miércoles, 25 de agosto de 2021

Sumisión, de Michel Houellebecq

El 7 de enero de 2015 era el día elegido para el lanzamiento de la última novela, por entonces, del que es considerado uno de los mejores escritores franceses del momento, Michel Houellebecq (para algunos el nuevo Sartre). Pero a primera hora de ese fatídico día de enero, unos yihadistas irrumpieron violentamente en la sede del semanario satírico Charlie Hebdo y mataron a 12 personas. Una ola de consternación sacudió Francia y Europa. Michel Houellebecq se vio obligado a cancelar la promoción de su libro, para no encender más los ánimos de muchos franceses.  

El libro en cuestión, que acabo de leer en mi retiro de Quintanilla, es Sumisión, una ficción política. Es el año 2022 y en Francia es elegido Presidente de la República un musulmán que recibe el apoyo del partido socialista, para así aislar al Frente Nacional de Le Pen. A través de la mirada de un profesor de la Universidad de La Sorbonne, François, vamos conociendo todas las vicisitudes personales y los cambios que se operan en la propia Universidad y en la sociedad francesa.

François, el protagonista, bien puede ser ese europeo al que nunca ha faltado de nada en la vida, y que puede permitirse el lujo de vivir en un buen distrito de París. Cuarenta y pico años, buen nivel económico, hijo de padres separados, soltero empedernido que no acepta ningún compromiso de pareja, y sin hijos. Un hombre completamente desapegado de sus padres, a quien su muerte deja indiferente y frío; un hombre que vive sin desgarro el exilio al que, por judía, tiene que someterse Miriam, su última amante; el hombre que dedica sus días a su trabajo literario en la universidad, a sus múltiples y variados escarceos sexuales, y al saboreo de excelentes bebidas espirituosas. Un hombre que no se siente comprometido con ninguna idea política ni solidaria, acunado únicamente por un lánguido fatalismo. François representa al individuo hedonista, indiferente, que espera poco del mañana. En fin, con François pudieran identificarse, más o menos, muchos de los europeos que transitan por las calles, las escuelas, las fábricas y los cafés de cualquier ciudad del Viejo Continente.

Considerada, por unos, como una novela no muy alejada de la realidad y como una seria advertencia a esta Europa confusa y paralizada ante el empuje del islamismo, y, por otros, como un relato catastrofista, una provocación, Sumisión causó verdadero estupor y escándalo en Francia, y el autor fue acusado de oportunista y de islamófobo.

El título de la novela hace referencia a una doble sumisión, como se nos dice en una de sus páginas: “La idea asombrosa y simple, jamás expresada hasta entonces con fuerza, de que la cumbre de la felicidad humana reside en la sumisión más absoluta. Para mí hay una relación entre la absoluta sumisión de la mujer al hombre, tal y como la entiende Historia de O, y la sumisión del hombre a Dios, tal como la entiende el islam”. La novela, implícitamente, nos habla de otra sumisión, tal vez más peligrosa y más vergonzante: la de Europa al islamismo.

Hay un momento en que en la novela se menciona al escritor Toynbee que afirmaba que las civilizaciones no mueren asesinadas, sino que se suicidan, y que esto mismo es lo que sucedió al Imperio Romano en el siglo V. Europa, alegre e inconsciente, reniega de su pasado, se siente abochornada por su Historia, desprecia y ridiculiza sus raíces cristianas, siente una dulce y abierta tolerancia por el resto de religiones, en nombre de la multiculturalidad, la globalidad, el respeto a las creencias ajenas y un largo etcétera de bondades, pero también de ‘buenismos’. Europa, al igual que el protagonista, parece aceptar, sin drama y sin escándalo, su propia decadencia, al mismo tiempo que trabaja, sin pausa, por su suicidio.

En una escena, el nuevo rector de la Universidad de la Sorbonne, Mr. Rediger, hace proselitismo con el protagonista y le explica dónde radica el éxito del islam: “El individualismo liberal podría llegar a triunfar si se contentara con disolver las estructuras intermedias que eran las patrias, las corporaciones y las castas, pero si ataca a esa estructura última que es la familia, y por lo tanto a la demografía, firmaría su fracaso final, entonces llegaría, lógicamente el tiempo del islam”

En la novela se nos dice que “El verdadero golpe genial del líder musulmán que llega a ser Jefe del Estado había sido comprender que las elecciones no se jugarían en el terreno de la economía sino en el de los valores. En lo concerniente a la restauración de la familia, de la moral tradicional e implícitamente del patriarcado, se abría ante él un amplio camino que la derecha no podía tomar, y tampoco el Frente Nacional, sin ser tildados de reaccionarios o de fascistas por los sesentayochistas, momias progresistas agonizantes, sociológicamente exangües pero refugiados en ciudadelas mediáticas desde las que aún eran capaces de lanzar imprecaciones sobre la desgracia de los tiempos y el ambiente nauseabundo que se abatía sobre el país; solo él estaba al abrigo de todo peligro. Paralizada por su antirracismo constitutivo, la izquierda había sido incapaz de combatirlo.” Y a continuación: “El verdadero enemigo de los musulmanes, lo que temen y odian más por encima de todo, no es el catolicismo: es el secularismo, el laicismo, el materialismo ateo”.

Con la fórmula “Doy fe de que no hay sino un Dios y Mahoma es su profeta”, el profesor de la Sorbona, que rastreó durante toda su carrera intelectual la aventura existencial del escritor francés convertido al catolicismo, Joris-Karl Huysmans, se convertirá, sin dolor y sin culpa, en un musulmán, un paso imprescindible para continuar como profesor de la Universidad, con derecho a la poligamia y con un alto sueldo, pagado por las petromonarquías, los nuevos patronos de la Sorbona. Sin grandes escrúpulos de conciencia, sino con lánguida indiferencia, el protagonista se rinde a una religión fuerte, “una religión de hombres”. La reducción de derechos y la merma de libertades son, quizás, poca cosa, parece indicarnos el profesor François.

