martes, 4 de septiembre de 2018

38.- Un mantel bordado y una súplica de ayuda





Cada mañana el señor Lupe (en México Guadalupe es también nombre de varón) arranca la furgoneta y se dirige a recoger de casa en casa a un grupo de ancianos que pasarán unas cuantas horas en el Centro de Día para mayores que en la misión de Amozoc tienen los guanelianos. 'Techo Fraterno' dicen por aquí.

Lo primero que hacen nada más llegar a la misión es desayunar como Dios manda: huevo revuelto con tomate, un vaso de zumo, un panecillo dulce y, quien lo desea, un trozo de bizcocho. Después del desayuno empiezan las manualidades: manteles y pañuelos bordados a punto de cruz, bolsos y cestitas de rafia trenzada, bufandas y gorros de lana.

Los que tienen algún achaque o necesitan medicinas se van acercando de uno en uno al despacho médico. También algunos ancianos aprovechan el Centro para bañarse, como lo hace el señor Cástulo que va en silla de ruedas. “Yo, que siempre anduve montando caballos, ya ve lo que me toca montar ahora -dice de buen humor”.

A media mañana rezan el rosario todos juntos. Algunos de ellos expresan en voz alta sus peticiones personales antes de empezar un misterio. Una mujer pide por ‘el señor de Puentes”.

Hoy, para comer, tienen arroz, carne con guisantes y un trozo de bizcocho, el mismo menú que después comeré yo junto a la comunidad religiosa.

Una mujer retrasada, abstraída, con dos trenzas blancas y un rostro negrísimo, me mira con insistencia.  Me acerco a ella y le digo que lleva unos pendientes muy bonitos, y ella me sonríe ampliamente. No hace ninguna labor ni manualidad. Se sienta, se levanta, mira, va de un lado para otro, observa atentamente el trabajo de los demás. Y así pasa las horas. Pero, luego, al acabar la comida, será la primera que se alce a recoger los platos, acercarlos al fregadero, lavarlos y secarlos.

Cuando acaban de comer, un par de viejecitas me dicen que quieren hacerme un regalo. Piden silencio al grupo. Me entregan una cestita de rafia que curiosamente ha tejido un anciano ciego, el señor José Juárez. También me regalan una bufanda multicolor de lana y un mantelito bordado con flores de colores. Me dicen que están muy agradecidos a Puentes y me hacen una petición: “Sígannos ayudando, porque usted ahora sabe que nosotros no podemos pagar todo lo que aquí recibimos”.

Es verdad que este proyecto del Techo Fraterno depende prácticamente de la ayuda de Puentes. Y por ello, quería conocerlo de cerca, y sobre todo quería conocer a qué personas concretas llegaba nuestra ayuda. Luego acercan hasta mí a la señora Lupita que dentro de dos semanas cumplirá 100 años para que me fotografíe con ella. No los aparenta. Tiene los ojos muy cerrados, como si los párpados ya no aguantasen tantas cosas vistas en una centuria vivida, pero no deja de sonreír en ningún momento. Me siento pagado con estas muestras de cariño. Y lo que es más importante: me siento obligado a trabajar por sostener este proyecto. 

Puentes: 25 años de una corriente solidaria.  Amozoc - México, 2010.

 

37.- La fe de los últimos





Estoy hablando con padre Bruno en la puerta del Seminario de Amozoc cuando vemos que una pareja de unos 45 años (después comprobaré que ambos tenían menos) cruza la verja. Son del barrio de San Andrés de las Vegas. Preguntan por Arturo, el catequista, porque esta mañana no le han entregado la cuota para la Primera Comunión de sus hijas Jasmine y Mª Jesús. Dicen también que, de momento, no pueden entregar los 300 pesos, sino solamente 200.

A partir de ahí, y durante más de una hora, Bruno y yo asistimos a una larga confesión. Ella va peinada con una cola de caballo. Lleva una falda de flores, un jersey oscuro, un delantal de cuadros verdes y blanco, medias azules y unas zapatillas de goma, que he visto también en otras mujeres. Él lleva un pantalón de dril azul y una camiseta a rayas. Ambos son muy morenos. Voy a intentar resumir la situación.

Esta mañana no pudieron venir a misa porque otra de sus hijas dio a luz con cesárea. La madre de la criatura se encuentra bien, pero el niño necesita respiración asistida. No hace mucho, a otra hija también le ocurrió algo parecido y a los pocos días les avisaron que el bebé  había muerto.

La buena mujer cree que su hija, durante el embarazo, se asustó mucho porque ella, la que nos está relatando esta historia, sufrió un aborto y, al final, tuvieron que vaciarla. También nos cuenta que su hijo Abrahán anduvo por un tiempo metido en malos rollos de droga. La madre había empezado a notar un cambio en el comportamiento del joven, y, además, no le gustaban nada las compañías con que le veía. Hasta que un día se armó de valor y siguió a su hijo. Lo sorprendió con algo en las manos. No supo de qué clase de droga se trataba, pero era alguna sustancia ‘mala’. Por aquel tiempo, su marido trabajaba fuera y ella acudió a su hermano para que hablara con Abrahán y le hiciera recapacitar. El tío afeó a su sobrino la mala vida que llevaba y le propinó una buena sarta de latigazos. La madre asistió a la escena envuelta en lágrimas. Y en los días siguientes, siguió suplicando a su hijo para que se apartase de esa mala vida. Y añade que “entre mis súplicas y el castigo de su tío, Abrahán ha vuelto a ser el hijo de antes”.

