sábado, 26 de febrero de 2022
Mateo en el hospital. Ruina de adobes. Guerra de Ucrania. Y 100 años de Victorina.
miércoles, 23 de febrero de 2022
1.- La matanza de los inocentes (Mt 2, 13-23)
Cada noche, antes de acostarme, leía un pasaje. Nada más
levantarme, y antes de lanzarme al Camino, volvía a leer el episodio evangélico
que, a lo largo del día, me serviría de motivo de reflexión y también de hilo
conductor por caminos, veredas, llanuras, montañas, bosques, praderas, tierras
de labor y páramos.
Luego, por la tarde, en la tranquilidad y reposo del albergue
intentaba escribir lo que el pasaje evangélico me había sugerido a lo largo del
día, en los momentos de euforia o de desánimo, en los encuentros con otros
peregrinos o en la soledad más absoluta del caminante.
Como hice el Camino en menos tiempo de lo previsto, algunos
capítulos se quedaron sin su ‘día de reflexión’. Por ello, unos meses después,
durante mi estancia en el monasterio benedictino de Silos, decidí también
reflexionar sobre el resto de los pasajes evangélicos seleccionados.
Las páginas siguientes recogen estas meditaciones y
soliloquios al filo de los pasos de un peregrino por los caminos del Señor
Santiago.
El llanto
eterno de los inocentes
Unos
magos de Oriente se aproximan al Palacio de Herodes para preguntar dónde habían
previsto las escrituras el nacimiento del Salvador de Israel. Los expertos, los
consejeros, los consultores y asesores de toda índole escudriñan las
escrituras: Belén de Judá. Y Herodes se echa a temblar. Su seguridad se
tambalea, como se tambalean los reyes en un teatrillo de marionetas. Pero
disimula su temblor y, zalamero, pide a los Magos que, de regreso a sus países
de origen, vuelvan a Palacio y le informen dónde está el Niño para ir también
él adorarlo. Y ahí dejamos a Herodes, en su palacio, rodeado de los cortesanos
que le entretienen con sus liras, sus lisonjas y sus versos. Pero Herodes
tiembla. Tiembla como nunca lo ha hecho en su vida, como una hoja en día de
ventolera.
Los
Magos cumplen su cometido: han adorado al Niño. Pero intuyen, adivinan, alguien
les sugiere que vuelvan a casa sin pasar por el palacio de Herodes.
También
José ha sido advertido en sueños. Y se
levanta de noche. Una noche oscura. Una noche más de las muchas noches que le
tocará vivir a lo largo de una vida aparentemente insignificante y gris, casi ‘nocturna’.
Y José se muestra dócil al misterio, como el barro a las manos del alfarero.
José acepta la voluntad de otro que no es él, porque quiere al pequeño más que
si lo hubiese engendrado, más que a sí mismo, porque él, José, es el prototipo
de una paternidad no basada ni en el sexo, ni en el semen, ni en el falo. Es la
paternidad del alma y del corazón.
De noche tienen lugar las tragedias
escondidas, los dramas ocultos. José, María y Jesús emprendieron el camino
eterno de los refugiados, el sendero del exilio, la vía por donde marchan los
que el poder no tolera. Un camino que hasta hoy mismo han tenido y tienen que
transitar millones de personas.
De
noche y en silencio María, José y el
Niño se alejan de Belén, de la tierra querida de sus antepasados, del taller de
Nazaret, de su lengua, de las canciones canturreadas, de las fiestas
tradicionales, del pan con sabor al propio horno, de la familia y de los
amigos, de la Sinagoga de piedra y barro, de la fuente donde coger agua, de los
juncos donde tender la ropa blanca y añil. Todas las cosas que hacen que la
vida sea tolerable. El destierro es eso: un quitarte la tierra bajo tus pies,
y, por lo tanto, sentir que te hundes y que te caes al precipicio. Amargo es el
pan del exiliado. El aceite, el vino y los dátiles también son amargos. Amargas
las canciones.
Herodes
está furioso porque ha sido burlado. Ha esperado impaciente el retorno de los Magos,
pero le han dado esquinazo. Ha esperado con ansiedad. Y ahora cae en la cuenta
de la broma pesada que le han jugado. Estalla en ira. Estalla en rabia. Y da la
orden: “Matadlos. Matadlos a todos. Que
ningún niño de menos de dos años sobreviva”. Mejor que mueran todos a que
sobreviva uno, el único al que yo temo, el único que me destronará.
