martes, 28 de agosto de 2018

26.- El niño que merece un mañana


 
  

Ya ha escampado, o mejor dicho ha parado de llover torrencialmente, como sólo llueve en África, pero los caminos son aún canales de agua. Son las 6 de la tarde. Dentro de unos minutos el sol se esconderá bruscamente y la inmensa llanura de Bateke se sumirá en las sombras, unas sombras rasgadas apenas por la luz misteriosa de la luna. Es hora de volver a la misión. El coche avanza con dificultad y derrapa en más de una ocasión. Divisamos a cuatro niños que caminan penosamente en fila india en medio de los charcos, completamente calados. Dos de ellos llevan las chanclas en la mano y caminan descalzos, temerosos de perder su pobre calzado. Nuestro coche se detiene para recogerlos. El misionero les pregunta de qué aldea son, les invita a subir al coche y les dice que les acompañaremos hasta su pueblo.

Chorrean agua. Suben al todoterreno y se encuentran con las miradas de cuatro "mundeles", hombres blancos. Sin duda deben conocer al conductor, que es un misionero que lleva aquí más de una década. Nos miran con timidez y reserva, tal vez con desconfianza, quizás conscientes de su propia pobreza, esa incomodidad que se siente ante una autoridad o ante una persona de status superior. Y sin duda para ellos lo somos, por el sólo hecho de ser blancos y tener un coche y haber llegado hasta este rincón perdido desde una lejana nación. Los dos muchachos que caminaban descalzos, se calzan sus pobres chancletas de plástico. Y entonces ocurre algo que me impresiona: uno de los niños, probablemente el de más edad, quizás en los 12 años, saca de su pecho una bolsa de plástico donde amorosamente ha preservado de la lluvia un cuaderno escolar de apenas 20 hojas. Le pido que me deje ver ese cuaderno. Son sus apuntes de la asignatura de francés: declinación de algunos verbos irregulares, una pequeña redacción y poco más. Se lo devuelvo con una sonrisa. Les pregunto si les gusta la escuela. Se miran entre sí y, tímidamente, balbucean un sí. Apenas un par de kilómetros nos separan de su aldea. Cuando llegamos, los niños se apean del coche. Y el cuaderno metido en la bolsa de plástico vuelve al pecho del alumno cuidadoso. Nos dicen adiós, y repiten 'gracias' varias veces.

Y yo siento una vergüenza terrible de mí mismo y de todos los niños españoles que no saben valorar un libro, un cuaderno, una cartera, un bolígrafo. Y siento una gran simpatía por estos niños pobres, por este niño pobre que ha protegido su único cuaderno de las inclemencias del tiempo, como se guarda un tesoro, como se guarda una joya, como se protege un retrato de un ser querido que nos dejó hace mucho tiempo.

No hay una fotografía de este episodio que acabo de contar. Sólo el recuerdo indeleble en mi corazón. Este niño, estos niños, se merecen estudiar. Estos niños se merecen que se trabaje por ellos y que se defienda su sacrosanto derecho a recibir educación y cultura, como un alimento, como una eucaristía.

En momentos de cansancio y de abatimiento, he pensado muchas veces en este niño que camina todos los días a su escuela, bajo un diluvio o un calor sofocante. Este niño ha ha protegido su pobre cuaderno como si fuera el libro más hermoso y caro del mundo. Este niño se merece una educación. Y yo debo trabajar por ello.

Puentes: 25 años de una corriente solidaria. Bateke. R. D. del Congo, 2008.












25.- Los niños picapedreros



 

Una foto robada, tomada desde el coche (sacar fotos en la vía pública está prohibido en Congo).  Pero ahí estaban y con ellos me encontraba cada mañana. Apenas se distinguen unos cuantos niños adolescentes sentados junto a montoncillos de piedra. Son los niños picapedreros de Kinshasa. De sol a sol, a la intemperie, al lado del asfalto y de la contaminación más absoluta, unos niños pican piedras. Reducen una piedra a cientos de guijarros, en un pum-pum ritmado, machacón e inmisericorde. Con sus pequeñas manos despellejadas, con sus dedos machacados, con el sudor que les cierra los párpados y dibuja ríos en su rostro cubierto de polvo, con los piernas anquilosadas por la postura inmóvil durante horas, con sus ojos que se quedarán ciegos por culpa del polvo y de las esquirlas. Esclavos del siglo XXI.