Pero lo que me llama la atención no es esta confesión a un desconocido sino que la conversación esté encarnada y sostenida por una fe incontrovertible, por una fe fuerte, confiada y, sin duda, pura e incontaminada.

En varias ocasiones: “Yo me dirigí a Jesús para que mi hijo se convirtiese”. “Yo he pedido para que el recién nacido viva”.  “He dicho a mi marido: "vamos a confiar en el Señor para aceptar lo que él nos mande, porque, si nos lo manda, es por nuestro bien”. “Mi marido se siente mal y sufre, pero yo le digo que la Virgen nos ha de amparar también en esta ocasión”.

El marido, silencioso,  y con las manos enlazadas sobre el vientre, aprieta el mentón y las manos en un intento de contenerse o de mostrarse duro. Luego, se lleva un dedo al ojo no sé si para frotárselo o para impedir el paso de una lágrima.

Bruno les dice que no se preocupen por los pesos de la primera comunión, que ya hablará él con el catequista: “Lo importante es que el niño empiece a respirar bien. Ya veréis como así es”.  Y muy probablemente lo dice desde el corazón, desde esa convicción de que Dios no puede dejar abandonados a sus pobres. Se despiden de nosotros, y después de andar unos metros, se vuelven y nos estrechan la mano con fuerza y nos la besan.

Bruno me comenta: “Es admirable esta fe. Tienen más fe que nosotros. Cuántas lecciones de fe nos dan. Por eso nosotros estamos obligados a escucharles. Sólo con escucharles les estamos haciendo un gran bien. Quererles no sólo con nuestra ayuda, sino también con nuestro tiempo”.

Y luego Bruno me cuenta una historia. Una noche le llamaron para llevar la comunión y dar la extremaunción a una mujer enferma y moribunda. Llovía. Llegó a una casa que no era casa, sino una choza hecha de tablas, láminas de corcho y de hojalata. El somier se sostenía sobre cuatro ladrillos y el agua corría a sus anchas por la habitación. Cuando terminó su ministerio, un hijo de la mujer enferma fue recogiendo unos pesos entre los que estaban presentes en la habitación para el padrecito. “Yo me sentí avergonzado. Pensaba en todas las comodidades que tenía en el Seminario. No acepté el dinero y les pedí que comprasen alimentos y medicinas para ellos. De esta experiencia volví a casa con preguntas muy amargas”.

 

Puentes: 25 años de una corriente solidaria.  Amozoc - México, 2010.

 

lunes, 3 de septiembre de 2018

36.- El Señor de nuestras manos





Cuando los guanelianos llegaron a Ciudad de México, se fueron a uno de los extremos de la ciudad y allí decidieron hacer algo por los pobres. Junto al infame poblado de las Lomas, un secarral áspero donde los haya, en el barrio de San Miguel de Teotongo, allí donde Cristo perdió el zapato, o donde Cristo se detuvo, pensando que no podía haber nadie más allá a quien evangelizar.

Cuando uno llega al aeropuerto de Ciudad de México, y busca un taxi para que lo lleve a San Miguel de Teotongo, el taxista, amable o tajante, le dirá que él no sube hasta ese lugar. Cuando mi amigo, Alfredo, profesor en el barrio de la Condesa, me vino a buscar un domingo para enseñarme el casco histórico de la ciudad, me confesó que había tardado en coche casi dos horas y que nunca hubiera podido imaginar que barrios así existían en su país y en su ciudad.

Los guanelianos se instalaron aquí, en este cerro empinado y extremo de la ciudad de México. En este barrio de construcciones ilegales que los recién llegados a la capital desde todos los puntos del país iban levantando donde podían y como podían. Pero los misioneros cometieron un error de bulto nada más llegar a este barrio: construir un recio casoplón (no por lo bonito, sino por lo grande, de considerable altura en un barrio de casas bajas y maltrechas. No fueron ellos, en verdad, sino una imposición de los superiores de Italia. Ya se sabe que el mal del ladrillo es un virus que sufren casi todos los italianos cuando salen al extranjero. Donde van, tienen que recrear una pequeña Italia: la pasta, el Corriere de la Sera, la lengua italiana y la manía de los casoplones. Todo italiano lleva en su ADN, para bien y para mal, a un Medici y su insaciable deseo de llenar el mundo de edificios.

Si olvidamos este pecado, la llegada de los guanelianos tanto al barrio periferico de Ciudad de México, como a Amozoc-Puebla, ha supuesto una mejora considerable en las condiciones de la población más cercana. Atención a las personas con discapacidad intelectual, Techos fraternos para los mayores, guardería para hijos de madres solteras trabajadoras, pequeño ambulatorio y farmacia, campamentos para niños en verano, atención a los adolescentes, promoción social a través de la parroquia samaritana, entrega de ‘despensas’ de alimentos y medicinas en momentos difíciles, visita y ayuda a las casas de las familias desfavorecidas. Y así un montón de pequeñas acciones. Pero sobre todo: esa certeza de la población de saber que los misioneros son de fiar y que se puede contar con ellos para sentirse escuchados y ayudados. En fin, queridos en su pobreza.