Cuando
las madres se dan cuenta, ya es demasiado tarde. Los caballos y sus jinetes han
irrumpido en la aldea, al amanecer, con gritos de guerra, con piafar de
caballos, con ruido de cascos en la tierra, con las espadas desenvainadas. Es
el final. Los niños están en sus cunitas y las madres encendiendo el fuego o
amasando el pan. Han entrado por los cuatro costados. Cuando, cumplida la
misión, los soldados se alejan, sólo se oye el grito y el llanto desesperado de
las madres que claman justicia al cielo. Mientras los padres, impotentes,
recogen por la cocina o en el umbral los restos de sus pequeños.
Es
la matanza de los inocentes. Había habido antes y las hubo después. Pero la que
nos narra el evangelista Mateo se inscribe a sangre y a fuego en el corazón del
que se asoma por una o muchas veces al evangelio. La ira de los que temen
perder el poder puede causar las más grandes matanzas. El Niño en su huida, lo
único que pudo oír, no obstante María le cubriese con su manto, fue el llanto
de los inocentes y el quejido desesperado de las madres de las criaturas a las
que Herodes sacrificó sin escrúpulos para que su trono no se tambalease, y para
que su mundo siguiese girando una vez y otra vez más sobre los goznes de la
barbarie. Este salvaje acto de la matanza de los inocentes fue un intento
desesperado de retrasar la llegada del reino de paz y justicia que el Niño
venía a instaurar. Pero también una lección, amarga y cruda: no faltarán nunca
las matanzas de inocentes entre nosotros. Inútil precaución de Herodes. Inútil
su asesinato en masa. La vida nunca se puede detener. Como no se puede detener
el agua de los cielos. ¡Pero costó la vida a un buen grupo de niños inocentes!
Los inocentes siguen cayendo en cualquier guerra, en cualquier mesa sin pan, en
cualquier quirófano aséptico donde se practica un aborto, en cualquier trabajo
esclavo de una mina en el Congo o de un basurero en Lima, en cualquier niño
maltratado por sus padres o abusado por sus educadores, en cualquier niño
aterido de frío o de afecto.
Cada
vez que una madre llora la muerte injusta de su hijo, en cualquier guerra o en
cualquier enfermedad, su llanto será siempre el llanto de Raquel:
Se oye un grito en Ramá,
llanto y gran lamentación;
es Raquel, que llora por sus hijos
y no quiere ser consolada;
¡sus hijos ya no existen!
lunes, 21 de febrero de 2022
Salome de Caravaggio. Rosi Fernández. Y 50 años de Stoner.
Lo
leí, por primera vez, hace siete años y me pareció un gran libro. Y su
protagonista, William Stoner, es ya un arquetipo de estoicismo, de integridad y
de amor a la literatura. El libro arranca cuando el protagonista, nacido en una
familia de granjeros humildes, llega a la Universidad de Missouri para estudiar
agricultura. Pero un buen día el profesor de literatura, Archer Sloane, se
dirige a él: "Shakespeare le está hablando". Cambió de
carrera. Terminaría por ser profesor de literatura en la Universidad. John
Williams nos cuenta la peripecia humana de Stoner, desde su juventud hasta su
final. Resulta difícil no identificarse con él.
El
protagonista se pregunta a menudo: “¿Qué esperabas?” Pues eso, ¿qué iba
a esperar un escéptico, un estoico de la vida? ¡Nada! Aceptar lo que llega, no
rebelarse contra nada. No amargarse en las frustraciones. Al final de la
lectura, se tiene la sensación de que hay o podría haber un ‘Stoner’ en cada
persona que encontramos en la calle y en nosotros mismos. Y quizás también que
deberíamos parecernos más a Stoner: ¡Esa santa indiferencia,
esa frialdad inaudita para hacer frente a los golpes y a las lesiones de la
vida! ¡Ese bendito estoicismo para seguir viviendo, sin desmoronarse nunca
y sin amargarse apenas! Todos en alguna temporada de nuestras vidas nos
sentimos ‘Stoner’.
miércoles, 16 de febrero de 2022
Franz Jalics: una presencia de silencio y luz
Hace un año, vacío de memoria, inocente
como un niño y libre como un pajarillo del campo, moría Franz Jalics en su
Hungría natal. Había nacido en 1927 en el castillo que su familia, de origen
noble, poseía a las afueras de Budapest.
Al estallar la Segunda Guerra Mundial,
tuvo que abandonar la casa y el país y huir al extranjero. Cuando la guerra
terminó, regresó con toda su familia a Hungría. Su padre fue arrestado en la
frontera y después envenenado. Los nueve hermanos y la madre recorrieron, a pie
y andrajosos, el camino hasta su casa. El castillo había sido saqueado y vandalizado.