Michel Houellebecq nos ofrece material suficiente para hacernos reflexionar sobre el europeo de este siglo XXI. El ciudadano europeo medio, alejado de la fe y de los ideales humanistas de sus mayores, aspira únicamente a su propio placer y rehúye, en nombre de un hedonismo elevado a la categoría de dios, a cualquier limitación: ya sea la paternidad, el matrimonio, el cuidado de los padres, los deberes cívicos o los valores humanos. Al mismo tiempo, más acá y más allá de las fronteras del Viejo Continente, el suicidio de Europa es visto como una oportunidad única, una auténtica ganga para los especuladores procedentes de otras maneras de pensar y de creer.





miércoles, 18 de agosto de 2021

El recuerdo de aquellos “bultos andantes”

 


“Eso es lo que son, unos cobardes y unos sinvergüenzas que son capaces de dejar a las mujeres y a las niños en manos de esos desgraciados”. La sentencia procede de un hombre jubilado que toma su primer café en el bar del pueblo. Son las ocho y media de la mañana. He salido de mi casa cuando aún las luces estaban encendidas en las calles de Quintanilla. He recorrido los casi ocho kilómetros en un estado de gracia. Es esta la hora que más gusta al caminante. La tierra huele a recién estrenada, los pajarillos bailan sobre mi cabeza con sus trinos y sus chillidos, tres corzos brincan por el pinar, el agua del Duero prosigue sin pausa su marcha hacia el mar en medio de chopos y álamos. Cuando llego a Pesquera de Duero, me encamino al bar Cañas y barro, donde una jovial camarera me sirve, antes de pedirlo, mi café con leche. En otra mesa de la terraza, dos hombres toman su café. Uno de ellos, voz clara y seria, es el que pronuncia la frase que encabeza este escrito. Una frase que en seguida entiendo: los “cobardes y los sinvergüenzas” son Estados Unidos, Europa, la Otan y España; los “desgraciados” son los talibanes; las “mujeres y las niñas” son las mujeres y niñas afganas.

Después de una caminata pastoril, la realidad irrumpe abruptamente. Y en este caso no me llega por el corresponsal en Kabul, asomándose al telediario, sino por la sentencia acertada de un cliente del bar. La realidad violenta de Afganistán se impone sobre pinares, vencejos, corzos y amaneceres.

Al volver a casa, busco más noticias. Efectivamente en el aeropuerto de Kabul se están viviendo horas dramáticas. Los seis mil soldados norteamericanos se ven impotentes para contener a los miles de afganos que desesperadamente buscan una plaza en algunos de los aviones fletados por las cancillerías para sacar a toda prisa a los diplomáticos, a los ciudadanos extranjeros y a los traductores afganos que colaboraron estrechamente con los soldados de muchas naciones. ¡Desesperados afganos que se aferran como pueden al fuselaje de los aviones para, al instante, caer sobre la pista de cemento.


Veo otra foto: un grupo de afganos hacen cola ante la frontera de Pakistán e imploran piedad para entrar en el país vecino. Van conduciendo carretillos sobre los que han colocado a sus hijos pequeños y las maletas donde encierran toda una vida.

Después de leer las noticias en varios periódicos, la sentencia airada del jubilado del bar me parece un resumen excelente. Veinte años de esfuerzos diplomáticos, miles de soldados, millones y millones de dólares invertidos no han servido absolutamente para nada. ¿Qué estrategia ha seguido el presidente de Estados Unidos, Sr Biden, para retirar súbitamente a sus tropas? ¿Qué fuentes manejaba para declarar que el gobierno afgano estaba en condiciones de hacer frente a los grupos talibanes? ¿Qué canales de información tenían las cancillerías extranjeras para no percibir, ni de lejos, el rapidísimo avance de los talibanes y su llegada a Kabul en pocos días? ¿Le importa algo a Naciones Unidas la suerte de tantos afganos, sobre todo la suerte de tantas mujeres y niñas? ¿O es que tanto los Estados Unidos o el resto de naciones con soldados en la zona lo han hecho tan rematadamente mal que la población civil estaba tan harta que ha franqueado el paso a los talibanes? ¿Dónde iba a parar el dinero que llegaba a espuertas para la reconstrucción de Afganistán y para poner las bases de una pacificación duradera? ¿Nadie va a rendir cuentas de esa corrupción generalizada que, según los periodistas internacionales, nadie quería ver, hasta el punto de que Occidente pagaba y armaba compañías y batallones del ejército afgano que no existían más que en el papel? ¿Qué países o qué inconfesables intereses económicos están detrás de esta victoria relámpago? ¿Quiénes han pagado la factura del avance imparable de las milicias de talibanes? ¿Por qué la comunidad internacional ha abandonado Afganistán a un régimen brutal, después de poner sobre la mesa tantos recursos humanos y tantos dineros? ¿Han cambiado los intereses de unos y de otros? ¿Ha tirado la toalla Occidente, tras comprobar que democracia e islamismo son absolutamente incompatibles?

Los periodistas que conocieron el anterior régimen talibán y que fotografiaron o escribieron sobre las brutalidades cometidas, no se creen del todo el discurso moderado de los jefes talibanes que hablan de respeto a los que colaboraron con el gobierno afgano o con los soldados extranjeros desplazados, y que dicen estar interesados en una transición pacífica y en poner las bases para la pacificación del territorio afgano que tantas páginas dramáticas ha ocupado en las últimas décadas. Gervasio Sánchez, el fotógrafo y periodista y uno de los que mejor conoce Afganistán escribía hoy mismo: "La comunidad internacional, es decir Estados Unidos, la OTAN, España, la ONU... han dado una lección de cobardía escandalosa, han actuado de manera vergonzosa, son unos cobardes que han dejado empantanado a un país en manos de un régimen brutal"

Todos tenemos en la memoria las imágenes de “bultos andantes bajo el burka”. ¡Eran mujeres, no eran bultos! Pero habían sido reducidas a simples bultos que caminaban por las calles polvorientas de Afganistán. La mitad de la población condenada a la invisibilidad. ¿Cuál será su destino a partir de ahora? (Por cierto y entre paréntesis ¿Dónde está el clamor del feminismo de este país, habitualmente tan vocero?) ¿Qué veneno de odio tan eficaz encierra el discurso talibán para que un padre, un hermano, un hijo, un amigo sea capaz de asentir a tamaña vileza? En fin, muchas preguntas y muy pocas respuestas. Cuesta creer el discurso de algodón de azúcar de los talibanes. Y también cuesta creer que los 20 años de ayuda internacional multimillonaria se hayan desvanecido en pocos días. ¿Alguien lo entiende? ¿Qué razones oscuras mueven a los hombres y a la Historia?

