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lunes, 18 de abril de 2022

8.- Los Discípulos de Emaús (Lc 24, 13-35)

                                             


                                                Partir, repartir y compartir

Así dice la letra de una conocida canción de iglesia:

“Te conocimos, Señor, al partir el pan

Tú nos conoces, Señor, al partir el pan”.

El pasaje de los Discípulos de Emaús siempre me ha llamado poderosamente la atención. Ayer, al mediodía, cuando paseaba en silencio en el silencioso claustro de Silos, me detuve una vez más ante el relieve pétreo de Jesús y los discípulos de Emaús. Tres caminantes descalzos avanzan por el Camino. Y la imaginación vuela hacia una tarde de hace dos mil años, al camino que de Jerusalén conducía hasta Emaús.

Dos hombres apesadumbrados se dirigen a su aldea, a encerrarse en sus casas y a encerrar con ellos el estrepitoso fracaso de la aventura de Jesús de Nazaret. Le habían seguido entusiasmados de camino en camino y de aldea en aldea. Otros muchos le seguían porque su mirada mansa y su palabra verdadera y ‘nueva’ cautivaban a los judíos sencillos y humildes. No era un charlatán más, no era un fanático más, no era un pedante más. Y desde hace unos meses, como en susurro, se iba esparciendo un mensaje, una confesión: es Él el que esperábamos, el que liberará a Israel del yugo de los romanos, como Moisés liberó a nuestros padres de los egipcios. Sólo Él tiene la capacidad y la autoridad para afrontar tamaña empresa.

 Y soñaban. Había llegado el momento profetizado por Joel: “los hombres soñarán sueños”. Soñaban los discípulos y seguidores, campesinos y devotos hombre de fe. Mujeres apaleadas y jornaleros de vida aperreada.

Soñaban también estos dos hombres que ahora arrastran los pies pesarosos de llegar. Ahora el castillo de naipes se ha derrumbado. En pocos días todo se había desmoronado. Jesús había sido apresado, condenado y crucificado. Los sueños yacían ahora aplastados en el corral de los fracasos.

Durante cuarenta y ocho horas estos dos discípulos habían contenido el aliento y habían permanecido en Jerusalén, sostenidos aún por la débil e increíble promesa de una resurrección. Pero, transcurrido este tiempo, los discípulos recogieron su exiguo equipaje y emprendieron el camino de regreso a casa, a las tareas cotidianas, a la dura realidad. Iban comentando todo esto: cómo ellos habían sido tan ilusos, cómo las autoridades se habían aliado para condenar a un justo y cómo Jesús no había ni siquiera intentado defenderse. Hacían bien sus propios parientes, sus amigos y vecinos en mofarse de ellos, en tomarles el pelo. ¿Dónde está vuestro libertador? ¿Dónde están vuestros sueños?

Cabizbajos y pesarosos volvían de Jerusalén. Ellos también, como los vencidos en la guerra, tienen miedo a llegar a su destino. Van ralentizando el paso y, así, no es de extrañar, que otro caminante les dé alcance y que se entrometa en su conversación. “¿De qué hablabais? De lo que habla todo el mundo, de Jesús de Nazaret. ¿Eres tú el único forastero que no sabe lo que ha pasado?” Y en breves palabras le cuentan el final de la aventura de Jesús. Y entonces el caminante les suelta una perorata, les da una lección magistral sobre el tal Jesús de Nazaret. Les dice que todo estaba previsto, porque todo estaba en los planes de Dios. Pero ellos no le entienden. Le oyen pero no comprenden. Sus cortas entendederas han sido diezmadas por los últimos acontecimientos. Sin embargo, el caminante les ha caído bien. No le entienden, pero no se ha mofado, al menos, de sus sueños, no les ha echado en cara su necedad.

Y como el día atardece, y las sombras van ganando la batalla diaria a la luz, le invitan a hacer noche en su casa, a cenar algo en su mesa. Ellos son unos necios, unos crédulos, unos cabezas locas, pero también unos buenos judíos para los que la hospitalidad es sagrada.

Y el caminante acepta y entra en la casa. Y uno de ellos le ofrece agua para las manos, mientras el otro dispone la mesa. Y el caminante se sienta en medio de ellos. Y toma el pan y lo bendice como un buen judío. Y les mira a los ojos como nunca nadie los ha mirado. Y ellos sienten que les está radiografiando el alma y el corazón. Sienten que les está leyendo sus entrañas, que se está compadeciendo de su pena, les está consolando y, al mismo tiempo, insuflándoles una paz que han perdido en el Gólgota.  Parte el pan y les entrega un pedazo. Y entonces sus ojos se abren. Y le reconocen: “¡Eres tú! Eres Jesús, nuestro amigo y maestro”.

Nadie parte y reparte el pan así, porque cuando él repartía el pan, repartía también la luz para ver un poco en sus cavernas interiores. Y repartía la alegría que les aligeraba el fardo de sus vidas. Y no saben si echarse a sus pies, si abrazarlo, si cubrirlo de besos, si adorarlo. Lloran de alegría. Lagrimones de dicha les nublan la vista y, cuando se los secan, él ya no está. Pero ha estado. Sí, ha estado. No lo han soñado. ¡Lo han vivido!