En una ciudad de arena y de barro que apenas conoce la piedra. En una ciudad que los pequeños guijarros de piedra son necesarios para dar consistencia al cemento que se empleará en los cimientos de los edificios, ellos son una pieza fundamental, pero dramática, del engranaje de ‘progreso’ de Kinshasa.

Vendrá el albañil y les comprará un saquillo de piedrecillas. Tendrán que regatear, defender con uñas y dientes los suyo. Llegarán a la noche exhaustos, como si tuviesen cien años. Cenarán con el apetito de los trabajadores hechos y derechos; beberán, si el día se ha dado bien, una cerveza como los hombres de verdad. Se dormirán con la mano extendida sobre el montoncillo de piedras, guardando su tesoro, como el pastor sus corderos, contra el ladrón. Y quizás, al amanecer, envidiarán la suerte del niño que pasa a su lado con el uniforme escolar, jugando a botar la pelota.

 ***

Más allá de Kinshasa, en la región de Katanga, miles de niños trabajan en las minas de coltán, ese material sin el cual nuestros móviles, ordenadores, tablets y demás aparatos tecnológicos se apagarían. Pero la hiperconectividad de nuestro mundo debe continuar a toda costa, a toda velocidad y en un completo despilfarro. ¿Cuántos móviles y ordenadores tendremos a lo largo de nuestra vida? La obsolescencia se impone en los aparatos, lo que anima y obliga a comprar continuamente y a estar a la última en estas cuestiones. 
Por galerías estrechas excavadas en la tierra (lo cual abarata mucho los costes a los dueños de las minas) unos niños se arrastran, sin uniforme, sin calzado, sin gafas de protección, sin ninguna seguridad sobre sus cabezas. Largas jornadas de trabajo extenuante, cuatro monedas, comida basura, refrescos edulcorados, y poco más. Abundan los niños huérfanos en las minas. Y por supuesto, son los niños pobres de los niños pobres, porque ningún padre, en su sano juicio, metería a su hijo en estas modernas mazmorras por un puñado de céntimos. 
La pobreza extrema trae la esclavitud extrema. Nada nuevo. Luego, en los países ricos, para deshacernos de las huellas del 'crimen', enviamos toda nuestra basura tecnológica a las escombreras de África, donde otros muchos niños se afanarán para buscar 'tesoros" en medio de la chatarra. Y así el mundo seguirá girando y girando sobre los goznes de la injusticia y la brutalidad. Tal vez por todo esto, la maldición del Congo, se llama 'coltán'.
A los 7 años un niño congoleño está en la mina. A los 7 años un niño español recibe su primer móvil, como un juguete inocente y banal. Y sin embargo ninguna de nuestras compras y ninguno de nuestros actos son banales e inocentes. Cada móvil lleva un QR de esclavitud, un pin de miseria, un puk de marginación, una contraseña de explotación. 


Puentes: 25 años de una corriente solidaria. Kinshasa-R.D.del Congo, 2008.











viernes, 24 de agosto de 2018

24.- Nuestro pan de cada día.



 Son las seis de la mañana y la vida ajetreada de Kinshasa ya ha comenzado. En la panadería del Centro Profesional de Limete la primera hornada de pan ya está a punto. Un minuto después, el aprendiz de panadero, Didier Langanga, orgulloso y sonriente, lleva sobre su cabeza una bandeja de panes, para entregar al grupo de mujeres que, a su vez, los venderán por las calles de Kinshasa.

            ¿Cuántos padrenuestros he rezado en mi vida? ¿Cuántas veces he pronunciado las palabras de ‘danos hoy nuestro pan de cada día? ¿Y qué significan, hoy en día, para un occidental, estas palabras, cuando se tiene la despensa llena, la nevera a rebosar, y el billete en la cartera para comprar no sólo el pan sino medio supermercado? 