El solo recuerdo de “aquellos bultos andantes”, verdadera página ignominiosa de la Historia, nos debería avergonzar un poco y presagiar lo peor.








miércoles, 11 de agosto de 2021

Multiplicación de las casas de apuestas

 




La brillante serie de televisión Broken (de Ashley Pearce y Noreen Kershaw, 2017) cuenta la historia de un cura católico en una ciudad provinciana del Norte de Inglaterra, y todo  los dilemas morales a los que tiene que hacer frente en un barrio golpeado por la crisis económica. Uno de los personajes que aparece es una mujer adicta a las casas de apuestas. Aparentemente lleva una vida normal, casi exitosa, pero su incapacidad para abandonar el juego hace que tome decisiones equivocadas que, al final, la precipitan a un callejón sin salida o  con una salida desesperada: el suicidio.

Al mismo tiempo que veía esta serie, notaba cómo surgían en los barrios de mi ciudad, barrios obreros y humildes, casas de apuestas por doquier. Conjugan las pequeñas apuestas, las máquinas tragaperras, la cafetería y la retransmisión de importantes partidos de fútbol. Tras los cristales biselados se intuía la emoción por la apuesta, la alegría por el premio, la  decepción por la pérdida, la culpa, el arrepentimiento, la promesa de nunca más.

Desde el primer momento me llamó la atención que muchos de los que cruzaban el umbral de esta casa de apuestas eran personas humildes, trabajadores, emigrantes, parados y chicos jóvenes. Quizás mi observación no sea exacta, pero no creo que me equivoque demasiado. Antes el Casino gozaba de un cierto prestigio y de un cierto glamour. Estaba instalado en la parte noble de la ciudad o en las afueras, en palacetes, y la gente que lo frecuentaba, muy probablemente podía permitirse algunas pérdidas y algunas deudas.

Al mismo tiempo que instalaban una o varias casas de apuestas en cada barrio se multiplicaban las apuestas on line. Y lo que resulta vergonzoso: unos cuantos personajes célebres y conocidos, muchos de ellos del ambiente del fútbol, es decir, una especie de héroes a imitar, hacían publicidad de las apuestas, y nos invitaban a jugar unos pocos euros porque rápidamente se multiplicarían y podríamos olvidar un poco nuestras vidas vulgares y grises. Como cualquier juego de dinero, las apuestas nos prometen el dinero rápido envuelto en colorines de felicidad y superación de nuestras pobres existencias.

En un momento en que estaban prohibidos taxativamente los anuncios de bebidas espirituosas y de tabaco, se daba una tolerancia intolerable con la publicidad de casa de apuestas (sé que esto ha cambiado en parte y parece que aún serán más estrictos en el futuro inmediato). Espero que la tolerancia sea cero en este caso. No parece lógico que no se pueda anunciar un vino, porque incita al alcoholismo, o una cajetilla de tabaco, porque incita al tabaquismo y se pueda anunciar las apuestas que llevan a la ruina a tantas familias, y que generan, además de endeudamiento,  discusiones y rupturas en el seno familiar, y bastante violencia.

“Las casas de apuestas son la ruina de un barrio”, rezan de vez en cuando los grafittis y pasquines que protestan contra esta lacra de las casas de apuestas. No sé si es la ruina de un barrio, pero sí la ruina de muchas familias. El sueldo de un humilde trabajador merma un tanto antes de llegarlo a compartir con la familia. Y algunos jóvenes prefieren apostar los 20 euros de propina dominguera antes que ir al cine o a tomarse unas cañas con los amigos. Y más de un emigrante se gasta la remesa destinada a su familia en cualquier país de África o de Latinoamérica. Las adicciones –y esta lo es- a veces arrastran a sus protagonistas a callejones sin salida, donde nunca hubieran querido entrar.

El fenómeno de la multiplicación de las casas de apuestas por los barrios y la explosión de las apuestas on line (algo que cuenta con la discreción social) son datos sociológicos preocupantes. Y también el síntoma de una sociedad que quiere escapar de la realidad y abandonar la mediocridad económica por caminos equivocados que suelen pagarse caros. ¿O asistimos, quizás, al resultado de una sociedad programada para las adicciones compulsivas? ¿Quiénes están tan interesados en ello?



miércoles, 4 de agosto de 2021

Montañas para un creyente

 


Mons, la edición de las Edades del Hombre de Aguilar de Campoo, constituyó una bella reflexión sobre un aspecto bíblico fascinante: la montaña como lugar donde Dios se manifiesta y se encuentra con el hombre. El movimiento que mejor define a Dios es el descenso, mientras que el movimiento que mejor habla del hombre es el ascenso. Dios deja el cielo y baja a la montaña. El hombre deja el valle y sube a la montaña. Y allí se encuentran.

El creyente se mueve entre el Monte Tabor, el Monte Calvario y el Monte de las Bienaventuranzas. La fe de un creyente depende, en gran medida, de cómo vive el Tabor, el Calvario o las Bienaventuranzas.


El Monte Tabor. Representa aquellos momentos en que sentimos la fe como consuelo, como luz y como paz. Son los momentos en los que la religión proporciona un bálsamo bienhechor en medio de los trajines y sinsabores de la vida o en momentos de pérdida y de duelo. Hay muchas veces en que un creyente siente una cercanía inenarrable a Dios y, entonces, el alma se inunda de beatitud, esa suave dicha que sólo podemos hallar en las cosas del espíritu. A veces la contemplación de una obra de arte religiosa, ya sea una catedral, una pintura de devoción, una custodia, el canto de una determinada música o la asistencia a una hermosa liturgia, tienen sobre nuestros sentidos un efecto ‘Tabor’. También la naturaleza, en toda su hermosura y diversidad, ejerce, para quien sabe admirar la obra del Creador, un efecto Tabor. En esos instantes, como los apóstoles, tenemos ganas de exclamar: ¡Qué bien se está aquí!

