miércoles, 4 de noviembre de 2020

Viajar de la mano de Javier Reverte

 


Javier Reverte me acompañó en mis afanes africanos con algunos de sus libros, y por ello me siento en deuda con él. Hay escritores que forman parte del entorno cercano de cada lector. Los libros de Javier Reverte me han hecho un poco de compañía, me han abierto algo los ojos, me han inspirado nuevas lecturas, me han provocado deseos de viajar y de ‘escribir los viajes’. Y a veces me han herido un poquito o me han curado a la vez.

Javier Reverte decía que se sentía un ser privilegiado porque lo que más le gustaba en la vida era viajar y, además, vivía de sus viajes. Lo que ganaba con un libro de viajes le servía para emprender el siguiente, y así sucesivamente.

La noticia de su muerte me llegó cuando leía al amor de la lumbre su último libro ‘Suite italiana”, en concreto su viaje a Sicilia tras los pasos de mi también admirado Giuseppe Tomasi di Lampedusa, el autor de El gatopardo.

Pero fueron sus libros africanos los que mejores horas me proporcionaron y los que me enseñaron mucho sobre esa África Negra que se adhirió a mí, como una segunda piel, cuando por primera vez puse los pies en Ghana, en el verano de 1998. Citaré los libros: “Vagabundo en África” y “El sueño de África”.

Dicen que su pasión africana la desencadenó, a los 11 años, la lectura de los tomos de Tarzán de los monos. Los leía una y otra vez hasta que su padre le dijo: “Javier, basta ya, existen otros libros”.

Hizo de un proverbio suajili el lema de vida: “panapo nia, pana njia”, o lo que es lo mismo: “Donde hay un corazón, hay un camino”. Un proverbio de honda sabiduría, porque cuando en algo ponemos corazón, encontramos los caminos para llegar a ese deseo o esa persona. No existen caminos, si no ponemos corazón.

Cada viaje es una aventura. Pero Javier Reverte no era un aventurero. La historia y sobre todo los escritores eran la brújula que le sirvieron para adentrarse en Grecia (El sueño de Ulises), en Irlanda (Canta Irlanda), en Italia (Un otoño romano y Suite Italiana), en Argelia (El hombre de las dos patrias) y en otros muchos lugares del mundo.

Lo mismo que en cada uno de sus viajes, Javier Reverte se dejaba guiar por Homero, Joseph Conrad, Joyce, Rilke, Lampedusa, Durrell, Blixen… yo también me dejaré acompañar, en mis próximo viajes, por este autor viajero que tanto nos ha provocado las ganas de viajar.

En el palacio palermitano donde Don Frabrizio (Burt Lancaster) bailaba un vals con la bella Angelica (Claudia Cardinale), ante la hipnótica mirada del guapo Tancredi (Alain Delon), en la versión cinematográfica de El Gatopardo, de Luchino Viscosti, me encontraré un día, cuando visite Sicilia, con Giuseppe Tomasi di Lampedusa al lado de Javier Reverte, conversando sobre la belleza y la muerte, siempre presentes en la isla de Sicilia. 

¿Nos narrará algún día ese viaje hacia lo desconocido que acaba de emprender por las tierras ignotas del más allá o por las ínsulas extrañas de la eternidad?







 

miércoles, 28 de octubre de 2020

Unos cristianos más




Las palabras del Papa sobre los homosexuales han levantado una polvareda y han abierto telediarios en medio mundo. Francisco ha dicho lo siguiente: “Los homosexuales tienen derecho a pertenecer a una familia. Son hijos de Dios y tienen derecho a una familia. Nadie debería ser expulsado o machacado por ello. Lo que tenemos que crear es una ley de unión civil para que estén cubiertos legalmente. Yo he luchado por esto". 
Muchos las han recibido como un alivio, con un “ya era hora; por fin”. A otros muchos les habrán sonado a aberración y a líneas rojas: “Hasta aquí podíamos llegar”. Me imagino que en los pasillos eclesiásticos, más de uno se habrá rasgado las vestiduras. Y más de uno también habrá aplaudido a rabiar. 
Lo que más me sorprende de esta historia es que la sociedad civil, a veces tan alejada del evangelio, haya llegado bastante antes que la Iglesia -y también que muchos cristianos- a defender la dignidad de dos hombres que se aman o de dos mujeres que se aman, y deciden formar una familia. 
¿Cómo es posible que a la Iglesia le cueste tanto bendecir a dos hombres que se aman cuando, a lo largo de la historia, ha bendecido -muchísimas veces- a dos hombres que se iban a matar, camino de la guerra? Es verdad que en la iglesia de base, en los cristianos de a pie de obra, desde hace tiempo, se respeta y no se discrimina a los homosexuales. Pero hay que recordar que todavía el catecismo católico dice que “los actos homosexuales son intrínsecamente desordenados”. 
A la Iglesia no solo le ha faltado bondad y misericordia (que deberían serle exigibles en razón de su status y de su Origen) para con los homosexuales. Le ha faltado también inteligencia, pues ha apartado de sí a muchos que, de no haberse sentido rechazados, hubieran sido buenos cristianos y buenos laicos, y hubieran aportado su tiempo y sus capacidades para el bien de la Iglesia. 
Estas declaraciones del Papa, franciscanamente sencillo y jesuitamente inteligente, han abierto una brecha en el compacto muro vaticano. Aún faltan por dar muchos pasos. No basta ni con el paternalismo bobalicón hacia los homosexuales, ni con una aceptación a regañadientes y de cara a lo políticamente correcto. Sincero respeto. Colaboración sincera. 
Los homosexuales no pueden ser vistos como una categoría dentro de la iglesia, como mendigos a los que se permite entrar en el templo el día de jueves santo, para el lavatorio de los pies, sino como unos cristianos más. Unos cristianos que creen con sus dudas, aman con sus imperfecciones y esperan con sus impaciencias. 
En su cuenta de twitter, otro jesuita, José María Olaizola, escribía esto: “Para muchos será escandaloso lo que ha dicho el Papa sobre uniones civiles de personas lgtb, cuando en la sociedad ya está más que asumido. Nuestra asignatura pendiente no es decirles a las personas homosexuales qué hacer en su vida civil, sino facilitar su pertenencia eclesial”.

