martes, 1 de agosto de 2023
La leyenda del Santo Bebedor, de Joseph Roth
lunes, 22 de mayo de 2023
Lucien Freud: debajo de la piel y de la carne
Lucien Freud
decía que cuando pintaba retratos perseguía que la pintura dijera más verdad
sobre el retratado que su presencia real. Lucien Freud, nieto preferido del
famoso psicoanalista austriaco, Sigmund Freud, tuvo que abandonar
Berlín a los 11 años, debido a la persecución desatada en Alemania contra los judíos. Se
trasladó a Reino Unido y allí se formó y alcanzó la gloria pictórica.
Hasta el mismo día de su muerte y más
allá, la fama de maldito persiguió al pintor. Sus excesos amorosos y ludópatas
ocuparon más líneas que la glosa sobre sus pinturas en las revistas de
arte. Vivió casi siempre solo, en su estudio-taller, aunque tuvo 14 hijos de
seis mujeres diferentes. El número de amantes nunca nadie lo ha podido contar,
y el de hijos no reconocidos, tampoco. En algunas ocasiones, compartió
intimidad con sus amigos artistas homosexuales. Vividor y empedernido jugador
de apuestas de caballos, con una energía desbordante, un alma de seductor, un
encanto irresistible, conversador fino, con un ácido sentido del humor, aunque incapaz
de disimular su enfado o su mala leche con los pelmas y los pedantes. Pintaba
siempre de pie; utilizaba la luz del día en sus cuadros, y sin embargo pintaba
casi siempre de noche sus desnudos. Fue sin duda un pintor excepcional del
siglo XX, el renovador del género del desnudo, uno de los poco pintores que
atraviesan fronteras y que pueden codearse con los consagrados artistas de
todos los museos. En un mundo del arte sometido a la dictadura de la
abstracción, él desafió las modas y apostó por el la figura humana.
Probablemente sus grandes retratos
desnudos son los que más le identifican con su firma, y los que suscitan más
atención en cualquier exposición. En este momento en el Museo Thyssen se
celebra una exposición (abierta hasta el 18 de junio). Las últimas salas de la
muestra madrileña están dedicadas precisamente a estos cuadros, con un título
sencillo pero acertado “Carne/flesh”.
Los cuerpos, despojados de la ropa,
son vistos en su indefensión, en su desamparo. La ropa, que normalmente sirve para
tapar los defectos del cuerpo, es también la que habla de la clase social, el
estatus económico, o la tribu laboral en la que se ejerce (bomberos, militares,
médicos). De ahí que la ropa, en muchas ocasiones, otorga una dignidad que no
se corresponde con el alma del retratado. Sus desnudos no son heroicos,
olímpicos, de cuerpos eróticos, piel sedosa, proporciones armónicas y posturas
elegantes. El pincel de Freud penetra en la carne para intentar descubrir la
verdad del retratado. Al igual que la cabeza o el corazón, la carne también
guarda memoria de los placeres pretéritos, los deseos desvergonzados, los
arrebatos de la libido, las humillaciones recibidas, las heridas del tiempo,
las caricias y las bofetadas, las enfermedades, los excesos del alcohol, las
drogas, el sexo o el insomnio.
Los desnudos de Freud son freudianos
(en el sentido psicoanalista del término). La carne, sometida a la inexorable
ley de la gravedad, retiene en su territorio los resacones, el asco y el gozo,
las comilonas, los medicamentos, el sudor acumulado, el trabajo aplastante o los
cuidados de la toilette. La obesidad morbosa que hace desaparecer el esqueleto
bajo capas de grasa, la carne que se pliega sobre sí misma en redondeces
bochornosas, los ganglios, las rojeces de la piel, las estrías, la celulitis,
las arrugas, las manchas de la piel, la sequedad y sus escamas, los pellejos
que cuelgan, todos los estragos de los años... A veces los cuerpos,
derrengados, adormilados, despatarrados sobre un sofá o un revoltijo de sábanas muestran todo eso. ¿La carne es triste, como decía el poeta? ¿El paso de los años siempre muestra la tragedia de la carne?.
Lucien Freud no buscó nunca modelos
‘modélicos’, hermosos o bien proporcionados, bellos, según lo que desde siempre
se entiende por belleza. En sus cuadros aparecen amigos y amigas, mujeres,
amantes, hijas y también personas que, por diversas razones, eran para él la
quintaesencia de lo retratable. “Pinto a mujeres heterosexuales porque me
gusta la naturaleza femenina, pero pinto homosexuales por la valentía de los
maricas”. Este fue el caso de Leigh Bowery o Sue Tilley, que pasaron
interminables horas en su cochambroso estudio de Londres y que se convirtieron
en verdaderas obsesiones para él. Los desnudos de Freud representan el dolor de la carne, la permanente inquietud que se abate sobre los humanos, el sueño que no es sinónimo del descanso reparador sino preanuncio de la muerte y de la putrefacción de la carne. Son los desnudos de la marginalidad.
Los animales nunca están desnudos.
Van siempre con sus ropajes de piel, lanas, plumas, escamas. Freud pinta
desnudos a hombres y a mujeres para “hacer caer las fachadas protectoras y
que el observador pueda verlos en su verdad y en su miseria”. Cuando la
ropa cae, aparece la persona. Más allá de la epidermis y de las capas de grasa,
Freud encontró el alma de un ser humano, muy parecido a cualquier animal, con
su necesidad de sueño, de cópula, de comida. Con su miedo y su instinto de
supervivencia. “Los desnudos de Freud -escribió un crítico- tienen algo de
animales desollados, reses en una cámara frigorífica”. Los desnudos de Freud
tienen algo de perturbador, de inquietante, algo de animal vulgar, que muestra,
sin pudor, sus piernas abiertas y su sexo, las marcas en la piel, una postura
chabacana, una mirada triste o sufriente, o una mirada sin mirada porque los
párpados en el sueño así lo exigen.
Freud pasaba horas, semanas, meses
girando y volviendo a girar alrededor del modelo desnudo, a veces apoyado en un
camastro desvencijado o directamente en el suelo, en un ambiente casi de
inmundicia, como lo era su estudio londinense, carente de poesía o de orden.
Era su manera de trabajar. Intentaba a todo trance demoler la fachada del
retratado, para que apareciese el verdadero hombre o mujer. Arrebataba
cualquier protección al modelo hasta lograr dar con el alma que vivía, en gozo
o en miseria, por debajo de las capas de la piel.