               En Congo, sin embargo, rezar las palabras del paternóster “danos hoy nuestro pan nuestro de cada día…” no es una frase hecha ni una oración tontorronamente devota y sin sentido, sino una cuestión de fe, de alta teología, y también de supervivencia.

Una mañana de calor sofocante, ingenuo de mí, pregunto a un educador congoleño, padre de familia, cuáles son los horarios de las comidas en el Congo. La respuesta no es la que esperaba: “La gente come cuando reúne el suficiente dinero para comprar comida”. Así de claro y sin rodeos. Cada día hay que ganar el alimento. Si el día se ha dado mal, la cena se atrasa o se pasa directamente al ayuno. El horario depende del momento en que se tengan los suficientes francos congoleños para comprar un poco de pan, un cucurucho de cacahuetes o una bola de fufú. 

Desde primera hora de la mañana huele a pan reciente en la panadería de la misión guaneliana en la que trabajan y aprenden el oficio cinco jóvenes de la calle. Un panadero les enseña a amasar, bregar, pesar, encender el horno y cocer. Luego, unas 20 mujeres del barrio recogen el pan, lo colocan en una cesta sobre su cabeza y van de calle en calle pregonándolo y vendiéndolo.

El saco de harina cunde y se multiplica. Al final de la jornada, cinco jóvenes saben un poco más del oficio, algo que les permitirá, dentro de no mucho, trabajar como panaderos o montar un pequeño horno. Y veinte mujeres pueden ganarse la vida y ganarla para su familia. La panadería de la misión es un hermoso ejemplo de un trabajo en equipo y de una voluntad de compartir y progresar juntos.

En nuestro mundo rico, rezar las palabras ‘Danos hoy nuestro pan de cada día’ quizás es un sacrilegio, tal vez una blasfemia. En esta ciudad de Kinshasa, cuando un padre que a duras penas consigue dar de comer a sus hijos, pide el pan en el Padrenuestro está llamando directamente a la puerta de un Dios que se dice Padre y que está obligado a dar panes en lugar de piedras, a dar peces en lugar de serpientes. 

Solamente en una familia pobre, en un país pobre se puede rezar, sin sentir sonrojo o sentirse cínicos,  "Danos hoy nuestro pan de cada día". 


            Puentes: 25 años de una corriente solidaria. Kinshasa-R.D.del Congo, 2008.
 




 





23.- Dieu-Merci o el rostro del sida



 
 


Cuando el drama de la enfermedad tiene tintes apocalípticos en África, las cifras pierden su sentido y su realismo. Hablar del 15 o del 20 o del 25 por ciento de africanos afectados por esta plaga actual da casi igual. El sida –o mejor dicho la lucha contra la enfermedad- está presente en cualquier proyecto humanitario en África.
Dieu-Merci (la niña que sostengo en brazos) está en el pabellón de niños enfermos de las Misioneras de la Caridad de Madre Teresa de Calcuta. Una amplia sala de dolencias y males infantiles. La suma de desdichas y carencias. Todos los pabellones de niños enfermos son opresivos y dolorosos. La primera blasfemia contra Dios es la de una madre ante su hijo enfermo o muerto. Quizás la única blasfemia que Dios entiende o perdona, sin necesidad de arrepentimiento.
Dieu-Merci es la cara concreta del sida, los ojos aniquiladores del sida, la metáfora de un África que sufre, entre la resignación y la rabia, esta plaga. La 'peste del siglo XX' ha hecho retroceder el progreso de un buen puñado de países africanos. Ha hecho caer la expectativa de vida (en algún país está ya en los 34 años), ha frenado los pequeños avances conseguidos en educación, sanidad o agricultura. Los retrovirales cuestan un ojo de la cara y las empresas farmacéuticas no quieren dar su brazo a torcer. Y por encima del sacrosanto derecho a la vida, ellas han hecho prevalecer el derecho de patente. Tristemente, la muerte de un solo actor de Hollywood por el sida tiene más resonancia mundial que los cientos de miles de anónimos africanos segados por la guadaña de la enfermedad. Nada nuevo, por otra parte.
Dieu-Merci es el rostro del sida, concreto y descarnado. Esta niña, al menos, será dignamente atendida hasta que su corazón deje de latir, probablemente, según me cuentan, dentro de pocas semanas. No ocurre así con otros tantos millones de africanos que, además de la enfermedad, sufren el rechazo, la marginación y la hostilidad.
La lucha contra el sida también estaba presente en el cotidiano ajetreo del ambulatorio Don Guanella. Los carteles para prevenirlo, los carteles para combatirlo hablaban de ello. El sida también estaba presente en las niñas prostitutas que cada noche se acercaban a la ambulancia del OSEPER a recoger unos pocos preservativos que les alejasen ¿por cuánto tiempo? del contagio maldito.
Los ojos grandísimos de este ángel caído, sus manitas que no consiguen ya apretar mi dedo, su cuerpecillo cadavérico, su rostro al que la sonrisa ya ha abandonado... son la imagen viva, el retrato perfecto de esta enfermedad terrible. 
La pequeña Dieu-Merci está en la antesala de la muerte y aún me ofrece un pequeño regalo: la posibilidad de tomarla en mis brazos, de contemplarla como se contempla un icono en una iglesia, la oportunidad de hacerme pensar, avivar la compasión, tal vez mejorarme un poco. 
Dieu-Merci, al contrario que muchos enfermos de sida, será amada hasta el final de sus días en esta casa congoleña de la compasión. 

