miércoles, 3 de mayo de 2023

El fraile que peinaba el ciprés



Conocía a Dom Clemente Serna (Dom, título honorífico que se otorga a cartujos y benedictinos) por las muchas fotos publicadas en diversos periódicos, cuando, contra todo pronóstico, la música gregoriana de la Abadía de Santo Domingo de Silos empezó a sonar en todo el mundo, también en las discotecas de moda.  

La primera vez que lo vi en persona apenas lo reconocí. Era mi primera visita al monasterio, como huésped, para pasar unos días de retiro. Al cruzar el claustro vi a un monje literalmente trepando por el tronco del ciprés para peinar sus ramas, limpiar de hojarasca seca y nidos abandonados el árbol más famoso de España, desde que un poeta, Gerardo Diego, le hiciera uno de los sonetos más perfectos de la lengua castellana. Ahí estaba el Abad de Silos, embutido en un mono de trabajo, la cabeza llena de polvo y hojas, algún arañazo en la frente y en las manos, mimando y cuidando y limpiando este mítico árbol. Una tarea ciertamente humilde, más propia de un hortelano asalariado que de todo un Abad de Silos. Cuando el pasado 27 de abril, un mensaje de mi amigo J.A. de Barcelona, me comunicaba el fallecimiento de Clemente Serna, al que ambos admirábamos, esta fue la primera imagen que me vino a la cabeza.

            Tenía apenas 13 años cuando el niño Clemente entró en el Monasterio de Silos, desde su cercano pueblo burgalés de Montorio. Muy pronto destacó por su inteligencia y por su piedad. Realizó estudios de Filosofía, Teología, Patrística, Arqueología Cristiana, Paleografía y Archivística en España, Roma y Francia. Hablaba correctamente francés, alemán, inglés e italiano. Y algo verdaderamente sorprendente:  desde joven se había esforzado por dominar el latín y pensar en esta lengua oficial de la Iglesia, porque pensar en latín le exigía un plus de concentración, y el pensamiento, por fuerza, era más lento, lo que le ayudaba a ser aún más prudente y sabio en la toma de decisiones. En 1989, con apenas 42 años fue elegido Abad de Santo Domingo de Silos. Permaneció en el cargo hasta 2012. Fue en este año cuando presentó su dimisión, porque la desmemoria empezó a disolver sus recuerdos y el Alzheimer le hizo olvidar todo lo que había aprendido. ¡Así de injusta es la vida! Los últimos años de su larga enfermedad los pasó en el priorato benedictino de Madrid donde, finalmente, ha vuelto a la casa del Padre.

            Fue, sin duda, el abad más célebre y conocido de España, acaso también de Europa. Supo dar un impulso formidable a la Abadía, y no solamente, como han recordado todos los periódicos, por poner Silos en el mapa de la cultura musical debido al canto gregoriano (no hay que olvidar que el disco llegó a ser número 1 de ventas en 32 países, allá por 1994), sino por abrir Silos al mundo, por convertir al monasterio burgalés en una imagen luminosa del diálogo con los hombres y mujeres de nuestro tiempo.

            El monasterio dejó de ser el lugar donde unas docenas de hombres venían a recogerse en silencio y oración, como huidos del mundo, para convertirse en un lugar donde las gentes del mundo podían ir a saciar su sed de absoluto. La hospedería, la iglesia, el claustro (beldad secular entre los más hermosos del mundo), las exposiciones de artistas contemporáneos en diálogo con las obras de arte del monasterio, la Fundación Silos sobre la historia del monacato… todos ellos fueron puntales y pilares de ese diálogo con el mundo, sin dogmas y sin aspavientos. Silos, de la mano de Clemente Serna, se ofreció al mundo como regalo gratuito, como don generoso.

