediada la adolescencia, quizá un poco más tarde, pues fui un muchacho de desarrollo lento…”

Los vencejos no paran de volar. Comen, copulan e incluso duermen durante el vuelo. Y solo se posan cuando entran o salen del nido donde incuban y alimentan a sus crías. Pasan los inviernos en África y los veranos en Europa. Pueden parecer aves corrientes, vulgares, pero tienen una característica única: no paran de volar. Los vencejos son para el escritor una imagen poética para acompañar al ser humano en tiempos de hastío, desazón, aburrimiento  y sinsentido.





martes, 4 de octubre de 2022

Ser en la vida caramelo

 


Hay 365 días al año, pero debe haber, por lo menos, siete mil  ‘Días’ dedicados a las causas más peregrinas. Unas muy nobles: Día del Refugiado, del Cáncer, del Amor Fraterno, de la Paz, del Árbol. Pero también existen ‘días’ para todos los gustos, románticos, pintorescos, comerciales o delirantes: Día de los enamorados, de la Manzana Saboyana, de la Harley Davidson, de la Cerveza, del Jazz, etc.

Para un puñado de amigos, cada 9 de octubre es el “Día de los Caramelos”.  Y no porque estos amigos tengan sus negocios en el mundo de la dulcería o quieran exaltar algún tipo de caramelo con denominación de origen. La cosa es más sencilla: cada 9  de octubre se recuerda el aniversario de la muerte de Juan Vaccari, religioso guaneliano que murió hace cinco décadas en accidente de carretera y que dejó tras sí un halo de santidad que aún  permanece en los que le conocimos y en los que, más tarde, han leído sus escritos o han conocido su biografía.

Pero ni siquiera la evocación de su noble figura, cuya estatura moral sobrepasaba en mucho a su apostura física, sería suficiente para justificar el ‘Día de los Caramelos’. Fue su Testamento -concretamente una cláusula- lo que dio origen a la tradición de repartir o compartir caramelos cada 9 de octubre. El hermano Juan en su Testamento,  junto a altísimas consideraciones espirituales y piadosos deseos de salvación para sí y para sus hermanos, escribió una línea que sorprendió a todos:  ‘Si a la hora de mi muerte, se encontrase algo de dinero en mis bolsillos, ruego se compren caramelos para los chicos con discapacidad”. Él emplea, para ser exactos, el término “buonifigli”, que es el vocablo cariñoso que Casa Guanella siempre ha usado para nombrar a las personas con alguna discapacidad.

Un caramelo es mucho para un niño pobre, para un ‘buonfiglio’, para un anciano solo. Un caramelo era mucho incluso en mi infancia que coincidió con la muerte del hermano Juan. ¿Puede hoy día considerarse regalo un caramelo? Sin duda, precisamente porque es de escaso precio pero de abundante valor. Un caramelo devuelve a todos a la infancia, a esa etapa en que preferíamos la golosina de un caramelo a cualquier otro alimento. Un caramelo remite a lo festivo y a lo celebrativo. Nadie es tan pobre que no pueda regalar un caramelo ni nadie es tan rico que no sonría cuando alguien le ofrece uno.

Por otro lado, no estaría mal que todos nos sintiéramos un poco incompletos, un poco “buonifigli’, porque en el fondo todos tenemos algún tipo de discapacidad. Pensamos que los discapacitados son los que tienen algún tipo de minusvalía física o incapacidad mental. Y sin embargo, ¿qué es el que tiene un carácter endiablado, el que carece de empatía hacia los demás? ¿Qué es el que tiene escasa capacidad para amar, el que es prepotente, el que se cree superior o se crece cuando crea tensión y malestar alrededor? En el fondo, también este tipo de personas tiene alguna ‘discapacidad’, y por lo tanto también ellos necesitan un caramelo, un abrazo y una palabra amable. Ya lo decía Natalia Ginzburg que “cuando miramos a alguien de cerca, siempre nos da un poco de pena”.

Inmensamente discapacitados e infinitamente capaces, todo ser humano es frágil y a la vez fuerte, limitado y a la vez hábil, dichoso y al mismo tiempo desgraciado. Por eso mismo, ese Testamento del hermano Juan se dirige a cada uno de los que le conocimos y, por extensión, a cada uno de los que, por nosotros, le han conocido y le conocerán en el futuro. Todos somos herederos afortunados de una magnífica herencia vital que un simple caramelo simboliza con gran fuerza poética.

Muchos episodios de la vida del Hermano Juan (Sanguinetto, 1913 – Palencia, 1971) podrían resumir su existencia de perfecta humildad, obediencia, servicio y oración. Pero es, a mi modo de ver, este Testamento (de los Caramelos) el que mejor define toda su andadura humana: la vida ordinaria, cuando se vive desde Dios y desde el prójimo, es la más extraordinaria, dichosa y dulce de las vidas.