miércoles, 21 de octubre de 2020

Acompañar la fragilidad hasta medianoche




Su historia es la historia de una cabezonería. Y también la historia de un niño que se sabe amado por su Padre. Luis Guanella. Había nacido en 1842 en el seno de una familia numerosa que le había enseñado dos verbos importantes: trabajar y cuidar. Un plato de polenta no faltaba cada mediodía en casa, pero a él siempre le parecía que era escaso. Llegó al mundo en un pueblo de montaña, Fraciscio, Italia, muy cerca de la frontera con Suiza. 
De vez en cuando, alguna familia del pueblo venía a despedirse porque iba a coger un barco para Estados Unidos, como emigrantes de tercera. Y su madre acompañaba el abrazo de despedida con una hogaza. Había visto como comerciantes suizos, de religión protestante, eran acogidos de noche para dormir en casa, una casa católica a machamartillo. Los rostros de unos y de otros no se le olvidarían nunca. 

Sintió siempre un arrepentimiento lacerante por un episodio de su niñez: un anciano le había pedido un caramelo. Y él, en lugar de dárselo, se había apresurado a esconder el cucurucho. Había visto la frente de los campesinos inclinarse hasta rozar el suelo para recoger el heno para las bestias. Había visto a los hombres y mujeres analfabetos que daban a leer al cura la carta del hijo lejano. Había visto el rostro alelado y torpe de un niño retrasado. Y a él le había parecido que era el rostro de un niño bueno e inocente. 
Llevaba todas estas pobrezas en su corazón desde niño. Eran como visiones. También como latigazos. Sueños de heroísmo. Sueños de buen samaritano. Jugaba al infantil juego de hacer sopa con agua y barro para los pobres, soñando y prometiendo que, de mayor, la sopa sería de verdad. 
Correteaba por los prados y descendía por la montaña nevada. Sabía lo que era el viento, el torrente, las estrellas alpinas, las hierbas medicinales de los campos. Apreciaba la libertad de la montaña. Por ello, cuando entró en el seminario, se sintió como en una jaula. Las órdenes, los gritos, la disciplina militar… todo le inspiraba temor. Y cada noche, arrodillado, pensaba y repensaba que la educación debería ser siempre una obra del corazón.
Nada más hacerse sacerdote, quiso facilitar la vida a los necesitados. Cuidar de los frágiles, ayudar a los menesterosos. Su cabezonería genética le llevaba a proponerse una y otra vez construir una ‘choza’ para los más desamparados. Todo le salía torcido y al revés. Los políticos le veían muy clerical, porque no paraba de decir que Dios es un Padre lleno de amor. Y los clericales le veían muy político, porque defendía con inusitado ímpetu a los pobres y sólo pensaba en construir ‘chozas’ para ellos. 