También es cierto que el Tabor puede ser una trampa y una tentación. Existe una tentación grande a ‘instalarse’ en el Monte Tabor. El creyente puede pensar que la religión es únicamente un consuelo y una anestesia. Una luz sin sombras, un bello día claro sin noche oscura. La tentación de construir una tienda-refugio en la cima del Tabor es muy grande. La religión sería un intento de autoprotección en la pequeña tienda de nuestras seguridades religiosas, en el confort que pueden producir las prácticas devocionales, los ritos y las plegarias consoladoras. La religión reducida a un ‘bienestar’ y a una ‘confortabilidad’. El Tabor es necesario, como es necesaria la luz, el agua, la sombra de un árbol. El Tabor nos da aliento y empuje para seguir caminando. Pero uno debe saber que el monte del Calvario puede estar a la esquina y que el Monte de las Bienaventuranzas nos espera. El creyente debe saber que vendrán túneles oscuros, largos desiertos, parameras sin un solo árbol. Y sin embargo, quien ha conocido un instante de Tabor sabe que siempre quedará ese poso de dulzura en el alma: la nostalgia del absoluto, la esperanza de lo venidero.


El Monte Calvario.  Al Calvario –y a los calvarios- se llega tarde o temprano. Y se llega a menudo. La cruz forma parte de la vida  -y hasta nuestro cuerpo tiene forma de ella-. En el Monte Calvario nos medimos con nosotros mismos y medimos a los demás. En el Calvario descubrimos nuestra debilidades, nuestras heridas, nuestras llagas, nuestra sed y nuestro abandono por parte de un Dios al que habíamos imaginado como un mago poderoso, y que, sin embargo, solo es -pero nada menos- un padre amoroso aunque “humanamente impotente”. 

Pero también el Calvario tiene sus trampas y sus mentiras. El Calvario como mentira es resignarse a un mundo como perpetuo valle de lágrimas. Creer que el sufrimiento nos hace ganar méritos para el cielo. El Calvario como trampa es instalarse en la perpetua tristeza, en la pesadumbre, en la amargura, en un fatalismo que nos ensimisma en nuestras propias llagas. El riesgo de reducir nuestra mirada a los sayones y verdugos, a los esbirros y soldados impíos. Pensar en la vida como una sucesión interminable de estaciones de viacrucis. Teresa de Jesús creía que la tristeza estaba reñida con la santidad: “Dios nos libre de los santos encapotados”. Dios nos libre de los que se empecinan en la tristeza.

En el Calvario están Anás y Caifás, la chusma vociferante, la cobardía de Pilatos, o el escapismo de Herodes, los soldados amenazantes, la traición de Judas, el miedo y la negación de Pedro, el abandono de los amigos, la violencia de los sayones, pero también en el Monte Calvario están la ternura de María, la lealtad de Juan, las lágrimas de Pedro, el cariño de la Magdalena, el consejo de la mujer de Pilatos, las lágrimas de las mujeres de Jerusalén, la fe del buen ladrón, la verdad del centurión, el arrojo de Nicodemo y Arimatea, la colaboración del Cirinero… En el Monte Calvario medimos la estatura de nuestra fe y medimos también la humanidad de los que nos rodean.

En el Calvario solo caben la aceptación del misterio del dolor o la desesperación nihilista ante el propio infierno. Los grandes místicos han degustado las delicias del Tabor, pero no les ha sido ahorrado la sequedad de espíritu, el silencio impenetrable de Dios y las espinas del Gólgota.

El Monte de las Bienaventuranzas. Pero la mayoría de los días de un creyente no transcurren ni en el Monte Calvario (sufrimiento) ni en el monte Tabor (gozo), sino en el Monte de las Bienaventuranzas, que es el espacio de la cotidianidad, de lo ferial, de la rutina, del bregar cotidiano. El espacio del compromiso y de la caridad. El Monte de las Bienaventuranzas es nuestra oficina, nuestro campo, nuestra fábrica, nuestra escuela y nuestra casa. Es el ágora, la plaza y la encrucijada donde se producen todos los encuentros cotidianos. Y cada uno de estos encuentros es una llamada,  un grito de socorro, una invitación, porque, como decía Enmanuel Lévinas, el rostro del hombre es una interpelación para el que lo contempla. Nos interpela la violencia, la sed, el hambre, la injusticia, la pobreza, o por decirlo más acertadamente, nos interpela el que sufre violencia, el sediento, el hambriento, el pobre, el analfabeto, el niño abusado y la mujer violada; nos interpela el sinhogar y el emigrante. Y ante cada uno de ellos, entra en juego nuestra libre decisión: o cuidar de los heridos o pasar de largo.

Y también el Monte de las Bienaventuranzas tiene su trampa y su mentira. Solo quien se sabe poca cosa, puede de verdad sanar y cuidar. El que se cree alguien e importante solo es capaz de mover los brazos, las piernas, como un autómata, repartir palabras o monedas como una máquina. La suya es una carrera insensata para afianzar su yo, engordar su ego, creerse mejor que aquellos a los que ayuda, entrar en un activismo mesiánico que sólo busca el reconocimiento de los demás, el sobresalir en el pódium de la sociedad, y alcanzar prestigio y fama. Quiere ser fuego y no es más que humo.


Solo el corazón es capaz de cuidar, sanar, proteger y amar. Solo quien se sabe vulnerable puede ayudar a los vulnerables. Solo quien acepta que no es él quien ayuda, sino que hay Otro, por encima de él, que mueve su corazón y sus manos, puede hacer el bien.

En las distintas montañas, Dios nos conoce. Y lo que es aún más importante, nosotros conocemos al otro, y el otro nos conoce a nosotros.