El Día de los Caramelos nos recuerda que, en la sencillez de un pequeño y humilde gesto, se encierra a veces una gran lección, más importante aún para el que ofrece el caramelo que para el que lo recibe. A nadie le amarga un dulce, decimos popularmente. La vida santa del hermano Juan fue como un caramelo que endulzó los días de los que se cruzaron con él y aún puede endulzar las almas, a veces amargas, de cuantos se acerquen  a su espiritualidad y a sus enseñanzas.

El Testamento del hermano Juan no es solamente una escritura poética, sino también una llamada a la responsabilidad, una convocatoria a endulzar la vida de los que giran a nuestro alrededor, desde el vecino del bloque, al compañero de trabajo, la pareja y los hijos, los familiares, los amigos de tertulias y cafés. Y es también una llamada a la solidaridad, una invitación a manifestar nuestra cercanía concreta, nuestro ‘caramelo’ concreto para los “buonifigli”.

Al igual que el pasado año, invito a ex alumnos de Aguilar o Palencia, a los guanelianos en general, y a mis lectores, a celebrar el Día de los Caramelos, aportando un ‘caramelo’ de generosidad para un proyecto relacionado con la discapacidad.

En este año, marcado por la guerra en Europa, nuestro gesto de solidaridad será destinado a las personas con discapacidad procedentes de Ucrania que están siendo atendidas en las casas guanelianas de Rumanía y de Polonia.

Al ingresar tu donativo, escribe en concepto: “Caramelos”.

IBAN: ES46  0030 6018 1700 0105 1272 (Banco Santander)

Gracias de corazón. Feliz Día de los Caramelos.







 

jueves, 8 de septiembre de 2022

La bendición de la tierra, de Knut Hamsun


“¿Quién trazó el largo, larguísimo sendero que recorre las ciénagas y los bosques? El hombre, el ser humano, el primero que llegó a estas tierras. Antes de él no existían caminos”. Así empieza la novela del escritor noruego Knut Hamsun (1859-1952),

            Hace más de 100 años que vio la luz esta obra, aunque para varias generaciones fuera prácticamente desconocida. El posicionamiento de Hamsun a favor del nazismo supuso una condena al ostracismo. Y eso que en 1920 obtuvo el Premio Nobel y su obra fue admirada por los grandes escritores de su época y contó con el favor del público. Sólo últimamente el escritor está siendo rehabilitado y dado a conocer.

            Desde hacía un tiempo esta obra estaba en la lista de lectura. En uno de los diarios de José Jiménez Lozano leí por primera vez una referencia a este autor. Siempre estaré en deuda con el “morabito de Alcazarén” que me abrió los ojos a la verdadera literatura.  

            Hace una semana, frente a los campos del pueblo, empecé a leerla. Un hombre, Isak, con un saco al hombre, llega a un lugar inhóspito y deshabitado noruego, muy cerca de la frontera con Suecia. Nada sabemos de su pasado, porque el libro empieza en ese momento y nunca retrocede. Y allí, con el sólo afán, de ganarse la vida, cultivando la tierra y cuidando ganado, se instala. Tiene la fuerza de un titán, y el carácter indomable, y poco a poco, tronco a tronco, construye la primera cabaña, labra los primeros surcos, siega el primer forraje para los animales. El trabajo es su forma de estar en el mundo y de permanecer en él. Después llega Inger, una mujer de la aldea que, marginada por una malformación en su rostro, lleva la marca de los apestados. Se establece a su lado, compartiendo el duro trabajo y engendrando hijos, Eleusus, Sivert, Leopoldine, Rebekka.

            Un dramático acontecimiento viene a romper la monotonía cotidiana y el paso de las estaciones. Inger tiene que dejar el campo y la casa. Y cumplir condena. Llega Oline, metementodo, chismosa, para cuidar a los niños. Poco a poco, otros colonos van llegando y ocupando otras tierras. Y con ellos llegan otras formas de vivir y de pensar: Brando, Geissler, Vrede, Aronsen, Os-Anders. Brede. También la noticia de que la zona es rica en minerales, hace que aparezcan otros hombres, con su codicia a cuestas.

Pero la verdadera protagonista de este libro es la tierra, en toda su dureza y su dulzura. La tierra helada e impenetrable por el hielo. La tierra caldeada por el sol. La tierra en cuya bóveda se dibujan las luminarias. La tierra que da pasto a los animales, frutos a los colonos, troncos para las cabañas y piedras para los cimientos.  No es un canto almibarado de una Arcadia idílica en un rincón de Noruega, no es esa salmodia boba de los urbanitas hacia la vida rural de la que no conocen absolutamente nada: únicamente un paseo por un sendero bien trazado y una barbacoa.

            Los hombres y mujeres que allí viven y que sudan para arrancar a la tierra sus frutos llevan en ellos el tesón, la lujuria, la frivolidad, el engaño, la codicia, la inocencia o el crimen, la austeridad o los sueños marchitos. La Bendición de la tierra es un canto a la naturaleza, a la vida sencilla de los trabajos primigenios, a los afectos elementales.