Y ahora una pequeña historia, casi un emblema, que me encontré en Amozoc, en el estado de Puebla, donde trabaja otra comunidad guaneliana. Una mañana, de hace 20 años,  haciendo una mudanza de una casa en la que había vivido un párroco diocesano, mi amigo Alfonso Martínez se encontró un viejo crucificado de madera, sin cruz, corroído por las termitas, por la humedad y el polvo de los años. Al Cristo le faltaban las manos. Mi amigo pensó que este Cristo es lo que él necesitaba y que, precisamente en esa ausencia de manos, yacía  todo un símbolo de la misión que él había venido a cumplir a México, como guaneliano y como cristiano. Limpió amorosamente la escultura, la barnizó, le hizo una cruz y le colocó en la capilla del Seminario de Amozoc. Esa era la capilla donde se formarían los guanelianos y era este el mensaje que tenían que aprender los futuros sacerdotes: “Cristo sólo cuenta con vuestras manos”. Le bautizó como “Señor de nuestras manos”:

“Es un Cristo que no tiene manos, porque necesita las nuestras para bendecir, repartir el pan, limpiar, consolar, sembrar, acariciar, ofrecer. Mis manos, nuestras manos, deben ser las manos de Cristo, para que la misión de caridad nunca esté manca ni incompleta. Yo, nosotros seremos las manos de aquel crucificado”.
    
A Etty Hillesum, una admirable mujer, nunca bautizada, pero más cristiana que casi todos los bautizados, le hubiera gustado esta crucificado sin manos de Amozoc. Descubrió a Cristo en el barracón de un campo de concentración nazi, donde ya estaba condenada a muerte. Y descubrió, en el Cristo crucificado, a un Dios impotente, paralizado por el horror de la Shoah. Solamente así pudo brotar de los labios de Etty esta preciosa oración: "Te ayudaré, Dios mío, para que no me abandones, pero no puedo asegurarte nada por anticipado. Sólo una cosa es para mí cada vez más evidente: Que tú no puedes ayudarnos, que debemos ayudarte a ti, y así nos ayudaremos a nosotros mismos".

Desde entonces el Cristo de nuestras manos preside la capilla de Amozoc. Y a él vienen a rezar gentes de alrededor: se postran ante él, le hablan, le traen flores, le rezan. Y prometen ser las manos caritativas de un Cristo que carece de ellas.

 

Puentes: 25 años de una corriente solidaria.  Ciudad de México y Amozoc - México, 2010.


 

35.- Eucaristías de tazón de leche con café



Cada tarde P. Alfonso dice misa en una capilla o en un rincón del barrio de Las  Vegas. Fue en una de esas misas donde descubrí a una niña descalza. Ver niños descalzos en África no me había impresionado. O no me había impresionado tanto. Pero en las cercanías de la Sierra Norte de Puebla, las noches son frías. Yo iba con una cazadora y mi buen calzado. Y esta niña, de unos diez años, iba con una camisetilla agujereada, y descalza. A la hora de la homilía, se sentó junto al altar, como dándonos a entender que era a ella a la que correspondía esa preeminencia, ese mismo privilegio que se arrogan las autoridades cuando, como buenos ‘descreídos’, van a misa, y se sientan en el primer banco. Y mis ojos no se pueden apartar de sus piececitos descalzos y cubiertos de polvo. Una pequeña puñalada a mi vida confortable.

Otra tarde, en otra capilla, se acerca al altar un drogadicto tambaleante, con su frasco de aguarrás en la mano. Y mucho más aguarrás metido en su cerebro. Alfonso interrumpe la celebración y le dice que le cambia el frasco por una propina y un calendario, pero él no acepta. Y sale de la iglesia como había entrado, con la vejez y la muerte anticipada en sus ojos y en su piel.


Y una tarde más en la novena a San Andrés. Esta vez, la misa es en la calle porque no hay una capilla. Este rincón del barrio es aún, si cabe, un poco más pobre. Ya es de noche cuando llegamos a la callejuela donde hoy está previsto celebrar la eucaristía. A la luz de unos candiles tiene lugar la celebración. Una mesa de cocina hace de altar. En unas andas llega también la pobre imagen de San Andrés que han traído de otra capilla. Unas ciento cincuenta personas se arremolinan alrededor. Rostros y caras de gentes pobres; muchos de ellos van sucios. Habrán recorrido caminos polvorientos para llegar a misa. Tal vez vienen directamente de trabajar el campo o del andamio ¿En qué condiciones higiénicas vivirán en su casa? Alfonso ejerce de cura pero también de guitarrista para animar la celebración. Habla en la homilía de que “Diosito nos quiere cada día y cada noche, cuando estamos contentos y cuando estamos tristes. Dios quiere echarnos una mano pero quiere también que nosotros echemos una mano a quien aún tiene mayor necesidad que nosotros. Diosito es nuestra alegría y nuestro consuelo”.

      Y estas dos últimas palabra me sorprenden: alegría y consuelo. Y casi estoy por rebelarme contra ellas, y protestar. Pero cuando veo los rostros de los niños, los rostros de los adultos y de los ancianos, los rostros de las mujeres, creo, sinceramente, que así es. Después de un día de duro trabajo, de penalidades, de tener que hacer mil cálculos para que el pan llegue a todos los de la casa, este momento de la eucaristía es un momento de alegría y de consuelo. No están solos. El hecho de que un sacerdote venga hasta aquí es porque cree en su intrínseca dignidad de seres humanos. Diosito les consuela y les descansa tras un día duro. Y les entrega un poco de alegría, callada y silenciosa, la necesaria para seguir tirando. Dos perros en primera fila, devotos, están muy atentos a las palabras del cura, como si algo de ese consuelo y de esa alegría que se predica alcanzase también a estas pobres bestezuelas. Durante el Padrenuestro, doy las manos a una mujer anciana y a un niño de unos tres años, que ya no se soltará de mí, ni parará de sonreírme. ¿Qué será de este niño tan confiado, tan sonriente, tan inocente, tan precioso el día de mañana? Tiemblo.