Puentes: 25 años de una corriente solidaria. Kinshasa-R.D.del Congo, 2008.



22.- Unas niñas... y ya flores aplastadas



 Fueron echadas a la calle o ellas mismas se escaparon de sus casas, sabe Dios por qué razones. Y pasadas pocas horas se encontraron con un hombre que acabó con su infancia y las convirtió en un objeto, y un objeto que se golpea sin piedad y por bastardo placer. Ya quisieran ellas ser tratadas con la suavidad y delicadeza con la que se trata un peluche, un frasco de colonia o un jarrón de flores. Ellas estaban destinadas a ser otra clase de objeto. Y en un par de lecciones tuvieron que aprender que conseguir un poco de pan o unos francos es mejor que nada. Así pasaron de niñas violadas a niñas prostitutas, sin que esto quiera decir que, con más frecuencia y más violencia de lo que sería deseable, intercambien dichos papeles. 

En la noche, también la ambulancia de la misión y sus 'ángeles' salen a su encuentro. Les entregan unos preservativos. Las curan y las escuchan, que es la otra forma de curar. Y no las juzgan, que es la única manera cristiana del querer. En la noche, en las rondas de la ambulancia por las calles de Kinshasa, me encontré con sus frágiles cuerpos de adolescentes. Unas niñas todavía... y ya flores aplastadas. Pero no me atreví a disparar una foto, porque un sagrado respeto a sus vidas rotas me lo impidió. Si todas las vidas de los niños de la calle son paupérrimas, las suyas son verdaderamente miserables.

Tienen aún el cuerpo de una niña, pero la pesadez de una mujer que ha conocido muchos dolores y muchas devastaciones. Tienen aún la edad de jugar con muñecas, pero alguna de ellas ya lleva una ‘muñeca’ de verdad en su vientre.

Ahí están en las calles de una ciudad cuyos hombres creen a pies juntillas que acostarse con una niña es un talismán que les dará buena suerte: salud, dinero y amor. La superstición, además de ser estúpida, es cruel. Ahí están, recibiendo por cada encuentro entre 30 y 60 céntimos de euro que es la tarifa del momento. Y a veces ni eso, porque las promesas son muchas y las amenazas aún muchas más. Y ellas, aunque han vivido cien vidas ya a las 15 primaveras, aún creen en las promesas de ‘un te quiero’ y ‘una casa contigo para toda la vida’ pronunciadas por el primero que pasa a su lado, y todavía temen las amenazas de quien es más fuerte o va uniformado.

Ahí están, llevando en su mirada los ojos lujuriosos, los ojos violentos de todos los que se han asomado al balcón de sus pupilas. Ahí están, llevando en su cuerpo la cadencia asalvajada de los animales apaleados del asfalto.

