jueves, 8 de septiembre de 2022

La bendición de la tierra, de Knut Hamsun


“¿Quién trazó el largo, larguísimo sendero que recorre las ciénagas y los bosques? El hombre, el ser humano, el primero que llegó a estas tierras. Antes de él no existían caminos”. Así empieza la novela del escritor noruego Knut Hamsun (1859-1952),

            Hace más de 100 años que vio la luz esta obra, aunque para varias generaciones fuera prácticamente desconocida. El posicionamiento de Hamsun a favor del nazismo supuso una condena al ostracismo. Y eso que en 1920 obtuvo el Premio Nobel y su obra fue admirada por los grandes escritores de su época y contó con el favor del público. Sólo últimamente el escritor está siendo rehabilitado y dado a conocer.

            Desde hacía un tiempo esta obra estaba en la lista de lectura. En uno de los diarios de José Jiménez Lozano leí por primera vez una referencia a este autor. Siempre estaré en deuda con el “morabito de Alcazarén” que me abrió los ojos a la verdadera literatura.  

            Hace una semana, frente a los campos del pueblo, empecé a leerla. Un hombre, Isak, con un saco al hombre, llega a un lugar inhóspito y deshabitado noruego, muy cerca de la frontera con Suecia. Nada sabemos de su pasado, porque el libro empieza en ese momento y nunca retrocede. Y allí, con el sólo afán, de ganarse la vida, cultivando la tierra y cuidando ganado, se instala. Tiene la fuerza de un titán, y el carácter indomable, y poco a poco, tronco a tronco, construye la primera cabaña, labra los primeros surcos, siega el primer forraje para los animales. El trabajo es su forma de estar en el mundo y de permanecer en él. Después llega Inger, una mujer de la aldea que, marginada por una malformación en su rostro, lleva la marca de los apestados. Se establece a su lado, compartiendo el duro trabajo y engendrando hijos, Eleusus, Sivert, Leopoldine, Rebekka.

            Un dramático acontecimiento viene a romper la monotonía cotidiana y el paso de las estaciones. Inger tiene que dejar el campo y la casa. Y cumplir condena. Llega Oline, metementodo, chismosa, para cuidar a los niños. Poco a poco, otros colonos van llegando y ocupando otras tierras. Y con ellos llegan otras formas de vivir y de pensar: Brando, Geissler, Vrede, Aronsen, Os-Anders. Brede. También la noticia de que la zona es rica en minerales, hace que aparezcan otros hombres, con su codicia a cuestas.

Pero la verdadera protagonista de este libro es la tierra, en toda su dureza y su dulzura. La tierra helada e impenetrable por el hielo. La tierra caldeada por el sol. La tierra en cuya bóveda se dibujan las luminarias. La tierra que da pasto a los animales, frutos a los colonos, troncos para las cabañas y piedras para los cimientos.  No es un canto almibarado de una Arcadia idílica en un rincón de Noruega, no es esa salmodia boba de los urbanitas hacia la vida rural de la que no conocen absolutamente nada: únicamente un paseo por un sendero bien trazado y una barbacoa.

            Los hombres y mujeres que allí viven y que sudan para arrancar a la tierra sus frutos llevan en ellos el tesón, la lujuria, la frivolidad, el engaño, la codicia, la inocencia o el crimen, la austeridad o los sueños marchitos. La Bendición de la tierra es un canto a la naturaleza, a la vida sencilla de los trabajos primigenios, a los afectos elementales.

            Así vivían los colonos noruegos hace un siglo y así se vivía en casi toda Europa.  Esta novela, hermosísima por la evocación de plantas, minerales, animales y paso de las estaciones, evoca bien la dureza de la vida campesina hasta hace no muchas décadas. La vida de los hombres y mujeres de hace no mucho era también trabajo, más trabajo, esfuerzo y sacrificio. Su vida consistía en arañar un fruto a la tierra o al ganado, acostarse rendidos y levantarse a la mañana siguiente dando gracias a Dios porque tenían salud y fuerzas para trabajar un día más.

            Eran hombres y mujeres hechos de otra pasta, modelados a cincel por la vida. No conocían la queja y el lamento, y apenas las lágrimas, aunque sus huesos se consumiesen por la fatiga, los fríos o el calor abrasador. Eran robles a los que solo el hachazo de la muerte derribaba. El deseado progreso llegó después, y con él entró también ese “malestar del ocio”: ese aburrimiento que es como la segunda piel de los hombres y mujeres de nuestra época, avocados a llenar los días de muchos ‘algos’, ya sean viajes, libros, experiencias, compras o cosas, porque un inmenso tedio corroe sus entrañas y los devora en un fuego de frustraciones y expectativas no cumplidas.

            La bendición de la tierra es, como mínimo, una invitación a contemplar con pasmo la tierra, a mancharse las manos buscando un pequeño fruto, así sea un tomate o unas moras, a sentirse pequeño frente a la inmensidad del cielo, a aprender a nombrar las hierbas, los árboles, los frutos y los pájaros.

            Pues la tierra solo bendice a los que la han regado con su sudor y la han acariciado con sus manos. Y a los que han sabido oponer su esfuerzo y determinación a la dureza impenetrable de un surco tras una noche de hielo.

            Por ello la tierra de Sellanrá que ha conocido las manos agrietadas de sus hombres, las espaldas combadas por la carga, los ojos cansados de la mujer tejiendo en la noche, las manos que ofrecen un vaso de leche agria, el saludo “a la paz de Dios”… es una tierra bendecida que bendice.

Leemos en el libro: “El aire que respira el colono es una raudal de salud. No echa de menos los diamantes y sólo conoce el vino por las bodas de Canaán. El colono no sufre por las maravillas que no puede tener: el arte, los periódicos, los lujos, la política, valen exactamente lo que la gente está dispuesta a pagar por ellos, nada más. Pero las cosechas de la tierra son la base de todas las cosas, la única fuente”. Y por eso se sienten bendecidos, porque “contemplan todos los días las mismas montañas azules. El cielo y la tierra les acompañan en sus  quehaceres. No necesitan nada más. El hombre y la naturaleza se acompañan. Las montañas, el bosque, las ciénagas, los prados, el cielo y las estrellas no son mezquinos ni comedidos, sino inmensos y pródigos”.