            Clemente Serna no sólo era un hombre dotado de una inteligencia poco común, también era un hombre dotado de una bondad poco común. En más de una ocasión, compartiendo la mesa con otros huéspedes, saltaba a la vista la admiración de tantos por ese halo de bondad que nimbaba ya en vida al abad silense. Recuerdo perfectamente su homilía en los oficios de un viernes santo. Reflexión pausada, llena de sabiduría y psicología humana, llena de Dios. Fue dibujando, uno a uno, todos los personajes que aparecen en la Pasión. Nos los mostró con pedagogía de docente y puso a los centenares de fieles que abarrotábamos la iglesia abacial frente a un espejo, de cuya vista no era posible huir. Todos teníamos algo de Judas, Pilato, Simón de Cirene, Herodes, Juan, María, Pedro, Anás y Caifás… ¡Inolvidable!

            Unos años después, cuando ya su memoria se empezó a disolver, como terrón de azúcar en el café, lo vi, como un dócil perrillo, obedecer las indicaciones del fraile que tenía a su lado, para seguir, mal que bien, las páginas del breviario. También en ese mismo periodo, una tarde que me lo encontré en el claustro, le pregunté cómo se encontraba. Y con una dulzura increíble y una serenidad desconcertante me contestó: “Muy bien. Dios me quiere. ¿Qué más podría pedir?”

            Los elogios que en estos días he leído no me han parecido exagerados ni tampoco tenían el tono de las exaltadas alabanzas fúnebres. Creo que quienes lo conocieron, quienes tuvieron la suerte de dialogar con él, o dejarse llevar por sus consejos, percibieron en él la luz de la santidad. Algo que, cuando en el curso de tu vida, te encuentras con ella, la reconoces a primera vista, como un flechazo (“flecha de fe / saeta de esperanza”). Él vivía en el claustro, como hijo de un monacato benedictino que dura ya desde el siglo VI de nuestra época, pero no quiso ‘enclaustrar’ en el recinto de la abadía el amor de Dios, la oración, la fe de un verdadero creyente, el don humano de la amistad. En una ocasión confesó a un amigo que “el día más bonito de mi vida será el de mi muerte, porque ese día, ¡por fin!, conoceré el verdadero rostro de Dios y podré empezar a vivir entre sus brazos”

            Sus amigos testimonian que tenía en altísima estima el don de la amistad. No se había retirado del mundo para alejarse de los hombres, sino que había elegido el claustro para acercarse más a los hombres, compartir su hambre y su sed de Dios, y ofrecerles una respuesta con delicadeza y amabilidad. También con su eterna sonrisa. Y el sagrado deber de la amistad lo ejerció con los campesinos de Silos y con reyes y presidentes de gobierno, con creyentes y agnósticos, con altísimas autoridades y con pecadores a la deriva. Por el claustro lo vieron pasear charlando con Felipe rey de los Belgas, con Julio Anguita, con Alicia Koplowitz, con José María Aznar, con el presidente de la Comisión Europea Jacques Delors o con una pareja gay de luxemburgueses, con un cura descarriado, con la señora de la limpieza del hotel del pueblo, con los reporteros de televisión, con gente con fama de comecuras y sindiós, con algún adúltero reincidente, con escritores de fama, con empresarios de fuste, con presidentes de multinacionales discográficas, con algún imán extranjero, con algún pastor protestante, con un chef de estrella Michelin, con el autor del inmortal soneto del ciprés, con estudiosos de arte de medio mundo, con diplomáticos de impolutos modales y con albañiles sudados. Y por supuesto, con algún ‘extasiado’ delante del relieve “Camino de Emaús” o algún poeta lloroso ante la Virgen de Marzo, con jóvenes ruidosos a los que su charla calmaba y serenaba…

Cuando en alguna ocasión, otros frailes, tal vez no tan pacientes ni tan elásticos de pensamiento, le hacían ver a que personas non sanctas acogía en su despacho y a qué hombres y mujeres de dudosa moralidad y religiosidad acompañaba en sus paseos… Cuando sus propios hermanos benedictinos le sugerían más prudencia y más cuidado en la elección de ‘amigos’, él contestaba con dulzura: “también estos son hijos de Dios”, con una naturalidad y una ternura que desarmaba a los prejuiciosos y precavidos.