Fue denunciado por insurrecto. Vilipendiado y multado. Un carabinero tomaba nota de sus homilías. Querían sorprenderlo en falta. Le llamaban el cura loco. Clericales y anticlericales estaban de acuerdo en que era un curo peligros, con muchos humos en la cabeza. El obispo le desterró a una aldea perdida, Olmo, para que dejara de dar la tabarra con los pobres y los menesterosos, con los analfabetos, los huérfanos, las mujeres trabajadoras, los ancianos solos, los discapacitados escondidos por vergüenza. 
Y curiosamente en Olmo no se llenó de amargura, ni de rabia. Se supo un fracasado: “Todos mis compañeros hacen grandes cosas, y yo nada”. Pero también se supo un niño amado por Dios, porque Dios no podía dejar de amar a este cura frágil, desterrado, fracasado y loco. Había sobrepasado los 40 años, y en cierta forma se sintió vencido por los hombres. Pero también se sintió rendido por el amor de Dios.
Justo después de su destierro en Olmo, sonó para él 'la hora de la misericordia'. Las fundaciones que él había soñado fueron surgiendo una tras otra. Todos los que llamaban a su puerta, eran acogidos. Era un ‘médico de atención primaria’. A él acudían todos los ‘enfermos’: Niños huérfanos, trabajadoras explotadas como hilanderas, adultos analfabetos, jóvenes aprendices de taller, ancianos solos, hasta curas y monjas que habían sido descartados en otras congregaciones. Pero si por alguien mostraba predilección era por los ‘benjamines de la casa’, los niños con alguna discapacidad, a los que él empezó a llamar ‘buenoshijos’ (buonifigli), porque le parecían que su fragilidad, su incapacidad a los ojos de los ‘normales’, mostraba a las claras su inocencia. Él veía una grandeza y una dignidad donde los demás veían ‘spazzatura’ (basura). 
Hizo alta teología de la amorosa paternidad de Dios. Hizo alta filosofía de la vulnerabilidad intrínseca de cada hombre y de cada mujer. Es en la fragilidad, donde conocemos al verdadero ser humano. Y sólo si amamos esa debilidad, nosotros mismos nos convertimos en ‘humanos’. Mirar con compasión al enfermo o al pobre, nos hace hombres y mujeres de bien. Seres humanos completos. 

Un día, de visita en el Vaticano, le preguntó el Papa Pío X si las preocupaciones le dejaban dormir de noche. Le contestó que no sólo dormía bien de noche, también algunas veces de día. Y siguió el Papa interrogando cómo se las apañaba para hacer tantas cosas. Y Luis: “Bueno, hasta medianoche, me encargo yo; después de medianoche, es Dios quien se encarga de todo”. Esa fe sin fisuras en la bondad de un Dios Padre le hizo escribir en letras grandes en la Capilla de la Casa de Lora: ‘Banco de la Divina Providencia’. 

Murió un 24 de octubre de 1915 en la ciudad de Como, donde había surgido su primera ‘choza’. Y podemos decir que murió con las botas puestas y las manos manchadas de los escombros del terremoto que había asolado el municipio de Avezzano. Intentaron convencerle de que no fuera al escenario de la catástrofe, pero él, como quien suelta una perogrullada, les dijo: “No podemos cruzarnos de brazos mientras haya pobres que socorrer”.

jueves, 25 de junio de 2020

Mario Bellarini, añorado profesor







Cuando el Padre Mario Bellarini murió en un trágico accidente de carretera en Medina del Campo, el 25 de junio de 1995, me fueron regalados algunos libros de arte de su biblioteca personal, y también su breviario. Unos días después lo abrí y me encontré con una fotografía mía, tamaño carnet. Había sido tomada en 1971, justo al llegar yo al Colegio San José de Aguilar de Campoo. Tenía por entonces 13 años. Se me heló la sangre.
P. Mario Bellarini había sido mi profesor de francés en tercero y quinto de bachillerato, en Aguilar de Campoo. Hablaba perfectamente el francés, ya que había estado viviendo en Francia varios años, pues sus padres eran emigrantes italianos en Alsacia. En un momento en que los profesores de idiomas en España tenían un nivel bastante bajo, Mario Bellarini brillaba con luz propia hablando de Montaigne, Victor Hugo, Stendhal o François Mauriac. Mi apego a la cultura francesa viene de esas primeras lecciones de bachillerato.
Un preparado y exigente profesor de francés que empezaba sus clases abriendo las ventanas en pleno invierno aguilarense, para que nos ventilásemos, e invitándonos a hacer algunos ejercicios de gimnasia, al ritmo de “un, deux, trois, ¡forza!”. Una expresión que se convertiría en coletilla de todo el colegio. En muchas ocasiones, las clases acababan con una breve audición de música clásica, una exquisitez extraña a nuestros oídos rurales, más habituados a Manolo Escobar, Formula V o Los Brincos. Bajaba las persianas, nos pedía silencio, y el tocadiscos empezaba a girar mientras el Jesús Alegría de los Hombres, de Bach, o el Agnus Dei de la Misa de la Coronación de Mozart o uno de los movimientos de la Novena de Beethoven, llenaban el aula del internado. Teníamos oídos duros casi todos, y necesitábamos las explicaciones apasionadas de este profesor melómano que poseía una colección magnífica de música clásica, toda ella de Deutsche Gramophon, como debe ser.
Siempre me he sentido agradecido a los profesores que abrieron la mollera de este pobre hombre y le metieron algunas ideas ‘insanas’ sobre arte, música, literatura, cine, idiomas, religión, solidaridad, paisajes y gentes de otras tierras. Nunca se lo podré agradecer lo suficiente. Mi arquitectura espiritual, aunque pequeña y endeble, se la debo a esos primeros maestros italianos.
Seguimos siendo amigos hasta el final de su vida. Nos veíamos con frecuencia. Y a su lado siempre experimenté una compañía agradable y serena. Cuando él se instaló en Madrid, en la Pía Unión, siempre tuve la casa abierta y la mesa puesta. Nunca faltaba un buen café y una onza de chocolate que sus muchos amigos italianos, franceses o suizos le enviaban. Durante mi estancia en Francia, nos carteamos con frecuencia. Él era el orgulloso maestro. Yo, el agradecido alumno. Y cuando escribí un pequeño libro sobre Luis Guanella en 1991, Mario Bellarini me regaló elogios y parabienes que enrojecerían al más templado.
Un día me comentó que, trasteando en la biblioteca de Aguilar de Campoo, había caído de un libro una pequeña foto mía, a la que he aludido más arriba: “La he recogido y la he guardado en mi breviario. Así todos los días me acordaré de rezar por ti”. Pocas veces me he sentido tan querido y tan bien querido.
Después de morir, y antes de obtener los permisos para el funeral en Palencia y la repatriación a Italia, su cadáver permaneció durante un par de días en el tanatorio de Medina del Campo. Me acerqué a despedirlo. Era una muy calurosa tarde de finales de junio. En el tanatorio, el empleado accedió a que pudiese ver el cuerpo sin vida del respetado maestro. No había nadie en el velatorio. Su rostro desfigurado acusaba el brutal impacto del accidente, pero yo reconocí en ese rostro devastado al amigo bueno y generoso. Me senté ante él y le leí algunos poemas religiosos de un libro que llevaba conmigo “Dios en la poesía actual” (edición de la Bac). Y también le recité el poema de Charles Péguy dedicado a la catedral de Chartres y que él nos había hecho aprender de memoria en 1975:

Un homme de chez nous a fait ici jaillir,
Depuis le ras du sol jusqu’au pied de la croix,
Plus haut que tous les saints, plus haut que tous les rois,
La flèche irreprochable et qui ne peut faillir

Cuando el empleado de la funeraria entró de nuevo en la sala, se encontró con un alumno agradecido que lloraba en silencio a su maestro muerto y que recitaba versos, lo mismo que, de adolescente en el colegio, repetía la lección de francés.
Una vez Mario me confió que, cuando viajaba y entraba en una iglesia a rezar, sacaba la agenda de los contactos y leía los nombres de sus amigos a Dios. Y, con cada nombre, pedía un deseo o una gracia. Estoy seguro de que aún conservará esa agenda en el cielo. Cada atardecer, seguirá recordando a Dios mi nombre y rogando por mi pobre vida.



martes, 10 de marzo de 2020

José Jiménez Lozano: En mi Liber Amicorum






José Jiménez Lozano acaba de fallecer, hoy 9 de marzo de 2020. Fue para mí un guía seguro a la hora de moverme por el mundo del pensamiento, desde que un libro suyo cayera en mis manos, allá por 1986.
Ha sido, con mucho, el escritor que más he leído, como bien da cuenta de ello el anaquel donde guardo sus publicaciones. Un estupendo pensador en tiempos de pensamiento anémico y light. Para mí, el pensador español más importante de las últimas décadas. A él se le podría dar el título de “avisador”, en el sentido de que desde hace muchos años lleva avisándonos de por dónde va a despeñarse esta sociedad que llamamos occidental. Un pesimista lúcido y esperanzado. Un escritor que no deslumbraba, sino que iluminaba, como ilumina una pequeña candela en una habitación a oscuras. La cabeza mejor equipada ha muerto discretamente, después de una breve indisposición. Era un escritor de pocos lectores, pero muy fieles. Ya se encargaron los media importantes de colgarle el sambenito de ‘escritor católico’, y así condenarle a una muerte civil. Retirado en Alcazarén, como un morabito o como un ermitaño, pudo desde esa atalaya tan poco cortesana, avisar a sus pocos lectores de qué barro estamos hechos y en qué tortuosos senderos se está metiendo el hombre europeo, ajeno a la mirada de Cristo, ajeno a la verdad, seducido por lo políticamente correcto y adoctrinado por el pensamiento único. Es decir: la moda que aprisiona en cada momento. Hierba que por la mañana florece y por la tarde está agostada.
José Jiménez Lozano dijo en una ocasión que sólo aspiraba a hacer un poco de compañía a un puñado de lectores. En mi caso, la compañía fue mucha. Y seguirá haciéndomela, porque la muerte nunca interrumpe la conversación con los escritores que han tenido algo que decir y lo han dicho. Su primera novela Historia de un Otoño –y también mi preferida- cuenta la historia de las monjas de Port Royal des Champs, el célebre monasterio parisino. Vivían en la más absoluta austeridad, pero también en la más completa libertad y en la más perfecta alegría. Fueron acusadas de jansenismo, por su manera de vivir el cristianismo, muy lejos de una religión barroca y huera. Se resistieron heroicamente a las imposiciones del propio Luis XIV, lo que provocó su ira. La comunidad tuvo que dispersarse y el monasterio fue arrasado hasta no dejar piedra sobre piedra. Esta novela bien podría ser una parábola de su propia vida y una invitación a ser libres en un mundo en que –y esto es lo más triste- cada vez optamos más por la “servidumbre voluntaria”.
Le debo algunas cosas, yo diría que bastantes.
1.       Sus lecturas me llevaron a otras muchas lecturas, por ejemplo a Simone Weil, a Willa Cather, Julien Green, Stefan Zweig o a Shushaku Endo, por citar algunos. Que alguien te descubra nuevas vetas en la mina de la literatura o del pensamiento es impagable. Por eso, de toda su producción literaria, fueron sus dietarios los que más alimento proporcionaron a mi alma. Recuerdo aún la impresión de Los tres cuadernos rojos y de los diarios que vinieron después. Leídos y releídos, subrayados y resubrayados. Admiraba su inteligencia iluminadora y su compasión dulce. Y también su alegría por las pequeñas cosas, por las pequeñas noticias al margen, por las pequeñas conversaciones. Una alegría necesaria para seguir respirando. Una alegría que no se deja abatir por las calamidades de los periódicos y por los profetas agoreros. La alegría de un niño por unas canicas o por un charco bajo sus pies. 
 