        La eucaristía acaba. Se entona el canto final. Y entonces llega la otra ‘eucaristía’. Unas mujeres de la parroquia han preparado una perola de café con leche. Desde la misión se ha traído una caja grande con centenares de bollos dulces. A los niños, primero a ellos, les reparten un vaso de café con leche y un pan dulce. Luego, también a los mayores. Un vaso de leche no sirve sólo para alimentar el cuerpo, también para calentar las manos en esta fría noche serrana, y también para caldear los espíritus. Cada uno de los que han participado en la misa recibe su tazón de café con leche y su pan dulce. La gente se anima, comenta cómo ha ido el día, se cuentan sus pequeños afanes, calientan sus estómagos, pero también su alma. Las sonrisas, tímidamente, se despliegan. Las conversaciones, poco a poco, se caldean.

        Miro las caras de los niños. ¿Tímidos, tristes, desconfiados, temerosos, curtidos, apaleados, sonrientes, felices? ¿Qué llevan registrado en su ADN familiar? ¿Hay un determinismo social escrito ya en cada uno de sus nervios? Para mí es un misterio. Y me temo que si alguien me lo desvelase no vería nada bueno.  Fotografío a una pareja de amiguitos. Sonríen ante la cámara todo lo que pueden, como si no hubiera un mañana. Tal vez porque no hay un mañana. Su sonrisa es más nutritiva para mí que un vaso de leche. Pero en sus dientes veo también los signos inequívocos de una desnutrición galopante.


Sin esta segunda eucaristía de tazón de leche y pan dulce, la primera eucaristía, de cáliz de sangre y carne de Cristo, sería una farsa, probablemente una blasfemia. Pero las dos eucaristías unidas en esta noche fría del barrio de las Vegas tienen el sabor de lo auténticamente religioso y de lo humanamente sagrado. Estos niños, de infancias difíciles y de futuras adulteces aún más difíciles, quizás recordarán, dentro de muchos años, que alguien les ofrecía por las noches, en nombre de Diosito, un vaso de leche.

 
Puentes: 25 años de una corriente solidaria.  Amozoc-Las Vegas - México, 2010.

34.- Cristo se detuvo antes de Las Vegas




          ¿Quién tuvo la ironía o el sarcasmo de bautizar así a un barrio? Nada tiene de rica vega, ni de umbrosa y herbosa y feraz vega. Y menos aún ningún parecido con la ciudad norteamericana del juego, el dinero y el lujo. Todo es pobre, quizás mísero, en este apartado barrio marginal de Amozoc. El salmista no escribiría nunca de este lugar: "Las roderas de tus carros rezuman abundancia"

Casas fabricadas con desechos de maderas, latones, pizarras, plásticos y ladrillos, los sobrantes de algún derribo. Perros famélicos y tristes y cansados. Jóvenes enganchados al aguarrás. Niñas analfabetas que se quedan cada mañana al cuidado de su hermano, apenas dos años menor que ellas, mientras su madre va a hacer la limpieza a alguna casa principal o a vender algo al mercadillo de Amozoc. 

Era los días previos a San Andrés patrón del barrio. Y como su santo patrón, también ellos eran seres aspados por las carencias y por las desdichas. Al caer la tarde, subí andando con el P. Alfonso Martínez. Un cerro pelado. Apenas un par de árboles, sedientos. Ni un arbusto. Ni una brizna de hierba. A través de la alambrada que cierra un patio, dos niños me miran con sus ojos abiertos e incrédulos de par en par. A su lado, un perrazo ladra con un ladrido lastimero y poco convincente. 
    En nuestro camino, nos cruzamos con dos mujeres que acarrean leña, un haz de leña más pesado que su propio peso. Vienen de lejos. Desgreñadas. Un polvo blanco cubre su rostro. El sudor forma senderos desde la frente hasta la barbilla. “Todos los días, padrecito, tenemos que salir a buscar leña, y cada día más lejos. No nos queda otra, si queremos hacer tortillas”. Poco después, nos topamos con dos niños, dos hermanos. Rostros quemados por el sol inmisericorde y el viento cortante de la sierra. Rostros ásperos como el suelo que pisan y el aire que respiran. Un poco mayor ella, quizás sobre los doce años. Y una mirada dura y seca, desconfiada. ¿Y cómo no va a desconfiar de dos hombres güeros perdidos en este secarral? El niño, en cambio, aún no tiene edad para desconfiar. Y nos mira casi con alegría, aunque responde un poco tímido a las preguntas de Alfonso. La niña cuida de su hermano. Los padres trabajan fuera de casa todo el santo día. Ella pocas veces tiene tiempo para ir a la escuela. Cuando saco mi cámara de fotos, el niño en seguida se yergue como queriendo ofrecer toda su dignidad para aparecer en el retrato, pero la niña se da media vuelta y apremia a su hermano a no detenerse. No hay foto conjunta. Luego, Alfonso me dirá: “Son niños desnutridos. Sólo hay que fijarse en sus dientes. No van a la escuela. Serán carne de cañón. ¡Se podría hacer tanto por ellos!”. Le veo apesadumbrado. Por mucho que él recorra estos parajes desolados y haya visto esta misma escena cinco mil veces, no se acaba de acostumbrar a estos destinos inciertos, a estos futuros imperfectos. Por poner un ejemplo, en las Vegas el agua potable todavía no estaba asegurado para todos. Y gracias a la insistencia de curas y monjas, se acercaban camiones cisternas, cuando con mucha frecuencia la fuente comunal dejaba de funcionar. 