Tierra de Sellanrá. Ahí está Isak, “un campesino en cuerpo y alma, un agricultor sin piedad. Un resucitado del pasado que señala el futuro, un hombre de épocas primigenias, un colono; tiene novecientos años de edad y vive en el presente”. Ahí está Inger: “ha navegado por el gran mar y ha vivido en la ciudad, pero ahora está de vuelta en el hogar”. Apenas fueron nadie entre la gente. Solo un hombre más. Solo una mujer más. Por eso la noche puede caer sobre ellos.










jueves, 1 de septiembre de 2022

El grito de Montesinos

 


            La mañana del 21 de diciembre de 1511 estaba destinada a pasar a la Historia. La iglesia de los dominicos en la Isla de La Española (hoy República Dominicana y Haití) estaba a rebosar. Era la hora de la Misa Mayor del cuarto domingo de adviento. Y nadie quería perderse el sermón de los padres predicadores, conocidos por sus brillantes y vibrantes homilías. Frailes, encomenderos, hacendados, soldados, justicias y hasta el propio Diego de Colón, hijo del descubridor y virrey, llenaban las naves. Pero también indios taínos bautizados o aún sin bautizar.   

            Se hizo silencio. Fray Antonio de Montesinos subió al púlpito. Y habló. Gritó. Y entonces, en los oídos de todos los presentes, resonó el vozarrón de Cristo a través de la garganta del fraile dominico. Todos se quedaron petrificados: los españoles, porque desde el púlpito, un español les echaba en cara su falta de humanidad. Los indios, porque desde ese mismo púlpito, un español los defendía y los consolaba.

            En los días anteriores, los primeros dominicos españoles que habían llegado al Nuevo Mundo prepararon minuciosamente este sermón. Y estamparon su firma en él. Llevaban no mucho tiempo en América, pero lo suficiente para comprobar los desmanes y la crueldad que no pocos encomenderos españoles ejercían sobre los indios taínos. No podían comprender que personas que se llamaban cristianas tratasen mal a los indios, con los que, entre otras cosas, compartían el mismo Bautismo.

            En el lentísimo proceso de la afirmación de los derechos humanos, por encima de los poderes de los estados, esa mañana de 1511 es una piedra fundacional. Mucho después, vendrían los derechos de los ciudadanos y la carta de Derechos Humanos, pero en ese sermón de Fray Antonio, ya estaba todo esto. Había estudiado en el Convento de San Esteban de Salamanca, de los dominicos. La llamada Escuela de Salamanca empezaba a gestarse en ese momento y pondría las bases para lo que hoy denominamos derecho internacional. Domingo de Soto, Francisco Vitoria, Luis Molina o Francisco Suárez no se entienden sin este sermón en una iglesia a miles de kilómetros de España.

            Pero volvamos al sermón. Montesinos, partiendo del evangelio de ese domingo, se considera una voz que clama en el desierto. Y, con auténtica osadía, dice al Virrey, a los encomenderos, justicias y soldados que están en pecado mortal. Pregunta a los presentes, autoridades constituidas, con qué derecho y con qué título se atreven a oprimir y esclavizar a los indios. Hace recuento de las atrocidades cometidas (memoria passionis). Les dice que están obligados a amar a los indios. Y por último, les asegura -como ministro de Cristo- que, por su mal comportamiento, están destinados a la condenación eterna.  

El sermón nos ha llegado a través de la crónica de Bartolomé de las Casas, que estaba presente en aquella misa y que a la sazón, tenía a su cargo una encomienda. Él sería uno de los más furibundos tras escuchar el sermón, porque se sentía directamente concernido. Pasados los años, Bartolomé de las Casas, se convertiría, ingresaría en los dominicos, y sería el más férreo defensor de los indios, mediante su obra “Brevísima relación de la destrucción de las Indias”.

Las palabras de fray Antonio no tienen desperdicio:

"Voz del que clama en el desierto. Todos estáis en pecado mortal y en él vivís y morís, por la crueldad y tiranía que usáis con estas inocentes gentes. Decid, ¿con qué derecho y con qué justicia tenéis en tan cruel y horrible servidumbre a aquestos indios? ¿Con qué autoridad habéis hecho tan detestables guerras a estas gentes que estaban en sus tierras mansas y pacíficas, donde tan infinitas dellas, con muertes y estragos nunca oídos, habéis consumido? ¿Cómo los tenéis tan opresos y fatigados, sin dalles de comer ni curallos en sus enfermedades, que de los excesivos trabajos que les dais incurren y se os mueren, y por mejor decir los matáis, por sacar y adquirir oro cada día? ¿Y qué cuidado tenéis de quien los doctrine y conozcan a su Dios y creador, sean baptizados, oigan misa, guarden las fiestas y domingos? ¿Estos, no son hombres? ¿No tienen ánimas racionales? ¿No sois obligados a amallos como a vosotros mismos? ¿Esto no entendéis, esto no sentís? ¿Cómo estáis en tanta profundidad, de sueño tan letárgico, dormidos? Tened por cierto, que en el estado que estáis, no os podéis más salvar, que los moros o turcos que carecen y no quieren la fe en Jesucristo".

Las protestas entre los presentes no se hicieron esperar. ¡Por defender a los indios, un español se alzaba contra otros españoles! Un hombre protestaba ante Dios por tamaña injusticia. En medio de la violencia se alzaba el grito de la conciencia. En un momento en que un blanco no se cuestionaba su superioridad respecto al resto de seres humanos, alguien venía a poner patas arriba esta pretendida superioridad. Presionaron al dominico para que se desdijese al domingo siguiente, pero lo que hizo fue aumentar el tono y las amenazas. Montesinos y otros dominicos viajaron a España para hacerse oír. Fernando el Católico, ya anciano, pudo escuchar su testimonio. Se abrió un debate en toda la Corona de Castilla. Un año después, en 1512, las Leyes de Burgos, aunque imperfectas, vinieron a sancionar que el indio tenía la naturaleza de un hombre libre, propietario de derechos. En las leyes de Burgos está ya en germen la declaración de los derechos humanos y del derecho internacional.

