miércoles, 4 de agosto de 2021

Montañas para un creyente

 


Mons, la edición de las Edades del Hombre de Aguilar de Campoo, constituyó una bella reflexión sobre un aspecto bíblico fascinante: la montaña como lugar donde Dios se manifiesta y se encuentra con el hombre. El movimiento que mejor define a Dios es el descenso, mientras que el movimiento que mejor habla del hombre es el ascenso. Dios deja el cielo y baja a la montaña. El hombre deja el valle y sube a la montaña. Y allí se encuentran.

El creyente se mueve entre el Monte Tabor, el Monte Calvario y el Monte de las Bienaventuranzas. La fe de un creyente depende, en gran medida, de cómo vive el Tabor, el Calvario o las Bienaventuranzas.


El Monte Tabor. Representa aquellos momentos en que sentimos la fe como consuelo, como luz y como paz. Son los momentos en los que la religión proporciona un bálsamo bienhechor en medio de los trajines y sinsabores de la vida o en momentos de pérdida y de duelo. Hay muchas veces en que un creyente siente una cercanía inenarrable a Dios y, entonces, el alma se inunda de beatitud, esa suave dicha que sólo podemos hallar en las cosas del espíritu. A veces la contemplación de una obra de arte religiosa, ya sea una catedral, una pintura de devoción, una custodia, el canto de una determinada música o la asistencia a una hermosa liturgia, tienen sobre nuestros sentidos un efecto ‘Tabor’. También la naturaleza, en toda su hermosura y diversidad, ejerce, para quien sabe admirar la obra del Creador, un efecto Tabor. En esos instantes, como los apóstoles, tenemos ganas de exclamar: ¡Qué bien se está aquí!

También es cierto que el Tabor puede ser una trampa y una tentación. Existe una tentación grande a ‘instalarse’ en el Monte Tabor. El creyente puede pensar que la religión es únicamente un consuelo y una anestesia. Una luz sin sombras, un bello día claro sin noche oscura. La tentación de construir una tienda-refugio en la cima del Tabor es muy grande. La religión sería un intento de autoprotección en la pequeña tienda de nuestras seguridades religiosas, en el confort que pueden producir las prácticas devocionales, los ritos y las plegarias consoladoras. La religión reducida a un ‘bienestar’ y a una ‘confortabilidad’. El Tabor es necesario, como es necesaria la luz, el agua, la sombra de un árbol. El Tabor nos da aliento y empuje para seguir caminando. Pero uno debe saber que el monte del Calvario puede estar a la esquina y que el Monte de las Bienaventuranzas nos espera. El creyente debe saber que vendrán túneles oscuros, largos desiertos, parameras sin un solo árbol. Y sin embargo, quien ha conocido un instante de Tabor sabe que siempre quedará ese poso de dulzura en el alma: la nostalgia del absoluto, la esperanza de lo venidero.


El Monte Calvario.  Al Calvario –y a los calvarios- se llega tarde o temprano. Y se llega a menudo. La cruz forma parte de la vida  -y hasta nuestro cuerpo tiene forma de ella-. En el Monte Calvario nos medimos con nosotros mismos y medimos a los demás. En el Calvario descubrimos nuestra debilidades, nuestras heridas, nuestras llagas, nuestra sed y nuestro abandono por parte de un Dios al que habíamos imaginado como un mago poderoso, y que, sin embargo, solo es -pero nada menos- un padre amoroso aunque “humanamente impotente”. 

Pero también el Calvario tiene sus trampas y sus mentiras. El Calvario como mentira es resignarse a un mundo como perpetuo valle de lágrimas. Creer que el sufrimiento nos hace ganar méritos para el cielo. El Calvario como trampa es instalarse en la perpetua tristeza, en la pesadumbre, en la amargura, en un fatalismo que nos ensimisma en nuestras propias llagas. El riesgo de reducir nuestra mirada a los sayones y verdugos, a los esbirros y soldados impíos. Pensar en la vida como una sucesión interminable de estaciones de viacrucis. Teresa de Jesús creía que la tristeza estaba reñida con la santidad: “Dios nos libre de los santos encapotados”. Dios nos libre de los que se empecinan en la tristeza.

En el Calvario están Anás y Caifás, la chusma vociferante, la cobardía de Pilatos, o el escapismo de Herodes, los soldados amenazantes, la traición de Judas, el miedo y la negación de Pedro, el abandono de los amigos, la violencia de los sayones, pero también en el Monte Calvario están la ternura de María, la lealtad de Juan, las lágrimas de Pedro, el cariño de la Magdalena, el consejo de la mujer de Pilatos, las lágrimas de las mujeres de Jerusalén, la fe del buen ladrón, la verdad del centurión, el arrojo de Nicodemo y Arimatea, la colaboración del Cirinero… En el Monte Calvario medimos la estatura de nuestra fe y medimos también la humanidad de los que nos rodean.

En el Calvario solo caben la aceptación del misterio del dolor o la desesperación nihilista ante el propio infierno. Los grandes místicos han degustado las delicias del Tabor, pero no les ha sido ahorrado la sequedad de espíritu, el silencio impenetrable de Dios y las espinas del Gólgota.

El Monte de las Bienaventuranzas. Pero la mayoría de los días de un creyente no transcurren ni en el Monte Calvario (sufrimiento) ni en el monte Tabor (gozo), sino en el Monte de las Bienaventuranzas, que es el espacio de la cotidianidad, de lo ferial, de la rutina, del bregar cotidiano. El espacio del compromiso y de la caridad. El Monte de las Bienaventuranzas es nuestra oficina, nuestro campo, nuestra fábrica, nuestra escuela y nuestra casa. Es el ágora, la plaza y la encrucijada donde se producen todos los encuentros cotidianos. Y cada uno de estos encuentros es una llamada,  un grito de socorro, una invitación, porque, como decía Enmanuel Lévinas, el rostro del hombre es una interpelación para el que lo contempla. Nos interpela la violencia, la sed, el hambre, la injusticia, la pobreza, o por decirlo más acertadamente, nos interpela el que sufre violencia, el sediento, el hambriento, el pobre, el analfabeto, el niño abusado y la mujer violada; nos interpela el sinhogar y el emigrante. Y ante cada uno de ellos, entra en juego nuestra libre decisión: o cuidar de los heridos o pasar de largo.