En un pequeño terreno llano, a espaldas de la iglesia del barrio, puede que a espaldas del mundo, han improvisado algo parecido a un campo de fútbol. Unos jóvenes desahogan su rabia o su furia dando patadas a un balón de plástico. Otros jóvenes intentan piruetas acrobáticas imposibles con sus bicicletas escacharradas, material de chatarrería. Observo que uno de ellos tiene una botellita y un trozo de algodón. Es la droga de los pobres, de los últimos. Hasta en las adicciones, hay clases. Una pequeña botella de aguarrás. De vez en cuando empapa el algodón en el líquido y se lo lleva a la nariz. Es su manera de colocarse. Jóvenes en la flor de la vida. Tal vez sería mejor decir en la flor de la muerte. Tienen alrededor de 17 años y ya están colgados. Un buen número de  ellos terminará mal, con el cerebro destrozado y la vida destrozada. La suya y la de su familia. En los días siguientes me encontraría con muchos de estos jóvenes colgados. Cuando pasamos cerca de ellos, nos miran desafiantes, con desconfianza y prevención, como gritándonos qué se os ha perdido a vosotros por estos andurriales de miseria. 
           Cuando volví esa noche a casa, con los ojos llenos de rostros bronceados por la pobreza, y de historias me acordé del título de una novela del escritor italiano Carlo Levi: "Cristo se paró en Éboli". En los años 30 del siglo XX, el escritor había sido desterrado por sus ideas políticas a un pueblo perdido del sur de Italia, donde nada del progreso ni del bienestar habían llegado todavía. Tuvo la sensación de que Cristo -y con él el mensaje de justicia, igualdad y fraternidad- no habían llegado allí. Cristo se había parado en Éboli, que era el pueblo más próximo al lugar donde él había sufrido el destierro. También yo tuve la sensación de que Cristo se había parado un poco antes, y no había entrado en las Vegas. Muchos niños no iban a la escuela. Muchos jóvenes no tenían esperanza. En muchas casas no había el pan necesario. Los niños sufrían desnutrición. Las niñas crecían en la desconfianza ante cualquier hombre adulto. 
Y sin embargo, un pequeño grupo de personas -yo las conocí- se esforzaba para que la fraternidad de Cristo iluminase también esa tierra áspera de Las Vegas, y a los que la habitaban.

Puentes: 25 años de una corriente solidaria.  Amozoc-Las Vegas - México, 2010.

jueves, 30 de agosto de 2018

33.- Chonito, el ángel enfermo


 

En Tepetzintan quise también conocer a Chonito. Desde hacía tiempo sabía que era el joven que confeccionaba pulseras con hilos de colores. Los voluntarios de Amozoc enviaban las pulseras a España; Puentes las vendía y transfería el dinero para que se lo entregasen a este joven y, así, ayudarle.
Había que recorrer una senda tortuosa de casi dos kilómetros hasta llegar a su casa. No costaba mucho imaginarse lo que sería este sendero en días de lluvia inmisericorde. Gallinas y guajalotes alborotaban ante su humilde vivienda.
Cuando Chonito, huérfano de madre, tenía 12 años, la rama del árbol al que había trepado se desgajó y, como consecuencia de la caída, la columna sufrió un daño irreparable. Desde entonces pasa prácticamente todo el día postrado en la cama. Cuando los voluntarios de Amozoc llegaron a Tepetzintan se interesaron por su caso y, después de hacer interminables gestiones en el hospital de Puebla, consiguieron que fuera atendido para realizarle diferentes análisis y pruebas. Pasaba unos días en el hospital y otros días en las casas de los voluntarios de Amozoc. Las sesiones de rehabilitación, los diferentes tratamientos y las medicinas de choque no consiguieron apenas nada. Y Chonito regresó definitivamente a su casa de Tepetzintan. Le aconsejaron que algún familiar le ayudase a hacer todos los días unos ejercicios de rehabilitación, para no perder musculatura, pero al padre se le olvida con frecuencia. Muy de mañana, su padre y su madrastra salen a trabajar el campo de maíz y el huerto, y Chonito pasa casi todo el día solo. Cuando se encuentra un poco menos cansado, teje las pulseras de colores con los hilos que los voluntarios le han proporcionado. Cuando yo lo conocí, tenía 23 años.
Llego a su casa donde la puerta está siempre entornada, para que cualquiera pueda entrar. Está solo y echado en un camastro. Una tabla de madera hace de jergón. Un par de mantas delgadas son su colchón. Al vernos, intenta incorporarse. Poco después, un par de sobrinillos de Chonito, llega a casa, pero se quedan en un rincón, sin molestar, curiosos ante esta visita.

Chonito. Delgadez extrema en todo su cuerpo, carne fofa sobre sus huesos, color cetrino en su piel. Una expresión seria en su rostro. Unos ojos profundamente negros, de resignada actitud ante la vida, de estoicismo frío ante la existencia. ¿Cuándo fue la última vez que se rio a gusto? No sé cuántos kilos pesará, pero parece que tiene el peso de un gorrioncillo al que una ráfaga de viento puede arrojar fuera del nido. Tiene un hilo de voz en su garganta. Pero de su boca no salen sino palabras de gratitud y de bendición al Señor que ‘es bueno conmigo’. Será sin duda por esto por lo que Chonito es considerado por sus vecinos un 'ángel'. Un joven enfermo, postrado en cama, frágil y débil como una brizna de hierba, es capaz de consolar, con palabras, con su actitud de mansedumbre, con su fe de niño, a las pobres gentes del lugar. Son muchos los que a lo largo de la semana se acercan para visitarle. Le ponen al día de sus vidas, le cuentan sus pesares, le piden oraciones y bendiciones para sus cuitas y sus problemas, para sus pobres almas de este rincón extremo de México. Le llevan unos fríjoles o unas tortillas recién hechas. Y él lo acepta todo, los pesares y las tortillas, con serenidad y con paz. Y lo ofrece todo, oraciones y bendiciones, completamente convencido de que, por encima de todo, "Diosito me quiere y no me dejará nunca”.
 