En esa centuria, y en las siguientes, en otras latitudes y en otras naciones ni siquiera se planteaba que los indios pudieran tener alma, o que pudieran ser sujetos de derechos o que se pudiera pactar con ellos, establecer matrimonio, enviar a sus hijos a la universidad, entrar en un monasterio, etc. ¡El mestizaje, esta bellísima palabra, daba sus primeros vagidos! Un andaluz o un extremeño, un azteca o un maya empezaban, tímidamente, a incorporar a su ADN cultural y espiritual la categoría de "mestizo". Este primer grito no arregló todo, claro está, pero fue algo y algo removió. Y esto también hay que decirlo. Las batallas no se ganan de una vez por todas. El grito de Montesinos no había sido inútil: se imponía un trato de humanidad a los indios.

            Toda conquista es un encuentro y un encontronazo, esto ya se sabe. El conquistador siempre piensa que la razón y el derecho lo asisten y están de su parte. Quien tiene el poder y las armas para defenderlo, difícilmente se abstiene de ejercer ese poder y de utilizar esas armas. Por ello, este grito de Montesinos, y todos los demás gritos que se han dado en el Universo, son jalones que marcan un progreso en humanidad para la Humanidad.

            Que apenas iniciado el siglo XVI, un español cuestionase la conquista y arremetiese contra los abusos, dice mucho de esa grandeza de ánimo y de corazón de algunos hombres que formaron parte de la llamada "Era de los Descubrimientos". ¡Quijotes entre los indios! Si en el día del Juicio Final, también las naciones son juzgadas, el Grito de Montesinos servirá de descargo a España.

            El sermón de aquel domingo de adviento fue el primero de otros muchos dados en nombre de Dios y en nombre de la Humanidad. La llamada ‘teología de la liberación’ ya estaba en aquel sermón. La liberación de los pueblos es y será siempre una causa del Evangelio. ¿Quiénes son hoy los nuevos esclavos, los maltratados de los pueblos? ¿Quiénes son los que de forma asperísima y cruel son tratados en tantas partes del mundo ahora mismo? ¿Dónde están los Montesinos de nuestro tiempo?

            La vida de Antonio Montesinos se extendió desde 1475 hasta el 27 de junio de 1540. Nació en algún lugar de España y murió en algún lugar de Venezuela. No se sabe dónde está enterrado. Poco, en realidad, importa dónde nacemos, dónde morimos y dónde queda ese polvo y ceniza de nuestro cuerpo. Pero todos, en algún momento de nuestras vidas, tenemos ante nosotros un domingo de adviento en el que se nos presenta una encrucijada: o sentarnos plácidamente en nuestro banco de la iglesia, adormilados sobre la cruz como quien se adormila sobre una almohada de plumas… O encaramarnos al púlpito y clamar a voz en grito: “¿No son estos hombres?”. Estas cuatro palabras de Montesinos, puestas entre signos de interrogación, son el resumen y la esencia de un evangelio encarnado. Probablemente, al que grita esto le espera el martirio. Entre los frailes dominicos se mantiene la memoria de que fray Antonio de Montesinos murió mártir (“obiit martyr in Indii”).

            Para dejar constancia de este sermón histórico, en 1982, una escultura de piedra y bronce, de más de 15 metros de altura, se levantó en el malecón de la ciudad de Santo Domingo, en la República Dominicana, frente al mar Caribe, cuyas aguas enmudecieron ante aquel grito de 1511. La escultura es obra de Antonio Castellanos Basich, un artista mejicano. Refleja muy bien la fuerza, el arrojo, la valentía y la conciencia cívica y cristiana de aquel fraile dominico español.

Al contrario que el famoso Grito del pintor Munch, que es un grito sordo que no llegamos a oír, este grito de Montesinos es bien audible. Un grito estentóreo, pronunciado en la lengua que aún hoy hablamos. Un grito cuyo eco aún resuena en el mundo y en la propia cristiandad. Un grito que hizo temblar a unos y aportó un poco de dulzura a otros. Un grito que, de mar en mar  y de amanecer en amanecer, sigue recorriendo el mundo. Todos los advientos del mundo esperan gritos tan sonoros y tan potentes como el de fray Antonio de Montesinos, porque todos los advientos del mundo precisan de alguien que les recuerde cuatro palabras y dos signos de interrogación “¿No son estos hombres?”









sábado, 27 de agosto de 2022

La escuela de Kinshasa-Congo



Durante los últimos seis meses, la guerra de Ucrania ha copado todos los telediarios. Y la tragedia vivida en ese país la tenemos muy presente en nuestras retinas y en nuestros corazones. En las primeras semanas, la solidaridad se disparó en toda Europa, y no sólo la ayuda de los gobiernos, sino también de los particulares que intentaron ayudar, de mil maneras diferentes, a los millones de refugiados que abandonaron el país.

En este tiempo calamitoso de guerra, PUENTES ha hecho lo que ha podido. Ha colaborado con las dos casas guanelianas que en Rumanía y Polonia han acogido a un buen número de refugiados, varios de ellos con algún tipo de discapacidad.

También desde las Ongd’s se ha constatado que, por el hecho de volcarnos con Ucrania, se ha dejado un poco de lado otros proyectos, otras causas, otros países, otros pobres y otras pobrezas.

Como todos los años, por estas mismas fechas, escribo a mis amigos, familiares, paisanos de Quintanilla de Arriba y contactos en general, para que me echen una mano en el proyecto “Escuela de Kinshasa”.  Como cada septiembre, en la ciudad de Kinshasa (R.D. del Congo) , muchos niños y niñas de la calle, preparan estos días sus mochilas, sus uniformes, sus cuadernos y sus lapiceros para empezar el curso escolar. Estos niños, sin padres y sin recursos, sin escuelas públicas y gratuitas, dependen de la generosidad de todos nosotros para que su escuela abra las puertas. En el mundo rico, decimos la escuela abre tal día. En el mundo pobre dicen: “¿conseguiremos abrir este año la escuela?” Hay una diferencia no pequeña.