Y sin embargo, a pesar de la
vulgaridad, a pesar de las imperfecciones de estos cuerpos desnudos, percibimos
un erotismo animal, un deseo oscuro que tiene mucho que ver con la indecencia,
la marginalidad, la carne de un antro barato. Todo el mundo entiende el deseo
que provoca un adonis o una Venus, pero resulta menos comprensible el deseo de
cuerpos vencidos por la obesidad o por la vulgaridad. Y sin embargo ahí está.
También estos cuerpos han sido amados, han suscitado pasión y han proporcionado
éxtasis.
Veamos tres de sus cuadros más famosos en la exposición del Thyssen:
Título: Y el novio (The Lewis Collection).
En el estudio londinense del pintor
posa su modelo fetiche Leigh Bowery junto a la que poco después será su mujer,
Nicola Bateman. Una noche, en un
antro gay de mala fama, presentaron a Lucien a Leigh Bowery, un transformista
australiano afincado en Londres, que triunfaba en la noche gay, con la robustez
de su cuerpo y los maquillajes y vestidos extravagantes. Con la misma altivez y
seguridad de un lord o de un magnate, Bowery se dirigió a Freud para decirle que
quería que le retratase. Caminaron hasta su estudio y, antes de que el pintor
encendiese las luces del taller, Bowery ya se había quitado la ropa. Durante
los diez años siguientes, 10 cuadros dan buena cuenta de esta amistad y de esa
fascinante fascinación por este modelo de uno noventa metros y 120 kilos de
peso, rapado, excesivo, robusto, un verdadero armario de carne. Con Bowery,
Lucien Freud llegó a ser Lucien Freud. Nunca un modelo había catapultado a la
fama a un artista. Poco antes de pintar este retrato, Leigh Bowery se había prometido,
de ahí el título, aunque lo suyo fue un matrimonio de conveniencia, para
obtener la nacionalidad inglesa. En el cuadro aparecen los dos modelos
durmiendo. Todo el espacio de la estrecha cama lo ocupa Leigh, mientras su
escuálida prometida aparece arrinconada en un borde de la cama. Despatarrado, mostrando
sin pudor su sexo, Leigh duerme a pierna suelta. Los amantes comparten camastro
y sueño, pero no hay intimidad entre ellos, tampoco un gesto de ternura. Dos
seres vencidos y rendidos han caído por casualidad en el mismo colchón. A Leigh
le quedan poco meses de vida. El sida rindió su cuerpo robusto. Es el año 1994.
Título: “Durmiendo junto a la alfombra del león” (The Lewis Collection)
Durante cinco años Sue Tilley
compaginó su trabajo como inspectora de seguros en una oficina londinense con
su trabajo como modelo para un ya afamadísimo Lucien Freud. Llegaba al taller
del pintor, se desnudaba y durante horas fingía estar dormida o estar pensando
en las musarañas en un camastro o en un sofá. Muchas veces se quedaba verdaderamente
dormida o pensaba con los ojos cerrados en su trabajo del día siguiente o en la
cena de un rato después. Y se desquitaba, de paso, de tantos que la tildaban,
sin piedad, de gorda, o por decirlo algo más fino la “Big Sue”. Con 130 kilos
de peso, y todas sus redondeces, michelines, lorzas, pliegues de grasa y
obesidades, Sue podía finalmente vengarse de todas las modelos modélicas de 90-60-90.
En este cuadro, Sue deja caer su cuerpo voluminoso de escultura primitiva y tosca sobre
un desvencijado sillón. Ajena a la imagen que ofrece de sí misma, o tal vez orgullosa
de su robusta hechura, Sue sabe, a pesar de sus ojos cerrados, que para el gran
Freud ella es la quintaesencia de modelo. Podrá decirse que el cuadro es
vulgar, grotesco y sin embargo es más real de lo que imaginamos. Hay ‘Big Sues' por doquier. Vestidos amplios, abrigos largos y holgados, fulares y pañuelos
esconden carnes oprimidas por una ropa interior de tortura y la respiración
contenida. Y sin embargo estos cuerpos también han sido amados, deseados, han
abrazado y protegido con sus anchas hechuras. En un mundo de la delgadez y del
canon de belleza, estos cuerpos derrengados y sudorosos, lentos en su caminar, torpes
en sus movimientos supieron captar la atención y el respeto del gran retratista
londinense. Por debajo de lorzas y michelines, de tetas abundosas, nalgas
generosas, pies regordetes y muslos descomunales, Freud nos mostró la vida y el
sueño de una mujer cualquiera, una inspectora que acudía cada mañana a su
tedioso trabajo de papeles y calculadora.
Título: “El retrato del lebrel” (Colección particular)
En la exposición está el último
cuadro de Lucien Freud. El artista lo dejó inacabado. En el cuadro vemos a su
asistente, David Dawson, también pintor y fotógrafo. El hombre que le ayudó en
el taller los últimos años de la vida del artista y al que dejó su taller, las
huellas de toda una vida de más de 90 años, fue su última musa y su último
modelo. Cada mañana el asistente se desnudaba y posaba junto a Eli, el perro
del artista. Un lebrel pacífico que pasaba buena parte del día dormido o
amodorrado junto al modelo. David Dawson, ni hermoso ni feo, un hombre vulgar y
corriente encima de una sábana, una mirada algo alelada y un rostro que delata
el cansancio de las largas horas de posado. El 3 de julio de 2011, Lucien Freud
se levantó como todos los días. Su asistente le fotografió mientras el pintor
se ataba los cordones. Luego, de pie, como pintaba siempre, empezó a mezclar
los óleos, cada vez más espesos y grumosos, y a dar las primeras pinceladas,
que serían las últimas. Un hombre y un perro comparten una intimidad, a veces
menos silenciosa y más amistosa que la de dos seres humanos.
¿Intuyó el pintor que su fin estaba
cerca? ¿Fue asaltado por un dolor súbito? ¿Pensó simplemente que ya no tenía
sentido seguir observando esa escena y trasladando al lienzo lo que sus ojos
aprehendían? Soltó el pincel, posó la paleta: “Ya nada tiene sentido. Nada
más. Hasta aquí”. Las últimas pinceladas las dio en la oreja derecha del
lebrel. Así quedó inconcluso el último cuadro de Lucien Freud. David Dawson se
vistió y Eli se despertó de su modorra y se estiró por el taller. Para todos,
la sesión definitivamente había acabado.