La familia se reunió en el sótano y allí sobre unos colchones por el suelo
pasaron esa primera noche. Fue entonces cuando asistió a una escena que no
olvidaría nunca. La madre pidió a sus hijos que rezasen por los que habían
saqueado su casa, por los que habían hecho asesinado a su padre y por los que
les odiaban por el solo hecho de pertenecer a una familia noble y ser
creyentes. Cada día rezaron por los que les habían arruinado la vida. De esta
manera Franz Jalics pudo crecer sin odio y sin resentimiento. El odio no
destruye al enemigo; destruye al que odia.
Antes, durante la guerra, Jalics había
sentido un miedo atroz durante los bombardeos de la ciudad alemana de
Nuremberg. Pero allí, durante unos instantes, sintió una paz interior grande,
una paz tras la que corrió toda su vida y de la que aprendió algo fundamental: es
preciso liberarse del temor irracional a morir o a ser herido, a pasar hambre o
a no tener cobijo, en definitiva el miedo al futuro. Fue entonces, cuando
decidió hacerse sacerdote. En 1947 entró en los jesuitas.
Quizás
su historia empezó mucho antes. Su madre siempre fue una personal capital en su
vida. En su juventud, su propia madre había deseado ingresar en un convento.
Las religiosas del Sacre Coeur la invitaron a que antes cursase estudios
universitarios. Así conoció al que sería su marido. Durante un tiempo se
debatió entre la vocación al matrimonio y la vocación religiosa. Rezaba para encontrar su camino. Y una noche,
‘oyó’ una voz: “yo quiero a tu hijo”. No dudó que el susurro venía de
Dios. Se casó y trajo al mundo ocho hijos. Cuando Jalics decidió hacerse
sacerdote, su madre comprendió que la frase escuchada en su juventud alcanzaba todo
su sentido.
Después
de completar sus estudios en Bélgica, Jalics es destinado a América, primero a
Chile y luego a Argentina, como profesor de teología. En 1974 decidió compartir
su vida con los más necesitados, en una comunidad jesuita de las llamadas
“villas miseria”, barrios pobres de las periferias. Son años convulsos en
Argentina. La dictadura del general Videla no admite ninguna oposición ni
ninguna crítica a su escasa labor social. Y, además, ve enemigos por doquier y
guerrilleros en todas partes. En mayo de 1976, Franz Jalics y Orlando Orio
fueron secuestrados por los militares, como sospechosos de colaborar con la
guerrilla. Durante cinco meses fueron torturados y, encapuchados y esposados,
vivieron con la incertidumbre de ser asesinados en cualquier momento.
Como
Franz Jalics ha confesado muchas veces, la oración le salvó de la locura. Y lo
que es más importante: durante el secuestro aprendió a orar, se abandonó a
Dios, algo que enseñaría después a muchos discípulos.
Durante
ese secuestro se produjo también un malentendido que le provocaría un
sufrimiento enorme, a él, a su compañero de secuestro y a su superior jesuita,
el P. Jorge Bergoglio. Franz Jalics y Orlando Orio pensaron que la
persona que había delatado a los militares su presencia en la villa miseria
había sido el P. Jorge Bergoglio. Franz Jalics solo quiso hablar una vez de
esto: “Yo mismo creí ser víctima de las denuncias, pero al final de los 90,
después de muchas conversaciones, me di cuenta de que las sospechas fueron
infundadas; por lo tanto es falso afirmar que mi captura y la de mi compañero
tuvieron lugar por iniciativa del padre Bergoglio (Papa Francisco en la
actualidad)”. En el año 2000, Franz Jalics y su antiguo superior pudieron
celebrar juntos la misa, abrazarse y reconciliarse.
Tras ser
liberado por los militares, Jalics abandona Argentina e inicia una búsqueda
espiritual en las escuelas orientales del conocimiento. Bajo la guía de Ramana
Maharshi, se adentra en la espiritualidad oriental. Este hecho suscita la
incomprensión y la crítica de muchos de sus compañeros jesuitas. Finalmente,
Jalics deja la Compañía de Jesús y funda una casa de oración en Gries, Baviera.
Su madre se instala junto a él. Tendrán que pasar muchos años antes de que
Jalics acepte la invitación de incorporarse de nuevo a la Compañía.
Poco a
poco Franz Jalics se fue convirtiendo en maestro de oración. En 1994 publica un
libro fundamental, “Ejercicios de contemplación”. Un libro denso y
profundo, pero que contiene un método preciso y pautado para meditar. Este
libro ha obtenido su máxima difusión gracias al empeño de Pablo d’Ors, fundador
de los Amigos del Desierto.