 

miércoles, 28 de julio de 2021

¿Puede haber una memoria histórica en España?

 


Cada vez que un Gobierno determina crear una memoria histórica (ahora han empezado a llamarla ‘memoria democrática’), lo que está creando es una venganza histórica. La “memoria histórica” es algo propio de las dictaduras o de los populismos.

La memoria solo puede ser individual. Cada uno guarda memoria de unas cosas, de unos hechos, de unas personas, dependiendo de su ‘yo’ que piensa y siente de una determinada manera,  y de su entorno familiar, laboral, social. Cada uno cuenta la feria según le va. El hijo de un alto miembro del aparato comunista ruso que disfrutaba de un enorme apartamento, que tenía acceso a los mejores productos del mercado, que nunca conoció la cartilla de racionamiento, que tenía entradas para un palco en el Bolshoi o que disponía de una preciosa dacha en verano, conservará de la dictadura comunista soviética una imagen idílica y entrañable. Muy diferente a la del hijo cuyo padre fue conducido a un Gulag donde habría de pasar interminables años, que conoció miles de privaciones, que tuvo que soportar interminables colas para conseguir una hogaza de pan negro o un salchichón enmohecido, que no fue admitido a la Universidad por ser hijo de quien era, que tuvo que vivir en un piso de 30 metros y recorrer largas distancias para traer cuatro trozos de leña para no morir de frío, guardará del régimen comunista un recuerdo siniestro.

La historia, por otro lado, compete a los historiadores. Cuando los gobiernos se ponen a redactar la historia y a distribuirla, por todos sus medios, que son muchos, como si fuesen bocadillos de chope y refrescos, lo que están haciendo es adoctrinamiento e inculcando ideología sectaria.

Todos conocemos de sobra el relato histórico impuesto durante la dictadura franquista, o la historia impuesta durante la Revolución Cultural China. Entra dentro de la ‘normalidad’ que las dictaduras, sean del signo que sean, impongan una historia revisada, pero no se puede entender ni justificar que un Gobierno de una democracia la imponga, como es el caso de España.

Desde hace un tiempo, cada vez que los problemas nacionales son serios y gordos, se empieza a hablar de la dictadura de Franco y de todas sus maldades, como una forma sutil de desviar la atención. El otro día en una viñeta se decía: “Hala, majos, cuando terminéis de solucionar lo de la guerra de hace 85 años, os ponéis a solucionar el paro, la factura de la luz, la educación y la pandemia”.

 Aquel periodo de la Transición, cuando la palabra ‘concordia’ estaba en el sentir y en el pensar general, fue interrumpido por el Sr. Zapatero con su conocida frase: “Hay que crear un poco de tensión”. Y la tensión consistía en empezar a recordar a la gente su pasado más o menos franquista, y a enzarzar a unos contra otros. Y en esas estamos ahora, versión corregida y aumentada. Echar la culpa de los males de este momento presente a una dictadura que acabó en 1975 es como si la comarca del Bierzo echase la culpa de su atraso a la explotación romana de las Médulas. Los problemas actuales no proceden de entonces; son demasiado actuales como para que paguen el pato las generaciones anteriores que crían malvas en los cementerios.

Todo lo que en estos días se habla en torno al futuro del Valle de los Caídos es más de lo mismo: una venganza histórica o una memoria dictatorial. Querer expulsar a los benedictinos de la basílica, que llevan rezando décadas por la reconciliación entre las dos Españas, con el pretexto de que no se arrodillaron ante los planes del Sr Sánchez sobre el Valle de los Caídos, suena a vendetta. Las democracias admiten otros puntos de vista y otros pareceres, admiten la disidencia y la crítica. Las dictaduras, solo admiten el amén y la genuflexión de los súbditos.

Dar una sepultura digna a muchos muertos enterrados en las cunetas durante la Guerra Civil o la inmediata posguerra es un acto de pura dignidad y de pura piedad. Nada que objetar. Un deber moral. Pero decirnos quiénes son los buenos y los malos de todas las películas de la Historia, es un intento zafio de comernos el coco. Ahora los señores de la Moncloa exigen que asintamos, como niños de coro, a una versión de la Historia completamente sesgada, ideologizada. En la Guerra Civil, y antes y después de ella, hubo desmanes por todos los sitios y por ambos bandos. Y no hace falta tener mucha imaginación para saber que si el bando ganador hubiese sido el republicano, se hubiera producido parecida represión, o peor, que es lo que sucedió en tantos países de la órbita soviética. La continua demonización del régimen franquista y la continua santificación del periodo republicano no puede conducir a nada bueno. Lo que menos necesita la sociedad española es resucitar fantasmas del pasado y menos aún reavivar viejos reconcomios y antiguos odios cainitas, tan frecuentes por desgracia, en esta vieja España.

La Historia busca la verdad. Los historiadores, los estudiosos del pasado, intentan comprender el pasado, contextualizándolo en un momento internacional, y lo hacen desde los documentos y los testimonios de una época. Y sus estudios tienden –o deberían tender- a comprender todas las posturas y todos los puntos de vista que tuvieron que ver con un acontecimiento. En la historia no hay buenos y malos netos, porque en todas las posturas caben muchos matices y muchas apreciaciones.  

Rescribir la Historia es una tentación continua de los dictadores, que no buscan la verdad sino engordar su ideología. Los que rescriben la Historia no parten de lo que sucedió sino de lo que tenía que haber sucedido según su criterio y su opinión. Negar cualquier bondad a un periodo histórico es lo mismo de grave y de falso que negar cualquier maldad a ese mismo periodo.

Las democracias aparentes –y España corre el riesgo de formar parte de una de ellas- tienden a hacernos creer que todo lo que sucede en democracia es perfecto e ideal, que todo está justificado porque el ‘detergente democrático’ limpiaría todas las manchas y todas las suciedades. En las dictaduras se comenten todo tipo de tropelías, pero en las democracias también se comenten unas cuantas, y en ellas existe la ignorancia, la manipulación, la corrupción, el chantaje y las demasías del Estado. Los pecados de la democracia no pueden quedar impunes por el hecho de vivir en democracia. Cuanto más precaria es una democracia, más tiende a culpar de los males del país a las épocas pretéritas.