            Así vivían los colonos noruegos hace un siglo y así se vivía en casi toda Europa.  Esta novela, hermosísima por la evocación de plantas, minerales, animales y paso de las estaciones, evoca bien la dureza de la vida campesina hasta hace no muchas décadas. La vida de los hombres y mujeres de hace no mucho era también trabajo, más trabajo, esfuerzo y sacrificio. Su vida consistía en arañar un fruto a la tierra o al ganado, acostarse rendidos y levantarse a la mañana siguiente dando gracias a Dios porque tenían salud y fuerzas para trabajar un día más.

            Eran hombres y mujeres hechos de otra pasta, modelados a cincel por la vida. No conocían la queja y el lamento, y apenas las lágrimas, aunque sus huesos se consumiesen por la fatiga, los fríos o el calor abrasador. Eran robles a los que solo el hachazo de la muerte derribaba. El deseado progreso llegó después, y con él entró también ese “malestar del ocio”: ese aburrimiento que es como la segunda piel de los hombres y mujeres de nuestra época, avocados a llenar los días de muchos ‘algos’, ya sean viajes, libros, experiencias, compras o cosas, porque un inmenso tedio corroe sus entrañas y los devora en un fuego de frustraciones y expectativas no cumplidas.

            La bendición de la tierra es, como mínimo, una invitación a contemplar con pasmo la tierra, a mancharse las manos buscando un pequeño fruto, así sea un tomate o unas moras, a sentirse pequeño frente a la inmensidad del cielo, a aprender a nombrar las hierbas, los árboles, los frutos y los pájaros.

            Pues la tierra solo bendice a los que la han regado con su sudor y la han acariciado con sus manos. Y a los que han sabido oponer su esfuerzo y determinación a la dureza impenetrable de un surco tras una noche de hielo.

            Por ello la tierra de Sellanrá que ha conocido las manos agrietadas de sus hombres, las espaldas combadas por la carga, los ojos cansados de la mujer tejiendo en la noche, las manos que ofrecen un vaso de leche agria, el saludo “a la paz de Dios”… es una tierra bendecida que bendice.

Leemos en el libro: “El aire que respira el colono es una raudal de salud. No echa de menos los diamantes y sólo conoce el vino por las bodas de Canaán. El colono no sufre por las maravillas que no puede tener: el arte, los periódicos, los lujos, la política, valen exactamente lo que la gente está dispuesta a pagar por ellos, nada más. Pero las cosechas de la tierra son la base de todas las cosas, la única fuente”. Y por eso se sienten bendecidos, porque “contemplan todos los días las mismas montañas azules. El cielo y la tierra les acompañan en sus  quehaceres. No necesitan nada más. El hombre y la naturaleza se acompañan. Las montañas, el bosque, las ciénagas, los prados, el cielo y las estrellas no son mezquinos ni comedidos, sino inmensos y pródigos”.

Tierra de Sellanrá. Ahí está Isak, “un campesino en cuerpo y alma, un agricultor sin piedad. Un resucitado del pasado que señala el futuro, un hombre de épocas primigenias, un colono; tiene novecientos años de edad y vive en el presente”. Ahí está Inger: “ha navegado por el gran mar y ha vivido en la ciudad, pero ahora está de vuelta en el hogar”. Apenas fueron nadie entre la gente. Solo un hombre más. Solo una mujer más. Por eso la noche puede caer sobre ellos.










jueves, 1 de septiembre de 2022

El grito de Montesinos

 


            La mañana del 21 de diciembre de 1511 estaba destinada a pasar a la Historia. La iglesia de los dominicos en la Isla de La Española (hoy República Dominicana y Haití) estaba a rebosar. Era la hora de la Misa Mayor del cuarto domingo de adviento. Y nadie quería perderse el sermón de los padres predicadores, conocidos por sus brillantes y vibrantes homilías. Frailes, encomenderos, hacendados, soldados, justicias y hasta el propio Diego de Colón, hijo del descubridor y virrey, llenaban las naves. Pero también indios taínos bautizados o aún sin bautizar.   

            Se hizo silencio. Fray Antonio de Montesinos subió al púlpito. Y habló. Gritó. Y entonces, en los oídos de todos los presentes, resonó el vozarrón de Cristo a través de la garganta del fraile dominico. Todos se quedaron petrificados: los españoles, porque desde el púlpito, un español les echaba en cara su falta de humanidad. Los indios, porque desde ese mismo púlpito, un español los defendía y los consolaba.

            En los días anteriores, los primeros dominicos españoles que habían llegado al Nuevo Mundo prepararon minuciosamente este sermón. Y estamparon su firma en él. Llevaban no mucho tiempo en América, pero lo suficiente para comprobar los desmanes y la crueldad que no pocos encomenderos españoles ejercían sobre los indios taínos. No podían comprender que personas que se llamaban cristianas tratasen mal a los indios, con los que, entre otras cosas, compartían el mismo Bautismo.