El proyecto de Puentes paga la escolarización, en diferentes escuelas de la ciudad, de unos 100 niños que viven en los internados para niños de la calle. Y corre, también, con los gastos de la alfabetización y rudimentos escolares para otros muchos niños y niñas de la calle que van y vienen, entran y salen del Centro, con la idea de que, al menos, aprendan las cuatro reglas elementales.

Por ello, una vez más, me dirijo a ti, amigo, familiar, paisano. Sé que, tal y como ha sucedido en los últimos 15 años, seguirás siendo fiel y generoso con esta cita de cada septiembre.

La ignorancia y el analfabetismo son el origen de muchos males, abusos y pobrezas. Si por un momento cierras los ojos e imaginas lo que sería de tu hijo, tu hermano, tu amigo o tu vecino si no fuesen a la escuela, verías, sin duda, un futuro negro en sus vidas.

Gracias en mi nombre. Gracias en nombre de Puentes. Gracias en nombre de los niños y niñas de la calle. A mediados de septiembre, ENTRE TODOS CONSEGUIREMOS ABRIR LA ESCUELA DE KINSHASA.

Gracias de corazón.

Recuerda: Un mes de escuela: 15 euros – Un curso escolar: 150 euros.

Al efectuar tu donativo, especifica: “Escuela Congo”.

IBAN: ES46  0030 6018 1700 0105 1272 (Banco Santander)



viernes, 19 de agosto de 2022

El rostro humano, hierofanía y mandato

La gente llana, la gente de monte y valle, lo ha expresado de forma muy hermosa: "La cara es el espejo del alma". El rostro humano concentra los sentires y los pesares, las ansias y las soledades de su portador. El rostro humano ríe y llora, manifiesta la rabia o la paz, la serenidad o el atolondramiento. El rostro exige piedad, suplica compasión, amenaza o condena. El niño se parece a sus padres; el adulto se ha esculpido su propio rostro: la suave sonrisa del pacífico o la inquietante mueca del codicioso, la anavajada mirada del violento, la babosa del lujurioso, la fraterna del compasivo, la temblorosa del inseguro, la inflamada del vengativo. Todas las miradas. Todos los rostros. Todas las facciones.

Pero el rostro es también una hierofanía, por su unicidad. Incomparable ADN de músculos, tendones, carnaciones y arrugas. En esa unicidad está, para el creyente, la mano de Dios. La expresión absoluta de una soberanía creadora. El rostro que es capaz de perdonar, acariciar, llorar o temblar es el “mediador de todo encuentro”, en bellísima expresión de Lévinas.

El rostro sigue siendo hierofanía, a pesar de su envejecimiento o de su enfermedad devastadora, a pesar de su falta de belleza y encanto. Ese rostro aún puede ser amado y redimido por la mirada salvadora de quien lo estima y lo aprecia, de quien lo ama y lo mira con ternura.  

Mientras que la mayoría de los filósofos del siglo XX se dedicaron a estudiar el ‘ente’, Enmanuel Lévinas puso en el corazón de su pensamiento  al sujeto. En lugar de la filosofía, la ética, en lugar del yo, el otro. El otro se impone con su alteridad. Una presencia que me mira. El rostro que me mira no es la suma de unas características físicas (ojos, labios, mejillas, boca), es una interpelación, una pregunta y un mandato: “No me matarás”. El rostro es la condensación del otro. El otro se convierte en hermano gracias a un rostro que, joven o viejo, sano o enfermo, hombre o mujer, es siempre una llamada a la responsabilidad.

Enmanuel Levinas (Lituania, 1906  - París, 1995) conoció a lo largo de su vida todos los desastres europeos. Después de la traumática experiencia de la Shoah, se acercó a la Biblia. Y es en esta vecindad bíblica donde se asienta su ética. Podríamos decir que todo el pensamiento de Lévinas responde a una visión del ser humano como ‘guardián de su hermano’. Dios asiste impotente al asesinato de Abel. Y, entristecido, pregunta a Caín: “¿Dónde está tú hermano?” Y Caín, responde a Dios con desaire y desabrimiento, y, disculpándose, se autoinculpa: “¿Soy acaso el guardián de mi hermano?” Una pregunta para responder a una pregunta. Pero Caín no se engaña y es consciente que, efectivamente, tenía que haber cuidado a su hermano. ¡Y no lo ha hecho!

Sabemos ya a estas alturas que, cuando se concibe al ser humano sin el ‘otro’, la sociedad cae en el precipicio. Sabemos ya dónde nos lleva una humanidad que no desea ser ‘guardián del hermano’. Por ello, cualquier civilización, con un sentido ético mínimo, se asienta en el imperativo “no matarás”. Por ello, la ética es la primera filosofía. La Biblia, en la primera página del Génesis, nos lo enseña. Caín, después de matar y ver el rostro sin vida de su hermano Abel, en cierta forma se condena para siempre a una vida errante. En ningún lugar hallará paz.

El hombre, al contrario de lo que decía con ligereza Jean Paul Sartre y con él todo el existencialismo ateo, no es un ser para la muerte, sino en contra de la muerte y a favor de la vida. Las consecuencias de un existencialismo ramplón aún las sufrimos. Nunca como ahora la cultura de la muerte está tan extendida. En el fondo, nos instalamos en “la in-cultura” cuando pensamos a alguien como nadie y a algo como nada.