Un día
de diciembre de 2012, un desconocido entró en el despacho del hospital
madrileño Ramón y Cajal, donde Pablo d’Ors ejercía de capellán. Le
felicitó por su obra Biografía del silencio y le regaló, sonriendo, un
libro: “Ejercicios de contemplación”, de Franz Jalics. Pablo d’Ors nunca había
oído hablar de su autor. Empezó a leerlo, a subrayarlo, a anotar lo que ese
libro le sugería. Supo muy pronto que este libro le cambiaría la vida. Poco
después, viajó a Alemania para conocer a Franz Jalics. Durante doce días conversó
a diario con él. Le preguntaba, le pedía opinión, le abría su corazón. Pablo
d’Ors comprendió que “me encontraba ante un gran maestro espiritual, posiblemente
un santo. Aquel hombre irradiaba una gran fuerza y bondad: nunca nadie me ha
producido una conmoción tan profunda. Jalics no aportaba soluciones a los
problemas que le presentaba, pero me bastaba que los pusiera ante él para que
se disolvieran”.
Como ha
sucedido a tantos discípulos de Jalics, cuando Pablo d’Ors regresó a Madrid era
otro. En 2014 fundó Amigos del Desierto sobre dos pilares bien significativos: Charles
de Foucauld y Franz Jalics.
Javier Melloni escribió una vez a propósito de Jalics: “El problema de muchos maestros o místicos cristianos es que explican los efectos de la oración, pero pocos se detienen en esclarecer cómo orar”. Y Esteban Azumendi, por su parte, comentó: “Muchas personas “saben” que Dios existe, que “Dios está acá”, que “Dios los ama”. Sin embargo, este conocimiento se encuentra alejado de la experiencia: “Dios está, pero no lo percibo”; Jalics ha ayudado a muchos a descubrirlo”.
En 2017, Franz Jalics regresa a su Hungría natal donde finalmente fallece el 13 de febrero de 2021. Los que pudieron verlo en sus últimos años dicen que su rostro irradiaba una luz única, de felicidad y de santidad. Su legado sigue inspirando a muchos en todo el mundo. El mejor epitafio a la vida de este místico, probablemente lo escribió el propio Pablo d’Ors: “Los maestros nunca se marchan; nos dejan lo más hermoso y necesario: un camino”.
sábado, 12 de febrero de 2022
Periodista asesinado. Ulises de Joyce. Benedicto XVI. Y Pasolini
Ahora que con los fastos del
centenario de la publicación de Ulises, todo el mundo vuelve a hablar de la
grandiosidad de esta ‘estupendísima’ novela, me he encontrado con el comentario
del escritor José Ovejero en el que asegura que uno puede sentirse un buen
lector a pesar de no haber leído Ulises. Me consuela bastante. Pero también
tengo que decir que en mi interior he tomado la determinación de volver a
intentarlo el próximo verano, a la sombra del pino y del olivo. De momento,
acabo de imprimir un artículo de Gonzalo Torné titulado “Nueve pistas para
leer Ulises y no morir en el intento”. Os seguiré contando.
miércoles, 9 de febrero de 2022
¿Sólo los abusos de la Iglesia?
Hace unos días el escritor Alejandro
Palomas contó públicamente que había sido víctima de abusos sexuales cuando
era un niño de 8 años en un colegio religioso en Barcelona: “Fui acosado, abusado y agredido sexualmente”.
Con singular crudeza repasó sus vivencias sobre este hecho traumático que,
solamente después de la muerte de su madre, había tenido el valor de contar. De
toda su confesión me han llamado poderosamente la atención dos frases. Una. El
religioso en cuestión, después de abusar de él, le increpaba: “¿ves lo que me haces hacer?”, descargando
en un niño vulnerable todo su pecado. Y
dos. Como colofón de su declaración, y refiriéndose al día después de la
violación, escribe: “A partir de ese
momento llegó la noche más larga de mi vida de niño. Entré niño y
salí superviviente”.
Después de esta espeluznante
confesión, el autor emplazaba al Presidente del Gobierno a dar voz a las
víctimas. Pedro Sánchez y la Fiscalía del Estado recogían el guante y tomaban
las primeras medidas para nombrar una Comisión específica sobre los abusos
cometidos en el seno de la Iglesia Católica.
Ya he hablado en otra ocasión en mi
blog de este asunto tan espinoso, concretamente con motivo de la presentación
del Informe Sauvé, sobre los abusos en Francia, y también de la lectura
de John Boyne, Las huellas del silencio, una novela que transcurre en
Irlanda.