Afuera ya es noche ciega. El pan, el vino, el queso, las nueces y los dátiles, el pescado en mojama están ahí sobre la mesa. Y es de noche, pero ellos no pueden quedarse en su casa, masticando su felicidad. Tienen que salir a comunicar lo que han visto y oído. No pueden esperar hasta que amanezca. Toman su manto y se echan a correr. Ya no sienten el peso sobre sus hombros. Notan que tienen alas en los pies. Llegan jadeantes. Llegan eufóricos. Se les traban las palabras que les salen como llamas de fuego de la boca. El Maestro vive y ellos han caminando con él un buen trecho, pese a que les parecía un forastero cualquiera, un caminante más. Y que sólo cuando partió y compartió el pan, sí, entonces lo reconocieron. En ese momento supieron que era él, porque en ese partir y repartir el pan había algo nuevo, algo diferente, algo que empujaba a repetir el gesto.

Desde ese atardecer de Emaús, a los cristianos no se nos reconoce ni por la cruz al cuello, ni por que vayamos a misa, ni por que hagamos encendidos discursos sobre Jesús de Nazaret, ni porque recitemos de memoria cien pasajes del Evangelio. A los cristianos se nos conoce y se nos reconoce cuando partimos nuestro pan para compartirlo.


 









miércoles, 13 de abril de 2022

7.- El Lavatorio de los pies (Juan 13, 1-15)

 


Un Reino de servicialidad

 Jesús sabe que su final está cerca. Es un hombre con los días contados. Le pisan los talones los guardianes religiosos de la ortodoxia. En sus propias filas, se están incubando la deserción y la traición. El tiempo apremia. Y él quiere resumir en un gesto, en un solo gesto, que impresione las mentes, tantas veces obtusas, de sus seguidores. Un gesto que ilumine los corazones, tantas veces helados, de sus discípulos. ¡Un hachazo en sus cabezas duras como el pedernal!

Cena con los apóstoles. Se levanta de la mesa que hasta ese momento había presidido, se quita su manto. Toma una palangana de agua y una toalla, se arrodilla delante de ellos, y se pone a lavarles los pies.

¿Cómo no se van a escandalizar los apóstoles, Pedro el primero? ¿En qué cabeza cabe que el ominoso quehacer de lavar los pies, asignado a los sirvientes de más bajo rango o a los esclavos, se convierta en las señas de identidad de un Dios? ¿Dónde está escrito que el maestro lave los pies a sus discípulos? ¿En qué decreto se establece que el dueño de la casa tenga que lavar los pies a sus criados?

Pedro, vehemente pero sincero, se rebela contra esto. ¿Pero qué es esto, dónde se ha visto semejante quijotada, donde se ha visto tamaño despropósito? ¡Es el mundo al revés!

Pero nadie va a detener a Jesús en su gesto. Ha conseguido escandalizar a sus discípulos. Ha conseguido que se indignen. Pero aún no han entendido nada. Y no lo entenderán hasta después de su muerte, hasta que el espíritu de Jesús les penetre la carne, la piel, cada uno de sus cabellos y de sus vísceras. Solamente entonces, entenderán que este lavatorio de los pies es el resumen de una vida. Es la herencia. El testamento de Jesús. El nuevo testamento de Jesús empieza con una palangana de agua, una toalla y un hombre arrodillado. Un Dios arrodillado.

En este gesto subversivo, en este gesto inquietante y escandaloso de Jesús, se resume la buena noticia, el evangelio. Las relaciones humanas deben basarse en la servicialidad que, al fin y al cabo, es lo que hace más fácil la vida a los demás. La idea de dioses omnipotentes, la idea de dioses soberanos, común a todos los dioses desde los primeros homínidos, se desmorona con este gesto. ¡Dios lava los pies! Dios sólo puede ser adorado e imitado, repitiendo este gesto. Por ello, los primeros cristianos, cuando se reunían solían repetirlo, para recordárselo mutuamente. El que presidía la asamblea, aquel miembro de la comunidad que gozaba de más prestigio o que ejercía una auctoritas sobre el resto, se arrodillaba y lavaba los pies del último bautizado, del cristiano más bajo, más pobre, más ignorante. Cada Jueves Santo este gesto nos sigue pareciendo provocador. Desde el Papa hasta el último párroco de aldea lo repiten: se arrodillan ante un pobre, un emigrante, un prisionero, y le lavan los pies y se los besan. Lo mismo que una madre haría con su hijo pequeño, con su hijo herido o con su hijo muerto. No hay diferencia.

El cristianismo es esto: servicialidad amorosa. El poder es esto. La idea de maestro o de guía es esta. La idea de jefe o de líder es esta. El cristianismo rompe las viejas idolatrías, las viejas adoraciones y las sustituye por el gesto más humilde de servicio. Así empezó a construirse una nueva civilización: la del amor por los débiles. Así se abrió la primera página de un libro nuevo donde si alguien quiere ser maestro y guía debe ponerse al servicio de todos y trabajar para que todos se sientan a gusto, para que su vida sea más fácil, para que todos quieran volver a la casa común, allí donde todos son bien acogidos.