El taller entró en un silencio
monacal. Lucien Freud acababa de morir. Los tubos de óleo se fueron secando
poco a poco. Una sábana cubrió el lienzo inacabado. El pintor de los
inquietantes y turbadores desnudos había entrado en una posteridad vestida de
grandes exposiciones y sumas astronómicas en las casas de subastas.
miércoles, 17 de mayo de 2023
Cap. IX (y último) - El permanente "pensamiento de las buenas noches" (Juan Vaccari: un hermano para siempre)
CAP. IX.- El permanente “pensamiento de las buenas noches”
(Cinco enseñanzas del Hno. Juan para nuestro momento actual)
¿Y ahora, qué?, podemos preguntarnos.
¿Esperar, sin más? ¿Esperar que Roma acepte, sin reservas, el proceso diocesano
de Palencia? ¿Esperar a que, por intercesión de Juan Vaccari, se produzca un
milagro de curación lo que facilitaría su Beatificación y Canonización?
Cuando el proceso de canonización de
Luis Guanella ya estaba muy avanzado y la extensa documentación en torno al
milagro sobre el joven patinador americano, William Glisson, yacía empolvado en
estanterías vaticanas, el Papa Benedicto XVI recibió en una audiencia a los
Superiores Generales. P. Alfonso Crippa dijo al Papa que toda la Congregación
esperaba la canonización. Con la consabida ‘esencialidad ratzingeriana”, el
Papa contestó: “mientras tanto, haceos santos vosotros”. Intanto, fatevi voi
santi.
Mientras tanto, mientras esperamos la
finalización del larguísimo proceso de beatificación (algo que, por mi edad, yo
no conoceré), intentemos nosotros hacernos santos, al modo y manera del hermano
Juan Vaccari. Un cardenal, no recuerdo el nombre, dijo hace unas semanas, y yo
creo que con mucho acierto: “Uno no es
santo porque haya hecho buenas obras, sino que hace buenas obras porque es
santo”.
Por lo tanto, tratemos de ser santos,
y de seguro que seremos capaces de hacer buenas obras. El legado del hermano
Juan, me parece a mí, es un hermoso legado y una preciosa herencia. ¿Qué nos
diría hoy el hermano Juan si pudiera dirigirse a nosotros como se dirigía a los
alumnos de Aguilar de Campoo, al final de cada día, con el ya célebre
“Pensamiento de las buenas noches”? El sonido del silbato ponía fin al recreo
posterior a la cena. Era la hora de irse a la cama o, tal vez, de pasar por el
estudio para el último repaso a las tareas. En cualquier caso, era el final del
día. En el patio de cemento, cuando el buen tiempo lo permitía, o en el gran
salón, de futbolines ping-pongs y billar, en las frías noches invernales, se
nos ordenaba que formásemos en fila de a dos, por cursos. Entonces, el hermano
Juan esperaba nuestro silencio, para hacer la señal de la cruz. Comenzaba, así,
el “pensamiento de las buenas noches”:
una breve reflexión, un apunte, una historia, una idea, algo para hacernos
pensar, para ayudarnos a hacer examen de conciencia, para exhortarnos a rezar, para
mirar nuestro interior y provocar un pequeño cambio en nuestra conducta.
Los santos son siempre actuales,
porque su mensaje puede ser leído con ojos nuevos. Más allá de las palabras o
incluso de algunos gestos o devociones que nos pueden parecer “pasados o de
moda” o “lejanos de nuestra espiritualidad actual”, la vida y el testimonio del
hermano Juan siguen inspirando, interrogando, alentando al bien, facilitando la
bondad…
Su vida sigue siendo para nosotros un
permanente “pensamiento de las buenas noches”.
He resumido en cinco pensamientos que son, entre otros, su perenne enseñanza.
1.- La oración a todas horas… frente a un activismo desquiciante y un eficientismo obsesivo.
Una cita de su Diario nos viene bien en estos tiempos de velocidad y de
afanosa búsqueda de éxito: “María, enséñame a vivir en lo escondido,
para que así pueda atraer la mirada de Jesús. Defiéndeme de las prisas y del
ansia de actuar y de tener éxito”.
Y también este bellísimo párrafo: “Me
conozco de sobra y veo qué poca cosa soy. Conozco a Dios y sé que con él todo
lo puedo. Cuanto más pequeño, débil, arrastrado hacia el pecado me siento,
tanto más crece en mí la necesidad de abandonarme en Dios”.
En la vida del hermano Juan, no hay
tiempos para la oración, sino que la oración llena todo el tiempo desde que
suena el despertador hasta que los párpados se cierran y la cabeza cae sobre la
almohada. Respirar es oración, conducir el coche es oración, jugar es oración,
rezar también es oración
Su Diario espiritual da buena cuenta
de esta actitud. Sus escritos, raramente son crónica, narración, perfil
biográfico, ensayo, análisis, sino y sobre todo una oración. A la oración
interior, a la oración vocal, el hermano Juan añade la oración escrita. Ya en la primera entrada de su Diario, escrita
el 20 de marzo de 1952, en la estación de Ostiglia mientras espera el tren,
escribe: “Os pido, Jesús, que aumentéis
en mí el espíritu de oración mediante la unión con Vos”.
Cuando entraba en una casa, según nos
refiere un testimonio de Monteggia: “nos
metía a todos en un espíritu de oración, con una avemaría y un gloria”. Las
largas jornadas conduciendo el coche en busca de niños por Castilla, se las
pasaba rezando el rosario y, si le acompañaba alguien en el asiento, le
invitaba a rezar con él. P. Leo Bigelli refiere que “cuando iba a las tiendas a comprar y había mucha gente, especialmente
mujeres, él sacaba su rosario y esperaba su turno en oración, y alguna mujer
impaciente se le adelantaba, cuando le veía tan concentrado rezando y tan poco
atento a la cola”.
El activismo es uno de los riesgos del
creyente y más aún del religioso consagrado. La velocidad de los aviones,
trenes o coches, no es nada comparada con la velocidad a la que se nos invita a
trabajar, a pensar, a actuar y a vivir hoy en día. Se nos exige que respondamos
velozmente a mil estímulos, mil llamadas, mil presiones. El inmediatismo y el
productivismo nos arrastran a un precipicio del que no somos conscientes hasta
que caemos en él. El remitente de un whatsapp exige una rápida respuesta, y, si
no le llega pronto la contestación, se pone nervioso. Y así con todo lo demás.
