
martes, 6 de marzo de 2018
Obras maestras y autores inmorales

miércoles, 28 de febrero de 2018
La serena reflexión de los obispos catalanes.
Hace unos
días los obispos catalanes, con dulces palabras y el tono melifluo que se
supone a los purpurados, invitaban (se supone que al Gobierno de España) a
hacer una “serena reflexión” sobre la situación actual política que se vivía en
Cataluña, en la que se incluía a los que ‘sufren’ prisión preventiva.
De todos
es sabida la sensibilidad de los obispos catalanes por los que sufren y
padecen. Ellos defendieron a los castellanoparlantes cuando los
catalanoparlantes les hacían el vacío y castigaban a los niños que no hablaban
la lengua de Verdaguer. Ellos mostraron su sensibilidad y cercanía a los hijos
de guardias civiles que eran arrinconados en las escuelas, y a los propios
policías a los que no se permitía alojarse en hoteles de Cataluña. Ellos fueron
sensibles con los ciudadanos catalanes que no pensaban como los ‘indepes’ en los días en que estos se
saltaban las leyes a la torera y sembraban el odio por doquier. Ellos pidieron
‘serena reflexión’ a los alborotadores de la Cup, Junts per Catalunya y ERC
cuando vulneraban una y otra vez el ordenamiento jurídico vigente tanto en
España como en Cataluña. Ellos -¡con cuánta sensibilidad¡-, exigieron a
párrocos y a abades que facilitasen misas en castellano, porque en Cataluña también
vivían andaluces, castellanos, colombianos y ecuatorianos. Ellos no se
prestaron (¡ni por asomo!) al juego de colocar esteladas en los campanarios de las iglesias, ni de abrir los
templos para hacer mítines independentistas, pues sabían que la mitad de los
catalanes (y más de la mitad de los fieles católicos) opinaban de otra manera y
se sentirían excluidos. Ellos, los obispos catalanes, desautorizaron con
contundencia a los grupos de sacerdotes o al propio abad de Montserrat que hacían
campaña en favor de un referéndum declarado ilegal por el Tribunal Constitucional.
Ellos fueron los que llamaron al orden a su compañero de mitra, el obispo de
Solsona, cuando se prestó a la payasada de vestirse de diablo en medio de esteladas en una fiesta popular y, más
aún, cuando fue a votar en la jornada del uno de octubre.
En estos últimos
días, los obispos catalanes, pidiendo una ‘serena reflexión’ y rezando en las
preces dominicales de todas las parroquias catalanas por los de la ‘prisión
preventiva’, no hacen sino seguir la ‘estela’ de su cercanía y de su
sensibilidad hacia todos los que sufren y son marginados.
Tanta
cercanía y tanta sensibilidad, tanto espíritu universal (eso es lo que
significa católico) hace que las iglesias catalanas estén llenas de fieles católicos
dispuestos a ser ‘cristianos en salida’, como desea el Papa Francisco. Esta
cercanía episcopal es la que hace posible que los seminarios catalanes estén
llenos de jóvenes arrastrados por una visión tan universal del amor y de la
caridad.
martes, 27 de febrero de 2018
El Yacente de Venancio Blanco.
El pasado 22 de febrero moría Venancio Blanco. Vi en muchos
sitios y en muchas exposiciones obras suyas, pero fue en la catedral de
Salamanca, en las Edades del Hombre, cuando su escultura ‘Cristo yacente’ me
subyugó por completo. Curiosamente se trata de una obra de madera, un material
poco habitual en la trayectoria artística de Venancio Blanco. Una cofradía
salmantina le encargo un ‘yacente’, para su paso titular de Semana Santa, pero
la obra no gustó a los cofrades y, de este modo, la escultura se quedó en el taller
del artista.
Se trata de una escultura prácticamente sin policromar.
Vemos la madera de pino de Valsaín al desnudo con todas sus vetas. Pero él supo
transformar esta madera en carne. Venancio no hizo un ‘yacente’ al uso, tal
como los ‘yacentes’ que Gregorio Fernández convirtió en canónicos. Venancio
eligió el momento en que Cristo muerto se incorpora lentamente a la vida. Es el
primer paso de la resurrección. No es ya un yacente, pero todavía no es un
resucitado. Cuando se lo contempla de cerca, se tiene la sensación de que a
Dios le cuesta resucitar a su Hijo, la sensación de que la tortura, los golpes,
las vejaciones, el dolor y la muerte fueron tan reales y tan terribles que se
necesita toda la omnipotencia para restaurar ese cuerpo maltrecho y esa alma
devastada.

