jueves, 14 de junio de 2018

Días sin final, de Sebastian Barry


 
"Matar hiere el corazón y mancilla el alma". Quizás sea ésta una de las conclusiones de la magnífica novela del irlandés Sebastian Barry. Una rareza. Una joya. En 1850, un irlandés huido de la hambruna de su país, Thomas McNulty, y un americano, larguirucho y demacrado de Nueva Inglaterra, John Cole, se refugian al mismo tiempo de un aguacero bajo un árbol de Misuri. “He ahí un amigo”, pensó inmediatamente Thomas. Son dos adolescentes, perdidos y pobres, quizás guapos, que aceptan un primer trabajo que consiste en vestirse de chicas para que los mineros de la zona les saquen a bailar en un típico 'saloon' americano. Ambos chicos se aman, sin culpa y sin drama, con una naturalidad sorprendente, sin aspavientos ni explicaciones.

 
Pero su verdadera vida empieza el día en que se enrolan en el ejército para luchar en primer lugar contra los indios y en segundo lugar en la Guerra de Secesión americana. Un sucederse de marchas, batallas, matanzas ocupa el núcleo central de la novela. Cuando la guerra termina se llevan consigo a una niña sioux, Winona, que ha sido salvada de la matanza de toda su tribu. Una niña que ha aprendido a limpiar la casa y hacer la comida. Y aquí cambia su vida, cambia su manera de ver al enemigo, a los indios, cambia su manera de ver la guerra, el trabajo, la familia. Comienza el tiempo de una vida doméstica, familiar, sencilla y rural en una granja de Tennessee.
La novela es un canto a la libertad: dos soldados intrépidos y valientes se aman, y forman una familia, precisamente con una niña sioux, de la tribu que ellos iban a combatir. Es un canto al amor entre dos hombres a los que una infancia de dolor y de desarraigo echó a uno en brazos del otro. Y siguieron amándose en el campo de batalla, en el baile de los mineros, en los cultivos de tabaco, en el hogar pobre donde han formado una familia.
 
 
La novela pone en entredicho y denuncia las guerras, las tribus, las etnias, los roles sexuales, los prejuicios que matan tanto como las balas. Y es finalmente un canto a la naturaleza, en toda su crudeza invernal, en toda su hermosura de primavera. Hay una poesía en la descripción de los paisajes, del agua, de las montañas, de los atardeceres, el viento y el hielo.
Sebastian Barry afirma que esas historias existían en el contexto del siglo XIX y en el transcurso de las guerras americanas. Había que contarlas. Cuenta que leyó entre líneas una vieja fotografía de época en la que dos soldados posan su mano en la pierna del compañero fotografiado. Y afirma también que cuando su hijo pequeño salió del armario, él adquirió una sensibilidad especial hacia el mundo de la homosexualidad. Este libro es también un homenaje a su hijo y una reivindicación del amor entre dos hombres, con su valentía y su lucha por la vida en los tiempos oscuros de las guerras y del racismo.
 El ser humano es capaz de todas las barbaridades y de todas las bajezas en el campo de batalla, pero ese mismo ser humano es capaz de todas las maravillas y de todas las grandezas en el campo del amor, de la amistad y la lealtad. Amor, amistad y lealtad son los bienes sublimes, parecen decirnos Thomas McNulty y John Cole. Y esta podría ser la moraleja o conclusión de esta espléndida novela.

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