Y también el Monte de las Bienaventuranzas tiene su trampa y su mentira. Solo quien se sabe poca cosa, puede de verdad sanar y cuidar. El que se cree alguien e importante solo es capaz de mover los brazos, las piernas, como un autómata, repartir palabras o monedas como una máquina. La suya es una carrera insensata para afianzar su yo, engordar su ego, creerse mejor que aquellos a los que ayuda, entrar en un activismo mesiánico que sólo busca el reconocimiento de los demás, el sobresalir en el pódium de la sociedad, y alcanzar prestigio y fama. Quiere ser fuego y no es más que humo.


Solo el corazón es capaz de cuidar, sanar, proteger y amar. Solo quien se sabe vulnerable puede ayudar a los vulnerables. Solo quien acepta que no es él quien ayuda, sino que hay Otro, por encima de él, que mueve su corazón y sus manos, puede hacer el bien.

En las distintas montañas, Dios nos conoce. Y lo que es aún más importante, nosotros conocemos al otro, y el otro nos conoce a nosotros.

 

miércoles, 28 de julio de 2021

¿Puede haber una memoria histórica en España?

 


Cada vez que un Gobierno determina crear una memoria histórica (ahora han empezado a llamarla ‘memoria democrática’), lo que está creando es una venganza histórica. La “memoria histórica” es algo propio de las dictaduras o de los populismos.

La memoria solo puede ser individual. Cada uno guarda memoria de unas cosas, de unos hechos, de unas personas, dependiendo de su ‘yo’ que piensa y siente de una determinada manera,  y de su entorno familiar, laboral, social. Cada uno cuenta la feria según le va. El hijo de un alto miembro del aparato comunista ruso que disfrutaba de un enorme apartamento, que tenía acceso a los mejores productos del mercado, que nunca conoció la cartilla de racionamiento, que tenía entradas para un palco en el Bolshoi o que disponía de una preciosa dacha en verano, conservará de la dictadura comunista soviética una imagen idílica y entrañable. Muy diferente a la del hijo cuyo padre fue conducido a un Gulag donde habría de pasar interminables años, que conoció miles de privaciones, que tuvo que soportar interminables colas para conseguir una hogaza de pan negro o un salchichón enmohecido, que no fue admitido a la Universidad por ser hijo de quien era, que tuvo que vivir en un piso de 30 metros y recorrer largas distancias para traer cuatro trozos de leña para no morir de frío, guardará del régimen comunista un recuerdo siniestro.

La historia, por otro lado, compete a los historiadores. Cuando los gobiernos se ponen a redactar la historia y a distribuirla, por todos sus medios, que son muchos, como si fuesen bocadillos de chope y refrescos, lo que están haciendo es adoctrinamiento e inculcando ideología sectaria.

Todos conocemos de sobra el relato histórico impuesto durante la dictadura franquista, o la historia impuesta durante la Revolución Cultural China. Entra dentro de la ‘normalidad’ que las dictaduras, sean del signo que sean, impongan una historia revisada, pero no se puede entender ni justificar que un Gobierno de una democracia la imponga, como es el caso de España.

Desde hace un tiempo, cada vez que los problemas nacionales son serios y gordos, se empieza a hablar de la dictadura de Franco y de todas sus maldades, como una forma sutil de desviar la atención. El otro día en una viñeta se decía: “Hala, majos, cuando terminéis de solucionar lo de la guerra de hace 85 años, os ponéis a solucionar el paro, la factura de la luz, la educación y la pandemia”.

 Aquel periodo de la Transición, cuando la palabra ‘concordia’ estaba en el sentir y en el pensar general, fue interrumpido por el Sr. Zapatero con su conocida frase: “Hay que crear un poco de tensión”. Y la tensión consistía en empezar a recordar a la gente su pasado más o menos franquista, y a enzarzar a unos contra otros. Y en esas estamos ahora, versión corregida y aumentada. Echar la culpa de los males de este momento presente a una dictadura que acabó en 1975 es como si la comarca del Bierzo echase la culpa de su atraso a la explotación romana de las Médulas. Los problemas actuales no proceden de entonces; son demasiado actuales como para que paguen el pato las generaciones anteriores que crían malvas en los cementerios.

Todo lo que en estos días se habla en torno al futuro del Valle de los Caídos es más de lo mismo: una venganza histórica o una memoria dictatorial. Querer expulsar a los benedictinos de la basílica, que llevan rezando décadas por la reconciliación entre las dos Españas, con el pretexto de que no se arrodillaron ante los planes del Sr Sánchez sobre el Valle de los Caídos, suena a vendetta. Las democracias admiten otros puntos de vista y otros pareceres, admiten la disidencia y la crítica. Las dictaduras, solo admiten el amén y la genuflexión de los súbditos.

Dar una sepultura digna a muchos muertos enterrados en las cunetas durante la Guerra Civil o la inmediata posguerra es un acto de pura dignidad y de pura piedad. Nada que objetar. Un deber moral. Pero decirnos quiénes son los buenos y los malos de todas las películas de la Historia, es un intento zafio de comernos el coco. Ahora los señores de la Moncloa exigen que asintamos, como niños de coro, a una versión de la Historia completamente sesgada, ideologizada. En la Guerra Civil, y antes y después de ella, hubo desmanes por todos los sitios y por ambos bandos. Y no hace falta tener mucha imaginación para saber que si el bando ganador hubiese sido el republicano, se hubiera producido parecida represión, o peor, que es lo que sucedió en tantos países de la órbita soviética. La continua demonización del régimen franquista y la continua santificación del periodo republicano no puede conducir a nada bueno. Lo que menos necesita la sociedad española es resucitar fantasmas del pasado y menos aún reavivar viejos reconcomios y antiguos odios cainitas, tan frecuentes por desgracia, en esta vieja España.