Son las niñas prostitutas de la ciudad de Kinshasa. Al volver a casa me acordé de un verso de Konstantínos Kaváfis. El poeta griego vivió por algún tiempo encima de un prostíbulo. Veía la lujuria animal de los hombres que entraban al burdel. Pero también la sonrisa suave de alguna  prostituta. Y entonces pensó que estas mujeres tenían que recibir alguna vez la visita de ángeles, porque, de lo contrario, no soportarían tanto aplastamiento. Es de esperar también que estas niñas –yo sólo me quedé con el nombre de una, Agnés, reciban, alguna vez, la visita de ángeles.

 
Puentes: 25 años de una corriente solidaria. Kinshasa-R.D.del Congo, 2008.




jueves, 23 de agosto de 2018

21.- Historia de una fotografía.





               Dieu-le-Veut. Dios-lo-quiere. Éste es su nombre. Se merecería un aplauso porque se ha comido todo, o cantarle ‘campeón, campeón’, como se hace con nuestros niños cuando, después de horas, cuentos, distracciones y ‘engaños’, consiguen acabarse la papilla o el yogur.
                Es un niño del orfanato de las monjas de Madre Teresa de Calcuta, en la misma calle que la misión guaneliana de Kinshasa. Acaba de sorberse hasta la última gota el pondú (salsa de verduras), y ahora se levanta de la mesa y, con gracia, hinca sus paletos en el plato, antes de depositarlo en el fregadero. Y sonríe como sólo puede sonreír un niño satisfecho, después de comer a mediodía en un país -El Congo- donde no todos pueden decir lo mismo.

                Ahí está con su camisa de tres tallas más grandes, con su camisa alegre de lunares de segunda o cuarta mano. Mira a la cámara y cuatro instantáneas seguidas lo inmortalizan para la pequeña historia del que esto escribe y para muchos que, al ver la foto, se han sentido enternecidos pero también un poco avergonzados por los niños del mundo rico que consideran que comer es un ‘trabajo’ y un ‘castigo’. 

Nuestro pequeño, en cambio, piensa que un plato de comida es un regalo hermoso, un maravilloso don, desde el día en que los ‘ángeles de la guarda’ recogieron su cuerpecillo de bebé abandonado ante el portón del orfanato.

Su sonrisa es tan bella que no parece de este mundo. ¿Será consciente a su corta edad del privilegio que supone tener un plato de fufú o de pondú en la mesa? ¿Sonreirá como queriendo hacer un guiño a su precioso nombre? ¿Sonreirá para dar las gracias a ese Dios que así lo quiere?


Puentes: 25 años de una corriente solidaria. Kinshasa-R.D.del Congo, 2008

Nota: En una ocasión me pidieron que eligiera una fotografía entre los centenares de instantáneas tomadas en mis viajes para conocer los proyectos de Puentes en África y Latinoamérica. Elegí la foto que hoy encabeza este artículo. Y mantengo esa elección. ¿Razones? Es una foto que a mí me transmite alegría, simpatía y esperanza. Refleja bien la labor humanizadora de los misioneros y misioneras en los territorios de la pobreza. Nos enseña que un niño, para sentirse dichoso, necesita bien poca cosa: un poco de alimento y un poco de afecto. El niño congoleño "Dieu-le-veut", uno de tantos niños abandonados y cuidados con amor en un orfanato, disfruta de su plato de comida, sonríe y muestra su alegría. Tiene toda una vida por delante. Y esa sonrisa y esa actitud esperanzada serán sus mejores credenciales para recorrer su camino. Sólo por eso, Dios, si es Dios, está obligado a quererle todos los días de su vida.


Puentes: 25 años de una corriente solidaria. Kinshasa-R.D.del Congo, 2008.