Puentes: 25 años de una corriente solidaria. Tepetzintan - México, 2010.

32.- Una escuela pobre, pero no una pobre escuela.



 

Tepetzintan. Hace algunos años, el matrimonio formado por Domingo y Mari donó, en el centro del pueblo, al lado de la iglesia, un terreno sobre el que los misioneros guanelianos levantaron una casa, austera pero digna. Era su vivienda cuando venían aquí a hacer pastoral. Y servía también de alojamiento a los voluntarios laicos que en verano se acercaban a esta aldea para ayudar a la gente del pueblo y para hacer actividades escolares y de ocio con los niños que aquí viven. 
Desde hacía años, las autoridades habían prometido construir una escuela grande y cómoda en el centro del pueblo, pero se había quedado en promesas, letras escritas en el agua. Así que, de momento, esta casa funciona como escuela, e incluso como internado. ¿Y cómo se ha llegado a esto? En Tepetzintan las casas están diseminadas en un área de casi cuatro kilómetros. Cuando empieza la estación de las lluvias, los muchachos difícilmente pueden recorrer esas distancias bajo la lluvia torrencial, por senderos intransitables llenos de charcos. El absentismo era grande y preocupante. Muchos niños perdían semanas enteras de clase. Fue entonces cuando se decidió que los niños que ocupaban las casas más alejadas del centro de la aldea residiesen en la escuela de lunes a viernes, en régimen de internado, y que el viernes a mediodía volviesen a sus casas. Y así, la casa parroquial se convirtió en escuela; después, la escuela se convirtió en internado. 
En una habitación hay literas para 15 estudiantes. Pero no son  suficientes. En la sala que funciona como aula están apilados los colchones de espuma. Cuando llega la noche, se amontonan los pupitres y se esparcen los colchones por el suelo. Los pupitres a su vez se usan como mesas de comedor para desayuno, comida y cena. 
En el pasillo veo cajas con alimentos que sirven para dar de comer a los veinte niños y niñas que aquí tienen su casa de lunes a viernes. En una pequeña cocina una mujer, literalmente atrincherada entre pucheros y cazuelas, platos y vasos, y cajas de alimentos, atiza el fuego mientras las tortillas de maíz, alimento básico en México, se van dorando.

Miro cada rincón, cada colchón, cada mesa, cada libro, cada plato y cada cazuela. Esto es todo lo que hay. Estos chicos y chicas aquí estudian juegan, duermen, cocinan, se asean y conviven. Aquí estudian alrededor de unos 50 niños y niñas, entre internos y externos. Es una escuela pobre, pero no es una pobre escuela.
Escuela pobre es aquella en que la indiferencia o el pasotismo se ha apoderado de los alumnos y de los maestros. Una escuela pobre es aquella en la que el deseo de aprender se ha marchitado y el respeto brilla por su ausencia. 

 Pienso en tanto fracaso escolar en España, en tantas quejas de los padres, de los alumnos, de los profesores. La queja forma parte de los países ricos. Tenemos todo y quisiéramos tener más que el todo. Todo es frustración y todo es echar la culpa al sistema. ¡Qué bien les haría a los niños de los países ricos pasar un mes en esta escuela! Probablemente, no se volverían a quejar en su vida.

Algunos niños nos siguen durante la visita a la escuela, atentos a lo que comentamos y a lo que preguntamos. Le digo a uno de ellos: “¿A ti qué te gustaría ser de mayor?” Me contesta: “Profesor. Voy a estudiar mucho para ser maestro”. Le pido que se siente ante un  un pupitre para hacerle una foto. Probablemente el hecho de que no me ría de sus sueños hace que le caiga simpático y que, más tarde, al subirme al coche, de regreso a Amozoc, me diga "gracias", al darme la mano.

La escuela de Tepetzintan, con todas sus carencias, es una escuela hermosa, porque ayudará a sacar de la indigencia cultural a unos niños y les ofrecerá herramientas para cultivar sus mentes y sus corazones. Les enseñará a pedir las cosas con respeto y a decir "gracias" cuando llegue el momento. En la escuela de Tepetzintan, con todas sus limitaciones,  aprenderán lo que es caminar con dignidad por la vida y a ver dignidad en los que les rodean.

 
Puentes: 25 años de una corriente solidaria. Tepetzintan, México, 2010.

31.- Las 'despensas' de Tepetzintan





El 11 de diciembre de 2010 apunté en mi dietario: “Un día memorable”. A primera hora de la mañana, Roberto, Ángeles, Hortensia, de Grupo Misionero de Amozoc, y sor Carmen y sor Gregoria, me recogieron en el coche con destino a Tepetzintan. La aldea está situada en la Sierra Norte de Puebla, a una altitud de 2100 metros, con un altísimo nivel de humedad, en medio de un bosque espeso y salvaje, apenas roto por algún claro donde quedan diseminadas aquí y allá algunas casas. El sol picaba y el sudor se hizo presente en todo mi cuerpo nada más bajar del coche. ¡No quiero imaginarme esto en pleno verano!