            Y en esta frase se resume una forma de entender el cristianismo y la espiritualidad: no rehuir el diálogo, estar abiertos a la crítica, oír las razones de la incredulidad, no espantarse ante los pecadores, escuchar el corazón palpitante de amor o de rabia. O simplemente hacerles saber, con dulzura y mano tendida, que Dios hace salir el sol para todos, sobre los buenos y sobre los malos. Y que probablemente, mientras aún vivimos en esta tierra, intermitente en sus gozos y dolores, es un poco temerario afirmar categóricamente quiénes son los buenos y quiénes los malos.

            La vida de los justos -y el abad de Silos lo fue- es siempre una invitación a la bondad y a la acogida universales. Como los centenares de pajarillos que día y noche se refugian, para espantar el sol abrasador, la helada o la lluvia, en el ciprés (“enhiesto surtidor de sombra y sueño”), Clemente Serna, ya está ahora y por la eternidad, bajo las ramas protectoras de un Dios cuyo nombre es Padre.  









jueves, 27 de abril de 2023

Cap. VI - Un cuarteto para la sinfonía de una vida (Juan Vaccari: un hermano para siempre)

                                              SEGUNDA PARTE

DEVOCIONES Y ESPIRITUALIDAD DEL HERMANO JUAN

 


Nota inicial: El Diario y los otros escritos           

De la primera lectura del Diario y la Autobiografía, sólo recuerdo un cierto sentimiento de decepción. Juan Vaccari había vivido en Roma en un momento clave de la Historia del Mundo y de la Iglesia, desde un observatorio absolutamente privilegiado, como era el Palacio de la Cancillería, al lado del cardenal Clemente Micara. Y sin embargo, los grandes acontecimientos apenas ocupan una línea en su atención. Este hombre que había sido ‘cofundador’ de la obra guaneliana en España. Este hombre que había tenido acceso a altísimas personalidades y también a sombrías confidencias... no había dejado apenas rastro en sus escritos. Ni una crónica grandilocuente, ni deslumbrantes reflexiones, ni chismes rastreros.

El error estaba en mí: esperaba una vida novelesca y cinematográfica, y me encontré con la historia de un enamorado de su Padre y de su Madre, un cristiano cabal que mira con exigencia sus propias faltas y con ternura  las faltas ajenas.

A medida que fui releyendo sus escritos, me di cuenta de que, si bien es cierto que el Diario del hermano Juan no es un diario apasionante, para consumir como un best-seller literario, es verdad que refleja muy bien su alma, las notas dominantes de su carácter.

Juan Vaccari va a lo esencial, no se pierde en dimes y diretes, no busca la floritura literaria, o la crónica afilada de una época. Para eso están novelistas y periodistas. Va directo al grano: la salvación del alma, mediante la revisión continua, la conversión y el perfeccionamiento interior.

Por eso, podríamos resumir los escritos del hermano Juan en pocas palabras: la oración a todas horas. Una súplica continua, reiterada, como las súplicas de los niños, que no se cansan nunca de pedir a su padre un caramelo o un balón. Y una alabanza a todas horas a Jesús, María y José. Éste es el hermano Juan. No escribe, no redacta. Él simplemente reza. Laudes, la eucaristía, el rosario o el Diario son la misma cosa. No hay distinción entre el Juan que, arrodillado, se extasía ante el sagrario, y el Juan que, con el flexo encendido y el cuerpo agotado, escribe cada noche en su cuaderno. 

El 20 de marzo de 1952, en la estación ferroviaria de Ostiglia (provincia de Varese) mientras esperaba el tren, Juan Vaccari emborrona la primera página de un cuaderno-diario. Las últimas anotaciones las hace en Aguilar de Campoo el 28 de septiembre de 1971, once días antes de su muerte. El Diario constituye una fuente importante para el conocimiento de la vida y la espiritualidad del hermano Juan.