Instantánea 1: Dieu-le-veut sorbe la última gota de su plato


Instantánea 2: Mira a la cocinera para que le sirva otro cacillo de comida


Instantánea 3: Se levanta del asiento y mira a la cámara


Instantánea 4: En la fila para dejar el plato en el fregadero


20.- El niño más triste del mundo





          Bonjour, tristesse. Buenos días, tristeza. Acaba de cruzar el portón del Point d'eau, el espacio abierto las 24 horas del día para una primera acogida a los niños de la calle. 
          Un niño de la calle. Es la primera vez que entra en el patio. Ninguno de los monitores ni de los chicos lo conoce. No dice nada, no habla. Tiene las ropas sucias y hechas jirones. Chancletas desparejadas, una de las cuales pierde a cada paso porque está rota. La cara hinchada. Pequeñas heridas en las manos y en los pies. Nada pide. Tambaleante, se agarra a la pared, a una puerta o una barra de hierro en el centro del patio. Parece en estado de fuerte conmoción. No sé si mudo o enmudecido. 
        Quizás hace poco tiempo que está en la calle. ¿Qué le ha sucedido en las horas transcurridas entre el abandono o la expulsión del hogar y su ingreso, abatido, en este Centro? ¿Qué han visto sus ojos? ¿Qué ha padecido su cuerpecillo? ¿Quién le ha golpeado? ¿De qué garras ha tenido que escapar para salvar la vida? ¿Qué ha comido, qué ha bebido? ¿Han abusado de él y aún no es capaz de reaccionar ante un dolor más fuerte que todo su ser? 
            El educador me explica que, de vez en cuando, llegan niños como éste, en estado de shock. Cargan sobre sus frágiles espaldas pesos más grandes que su pequeño cuerpo. Hay que esperar sin intimidarles con preguntas e interrogaciones. No hay que atosigarles ni siquiera con una acogida calurosa. El monitor no le pierde de vista, pero le deja ahí, en su silencio granítico. Sólo después de un buen rato se dirige a él, en francés y en lingala: "si necesitas algo para comer o quieres beber agua, sólo tiene que pedirlo". Pero él nada contesta. Le repite el mensaje por señas. Y antes de retirarse de su lado, aún le pregunta: "¿Estás enfermo, estás herido?" Ausente, perdido; la mirada, desenfocada; el cuerpo, vencido. Ni asiente ni niega. 
        Desde un ángulo, al lado del educador, contemplo esta escena. Disparo mi cámara a esta escena: la imagen viva de la tristeza y de la devastación, de la desolación y de la desdicha. Ahí está. Su sola presencia es una interrogación y un misterio. Pequeña estatua de carne dolorida, incapaz de gritar su sufrimiento o de poner nombre a la violencia sufrida. ¿Quién es, cómo se llama, de dónde viene, viven sus padres? ¿No tiene a nadie en el mundo, en esta maldita ciudad de millones de habitantes?
            Volveré al día siguiente al Point d'eau, antes de emprender viaje para la llanura de Bateke. Lo busco con la mirada. Y lo encuentro. Ahí está. Mismas ropas. Mismo silencio. Pero ahora está sentado sobre la arena del patio al lado de otros niños. Cerca de ellos, pero no demasiado junto. Cuando el educador dice: "Todos los que quieran hacerse una foto, que se acerquen", se arma un poco de algarabía y jolgorio, como cada vez que se desea hacer una foto. Es la costumbre. El pequeño también acude. ¿Tal vez el primer paso para una sanación? Tal vez. Yo me alejo; él vuelve a sentarse al lado de los demás. La tristeza es aún sobre su rostro la más terrible vestidura
        Nunca supe nada más de su de su historia. Pero cada vez que miro esta fotografía, un escalofrío me fustiga la espalda. La tristeza es la verdadera pobreza. Un niño que sonríe no es pobre del todo, o al menos no es desdichado. Un niño triste es una pregunta que no se cierra nunca. Un niño triste es siempre una blasfemia.
            

Puentes: 25 años de una corriente solidaria. Kinshasa-R.D.del Congo, 2008.







19.- Hay una escuela en Bateke


 


            Desde el pasado mes de septiembre todos los caminos de Tala Ngai, de Nkieme, de Dumi y de Mpongweme llevan a la escuela de Ciudad Guanella. A las 8 de la mañana los caminos se llenan de grupos de niños vestidos de blanco y azul (el uniforme es obligatorio en Congo).

            Muchos de ellos no habían pisado una escuela y otros tenían que recorrer, como mínimo 8 Km. de ida y otros tantos de vuelta. Ahora, con la nueva escuela, son muchos más los niños que pueden ir y muchos menos los kilómetros que han de recorrer (entre 1 y 3 km., lo cual no es poco). 