Hasta este momento cada diócesis
española tenía establecido un protocolo para recoger las denuncias de abusos y
las correspondientes investigaciones y resarcimientos. Pero estos pasos, creo
yo, han sido insuficientes. Ha faltado la voluntad de dar voz a las víctimas,
de escuchar sus dramáticos testimonios, de pedirles perdón mirándoles a los ojos
y de reparar las ofensas. Ha faltado una investigación a fondo que recogiera
datos, testimonios y buscara soluciones al problema. Ha faltado un acto público
y solemne de perdón y arrepentimiento. A la Iglesia española le ha faltado un
poco de corazón, y también de inteligencia. Como decía el jesuita alemán y
experto en este tema, Hans Zollner: “Los obispos (españoles) saben que no han hecho lo que tenían que hacer. Si la Iglesia no cumple con su deber,
serán otros quienes lo hagan”.
Dicho esto, hay que preguntarse sobre
la credibilidad que puede tener una Comisión nombrada por el Parlamento o el
Gobierno. Dada la ideologización creciente en España, creo que hay que mostrar algunas
reservas. Una Comisión no creíble daría resultados no creíbles.
El Informe Sauvé ha recibido
en Francia muchos aplausos, pero también muchas críticas por su ‘escaso
rigor científico’. Pocos meses antes de la presentación oficial del
Informe, un miembro de la Comisión dio algunos datos: 27.000 abusos como máximo.
Sin embargo, el Informe público hablaba de
330.000 niños abusados. Pero no era una cifra real, sino un número para
ser matizado. La Comisión Sauvé hizo una encuentra entre 24.000 franceses para
saber si habían sido víctimas o no de abusos en su infancia. Los datos fueron
extrapolados a toda la población, y por una regla de tres salió la abultada
cifra que llegó a todos los periódicos. Asimismo, el Informe recibió ásperas
críticas por el empleo en el Informe del adjetivo ‘sistémico’, es decir se
decía que en la Iglesia se habían cometido sistemáticamente abusos sobre niños en
los últimos años 70 años. Al mismo tiempo se decía que a un 3% de los sacerdotes
se les podía catalogar como abusadores. Nadie hablaría en su sano juicio de una
práctica ‘sistemática’ cuando el 97% del clero estaba limpio de pecado. Es
verdad que un solo abuso ya sería una enormidad; veintisiete mil abusos nos
hablan de algo insoportable. Pero la cifra de 330.000 no se ajusta a la verdad
y resulta poco creíble.
Desde el punto de vista moral, el
abuso cometido por clérigos y religiosos supone uno de los capítulos más
sombríos de la Iglesia Católica en los últimos siglos. Mientras desde los
púlpitos se condenaba cualquier fechoría contra el sexto mandamiento, la
podredumbre se acumulaba en conventos y colegios.
En estos días, las declaraciones del
cardenal Blázquez han dado en la diana: “Todos hemos llegado tarde: Iglesia,
familia y sociedad”. Y creo que es así. La Iglesia miró para otra parte,
pensó más en la Institución que en las víctimas. Pero tampoco las familias ni
la sociedad en su conjunto, ni los medios de comunicación, estuvieron a la
altura. Denuncias en los juzgados ha habido y muchas, y desde hace bastantes
años, pero nadie ha querido hablar de ello. Ni los políticos, ni las
asociaciones de derechos humanos, ni los propios medios de comunicación. Es
decir, estamos ante una culpa colectiva.
Se calcula que los abusos cometidos
en el seno de la Iglesia representarían entre el 7 y el 10% del total. ¿Y el
otro 90%? Las estadísticas, con su mayor o menos grado de fiabilidad, hablan de
que el grueso de los abusos, hasta el 70%, se comete en el entorno familiar,
especialmente por el padre biológico o por la pareja de la madre y el entorno
de amigos. El otro 20% restante habría que buscarlo en asociaciones deportivas,
asociaciones de ocio, centros de protección de menores y establecimientos que
trabajan con menores. Si gravísimo es que un religioso o sacerdote cometa un
abuso, ¿qué adjetivo utilizamos para el que comete el propio padre, familiar o
amigo de la familia?
Estoy totalmente de acuerdo en que se
cree una Comisión que escuche a las víctimas, recoja los datos, elabore una
estadística, establezca resarcimientos y dé pautas de comportamiento y prevención
para los años venideros. Pero, ¿por qué sólo una Comisión para los abusos
cometidos en el seno de la Iglesia? ¿Por qué no una Comisión que estudie todos
los casos? ¿Son acaso menos importantes las víctimas de un padre o un padrastro
desalmado, de un entrenador, de un cuidador de un centro de menores?