2.       Su cristianismo heterodoxo.  José Jiménez fue corresponsal en Roma durante los años cruciales del Vaticano II. Sus crónicas fueron dando buena cuenta de lo que se estaba jugando en la Iglesia Católica, la ilusión que estaba generando el ‘aggiornamento’ en tantos cristianos cansados de una Iglesia rancia, cerrada, clerical, unida inseparablemente al poder. Recuerdo la impresión de la lectura de Los Cementerios civiles, donde Lozano rinde homenaje a tantos hombres que acabaron en el cementerio civil, o corral ignominioso, al lado del cementerio, donde acababan los descreídos o los suicidas o los que habían decidido apartarse de la Iglesia y solicitado un funeral no católico. Esa opción de apartarse de la fe social y normativa, les convertía, a los ojos de Lozano, en personas dignas de respeto e incluso de admiración.  Miguel Delibes dedicó su libro Cinco horas con Mario a José Jiménez Lozano, compañero suyo en los afanes del Norte de Castilla. Delibes se inspiró en ‘Pepe’, como llamaban a J.J.L., para construir el personaje de Mario.
 
3.       Una tarde de invierno, en Alcazarén, conversaban, como otras muchas tardes, Jiménez Lozano y José Velicia, un sacerdote vallisoletano, apasionado por el arte y la belleza. Fue en ese momento donde surgió la idea de mostrar obras de arte que contasen un relato y que pudieran hablar de nuevo a los hombres y mujeres de esta tierra. El proyecto se llamaría Edades del Hombre. El guión de las primeras muestras de las Edades se lo debemos a Lozano. Todos los que vimos aquella primera exposición en la Catedral de Valladolid, en 1998, salimos heridos por la belleza. Nunca se había hecho nada semejante. Y a partir de ese momento, todo se haría al estilo de las Edades. Millones de personas dan testimonio de esto. Cuando murió Velicia, le dedicó un bellísimo poema que terminaba: “¿Seguiremos conversando?”.
 
4.       Yo era uno de los colaboradores de la revista guaneliana Servir. Propuse hacer una entrevista a Lozano. Llamé por teléfono. Le expliqué que quería entrevistarle y me dijo que no le gustaban las entrevistas, y que casi nunca las concedía, porque luego el periódico ponía lo que le daba la gana, etc. Estaba a punto de darme por vencido, cuando le dije que la entrevista no era para ningún medio importante, sino para una revista humilde, ligada a un centro de chicos con discapacidad. “Ah, bueno, bueno, eso es otra cosa. Dígame cuándo le viene bien, etc. –me contestó”. No puso ninguna traba, contestó a todo lo que le preguntamos y aceptó encantado una pequeña cerámica que le regalamos y que habían hecho los chicos con discapacidad.  
 
5.       Su amor hacia los aplastados. Contó en más de una ocasión que su madrina se había enfrentado, como una Antígona rediviva, contra los asesinos que querían impedir que una madre gritase y llorase cuando se llevaba a su hijo hacia el paredón. Y contó también que la criada de casa le advirtió más de una vez: “fíjate en esos pobres, parecen eccehomos”. Fueron estas enseñanzas vividas en su infancia las que marcaron su sensibilidad hacia los aplastados. Su literatura está llena de estos seres de desgracia. Todos ellos son mirados con piedad y compasión, que es lo propio del alma cristiana. Su desconfianza hacia el poder y los poderosos, forma parte también de esta mirada compasiva por aquellos que el poder o la fuerza va dejando en la cuneta.