La Historia busca la verdad. Los historiadores, los estudiosos del pasado, intentan comprender el pasado, contextualizándolo en un momento internacional, y lo hacen desde los documentos y los testimonios de una época. Y sus estudios tienden –o deberían tender- a comprender todas las posturas y todos los puntos de vista que tuvieron que ver con un acontecimiento. En la historia no hay buenos y malos netos, porque en todas las posturas caben muchos matices y muchas apreciaciones.  

Rescribir la Historia es una tentación continua de los dictadores, que no buscan la verdad sino engordar su ideología. Los que rescriben la Historia no parten de lo que sucedió sino de lo que tenía que haber sucedido según su criterio y su opinión. Negar cualquier bondad a un periodo histórico es lo mismo de grave y de falso que negar cualquier maldad a ese mismo periodo.

Las democracias aparentes –y España corre el riesgo de formar parte de una de ellas- tienden a hacernos creer que todo lo que sucede en democracia es perfecto e ideal, que todo está justificado porque el ‘detergente democrático’ limpiaría todas las manchas y todas las suciedades. En las dictaduras se comenten todo tipo de tropelías, pero en las democracias también se comenten unas cuantas, y en ellas existe la ignorancia, la manipulación, la corrupción, el chantaje y las demasías del Estado. Los pecados de la democracia no pueden quedar impunes por el hecho de vivir en democracia. Cuanto más precaria es una democracia, más tiende a culpar de los males del país a las épocas pretéritas.

Decir ahora a un español, que uno de sus abuelos fue un mártir y un héroe porque luchó al lado del Frente Popular, y el otro abuelo fue un asesino porque luchó en el Bando Nacional, sin pararse en matices y en detalles, es una burda tergiversación de la Historia. A la mayoría de los españoles de los años treinta no se les preguntó a qué bando querían pertenecer; simplemente estaban en un territorio concreto, y tuvieron que apechugar con ello. Condenar sumariamente todo lo realizado durante el régimen franquista y absolver impunemente todas las tropelías de la República es una bajeza y una inmoralidad. Y esto es lo que sucede cuando la Historia queremos que la escriban los cuatro asesores a sueldo del Palacio de la Moncloa en lugar de que la escriban los historiadores y la Universidad.

La Historia se debe conocer en toda su cruda o amable verdad, para no repetirla en un caso y para proseguir su senda en el otro. Rescribir la Historia de un periodo convulso en España solo servirá para volverla a rescribir dentro de unos cuantos años. Y así andaremos por los siglos de los siglos.

En este tiempo, precisamente, lo que necesitamos son mensajes de concordia, reconciliación y entendimiento. Porque sólo estas actitudes pueden mejorar el futuro. Lo que sucedió en los años treinta y después en el periodo franquista, sucedió. Y no se puede cambiar. Solo cabe el estudio para sacar conclusiones y evitar caer en los mismos errores. Los políticos verdaderos piensan, no en los males que se vivieron en épocas pasadas, sino en las soluciones que ellos pueden dar a los problemas actuales. Un verdadero político y una sociedad cabal miran al mañana y al futuro, porque el pasado corresponde a los historiadores y a los libros.  La memoria del pasado, en todo caso, corresponde a cada individuo. Una memoria hecha de vivencias, relatos y lecturas. 

miércoles, 21 de julio de 2021

Lluvia fina, de Luis Landero

 


                Hace más de 30 años, cuando vivía en Salamanca, leí Juegos de la edad tardía, la novela revelación de Luis Landero. Al propio autor lo conocí por aquel entonces en una conferencia en la que reveló su gran sentido del humor, su vida un poco quijotesca y su deuda con Cervantes.

                Esta misma tarde he acabado otra de sus novelas, Lluvia fina (publicada en 2019). Hacía tiempo que no me encontraba con una novela tan buena de un autor español. Así que no cabe sino la celebración. ¡Son tan pocos los libros buenos que uno lee a lo largo de un año! No es de extrañar que, cuando me encuentro con uno de ellos, me siento recompensado por las muchas veces que me topo con novelas insulsas, aunque millonarias en ventas, que se adaptan al patrón que en cada momento marca el merchandising y la industria cultural que, evidentemente, es sobre todo industria.

                Ya desde la primeara página el autor (Alburquerque-Badajoz, 1948) nos dice que “los relatos no son inocentes. Quizá tampoco lo sean las conversaciones de diario, los descuidos y equívocos verbales o el hablar por hablar. Hay algo en las palabras que, ya de por sí, entraña un riesgo, una amenaza, y no es verdad que el viento se las lleva tan fácilmente como dicen”.

Y de palabras no inocentes, sino peligrosas, va este libro. Una celebración de la palabra. No una fiesta, que es distinto. Las palabras hieren, matan, golpean. Las palabras las carga el diablo, y las aletarga, pero nunca las mata, el tiempo.

Aurora recibe palabras y palabras durante toda su vida. Buena escuchante y buena receptora de palabras, a ella acuden todos para desaguar palabras, para lanzarlas como proyectiles. La novela abarca apenas seis días en la vida de una familia, los que van desde que Gabriel, el marido de Aurora, decide organizar una comida por el 80 cumpleaños de la madre, hasta que  él mismo cancela dicha comida. Un bienintencionado Gabriel intenta que todos los miembros de la familia olviden viejos reconcomios y agravios, y desea que un menú de delicatessen borre tantos recuerdos amargos. Pero los familiares, no solo no olvidan, sino que despiertan agravios, resucitan injusticias y desdenes, insuflan savia nueva a desprecios y rencores. Todos a una, todos contra todos, confiesan a Aurora, el elemento neutro de la familia, sus vidas despeñadas, sus secretos, sus rencores, sus frustraciones, sus odios. Gabriel, Sonia, Andrea, Horacio y la madre se lanzan a una guerra de llamadas telefónicas para imponer su versión de los hechos, para alimentar, con nueva energía y nueva savia, viejos recuerdos empolvados, pero más vivos que nunca. Una despiadada carrera para imponer el relato propio por encima del relato ajeno. Solo la escritura puede obrar el milagro de mostrarnos todos los relatos en paralelo, de forma que el lector sea el escribidor, en su cabeza, de la historia.