Si realmente nos interesan los
menores, si realmente nos interesan las víctimas, la Comisión debe alcanzar a
todos los que han sido agredidos o abusados, y no solamente a las víctimas de
la Iglesia Católica.
En una España polarizada, una
Comisión nombrada por los partidos o por los miembros del Gobierno me temo que no
actúe con ecuanimidad e independencia. Los ciudadanos de a pie no entenderán,
por ejemplo, que se quiera investigar los abusos cometidos en la Iglesia hace
décadas, pero no los abusos cometidos contra menores en centros tutelados en
Baleares, un hecho bastante reciente, del que los políticos, que deberían haber
protegido a esos menores tutelados, no quieren ni hablar.
Si la Comisión solo investiga a la Iglesia, creo
que verdaderamente no nos interesan las víctimas, ni el problema de los abusos
a menores, sino solamente intereses mezquinos y oscuros de algunos partidos o
sectores de la sociedad. No será una Comisión que esclarezca los hechos y dé
voz y haga justicia a las víctimas, sino una manera de cargar las tintas contra
la Iglesia Católica.
Por lo tanto, y como resumen: la
Iglesia anduvo escasa de corazón y de inteligencia para afrontar esta crisis de
los abusos. Y algunos partidos puede andar sobrados de intenciones no del todo
confesables a la hora de acometer el problema. Sí a la creación de una Comisión
totalmente independiente que estudie el fenómeno de los abusos a menores,
provengan de donde provengan los abusadores.
Pero no quiero terminar este artículo
sin hacer mención a una reflexión muy potente del eurodiputado Javier Nart
que en el programa Todo es mentira, de Risto Mejide, confesaba que él también
había sufrido abusos de pequeño en un colegio. Ni daba detalles ni decía en qué
colegio o por parte de qué religioso. Y
acababa su intervención de esta manera: “Pasó y uno lo supera y vives y vives bien y, de vez en cuando, ahora
te llega el recuerdo cuando estás en este tema. La introspección sobre lo que
ocurrió cuando ocurrió no te lleva a ninguna parte; creo que hay que vivir y
todas las experiencias te ayudan a madurar y a mirar con optimismo las cosas.
Yo no he tenido trauma, no he querido tenerlo".
Todas las
víctimas de abusos, independientemente de su abusador, tanto las que han vivido
con los demonios del abuso y se consideran ‘supervivientes’, como las que han decidido seguir adelante y “no tener trauma”, merecen el respeto y la consideración por
parte de todos. Y también la justicia.
sábado, 5 de febrero de 2022
Niños tanzanos. Padre e hijo. El caminante de Taniguchi. Y aborto y rezos.
Uno
de enero. Tanzania. El misionero Giancarlo Frigerio se dirige a decir la
misa a una de las muchas aldeas
diseminadas alrededor de la misión. Detiene su coche para saludar a cuatro
niños, y hacerles una fotografía. Y ahí los vemos, sorprendidos y alegres, por
el saludo del misionero blanco al que conocen, y al que verán poco después en
la iglesia humilde de barro y paja. Al fondo, la madre y otros dos hermanos se
afanan en el campo de maíz. Después de las últimas lluvias, los cultivos lucen
hermosos y verdes, y prometen un poco de felicidad en la mesa de cada día. Maíz
nuestro de cada día, dánoslo hoy. Descalzos, vestidos con la poca ropa que hay
en el cajón, da igual que sea diario, da igual que sea domingo, da igual que
pegue o no pegue. En su memoria de niños, aún no caben palabras como
langostinos, brindis con champán, fuegos artificiales, concierto de Viena,
valses de Strauss, doce uvas o saltos de esquí.
Tampoco mascarillas, vacunas o confinamientos. Caminan alegres y
confiados. Aún no saben lo que es la injusticia o la mala suerte. El mundo es
su campo de maíz, una camisa de quita y pon, el amor de sus padres y las
canciones alegres que cada domingo cantan en la iglesia. Y también ese
misionero de barba blanca, al que acuden cuando necesitan medicinas o el maíz
se acaba en la despensa.
miércoles, 2 de febrero de 2022
Las Memorias de Nicolás Castellanos
El 10 de octubre de 2021, en la ermita de Santa Cecilia de Aguilar de Campoo, conducía un encuentro sobre el hermano Juan Vaccari, con motivo del 50 aniversario de su muerte. A mitad de la reunión, y sin previo aviso, aparecieron por la puerta el actual obispo de Palencia, Mons. Manuel Herrero, y el obispo emérito de esta diócesis, Mons. Nicolás Castellanos. De este último voy a hablar en esta primera entrada de mi blog en 2022.