***

Le tacharon muchas veces de ‘escritor católico’, que era una manera de descalificarlo y de condenarlo a la muerte civil, algo muy propio de este país cainita. Pero quien ha leído a Lozano, se encuentra con un catolicismo heterodoxo, una fe que duda, una vivencia que nada tiene que ver con el clericalismo imperante ni con la iglesia triunfante. La suya es la mirada de un eccehomo que descubre otros eccehomos en la inmensa paramera que es el mundo
José Jiménez encontraría este texto muy grandilocuente. Pero así me ha salido y así se lo ofrezco. Se ha ido muy discretamente de este mundo. Un mundo que sucumbe ante el pánico del coronavirus y el derrumbe de las bolsas. La noticia de su muerte ha ocupado exactamente 50 segundos en el telediario. Es lo normal en un país que desdeña la cultura de un cierto grosor. Nada para escandalizarse. El grosor de su sabiduría y de su pensamiento no resulta digerible para estómagos acostumbrados a las dietas suaves.
En cambio, para el pequeño grupo de sus lectores, su figura seguirá agrandándose, vitamina insustituible para nuestra alma. Compañía necesaria. Candela en mitad de la noche oscura. José Jiménez Lozano está ya –lo estaba desde hace mucho- en mi personal Liber Amicorum. El Libro de los Amigos.






jueves, 30 de mayo de 2019

El Olvido de sí, de Pablo D'Ors



¿Es la historia de Carlos de Foucauld la historia de un fracaso o la historia de un éxito?

El indisciplinado vizconde de Foucauld, el gordo jovenzuelo que hace de la glotonería un estilo de vida, el putañero disipado que busca en los burdeles una forma de reafirmación y de dominio, el conzienzudo explorador de Marruecos, el mundano joven que una tarde queda anonado ante la lectura que su prima Marie de Blondie hace de las páginas de Bossuet, el titubeante ateo que pide consejo al abate Huvelin y que obedece sin rechistar su orden de arrodillarse y confesarse, el ferviente converso que no cesará nunca de buscar, el trapense que aprende el orden, la disciplina y el ayuno, el buscador de silencios en Argelia o Marruecos, el hombre que se hace amigo de los tuaregs y cuyo diccionario tamachek-francés hoy sigue siendo válido y útil, el hombre con deseos de fundar una congregación que no llegó a tener ni un solo seguidor, el buscador de absolutos, el amigo de los musulmanes, el que murió a manos de un grupo de forajidos…. Todos ellos son uno y el mismo, todos ellos son Charles de Foucauld. El putero, glotón y ateo que más tarde será el gran ayunador, el gran converso, el gran místico...


De la mano de Pablo d’Ors, en su libro El olvido de sí, conocemos la trayectoria de un hombre sin par, a caballo entre el siglo XIX y el XX. Él es el fundador sin discípulos en vida… Y sin embargo su existencia ha inspirado a muchísimos hombres y mujeres que hoy forman la amplia Familia de Foucauld. La biografía de d’Ors es una preciosidad. Uno se olvida de que es un libro y piensa que verdaderamente son las memorias del místico del desierto. Algunos momentos estelares están espléndidamente narrados,  como cuando se arrodilla por primera vez, obedeciendo el mandato de su consejero espiritual, en una iglesia, o cuando después de días de fiebre, se despierta mientras un adolescente enjuga su sudor, Ouksen, el mismo adolescente que tantas veces se había reído de él.

El libro constituye una honda reflexión sobre lo que es éxito y lo que es fracaso, sobre el sentido de agradecimiento en medio de las adversidades, sobre el hacerse hermano universal de todos los hombres, sobre el diálogo con los musulmanes, sobre el ayuno y la oración, métodos infalibles para encontrarnos con el Otro y con los otros. 

miércoles, 22 de mayo de 2019

21 lecciones para el siglo XXI, de Yuval Noah Harari




Tercer libro del escritor israelí en pocos meses. Después de Sapiens (un viaje al pasado), de Homo Deus (un viaje al futuro) Yuval Noah Harari nos presenta 21 lecciones sobre nuestro candente presente. El relato fascista dejó de tener vigencia con la Segunda Guerra Mundial. El relato comunista cayó en 1989. Desde entonces parecía que el relato liberal era el único relato posible para entender el mundo. Pero la última crisis económica le puede estar tambaleando. La elección de Trump y el Brexit son solo las puntas del iceberg de una revuelta sin parangón desde el final de la Segunda Guerra Mundial. Hay una vuelta a los nacionalismos exaltados, a los populismos simplones, así como un deterioro progresivo de la propia idea de democracia, de globalización y de las mismas utopías y sueños.

Los grandes desafíos a los que el hombre actual debe hacer frente son la disrupción tecnológica y el cambio climático.  ¿Existe un peligro real de que surja una nueva élite mundial que se adueña de las tecnologías y que considere al resto de los mortales como infrahumanos, una subespecie? ¿Podemos estar pasando de la esclavitud de épocas pasadas a la insignificancia e irrelevancia de una subclase formada, sobre todo, por los desempleados que cada vez serán más? ¿Puede el hombre actual hacer frente a la apabullante información mucha de la cual es fake news? Acabará la inteligencia artificial, la infotecnología y la biotecnología con la democracia liberal e incluso con el libre albedrío de todo ser humano? A la hora de tomar importantes decisiones, ¿confiaremos más en la tecnología que en nuestras propias capacidades cognitivas? ¿Oscila el mundo entre un laicismo dogmático, un talibanismo religioso y una indiferencia espiritual? ¿Cuál es el papel de las religiones en este mundo?