Decir ahora a un español, que uno de sus abuelos fue un mártir y un héroe porque luchó al lado del Frente Popular, y el otro abuelo fue un asesino porque luchó en el Bando Nacional, sin pararse en matices y en detalles, es una burda tergiversación de la Historia. A la mayoría de los españoles de los años treinta no se les preguntó a qué bando querían pertenecer; simplemente estaban en un territorio concreto, y tuvieron que apechugar con ello. Condenar sumariamente todo lo realizado durante el régimen franquista y absolver impunemente todas las tropelías de la República es una bajeza y una inmoralidad. Y esto es lo que sucede cuando la Historia queremos que la escriban los cuatro asesores a sueldo del Palacio de la Moncloa en lugar de que la escriban los historiadores y la Universidad.

La Historia se debe conocer en toda su cruda o amable verdad, para no repetirla en un caso y para proseguir su senda en el otro. Rescribir la Historia de un periodo convulso en España solo servirá para volverla a rescribir dentro de unos cuantos años. Y así andaremos por los siglos de los siglos.

En este tiempo, precisamente, lo que necesitamos son mensajes de concordia, reconciliación y entendimiento. Porque sólo estas actitudes pueden mejorar el futuro. Lo que sucedió en los años treinta y después en el periodo franquista, sucedió. Y no se puede cambiar. Solo cabe el estudio para sacar conclusiones y evitar caer en los mismos errores. Los políticos verdaderos piensan, no en los males que se vivieron en épocas pasadas, sino en las soluciones que ellos pueden dar a los problemas actuales. Un verdadero político y una sociedad cabal miran al mañana y al futuro, porque el pasado corresponde a los historiadores y a los libros.  La memoria del pasado, en todo caso, corresponde a cada individuo. Una memoria hecha de vivencias, relatos y lecturas. 

miércoles, 21 de julio de 2021

Lluvia fina, de Luis Landero

 


                Hace más de 30 años, cuando vivía en Salamanca, leí Juegos de la edad tardía, la novela revelación de Luis Landero. Al propio autor lo conocí por aquel entonces en una conferencia en la que reveló su gran sentido del humor, su vida un poco quijotesca y su deuda con Cervantes.

                Esta misma tarde he acabado otra de sus novelas, Lluvia fina (publicada en 2019). Hacía tiempo que no me encontraba con una novela tan buena de un autor español. Así que no cabe sino la celebración. ¡Son tan pocos los libros buenos que uno lee a lo largo de un año! No es de extrañar que, cuando me encuentro con uno de ellos, me siento recompensado por las muchas veces que me topo con novelas insulsas, aunque millonarias en ventas, que se adaptan al patrón que en cada momento marca el merchandising y la industria cultural que, evidentemente, es sobre todo industria.

                Ya desde la primeara página el autor (Alburquerque-Badajoz, 1948) nos dice que “los relatos no son inocentes. Quizá tampoco lo sean las conversaciones de diario, los descuidos y equívocos verbales o el hablar por hablar. Hay algo en las palabras que, ya de por sí, entraña un riesgo, una amenaza, y no es verdad que el viento se las lleva tan fácilmente como dicen”.

Y de palabras no inocentes, sino peligrosas, va este libro. Una celebración de la palabra. No una fiesta, que es distinto. Las palabras hieren, matan, golpean. Las palabras las carga el diablo, y las aletarga, pero nunca las mata, el tiempo.

Aurora recibe palabras y palabras durante toda su vida. Buena escuchante y buena receptora de palabras, a ella acuden todos para desaguar palabras, para lanzarlas como proyectiles. La novela abarca apenas seis días en la vida de una familia, los que van desde que Gabriel, el marido de Aurora, decide organizar una comida por el 80 cumpleaños de la madre, hasta que  él mismo cancela dicha comida. Un bienintencionado Gabriel intenta que todos los miembros de la familia olviden viejos reconcomios y agravios, y desea que un menú de delicatessen borre tantos recuerdos amargos. Pero los familiares, no solo no olvidan, sino que despiertan agravios, resucitan injusticias y desdenes, insuflan savia nueva a desprecios y rencores. Todos a una, todos contra todos, confiesan a Aurora, el elemento neutro de la familia, sus vidas despeñadas, sus secretos, sus rencores, sus frustraciones, sus odios. Gabriel, Sonia, Andrea, Horacio y la madre se lanzan a una guerra de llamadas telefónicas para imponer su versión de los hechos, para alimentar, con nueva energía y nueva savia, viejos recuerdos empolvados, pero más vivos que nunca. Una despiadada carrera para imponer el relato propio por encima del relato ajeno. Solo la escritura puede obrar el milagro de mostrarnos todos los relatos en paralelo, de forma que el lector sea el escribidor, en su cabeza, de la historia.

El libro nos hace caer en la cuenta de que nuestra verdad, no es la Verdad. Ni nuestra historia es la Historia. Todos merecemos a la vez la condena y la absolución, porque nunca nadie es íntegro del todo ni del todo culpable. Y todos somos de “ideas fijas momentáneas”, otro hallazgo de la novela. Solo los puros, tal vez a la manera de Aurora, o del padre de la familia, muerto y evocado, pueden extender sobre nuestras miserias una capa de misericordia.

Las palabras no se las lleva el viento. Nunca. Sino que el viento las zarandea para espetarlas una y otra vez contra todos y, por supuesto, contra nosotros. El odio, parece decirnos la novela, es un sentimiento acaso más fuerte que el amor, porque es capaz de hacernos desplegar una energía y una memoria inusitada, proteica.

Y en esta batalla verbal y memorística, Aurora, el cofre donde se deposita el acta notarial de toda la familia, se pregunta quién es en verdad el hombre al que está unida desde hace 20 años. Por eso, Aurora, la que no tiene relato, el almacén de los relatos de los demás, se pregunta también quién es ella, dónde está su futuro. Y quizás por ello se ve abocada a no tener futuro, porque renuncia de antemano a la montaña de palabras que hieren y quitan la vida.