El libro nos hace caer en la cuenta de que nuestra verdad, no es la Verdad. Ni nuestra historia es la Historia. Todos merecemos a la vez la condena y la absolución, porque nunca nadie es íntegro del todo ni del todo culpable. Y todos somos de “ideas fijas momentáneas”, otro hallazgo de la novela. Solo los puros, tal vez a la manera de Aurora, o del padre de la familia, muerto y evocado, pueden extender sobre nuestras miserias una capa de misericordia.

Las palabras no se las lleva el viento. Nunca. Sino que el viento las zarandea para espetarlas una y otra vez contra todos y, por supuesto, contra nosotros. El odio, parece decirnos la novela, es un sentimiento acaso más fuerte que el amor, porque es capaz de hacernos desplegar una energía y una memoria inusitada, proteica.

Y en esta batalla verbal y memorística, Aurora, el cofre donde se deposita el acta notarial de toda la familia, se pregunta quién es en verdad el hombre al que está unida desde hace 20 años. Por eso, Aurora, la que no tiene relato, el almacén de los relatos de los demás, se pregunta también quién es ella, dónde está su futuro. Y quizás por ello se ve abocada a no tener futuro, porque renuncia de antemano a la montaña de palabras que hieren y quitan la vida.

La novela despliega con maestría, al igual que lo hace un arqueólogo que descubre aquí y allá trozos de una vasija rota, detalles inconexos, fragmentos, voces dispersas, palabras que evocan, palabras que velan otras palabras, para al final recomponer la vasija entera.

El autor de Patria, Fernando Aramburu, después de leer Lluvia Fina, dedicó a su autor el elogio más grande: “Yo, de este hombre, leería cualquier cosa, hasta la lista de la compra”. Habrá que seguir leyendo a Luis Landero.






miércoles, 14 de julio de 2021

La Victoria de Samotracia



Fue una de las obras de arte que más me impactó en aquel libro de COU, año 1977, donde por primera vez me asomé a la Historia del Arte. Cuando entré en el Museo del Louvre, once años después, fui directamente a buscarla, porque esa quería que fuese la “imagen” de mi primera visita al Museo parisino.

Colocada, con afán teatral, en la escalera, la diosa alada se posa levemente en la proa de un barco. Acéfala y sin brazos, sigue siendo el símbolo de la belleza eterna que los griegos crearon para todos.

Inesperadamente, fue descubierta en 1863 por Charles François Champoiseau, a la sazón vicecónsul francés en la isla de Samotracia y arqueólogo aficionado. La isla de Samotracia es una pequeña isla de Grecia localizada en el norte del mar Egeo, a pocos kilómetros al oeste de la frontera marítima entre Grecia y Turquía. La escultura apareció rota en cientos de fragmentos que, pacientemente los arqueólogos pudieron unir, aunque su cabeza, sus pies y sus brazos nunca fueron encontrados. Por conjeturas y por comparación con otras pequeñas estatuillas de ‘victorias’, podemos imaginar su postura completa. Poco después, aparecieron varios restos que, una vez reunidos, sugirieron que era la proa de un barco, donde la diosa alada posaba uno de sus pies. Todos los restos fueron llevados al Museo del Louvre. Desde entonces, esta victoria de marmol es una seña de identidad del arte griego, pero también del Museo del Louvre.

Para los griegos, la victoria (Niké) se simbolizaba con la imagen de una mujer alada. Los arqueólogos han descubierto muchas de estas Nikés que ahora se pueden ver en diferentes museos, pero ninguna del tamaño monumental y del sorprendente movimiento como la Victoria de Samotracia. Los expertos dicen que esta escultura tiene muchas semejanzas con las obras del Altar de Pérgamo que hoy se puede ver en Berlín.

Desde de 1885, la Victoria de Samotracia, posada levemente en la proa de un navío, reina en la escalera monumental del ala Sully del Museo del Louvre. Teatralmente situada en un escenario grandioso, no deja indiferente a nadie. Erguida con firmeza, con las alas desplegadas y el vestido surcado de pliegues por el efecto del viento marítimo, la Victoria recibe el aplauso unánime de los millones de visitantes que admiran la naturalidad de su pose, la gracia del movimiento, la monumentalidad de su cuerpo, todo típico del periodo helenístico del arte griego, que se inicia con la desaparición de Alejandro Magno en el año 323 A.C.

Durante el tiempo que duró mi estancia en París, acudía cada jueves a la visita que un especialista hacía de una de las obras maestras del Museo. Un jueves de mayo, le tocó el turno a la Victoria de Samotracia. Durante una hora, la profesora de arte fue desmenuzando todos los aspectos históricos y estéticos de la famosa Niké. Al final de la charla, un hombre de algo más de sesenta años levantó la mano para pedir la palabra. Su testimonio añadió, si cabe, más fuerza y belleza a esta inolvidable escultura:

“En 1940, yo era un joven de apenas 16 años, un estudiante interno de la Escuela de Beaux Arts de París. Una noche, a las cuatro de la madrugada, inesperadamente encendieron las luces del dormitorio y nos gritaron que nos vistiésemos de prisa con nuestras mejores galas. Nuestro instructor nos comunicó que nos dirigíamos  al Louvre para ser testigos de un hecho muy importante. A una cuarentena de alumnos nos hicieron subir a dos camiones militares. Nos condujeron ante esta misma escalera. En ese momento un buen número de trabajadores se afanaba, con cuerdas y tablones, en torno a la Victoria de Samotracia. La bajaron del pedestal. La envolvieron en mantas y la sujetaron con unas tablas. Después poco a poco fueron descendiéndola por las escaleras. Nos hicieron formar un pasillo de honor. Y nos dijeron: “Grabad bien en vuestras retinas este momento. Vosotros sois testigos. La Victoria de Samotracia y otras grandes obras de arte abandonan esta noche París. Serán escondidas en un lugar que no puedo revelaros, para que los alemanes, que ya están a cincuenta kilómetros de las puertas de esta ciudad, no se la lleven. En este momento, no tenemos más opción que llevarlas lejos de París. No sabemos cuándo podrán volver, porque no sabemos quién ganará esta guerra. Vosotros sois testigos de nuestro intento de preservar estas obras para Francia y para el Mundo”. Fue entonces cuando a nuestro instructor se le saltaron las lágrimas. Yo y mis compañeros estábamos ahí, con un nudo en la garganta por lo insólito del momento y por el miedo que teníamos en nuestro corazón en aquellos días, y que compartíamos con todos los parisinos”.