Yo soy alguien cuando reconozco al otro como alguien y no como algo. La búsqueda ansiosa y algo paranoica de la perfección del yo, toda  esa espiritualidad zen que busca el bienestar personal, el quietismo, la serenidad atontada, la conciencia adormilada, el crecimiento del yo, el estar bien, sentirse bien, etcétera, no es sino el intento de engordar el yo. El cristianismo nos invita a recorrer otros senderos: procura que el otro esté bien, que se sienta bien, intenta facilitarle la vida, hacerle más llevadera la existencia… y entonces tú alcanzarás la bienaventuranza. ¿Estamos aquí para ser felices o estamos aquí para hacer felices, y de paso, alcanzar nosotros mismos la dicha?

La compasión -importantísima, claro- puede no ser suficiente. Tal vez haya que subir otro peldaño: no sólo sentir pena, sino también poner remedio. El yo tiende a ocupar todo el espacio. Lo propio del yo es colonizar, al igual que las malas hierbas el barbecho. Lo propio del nosotros es el compartir, acoger, sumar, complementar, recibir y donar.

Lévinas piensa que somos una síntesis de la herencia griega que busca la verdad y la herencia judía que ordena amar al prójimo. Los principios, las ideas, las ideologías y las certezas no pueden borrar los contornos del rostro del otro. No mirar el rostro del semejante, negarse a aprender su rostro o, peor aún, impedir al otro que muestre su rostro, es siempre una manera de aniquilar al otro, y hacerlo sin culpa y sin remordimiento.

El rostro del otro es una responsabilidad para mí. El rostro que me mira me obliga. El rostro que me mira es una llamada a ser humanos. El rostro es la forma en la que el otro se presenta ante mí. Es una forma única e inequívoca. El rostro del otro, provoca siempre preguntas: “¿Quién es y qué puedo hacer por él?

Cuando los talibanes afganos –y otros muchos otros grupos islamistas- obligan a llevar el rostro cubierto a sus mujeres, no están sino empleando un método veloz para convertirlas en cosas, bultos andantes, sacos que se mueven. Cuando alguien nos pide limosna, y rehusamos dársela, apartamos la mirada de su rostro, para que sus rasgos no se nos aparezcan en un momento de culpa. En las ejecuciones sumarias se venda los ojos a los reos, para que los ejecutores no sientan clavadas sus miradas y no titubeen o disparen al aire. Si una mujer conociese el rostro del “nasciturus” que va a eliminar, probablemente se lo pensaría dos veces.

En un mundo de indiferencias crecientes, en una sociedad que, frustrada e insatisfecha, busca remedios para sentirse bien y alcanzar una felicidad de almíbar, el pensamiento de Enmanuel Lévinas pone el dedo en la llaga: el otro no puede existir sin nuestro reconocimiento. Y su rostro, único, es siempre una llamada a la responsabilidad, a no hacer daño, una petición de afecto, una súplica de respeto. Solo cuando en nuestro interior crece la conciencia de ser “guardián del otro”, crece también nuestra felicidad.











 



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miércoles, 10 de agosto de 2022

¡Tanto que celebrar!

Si lo pensamos bien y reparamos en ello por un momento, la vida no es un valle de lágrimas, lo cual no quiere decir que no existan las lágrimas, las noches oscuras, los bajones anímicos, pero en general, a la existencia del ser humano no le faltan algunos grandes momentos de plenitud y, sobre todo, muchos instantes cotidianos que rompen la monotonía y la colorean con su alegría y su dicha. Y sin embargo, apenas reparamos en estos múltiples fogonazos de felicidad y en los muchos motivos que tenemos para sentirnos privilegiados e invitados a vivir y no sólo a sobrevivir. Porque, si prestamos atención a nuestra vividura cotidiana, coincidiréis conmigo que, solamente cuando sufrimos un contratiempo, somos objeto de una incomprensión o pasamos una mala racha de salud, es cuando caemos en la cuenta de que éramos felices antes de la enfermedad, de la crítica injusta o del percance económico. Éramos felices, pero no lo sabíamos. No habíamos sido conscientes de la salud rebosante de nuestro cuerpo, del afecto de nuestra familia, de que teníamos un trabajo y un sueldo, de que nos reuníamos con una copa en la mano y un plato de paella. Nos había faltado la atención y, al faltarnos, nos habíamos perdido la degustación y el saboreo de los pequeños placeres de cada día.

En estos días de vacaciones, a la orilla del padre Duero, bajo el acogedor refugio de la vieja casa o bajo la sombra del olivo y del pino en el patio, he pensado muy a menudo en estas pequeñas pero esenciales dichas de la vida.

Simone Weill consideraba que la atención es una virtud y, al mismo tiempo, una expresión de amor. Prestar atención a la vida, observarla con misericordia, vivirla con aceptación, nos predispone a celebrarla. Únicamente solemos decir que estamos de celebración cuando asistimos a una boda, un cumpleaños, un acontecimiento importante, una graduación, y sin embargo, pocas veces, decimos que estamos de celebración cada vez que paseamos por medio de un bosque, preparamos un café, nos sentamos con un libro en la mano o nos reencontramos con un amigo.

Mirar con atención el mundo, la naturaleza, la conversación con los demás, el afecto que nos tienen, los sentidos de nuestro cuerpo que nos acercan una música, nos hacen saborear nuestro plato preferido, reciben un abrazo fuerte de un amigo, se maravillan ante un campo de girasoles, o huelen el espliego del pinar... Todo es gracia, nos decía George Bernanos. Y recibir cada día y a cada persona como ‘gracia’ nos ayuda a alcanzar la plenitud del cuerpo y del alma.