La mayoría de personas hablan sólo náhualt, aunque los más jóvenes, que mal que bien han acudido a la escuela, pueden también comunicarse en español. Las mujeres van bien aseadas y llevan pendientes en las orejas y collares en sus cuellos. Casi todas ellas visten a la vieja usanza prehispánica, con sus coloridos huipiles (palabra náhualt que significa túnica holgada y bordada). No es un traje de fiesta, ni un reclamo folclórico. Es la ropa que llevan tanto para recolectar café, como para lavar en el río. Muchos hombres visten aún pantalones bombachos y blusones blancos. Muchas mujeres caminan descalzas. Me dicen que para estar en contacto con la tierra, que es la que dona la fertilidad y asegura los ciclos de la vida y el paso regular de las estaciones.

Desde hace algún tiempo el Grupo de voluntarios de Amozoc sube hasta este rincón perdido para traer medicinas para los enfermos y 'despensas' (bolsas con comida) para los más necesitados, que suelen ser los ancianos y los enfermos.


Nada más llegar a la aldea, nos dirigimos a la iglesia, donde nos espera el catequista responsable. Nos da una lista de las personas necesitadas o enfermas. Nos dividimos en dos grupos. Durante cuatro horas, visitaremos enfermos y otras personas en situación de extrema pobreza. En fila india, por estrechos senderos, atravesamos el bosque hasta llegar a la casa indicada. Humildes casuchas construidas con bambú o con tablas y con cubiertas de barro. Casas desvencijadas. Casas construidas en terrenos inclinados y sin pavimentos, solamente la tierra pisada. En algunas casas, una pequeña placa de latón dice ‘Piso firme – Gobierno Federal’, quiere decir que la familia ha recibido una subvención para comprar cuatro sacos de cemento y echar el piso. Muchas casas tienen una sola estancia con varios camastros, y una cocina de leña, donde alguien, indefectiblemente, está haciendo tortillas. No hay salida de humos. Las ropas aparecen siempre colgadas en cuerdas. Y no sólo porque carecen de armarios, sino porque estos serían inservibles, ya que allí dentro, por culpa de la humedad, la ropa se pudriría. Hay muchos gatos por todos los sitios. Me dicen que mantienen las víboras a raya. Se ven perros cansados, gallinas indiferentes y varias colmenas.


Llegamos a la casa de una de las enfermas, Lupe. Está echada en un camastro, pero al vernos se intenta incorporar un poco. Los familiares conocen a los voluntarios y nos tratan con simpatía. La saludamos, nos interesamos por su estado, le entregamos las medicinas y un  bolsón con alimentos. Me ofrecen una infusión y yo miro a Roberto para que me indique si debo beberla o no. Me hace señas para que acepte. Me la bebo, fuerte y amarga, pero euforizante.

En otra casa visitamos a la mujer más anciana del lugar. Va vestida con su huipil. Vive con su hija y la numerosa prole de ésta. Le hago algunas preguntas a les pido a la madre y a la hija que posen juntas para una foto. Todo el diálogo tiene que ser traducido del náhualt al castellano y viceversa. Cuando nos despedimos, me dice por señas que me espere y sale de la casa. Vuelve un par de minutos después, con un par de huevos del gallinero y me los ofrece con una sonrisa. Es su manera de dar las gracias. Y para mí es uno de los regalos importantes que he recibido he recibido en mi vida. La abrazo. Acepto su regalo, tal vez de escaso valor material, pero de inestimable valor moral, porque, cuando un pobre ofrece un regalo, lo que está ofreciendo es la expresión de su gran dignidad. Y lo único que te pide es que tú reconozcas esa dignidad. 

 

Puentes: 25 años de una corriente solidaria. Tepetzintan, México, 2010.

miércoles, 29 de agosto de 2018

30.- El pastelero más sonriente del mundo

 

 Miguel es sordomudo. Tiene 22 años. Y es el encargado de controlar el pequeño horno instalado en La Dulcería, el taller de repostería que funciona desde hace unos meses en el Centro Guanella, para chicos y chicas con discapacidad intelectual. Este taller ha sido uno de los últimos proyectos subvencionado por parte de Puentes.
Cada mañana unos cuarenta chicos y chicas se forman y trabajan en el Centro Ocupacional de la misión Guanella en Ciudad de México. Los más cercanos a la misión, llegan a pie; a otros tantos los recoge, casa por casa, el microbús de la misión. También esta microbús fue un proyecto financiado a partes iguales entre tres asociaciones humanitarias: Asci-Italia, Prokura-Alemania y Puentes-España.

Nada más llegar a la misión, lo primero que hacen estos chicos y chicas es desayunar como Dios manda; un vaso de maicena, un plátano asado al horno, y dos tortillas con ensalada, papa, queso y chile. Algún día me uno a su mesa. Luego, cada chico se dirige al taller correspondiente. Además del taller de repostería, está el taller de abolorios, el taller de costura y ropa de segunda mano y también un pequeño huerto y unas gallinas.
A mitad mañana, llega el momento de la gimnasia. El profesor, Arturo, guía una tabla de ejercicios en el patio o en uno de los salones, cuando el tiempo así lo exige. Para algunos de los chicos con necesidades concretas, el profesor tiene un programa específico de rehabilitación. Un tentempié (vaso de zumo y dulce) les espera al final de la hora de gimnasia. 
El taller de abalorios elabora pulseras, colgantes, rosarios, broches, pendientes, collares. Algunos de estos productos se venden en los mercadillos solidarios que Puentes organiza en España.