Todo parece urgente. Recibimos emails con la marca de la exclamación roja para
que respondamos inmediatamente. Lo urgente devora a lo importante. Y como la
oración no lleva la marca roja del urgentismo, la vamos relegando y relegando,
hasta que el final un activismo nervioso y un eficientismo delirante se
convierten en monstruos que nos devoran.
¿Cuándo es la última vez que nos
hemos detenido a oler una flor? ¿Cuándo la última vez que hemos desconectado el
móvil 24 horas seguidas? ¿Cuándo nos hemos citado con alguien por el mero
placer de escuchar y hablar sin tasa de tiempo? ¿Cuándo a leer una tarde entera
una novela o uno libro de versos, a contemplar las pinturas de un museo o a
caminar sin rumbo por un bosque?
La oración nos centra en el Centro,
en el Importante, y nos concentra, es decir nos devuelve al centro de nuestro
yo. Por otro lado, no deja de ser curioso que por doquier surjan gurùs y coach
personales. Grupos pseudorreligiosos, filosóficos, promueven jornadas, retiros,
seminarios para aprender a meditar, a estar en silencio. Y las gentes parecen
encantadas de pagar, a veces altos precios, para aprender a meditar, hacer
silencio, contemplar la naturaleza o vaciar la mente de imágenes y pensamientos,
en pocos días y con resultados ‘asombrosos’. Al mismo tiempo, sin embargo, los cristianos
hemos ido abandonando las prácticas religiosas para zambullirnos en un
activismo sin límites, dejando a un lado la oración porque es ‘una pérdida de
tiempo’. Nos hemos creído tan importantes que hasta hemos llegado a pensar que,
sin nuestras eficientes obras solidarias, el mundo se vendría abajo. Hemos
llegado a olvidar las palabras de Jesús: “siempre
habrá pobres entre vosotros”. Tal vez no caemos en la cuenta de que el
derrumbe del mundo se producirá el día que se enfríe nuestro amor por el Amor. Decimos
que nos falta tiempo para la oración, pero no es esa la razón verdadera. Es
nuestro miedo a encontrarnos con nuestras zonas oscuras, nuestros demonios
personales, nuestros territorios indeseables. Miedo a encontrarnos con la
advertencia de Jesús “Ella ha elegido la
mejor parte”, dirigida a una María contemplativa. Cuando nuestro pozo se quede sin agua y nuestra lámpara sin
aceite, nos encontraremos desnortados, frustrados, preguntándonos con dolor:
¿mi vida ha merecido la pena?
El hermano Juan nos invita a acompasar
nuestra respiración con la oración, mediante un pensamiento dirigido a Dios,
unos labios que invocan al Señor y un corazón que se calienta en la lumbre de
Dios.
El hermano Juan nos diría: “¡Pobre mundo! Cómo se agita y se desvive
buscando la felicidad, mientras que la verdadera y única felicidad está en
poseer el amor de Dios” (11 de abril 1964).
Cuando faltaban apenas unas horas
para viajar a España, precisamente en la festividad de Teresa de Ávila,
escribe: “Santa Teresa, inflámanos de
amor de Dios, como tú lo estabas, y revélanos el secreto, o mejor, ayúdanos a
descubrir el secreto del éxito en el apostolado…imitándote en el ejercicio de
la vida interior”.
Un buen día anota, dándose un consejo
a sí mismo: “Hermano Juan, aprende y
practica lo que ha hecho San José: vida interior, vida de unión con Dios, vida
de oración” (agosto, 67).
Y en otro momento, en junio de 1970, resumiendo la charla de un
predicador: “Necesito rezar. Si no rezo, es porque no amo. Si amo a Dios
necesariamente le rezo, le pido, le pregunto, le deseo”.
Juan confiaba en las palabras de
Jesús: “Venid a mí todos los que estéis
cansados y agobiados, que yo os aliviaré”. Y por eso pudo escribir: “Que mi
descanso sea tratar contigo”. Juan terminaba sus larguísimas jornadas ante
el Santísimo. En Barza era el último que dejaba de trabajar, pero no se iba a
la cama sin pasar antes por la capilla. En una ocasión, un hermano se dio
cuenta de que Juan estaba literalmente exhausto y fue a decírselo al superior: “Di al hermano Juan que se acueste; no puede
más”.
2.- El enamoramiento del Amor… frente a un tiempo de poliamoríos e infidelidades sin número
En muchos aspectos, la espiritualidad
del hermano Juan es hija de su tiempo, de las corrientes de devoción popular
transmitidas por su familia y en su parroquia de Sanguinetto, en las vivencias
de Fara Novarese y Barza d’Ispra. La continua oración de repetición, la
concepción de la vida como un valle de lágrimas, el pensamiento dirigido a la
muerte, la voluntad de hacer méritos para ganar la vida eterna, la penitencia y
el sacrificio personales… todo ello es común a las biografías y a los escritos
de sus contemporáneos.
Es preciso reconocer que el Concilio
Vaticano II fue deseado, seguido, interiorizado y vivido por las mentes más
inquietas, más ilustradas o avanzadas de pensamiento. El CVII supuso un antes y
un después en la Historia de la Iglesia, pero la implantación fue lenta; en
muchos casos, aún no ha llegado. Hubo rechazos y obispos que no se enteraron de
la novedad, seminarios que siguieron con las viejas enseñanzas y congregaciones
que muy lentamente se hicieron eco de la nueva visión conciliar. Quizás las
Congregaciones más inquietas o intelectuales, como los jesuitas, empezaron muy
pronto a debatir y a proponer; otras, como la de los Siervos de la Caridad, más
tradicional y conservadora, cambiaron más lentamente.
Alguien ha insinuado que la espiritualidad
del hermano Juan no era acorde con lo expresado por el CVII. No estoy de
acuerdo. No se puede pretender que el hermano Juan tuviera el lenguaje de los
grandes intelectuales y teólogos que propulsaron el Concilio: Karl Rahner, Yves
Congar, Joseph Ratzinger, Henri de Lubac, Hans Küng, Jean Daniélou... Su
arquitectura espiritual ya estaba formada en 1962. Pero hay aspectos de su
espiritualidad que son completamente actuales: uno de ellos es la súplica de “enamorarse de Jesús”. Y esta
súplica es ansia, deseo, anhelo, búsqueda, hambre y sed de Jesucristo. Más allá
del miedo al pecado y el temor a no obtener la salvación, más allá de la
ascesis, la penitencia y el sacrificio, nos encontramos con ese pasión de Dios,
anhelo de gozar de su íntima amistad, de que Cristo fuera su único esposo, su
novio para siempre. “Enamórame, Señor”,
remite a lo más íntimo, al corazón, a la pasión, al deseo, a la esperanza, al
noviazgo, al Cantar de los Cantares de la Biblia o el Cántico Espiritual de
Juan de la Cruz. Correr tras el amado, gozarse en el amado, disfrutar del
amado, no enfriarse nunca en su amor al amado. Esto es verdaderamente hermoso.