Pero además, contamos con otros escritos suyos.

La ‘Autobiografía’. Así llamada y escrita entre 1963 y 1967, probablemente por imperativo de su confesor o de su padre espiritual. Son apenas diez folios, y casi la totalidad de ellos se refiere a la crónica de los primeros 20 años de su vida.

Las ‘Cartas’. La mayoría de cartas que ha llegado hasta nosotros están dirigidas a sus familiares (especialmente a su hermano Antonio, con el que vivía su madre). En ellas se refleja el Juan más humano, más alegre y más expansivo, especialmente cuando escribe en el dialecto de su infancia.

Las ‘Reflexiones’. En casi todos los casos se trata de escritos-borradores, guiones empleados para sus charlas, sus palabras a los hermanos legos de Barza, sus célebres ‘pensamientos de las buenas noches’, dirigidos a los niños de Aguilar de Campoo. Reflejan su espiritualidad sencilla, pero concreta.

            Al inicio de su autobiografía escribe este párrafo que resume bien el porqué último de su escritura: “Cuando, de tarde en tarde, releo algunos pensamientos concernientes a mi vida –inestimable don de Dios- me parece que me ayudan a reflexionar, meditar, y a tomar decisiones correctas. Y sobre todo, me hacen pensar cuán bueno y cuán misericordioso ha sido el Señor conmigo, por soportarme hasta este momento, no obstante todas mis imnumerables miserias, pecados e infidelidades”.

Esta Segunda Parte, dedicada a la espiritualidad del Hermano Juan la he dividido en dos partes: Devociones y Características de su espiritualidad.

 

CAP. VI – UN CUARTETO PARA LA SINFONÍA DE UNA VIDA

 (Las cuatro devociones del hermano Juan)

Cuando se intenta explicar al hermano Juan, ya es un clásico hablar de las cuatro devociones que marcaron su vida. Lo sabemos por los testimonios de las personas que convivieron con él, por sus catequesis a los niños del colegio San José, y por sus escritos varios. Si desplegamos su Diario y damos al buscador de google, nos encontramos con algunos resultados claros: La voz ‘María’ aparece 515 veces. La voz ‘Madre’ (palabra con la que habitualmente se dirige a la Virgen, nos da otro medio millar, aunque habría que descontar las veces en las que utiliza la voz “madre”, para referirse a su progenitora, Carmela). Si sumamos las voces ‘Jesús’, ‘Señor’, ‘Cristo’ y ‘Eucaristía’, obtenemos un resultado de 732 veces. El término ‘José’ aparece 564 veces. ‘Luis’, ‘Guanella’ y ‘Fundador’ suman 190 ocasiones.

 

1.- Jesús Eucaristía: presencia que enciende el corazón

Una típica y tópica plegaria del hermano Juan podría ser la que escribe el 17 de abril de 1966:  Oh San José, oh mi beato fundador, enamoradme de Jesús Eucaristía”. Jesús en la Eucaristía es una presencia que llena todo el ser. Y es también una presencia que anima el corazón con su calor y lo ilumina con su luz.

En la Autobiografia, al evocar su primera comunión, comenta: “Áquel fue mi primer encuentro con Jesús. La vida de mi alma iba adquiriendo su fisionomía.”.  Cuando escribe estas palabras está en plena madurez y comprende que su alma ha sido modelada por la Eucaristía hasta convertirse, en palabras de su biógrafo, el P. Carlos De Ambroggi, “en el componente fundamental de su espiritualidad“.

Aquel “bellísimo encuentro”, como llama al día que se acercó por primera vez al “banquete eucarístico”, no se borrará jamás de su  memoria. Cada 17 de abril, lo conmemora con alegría y agradecimiento: “Mañana, 17 de abril de 1961, se cumplen 40 años de mi primera comunión junto a mi hermano Marcelo. ¡Cuántas gracias desde aquel bellísimo encuentro, oh Jesús mío! ¡Cuántos favores, cuántas inspiraciones, pero también cuántas miserias! Que no deje nunca de agradecer tu infinita bondad, oh Jesús mío”.