Fue entonces, cuando el hombre se calló y también a él se le saltaron las lágrimas. Lo que era una charla educativa sobre una obra de arte, se convirtió en un alegato contra la guerra y lo que estas destruyen. Y también un canto a favor de la conservación de las obras maestras para las generaciones venideras.

En aquel momento de emoción francesa no caí en la cuenta. Pero después, al abandonar el Louvre, me detuve en el Jardín de Luxemburgo a comer un bocata. Pensé, entonces, que los franceses no habían querido que esta obra maestra cayera en manos de los alemanes. Pero, muchos años atrás, esta estatua había salido de Grecia hacia el extranjero, y por entonces ningún francés había dicho ni defendido que esta Niké no tenía por qué ser arrebatada a los griegos, los artífices de esta belleza que aún asombra al mundo.










miércoles, 7 de julio de 2021

Samuel ha muerto

 



Un Joven, Samuel Luiz, ha muerto tras recibir una brutal paliza por parte de un grupo de jóvenes, cuyo número aún no ha sido confirmado.

A un joven de 24 años, enfermero en una residencia de ancianos, le ha sido arrebatada la vida en un acto de violencia que ha conmocionado a tantas personas de bien.  En plena semana de celebraciones y reivindicaciones del movimiento LGTBI, la muerte de Samuel ha tenido una repercusión mediática sin precedentes, porque los medios de comunicación reprodujeron, al día siguiente, que la paliza mortal tuvo lugar al grito de “maricón”. Las manifestaciones en toda España no se han hecho esperar. Y diversos movimientos y partidos, rápidamente, han querido sacar tajada del cadáver caliente. En los días siguientes, hemos sabido que la paliza pudo deberse a que Samuel y una amiga estaban haciendo una videollamada y otros jóvenes pensaron que les estaban grabando. También hemos sabido que en la paliza se dieron más gritos e insultos, como ‘subnormal’ e “hijo de puta”. Parece ser que los agresores no conocían a la víctima y, por lo tanto, difícilmente podrían saber su orientación sexual.

Lo único que sabemos con certeza es que Samuel ha muerto violentamente. Y la vida de un ser humano, una vez que ha sido derramada,  ya no se puede recoger. No hay marcha atrás. No se puede rebobinar la vida de una persona, como si fuera una serie de Netflix.  Los judíos, cuando alguien moría, derramaban el agua de los cántaros para expresar esa inexorable y dramática verdad de la muerte. La vida humana es así de frágil, y no admite vuelta atrás.  

Me gustaría destacar algunos puntos de este lamentable suceso.

Uno. El padre de Samuel, con verdadero talante cristiano, dejó un precioso mensaje en el lugar donde el corazón de su hijo dejó de latir. Daba las gracias a los que intentaron salvarle. Agradecía todo el cariño y las oraciones por su hijo y su familia. Pedía a Dios que recompensara a todos los que en ese momento le habían expresado afecto. Y declaraba -y esto es lo más importante-: “Nos quitaron la única luz que iluminaba nuestra vida”. Y quienes son padres y madres entenderán esta potente metáfora. A un padre y a una madre se les condena a la ceguera y a la oscuridad existencial, cuando se les arrebata a un hijo. El padre, con gran sensatez, pedía que no quería políticos ni banderas en el funeral de Samuel.  Algunos, desde el primer momento, quisieron  adueñarse de la muerte de Samuel para hacer campaña, sin respetar el duelo y el dolor de la familia. Otros, de todo corazón, sencillamente manifestaron su pesar por la muerte violenta y su cercanía a la familia.

Dos. Samuel ha muerto y lo ha hecho a manos de otro u otros seres humanos.  Estamos de nuevo ante Abel y ante Caín. Todo asesinato es un fratricidio porque todos somos hermanos. Adjetivar el asesinato de homófobo, de machista, de racista, ¿es importante, es determinante, añade mayor crueldad a la muerte?  Todos somos a secas seres humanos, con nuestra historia, nuestro rostro, nuestros sueños, nuestro nombre. ¿Es más asesinato o menos asesinato si a la víctima se la mata por ser homosexual o heterosexual, por ser mujer o ser hombre, por ser gaditana o marroquí, por ser cristiana o musulmana, por ser del Real Madrid o del Barça, por ser policía o por ser periodista? ¿Son más víctimas algunas víctimas que otras? No pocas veces –lo sabemos- la muerte tiene un llamado ‘móvil de odio’ (al extranjero, al homosexual, a la mujer, al diferente), pero banalizar este móvil, hasta convertirlo en causa partidista y en bandera de intereses, es peligroso, pues se nos olvida que la vida de todos los seres humanos vale lo mismo. Lo verdaderamente determinante es que a un ser humano inocente se le corta, violentamente, el hilo de la existencia. Lo importante es distinguir la víctima del verdugo.

Tres. Aún no sabemos casi nada de los que propinaron la brutal paliza a Samuel. Pero fuese como fuese, debemos preguntarnos qué es lo que está pasando. ¿Qué lleva a unos jóvenes que comparten edad, diversión, ciudad, a patear hasta provocar la muerte a otro joven? ¿Es la agresividad y la violencia que está siendo difundida día a día desde los ámbitos políticos y los medios de comunicación? ¿Nadie les ha dicho a esos jóvenes que el rostro de otro ser humano es siempre una orden para mí: “no me matarás”, como hermosamente nos enseñó Enmanuel Lévinas? ¿No merece este hecho, más allá de las condenas y las manifestaciones, una reflexión pausada y serena sobre la manera de ver al otro, sobre la formas de resolver conflictos y opiniones discrepantes, sobre las causas y los porqués de una violencia tristemente de actualidad? ¿Qué raro placer lleva a un ser humano a golpear a otro, hasta destrozarle? ¿Un yo monstruoso que reduce al otro a mera cosa, la falta de normas y de una ética ciudadana en tantos jóvenes que no alcanzan a distinguir el bien del mal, el coqueteo con las drogas, el envalentonamiento de alcohol, la instalación en mundos virtuales donde herir, golpear, matar es un juego con vuelta atrás?