El cristianismo no es un discurso, ni es una adhesión a una doctrina, ni una filiación a una religión. Ser cristianos es seguir a Jesús que indicó el camino: ponerse al servicio del otro, del más menesteroso, del menos importante, del menos ‘amable’, para hacerle la vida un poquito más fácil. Para lavarle los pies manchados por el polvo de los caminos del mundo. Pies heridos por las injusticias del mundo. Pies doloridos por el sufrimiento del mundo. Para besarle los pies, y con ellos, toda el alma y todo el cuerpo. Porque la primera necesidad de todo ser humano, antes que el pan y el agua, es la de sentirse amado y querido.

 




martes, 5 de abril de 2022

6.- La negación de Pedro (Mt 26, 69-75)



Que un gallo cante también por mí.

         El pasaje evangélico es el de la negación de Pedro. Pedro era un pescador, un analfabeto. En la vida, probablemente, no aspiraba  a nada más que a trabajar duro en la mar, cuidar a su familia (en el Evangelio se nos habla de la curación de la suegra de Pedro), y acudir los sábados a la Sinogoga, quizás más por ritual que por devoción.

¿Qué es lo que vio este recio pescador en Jesús para dejar sus redes y su vida y lanzarse a una aventura que lo conduciría, muchos años después, a un martirio atroz en Roma? ¿Y qué es lo que vio Jesús en este rudo y sensible pescador? Probablemente el diamante en bruto al que el amor del Maestro iba a convertir en una roca diamantina.

Quizás Jesús fue la única pasión de su vida y por él se sintió, misteriosa y arrebatadoramente, atraído. Él era –eso creía él- tajante en sus afectos y tajante en sus fidelidades. Y presumía de ello: ¡Yo no te negaré! Diríamos que era un rígido y un temperamental. Sacó la espada y cortó la oreja de un criado de Malco que venía a apresar a Jesús.

Pero luego, en las siguientes horas, tuvo miedo y el miedo le traicionó y le hizo traicionar a Jesús en un acto de cobardía digno de los anales de la Historia. Se sintió perdido y negó la evidencia: él no era de los de Jesús, él estaba allí por casualidad allí, él no era galileo, ni Jesús se había cruzado nunca en su camino. Pero un gallo cantó por él, cantó para él. Y esto le hizo volver en sí, recapacitar, redimensionar su miedo, sacar pecho. Y lloró como nunca los hombres de una cultura que deplora la sensiblería habían llorado. Lloró como un hombre, como un varón, con el corazón, la cabeza, y el alma desgarrados.

Ojalá que en los momentos de traición un gallo cante por mí. Pedro se supo traidor. Pedro se supo un mierda, un payaso, un fanfarrón desenmascarado, un valiente de pacotilla, un héroe de cartón piedra.

Pedro lloró. Petrus flevit, dice el texto en latín. Lloró como nunca lo había hecho. Lloró aunque se lo habían prohibido, porque llorar es cosas de mocosos o de mujerucas. Pedro lloró y se desmoronaron todas sus seguridades, que eran de oropel, de mentirijillas. Así que, algún tiempo después, cuando Jesús le pregunte si le ama, él responde solamente: “Tú sabes que te quiero”, que es un amor rebajado, un vino aguado. Ya ha escarmentado, ya no se atreve a pronunciar la palabra fuerte de un ‘te amo’. Jesús le comprende. Y se conforma con el ‘te quiero’ de Pedro. No le exige amor extremo, sino un querer humano, fuerte y sincero, pero también frágil y débil.

Pedro, la roca, se deshizo en lágrimas y así probó, de una vez por todas, que él era más barro de lo que creía, pero que su Maestro era más Mesías de lo que él se había atrevido a confesar.

Petrus flevit. Pedro lloró, pero tan sólo cuando, a la luz incierta de un amanecer en la ciudad de Jerusalén, cantó el gallo. Ojalá un gallo cante por mí. Y ojalá me sea concedido el don de lágrimas.






miércoles, 30 de marzo de 2022

5.- El Hijo Pródigo (Lc 15, 11-32)


El tiempo de las pocilgas.

         Probablemente nunca como ahora, el hombre tiene necesidad urgente y atolondrada de romper lazos y dilapidar su fortuna. Es el hombre que no gusta de las raíces ni de los afectos familiares. De esta manera, el mundo está lleno de hijos pródigos que no desean en absoluto estar sujetos a los valores tradicionales, a las costumbres del hogar, a las rutinas, a la fe de los mayores. ‘Carpe diem’ y ‘Vive la vida’, se nos dice ahora, y se nos repite machaconamente. Como un mantra.

Abandonar al padre parece ser la norma, y con él se abandonan los lazos, quizás para crear nudos en otros parajes. Todo suele ir bien al principio, porque los cantos de las meretrices, las luces de neón, las tabernas, los amigotes detrás de la barra… pueden darnos la sensación de una felicidad fácil, lejos de las rígidas normas domésticas. El amor fácil nos parece preferible al amor exigente del padre y del hermano.

Pero luego llega el tiempo del hastío, que es el tiempo del hambre, porque nada ni nadie nos sacia. No es el hambre porque falten los alimentos. Es el hambre que se experimenta cuando los alimentos no sacian. Un ruido es igual a otro ruido. Una copa igual a otra copa. Un libro igual a otro libro. Un viaje igual a otro viaje. Un cuerpo igual a otro cuerpo. Llega el hambre y, con él, el tiempo de las pocilgas. Nos sentimos sucios, corrompidos, agostados y agotados, envejecidos de piel aún tersa, exhaustos por placeres que creíamos infinitos y que se han demostrado muy limitados.