P. Andrés García fue el primero en captar este rasgo tan importante de la
espiritualidad vaccariana. El enamoramiento implica la mente, el corazón, el
alma y hasta el cuerpo.
Esto es también el legado del hermano
Juan. ¿Y por qué? Por qué vivimos en una sociedad de amores minúsculos y en
minúsculas. En una sociedad sin grandes relatos e historias de amor duraderos.
Nuestro mundo es el mundo de los amoríos, los affaires, los flirteos, los
devaneos, las sensualidades, las infidelidades, los noviazgos y matrimonios con
fecha de caducidad, ¿tal vez obsolescencia psíquicamente programada? Una época
en que el amor únicamente es eterno mientras dura. Pero tal vez este tiempo de
‘amores inconstantes” no se refiere únicamente a las relaciones de pareja, sino
que hay inconstancia y deslealtad en las amistades personales, en las familias,
en las ideas y en los trabajos.
Es fácil, hoy en día, dejarse llevar
por las novedades, por lo trending topic sociales, por las corrientes de
cada momento, por la agenda de la modernidad (la cuestión de género, el
aplastamiento de la autoridad, la exaltación del animalismo, el mito de la
ecología, el recelo contra los ricos, el panteísmo, el supermercado espiritual,
los códigos del movimiento LGTBI+, el revisionismo histórico, los discursos del
odio en las redes sociales, la banalidad de la pornografía … y aquí cada uno
puede añadir las que quiera) . Bailando de una flor a otro, como hacen las
abejas, vamos cambiando de ‘amores’ a golpe de novedad, de me gusta, de me
apetece, de esto es lo que se lleva. Vivimos en la sociedad del like. La rutina, la repetición, lo
cotidiano son “maldiciones” en nuestro mundo de hoy. Y fácilmente, la novedad
de las cosas y las personas nos deslumbra y nos seduce.
El hermano Juan centra su vida en el Centro: “Oh, Jesús, haz que pueda
acariciarte siempre con una fe inmensa. Oh, Jesús, que sienta que tú también me
acaricias”.
“Enamórame, Señor” es una invitación a no perder de vista el único objeto de nuestro amor;
es más, la única persona de nuestro amor. Con las sencillas palabras de un
rústico enamorado, de un romántico empedernido, los creyentes podríamos decir,
con palabras de Juan Vaccari: “Enamórame, Señor”.
“Enamórame” es el verbo-súplica que más sorprende y llama la atención
en sus escritos, teniendo en cuenta la época en la que el Hermano Juan vive y
la espiritualidad en la que se había formado. Dios
deja de ser Todopoderoso y Omnipotente, y pasar a ser compañía, consuelo,
descanso, refugio, solaz... Como solía decir el Hermano Rafael, este sentirse
‘chiflado’ por Dios transformó toda su vida.
La obsolescencia programada, que las fábricas
aplican a los electrodomésticos, es decir ese dispositivo por el que dejan de
ser útiles cuando llevan determinadas horas de funcionamiento, podemos correr
el riesgo de aplicarla también a las personas y a los valores. Descarte,
utilitarismo, caducidad… también están siendo aplicadas a las personas y hasta
a las ideas virtuosas.
Reflexionando sobre qué le diría Dios,
escribe: “A pesar de todas tus
infidelidades –¡cuántos eran mejores y más dignos que tú!- mi mirada se ha
posado sobre ti, he pensado únicamente en ti, te he amado solo a ti. Y la
mirada de ese día que decidiste seguirme te sigue acompañando en todos los
momentos, y ¡pobre de ti, si yo me alejase!” (agosto 67).
3.- Irradiar luz como
una luciérnaga… frente a un mundo de crecientes sombras y oscuros extravíos.
Es ya un clásico cuando se habla del Hermano
Juan recordar la breve reflexión que escribió la noche del 20 de junio de 1970,
conocida como la “parábola de la luciérnaga”. La acción transcurre en la casa
de ejercicios que los jesuitas tenían en Pedreña (Cantabria). Dejemos que nos
los cuente él: “Una noche, paseando por
el parque de la casa de ejercicios, vi a lo lejos, en la oscuridad, una
luciérnaga; me acerqué y observé que todo el jardín estaba sepultado en una
profunda oscuridad y no se veía nada, ni plantas, ni árboles, ni hierbas; en
cambio, alrededor de este pequeño animalito, con el resplandor que emanaba,
empecé a ver hierba, algunas flores, y la piedra donde estaba... Este animalito
daba luz... Que yo también sea, a mi alrededor, luz de buen ejemplo. La
luciérnaga no envidia a la luna, ni a las estrellas, ni mucho menos al sol. Yo
no tengo que envidiar, ni tampoco desanimarme, porque no tenga tanta capacidad,
dones, y tampoco porque no tenga santidad…”.
Esa pequeña luciérnaga que irradia una luz
muy tenue, casi insignificante, es para el hermano Juan, una metáfora de lo que
debe ser su vida y la vida de cada cristiano: irradiar un poco de luz para que
nuestra alma y otras almas no se extravíen por el inmenso y oscuro bosque del
mundo. Esta es la misión que Dios quiere de él: ser en la vida luciérnaga. El
hermano Juan, dada su humildad, no aspiraba a ser un faro en medio del océano,
sino tan solo una luciérnaga en un sendero una noche cualquiera.
Y esta ‘parábola de la luciérnaga” es también
parte de ese legado del hermano Juan para nosotros. En una reflexión se
aconseja a sí mismo: “Esparce a tu
alrededor toda la luz que te viene de Dios”. En un mundo de sombras
crecientes, inmersos en una realidad tan ajena y tan lejana a la lux Christi, extraviados en la selva
mundana de los consumismos y de las idolatrías atractivas, de los becerros de
oro, de los cantos de sirena, de la antítesis de valores morales y culturales
que hasta ayer mismo creíamos que formaban parte indisoluble de nuestra
civilización occidental, tener como misión “ser luciérnaga para los demás”, es
un proyecto que puede abarcar toda nuestra vida y convertirse en la razón de una
existencia.