            En el lentísimo proceso de la afirmación de los derechos humanos, por encima de los poderes de los estados, esa mañana de 1511 es una piedra fundacional. Mucho después, vendrían los derechos de los ciudadanos y la carta de Derechos Humanos, pero en ese sermón de Fray Antonio, ya estaba todo esto. Había estudiado en el Convento de San Esteban de Salamanca, de los dominicos. La llamada Escuela de Salamanca empezaba a gestarse en ese momento y pondría las bases para lo que hoy denominamos derecho internacional. Domingo de Soto, Francisco Vitoria, Luis Molina o Francisco Suárez no se entienden sin este sermón en una iglesia a miles de kilómetros de España.

            Pero volvamos al sermón. Montesinos, partiendo del evangelio de ese domingo, se considera una voz que clama en el desierto. Y, con auténtica osadía, dice al Virrey, a los encomenderos, justicias y soldados que están en pecado mortal. Pregunta a los presentes, autoridades constituidas, con qué derecho y con qué título se atreven a oprimir y esclavizar a los indios. Hace recuento de las atrocidades cometidas (memoria passionis). Les dice que están obligados a amar a los indios. Y por último, les asegura -como ministro de Cristo- que, por su mal comportamiento, están destinados a la condenación eterna.  

El sermón nos ha llegado a través de la crónica de Bartolomé de las Casas, que estaba presente en aquella misa y que a la sazón, tenía a su cargo una encomienda. Él sería uno de los más furibundos tras escuchar el sermón, porque se sentía directamente concernido. Pasados los años, Bartolomé de las Casas, se convertiría, ingresaría en los dominicos, y sería el más férreo defensor de los indios, mediante su obra “Brevísima relación de la destrucción de las Indias”.

Las palabras de fray Antonio no tienen desperdicio:

"Voz del que clama en el desierto. Todos estáis en pecado mortal y en él vivís y morís, por la crueldad y tiranía que usáis con estas inocentes gentes. Decid, ¿con qué derecho y con qué justicia tenéis en tan cruel y horrible servidumbre a aquestos indios? ¿Con qué autoridad habéis hecho tan detestables guerras a estas gentes que estaban en sus tierras mansas y pacíficas, donde tan infinitas dellas, con muertes y estragos nunca oídos, habéis consumido? ¿Cómo los tenéis tan opresos y fatigados, sin dalles de comer ni curallos en sus enfermedades, que de los excesivos trabajos que les dais incurren y se os mueren, y por mejor decir los matáis, por sacar y adquirir oro cada día? ¿Y qué cuidado tenéis de quien los doctrine y conozcan a su Dios y creador, sean baptizados, oigan misa, guarden las fiestas y domingos? ¿Estos, no son hombres? ¿No tienen ánimas racionales? ¿No sois obligados a amallos como a vosotros mismos? ¿Esto no entendéis, esto no sentís? ¿Cómo estáis en tanta profundidad, de sueño tan letárgico, dormidos? Tened por cierto, que en el estado que estáis, no os podéis más salvar, que los moros o turcos que carecen y no quieren la fe en Jesucristo".

Las protestas entre los presentes no se hicieron esperar. ¡Por defender a los indios, un español se alzaba contra otros españoles! Un hombre protestaba ante Dios por tamaña injusticia. En medio de la violencia se alzaba el grito de la conciencia. En un momento en que un blanco no se cuestionaba su superioridad respecto al resto de seres humanos, alguien venía a poner patas arriba esta pretendida superioridad. Presionaron al dominico para que se desdijese al domingo siguiente, pero lo que hizo fue aumentar el tono y las amenazas. Montesinos y otros dominicos viajaron a España para hacerse oír. Fernando el Católico, ya anciano, pudo escuchar su testimonio. Se abrió un debate en toda la Corona de Castilla. Un año después, en 1512, las Leyes de Burgos, aunque imperfectas, vinieron a sancionar que el indio tenía la naturaleza de un hombre libre, propietario de derechos. En las leyes de Burgos está ya en germen la declaración de los derechos humanos y del derecho internacional.

En esa centuria, y en las siguientes, en otras latitudes y en otras naciones ni siquiera se planteaba que los indios pudieran tener alma, o que pudieran ser sujetos de derechos o que se pudiera pactar con ellos, establecer matrimonio, enviar a sus hijos a la universidad, entrar en un monasterio, etc. ¡El mestizaje, esta bellísima palabra, daba sus primeros vagidos! Un andaluz o un extremeño, un azteca o un maya empezaban, tímidamente, a incorporar a su ADN cultural y espiritual la categoría de "mestizo". Este primer grito no arregló todo, claro está, pero fue algo y algo removió. Y esto también hay que decirlo. Las batallas no se ganan de una vez por todas. El grito de Montesinos no había sido inútil: se imponía un trato de humanidad a los indios.

            Toda conquista es un encuentro y un encontronazo, esto ya se sabe. El conquistador siempre piensa que la razón y el derecho lo asisten y están de su parte. Quien tiene el poder y las armas para defenderlo, difícilmente se abstiene de ejercer ese poder y de utilizar esas armas. Por ello, este grito de Montesinos, y todos los demás gritos que se han dado en el Universo, son jalones que marcan un progreso en humanidad para la Humanidad.