Para Juan hay una total y perfecta identificación entre Jesús y la Eucaristía. Jesús no está en la Eucaristía, Jesús es Eucaristía.  Y desde allí, desde ese misterio, sostiene su vida, la potencia, la ilumina, la dulcifica.

Está convencido de que la Eucaristía es el mejor ‘invento’ que Jesús podía realizar para quedarse entre nosotros: “Jesús, después de inventar su morada en mi interior, la Eucaristía, invención que sólo la sabiduría, la omnipotencia y el amor infinito de Dios podían concebir, entregó su cuerpo a los verdugos”. Solo después de entregarse a los que había amado hasta el fin, se entrega en manos de sus enemigos. Antes de ser un crucificado, Jesús ya es Eucaristía.

Durante los ejercicios espirituales de 1967, expresa en forma de diálogo sus pensamientos acerca de la misa:

- «No soy sacerdote y por eso no puedo celebrar la santa misa».

- «Es verdad, pero puedes unirte al celebrante todas las veces que me ofrece al Padre eterno… Vive en cada instante esa total consagración tuya a mi amor, y tu vida transcurrirá en unión conmigo y así también tú podrás celebrar todos los días de tu vida tu santa misa».

Con esta actitud participa en todas las misas que puede, y las vive con intensidad, especialmente durante sus peregrinaciones a los santuarios marianos de Comuna, Loreto, Lourdes, Fátima... etc. “Hoy escuché dos misas... esta mañana ayudé en dos misas..”

¡Y cuántas horas ante el Sagrario! En los recreos durante su etapa de seminario en Fara Novarese, en la capilla de Barza entre puchero y puchero, en la capilla privada del Palacio romano durante las largas noches de asistencia al cardenal enfermo, y en el colegio de Aguilar, donde una hermana guaneliana atestigua haber sorprendido al Hermano Juan más de una vez a las cinco de la mañana, arrodillado en la grada del altar, inmóvil con los brazos abiertos!

Ante la Eucaristía descubrimos sus momentos más intensos de oración contemplativa: “En el silencio más absoluto... porque necesito escuchar tu voz, tus llamadas, tus enseñanzas, ver con tus ojos y amarte con tu corazón”.

El Hermano Juan comprende que la Eucaristía es el resumen de la vida de Jesús y que en ella encontrará la fuente donde saciar su sed:  Jesús, haz que penetre cada día más en tu amor, tu humildad, tu caridad, tu obediencia, tu dedicación; virtudes que se juntan en tu vida eucarística”. Y también: “Oh, Corazón Santísimo de Jesús, enamórame de la Eucaristía, y que pase en tu compañía todo el tiempo que pueda” (5-8-66).

Un texto escrito durante sus últimos Ejercicios espirituales en el verano de 1970 podría resumir su “cristología”: “La fuerza del amor. Actuar con amor, aceptar con amor, hablar con amor, ver bajo la luz del amor. Jesús me amó, y me amó con amor infinito, a pesar de mis infinitas miserias e infidelidades. Me amó, o sea, fui objeto de sus pensamientos; su corazón latió por mí, su sangre se derramó por mí. Bajó del cielo, peregrinó, sufrió, habló, murió, resucitó, se dio como comida en la Eucaristía por mí. Y todo esto porque me ama.  ¡La fuerza del amor!”

En una ocasión, después de recibir la comunión, escribe que el “silencio ante la Eucaristía lo enamora”. En otro momento, abril de 1971, pone en boca de Jesús las palabras: “Tengo sed de tu amor”. Jesús tiene sed del amor de Juan. Poesía y mística unidas. Y nos recuerda aquella frase de Teresa de Ávila. “Si tú eres Teresa de Jesús, yo soy Jesús de Teresa”

Al finalizar unos ejercicios en Nanclares, en la Casa de los Hermanos de la Instrucción Cristiana, anota: “Ha sido la primera vez en mi vida que he tenido la gran suerte de recibir la santa comunión bajo las dos especies. Oh, Jesús, que tu cuerpo y tu sangre me hagan en seguida santo” (1967).