Durante los
actos de homenaje al hermano Juan Vaccari tuve ocasión de intercambiar unas
palabras con Nicolás, al que conocía desde hacía mucho tiempo. Me pidió que le
enviase algunas fotos de aquella jornada, en la que compartió misa y mesa con
guanelianos y aguilarenses. Pocos días
después, recibía en mi casa de Valladolid el libro de sus Memorias.
Nicolás
Castellanos adquirió una cierta popularidad cuando en 1991 renunció al obispado
de Palencia para irse de misionero. Por entonces, algunas de sus declaraciones,
entrevistas y posicionamientos ya habían causado cierto revuelo en la
Conferencia Episcopal Española e incluso en el Vaticano. Era un obispo incómodo
y, al mismo tiempo, creo, él se sentía incómodo entre los obispos.
En 1997 fue
galardonado, junto al banquero de los pobres, Muhamad Yunus, el incansable
trabajador por la india, Vicente Ferrer, y el médico Joaquín Sanz, con el
premio Príncipe de Asturias por, en palabras del propio jurado, "su trabajo abnegado y tenaz y su
contribución ejemplar, en áreas geográficas y en actividades distintas, al
progreso y a la mejora de las condiciones de vida de los pueblos, ayudando de
esta forma al mejor entendimiento de los hombres".
En el otoño de
2021, cuando presentaba públicamente sus Memorias, con prólogo del
político José Bono, y con el significativo subtítulo de “Vida, pensamiento e historia de un obispo del Concilio Vaticano II”,
la Academia Sueca de los Premios Nobel admitía su candidatura para el
prestigioso galardón.
A sus 86 años
conserva la energía, el ímpetu y la simpatía de un joven. Nacido en 1935 en el pueblo leonés de
Mansilla del Páramo, seminarista agustino en el Monasterio de la Vid (Burgos),
prior del seminario agustino en Palencia, provincial de la Orden de San
Agustín, Presidente de Confer, obispo de la diócesis palentina entre 1978 y
1991, discípulo de José María Castillo, ferviente admirador del Papa Francisco,
autor de un buen número de libros... pero sobre todo misionero en el Plan
3000, de Santa Cruz de la Sierra, en Bolivia.
Ha sido en
este país americano, junto a una comunidad de religiosos y laicos, donde ha ido
dando vida al Proyecto Hombres Nuevos. La Fundación por él creada gestiona 15
colegios y ha conseguido la escolarización y nutrición adecuada de más de
15.000 niños y niñas. Cuenta también con una escuela universitaria de turismo,
teatro e informática. Su programa de becas alcanza cada año a 500
universitarios, un sueño casi imposible para jóvenes procedentes de familias
pobres. La Fundación también se encarga de la gestión del único hospital del Plan
3000, de los cinco comedores infantiles, del programa de salud en los colegios,
de un hogar para invidentes y un vivero de microempresas, así como una escuela
de líderes sociales. Entre las obras llevadas a cabo por Hombres Nuevos están
la ciudad de la alegría, una zona con áreas recreativas con piscina y escuela
deportiva, la perforación de pozos de agua, y la construcción de viviendas
sociales e iglesias. También cuenta con un centro cultural y un amplio programa
de animación sociocultural. A su coro y a su orquesta le cupo el honor de
actuar en el Vaticano, delante del Papa Francisco.
Miles de niños
y de adolescentes han podido salir de la desnutrición y de la ignorancia, y
aspirar así a una ‘nueva humanidad’, gracias a este misionero apasionado de su
trabajo, de los hombres y mujeres que ha encontrado en su camino y de su Dios.
Derrocha
simpatía a manos llenas, pero tampoco tiene pelos en la lengua, como cuando
afirma que “en el norte os sobran medios para vivir, pero os faltan razones
para existir. En el sur carecemos de casi todos los medios, pero nos sobran
razones para vivir”.
Leer sus Memorias
ha sido un placer. Nicolás Castellanos hace memoria de su vida, de su visión de
la Iglesia y del proyecto que ha dado sentido a su existencia: Hombres
Nuevos. Se le nota a gusto con la
iglesia de Francisco. Yo diría que incluso reconciliado con ella, después de algunos
desencuentros con una cierta visión eclesial en épocas pasadas. Él era de la
cuerda de Francisco antes que Francisco saliera a la palestra de San Pedro.