En una pequeña sala un grupo de siete chicos y chicas, Vero, Wendy, Beto, Adriana, Raquel, Ricardo, Miguel, con sus batas y sus gorros blancos, se afanan en el taller de repostería. Blanquita, la responsable, extiende todos los ingredientes sobre una mesa de cocina. Hoy toca hacer unas pastas. Mezclan la harina, los huevos, las esencias de limón y de vainilla, el aceite.  Extienden la masa sobre la mesa y pasan el rodillo unas cuantas veces. Marcan la masa con los moldes de hojalata y colocan las pastas crudas en una bandeja. Se las acercan a Miguel. Y es en este punto cuando él entra en acción. Recibe la bandeja de manos de sus compañeros de taller. Y lo hace con una sonrisa amplia. Controla la temperatura, abre la puerta, coloca la bandeja en el centro del horno. Pulsa el cronómetro. Aguarda los 15 minutos. De vez en cuando, echa un vistazo a través del cristal para comprobar que las pastas y los mantecados van cogiendo el color adecuado. El cronómetro suena. Abre la puerta, saca la bandeja con las manoplas y se la entrega a su compañero. Y así sucesivamente. Decir que Miguel es feliz, es poco. Él es el pastelero más sonriente de México. Y probablemente, el pastelero más dichoso de todo el Universo. Cada mañana, su sonrisa es un descanso y un premio en La Dulcería.

Puentes: 25 años de una corriente solidaria. Ciudad de México, México, 2010.

29.- Historia de María Guanella



En 1992, los policías la vieron durante días rebuscando entre los contenedores y durmiendo en cualquier banco. Mirada ausente, temerosa, desorientada y perdida. Y cuando por fin la recogieron y la llevaron ante la asistenta social de la zona, a esta sólo se le ocurrió acercarla al Techo Fraterno, una casa de los misioneros guanelianos en un barrio periférico de Ciudad de México, allí donde Cristo perdió el zapato. Nada más llegar a esta casa, comió con apetito, se aseó lo mejor que pudo y durmió durante horas, quizás días.
Le preguntaron su nombre, pero la mujer, de edad indefinida, no sabía o no podía hablar. Le pusieron un lápiz en los dedos para que escribiera su nombre y ella lo miró y lo volvió a mirar con alegría infantil pero sin atreverse a acercarlo al folio. No sabía escribir ni leer, evidentemente.
        En los días siguientes, por señas, intentaron que les dijese dónde vivía, dónde estaba su familia, qué hacía... todo fue inútil. Incluso llegaron a pasearla en coche y a pie por el barrio donde los policías la habían recogido por si reaccionaba ante una casa, una calle, un viandante conocidos. Nada que hacer. Misión imposible.
        Finalmente, pensaron que lo mejor para la buena mujer es que se quedase a vivir en el Techo Fraterno. Le pusieron un nombre. Le llamaron María Guanella, como la madre del Fundador de la Congregación. En el fondo, era una mujer tan pobre que no tenía ni siquiera nombre. ¿Lo había tenido alguna vez? ¿Se había negado María a hablar por señas de su familia, de su casa, porque nunca las había tenido o porque, con ese instinto de supervivencia que sólo tienen los niños y los desvalidos, intuyó que era mejor no revolver el pasado, y que los pocos días que llevaba en el Techo Fraterno habían sido días felices sin miedos y sin temores? ¡Es tan compleja el alma humana, tan laberíntica y tan insondable!
Yo la conocí en diciembre de 2010, cuando visité los proyectos de Puentes en ese país. Entre estos proyectos estaba el sostenimiento del Techo Fraterno (centro para personas mayores). La recuerdo perfectamente. Su pelo cortito y blanco, su batita humilde, su andar trabajoso (en los últimos tiempos, me dicen, iba en silla de ruedas). Pero siempre que te acercabas a ella, se reía. ¿Era su forma de agradecer a todas las personas que la trataban con consideración y con simpatía? ¿Era la sonrisa su manera de decir a los demás que se encontraba a gusto y feliz en esta casa? Si la sacaban a bailar, bailaba; si la llevaban de paseo, enseguida se disponía a andar. Le gustaba ver la televisión y ejecutar las sencillas tareas domésticas que la asignaban, como regar las plantas o barrer el patio…

El primer domingo que pasó en el Techo Fraterno, la llevaron a misa y ella, al entrar en la capilla, hizo la señal de la cruz. ¿Un viejo recuerdo de infancia cuando iba, quizás, como todos los niños a la misa dominical? ¿Un reconocimiento a ese Dios en cuya casa se encontraba?  
En mayo de 2016, la abuelita Mari, como le llamaban en el Techo Fraterno se  apagó.  Murió rodeada de afecto, atendida y cuidada en la que había sido su casa durante los últimos veinticuatro años. Y dejó, en los que la conocieron, incluidos los muchos voluntarios italianos y españoles, un dulce recuerdo. El funeral cálido y afectuoso que le han dispensado en México da prueba de todo ello. Hasta el último momento, María Guanella fue amada humanamente.
Se da la casualidad de que, tras años de papeleos y papeleos, la Administración de México reconoció a esta mujer con el nombre de María Guanella, y su nombre fue inscrito en el registro a tal efecto. Por fin, esta mujer existía para la República Federal de México, aunque llevaba ya muchos años 'existiendo, siendo y estando' para sus amigos del Techo Fraterno. La abuelita Mari es -ha sido- uno de esos casos donde resplandece el genio del cristianismo, según la expresión tan acertada de René de Chateaubriand. 
Una mujer sin casa, de escasa inteligencia, sin cultura, sin pan, sin familia, sin hogar, sin nada, sin nombre siquiera... es reconocida en su dignidad, y llamada a presidir la mesa de la fraternidad, la mesa familiar de casa Guanella. Lo esencial,  ya lo decía Saint-Exupéry, es invisible a los ojos. 
 
Puentes: 25 años de una corriente solidaria. Ciudad de México, México, 2010.

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