¿No es motivo para celebrar el levantarse a pasear y contemplar el amanecer entre los pinos? ¿O vislumbrar en la lejanía  el ramoneo de los corzos y sus brincos cuando oyen nuestros pasos? ¿Y recibir en casa a un amigo que nos pone al día de su vida y nos despide con un abrazo o comparte con nosotros unas viandas? ¿Y tomar un café y un dulce en la chopera de San Bernardo, teniendo a tus espaldas el monasterio cisterciense? ¿Y juntarse con la familia y recordar a los que no están, sus decires y sus expresiones, o tomar un poco el pelo a los más jóvenes, fingiendo escándalo por sus formas de vestir, de pensar o de divertirse? ¿Y sentarse al atardecer con un libro en la mano, por ejemplo el Cartapacio en torno a José Jiménez Lozano, los escritos de Rafael Narbona, o Las furias invisibles del corazón, de John Boyne? ¿Y  preparar un plato de pasta alla matriciana  para la familia o los amigos y hacerlo con amor que es el perejil imprescindible de todos los guisos? ¿Y escuchar a primera hora de la mañana o a última de la tarde el piar de los pajarillos en el ciprés o su revoloteo juguetón de rama en rama? ¿O pasar al lado de los niños que chapotean en el agua o hacen cubos de arena en la playa del río, y de los mayores que, sentados a la mesa, comen y charlan? ¿O escuchar cada domingo el sonido de las campanas que desde la torre llaman a los creyentes a reunirse en torno al altar? ¿Y saludar a los veraneantes y viejos amigos en el bar del pueblo que vuelven por verano y repetirse los unos a los otros: “mientras sigamos viéndonos por verano es que todo va bien”? ¿Y la esfera del firmamento y sus estrellas, y la luna y el girar continuo de las estaciones que desnuda los árboles y los vuelve a vestir con telas bellísimas? ¿Y el crucero de las eras del pueblo, uno de los miles plantados en caminos y calles y montañas de toda Europa, como para recordarnos eternamente de dónde venimos?

Y ya lo sé que el mundo está ahí, con su guerra de Ucrania, con su crisis energética, con los insultos de unos y otros políticos, con el paro y la guadaña de la muerte haciendo su cosecha diaria en carreteras y hospitales. Y tampoco esto se puede olvidar ni cancelar.

Pero la belleza de este mundo también está aquí, espolvoreada por cada rincón y cada esquina. Está la belleza de tantos rostros que nos aman y a los que amamos. Están las palabras y las conversaciones y los mensajes que nos animan y levantan. Están las acciones de tantos que nos hacen un poquito más fácil la vida y más llevadero el día. Están los abrazos de los que van y vienen, y sobre todo, de los que se quedan a nuestro lado. Por lo tanto, no nos faltan motivos para la celebración, motivos para la alegría y razones para la felicidad. Basta con abrir los ojos de par en par al mundo, al rostro del otro, a la naturaleza y a la bondad de los demás.

En un breve pero hermoso poema, José Jiménez Lozano escribía:

“Matinales neblinas, tardes rojas,

doradas; noches fulgurantes,

y la llama, la nieve;

canto del cuco, aullar de perros,

silente luna, grillos, construcciones de escarcha;

amapolas, acianos, y desnudos

árboles de invierno entre la niebla;

los ojos y las manos de los hombres, el amor y la dulzura

de los muslos, de un cabello de plata, o color caoba;

historias y relatos, pinturas y una talla.

Todo esto hay que pagarlo con la muerte.

Quizás no sea tan caro”.

 

La muerte llegará para todos, de eso no cabe duda. Pero ojalá que no pasemos por esta vida con tantas cataratas en los ojos y tantas piedras en el corazón que nos impidan ver y disfrutar y celebrar toda la verdad, la bondad y la hermosura de este mundo. Porque de lo contrario, cuando la muerte llegue, nos encontrará ya muertos y bien muertos.









lunes, 25 de julio de 2022

¿Para qué se escribe?


José Jiménez Lozano decía que un escribidor (a él no le gustaba ser considerado ‘escritor’, porque le parecía una palabra muy importante y muy seria), “es alguien que levanta mundos con palabras”.

Pensaba en esta hermosa definición de la escritura cuando contemplé, hace unos días, que el ‘marcador de visitas’ del blog que escribo, con sus parones y sus acelerones, desde 2008, había llegado a las veinticinco mil. Ciertamente, no son muchas. Basta hacer un pequeño cálculo: si divido veinticinco mil visitas entre 15 años, me sale una media de cinco visitas cada día, lo que da una idea de la escasa lectura y repercusión de mis reflexiones. Poca audiencia, ¿no? Siendo realista, debería decir que sí. He comprobado que muchos de mis artículos no los ha leído nadie, aunque sería mejor decir que los han leído, o por lo menos los han echado un vistazo, mis dos únicos seguidores, a los que agradezco, desde aquí, su fidelidad inmerecida por mi parte.

 Y aún con todo y con eso, me doy por satisfecho. Sentarse al anochecer, encender el ordenador, empezar a teclear, letra a letra, frase a frase, y así hasta levantar un mundo de palabras, con sus verbos, adjetivos, sustantivos, pronombres es… y sigue siendo un hermoso trabajo de artesanía. La atención y el esmero de quien hace un cacharro de barro, teje una bufanda, amasa el pan o ara la tierra. Escribir es un momento privilegiado de cada día. Una noticia, una lectura, una mirada a un rostro, un pensamiento, pueden ser la chispa que haga saltar la llama de la palabra. Yo no me atrevería a decir que con las palabras levanto ‘mundos’. Me conformo con levantar una pequeña aldea, e incluso una sola casa.

En el mundo de las redes coinciden a la vez millones de blogs. Dicen que unos 500 millones de blogs están registrados, y que cada día unos 7 millones de blogueros publican una entrada. Vista esta superabundancia indigesta de palabras y de artículos, me doy más que satisfecho si cinco personas al día abren uno de mis artículos.

Cuando pienso que Teresa de Cepeda, una de las cimas de la literatura en castellano y la más grande escritora sobre asuntos del alma, no conoció en vida la publicación de ninguna de sus obras… queda todo dicho.

Se escribe para leer el mundo y leer los adentros de una determinada manera. Y lo de menos es que alguien te lea, porque con entenderse un poco mejor a sí mismo ya es suficiente. Y ello es de por sí un premio.

martes, 19 de julio de 2022

Otra clase de orgullo


          En la misma semana en que las distintas actividades programadas por el colectivo LGTBI+ llenaban las calles de Madrid, alguien posó su mirada en esta pareja. En la misma semana en que las carrozas del Orgullo desfilaban –patrocinadas por grandes empresas, partidos políticos y asociaciones- por las principales vías de la capital y en que las televisiones y los periódicos cubrían, con despliegues informativos excepcionales, el evento, un móvil fotografió el paseo lento de estos dos hombres mayores.