lunes, 19 de febrero de 2018
Los nuevos dogmas de la economía.
Ya sé que las cifras son mareantes y cuando se habla de
cantidades colosales, los mortales de a pie no nos podemos hacer una idea
exacta del problema. Según se recoge en el Informe del Banco de España el
rescate a la banca española alcanza la cifra de 77.000 millones de euros. Los
economistas entendidos y otros nobeles de las finanzas dicen que es más barato
rescatar un banco que dejarlo hundir, como sucedió con el Lehman Brothers
americano, que en su caída arrastró a muchos provocando una auténtica debacle.
Y hasta aquí lo puedo entender.
Lo que ya no comprendo – y además me resulta totalmente
inaceptable e inmoral- es que este rescate bancario lo tengamos que pagar entre
todos. Ya sabíamos que la crisis la estábamos pagando a partes iguales los que
habían vivido por encima de sus posibilidades y los que habíamos vivido incluso
por debajo. Pero el rescate bancario que se nos había repetido por activa y por
pasiva que ‘no costaría un duro a los contribuyentes’ también lo vamos a pagar
todos.

Los bancos han sido vendidos (incluida Banca Catalana que,
junto a Bankia fue la que más recibió) y, por lo tanto, las nuevas entidades
propietarias no devolverán un duro.
¿Se entiende esto? Sinceramente, no. Parece una ofensa a
todos los españoles a los que la crisis zarandeó hasta arrastrar a la pobreza a
muchos que tuvieron que hacer cola permanente ante Cáritas y el Banco de
Alimentos, con todos los dramas personales y familiares que el empobrecimiento
supuso –y aún supone- en esta pobre país nuestro.
Si se exigiese la devolución total del rescate bancario,
España podría disminuir su deuda monstruosa o volver a llenar la hucha de las
pensiones, amenazadas en este momento de paro cardiaco y de colapso total.
Pero se ve que las leyes económicas mundiales siguen otros
derroteros y otras razones que los ciudadanos de a pie no entendemos. ¡Misterios
más profundos y más intricados que los de la fe tiene la economía mundial! Nos
dirán que todo es por nuestro bien. Y nos lo dicen y dirán desde la izquierda y
desde la derecha. Y a nosotros parece que únicamente nos queda decir ‘amén’, lo
mismo que ante el misterio de la Santísima Trinidad.
miércoles, 14 de febrero de 2018
El Santo Entierro de Juan de Juni.


Juan de Juni, natural de Borgoña, había vivido un tiempo en
Italia, formándose como artista, para recalar finalmente en España. En torno a
un Cristo muerto, de potente corporalidad y cuya cabeza parece inspirada en el
Laooconte, seis figuras parecen apresadas, subyugadas y rotas de dolor ante el
cuerpo sin vida del que fuera la razón de su vida y el porqué del latir de su
corazón. Son la madre y cinco amigos los que, primero, han descendido el cuerpo
de Cristo de la cruz y, luego, lo han limpiado, lavado y aseado,
precipitadamente porque la pascua judía estaba a punto de comenzar y esta era
una tarea ‘impura’. La jarra y el paño junto a Nicodemo y el tarro del bálsamo
en la mano de María Magdalena parecen sugerirlo así.
El grupo escultórico, que
más que esculpido en madera parece modelado en barro, recoge el momento preciso
en que, una vez limpio el cuerpo de Jesús, contemplan al que acaba de morir y,
al mismo tiempo, da rienda suelta a su dolor. Cinco de las figuras concentran
su apenada mirada en Cristo, mientras que uno, José de Arimatea, mira
directamente al espectador, mostrándole acusatoriamente una espina que acaba de
quitar de la cabeza de Jesús. Juan por su lado, el brazo abrazante en torno a
Maria, parece intentar sujetar y consolar a María para que no se desplome del
todo ante el rostro golpeado y sin vida del hijo.

En la policromía, predominan los tonos dorados, creando una
sensación de hoguera llameante entorno al cuerpo inerte y frío de Cristo. Danza
sagrada alrededor del Dios muerto. Teatro sacro que busca la conmoción y el
arrepentimiento de los fieles ante la muerte mil veces injusta del más inocente
de los hombres.
lunes, 12 de febrero de 2018
A propósito de René Girard.