La novela despliega con maestría, al igual que lo hace un arqueólogo que descubre aquí y allá trozos de una vasija rota, detalles inconexos, fragmentos, voces dispersas, palabras que evocan, palabras que velan otras palabras, para al final recomponer la vasija entera.

El autor de Patria, Fernando Aramburu, después de leer Lluvia Fina, dedicó a su autor el elogio más grande: “Yo, de este hombre, leería cualquier cosa, hasta la lista de la compra”. Habrá que seguir leyendo a Luis Landero.






miércoles, 14 de julio de 2021

La Victoria de Samotracia



Fue una de las obras de arte que más me impactó en aquel libro de COU, año 1977, donde por primera vez me asomé a la Historia del Arte. Cuando entré en el Museo del Louvre, once años después, fui directamente a buscarla, porque esa quería que fuese la “imagen” de mi primera visita al Museo parisino.

Colocada, con afán teatral, en la escalera, la diosa alada se posa levemente en la proa de un barco. Acéfala y sin brazos, sigue siendo el símbolo de la belleza eterna que los griegos crearon para todos.

Inesperadamente, fue descubierta en 1863 por Charles François Champoiseau, a la sazón vicecónsul francés en la isla de Samotracia y arqueólogo aficionado. La isla de Samotracia es una pequeña isla de Grecia localizada en el norte del mar Egeo, a pocos kilómetros al oeste de la frontera marítima entre Grecia y Turquía. La escultura apareció rota en cientos de fragmentos que, pacientemente los arqueólogos pudieron unir, aunque su cabeza, sus pies y sus brazos nunca fueron encontrados. Por conjeturas y por comparación con otras pequeñas estatuillas de ‘victorias’, podemos imaginar su postura completa. Poco después, aparecieron varios restos que, una vez reunidos, sugirieron que era la proa de un barco, donde la diosa alada posaba uno de sus pies. Todos los restos fueron llevados al Museo del Louvre. Desde entonces, esta victoria de marmol es una seña de identidad del arte griego, pero también del Museo del Louvre.

Para los griegos, la victoria (Niké) se simbolizaba con la imagen de una mujer alada. Los arqueólogos han descubierto muchas de estas Nikés que ahora se pueden ver en diferentes museos, pero ninguna del tamaño monumental y del sorprendente movimiento como la Victoria de Samotracia. Los expertos dicen que esta escultura tiene muchas semejanzas con las obras del Altar de Pérgamo que hoy se puede ver en Berlín.

Desde de 1885, la Victoria de Samotracia, posada levemente en la proa de un navío, reina en la escalera monumental del ala Sully del Museo del Louvre. Teatralmente situada en un escenario grandioso, no deja indiferente a nadie. Erguida con firmeza, con las alas desplegadas y el vestido surcado de pliegues por el efecto del viento marítimo, la Victoria recibe el aplauso unánime de los millones de visitantes que admiran la naturalidad de su pose, la gracia del movimiento, la monumentalidad de su cuerpo, todo típico del periodo helenístico del arte griego, que se inicia con la desaparición de Alejandro Magno en el año 323 A.C.

Durante el tiempo que duró mi estancia en París, acudía cada jueves a la visita que un especialista hacía de una de las obras maestras del Museo. Un jueves de mayo, le tocó el turno a la Victoria de Samotracia. Durante una hora, la profesora de arte fue desmenuzando todos los aspectos históricos y estéticos de la famosa Niké. Al final de la charla, un hombre de algo más de sesenta años levantó la mano para pedir la palabra. Su testimonio añadió, si cabe, más fuerza y belleza a esta inolvidable escultura:

“En 1940, yo era un joven de apenas 16 años, un estudiante interno de la Escuela de Beaux Arts de París. Una noche, a las cuatro de la madrugada, inesperadamente encendieron las luces del dormitorio y nos gritaron que nos vistiésemos de prisa con nuestras mejores galas. Nuestro instructor nos comunicó que nos dirigíamos  al Louvre para ser testigos de un hecho muy importante. A una cuarentena de alumnos nos hicieron subir a dos camiones militares. Nos condujeron ante esta misma escalera. En ese momento un buen número de trabajadores se afanaba, con cuerdas y tablones, en torno a la Victoria de Samotracia. La bajaron del pedestal. La envolvieron en mantas y la sujetaron con unas tablas. Después poco a poco fueron descendiéndola por las escaleras. Nos hicieron formar un pasillo de honor. Y nos dijeron: “Grabad bien en vuestras retinas este momento. Vosotros sois testigos. La Victoria de Samotracia y otras grandes obras de arte abandonan esta noche París. Serán escondidas en un lugar que no puedo revelaros, para que los alemanes, que ya están a cincuenta kilómetros de las puertas de esta ciudad, no se la lleven. En este momento, no tenemos más opción que llevarlas lejos de París. No sabemos cuándo podrán volver, porque no sabemos quién ganará esta guerra. Vosotros sois testigos de nuestro intento de preservar estas obras para Francia y para el Mundo”. Fue entonces cuando a nuestro instructor se le saltaron las lágrimas. Yo y mis compañeros estábamos ahí, con un nudo en la garganta por lo insólito del momento y por el miedo que teníamos en nuestro corazón en aquellos días, y que compartíamos con todos los parisinos”.

Fue entonces, cuando el hombre se calló y también a él se le saltaron las lágrimas. Lo que era una charla educativa sobre una obra de arte, se convirtió en un alegato contra la guerra y lo que estas destruyen. Y también un canto a favor de la conservación de las obras maestras para las generaciones venideras.

En aquel momento de emoción francesa no caí en la cuenta. Pero después, al abandonar el Louvre, me detuve en el Jardín de Luxemburgo a comer un bocata. Pensé, entonces, que los franceses no habían querido que esta obra maestra cayera en manos de los alemanes. Pero, muchos años atrás, esta estatua había salido de Grecia hacia el extranjero, y por entonces ningún francés había dicho ni defendido que esta Niké no tenía por qué ser arrebatada a los griegos, los artífices de esta belleza que aún asombra al mundo.










miércoles, 7 de julio de 2021

Samuel ha muerto

 



Un Joven, Samuel Luiz, ha muerto tras recibir una brutal paliza por parte de un grupo de jóvenes, cuyo número aún no ha sido confirmado.