Nosotros mismos nos sentimos cerdos hozando entre cerdos. Y es en este momento cuando puede ocurrir, o no, un milagro. Podemos levantarnos para volver al padre, o podemos quedarnos tumbados en la pocilga, como muertos en vida. Este es el momento clave. Si uno decide levantarse, todo está por venir, todavía hay porvenir. Todo puede suceder. Pero el que decide levantarse, no puede sentir arrogancia, sino humildad. Lo que salva al hijo pródigo es su disponibilidad y su apertura a volver a casa, no ya como hijo, sino como jornalero, que al final del día se siente cansado de trabajar, satisfecho de haber sacado a la tierra su fruto, contento de tener un trozo de pan, un vaso de vino y un jergón sobre el que dormir con un corazón limpio. Es decir, la vida: trabajo duro, alegrías sencillas, conciencia transparente. Días de pascua y miércoles de ceniza. Celebración y duelo. 

El padre sólo espera a que su hijo se levante, porque sólo así podrá demostrar su amor sin condiciones. Él no espera al hijo con un ‘ya te lo decía yo’ o un ‘¿qué creías tú que era el mundo?’ No le espera para leerle la cartilla o echarle en cara sus desvaríos o pedirle cuentas. No, el padre solo espera al hijo.

El hermano que ha permanecido en la casa del padre cree que él es bueno, y probablemente lo es. Pero piensa que solo él tiene derecho al amor paterno. Y esa es su falta y ese es su pecado. El hermano concibe al padre como un juez: la estricta recompensa y el estricto castigo.

Cada uno de nosotros, a lo largo de nuestra vida, ejercemos todos y cada uno de los papeles que aparecen en esta bellísima parábola: nos sentimos y actuamos como padre misericordioso, como hermano mayor justiciero o como hijo pródigo y arrepentido.

Pero todos, todos, alguna vez, hemos permanecido un tiempo lejos de la casa paterna, de los valores paternos, de la fe de nuestros padres. La rebeldía que se consume en sí misma. Una indignación sin propuestas. Una casa de noes, en lugar de un hogar de síes.  Instalados en las pocilgas. El tiempo de las pocilgas, sin un ‘me levantaré’, es el infierno en este mundo y en esta tierra.











miércoles, 23 de marzo de 2022

4.- La curación del siervo del centurión (Lc 7, 1-10)

  


Descubrir a los centuriones

        El pasaje evangélico del día casa muy bien con mi estado de ánimo espiritual. El centurión romano pronunció una frase que cada día se repite en todas las eucaristías del mundo: “Señor, no soy digno de que entres en mi casa, pero una palabra tuya bastará para sanarme”.  Esta tarde, después de mucho tiempo sin acercarme a comulgar, lo haré.

El centurión quería a su siervo enfermo. El centurión, siendo romano y oficialmente enemigo del pueblo judío, había ayudado a edificar la sinagoga del lugar. El centurión conocía perfectamente que un tal Jesús iba de aldea en aldea devolviendo la salud a los enfermos. La fama de este hombre que pasaba por los caminos haciendo el bien llegaba hasta sus oídos día tras día. Este Jesús de Nazaret traía algo nuevo en sus palabras, no era otro charlatán de tres al cuarto. No era un profeta de una semana. Su discurso sobre Dios y sobre el hombre no era un discurso religioso más, sino una palabra directamente dirigida al corazón de cada oyente.

Pero el centurión se sentía indigno. Hacía tiempo que había dejado de creer en esa quimera de dioses romanos. Y tiempo también que su devoción al emperador sólo era una pura cortesía a la que le obligaba el cargo. Lo mismo que uno se quita el sombrero, se inclinaba él ante la estatua del emperador.

Es admirable esta humildad, es admirable esta conciencia de la propia indignidad, de la propia pequeñez y, al mismo tiempo, es admirable esa fe en Alguien que va haciendo el bien y sanando a los lisiados.

Descubrir centuriones. Hoy los cristianos deberíamos descubrir los centuriones de nuestra sociedad. No pertenecen a nuestra religión. Quizás están lejos de cualquier forma de religión establecida. Pero son mujeres y hombres rectos de corazón, preocupados por la suerte del ser humano, preocupados por la desdicha. Desprecian el pío barniz de los que se dicen creyentes porque en su entorno eso significa subir de estatus social o económico, porque significa moverse en las esferas del poder y sus aledaños. Y sin embargo respetan profundamente al verdadero hombre religioso, al que sin duda conocen por sus frutos de caridad.

Los centuriones, sin saberlo, son cristianos, pero no se consideran dignos de tal nombre, porque saben de la pobreza de sus corazones y de las nieblas de sus almas. Y sin embargo, sin saberlo, están construyendo el reino de Dios, que es reino de justicia y de paz.

Los centuriones no hacen causa de su impiedad. Saben que no tienen esa fe que otros tienen. Saben que su mundo no es el de la devoción y el culto. No hacen alarde de su increencia, no hacen dogmatismo de su ateísmo o de su agnosticismo.