A René Girard lo encontré por primera vez en algunos de los
dietarios de José Jiménez Lozano. Hace unos días, Pablo d’Ors, en un artículo
sobre el libro de Lucetta Scaraffia “Desde el último banco’, escribía que
algunos de los males de la Iglesia actual es que había leído poco y mal a René
Girard y a Claude Levi-Strauss. Decidí buscar cosas sobre uno y sobre otro.
Encontré un largo artículo de Ramón Alcoberro sobre René Girard que me dio
hambre para seguir conociendo a este antropólogo francés.
René Girard (Aviñón 1923 – Stanford 2015) emigró desde su
Francia natal a Estados Unidos a los 24 años, donde se convirtió al
cristianismo. Y este es un hecho fundamental, porque toda su teoría del ‘deseo
mimético’, encuentra uno de sus fundamentos en la Biblia. Cuatro temas
centrales ocupan la amplia obra de este antropólogo controvertido, admirado y
vilipendiado a partes iguales por pensadores y lectores:
1.
La
importancia del deseo mimético en las relaciones humanas: el deseo de ser
otro y el deseo de poseer lo que el otro posee está en la raíz de toda
violencia. La modernidad ha exacerbado el deseo mimético y de ahí la ‘religión
del consumismo’. Cada vez hay que trabajar más para obtener menos (¡El
progreso!) El hombre actual es un ‘disciplinado consumidor’. Girard es un
adversario del progreso que es una de las ‘mitologías contemporáneas’ y que nos
arrastra a la idolatría del consumo autodestructivo. El deseo es un drama
existencial que se juega a tres bandas: nosotros, los otros y la cosa deseada.
Creemos, equivocadamente, que el otro tiene una plenitud que a nosotros nos
falta. La rivalidad mimética se resuelve siempre en violencia. Caín y Abel son
el ejemplo bíblico de ese deseo mimético que engendra el asesinato y la
destrucción. Parece que este deseo mimético está en la propia estructura
biológica del ser humanos (las neuronas espejo). Nos volvemos desgraciados ante
el solo hecho de pasarnos la vida comparándonos. El deseo instaura la violencia
como ley. Las personas libres son las que gestionan y controlan el deseo. La
reiterativa comparación con el otro conduce a la insatisfacción y condena a la
infelicidad.
2.
El
criterio arcaico de religión que gira sobre el mecanismo victimario del chivo
expiatorio. Nietzsche con su teoría del eterno retorno supone un retroceso
sombrío respecto al cristianismo, pero definiendo al cristianismo como
‘religión de esclavos’ ha revelado lo mejor y más verdadero del cristianismo.
El chivo expiatorio es un rito habitual en las religiones primitivas: para
apaciguar la cólera de los dioses, se sacrifica a una víctima inocente, al
tiempo que se exige la complicidad de los ‘fieles’ obligándoles a participar
del ritual. El mito de Edipo es un ejemplo clásico (peste en Tebas. El pueblo se pregunta el porqué de
esta peste. Se busca una víctima. Se descubre a Edipo. El oráculo: si os
desembarazáis de él, estaréis curados. La ciudad se desembaraza. La ciudad está
curada (eso al menos cree). El chivo expiatorio permite superar la desunión del
grupo (búsqueda de un enemigo común).
3.