A un joven de 24 años, enfermero en una residencia de ancianos, le ha sido arrebatada la vida en un acto de violencia que ha conmocionado a tantas personas de bien.  En plena semana de celebraciones y reivindicaciones del movimiento LGTBI, la muerte de Samuel ha tenido una repercusión mediática sin precedentes, porque los medios de comunicación reprodujeron, al día siguiente, que la paliza mortal tuvo lugar al grito de “maricón”. Las manifestaciones en toda España no se han hecho esperar. Y diversos movimientos y partidos, rápidamente, han querido sacar tajada del cadáver caliente. En los días siguientes, hemos sabido que la paliza pudo deberse a que Samuel y una amiga estaban haciendo una videollamada y otros jóvenes pensaron que les estaban grabando. También hemos sabido que en la paliza se dieron más gritos e insultos, como ‘subnormal’ e “hijo de puta”. Parece ser que los agresores no conocían a la víctima y, por lo tanto, difícilmente podrían saber su orientación sexual.

Lo único que sabemos con certeza es que Samuel ha muerto violentamente. Y la vida de un ser humano, una vez que ha sido derramada,  ya no se puede recoger. No hay marcha atrás. No se puede rebobinar la vida de una persona, como si fuera una serie de Netflix.  Los judíos, cuando alguien moría, derramaban el agua de los cántaros para expresar esa inexorable y dramática verdad de la muerte. La vida humana es así de frágil, y no admite vuelta atrás.  

Me gustaría destacar algunos puntos de este lamentable suceso.

Uno. El padre de Samuel, con verdadero talante cristiano, dejó un precioso mensaje en el lugar donde el corazón de su hijo dejó de latir. Daba las gracias a los que intentaron salvarle. Agradecía todo el cariño y las oraciones por su hijo y su familia. Pedía a Dios que recompensara a todos los que en ese momento le habían expresado afecto. Y declaraba -y esto es lo más importante-: “Nos quitaron la única luz que iluminaba nuestra vida”. Y quienes son padres y madres entenderán esta potente metáfora. A un padre y a una madre se les condena a la ceguera y a la oscuridad existencial, cuando se les arrebata a un hijo. El padre, con gran sensatez, pedía que no quería políticos ni banderas en el funeral de Samuel.  Algunos, desde el primer momento, quisieron  adueñarse de la muerte de Samuel para hacer campaña, sin respetar el duelo y el dolor de la familia. Otros, de todo corazón, sencillamente manifestaron su pesar por la muerte violenta y su cercanía a la familia.

Dos. Samuel ha muerto y lo ha hecho a manos de otro u otros seres humanos.  Estamos de nuevo ante Abel y ante Caín. Todo asesinato es un fratricidio porque todos somos hermanos. Adjetivar el asesinato de homófobo, de machista, de racista, ¿es importante, es determinante, añade mayor crueldad a la muerte?  Todos somos a secas seres humanos, con nuestra historia, nuestro rostro, nuestros sueños, nuestro nombre. ¿Es más asesinato o menos asesinato si a la víctima se la mata por ser homosexual o heterosexual, por ser mujer o ser hombre, por ser gaditana o marroquí, por ser cristiana o musulmana, por ser del Real Madrid o del Barça, por ser policía o por ser periodista? ¿Son más víctimas algunas víctimas que otras? No pocas veces –lo sabemos- la muerte tiene un llamado ‘móvil de odio’ (al extranjero, al homosexual, a la mujer, al diferente), pero banalizar este móvil, hasta convertirlo en causa partidista y en bandera de intereses, es peligroso, pues se nos olvida que la vida de todos los seres humanos vale lo mismo. Lo verdaderamente determinante es que a un ser humano inocente se le corta, violentamente, el hilo de la existencia. Lo importante es distinguir la víctima del verdugo.

Tres. Aún no sabemos casi nada de los que propinaron la brutal paliza a Samuel. Pero fuese como fuese, debemos preguntarnos qué es lo que está pasando. ¿Qué lleva a unos jóvenes que comparten edad, diversión, ciudad, a patear hasta provocar la muerte a otro joven? ¿Es la agresividad y la violencia que está siendo difundida día a día desde los ámbitos políticos y los medios de comunicación? ¿Nadie les ha dicho a esos jóvenes que el rostro de otro ser humano es siempre una orden para mí: “no me matarás”, como hermosamente nos enseñó Enmanuel Lévinas? ¿No merece este hecho, más allá de las condenas y las manifestaciones, una reflexión pausada y serena sobre la manera de ver al otro, sobre la formas de resolver conflictos y opiniones discrepantes, sobre las causas y los porqués de una violencia tristemente de actualidad? ¿Qué raro placer lleva a un ser humano a golpear a otro, hasta destrozarle? ¿Un yo monstruoso que reduce al otro a mera cosa, la falta de normas y de una ética ciudadana en tantos jóvenes que no alcanzan a distinguir el bien del mal, el coqueteo con las drogas, el envalentonamiento de alcohol, la instalación en mundos virtuales donde herir, golpear, matar es un juego con vuelta atrás?

Cuatro. Pienso en los jóvenes que golpearon a Samuel. Han quitado la luz de los ojos de Samuel y de los ojos de sus padres y amigos. Pero, en cierta forma, ellos también se han quitado su propia luz. Herir, golpear, matar siempre mancha el corazón y envilece el alma. Ellos también se han arruinado la vida y se la han arruinado a sus seres queridos. Es verdad que ellos saldrán de la cárcel y reharán sus vidas, algo que nunca podrá hacer Samuel. Pero también es verdad, como nos ha enseñado el Génesis, que en lo más profundo de su corazón, una voz les preguntará, hasta el final de sus días: “Dónde está tu hermano, dónde está Samuel?






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