            Que apenas iniciado el siglo XVI, un español cuestionase la conquista y arremetiese contra los abusos, dice mucho de esa grandeza de ánimo y de corazón de algunos hombres que formaron parte de la llamada "Era de los Descubrimientos". ¡Quijotes entre los indios! Si en el día del Juicio Final, también las naciones son juzgadas, el Grito de Montesinos servirá de descargo a España.

            El sermón de aquel domingo de adviento fue el primero de otros muchos dados en nombre de Dios y en nombre de la Humanidad. La llamada ‘teología de la liberación’ ya estaba en aquel sermón. La liberación de los pueblos es y será siempre una causa del Evangelio. ¿Quiénes son hoy los nuevos esclavos, los maltratados de los pueblos? ¿Quiénes son los que de forma asperísima y cruel son tratados en tantas partes del mundo ahora mismo? ¿Dónde están los Montesinos de nuestro tiempo?

            La vida de Antonio Montesinos se extendió desde 1475 hasta el 27 de junio de 1540. Nació en algún lugar de España y murió en algún lugar de Venezuela. No se sabe dónde está enterrado. Poco, en realidad, importa dónde nacemos, dónde morimos y dónde queda ese polvo y ceniza de nuestro cuerpo. Pero todos, en algún momento de nuestras vidas, tenemos ante nosotros un domingo de adviento en el que se nos presenta una encrucijada: o sentarnos plácidamente en nuestro banco de la iglesia, adormilados sobre la cruz como quien se adormila sobre una almohada de plumas… O encaramarnos al púlpito y clamar a voz en grito: “¿No son estos hombres?”. Estas cuatro palabras de Montesinos, puestas entre signos de interrogación, son el resumen y la esencia de un evangelio encarnado. Probablemente, al que grita esto le espera el martirio. Entre los frailes dominicos se mantiene la memoria de que fray Antonio de Montesinos murió mártir (“obiit martyr in Indii”).

            Para dejar constancia de este sermón histórico, en 1982, una escultura de piedra y bronce, de más de 15 metros de altura, se levantó en el malecón de la ciudad de Santo Domingo, en la República Dominicana, frente al mar Caribe, cuyas aguas enmudecieron ante aquel grito de 1511. La escultura es obra de Antonio Castellanos Basich, un artista mejicano. Refleja muy bien la fuerza, el arrojo, la valentía y la conciencia cívica y cristiana de aquel fraile dominico español.

Al contrario que el famoso Grito del pintor Munch, que es un grito sordo que no llegamos a oír, este grito de Montesinos es bien audible. Un grito estentóreo, pronunciado en la lengua que aún hoy hablamos. Un grito cuyo eco aún resuena en el mundo y en la propia cristiandad. Un grito que hizo temblar a unos y aportó un poco de dulzura a otros. Un grito que, de mar en mar  y de amanecer en amanecer, sigue recorriendo el mundo. Todos los advientos del mundo esperan gritos tan sonoros y tan potentes como el de fray Antonio de Montesinos, porque todos los advientos del mundo precisan de alguien que les recuerde cuatro palabras y dos signos de interrogación “¿No son estos hombres?”









sábado, 27 de agosto de 2022

La escuela de Kinshasa-Congo



Durante los últimos seis meses, la guerra de Ucrania ha copado todos los telediarios. Y la tragedia vivida en ese país la tenemos muy presente en nuestras retinas y en nuestros corazones. En las primeras semanas, la solidaridad se disparó en toda Europa, y no sólo la ayuda de los gobiernos, sino también de los particulares que intentaron ayudar, de mil maneras diferentes, a los millones de refugiados que abandonaron el país.

En este tiempo calamitoso de guerra, PUENTES ha hecho lo que ha podido. Ha colaborado con las dos casas guanelianas que en Rumanía y Polonia han acogido a un buen número de refugiados, varios de ellos con algún tipo de discapacidad.

También desde las Ongd’s se ha constatado que, por el hecho de volcarnos con Ucrania, se ha dejado un poco de lado otros proyectos, otras causas, otros países, otros pobres y otras pobrezas.

Como todos los años, por estas mismas fechas, escribo a mis amigos, familiares, paisanos de Quintanilla de Arriba y contactos en general, para que me echen una mano en el proyecto “Escuela de Kinshasa”.  Como cada septiembre, en la ciudad de Kinshasa (R.D. del Congo) , muchos niños y niñas de la calle, preparan estos días sus mochilas, sus uniformes, sus cuadernos y sus lapiceros para empezar el curso escolar. Estos niños, sin padres y sin recursos, sin escuelas públicas y gratuitas, dependen de la generosidad de todos nosotros para que su escuela abra las puertas. En el mundo rico, decimos la escuela abre tal día. En el mundo pobre dicen: “¿conseguiremos abrir este año la escuela?” Hay una diferencia no pequeña.