Ideologías cambiantes suplantan a la
teodicea, la religión se vende en los supermercados. Dios es colocado al mismo
nivel que Pachamama, el centro del mundo ya no es el hombre en sí, desde su
concepción hasta su muerte natural, sino una visión utilitarista del ser
humano, con distintos valores y precios dependiendo de la influencia, el
dinero, la juventud, la salud, etc. Algunas voces reclaman que el ser humano y
el animal (especialmente las mascotas) tengan el mismo nivel de derechos.
Llamamos derechos a lo que son solamente caprichos (como nos había advertido
Chesterton). A veces se tiene la sensación de que el hombre puede prevalecer
sobre Dios. Y es que en esta idea llevan abundando desde las ideologías
totalitarias del siglo XX hasta los populismos crecientes del XXI. Prevalecer
sobre Dios es la aspiración demoniaca de todas las ideologías que aspiran a la
totalidad, a ocupar el nicho que ha ocupado siempre Dios. La relativización de
la verdad lleva a la posverdad que no es sino la mentira. El auge de las fake
news, la implantación de una cultura woke, o cultura de la cancelación que borra
a las personas y sus creaciones por simples razones ideológicas o por su inadaptación
a lo políticamente correcto en cada momento. Dios sería un estorbo para el
hombre. La historia de la Iglesia vista como una sucesión de guerras de
religión e inquisiciones. La cultura cristiana que ha inspirado la literatura, la
música, el arte, los Derechos Humanos y hasta las fiestas, los topónimos, la
gastronomía y el lenguaje mismo… se
olvida o se reduce a pura arqueología muerta.
En este mundo de crecientes sombras, se
necesitan cristianos-luciérnagas que, a pesar de su pequeñez, ayuden a aminorar
el extravío de los hombres y mujeres de nuestro tiempo.
Acoger la luz, atraparla en nuestro corazón e
irradiarla en medio de las sombras espesas de nuestro momento histórico. Esta
podría ser también parte de su legado y parte de nuestra misión.
“Esto es lo que
Dios me pide. Con mis oraciones, con practicar la regla, con sacrificios,
condimentar mis conversaciones con algo de espiritual, inoculando algo de bien
a todos y en todas las formas de apostolado que se presenten. Esta luz es la
que Dios quiere de mí. Por tanto, tranquilo y ¡adelante!”
Cuando estamos llenos de
Dios y vacíos del mundo, cambia nuestra forma de ver a los demás y de ver este
pobre mundo. La propia naturaleza se transforma en maravilla para quien está
instalado en Dios: Así, en la mañana de Pascua de 1970 escribe: “¡Aleluya! Estaba sentado en la mesa cuando
amanecía en el horizonte… ¡Qué maravilla! La salida del sol produce gozo,
alegría, vida. Jesús, sol eterno como el de esta mañana, mañana lejana pero
siempre nueva. Jesús, ilumíname y embriágame de tu luz eterna. Que mi alma esté
siempre inundada de santa alegría, para que pueda infundir en mis hermanos, tu
amor”.
4.- Ser hierro candente
y dócil a las manos de Dios… frente a una sociedad de yoes inflados.
El 6 de enero de 1971, escribe uno de
sus párrafos más luminosos: “Siempre
habrá en mí gozo interior y también exterior si me mueve una vida de fe viva y
mi alma es maleable en las manos de Dios y de mis superiores. Seré como un
metal en el fuego; mientras el metal está en el fuego o, cuando se lo aparta,
pero conserva aún todas las cualidades del fuego, el herrero hace de él lo que
quiere y no encuentra ninguna dificultad en trabajarlo. Pero si se enfría, le
resultará difícil trabajarlo. Así sucederá con mi alma. Si estoy, si vivo, si miro
con espíritu de fe, seré como un metal abrasado y no me opondré nunca ni a la
santa voluntad de Dios ni tampoco a la de mis superiores”. El hermano Juan
no sólo pide docilidad en las manos de Dios, también en las manos de sus
superiores. Nos puede parecer un poco fuerte, incluso trasnochado y obsoleto.
Pero para alguien que hizo de la obediencia una norma básica de su vida
religiosa, resulto normal y lógico, aunque resulte chocante para nuestra mentalidad
de negar toda autoridad y “matar a toda costa al padre”.
El yo no ha dejado de crecer desde que
los primeros pintores y escritores dejaron su firma en el lienzo o en el
frontispicio de la portada de un libro. Vivimos en una sociedad de yoes
inflados que, con el paso del tiempo, se convierten en monstruosos. En todo
tenemos que dejar la baba de nuestra marca. El culto a la personalidad ya sea
esta política, económica, cultural o religiosa no ha dejado de crecer.
Todo ser humano que aspira a la verdadera
grandeza interior sabe que llega un momento en el que el yo no debe notarse, no
debe aparecer. Y lo que es más grave y tiene repercusiones nefastas: Un ‘yo’ invasor
y desmesurado aniquila y aplasta al ‘nosotros’.
Es una batalla para toda la vida. Dicen
que la civilización cristiana empezó el día que San Agustín puso punto final a
sus Confesiones. Él que fue un homo romanus acabó por ser un homo
christianus. El mundo había dejado de ser, culturalmente, romano y empezaba
a ser cristiano. Él fue el primero consciente de ello. En ese periodo en el que
su alma oscilaba entre el pecado y la conversión, escribió: “Hazme casto, pero todavía no”. Agustín, que conocía perfectamente todas las
trampas y los engaños del corazón humano, pudo escribir esta súplica realista,
acorde con nuestra condición humana de barro. La oración más humana, la más
frecuente en los cristianos imperfectos y débiles, repite palabra por palabra
lo expresado por San Agustín.
Noche a noche repetimos lo mismo: “Hazme obediente, orante, juicioso,
caritativo, fiel, limpio… pero todavía no”. Todavía quiero hacer mi
voluntad, mi santa voluntad, mi real gana. Son expresiones hechas pero que nos hablan
de una profunda verdad: creemos que nuestra voluntad, por el hecho desearla
nosotros, es santa y es soberana. Y pensamos que nuestra real gana, porque es
nuestra, nos hace reyes. Y al final nos maravillamos si el otro no comparte
nuestro punto de vista y no aprueba nuestro obrar. Nos dan ganas de exclamar:
“Pero si es obvio que lo que yo digo y pienso es lo justo y lo correcto”. En
cambio, Juan escribe: “Os agradezco,
Señor, que las cosas no vayan a mi manera”. Esto es puro Charles de Foucauld.