            Más de 200 alumnos en total, repartidos en cuatro clases y en dos turnos, mañana y tarde. La segunda parte de la escuela está en construcción y el año que viene también se impartirán clases de educación secundaria, a la que acudirá al menos un centenar de alumnos.

            A primera vista parece una escuela humilde, pero no lo es tanto. El responsable de la misma me dice que es bonita como una universidad’. Y así es en efecto, si la comparamos con otras escuelas rurales congoleñas.

       Disciplinados, en silencio, sentados en sus pupitres de madera, escuchan atentamente las explicaciones del profesor que, poco después, repetirán a memoria con el conocido sonsonete.

            El maestro sólo dispone de un encerado, de unas tizas y de algunos carteles y mapas para enseñar la lección. No hay libros ni material escolar; solamente los más mayores tienen un cuaderno y un boli para anotar las explicaciones o realizar las tareas, por ejemplo, una breve redacción.

            Unos niños que quieren aprender, a pesar de la caminata, del sol, de la lluvia, del viento, a pesar de los estómagos no siempre satisfechos, a pesar de que, antes o después de las horas lectivas, tienen que acarrear agua, buscar leña en el bosque, dar de comer al hermano más pequeño o barrer la casa… ¡Qué mérito! 
            En un aparte, el maestro me dice que algunos niños llegan sin desayunar y a veces desfallecen de hambre en medio de la lección. Por eso, se están organizando para que, en el recreo, se ofrezca un plato de comida a los alumnos.  El absentismo a la escuela es grande. Algunos padres son bien pobres y los hijos, aún siendo unos niños, trabajan la tierra. Otros padres no dan importancia a los estudios, y cualquier motivo es bueno para no mandar a los hijos a la escuela. Es una lucha diaria contra la falta de recursos, contra el absentismo, contra el hambre, contra la propia ignorancia de los padres. Pero el maestro reconoce que las cosas están cambiando poco a poco y que la nueva escuela es motivo de orgullo para todas las pequeñas aldeas de alrededor.



            Pero, los niños, sin embargo, son aplicados y sumamente respetuosos. Quizás se esfuerzan tanto porque saben que otros niños congoleños (y en Kinshasa he visto a muchos) se pasan el día literalmente machacando piedras con un martillo para vender los pequeños montoncitos de guijarros a cualquier albañil. O quizás saben que hay miles de niños españoles que, aunque tengan todo, no merecen nada. Y no quieren ser ni como unos ni como otros.

            Los niños de Bateke han decidido ser dignos de la escuela que ha surgido en Ciudad Guanella: el árbol más hermoso del paraíso. Estos niños merecen estudiar. Estos niños sí que tienen derecho a la educación.
 

Puentes: 25 años de una corriente solidaria. Bateke-R.D.del Congo, 2008.

miércoles, 22 de agosto de 2018

18.- Un ángel cruza la noche.