¿Por qué el terrorismo internacional provoca tanto miedo, aún cuando el número de víctimas no sea elevado? ¿Cómo podemos protegernos de las guerras nucleares? ¿La época de la postverdad ha llegado para quedarse? ¿Pasará la soberanía del mañana de unos ciudadanos ignorantes a unos algoritmos inteligentes? ¿Podemos seguir contando con valores como la verdad, la compasión, la igualdad y la justicia? ¿Es necesaria la humildad para que cada ser humano y cada nación dejen de creer que son el centro del mundo, el centro de un relato cósmico? ¿Quién posea nuestros datos, dominará nuestra mente y nuestro corazón?

Muchas preguntas y pocas soluciones. Estamos viviendo una época apasionante, probablemente el tránsito hacia una nueva era de la humanidad. Tenemos instituciones viejas (¿la democracia entre ellas?) que probablemente no respondan a las nuevas necesidades y a los nuevos comportamientos.

Un libro para leer con lápiz y para detenerse muy a menudo. Muchas preguntas, muy pocas certezas. Y por ello, se entiende perfectamente la zozobra y el estrés en el que todos estamos instalados. Por primera vez el hombre moderno experimenta que está en constante cambio, que lo que aprendió ayer no le vale para hoy. Probablemente nuestro cerebro de recolector-agricultor no está ni mucho menos preparado para un constante y enloquecido cambio ni para tantas dudas y tan pocas certezas.

miércoles, 15 de mayo de 2019

Enmudecerán las campanas



El hecho de que en un pequeño pueblo castellano ya no se celebre la Vigilia Pascual, por lo visto por la escasez de curas, y que en cambio ese vacío sea llenado por las múltiples actividades festivas (por ejemplo discomovida), dice a las claras por donde va el mundo en este momento, y por donde van las gentes de estos pueblos.

Cada vez las iglesias estarán más vacías, y cada vez los hombres y mujeres de estas tierras sentirán menos nostalgia de Dios. La campana ya no sonará por ellos ni para ellos. Enmudecerán las campanas y las iglesias serán solo ‘patrimonio artístico’. Y enmudecerán los santos de madera que antaño consolaron a los campesinos. Y las candelas devotas no arderán ya ante una piedad o un crucificado. Así es ya casi, y así será en adelante.

Dios se retirará del mundo. Aunque unos pocos –poquísimos- seguirán pronunciado e invocando su nombre, quizás en el propio hogar, al lado de algunos de esos poquísimos que se nieguen a creer que Dios ha muerto. Ellos serán la levadura en la masa. Y quizás, pasados los años, alguien de la masa se vuelva a preguntar porque esos pocos hombres siguen adorando un Dios escondido y mudo. Y quizás, estos hombres de la masa, después de haber adorado a todos los dioses de la tierra y después de haber probado que son solamente ídolos, decidan unirse a las sencillas plegarias de los pocos cristianos que queden en el mundo. Entonces el padrenuestro resonará de nuevo en algunas casas, en algunas calles, en algunos templos. Pero antes de todo esto, Cristo será reducido al sinsentido y a la irrisión. Un Cristo tan pobre y tan triste que necesitará el consuelo de los ángeles. También el de los pocos hombres y mujeres que se nieguen a firmar el acta de defunción de Dios.