La apología del cristianismo como superación del
mito fundador (el chivo expiatorio) mediante el sacrificio de Cristo y su
propuesta de amor y de perdón para resolver la violencia en las relaciones
humanas. Uno de los objetivos del judeocristianismo es la lucha contra la
fatalidad sangrienta del deseo. Sin el papel moderador de lo sagrado, la
violencia sería imparable. En el antiguo Testamento, se produce un cambio
significativo respecto a las religiones anteriores: El Dios de Abraham detiene
el brazo en el sacrificio de Isaac (se cambia de víctima: de un ser humano a un
animal). Job se mantuvo fiel frente al entorno hostil. Con la sola fuerza del
hombre no se podía resolver la eterna rivalidad de los humanos, era preciso el
sacrificio de un hombre que fuese Dios. Y
Jesús se presenta como la última víctima, la que rompe el esquema victimario
del eterno retorno. Él es el Inocente. Su resurrección indica que la muerte no
es la última palabra y da esperanza así a todas las víctimas. En el
cristianismo lo esencial es la piedad ante el dolor de la víctima, ante el
dolor del inocente. Esto es un ‘novum’. Este hecho (entrevisto en el sacrificio
de Abrahan) funda una civilización: las víctimas no son culpables. Las víctimas
son inocentes. Si el mal no está en la víctima, hay que hallarlo en la
sociedad. La revelación cristiana desvela la verdadera naturaleza del hombre:
el mal y el pecado personal e individual. Con Cristo se torna vacía la
mentalidad sacrificial. Cristo pone al desnudo el mecanismo victimario; por
ello, el cristianismo es la religión de los parias, los únicos que pueden
comprender el absurdo de la violencia y de la búsqueda de víctimas
propiciatoria. El mecanismo de la venganza queda desarticulado. Sólo podemos
participar de Cristo, si renunciamos a la violencia sacralizada.
Para Girard el ‘Dios ha muerto’ de Nietsche se ha traducido
en ‘el hombre no existe’. Cuando se logra convencer a los sabios y al ‘pueblo’
de que el hombre no existe, es posible hacer cualquier cosa con los seres
humanos, ya que se trata de ‘fantasmas’. El lager y el gulag serían las
expresiones aterradoras, pero muy ilustrativas, de la muerte de Dios y de la
muerte del hombre.
miércoles, 7 de febrero de 2018
En el contenedor de los escombros.
Conocía la instalación ‘La abdicación del Rey’ de Cristóbal
Toral desde el momento en que se produjo su exhibición en una sala de arte
madrileña, pocos meses después de la abdicación del Rey, en 2014. La obra dio mucho que hablar, ya que provocó una cierta
polémica. En un contenedor de escombros, junto a una bañera, una mesilla de
noche, otros cachivaches inservibles y muchos cascotes, aparece un retrato de
Juan Carlos I.
Hoy me he encontrado de nuevo con la foto de esa
instalación, y puedo decir que no sólo no me ha parecido irreverente, como la tacharon algunos, sino
dramáticamente cierta y certera. Cristóbal Toral ya había dicho en su día, que
no quería ser una ofensa contra el Rey emérito, contra el que no tenía nada,
sino simplemente constatar un hecho: Todos acabamos ahí, en un contenedor de
basura o de escombros, junto a todas las demás cosas inservibles e inútiles.
La instalación me parece exactamente una constatación de lo
que sucedió al propio monarca, que tuvo un papel destacadísimo en la escena
nacional e internacional, y que durante décadas gozó de una popularidad de la que
no disfrutó ninguna otra institución española.
Pero el rey joven y campechano, el rey de la concordia que
había sabido poner de acuerdo a izquierdas y derechas para construir la España
de la modernidad, cayó en desgracia al final de su largo reinado. Fue justo en el
momento en que España estaba pasando por la peor crisis económica del último medio siglo de historia. Y el rey se hizo viejo y además enfermó. Y
por si fuera poco, al rey se le ocurrió frivolizar con cierta dama con la
que se marchó de safari africano. Fue el final.
Las personas viejas y enfermas sobran en todos los sitios
pareció sentenciar el pueblo. El gran error de Juan Carlos fue creerse impune y
pensar que los medios le respetarían como lo habían hecho hasta entonces. Pero
la ‘lealtad’ saltó por los aires. Y no sólo no continuó el respeto y la
adulación hacia el monarca, sino que las críticas acerbas explotaron e hicieron
añicos el personaje. Juan Carlos se vio obligado a abdicar la corona en su hijo
Felipe. Y, como en la instalación de Cristóbal Toral, acabó en el contenedor de
los escombros, donde acabaremos todos, por cierto.
La historia juzgará a Juan Carlos I con ecuanimidad y con
justicia. Pero me temo que, en esta época de posverdades, la rehabilitación del
papel del Rey Emérito aún queda lejos.
miércoles, 31 de enero de 2018
Palabras para Gero Lombardo.
A última hora de la tarde, un mensaje desde Italia me comunica el fallecimiento de Gero Lombardo, el responsable de la Missionprokura der Guanellianer en Alemannia, asociación con la que Puentes mantuvo una leal colaboración, al menos en los años en que yo fui Presidente.
