martes, 28 de agosto de 2018

25.- Los niños picapedreros



 

Una foto robada, tomada desde el coche (sacar fotos en la vía pública está prohibido en Congo).  Pero ahí estaban y con ellos me encontraba cada mañana. Apenas se distinguen unos cuantos niños adolescentes sentados junto a montoncillos de piedra. Son los niños picapedreros de Kinshasa. De sol a sol, a la intemperie, al lado del asfalto y de la contaminación más absoluta, unos niños pican piedras. Reducen una piedra a cientos de guijarros, en un pum-pum ritmado, machacón e inmisericorde. Con sus pequeñas manos despellejadas, con sus dedos machacados, con el sudor que les cierra los párpados y dibuja ríos en su rostro cubierto de polvo, con los piernas anquilosadas por la postura inmóvil durante horas, con sus ojos que se quedarán ciegos por culpa del polvo y de las esquirlas. Esclavos del siglo XXI.

En una ciudad de arena y de barro que apenas conoce la piedra. En una ciudad que los pequeños guijarros de piedra son necesarios para dar consistencia al cemento que se empleará en los cimientos de los edificios, ellos son una pieza fundamental, pero dramática, del engranaje de ‘progreso’ de Kinshasa.

Vendrá el albañil y les comprará un saquillo de piedrecillas. Tendrán que regatear, defender con uñas y dientes los suyo. Llegarán a la noche exhaustos, como si tuviesen cien años. Cenarán con el apetito de los trabajadores hechos y derechos; beberán, si el día se ha dado bien, una cerveza como los hombres de verdad. Se dormirán con la mano extendida sobre el montoncillo de piedras, guardando su tesoro, como el pastor sus corderos, contra el ladrón. Y quizás, al amanecer, envidiarán la suerte del niño que pasa a su lado con el uniforme escolar, jugando a botar la pelota.

 ***

Más allá de Kinshasa, en la región de Katanga, miles de niños trabajan en las minas de coltán, ese material sin el cual nuestros móviles, ordenadores, tablets y demás aparatos tecnológicos se apagarían. Pero la hiperconectividad de nuestro mundo debe continuar a toda costa, a toda velocidad y en un completo despilfarro. ¿Cuántos móviles y ordenadores tendremos a lo largo de nuestra vida? La obsolescencia se impone en los aparatos, lo que anima y obliga a comprar continuamente y a estar a la última en estas cuestiones. 
Por galerías estrechas excavadas en la tierra (lo cual abarata mucho los costes a los dueños de las minas) unos niños se arrastran, sin uniforme, sin calzado, sin gafas de protección, sin ninguna seguridad sobre sus cabezas. Largas jornadas de trabajo extenuante, cuatro monedas, comida basura, refrescos edulcorados, y poco más. Abundan los niños huérfanos en las minas. Y por supuesto, son los niños pobres de los niños pobres, porque ningún padre, en su sano juicio, metería a su hijo en estas modernas mazmorras por un puñado de céntimos. 
La pobreza extrema trae la esclavitud extrema. Nada nuevo. Luego, en los países ricos, para deshacernos de las huellas del 'crimen', enviamos toda nuestra basura tecnológica a las escombreras de África, donde otros muchos niños se afanarán para buscar 'tesoros" en medio de la chatarra. Y así el mundo seguirá girando y girando sobre los goznes de la injusticia y la brutalidad. Tal vez por todo esto, la maldición del Congo, se llama 'coltán'.
A los 7 años un niño congoleño está en la mina. A los 7 años un niño español recibe su primer móvil, como un juguete inocente y banal. Y sin embargo ninguna de nuestras compras y ninguno de nuestros actos son banales e inocentes. Cada móvil lleva un QR de esclavitud, un pin de miseria, un puk de marginación, una contraseña de explotación. 


Puentes: 25 años de una corriente solidaria. Kinshasa-R.D.del Congo, 2008.











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