El proyecto de Puentes paga la escolarización, en diferentes escuelas de la ciudad, de unos 100 niños que viven en los internados para niños de la calle. Y corre, también, con los gastos de la alfabetización y rudimentos escolares para otros muchos niños y niñas de la calle que van y vienen, entran y salen del Centro, con la idea de que, al menos, aprendan las cuatro reglas elementales.

Por ello, una vez más, me dirijo a ti, amigo, familiar, paisano. Sé que, tal y como ha sucedido en los últimos 15 años, seguirás siendo fiel y generoso con esta cita de cada septiembre.

La ignorancia y el analfabetismo son el origen de muchos males, abusos y pobrezas. Si por un momento cierras los ojos e imaginas lo que sería de tu hijo, tu hermano, tu amigo o tu vecino si no fuesen a la escuela, verías, sin duda, un futuro negro en sus vidas.

Gracias en mi nombre. Gracias en nombre de Puentes. Gracias en nombre de los niños y niñas de la calle. A mediados de septiembre, ENTRE TODOS CONSEGUIREMOS ABRIR LA ESCUELA DE KINSHASA.

Gracias de corazón.

Recuerda: Un mes de escuela: 15 euros – Un curso escolar: 150 euros.

Al efectuar tu donativo, especifica: “Escuela Congo”.

IBAN: ES46  0030 6018 1700 0105 1272 (Banco Santander)



viernes, 19 de agosto de 2022

El rostro humano, hierofanía y mandato

La gente llana, la gente de monte y valle, lo ha expresado de forma muy hermosa: "La cara es el espejo del alma". El rostro humano concentra los sentires y los pesares, las ansias y las soledades de su portador. El rostro humano ríe y llora, manifiesta la rabia o la paz, la serenidad o el atolondramiento. El rostro exige piedad, suplica compasión, amenaza o condena. El niño se parece a sus padres; el adulto se ha esculpido su propio rostro: la suave sonrisa del pacífico o la inquietante mueca del codicioso, la anavajada mirada del violento, la babosa del lujurioso, la fraterna del compasivo, la temblorosa del inseguro, la inflamada del vengativo. Todas las miradas. Todos los rostros. Todas las facciones.

Pero el rostro es también una hierofanía, por su unicidad. Incomparable ADN de músculos, tendones, carnaciones y arrugas. En esa unicidad está, para el creyente, la mano de Dios. La expresión absoluta de una soberanía creadora. El rostro que es capaz de perdonar, acariciar, llorar o temblar es el “mediador de todo encuentro”, en bellísima expresión de Lévinas.

El rostro sigue siendo hierofanía, a pesar de su envejecimiento o de su enfermedad devastadora, a pesar de su falta de belleza y encanto. Ese rostro aún puede ser amado y redimido por la mirada salvadora de quien lo estima y lo aprecia, de quien lo ama y lo mira con ternura.  

Mientras que la mayoría de los filósofos del siglo XX se dedicaron a estudiar el ‘ente’, Enmanuel Lévinas puso en el corazón de su pensamiento  al sujeto. En lugar de la filosofía, la ética, en lugar del yo, el otro. El otro se impone con su alteridad. Una presencia que me mira. El rostro que me mira no es la suma de unas características físicas (ojos, labios, mejillas, boca), es una interpelación, una pregunta y un mandato: “No me matarás”. El rostro es la condensación del otro. El otro se convierte en hermano gracias a un rostro que, joven o viejo, sano o enfermo, hombre o mujer, es siempre una llamada a la responsabilidad.

Enmanuel Levinas (Lituania, 1906  - París, 1995) conoció a lo largo de su vida todos los desastres europeos. Después de la traumática experiencia de la Shoah, se acercó a la Biblia. Y es en esta vecindad bíblica donde se asienta su ética. Podríamos decir que todo el pensamiento de Lévinas responde a una visión del ser humano como ‘guardián de su hermano’. Dios asiste impotente al asesinato de Abel. Y, entristecido, pregunta a Caín: “¿Dónde está tú hermano?” Y Caín, responde a Dios con desaire y desabrimiento, y, disculpándose, se autoinculpa: “¿Soy acaso el guardián de mi hermano?” Una pregunta para responder a una pregunta. Pero Caín no se engaña y es consciente que, efectivamente, tenía que haber cuidado a su hermano. ¡Y no lo ha hecho!

Sabemos ya a estas alturas que, cuando se concibe al ser humano sin el ‘otro’, la sociedad cae en el precipicio. Sabemos ya dónde nos lleva una humanidad que no desea ser ‘guardián del hermano’. Por ello, cualquier civilización, con un sentido ético mínimo, se asienta en el imperativo “no matarás”. Por ello, la ética es la primera filosofía. La Biblia, en la primera página del Génesis, nos lo enseña. Caín, después de matar y ver el rostro sin vida de su hermano Abel, en cierta forma se condena para siempre a una vida errante. En ningún lugar hallará paz.