A medida que disminuye el yo, el nosotros crece y florece.
El Hermano Juan quería ser el hierro
abrasado, dócil al martillo del herrero. Es una imagen poética que él mismo nos
ha suministrado. Ningún herrero puede torcer un hierro en frío. Ni Dios es
capaz de moldear a un cristiano frío de fe, esperanza y amor. Solamente cuando
nuestra alma, e incluso nuestro cuerpo, es hierro candente, Dios puede hacer algo,
reorientar nuestra vida, enderezar nuestra dirección, encauzar nuestra mirada. Doblarnos
y doblegarnos, para bien nuestro.
Escribe en 1968: “Mi tarea en cada momento es hacer la santa voluntad de Dios. No hay
alegría más grande ni seguridad más sólida”
5.- Vivir la serena
alegría cristiana… frente a una civilización del tedium vitae y el vacío
existencial.
“Ánimo, mis queridos
chicos del Colegio San José, que os encuentre siempre alegres en la gracia de
Dios, fuente de la verdadera alegría”, escribe en una carta a los seminaristas de
Aguilar.
Los que le conocieron dan testimonio
de su alegría. Y a los que no lo conocieron les invito a mirar algunas
fotografías y algunos vídeos de su etapa en Aguilar, para caer en la cuenta de que
este hombre que miraba cara a cara a la muerte, no era, ni mucho menos, un
hombre funerario, sino la viva imagen de una alegría sencilla, serena,
espiritual y vivificante.
El 5 de junio de 1961, Juan cumple
cuarenta ocho años y escribe: “¡Qué gran regalo el de la vida!” Y así
debería ser siempre para un cristiano. Somos hijos de un ‘evangelio’, de una
buena noticia. ¿Por qué la alegría ha tenido tan mala fama entre los
devocionarios, los libros y la praxis en seminarios y parroquias? Nunca lo
sabremos. ¿Cómo es posible? La alegría debería ser una virtud, y ‘oficialmente’
aún no lo es. Pero, ¿cómo vamos a ser creíbles los cristianos con estas caras
de palo, con estas expresiones mortecinas, con esta actitud cuaresmal que
tienen los curas, los catequistas y los teólogos a la hora de hablar, y los cristianos,
en general, a la hora de vivir su cristianismo? Basta asistir a una misa,
especialmente en Europa, para ver el mortal aburrimiento en el que transcurren
nuestras liturgias, que deberían ser expresión de celebración y de belleza.
Todo parece indicar que no celebramos nada y que no hay nada que celebrar.
Si algo nos llamaba la atención en el
hermano Juan, si algo nos atraía de él en el día a día era su alegría. En una
carta escribe “manteneos siempre contentos y alegres”. ¡Cómo nos maravillaban esos juegos de
fantasía que nos tenían con la boca abierta! Pero también cuando jugaba en
bromas a boxear, cuando animaba las luchas con almohadas, cuando preparaba una
cucaña o una piñata en los días de fiesta.
Pero era sobre todo su alegría
interior, su manera de contagiarnos el amor a Maria, después de una jornada
extenuante por tierras de Castilla, lo que causaba nuestro estupor. Él era un
hombre feliz. Feliz de ser religioso, de ser guaneliano, de ser cocinero, sirviente
o reclutador vocacional: “supercontento
de ser un siervo de la caridad”
¡Cuántos baúles habrá traído desde
Italia a España, cargados de regalos, de figuras y adornos navideños, de
juegos, para que todos estuviesen contentos!
No son estos los tiempos de “la vita
è bella”, sino del “odio vivir”, frase espeluznante que apareció hace algún mes
en un grafitti. Hemos probado todos los placeres de la vida y nos han dejado
insatisfechos, hemos leído todos los libros y no nos han hecho sabios, hemos
ido tras todos los becerros de oro y no nos han hecho felices. El aburrimiento,
el hastío, la frustración forman parte del ADN del hombre actual como no lo
habían hecho nunca. Nunca hemos tenido tanto y nunca nos hemos sentido tan
poco. Acabo de leer una novela Los
vencejos, de Fernando Aramburu, un libro que refleja muy bien el cansancio
de vivir. Ni el sexo, ni el alcohol, ni el ascenso laboral, ni la familia, ni
el abandono de la fe, nos hacen más alegres, sino más sombríos, apagados y
tristes. Una tristeza mortal se ha apoderado del hombre de hoy. Y por todos los
sitios nos venden estimulantes, picantes, afrodisiacos, para ponernos a tono y
tener una efímera sensación de felicidad, ya sea un viaje, una experiencia, una
novedad, una comida gourmet, un vino gran reserva, la pornografía más
transgresora…
En este mundo de hastío, el hermano
Juan nos enseña el secreto de la alegría, nos invita a participar de esa fuente
de leticia que es anclarse en Dios y trabajar, como buenos peones, en la
construcción del Reino de Dios aquí abajo. En su testimonio, Alfonso Martínez
recuerda la honda impresión que causaba la alegría del hermano Juan: “Una de las virtudes que más recuerdo del
hermano Juan es la alegría que producía en mí su presencia. Cuando él estaba
presente en el Colegio San José, yo sentía una gran alegría y serenidad. Daba
mucha tranquilidad su presencia entre nosotros”.
Un alma que es capaz de admirar la
obra de Dios, fuente de tantas alegrías: “Una
verdadera maravilla volar sobre las nubes blanqueadas por el sol, que unas
veces parecen montañas o prados inmensos; otras, cumbres o rebaños de infinidad
de ovejas, como nubes de algodón que el Creador hubiera esparcido aquí y allá”.
En uno de sus
viajes a Italia desde España, es invitado a dar una catequesis a las
guanelianas. Y elige el tema de la alegría. Cito un párrafo: “El pasado ya no nos pertenece. ¿El futuro? No sabemos si lo tendremos.