Gero había estudiado con los guanelianos en Naro-Italia,
iniciando con ellos un camino vocacional. Abandonaría después la Congregación,
pero nunca abandonaría a sus antiguos compañeros de libros y de patio, ni
tampoco a los muchos pobres acogidos en nombre de Don Guanella. Como tampoco olvidaría
una historia que le contaba su padre a menudo: soldado en la segunda guerra
mundial, fue hecho prisionero en India y durante meses obligado a permanecer en
un campo de prisioneros, muerto de hambre y de sed. Recordaría siempre que los
campesinos pobres de los poblados cercanos se acercaban a dar a los pobres
prisioneros un cuenco de arroz. Gero me
contaba que a menudo su padre le decía: “Me gustaría devolver a la India algo
de lo que aquellos campesinos hicieron conmigo”.
Cuando su amigo guaneliano, Domenico Saginario, impulsó la
llegada de los guanelianos a India para abrir una casa, Gero Lombardo pensó que
ahora podría cumplir el deseo de su padre de ayudar a los indios. A partir de
ese momento, participó con su
generosidad personal, pero también animando a amigos suyos empresarios a
involucrarse en este proyecto indio. El tsunami de la Navidad de 2004 que afectó
a las costas de la India redobló su ayuda y acrecentó su entusiasmo misionero.
Cuando a Gero le llegó la hora de la jubilación, después de
toda una vida de frenética actividad laboral, pensó en crear una asociación en
Alemania para ayudar de forma más organizada a los misioneros guanelianos. Fue entonces, cuando por consejo
de Alfonso Crippa y de don Mimí, entró en contacto conmigo, para conocer cómo
nos organizábamos en España con la Ongd Puentes.
En mayo de 2010, junto a su mujer Inge me visitaría en
Valladolid. Pudimos poner así las bases de una colaboración para afrontar
juntos diversos proyectos tanto en África como en Hispanoamérica que, por su
envergadura, precisaban la participación de más de una entidad. Esta
colaboración se amplió también a ASCI, en Italia.
Me llamaba frecuentemente por teléfono o me enviaba correos,
hablándome de todas sus aventuras, de los proyectos nuevos, de las subvenciones
concedidas, de la implicación de la Orden de San Lázaro de Jerusalén. Removió
Roma con Santiago para que yo mismo fuese nombrado Caballero de esta Orden,
algo que finalmente consiguió y que se materializó en una ceremonia en la
Basílica de San Giuseppe al Trionfale, de Roma.
Gero era de una tenacidad y de una perseverancia que no
conocían el desaliento. Tenía la eficiencia alemana y la pasión italiana. Podía
criticar cuanto sucedía en las misiones o la falta de entusiasmo de ciertos
misioneros, pero no por eso dejaba de quererlos, de mimarlos y de ayudarles. Su
casa en Pforzfeim-Alemania era una ‘casa aperta’, para todo aquel que se
‘apellidase’ guaneliano.
Sus gestiones, insistentes hasta el aburrimiento, ante la
Curia de la Obra Don Guanella en Roma, obtuvieron que dos sacerdotes
guanelianos se trasladasen a Alemania para atender a los muchos emigrantes
italianos y españoles afincados en este país, y, de paso, para continuar su
tarea de buscar recursos para las misiones guanelianas en los países más pobres.
En este momento sus desvelos iban dirigidos a abrir una casa
para 'buonifigli' para los hijos de emigrantes filipinos e indios que trabajan en
Catar, principalmente en el sector de la construcción. Sus buenas relaciones
con influyentes cataríes empezaban a
allanar el camino, siempre largo y tortuoso en tierras de mayoría musulmana. Sin
duda, ha sido el sueño incumplido de Gero.
Tenía mil proyectos y mil ideas, llamaba a mil puertas,
enviaba decenas de mensajes, importunaba, a tiempo y a destiempo, a unos y a otros, porque fiel a lo que
aprendió de joven en Casa Guanella, no podía cruzarse de brazos mientras hubiera
pobres que socorrer. Sólo la muerte le ha obligado a cruzarse de brazos.