  
El sol cae bruscamente en Kinshasa. A las 7 de la tarde ya es noche ciega. Una ambulancia del OSEPER arranca. OSEPER son las siglas en francés del programa de ayuda a los niños de la calle que los guanelianos tienen en el Congo (Obra de acompañamiento, educación y protección de los niños de la calle). En los barrios no hay alumbrado público. Pequeñas lámparas de petróleo interrumpen débilmente la oscuridad. Algunas sombras cruzan la calle. Cada noche la ambulancia, con su chófer, su enfermero y sus dos educadores sociales a bordo, patrulla la ciudad. Los chicos de la calle la esperan.
            Anoche, acompañé a este Equipo Móvil, como se le conoce. Muy pronto los misioneros observaron que los niños de la calle, por miedo, por vergüenza, por simple desconocimiento, difícilmente se acercaban al ambulatorio. Y cuando lo hacían, su estado de salud era deplorable. Así que los misioneros decidieron que les correspondía a ellos salir a su encuentro. Un 'ambulatorio ambulante', valga la redundancia. Al atardecer la ambulancia arranca y recorre la ciudad, haciendo varias paradas en plazas y parques, donde los niños de la calles merodean o se juntan para protegerse los unos a los otros.
         La ambulancia se detiene, y una nube de niños y adolescentes la rodea. Los educadores conocen a muchos chicos por sus nombres. Y estos les cuentan sus últimas trastadas, pero también sus problemas: esa lucha diaria por la vida, esa carrera dramática para sobrevivir a una mañana y a una noche.
            Más tarde, cuando la oscuridad y el silencio sean completos, los chicos se reunirán y dormirán pegados los unos a los otros para espantar el miedo y para hacerse fuertes ante la policía desconsiderada, ante las pandillas de desaprensivos, para las cuales divertirse a costa de los chicos de la calle es parte del ocio.
            El enfermero abre el botiquín y empieza las curas: las llagas, la herida en la cabeza, el corte del botellazo en el cuello, la dermatitis, la deshidratación, la gastroenteritis, la avitaminosis, el traumatismo en el codo... Una maleta llena de medicinas y un corazón lleno de consejos: tómate estas pastillas, lávate la herida, vuelve mañana a curarte, pásate por e ambulatorio, no hagas esto, no hagas aquello…
            Una chica ha sido detenida por insultar a un policía (versión del policía). Uno de los educadores se acerca a la comisaría, para solucionar el tema con unas monedas, porque de lo contrario la chica, 15 años, pasaría una semana en el calabozo a pan y agua (pero sin el pan). El educador me confiesa que hay un pequeño presupuesto dedicado a sacar a menores  del calabozo. Una práctica de corrupción próspera. La policía detiene, por motivos peregrinos, a algún chico de la calle y lo conduce al calabozo. Muy pronto, una ongd o una misión acudirán a la comisaría de policía a rescatarlo, y el importe significará un complemento a su magro salario. Los educadores no se atreven a romper esta praxis; no se aventuran a dejar a alguien una noche en chirona, por el riesgo grandísimo que eso supondría. ¡Y más para una chica!


            Toda la fauna humana se arremolina junto a la ambulancia: Chicos colgados, chicos colocados de ‘chanvre’ (marihuana y otras hierbas) o de pegamento. Chicas de la calle convertidas en prostitutas niñas. Fanfarrones de tres al cuarto, de gestos duros y mandíbula apretada, que me saludan chocando puño contra puño, y que, antes de que me dé cuenta, ya han metido su mano en mi bolsillo para birlarme cualquier cosa. Chicos pedigüeños que me señalan su estómago vacío, que me piden el anillo, la camiseta o las sandalias. Niñas adolescentes que se acercan, silenciosas, aplastadas, devastadas, indiferentes. Tienden la mano, y el enfermero entiende su necesidad y su demanda. Saca del bolsillo de su bata unos preservativos y se los entrega. Les pregunta qué tal están, qué tal la salud. Susurran un "bien', musitan un "vaya", esbozan una sonrisa, bajan la mirada o lanzan un suspiro. Y se pierden en la noche, en las calles, en los parques. Pasará poco tiempo antes que un hombre se les acerque y les entregue un billete arrugado, de escaso valor, por un momento de placer, ¿para quién?
        Niños, muchachos, adolescentes. A primera vista, parecen desafiantes o pendencieros, y hasta peligrosos. Serán suficientes unos minutos de encuentro y el intercambio de cuatro frases para darme cuenta de que no es tan fiero el león como lo pintan. Y como cualquier ser desprotegido y malquerido, el niño y el adolescente buscan tu palabra, la dirección de tu mirada, tu afecto y tu mano para despedirte y desearte buenas noches.
          La ambulancia arranca. Los niños saludan con jolgorio a la patrulla pacifica del Oseper. Probablemente, de los 10 millones de habitantes que tiene la ciudad de Kinshasa, las cuatro personas que forman el 'equipo móvil' son los únicos adultos de los que pueden fiarse. 
            La ambulancia blanca se aleja, pero volverá. Al fin y al cabo es el ángel de la guarda que cada noche cruza la ciudad.


Puentes: 25 años de una corriente solidaria. Kinshasa-R.D.del Congo, 2008.



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