Cuatro. Pienso en los jóvenes que golpearon a Samuel. Han quitado la luz de los ojos de Samuel y de los ojos de sus padres y amigos. Pero, en cierta forma, ellos también se han quitado su propia luz. Herir, golpear, matar siempre mancha el corazón y envilece el alma. Ellos también se han arruinado la vida y se la han arruinado a sus seres queridos. Es verdad que ellos saldrán de la cárcel y reharán sus vidas, algo que nunca podrá hacer Samuel. Pero también es verdad, como nos ha enseñado el Génesis, que en lo más profundo de su corazón, una voz les preguntará, hasta el final de sus días: “Dónde está tu hermano, dónde está Samuel?






miércoles, 30 de junio de 2021

'Exquisita' equidistancia de los obispos




Ni en sus mejores delirios de grandeza (y ha tenido muchos) el Sr. Sánchez, Presidente del Gobierno, hubiera imaginado el ‘regalazo’ que le han hecho los obispos catalanes, posteriormente ratificado por la Conferencia Episcopal Española, en el asunto de los indultos a los presos por el independentismo catalán.

Los obispos catalanes han mostrado su acuerdo a las medidas de gracia concedidas por el Gobierno a los políticos catalanes presos. En un acto de magnánima misericordia cristiana, abogan por el diálogo, el perdón, las medidas de gracia, el amor… es decir, cristianismo puro.

Y luego los obispos españoles han visto con benevolencia las “aportaciones positivas” del comunicado de los obispos catalanes. Me imagino que, con fax directo, el cardenal de Barcelona, Mons. Omella, Presidente de la Conferencia Episcopal Española, habrá explicado con pelos y señales al portavoz de los obispos españoles, las aportaciones positivas de dicho documento.

Se vuelve a repetir, salvando las distancias, la ‘exquisita’ equidistancia que en años precedentes mantenían los obispos vascos respecto al terrorismo de Eta. Ahora los de la Tarraconense también mantienen esa admirable equidistancia entre unos y otros y abogan por el diálogo y los abrazos Es decir, los obispos ponen al mismo nivel a los que respetan el ordenamiento jurídico y los que no lo hacen. Al mismo nivel los que adoctrinan, desde las escuelas y la TV3, y los que son marginados por no decir amén a la ideología indepe. Al mismo nivel los que han causado la fractura social y los que la han sufrido. Es decir, una vela a Dios y otra al diablo.

Los obispos catalanes hacen continúan con su salmodia de diálogo, entendimiento, amor y demás buenismos. Nada que objetar. Pero, ¿hablaron también cuando en los colegios de Cataluña –incluidos también los colegios concertados de la Iglesia católica- vejaban y humillaban a los hijos de guardias civiles o policías, algo que fue denunciado ante Unicef, y que debería haber avergonzado a toda una sociedad?

Los obispos catalanes, ¿hablaron también cuando desde las iglesias se sermoneaba sobre el derecho de autodeterminación, cuando se escondían las urnas o directamente se ponían las urnas el 1-O durante las misas, cuando las banderas esteladas ondeaban en los campanarios, cuando se impedía e impide cualquier ascenso administrativo a los funcionarios no “indepes”, cuando se utilizaban a niños –bebés incluso- para cortar las carreteras y llevar el caos por doquier, cuando los paniaguados del independentismo se enfrentaban violentamente a las fuerzas de seguridad y arramblaban con comercios y mobiliario urbano?

Los obispos catalanes, ¿hablan también cuando el independentismo violento discrimina y condena a la invisibilidad social a todo el que no piensa como ellos, cuando, decreto tras decreto y manipulación tras manipulación de la Historia, conseguía fracturar a la sociedad catalana, enfrentar a padres, hermanos y familiares por una ideología sectaria y de tintes totalitarios?

Los obispos catalanes, ¿hablaron acaso cuando el ordenamiento jurídico era pisoteado, sesión tras sesión, por el parlamento catalán? ¿Hablaban cuando el obispo Xavier Nonell llamaba a la desobediencia y alentaba la celebración del referéndum del 1-O? ¿Hablaban cuando el muy honorable monasterio de Montserrat daba batalla política a favor del independentismo en lugar de preocuparse, por ejemplo, por los abusos a menores que se habían dado en su propio seno? ¿Hablaban cuando los fieles católicos que se resistían a un discurso independentista desde los púlpitos eran despedidos con cajas destempladas por los párrocos de “barretina y estelada”: “si no os gusta esta parroquia, marchaos a otra”?

¿Los obispos catalanes han defendido alguna vez a la mitad de los catalanes convertidos en ‘traidores’ por el discurso de odio del independentismo? ¿Han defendido alguna vez a la mitad de los cristianos catalanes que no piensan como piensa cierto clero “estelado”? No me extraña que muchos cristianos estén hartos de una iglesia sectaria en el territorio catalán. De hecho, Cataluña es la región más descristianizada de España, la que menos seminaristas tiene (¿qué joven se sentiría atraído por un discurso evangélico de “pantumaca”, en lugar de un evangelio universal?). Cataluña es también la región donde cada año son menos los contribuyentes que marcan la X a favor de la Iglesia Católica en la Declaración de la Renta. Me temo que, con esta “exquisita equidistancia” o con este apoyo de los obispos catalanes a las tesis indepes, otro buen número de cristianos catalanes no marcará la casilla en su próxima declaración, algo que, a la postre, perjudicará a los más pobres, principales beneficiarios de la buena labor social de la Iglesia.