martes, 16 de abril de 2019

La casa de Nuestra Señora en llamas




Notre Dame des Larmes (Nuestra Señora de las lágrimas), Le coeur en cendres (El corazón convertido en ceniza), Notre Drame (Nuestro Drama), Des flammes et de larmes (sobre llamas y lágrimas) son algunos de los titulares de los principales periódicos franceses para dar cuenta de la conmoción y de la tristeza sufridas la tarde anterior cuando un devastador fuego arrasó con el tejado, la aguja y otras tesoros de la seo parisina. En los últimos años grupos radicales y anticlericales han coreado una frase que, sin duda, ha hecho fortuna. Y que luego la hemos visto grafiteada por doquier: en fachadas de universidades y monumentos insignes, en señalizaciones viarias, en muros y paredones, en pasquines y panfletos: “La única iglesia que ilumina es la que arde”.
Quiero pensar que ayer, cuando ante los ojos estupefactos del mundo entero, la catedral de Notre Dame era pasto de las llamas, estos radicales no hayan celebrado ‘esta excepcional iluminación’ de la catedral de París.
He seguido desde el minuto cero, con estupor y con dolor, la tragedia vivida ayer en la capital francesa. Europa es sus catedrales y sus catedrales son Europa. Europa de norte a sur y de este a oeste está jalonada por estas sacras moles. Los mejores arquitectos del mundo las levantaron; miles de canteros humildes las construyeron. Pintores, escultores, orfebres, músicos, novelistas, artesanos… las siguieron hermoseando a lo largo de los siglos. En ellas se celebraron los grandes acontecimientos de cada ciudad y de cada nación. Grandes y pobres entregaron su óbolo para que estas flechas de fe se levantaran hasta el cielo hasta rozarlo con su belleza.
Por lo tanto –y esto no debería ser difícil de entender- una catedral  es el símbolo de la fe, pero también del esfuerzo civilizador de un pueblo, del genio creativo del ser humano. Al menos, de los europeos. Pero no sólo una catedral, también la más pequeña iglesia de la más pequeña aldea. En ella una mujer se ha arrodillado para suplicar la curación de su hijo. En ella una Piedad ha consolado el sufrir de los pobres y de los enfermos. En ella, un niño ha rezado con devoción un Ave María. En ella una Madonna con el Niño ha sido siempre la imagen de cualquier mujer que amamanta y protege a su recién nacido. En ella se han desgranado rosarios implorando el final de la guerra o pidiendo la lluvia que permitiría no morir de hambre a los campesinos.
No frivolicemos, por tanto. Se puede discutir sobre el poder de la Iglesia y sus pecados. Y se la puede combatir y rebatir con la palabra y la razón. Pero hay cosas –las catedrales y los templos entre ellas- que la fe de tantas generaciones han sacralizado y, por eso mismo, forman parte de nuestra cultura, de nuestro ADN humano y espiritual, independientemente de que se crea o se deje de creer.
A esta catedral de Notre Dame estoy particularmente unido. Lo primero que hice nada más llegar a París, en el otoño de 1988, fue acercarme a visitarla. Notre Dame siempre será, a pesar del Louvre, el Arco del Triunfo, la Torre Eiffel y Eurodisney,  el corazón de París. La he visitado en muchas ocasiones, he rezado de rodillas ante la reliquia de la corona de espinas, he admirado sus muchas bellezas. Y me he extasiado ante la potencia de sus bóvedas de crucería y la luz admirable de sus rosetones. Y siempre que he vuelto a París, Notre Dame ha sido la primera cita, como el abrazo que se da al familiar más cercano cuando se llega a casa.
Por ello entiendo la conmoción de tantos franceses y de tantos extranjeros, creyentes o no. Por ello admiro la capacidad de la nación vecina para, alejándose de polémicas estériles y de ideologías políticas, ser capaces de unirse en un sentimiento común de orfandad y de tristeza, pero también en un sueño de rápida reconstrucción de la casa gótica y hermosa de Nuestra Señora.  




viernes, 12 de abril de 2019

El Papa se arrodilla para suplicar la paz en Sudán del Sur




Sudán del Sur alcanzó su independencia en 2011, después de un referéndum en el que el 98% expresó su voluntad de ser independientes. Al entusiasmo inicial por la recién ganada independencia, le sucedió la violencia y las luchas étnicas que generan el ejército y los distintos grupos armados. Más de la mitad de la población viven en unas condiciones miserables, y hay cerca de tres millones de desplazados que han huido de la violencia generalizada de unos y de otros.
Surdán del Sur es uno de esos estados falidos (en África hay varios). Y sin embargo, sursudaneses de buena voluntad, liderados en primer lugar por las iglesias cristianas creen firmemente en que esta escalada de violencia puede ser detenida y que los grupos armados y el gobierno deben ceder y ponerse de acuerdo en unos mínimos para que la paz alcance el país y, con la paz, un poco de prosperidad y de bienestar.
Hace unos días, noticia eso sí silenciada por las grandes agencias informativas, los diferentes líderes aceptaron encontrarse en el Vaticano para un ‘retiro espiritual’, o lo que es lo mismo para dejarse interpelar por el grito de los sursudaneses que los que verdaderamente es vivir en paz, sembrar sus campos, llevar a sus hijos a la escuela y vivir tranquilos en sus casas.

Ayer, con la presencia del propio Papa y de los Jefes de la Iglesia Anglicana y de la Iglesia de Escocia, tuvo lugar la ceremonia de clausura de este encuentro. El Papa leyó su discurso: un llamamiento a buscar la paz, a defender lo que une y a no encarcelarse en lo que separa. Y al final este discurso fue ratificado por un gesto inaudito: el papa se arrodilló y besó los pies de los líderes sursudaneses allí reunidos. Un Papa, cargado de años y torpe, se arrodilla y besa los pies de los que hasta ese momento han sido enemigos declarados. Un gesto de humildad, una súplica hermosa, una oración en toda regla, para que los políticos sean promotores de paz, buscadores de paz, y hacedores de puentes.
Estoy seguro que millones de sursudaneses se habrán sentido conmocionados ante el hecho de que un hombre desarmado, vestido de blanco, se arrodille delante de ‘unos guerrilleros’ y les pida que la búsqueda de la paz es la verdadera victoria, la única ganancia posible.


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Una temporada en el infierno

            En una estación de París, desciende un joven de 16 años, cuerpo atlético, pelo alborotado y ojos azules. Se llama Arthur Rimbaud...

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