Siendo obispo de Palencia recorrió los cuarenta kilómetros para sacar fondos en
la marcha que anualmente organizaba la asociación de discapacitados. Acudió a
todas las romerías de los pueblos y compartió plato de paella y sangría con los
paisanos. Conoció de cerca el trabajo duro de los mineros palentinos (su
descenso a la mina de Guardo se hizo ‘viral’, diríamos hoy) y prestó su entusiasta
apoyo a las Edades del Hombre, en sus inicios. “Está en todos los sitios”,
decían de él. Y algunos lo decían con un tono negativo, pero sin pretenderlo le
estaban alabando, porque un pastor debe estar en todos los sitios: en los
campamentos de los jóvenes guanelianos de Salcedillo, en las habitaciones del ‘manicomio’
de San Juan de Dios, en los pasillos de un hospital, en la procesión de la
patrona, en la mesa festiva de una romería, ante los micrófonos de los
periodistas y en los funerales por la madre de un sacerdote. Cultura del
encuentro, cultura de la fiesta, cultura de la promoción humana, cultura del
Evangelio.
De su mano, a
través de sus Memorias, conocemos la España rural de los años cuarenta y
cincuenta, pobretona, católica, sacrificada y trabajadora. Conocemos la
impronta agustina en su formación, en su arquitectura mental y en su entusiasmo
por la formación de los jóvenes. Como Agustín de Hipona, sabe que para “conocer a una persona no hay que
preguntarle por lo que piensa, sino por lo que ama”
De su mano
conocemos la Iglesia española entre los años ochenta y noventa. Una Iglesia que
después de la explosión entusiasta del Concilio, conoce un repliegue, una
retirada a los campamentos de invierno, una fe miedosa e insegura ante el ‘gaudium’
y la ‘spes” del mundo y del corazón humano.
De su mano
conocemos la sociedad boliviana, con sus desigualdades clamorosas, con sus corruptelas,
sometida a los intereses de unos y de otros. La pobreza inmensa, la esclavitud
de los menores, la ignorancia insalvable, la desnutrición vergonzante. Es en
este humus de pobreza, pero en la aspiración de los pobres por su dignidad,
donde Nicolás Castellanos encuentra su lugar en el mundo. El Plan 3000
dentro de la ciudad de Santa Cruz de la Sierra es una parcela destinada
a ser Reino de Dios. No es de extrañar que, muchos años después de su llegada a
Bolivia, se sintiera honrado cuando le fue concedida la nacionalidad
boliviana.
Son muchas las
imágenes de pobreza y de redención que comparte Nicolás con el lector. Me quedó
con una. En la tarde del 7 de diciembre de 2012 visita el pabellón
broncopulmonar de la cárcel de Palmasola para los presos de sida,
tuberculosis o con algún trastorno mental. Una población joven y encarcelada,
sin posibilidades de reinserción: “Habitan
aquella pocilga 56 personas de aspecto astroso, de facha repulsiva, con todos
los estigmas de la enfermedad y la miseria, en un ambiente abandonado,
inhóspito, indigno de personas humanas. Un joven de 20 años acaba de fallecer
porque su familia no tiene los 9 euros para trasladarlo al hospital”. Los
presos le dan las gracias por haberse atrevido a poner los pies en “ese pozo
de miseria”. Nicolás se implica a
fondo en la reforma total de este pabellón siniestro: tejado, duchas, aseos,
pavimiento, electricidad, agua caliente, un huerto, y una cancha para jugar. Una
vez más, se confirmaba lo que había escrito Pablo VI: “Allí donde llega el
Evangelio, llega la caridad”. Y viceversa, añado yo.
A lo largo de
las 360 páginas de sus Memorias, Nicolás vuelve una y otra vez sobre una de las
tentaciones más grandes de la Iglesia: convertir el evangelio en una religión
más. Cristo, nos recuerda este misionero, siempre estuvo a favor del ser
humano, de la liberación de cualquier cadena y en contra de la religión como
cumplimiento de una serie de ritos o de un sentimiento identitario. Muy por
encima del sábado, está la persona. El Jesús que se hace humano invita a cada
cristiano a humanizar todo: cada rincón, cada esfera de la vida política,
social, laboral, cultural. Humanizar la existencia es el horizonte del
Evangelio.
Convencido,
como tantos hombres y mujeres que apuestan por la utopía y por la justicia,
Nicolás Castellanos sabe perfectamente que un “casi nada” hecho por amor a otro ser humano, sumado a otro y a otro
“casi nada”, pueden hacer un “casi
todo”. Pues como él escribe, casi al final de su libro, como una confesión: “solo se puede construir el Reino de Dios
por el camino de los pobres”.
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