De todos es sabido que, en la Iglesia, cuando no se hace Evangelio, se hace política. Es lo que acaban de hacer los obispos. Una Conferencia Episcopal Española, liderada por el arzobispo de Barcelona, ha preferido hacer política.

¿Piensa alguien que es la compasión y el perdón lo que ha llevado al Gobierno del Sr. Sánchez a los indultos, o más bien el peaje –grave y gravoso- que hay que pagar a los socios de su Gobierno para seguir en Moncloa? No es un indulto de concordia. Es una transacción económica: el cumplimiento de la letra pequeña de un acuerdo. ¿En qué país cabe que se conceda un indulto a gente que no se ha arrepentido y que proclama a los cuatro vientos que lo volvería a hacer? ¿Se concedería el indulto a un maltratador que se jactase de que va a volver a las andadas?

El plante al Rey en el Mobile por parte de las autoridades catalanas y la inamovilidad del discurso del Sr Aragonés en la Moncloa han sido los primeros frutos de esta ‘concordia a lo Sánchez y a lo episcopal”. Quien esperaba algún gesto por parte del independentismo, ya lo ha tenido.

De momento, el Sr. Sánchez en Moncloa se frota las manos por este inesperado "regalazo" de los obispos. Un regalo caído del cielo, nunca mejor dicho.










miércoles, 23 de junio de 2021

Tu sed, mi sed, de Madre Verónica



En diciembre de 2010 la catedral de Burgos se llenó de jóvenes mujeres vestidas con túnicas vaqueras y pañoletas azules. Acababa de surgir una nueva congregación de clausura, un hecho insólito en este siglo de claustros abandonados. La nueva orden monástica tomó el nombre de Iesu Comunio. Y pronto se empezó a hablar de un pequeño milagro en el erial de la vida contemplativa de estos tiempos.

Algunos años antes, una joven de Aranda de Duero, de 17 años, María José Berzosa, por pura rebeldía, se larga a Francia con unos amigos. Buscamos un alojamiento para dormir y encontramos un motel muy barato en Burdeos. A media noche una joven con la cara ensangrentada pedía auxilio; le habían pegado. Nadie me quiere –sollozaba la mujer-, mi vida es un infierno, no tengo a nadie.  La joven de Aranda de Duero le preguntó su nombre. “Véronique”, le contestó una voz doliente y sedienta de afecto. Ese nombre se grabó en su corazón, y no lo olvidaría nunca.

Pero Véronique, a su vez, le había hecho una pregunta a María José: “¿No sabes dónde estás?” Véronique quería decir si desconocía la mala fama de ese motel donde ella ‘trabajaba’. Pero esa pregunta se grabó a fuego en la joven María José. Efectivamente ella no sabía dónde estaba, por qué regiones vagaba, por qué caminos su vida podía despeñarse. Poco después, María José, llamó a las puertas de las clarisas de Lerma para ser admitida como novicia. Cuando tuvo que elegir su nuevo nombre como religiosa clarisa, no se lo pensó dos veces: Verónica.

Lo demás es ya historia. A la clausura de Lerma siguieron llamando, con inusitada frecuencia, jóvenes de distinta procedencia, y en general muy preparadas intelectualmente. Fueron tantas y tantas que tenían que dormir en literas en las austeras celdas clarisas. Todas ellas, convencidas de que algo nuevo había surgido en ese convento de Lerma, pidieron permiso para fundar una nueva orden monástica: Iesu Communio.

Un pequeño libro “Tu sed, mi sed” ha llegado a mis manos. Recoge diversas intervenciones de la Madre Verónica ante auditorios no poco selectos. El título refleja bien la espiritualidad de esta monja de preciosos ojos azules: la sed. Todos nos sentimos sedientos. Acertar o errar la fuente significa acertar o errar la propia existencia. Queremos beber y nos equivocamos de bebida. Bonitos envases de bebida nos seducen, pero contienen líquidos que no sacian, ni quitan la sed, sino que dejan más sed, más resaca,  más decepción y más desesperación.

Para Madre Verónica solo el Gran Sediento puede saciar nuestra sed. No olvidaría nunca el impacto que le produjo a sus 17 años “ver literalmente una alfombra humana de jóvenes tirados por tierra, víctimas del alcohol y de la droga, sin poder sostenerse en pie, derrumbados, desorientados y arrodillados por las vanas promesas de felicidad que ofrece el mundo”. Ellos también eran jóvenes sedientos, que habían acudido a una fuente equivocada. Una bebida-veneno que les iba matando poco a poco, porque “un náufrago puede morir de sed en medio del océano a pesar de estar rodeado de agua, de un agua que no es capaz de calmar su sed, sino de agravarla hasta enfermar y morir”

Con la impaciencia de su juventud, ella entró en el convento dispuesta a alcanzar la santidad y a alcanzarla ya. Confiaba en sus fuerzas y en su voluntarismo, pero no en Dios. Y cada día su rostro se llenaba de más tristeza y pesadumbre. Un día, la monja más anciana del convento, una mujer que apenas sabía leer y escribir, pero que tenía una gran familiaridad con Dios, le preguntó por qué tenía ese rostro tan turbado y ansioso y le invito a mirar a Jesús, señalando el Santísimo.

Poco después, encontró una frase de San Ireneo de Lyon: “La gloria de Dios es el hombre viviente y la vida del hombre es ver a Dios”. San Ireneo, desde entonces, es alimento y bebida para esta joven comunidad monástica que en 2016 se trasladó a un antiguo convento franciscano en La Aguilera, a las afueras de Aranda de Duero.

En 2008, yo también vi escrito en inglés esta frase ‘I’m thirsty’ en un cartelón de un humilde comedor. La sed también formaba parte de la espiritualidad de Madre Teresa de Calcuta. Recuerdo vivamente la escena: en el comedor de Kinshasa-El Congo, decenas y decenas de huérfanos esperaban impacientes a que las monjas de sari blanco con ribetes azules llenasen sus platos de comida y sus vasos de agua.