Los centuriones saben que no son dignos de ser del círculo de Jesús, no son dignos de entrar en total comunión con la Iglesia. También indigna se creía Simone Weil y, por eso mismo, prefería permanecer en el umbral de la Iglesia, junto a todos los que no tenían cabida en ella.

Y si en alguna ocasión los ‘centuriones’ necesitan, para otros, la cercanía de Jesús, solamente se atreven a solicitarla a través de los amigos ‘oficiales’ de Jesús. Nunca osarían invitar a Jesús a un café, por miedo a ver rechazada su invitación, quizás por su lejanía de los mandamientos, los sacramentos, los confesionarios y los reclinatorios.

 ¿Quiénes son hoy día los centuriones? ¿Acaso los agnósticos de la laicidad positiva, del respeto escrupuloso a los sentimientos religiosos de los demás? ¿Acaso los que un día fueron bautizados, pero por su forma de vivir, se saben excomulgados, apartados de los sacramentos por una moral católica entendida al pie de la letra, pero que sin embargo consideran a Cristo como parte del horizonte de sus vidas? ¿Acaso los que han hecho de la lectura de la Biblia un alimento nutritivo para su espíritu y, aun sabiéndose vacíos de fe, se sienten profundamente heridos por el mensaje de Jesús? ¿Quizás los que habiendo optado por la increencia colaboran en las causas justas, en las causas sociales, en las muchas obras de bien que en favor de los desprotegidos sostiene las Iglesia? ¿Puede que los hombres que practican las obras de misericordia aún sin conocer al autor de las Bienaventuranzas? ¿Acaso los que, en los caminos del mundo, acogen y curan las heridas de los heridos y apaleados, como un deber de puro civismo y pura humanidad, como anónimos samaritanos?

            Descubrir centuriones.





 

miércoles, 16 de marzo de 2022

3.- La resurrección de Cristo (Mc 16, 1-8)

 

¿Quién nos moverá la piedra?


 

Se quedaron hasta el último momento en el Calvario. Soportaron, impasibles y a pie quieto, la tormenta y el temblor de tierra, cuando todos los demás habían huido porque aquel diluvio parecía justamente un castigo del cielo. Ayudaron con sus cuerpos frágiles y sus almas devastadas a enterrar a Jesús, a toda prisa, porque la noche iba ganando al día. Su presencia en el Gólgota es una hermosa, hermosísima página, de la presencia del genio femenino en la historia y en el mundo.

Para ellas no hubo sábado, ni fiesta, ni celebración. ¿Tenían algo que celebrar? La desgracia se había cebado en el pequeño grupo de seguidores de Jesús. El mismo Jesús había sido torturado y muerto en cruz, con el más ignominioso tormento que se pueda infringir a un hombre nacido de mujer. Los apóstoles andaban huidos. Se los había comido la tierra. ¡Ellos, que fueron tan visibles hasta la misma entrada triunfal en Jerusalén! Ahora sólo quedaban unas pocas mujeres, por ese sentido de piedad que forma parte del ADN femenino. Ellas no habían huido. También quedaba Juan, pero Juan no contaba. Juan era casi un niño, que se quedaba dormido cuando Jesús pronunciaba un discurso de más de cinco minutos de duración. Aunque ahora sí, justo es confesarlo, Juan había aguantado junto a su maestro sin dormirse, con los ojos bien abiertos, como un hombre; la mandíbula bien apretada, como un soldado, si bien las espuertas de sus ojos no habían logrado contener las lágrimas, como un infante. Al último momento, se habían acercado también José de Arimatea y Nicodemo, dos hombres sensatos, dos hombres que no se habían atrevido a seguir abiertamente a Jesús, por miedo a perder su status, pero ahora, habían mandado a freír espárragos la honra y los miramientos humanos, y habían decidido colaborar en la penosa tarea de bajar el cadáver de Cristo de la cruz y sepultarlo.

Las mujeres no habían celebrado la Pascua ni el sábado. Para ellas el sábado ya no contaba y ya no contaría nunca. Ellas se habían pasado la pascua judía, preparando, a escondidas y con los postigos cerrados, los vendajes y los bálsamos, las esponjas y las toallas para adecentar el cuerpo de Jesús y darle una digna sepultura. Y el primer día de la semana, apenas cantó el gallo en el corral, María Magdalena, María Salomé y María de Cleofás salieron de sus casas. Apenas se veía. Jerusalén dormía, adormilada aún por la repetición un año más de un rito, de un ritual ya vacío y ya sin vida. Un ritual que se había desgarrado y desmoronado  con la muerte de Jesús. Salieron a la calle, silenciosas y dolorosas. Y solamente cuando faltaba poco para alcanzar la sepultura se atrevieron a expresar, a la vez y en voz alta, algo que estaban rumiando las tres desde que salieron de casa: ¿Quién nos moverá la piedra?

¿No se atrevieron a pedir la ayuda de otros hombres para no ser tachadas de tontas y pasmarotes, de sensibleras? ¿No era hora de dejar a los muertos con los muertos? ¿No era la hora del pragmatismo, de hacerse invisibles, de desaparecer por unos días, para que nadie les señalase con el dedo: ahí va un amigo de Jesús? ¿Había en su corazón, pequeño y débil, un barrunto, una tímida intuición, una remotísima esperanza de que algo podía haber ocurrido, de que, al último momento, se resolvería por sí mismo el duro trabajo de remover la pesada piedra?

¿O caminaban a tontas y a locas, embotadas por un dolor que les quitaba la razón o por un miedo que no les permitía pensar? ¿Quién nos moverá la piedra?, rumiaba cada una en sus adentros. ¿De dónde sacaremos fuerzas para quitar la losa que nos permitiría ver a Jesús tal y como era y no como nosotras nos lo hemos imaginado, y lo hemos visto con las anteojeras de nuestros cortos entendimientos y de nuestra escasa o nula fe?

La pregunta “¿Quién nos moverá la piedra?” encierra todas las angustias de la fe, todas las dudas y las zozobras. La fe consiste en ponerse en marcha el primer día de la semana, que son todos los días de la vida desde que decidimos, más allá de la tradición de nuestra familia y nuestra sociedad, ser cristianos. Salir de nuestra casa, que es como salir de nuestras certezas, salir a la intemperie, camino de donde yace el gran muerto, el gran fracasado. Esa fe que está envuelta en el amor y el cariño que sentimos por Jesús, aunque no terminemos de creernos sus promesas. No vamos al sepulcro con la certeza de que él nos espera ahí glorioso y resucitado, sino con la incertidumbre y con la duda de lo que puede suceder, de que puede acontecer algo más grande que nosotros mismos, algo que nuestra inteligencia no puede terminar de comprender nunca. Caminamos por amor hacia alguien que queremos que sea nuestra luz, aunque sus ojos estén ya cerrados. Caminamos por amor a alguien que queremos que sea nuestra verdad, aunque Pilato y Herodes digan que ha sido una gran mentira. Caminamos por amor a alguien que queremos que sea nuestro camino, aunque, aparentemente, el final de ese camino sea un sepulcro.






miércoles, 9 de marzo de 2022

2.- El perdón a la mujer adúltera (Juan 7:53-8:11)



El amor exigente

            Muchos, en aquella Jerusalén, pensaban que tenían algo que enseñar. Acudían cada día a los aledaños del Templo, y hablaban de lo que les parecía. Grupos de curiosos iban de un orador a otro, o seguían durante una temporada a un maestro porque les parecía que enseñaba palabras verdaderas. Jesús también acudía al Templo a enseñar. Y tenía también sus seguidores fijos y otros que no lo eran tanto. También las ‘autoridades constituidas’ del Templo iban de orador en orador para comprobar la ortodoxia de las enseñanzas. A Jesús le tenían entre ceja y ceja los escribas y fariseos, es decir los representantes legales de la religión judía. Jesús se iba apartando peligrosamente de la ley de Moisés y de las normas, minuciosas y abusivas, de la religión. Había que desenmascarar al tal Jesús. Había que hacerle caer en la propia red de la confusión que enseñaba. La ocasión se mostró propicia cuando sorprendieron a una mujer in fraganti, cometiendo un adulterio.         

Nada se nos dice del hombre con el que la mujer estaba cometiendo adulterio. ¿Quién era el hombre con quién cometió adulterio? ¿Quién era el marido de la adúltera? ¿La perdonó también o estaba entre los que tenían las piedras en las manos o en los bolsillos? ¿O se sintió aliviado cuando Jesús la perdonó porque él también estaba dispuesto a perdonarla, pero se sentía aplastado por la presión social y por la religión? Y los familiares de las otras mujeres adúlteras lapidadas, ¿se sintieron mal o bien? ¿Experimentaron pena porque sus seres queridos habían llegado tarde a la amnistía de Jesús, o fueron de los que exigían que la ley se aplicase con rigor a todas por igual? Y las mujeres de la aldea, ¿cómo se sintieron? ¿Pensarían que ya era hora de que fueran tratadas lo mismo que los hombres adúlteros o pensaron que dónde iba a estar ahora la diferencia entre las formales y las adúlteras?

La norma judía era clara: la adúltera debe ser lapidada, y así se da un escarmiento a la mujer que no cumple con lo que de ella espera la sociedad religiosa. Ahora se verá quién es este tal Jesús. Ahora tendrá que decidir entre aplicar su teoría del perdón y del amor o cumplir con la ley mosaica y dar pruebas de ser un judío como Dios manda. Los escribas y fariseos han caldeado a los radicales, a los talibanes, a los puristas y todos ellos se dirigen a este tal Jesús. Los brutos ya tienen las piedras en los puños y la rabia en el entrecejo. Los escribas llevan sus piedras en los bolsillos y otras piedras peores y más afiladas en sus corazones: las sutilezas teológicas, la hiriente moralidad al pie de la letra.

Pero Jesús lee los corazones. Toda su vida será una lectura apasionada y certera del corazón humano. Él no es un experto en leyes y normas. Él tiene lo que ahora llamamos inteligencia emocional: la sabiduría de la empatía. Y entonces Jesús mira a la adúltera, no a su cuerpo medio desnudo, sino el corazón desnudo de la adúltera. Ella, angustiada y perdida, sabe qué final le espera, porque a ella también le suena esta escena; quizás la ha visto desde niña: el dolor atroz de una muerte cruel y la vergüenza que caerá sobre toda su familia. Y entonces Jesús mira a los escribas y los fariseos, muy dignos en sus vestiduras, y pone en sus manos la solución del problema. Les da carta abierta para resolver la cuestión, pero les pone una condición, la más terrible condición: aquel que esté limpio de pecado que arroje la primera piedra. Esa victoria que se dibujaba en la comisura de los labios de los escribas y fariseos, desaparece, se borra de inmediato. Los cazadores han sido cazados. De nada les han valido su astucia y sus maneras arteras. Aprietan los dientes ante esta ignominiosa derrota. Aprietan los dientes y aflojan las manos que sostenían la piedra. Ninguno de los acusadores se siente libre de pecado. No ya los escribas y los fariseos, que de sobra conocen su conciencia criminal, pero ni siquiera los brutos, los mozalbetes radicales, los puros meapilas. Ellos también esconden fechorías, sentimientos odiosos, prácticas aberrantes. ¿Quién es el majo que se atreve a proclamar delante de toda la alta clase religiosa y delante de toda la chusma que él es puro y limpio de corazón como un recién nacido o como un ángel de Dios? La multitud se disuelve silenciosamente. La tormenta pasa. El nubarrón se aleja. Y sólo quedan dos seres humanos frente a frente: la adúltera y Jesús. ¿Nadie te condena?, pregunta Jesús. Y antes de contestar, un pensamiento fugaz pasa por la cabeza de la adúltera pero no se atreve a expresarlo en voz alta: “Sólo tú cumples la condición, sólo tú estás limpio de pecado. ¿He de temerte? Pero simplemente responde: “Ninguno, Señor”

“Yo tampoco”. Y la mujer deja de ser ‘la adúltera’ para ser otra vez mujer, para ser persona. Él tampoco la ha condenado. Le ha salvado la vida. Pero antes de que la mujer se aleje, antes de que vuelva a sus afanes y a sus trabajos, le dice: “Y no peques más

Jesús no juzga, pues conoce el barro de nuestro cántaro, pero pide un cambio de conducta. Es la misericordia exigente. Es la misericordia que libera. La mujer ha sido salvada de la lapidación, pero solo ella se sentirá libre y liberada si no peca, si no cae en las redes que esclavizan y que nos van haciendo cada vez menos personas y un poco más animales.

Siempre podremos contar con la misericordia de Dios, pero siempre nos regalará un ‘no peques’, porque Dios siempre nos quiere libres, libres de nosotros mismos, en primer lugar, y de todas las cosas que nos enfangan y nos menguan como seres humanos.

Y la adúltera, ¿cambió? ¿No volvió a pecar o siguió sintiendo la debilidad de la carne y sus urgencias y continuó pecando y quizás recordando, con inmensa y triste nostalgia, la autoridad de aquel maestro que había quitado la careta de los inquisidores de la religión, y que no la había juzgado? ¿Volvió a su casa, limpia como el amanecer? ¿Hizo borrón y cuenta nueva? ¿Acudió al templo cada mañana y a distancia siguió escuchando palabras nuevas como las flores y limpias como la nieve, palabras que le provocaban incendios en su corazón?

Probablemente, como cada uno de nosotros, como lo soy yo mismo, deambuló y osciló entre la carne y sus esclavitudes y el espíritu y sus liberaciones. Probablemente, después de cada caída, recordaba el perdón y se sentía perdonada, y al mismo tiempo, prometía un “no pecaré”.

Al fin y al cabo, mientras somos humanos y vivimos, todo transcurre entre el pecado y la gracia. Pero es un pecado que conoce y puede seguir conociendo la gracia. Y es una gracia que sabe de la existencia del pecado.






miércoles, 23 de febrero de 2022

1.- La matanza de los inocentes (Mt 2, 13-23)

 

En los días previos al inicio del Camino de Santiago, en mayo de 2018, entre León y Santiago de Compostela, había seleccionado algunos pasajes evangélicos que, por uno u otro motivo, me han atraído desde siempre. Los había copiado en unas hojas y los había metido en la mochila.

Cada noche, antes de acostarme, leía un pasaje. Nada más levantarme, y antes de lanzarme al Camino, volvía a leer el episodio evangélico que, a lo largo del día, me serviría de motivo de reflexión y también de hilo conductor por caminos, veredas, llanuras, montañas, bosques, praderas, tierras de labor y páramos.

Luego, por la tarde, en la tranquilidad y reposo del albergue intentaba escribir lo que el pasaje evangélico me había sugerido a lo largo del día, en los momentos de euforia o de desánimo, en los encuentros con otros peregrinos o en la soledad más absoluta del caminante.

Como hice el Camino en menos tiempo de lo previsto, algunos capítulos se quedaron sin su ‘día de reflexión’. Por ello, unos meses después, durante mi estancia en el monasterio benedictino de Silos, decidí también reflexionar sobre el resto de los pasajes evangélicos seleccionados.

Las páginas siguientes recogen estas meditaciones y soliloquios al filo de los pasos de un peregrino por los caminos del Señor Santiago.


El llanto eterno de los inocentes

Unos magos de Oriente se aproximan al Palacio de Herodes para preguntar dónde habían previsto las escrituras el nacimiento del Salvador de Israel. Los expertos, los consejeros, los consultores y asesores de toda índole escudriñan las escrituras: Belén de Judá. Y Herodes se echa a temblar. Su seguridad se tambalea, como se tambalean los reyes en un teatrillo de marionetas. Pero disimula su temblor y, zalamero, pide a los Magos que, de regreso a sus países de origen, vuelvan a Palacio y le informen dónde está el Niño para ir también él adorarlo. Y ahí dejamos a Herodes, en su palacio, rodeado de los cortesanos que le entretienen con sus liras, sus lisonjas y sus versos. Pero Herodes tiembla. Tiembla como nunca lo ha hecho en su vida, como una hoja en día de ventolera.

Los Magos cumplen su cometido: han adorado al Niño. Pero intuyen, adivinan, alguien les sugiere que vuelvan a casa sin pasar por el palacio de Herodes.

También José ha sido advertido en sueños.  Y se levanta de noche. Una noche oscura. Una noche más de las muchas noches que le tocará vivir a lo largo de una vida aparentemente insignificante y gris, casi ‘nocturna’. Y José se muestra dócil al misterio, como el barro a las manos del alfarero. José acepta la voluntad de otro que no es él, porque quiere al pequeño más que si lo hubiese engendrado, más que a sí mismo, porque él, José, es el prototipo de una paternidad no basada ni en el sexo, ni en el semen, ni en el falo. Es la paternidad del alma y del corazón.

 De noche tienen lugar las tragedias escondidas, los dramas ocultos. José, María y Jesús emprendieron el camino eterno de los refugiados, el sendero del exilio, la vía por donde marchan los que el poder no tolera. Un camino que hasta hoy mismo han tenido y tienen que transitar millones de personas.

De noche y en silencio María, José  y el Niño se alejan de Belén, de la tierra querida de sus antepasados, del taller de Nazaret, de su lengua, de las canciones canturreadas, de las fiestas tradicionales, del pan con sabor al propio horno, de la familia y de los amigos, de la Sinagoga de piedra y barro, de la fuente donde coger agua, de los juncos donde tender la ropa blanca y añil. Todas las cosas que hacen que la vida sea tolerable. El destierro es eso: un quitarte la tierra bajo tus pies, y, por lo tanto, sentir que te hundes y que te caes al precipicio. Amargo es el pan del exiliado. El aceite, el vino y los dátiles también son amargos. Amargas las canciones.

Herodes está furioso porque ha sido burlado. Ha esperado impaciente el retorno de los Magos, pero le han dado esquinazo. Ha esperado con ansiedad. Y ahora cae en la cuenta de la broma pesada que le han jugado. Estalla en ira. Estalla en rabia. Y da la orden: “Matadlos. Matadlos a todos. Que ningún niño de menos de dos años sobreviva”. Mejor que mueran todos a que sobreviva uno, el único al que yo temo, el único que me destronará.

Cuando las madres se dan cuenta, ya es demasiado tarde. Los caballos y sus jinetes han irrumpido en la aldea, al amanecer, con gritos de guerra, con piafar de caballos, con ruido de cascos en la tierra, con las espadas desenvainadas. Es el final. Los niños están en sus cunitas y las madres encendiendo el fuego o amasando el pan. Han entrado por los cuatro costados. Cuando, cumplida la misión, los soldados se alejan, sólo se oye el grito y el llanto desesperado de las madres que claman justicia al cielo. Mientras los padres, impotentes, recogen por la cocina o en el umbral los restos de sus pequeños.

Es la matanza de los inocentes. Había habido antes y las hubo después. Pero la que nos narra el evangelista Mateo se inscribe a sangre y a fuego en el corazón del que se asoma por una o muchas veces al evangelio. La ira de los que temen perder el poder puede causar las más grandes matanzas. El Niño en su huida, lo único que pudo oír, no obstante María le cubriese con su manto, fue el llanto de los inocentes y el quejido desesperado de las madres de las criaturas a las que Herodes sacrificó sin escrúpulos para que su trono no se tambalease, y para que su mundo siguiese girando una vez y otra vez más sobre los goznes de la barbarie. Este salvaje acto de la matanza de los inocentes fue un intento desesperado de retrasar la llegada del reino de paz y justicia que el Niño venía a instaurar. Pero también una lección, amarga y cruda: no faltarán nunca las matanzas de inocentes entre nosotros. Inútil precaución de Herodes. Inútil su asesinato en masa. La vida nunca se puede detener. Como no se puede detener el agua de los cielos. ¡Pero costó la vida a un buen grupo de niños inocentes! Los inocentes siguen cayendo en cualquier guerra, en cualquier mesa sin pan, en cualquier quirófano aséptico donde se practica un aborto, en cualquier trabajo esclavo de una mina en el Congo o de un basurero en Lima, en cualquier niño maltratado por sus padres o abusado por sus educadores, en cualquier niño aterido de frío o de afecto.

Cada vez que una madre llora la muerte injusta de su hijo, en cualquier guerra o en cualquier enfermedad, su llanto será siempre el llanto de Raquel:

 

Se oye un grito en Ramá,
llanto y gran lamentación;
es Raquel, que llora por sus hijos
y no quiere ser consolada;
¡sus hijos ya no existen!







 

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