Gero Lombardo, que se sentía y se definía como un ‘cristiano
imperfecto’, parece decirnos en este momento que, a fin de cuentas, tantos
‘cristianos imperfectos’ en los entornos guanelianos y en la propia Iglesia,
están, quizás sin saberlo, quizás sin ser ni comprendidos ni valorados como
merecen, construyendo el Reino de Dios, donde el Pan y el Señor son ofrecidos
gratis y abundantemente. Descansa en Paz, Gero Lombardo.
martes, 9 de enero de 2018
Gianluigi Colalucci y la Capilla Sixtina
En 1989, según se cuenta en el libro El Vaticano por dentro, de Bart McDowel y Jamens L. Stanfield, el doctor Gianluigi Colalucci logró acabar la histórica restauración de la Capilla Sixtina. Junto con otros cuatro restauradores, llevaba nueve años completos en esta tarea, bastante más tiempo de lo que tardó Miguel Ángel en pintar los frescos. El último día de los trabajos, el restaurador Jefe Colalucci invitó a un grupo de amigos a una celebración en los andamios instalados en la Capilla, y allí ante sus invitados procedió a restaurar los últimos centímetros de fresco que aún quedaban sin limpiar. Para la ocasión había reservado el fragmento que va desde el dedo de Dios al dedo de Adán, o, lo que es lo mismo, lo que va desde lo divino a lo humano. Al fin y al cabo, la Capilla Sixtina no se sabe si es una obra de hombres o de dioses.
¿Por qué
Julio II invitó a pintar la bóveda de la Capilla Sixtina a Miguel Ángel que era
un afamado escultor pero sin casi experiencia en el terreno de la pintura? Parece que fueron
los rivales del artista, entre ellos Bramante y Rafael, los que metieron en la
cabeza al Papa la idea de que invitara a Miguel Ángel. Si rechazaba, se ganaría
la eterna enemistad de Julio II; si aceptaba, Miguel Ángel se desacreditaría
como artista, porque él no era un pintor. Parece que en principio se negó: “Eso
no es cosa mía”. Pero al final aceptó el encargo y se resignó: “Señor, soy tu
esclavo. Cuanto más me esfuerzo, menos te muevo a compasión”.
Miguel Ángel se entregó con pasión a su trabajo. De pie, pegado casi al techo, con las gotas de pintura que le caían continuamente sobre el rostro. “Debía tener un aspecto deplorable –se cuenta en el libro. Miguel Ángel nunca había sido muy agraciado. Tenía la nariz rota y la cara aplastada. Y además iba siempre desaliñado. Dormía con sus ropas de trabajo, manchadas de pintura, y se quitaba las botas tan pocas veces que, cuando lo hacía, cuenta un amigo suyo, “le caía la piel como si fuera la de una serpiente”. No es sorprendente que tuviera pocos amigos”.
Miguel Ángel se entregó con pasión a su trabajo. De pie, pegado casi al techo, con las gotas de pintura que le caían continuamente sobre el rostro. “Debía tener un aspecto deplorable –se cuenta en el libro. Miguel Ángel nunca había sido muy agraciado. Tenía la nariz rota y la cara aplastada. Y además iba siempre desaliñado. Dormía con sus ropas de trabajo, manchadas de pintura, y se quitaba las botas tan pocas veces que, cuando lo hacía, cuenta un amigo suyo, “le caía la piel como si fuera la de una serpiente”. No es sorprendente que tuviera pocos amigos”.
Hoy todos admiramos su trabajo, pero Miguel Ángel no tuvo
ningún éxito social, en parte debido a su carácter hosco, y a su aspecto
desaseado. Probablemente no era de los invitados a los palacios cardenalicios o
aristocráticos del momento. En la Roma renacentista él era un artesano, un
trabajador, y a veces un trabajador difícil. Hacía su trabajo para Dios, y
parece ser que las alabanzas o las críticas le importaban un comino. "Si a Dios le place mi trabajo, es suficiente".
lunes, 8 de enero de 2018
Il deserto dei tartari, de Dino Buzzati
Las últimas páginas de Il deserto dei tartari son
verdaderamente conmovedoras.
El libro empieza así: “Nominato ufficiale, Giovanni Drogo
partì una mattina di settembre dalla città per raggiungere la Fortezza
Bastiani, sua prima destinazione”. Recién nombrado oficial, Giovanni Drogo
partió una mañana de septiembre de la ciudad para alcanzar la Fortaleza
Bastiani, su primer destino.
Él creía que sería un destino provisional, un destino de
trámite. La Fortezza estaba en los confines de la nación, en una zona árida y
desértica, con montañas y roquedos. El
final del mundo. Allí un batallón de soldados vivía y vigilaba la frontera del
norte, para tener a raya a los soldados del país extranjero, los tártaros. La
Fortezza esperaba en cualquier momento la invasión y el asalto de los tártaros.
Giovanni Drogo aceptó la petición de su superior para
permanecer un poco más de tiempo en la Fortezza, ya que todavía era joven y
tenía toda una vida por delante. Pero la Fortezza le fue engatusando, le fue
haciendo suyo. Los años iban pasando, y, cuando visitaba la ciudad, Giovanni
Drogo se daba cuenta de que ese ya no era su mundo, ni la casa familiar era su
hogar, ni el amor intuido en su juventud por una joven era ya su amor.
Los días fueron pasando, y con ellos los meses y los años.
La vida se iba pasando en inquietante espera, entre guardias, formaciones
militares, partidas de cartas, conversaciones intrascendentes con otros
soldados, siempre divisando el horizonte, siempre esperando que los tártaros
apareciesen y que el momento de gloria llegase para los defensores del bastión
y que, de esta forma, el trabajo gris y monótono, se justificase. Es más, que
la propia existencia de los soldados se justificase y alcanzase un sentido, una
plenitud. De vez en cuando un incidente rompe la rutina, la muerte injusta y
sin sentido de un compañero a mano de otro compañero, por no saber la
contraseña, lo que da una idea de ese espíritu militar tan atado a la norma. O
el avistamiento de soldados construyendo una carretera, que será bruscamente
interrumpida.
Diez, veinte, treinta años. Y nada pasa. Los tártaros no
llegan. Y la vida se pierde así a lo tonto esperando el gran día, esperando el
gran momento, esperando la gran batalla, algo que nunca llega.
La Fortezza es una imagen de la soledad de la vida, del
aislamiento: “Gli uomini, per quanto possano volersi bene, rimangano sempre
lontani; che se uno soffre, il dolore è completamente suo, nessun altro può
prenderne su di sè una minima parte; che se uno soffre, gli altri per questo
non sentono male, anche se l’amore è grande, e questo provoca la solitudine
della vita”.

Pero Drogo empieza a sentir una gran debilidad que no es si
no los primeros pinchazos de la enfermedad mortal. Ahora pasa gran parte del
día descansando en su celda, y es en este momento cuando la Fortezza toda se
anima y se agita porque finalmente los soldados de la nación extranjera avanzan
hacia el bastión. Pero el coronel quiere para él toda la gloria y hurta a
Giovanni Drogo, segundo jefe de la Fortezza en este momento, la gloria que le
hubiera correspondido. Con la disculpa de la enfermedad, el coronel le dice que
un carruaje le espera para llevarle a la ciudad. Drogo, herido en lo más
profundo, intenta hacer entrar en razón al Jefe Simeoni: “Trenta’anni sono qualcosa, tutto per
aspettare questi nemici. Non puoi pretendere adesso… Ho un certo diritto di
rimanere…”
Pero la suerte de Giovanni Drogo está echada y él se resigna
a esta estocada traicionera. “Lassù era passata la sua esistenza segregata dal
mondo, per aspettare il nemico si era tormentato più di trant’anni e adesso che
gli stranieri arrivavano, adesso lo cacciavano via”
El carruaje que lo lleva se encuentra con los soldados de
refuerzo que avanzan a la Fortezza, y él siente el desprecio de estos jóvenes
por el ‘viejo’ que cómodamente se retira de la fortaleza.
El carruaje se detiene para hacer noche en una posada. Y
Drogo se da cuenta de que ahora, solo, enfermo y viejo, tiene que hacer frente
a otra batalla, a otro enemigo: la muerte. En esa posada le tocará hacer
amargas reflexiones sobre la existencia humana, pero al final experimenta una
cierta dicha: la de poder enfrentarse al enemigo con la dignidad de un
verdadero soldado. La muerte ha perdido
su rostro trágico y se ha transformado en algo sencillo y conforme a la
naturaleza. Y él la espera tranquilamente, porque sabe que su destino será
abandonar el mundo en una posada, viejo y sin ninguna belleza, sin dejar a
nadie en el mundo que lamente su muerte.
Por todo ello, en la oscuridad de la habitación, aunque
nadie lo ve, Giovanni Drogo, sonríe. Así acaba El desierto de los tártaros.
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