Pero como el hombre no vive solo de pan y agua, sino también de espíritu y de Dios, desde 2010, la comunidad de orantes de Iesu Communio intenta contagiar esta sed y a la vez ofrecer esta agua de Dios a quienes se acercan, de mil formas diferentes, a su oración, su trabajo, sus dulces, su comunidad, sus redes. Por eso no extrañan testimonios como el que abre el libro y que recoge el desconcierto de una joven después de una convivencia con las monjas de Iesu Communio: “Pero, qué estáis diciendo? O vivís fuera de la realidad sin pisar la tierra o, si es verdad la alegría que veo y lo que decís, no puedo ocultar mi enfermedad: mi enfermedad es que no conozco al Señor”.

Por cierto, el gritó de Cristo: “tengo sed” suena en hebreo así: “Tsajená”.








miércoles, 16 de junio de 2021

La cajera del súper




La cajera del súper hubiera preferido quedarse en casa durante los meses de confinamiento porque tiene dos niños pequeños. Pero si todos los empleados de los supermercados se hubieran tomado vacaciones en esas semanas, ¿quién habría atendido a la gente?, ¿Quién habría dado de comer a los españoles?

En aquellos meses para olvidar, ante la cajera, pasaban todos los días cientos de clientes, todos susceptibles de estar contagiados; posiblemente algunos enfermos asintomáticos; otros con síntomas claros, pero a los que no se hacía una PCR, simplemente porque no había. Cientos de clientes pasaban cada día delante de ella. Iban con mascarillas usadas, sucias de días, porque en ningún sitio vendían mascarillas. Llegaban con mascarillas hechas en casa, con más voluntad que eficacia. A pocos centímetros de su cara, los clientes metían en una bolsa los artículos o recogían la cuenta. La cajera abría el monedero de algún anciano y le contaba las monedas porque se hacía un lío con el importe y no acertaba.

La cajera del súper ya no iba bien peinada en aquellas semanas. Llevaba el pelo recogido en una cola de caballo. Ya no se pintaba la raya del ojo ni se aplicaba un poco de colorete, así que parecía un poco más cansada y un poco más vieja, si es que se puede ser vieja a una edad en la que aún se es muy joven. Pero todos andábamos más cansados y más viejos en aquellos días. Y sobre todo más tristes.

La cajera había dicho a una anciana que vivía sola y que venía a menudo por el supermercado: “Ni se te ocurra salir de casa y venir al súper. Dame tu número de teléfono. Ya te llamo yo; me dices lo que necesitas y te lo acerco, mujer, que ya no tienes edad para andar por aquí con la que está cayendo”. Así que cuando la cajera cerraba la caja, se acercaba a casa de la anciana y le llevaba dos cajas de leche, un paquete de fideos, unas pechugas de pollo y un kilo de plátanos.

Cuando la cajera del supermercado llegaba de noche a su casa, su niño pequeño la esperaba pegado al cristal de la ventana con un dibujo en la mano: globos de colores y un “Te quiero, mamá”. Por aquellos días, a los empleados de los supermercados y tiendas de alimentación se les llamaba ‘trabajadores esenciales’, aunque los aplausos no iban para ellos, solo para los sanitarios que, efectivamente, estaban llenando hospitales y ucis de un heroísmo y de una humanidad que nunca habíamos conocido en las últimas generaciones. Solo más tarde, supimos que la un buen número de sanitarios se había pasado el confinamiento mano sobre mano, más panchos que otra cosa.

La cajera del súper, al igual que todos los trabajadores del sector de la alimentación, del transporte y un largo etcétera… se les dejó de considerar “esenciales” cuando llegó el tiempo de las vacunas y de las prioridades. En este tiempo de vacunación, si alguno se saltaba el orden prescrito, se le ponía a caldo, se daba la noticia en la tele, se le tachaba de persona abyecta y sin principios, y se le condenaba en juicio sumarísimo, como si hubiera cometido un asesinato o varios.

Durante los meses duros de confinamiento, los jugadores de fútbol y todo su mundillo de vividores, se dedicaron a vivir plácidamente en sus casoplones de metros y metros, en sus jardines amplios, en sus gimnasios de aparatos sofisticados. De vez en cuando, se asomaban a las redes sociales, con sus pectorales perfectos, su sonrisa envidiable y su pelo arreglado, para dar ánimos a los pobres mortales de la calle y a aconsejar positividad a sus muchos aficionados a los que la pandemia había privado de la maravilla de sus patadones.

Ahora, los que gobernando, desgobiernan, dicen que, ante el acontecimiento cósmico de la Eurocopa de Fútbol, es preciso vacunar a los futbolistas y que esta excepción excepcional es entendible por la sociedad española. Es tan excepcional la medida y mi cabeza tan poco excepcional, que no la entiendo.

Yo, y lo digo con toda humildad, y tal vez con toda la incorrección política que se estime conveniente, hubiera preferido que hubieran vacunado a la cajera del súper que siguió en su puesto, como una valiente soldado, en tiempos de la 1ª Guerra Mundial del Covid, cuando centenares de clientes, ¿sanos, enfermos, contagiados, histéricos, moribundos, aprensivos, temerosos, hipocondriacos, negacionistas, deprimidos? pasaban cada día delante de ella, para llenar la cesta de leche, papel higiénico, levadura y azúcar, y que, con ella, compartían sus aerosoles personales.

La cajera del súper tiene un sueldo de poco más de mil euros. No sé los que gana un futbolista. Probablemente una cantidad que yo no sepa leer, porque en la escuela unitaria de niños donde aprendí a sumar, el maestro nos dijo en una ocasión que cifras de más de cinco dígitos no íbamos a manejar nunca en nuestra existencia humilde ni chicos de pueblo.

La cajera del súper aún tendrá que trabajar muchos años para pagar la hipoteca de un piso donde, eso sí, cada noche la espera un niño precioso pegado al cristal de la ventana.

A destacar

Quintanilla de Arriba, según Jesús Martínez

Desde hacía años Jesús Martínez Herguedas andaba garabateando, como un alumno aplicado, cientos de hojas, buscando información en los lugar...

Lo más visto: