Ya ha escampado, o mejor dicho ha parado de llover
torrencialmente, como sólo llueve en África, pero los caminos son aún canales
de agua. Son las 6 de la tarde. Dentro de unos minutos el sol se esconderá
bruscamente y la inmensa llanura de Bateke se sumirá en las sombras, unas
sombras rasgadas apenas por la luz misteriosa de la luna. Es hora de volver a
la misión. El coche avanza con dificultad y derrapa en más de una ocasión.
Divisamos a cuatro niños que caminan penosamente en fila india en medio de los charcos,
completamente calados. Dos de ellos llevan las chanclas en la mano y caminan
descalzos, temerosos de perder su pobre calzado. Nuestro coche se detiene para
recogerlos. El misionero les pregunta de qué aldea son, les invita a subir al
coche y les dice que les acompañaremos hasta su pueblo.
Chorrean agua. Suben al todoterreno y se encuentran
con las miradas de cuatro "mundeles", hombres blancos. Sin duda deben conocer al
conductor, que es un misionero que lleva aquí más de una década. Nos miran con
timidez y reserva, tal vez con desconfianza, quizás conscientes de su propia
pobreza, esa incomodidad que se siente ante una autoridad o ante una persona de status superior. Y sin
duda para ellos lo somos, por el sólo hecho de ser blancos y tener un coche y
haber llegado hasta este rincón perdido desde una lejana nación. Los dos
muchachos que caminaban descalzos, se calzan sus pobres chancletas de plástico.
Y entonces ocurre algo que me impresiona: uno de los niños, probablemente el de
más edad, quizás en los 12 años, saca de su pecho una bolsa de plástico donde
amorosamente ha preservado de la lluvia un cuaderno escolar de apenas 20 hojas.
Le pido que me deje ver ese cuaderno. Son sus apuntes de la asignatura de
francés: declinación de algunos verbos irregulares, una pequeña redacción y poco
más. Se lo devuelvo con una sonrisa. Les pregunto si les gusta la escuela. Se
miran entre sí y, tímidamente, balbucean un sí. Apenas un par de kilómetros nos
separan de su aldea. Cuando llegamos, los niños se apean del coche. Y el
cuaderno metido en la bolsa de plástico vuelve al pecho del alumno cuidadoso. Nos dicen adiós, y repiten 'gracias' varias veces.
Y yo siento una vergüenza terrible de mí mismo
y de todos los niños españoles que no saben valorar un libro, un cuaderno, una
cartera, un bolígrafo. Y siento una gran simpatía por estos niños pobres, por
este niño pobre que ha protegido su único cuaderno de las inclemencias del
tiempo, como se guarda un tesoro, como se guarda una joya, como se protege un
retrato de un ser querido que nos dejó hace mucho tiempo.
No hay una fotografía de este episodio que acabo de
contar. Sólo el recuerdo indeleble en mi corazón. Este niño, estos niños, se
merecen estudiar. Estos niños se merecen que se trabaje por ellos y que se
defienda su sacrosanto derecho a recibir educación y cultura, como un alimento,
como una eucaristía.
En momentos de cansancio y de abatimiento, he pensado
muchas veces en este niño que camina todos los días a su escuela, bajo un diluvio o un calor sofocante. Este niño ha ha protegido su pobre cuaderno como si fuera el libro más hermoso y caro del mundo. Este niño se merece una educación. Y yo debo
trabajar por ello.
Puentes: 25 años de una corriente solidaria. Bateke. R. D. del Congo, 2008.
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