Dos hombres caminan de la mano. Vemos sus espaldas que han conocido el paso de los días y sus mil pesadumbres. Ellos no estaban en el centro de la celebración del Orgullo ni nadie jaleó su paseo. Al igual que otros muchos, forman parte también de esa homosexualidad invisible: ancianos, enfermos, discapacitados...

Ahora que lo ‘arcoiris’ se lleva y es de buen tono, vende y da votos, son muchos los que arriman el ascua a la sardina de su empresa, sindicato, asociación o partido. Tal vez no tengan una especial sensibilidad por el colectivo, pero lo que toca es declararse gayfriendly y que todos lo sepan: “fíjate sí seré moderno que tengo muchos amigos gays”. El Orgullo ha perdido parte de su carácter reivindicativo (por ejemplo aquel que tuvo en los años de plomo del sida), y se ha convertido en algo más celebrativo, una visibilidad colorista de la forma de vivir de un colectivo con creciente presencia social, una fiesta en toda regla, y con todos los elementos típicos de la fiesta: alegría, encuentros, diversión, música, ruido, baile, alcohol y, tal vez, excesos. Y tal vez porque la fiesta ha difuminado bastante la reivindicación, es prácticamente inexistente el recuerdo de otras realidades, por ejemplo la marginación en la que viven los gays en África o Asia, o en países autoritarios o musulmanes, o la invisibilidad de los gays ancianos, que también pueblan las residencias de la tercera edad y que, como el resto de ciudadanos, han conocido el abandono durante la pandemia.

El desfile gay pone el foco en un determinado tipo de gay: joven, cuerpo gimnasiado, ropa de marca, disfrutón, viajero, cosmopolita, hedonista, y cartera solvente. Con este perfil de gay, ¿qué pintan estos dos ancianos que en una calle madrileña se dan la mano? La gente guapa sale del armario, famosos y celebrities airean su orientación sexual en programas de televisión, a veces después de recibir un cheque abultado. ¿Y qué pintan los gays viejos, enfermos, discapacitados o pobres? Poquito. Tal vez por ello, frente al brilli-brilli, las lentejuelas, los calzoncillos Addicted, las pelucas, el glam, las plumas, el cuero, los abanicos, los pectorales marcados, los shorts, los tacones, los disfraces y ese flamear de banderas arcoíris… esta foto ha captado toda mi atención.

          No sabemos nada de estos dos hombres, ni sus nombres ni sus vidas. Pero por la edad que muestran, intuimos que ellos vivieron en una España donde ser homosexual era lo peor que podía caerte encima. Era una ‘peste’ para la sociedad, el trabajo, la familia y la Iglesia.

        Podemos intuir sus dobles vidas o sus vidas escondidas. ¿Durante cuántos años habrán tenido que recurrir a la máscara y a la farsa? Habrán acariciado cuerpos cuando las luces del día se apagaban, en callejones oscuros y en tugurios de mala muerte. Se habrán cogido de la mano bajo el mantel de la mesa o en la penumbra de una sala de cine. Habrán tenido novias de tapadera o tal vez contraído matrimonios desdichados. Habrán escrito cartas apasionadas pero sin remite para no llamar la atención. Se habrán arrugado cuando alguien maldecía a los maricones o contaba un chiste facilón y grueso. Habrán llorado en silencio desgarrado la muerte de alguien al que sólo podían dar el título de ‘amigo’, cuando era mucho más. Habrán vivido con el miedo a ser descubiertos, o con el estigma de quien es señalado como un monstruo o un delincuente. Habrán leído a escondidas libros infamantes y habrán merodeado por la ciudad en busca de miradas cómplices, en las que habrán reconocido idéntico deseo e idénticos sentimientos.  Se habrán sentido extraños en medio de una fiesta que no era la suya. Señalados desde el púlpito entre los creyentes. Ovejas negras de la familia. Raritos en el trabajo. E insultados con los muchos nombres que el rico vocabulario español tiene para nombrarlos.  Y esto que digo para dos hombres gays, vale para todas las demás personas que engloba el colectivo LGTBI+.

          Pero el paso del tiempo, a estos dos ancianos, les ha dado la razón. No estaban enfermos por amar a otro hombre, ni eran degenerados por sentir lo que sentían, ni eran malvados por desear a quienes deseaban. Al menos ellos, aunque ya mayores, han visto la luz al final de túnel. Otros muchos se han tenido que llevar la cara oculta de su particular luna a la tumba.

       Ahora, en este 2022, esos dos hombres de la foto pueden sentirse orgullosos, no por celebrar el Orgullo, ni por ser gays. Pueden sentirse orgullosos porque han mantenido su amor, primero en el sótano, y luego a la luz del día, orgullosos, porque al atardecer de la vida, pueden pasearse de la mano como dos viejecitos cualesquiera, compañeros de viaje, sin ser insultados ni recriminados. 

           Volvamos a la foto. La mano en la mano del otro tal vez ya no les provoque mariposas en el estómago ni el pinchazo del deseo en la piel. Una mano en la mano es la mejor muleta para caminar, la seguridad de que uno no está solo, de que envejece junto a alguien que conoce sus sombras y sus imperfecciones, pero no por ello le quiere menos. La mano en la mano de estos dos ancianos me provoca una dulce ternura. Sea cual haya sido su vida, estos dos hombres han llegado a esta etapa con alguien en quien confiar y en quien creer. Su amor, al que Lorca denominó ‘oscuro’, es claro como el agua de la fuente.