Lo único que tenemos es el presente. Es este presente el que tenemos que llenar
de alegría, rociarlo de alegría, sembrarlo de alegría. La alegría de contar con
el Corazón de Jesús, de tener a María, madre nuestra. La alegría de poseer a
Jesús en la Eucaristía, los santos Sacramentos. La alegría de las inspiraciones
santas y de poseer, a través de nuestros superiores, al mismo Jesús: “quien os
escucha a vosotros, a mí me escucha”. La alegría de poder repetir a cada
instante: “Padre nuestro que estás en el cielo…” La alegría de tener una vida,
un alma, un corazón, una inteligencia y una voluntad. La alegría de poseer
pronto a nuestro Dios y de encontrarnos con nuestros seres queridos. La alegría
de la vocación… y precisamente de la mía, como Siervo de la Caridad, y de la vuestra,
como Hijas de Santa María de la Providencia”.
Amor,
felicidad, dicha, bienestar, santidad van de la mano: “Sin amor, es decir, sin la caridad no es posible la santidad. Hermano
Juan, recuerda que debes procurar hacer felices a todos. Caridad con todos y
para todos” (agosto 67)
De vez en
cuando, Juan imagina lo que le diría Dios. Y así escribe: “Por eso quiero que estés contento y alegre, porque tienes derecho a
estarlo, por todo lo que he hecho y todo lo que te he dado y todo lo que te he
prometido”
Y para
concluir este legado vaccariano, una cita de Juan en el que aúna el testimonio
de la alegría y el éxito del apostolado: “Ayúdame,
Madre, a no desanimarme, a pesar de mis miserias, sino que con humildad empiece
de nuevo cada día, ¡y además con alegría! Mi vocación es una llamada a la
alegría, y encontraré las vocaciones, no solo con la ayuda de Dios, sino
también si vivo el gozo que me da mi vocación” (junio, 70).
Epílogo:
“Dios envió para nuestro bien al hermano Juan”
Ojalá que, gracias a
nuestras oraciones y gracias a nuestras acciones, la vida del Hermano Juan
pueda un día ser admirada, propuesta e imitada en el ancho orbe católico. El
pequeño sendero de humildad y de alegría, de devoción y de entrega que
abrió a su paso por tierras de Sanguinetto, Fara Novarese, Barza d’Ispra, Roma,
Aguilar de Campoo y por tantos otros pueblos y ciudades, pueda convertirse,
oficialmente, en un sendero fiable y seguro que conduce y desemboca en el
Camino de Jesús, para nuestro bien y nuestro provecho.
Cuentan que al día siguiente de los funerales por el hermano Juan, el profesor de latín escribió en la pizarra un versículo del evangelio, referido a Juan el Bautista, para que sus alumnos de bachillerato lo tradujesen: “Fuit homo missus a Deo, cuius nomen fuit Ioannes”.
Cuentan también que los alumnos tradujeron, con más o menos acierto, la frase del evangelio de San Juan, es decir: ‘Hubo un hombre enviado por Dios, cuyo nombre fue Juan”, o también, los menos literales: “Hubo un hombre enviado por Dios de nombre Juan”. Pero un alumno, el que siempre maltrataba el latín hasta la irrisión y el disparate, ya fuese un texto de las Catilinarias, ya fuese De Bello Gallico, tradujo: ‘Dios envió para nuestro bien al hermano Juan’.
Y cuentan, finalmente, que sólo este bachiller, este pésimo latinista, fue del agrado total del profesor, que sólo él recibió su beneplácito, antes de ocultar el rostro entre las manos, para que sus alumnos, atónitos, no le viesen llorar. Este alumno dio en la diana y acertó de pleno: el hermano Juan Vaccari fue un hombre de Dios enviado para nuestro bien.
Por ello, con él podemos rezar y cantar: “Oh, Señor, perdona mis pecados y los
pecados del mundo. Ten piedad, ten piedad, por tu inmensa misericordia, de todo
el mal que existe. Por tu naturaleza (¡Dios de misericordia!) tú te inclinas
más, mucho más, a la misericordia que a la justicia, así como a los buenos y al
bien que todavía existen en este pobre pero maravilloso mundo, hecho para mí y
para mis hermanos”.
He escrito muchas veces sobre el hermano Juan. En más de una ocasión he lamentado no tener ni una sola fotografía a su lado. En la tarde del 1 de octubre de 2022, repasaba en mi ordenador el archivo “Fotos hermano Juan”, para seleccionar algunas que me sirvieran para un artículo que estaba escribiendo. Debo decir que muchas de esas fotos las conocía de memoria. De repente, en la pantalla del ordenador apareció una fotografía desconocida para mí, o en la que antes no había reparado. ¿De cuándo es esta foto?, fue la primera pregunta. Una imagen de mala calidad, con excesivo contraste lumínico. En ella aparece un numeroso grupo de alumnos y tres hermanos educadores: Juan Vaccari, poniendo su sombrero de segador sobre la cabeza de un chaval, Pedro Tomasetti y Jorge. Había sido tomada en la escalinata de cemento que, desde el salón de juegos, conducía al patio donde estaban las canchas de voleibol y baloncesto. Agrandé la foto todo lo que pude: empezaron a aparecer rostros conocidos, compañeros de internado. ¡Finalmente también mi cara! Después de hilvanar varias hipótesis, llegué a la conclusión de que la foto había sido tomada en el cursillo de julio de 1971. El cursillo solía durar poco más de una semana y se celebraba en el mes de julio. Los muchachos que el hermano Juan había buscado por los pueblos durante todo el curso anterior eran convocados a unos días de convivencia en el Colegio. Un periodo de prueba, en definitiva. Los alumnos veían si eso del seminario iba con ellos y los educadores veían si esos alumnos eran los adecuados para el seminario. En el fondo, un examen para unos y otros. Al final del cursillo, algunos chicos preferían seguir en el pueblo en lugar de entrar en un internado. Y también los frailes desanimaban o directamente comunicaban a los cursillistas un ‘no apto’ para el internado.
Ahí estoy yo y están los que luego fueron mis compañeros durante los siguientes años. Aún puedo reconocer sus rostros: Fernando de la Torre, Alfonso Tordable, Hilario Carrascal, Gaspar Benito, Constantino de la Parte… y el que esto escribe, Juan Bautista Aguado Tordable, por entonces un muchacho de 12 años. FIN
Adán Breca
Valladolid, septiembre 2022.
Quintanilla de Arriba, mayo 2023
Barza: Cartel del llamado Rosario con el Hno. Juan
Barza: Presentación del libro sobre Juan Vaccari
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