El hombre, al contrario de lo que decía con ligereza Jean Paul Sartre y con él todo el existencialismo ateo, no es un ser para la muerte, sino en contra de la muerte y a favor de la vida. Las consecuencias de un existencialismo ramplón aún las sufrimos. Nunca como ahora la cultura de la muerte está tan extendida. En el fondo, nos instalamos en “la in-cultura” cuando pensamos a alguien como nadie y a algo como nada.

Yo soy alguien cuando reconozco al otro como alguien y no como algo. La búsqueda ansiosa y algo paranoica de la perfección del yo, toda  esa espiritualidad zen que busca el bienestar personal, el quietismo, la serenidad atontada, la conciencia adormilada, el crecimiento del yo, el estar bien, sentirse bien, etcétera, no es sino el intento de engordar el yo. El cristianismo nos invita a recorrer otros senderos: procura que el otro esté bien, que se sienta bien, intenta facilitarle la vida, hacerle más llevadera la existencia… y entonces tú alcanzarás la bienaventuranza. ¿Estamos aquí para ser felices o estamos aquí para hacer felices, y de paso, alcanzar nosotros mismos la dicha?

La compasión -importantísima, claro- puede no ser suficiente. Tal vez haya que subir otro peldaño: no sólo sentir pena, sino también poner remedio. El yo tiende a ocupar todo el espacio. Lo propio del yo es colonizar, al igual que las malas hierbas el barbecho. Lo propio del nosotros es el compartir, acoger, sumar, complementar, recibir y donar.

Lévinas piensa que somos una síntesis de la herencia griega que busca la verdad y la herencia judía que ordena amar al prójimo. Los principios, las ideas, las ideologías y las certezas no pueden borrar los contornos del rostro del otro. No mirar el rostro del semejante, negarse a aprender su rostro o, peor aún, impedir al otro que muestre su rostro, es siempre una manera de aniquilar al otro, y hacerlo sin culpa y sin remordimiento.

El rostro del otro es una responsabilidad para mí. El rostro que me mira me obliga. El rostro que me mira es una llamada a ser humanos. El rostro es la forma en la que el otro se presenta ante mí. Es una forma única e inequívoca. El rostro del otro, provoca siempre preguntas: “¿Quién es y qué puedo hacer por él?

Cuando los talibanes afganos –y otros muchos otros grupos islamistas- obligan a llevar el rostro cubierto a sus mujeres, no están sino empleando un método veloz para convertirlas en cosas, bultos andantes, sacos que se mueven. Cuando alguien nos pide limosna, y rehusamos dársela, apartamos la mirada de su rostro, para que sus rasgos no se nos aparezcan en un momento de culpa. En las ejecuciones sumarias se venda los ojos a los reos, para que los ejecutores no sientan clavadas sus miradas y no titubeen o disparen al aire. Si una mujer conociese el rostro del “nasciturus” que va a eliminar, probablemente se lo pensaría dos veces.

En un mundo de indiferencias crecientes, en una sociedad que, frustrada e insatisfecha, busca remedios para sentirse bien y alcanzar una felicidad de almíbar, el pensamiento de Enmanuel Lévinas pone el dedo en la llaga: el otro no puede existir sin nuestro reconocimiento. Y su rostro, único, es siempre una llamada a la responsabilidad, a no hacer daño, una petición de afecto, una súplica de respeto. Solo cuando en nuestro interior crece la conciencia de ser “guardián del otro”, crece también nuestra felicidad.











 



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miércoles, 10 de agosto de 2022

¡Tanto que celebrar!

Si lo pensamos bien y reparamos en ello por un momento, la vida no es un valle de lágrimas, lo cual no quiere decir que no existan las lágrimas, las noches oscuras, los bajones anímicos, pero en general, a la existencia del ser humano no le faltan algunos grandes momentos de plenitud y, sobre todo, muchos instantes cotidianos que rompen la monotonía y la colorean con su alegría y su dicha. Y sin embargo, apenas reparamos en estos múltiples fogonazos de felicidad y en los muchos motivos que tenemos para sentirnos privilegiados e invitados a vivir y no sólo a sobrevivir. Porque, si prestamos atención a nuestra vividura cotidiana, coincidiréis conmigo que, solamente cuando sufrimos un contratiempo, somos objeto de una incomprensión o pasamos una mala racha de salud, es cuando caemos en la cuenta de que éramos felices antes de la enfermedad, de la crítica injusta o del percance económico. Éramos felices, pero no lo sabíamos. No habíamos sido conscientes de la salud rebosante de nuestro cuerpo, del afecto de nuestra familia, de que teníamos un trabajo y un sueldo, de que nos reuníamos con una copa en la mano y un plato de paella. Nos había faltado la atención y, al faltarnos, nos habíamos perdido la degustación y el saboreo de los pequeños placeres de cada día.

En estos días de vacaciones, a la orilla del padre Duero, bajo el acogedor refugio de la vieja casa o bajo la sombra del olivo y del pino en el patio, he pensado muy a menudo en estas pequeñas pero esenciales dichas de la vida.

Simone Weill consideraba que la atención es una virtud y, al mismo tiempo, una expresión de amor. Prestar atención a la vida, observarla con misericordia, vivirla con aceptación, nos predispone a celebrarla. Únicamente solemos decir que estamos de celebración cuando asistimos a una boda, un cumpleaños, un acontecimiento importante, una graduación, y sin embargo, pocas veces, decimos que estamos de celebración cada vez que paseamos por medio de un bosque, preparamos un café, nos sentamos con un libro en la mano o nos reencontramos con un amigo.

Mirar con atención el mundo, la naturaleza, la conversación con los demás, el afecto que nos tienen, los sentidos de nuestro cuerpo que nos acercan una música, nos hacen saborear nuestro plato preferido, reciben un abrazo fuerte de un amigo, se maravillan ante un campo de girasoles, o huelen el espliego del pinar... Todo es gracia, nos decía George Bernanos. Y recibir cada día y a cada persona como ‘gracia’ nos ayuda a alcanzar la plenitud del cuerpo y del alma.

¿No es motivo para celebrar el levantarse a pasear y contemplar el amanecer entre los pinos? ¿O vislumbrar en la lejanía  el ramoneo de los corzos y sus brincos cuando oyen nuestros pasos? ¿Y recibir en casa a un amigo que nos pone al día de su vida y nos despide con un abrazo o comparte con nosotros unas viandas? ¿Y tomar un café y un dulce en la chopera de San Bernardo, teniendo a tus espaldas el monasterio cisterciense? ¿Y juntarse con la familia y recordar a los que no están, sus decires y sus expresiones, o tomar un poco el pelo a los más jóvenes, fingiendo escándalo por sus formas de vestir, de pensar o de divertirse? ¿Y sentarse al atardecer con un libro en la mano, por ejemplo el Cartapacio en torno a José Jiménez Lozano, los escritos de Rafael Narbona, o Las furias invisibles del corazón, de John Boyne? ¿Y  preparar un plato de pasta alla matriciana  para la familia o los amigos y hacerlo con amor que es el perejil imprescindible de todos los guisos? ¿Y escuchar a primera hora de la mañana o a última de la tarde el piar de los pajarillos en el ciprés o su revoloteo juguetón de rama en rama? ¿O pasar al lado de los niños que chapotean en el agua o hacen cubos de arena en la playa del río, y de los mayores que, sentados a la mesa, comen y charlan? ¿O escuchar cada domingo el sonido de las campanas que desde la torre llaman a los creyentes a reunirse en torno al altar? ¿Y saludar a los veraneantes y viejos amigos en el bar del pueblo que vuelven por verano y repetirse los unos a los otros: “mientras sigamos viéndonos por verano es que todo va bien”? ¿Y la esfera del firmamento y sus estrellas, y la luna y el girar continuo de las estaciones que desnuda los árboles y los vuelve a vestir con telas bellísimas? ¿Y el crucero de las eras del pueblo, uno de los miles plantados en caminos y calles y montañas de toda Europa, como para recordarnos eternamente de dónde venimos?

Y ya lo sé que el mundo está ahí, con su guerra de Ucrania, con su crisis energética, con los insultos de unos y otros políticos, con el paro y la guadaña de la muerte haciendo su cosecha diaria en carreteras y hospitales. Y tampoco esto se puede olvidar ni cancelar.

Pero la belleza de este mundo también está aquí, espolvoreada por cada rincón y cada esquina. Está la belleza de tantos rostros que nos aman y a los que amamos. Están las palabras y las conversaciones y los mensajes que nos animan y levantan. Están las acciones de tantos que nos hacen un poquito más fácil la vida y más llevadero el día. Están los abrazos de los que van y vienen, y sobre todo, de los que se quedan a nuestro lado. Por lo tanto, no nos faltan motivos para la celebración, motivos para la alegría y razones para la felicidad. Basta con abrir los ojos de par en par al mundo, al rostro del otro, a la naturaleza y a la bondad de los demás.

En un breve pero hermoso poema, José Jiménez Lozano escribía:

“Matinales neblinas, tardes rojas,

doradas; noches fulgurantes,

y la llama, la nieve;

canto del cuco, aullar de perros,

silente luna, grillos, construcciones de escarcha;

amapolas, acianos, y desnudos

árboles de invierno entre la niebla;

los ojos y las manos de los hombres, el amor y la dulzura

de los muslos, de un cabello de plata, o color caoba;

historias y relatos, pinturas y una talla.

Todo esto hay que pagarlo con la muerte.

Quizás no sea tan caro”.

 

La muerte llegará para todos, de eso no cabe duda. Pero ojalá que no pasemos por esta vida con tantas cataratas en los ojos y tantas piedras en el corazón que nos impidan ver y disfrutar y celebrar toda la verdad, la bondad y la hermosura de este mundo. Porque de lo contrario, cuando la muerte llegue, nos encontrará ya muertos y bien muertos.









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