         Camino de su casa, con la bolsa de la compra, les espera un día de pequeñas rutinas: hacer la comida, preparar la mesa, dormir una siestecita en el sofá, ver la tele, salir a tomar un cafelito al bar de la esquina, discutir por una tontería y reconciliarse al minuto, jugar la partida, ayudarse a atar los zapatos, acompañarse al médico, regalarse un frasco de colonia por el aniversario, abrazarse y besarse con dulzura. Y esperar un día más para sus cuerpos achacosos, una nueva jornada para seguir juntos, caminando de la mano como un solo ser humano. A su edad, saben de sobra que el deseo es pasajero. Y que sólo el amor es eterno.













martes, 12 de julio de 2022

... Y la memoria de los verdugos

 


José Antonio Ortega Lara

En un agujero de tres metros de largo, 2,5 de ancho y 1,8 de altura, pasó 532 días. Se dice pronto y bien. El secuestro más largo de la banda terrorista ETA acabó la madrugada en que los miembros de la Guardia Civil irrumpieron en una nave industrial de Mondragón. Y a pesar de la nula colaboración de su secuestrador, Bolinaga, dieron con el zulo donde enterrado en vida malvivía el funcionario de prisiones secuestrado. Cuando hace 25 años los españoles pudieron verle camino de su casa, después del cruel secuestro, pensaron que estaban viendo a una víctima de Auschwitz: la mirada perdida, desorientado, entumecido, incapaz de caminar con normalidad, con 20 kilos de menos, la barba crecida, el rostro macilento… Cuando llegó a casa su hijo no lo reconoció. Cada dos días le daban un cubo para sus necesidades y algún alimento. En los primeros días mantuvo la esperanza de ser encontrado por las fuerzas de seguridad, después llegaría la desesperanza, el abatimiento y los deseos de acabar de una vez ese atroz sufrimiento. Apenas una bombilla –y sólo durante unas 7 horas al día- le daba algo de luz en el zulo. Sus captores le grabaron al menos en dos ocasiones en vídeo, y como él se negaba, le pusieron unos grilletes. A veces una música atronadora sonaba durante horas en el interior del agujero. Después de su liberación, las pesadillas le atormentaron durante meses y meses.

Miguel Ángel Blanco

La sociedad apenas se había recuperado del shock Ortega Lara, cuando un jovencísimo concejal de Ermua fue secuestrado. Sus secuestradores desafiaron al Estado y a los millones de españoles exigiendo condiciones imposibles para su liberación y fijando un plazo para la ejecución: 48 horas. Durante dos jornadas enteras, España, de Norte a Sur y de Este a Oeste, contuvo el aliento. Acabado el plazo, le descerrajaron dos tiros y, aún con vida, le arrojaron a una cuneta, como un perro. Después de una agonía de horas, su vida se apagó.  Y entonces explotó la sociedad entera. Millones de españoles, con sus manos blancas, salieron a la calle. Los vascos de bien, por primera vez, se atrevieron a desafiar, a cara descubierta, a la banda terrorista y a tantísimos vascos que los ayudaban, jaleaban y celebraban sus atentados. Recuerdo aún el titular más acertado de un periódico: “España maldice a Eta”. ¿Y quién puede sobrevivir con la maldición de todo un pueblo? Ese día fue el principio del final de una banda criminal que tenía acogotada a toda la sociedad. El rostro de Miguel Ángel Blanco, comprometido con su pueblo de Ermua y amante de la música, hijo, hermano, novio, entró en cada hogar y en cada corazón. Ni las manifestaciones multitudinarias ni las oraciones en todas las iglesias ni las velas encendidas en todas las plazas ni la propia petición de clemencia de Juan Pablo II tuvieron eco en la banda criminal ni en su entorno político y social.

Y la memoria de los verdugos

Pero 25 años después de estos trágicos acontecimientos, el País Vasco y España, viven entre la desmemoria de aquellos hechos y los intentos de blanquear a los “chicos de eta” y a todos los que durante interminables décadas aplaudieron cada uno de los crímenes de la banda, colaboraron con ellos, y les ayudaron, con su tiempo, sus donativos, sus gritos y su aliento, en sus brutales objetivos. Miles de vascos tuvieron que abandonar su tierra, porque la vida allí resultó imposible. Otros miles fueron condenados al ostracismo, o fueron degradados civilmente. Y otros 800 cayeron bajo sus bombas y sus balas.

Hoy, la mitad de los jóvenes vascos no saben quiénes fueron Miguel Ángel Blanco u Ortega Lara. Pero sí que saben quiénes son los que un día secuestraron, chantajearon a empresarios, mataron sin piedad, hicieron la vida imposible a los que no pensaban como ellos, quemaron comercios, adoctrinaron desde todas las escuelas y desde la propia Universidad del País Vasco. Hoy los violentos y sus herederos montan homenajes a los etarras cada fin de semana y siguen dominando la calle. Y para colmo de males, y desgracia de este país, que aún llamamos España, son los que pactan en Moncloa y dictan leyes y quieren hacer una memoria histórica a base de detergente y lejía. ¿Es tanta el ansia de poder y tanto el desprecio por las víctimas? Este es el tiempo en que muchos en el País Vasco y fuera de él siguen pensando que los pistoleros eran y son “artesanos de la paz de Euskadi”, y los muertos y los heridos son los “que se lo tenían merecido por fascistas”, ¿incluidos los niños que murieron bajo las bombas etarras? 

Una vela a dios y otra al diablo. Así podría resumirse la presencia del Presidente del Gobierno en el homenaje de Ermua: una vela a Miguel Ángel y otra a Otegi. Para los que aún opinan que en el País Vasco hay respeto a las víctimas, sólo es preciso recordar que los restos de Miguel Ángel Blanco tuvieron que abandonar el cementerio de Ermua, después de varias profanaciones de la tumba, pintadas aberrantes e insultos y maldiciones a su familia y amigos. Miguel Ángel y las otras 800 víctimas se merecían otra cosa. No debería ser difícil entender la diferencia entre los asesinos que ponían las bombas y los inocentes que caían bajo ellas. Este tiempo bien podría ser calificado de infame. Moncloa y sus amigos proetarras están escribiendo “la memoria de los verdugos”.












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Una temporada en el infierno

            En una estación de París, desciende un joven de 16 años, cuerpo atlético, pelo alborotado y ojos azules. Se llama Arthur Rimbaud...

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