 

2.- María: madre que cuida y protege 

En las bodas de Canán, María dice: “haced lo que él os diga”. María señala a Jesús, María lleva a Jesús. María conduce a Jesús. El hermano Juan ha ido a Jesús de la mano de María. Pero la devoción del Hermano Juan no es mariolatría, algo que sucede a menudo en las gentes que han separado a María de Jesús, y la han convertido en poco menos que un ‘dios’. En la romería de la Virgen del Rocío, en Andalucía, se ha escuchado muchas veces “aquí no hay más Dios que la Virgen”. Y en México, un niño, a la pregunta de su catequista “¿Quién es Dios?”, contestó cándidamente:  “Dios es la Virgen de Guadalupe”, lo que, probablemente, afirmarían sin ruborizarse muchos mejicanos. No es así para el hermano Juan: María es intercesora privilegiada ante Jesús: ayuda, puente, protección, compañía, caricia, consejo, inspiración...

El Hno. Juan así lo certifica: “Oh María, Madre mía, después de a Dios, todo te lo debo a ti”. María es su ideal, su inseparable compañera de viaje, su mamá celestial: Oh María, que en todo y para todo actúe, hable y piense como vos. Vos sois mi ideal, mi pensamiento dominante”. El P. Carlos, su primer biógrafo, ya lo dejó claro: “Sin la devoción a la Virgen, sería imposible comprender la espiritualidad del Hermano Juan”.

Como he recordado más arriba, “María” y “Madre” son las dos voces más repetidas en su Diario. Se podría incluso escribir su biografía siguiendo los pasos de su relación con María. Desde el Avemaría que mamá Carmela le enseñaba mientras preparaba la polenta en su tierna infancia, hasta las innumerables visitas a santuarios marianos, pasando por ese desgranar continuo de rosarios, jaculatorias y oraciones a María. En los momentos más importantes de su vida está presente María. Así, recordando la fecha de su primera comunión, escribe: “que me disponga a recibiros como lo hizo la Virgen…”; y cuando trae a la memoria su adolescencia: “la medicina más potente para salir victorioso de las tentaciones es la devoción a la Virgen María”. Y durante toda su vida: “Oh María, enamoradme de vos y con  eso me basta”.

Cuenta su hermano Pedro, también guaneliano, que Juan organizaba peregrinaciones al Santuario de la Virgen de la Comuna (Ostiglia), en bicicleta o enganchando el caballo a un carro donde subían unos cuantos jóvenes del pueblo. A la Virgen de la Comuna se encomienda para que le ilumine en su vocación y le muestre el camino antes de que concluya el año santo de 1933.  Y así sucede.

Al entrar en la Congregación de los Siervos de la Caridad, descubre a María como Madre de la Divina Providencia. Todas las peregrinaciones y visitas a los distintos santuarios, Comuna, Loreto, Lourdes o Fátima, son para él jalones que marcan con un plus de devoción su existencia.  

Un enamorado no puede por menos que hablar de quien se ha enamorado o mejor de quien le ha enamorado. ¡Cuánto se afanó por dar a conocer, amar y honrar a la Virgen María! Los seminaristas de Aguilar recuerdan que el Hermano Juan les hablaba de la Virgen, con la emoción y la naturalidad con la que uno habla de su madre terrenal.

Sus numerosas cartas siempre comienzan con «Ave María» y son una continua invitación a confiar en ella y a vivir la devoción filial. En una carta del 1948, dirigida a los hermanos coadjutores, les invita a “marianizar” toda la jornada. En otra que lleva por título “Dejarse guiar por la Virgen”, presenta la necesidad que todos tenemos de un guía en nuestro camino. Y propone como guía segura a María, que Jesús nos dejó como madre en la cruz. “La Virgen nos ha proporcionado un alimento celestial: Jesús Eucaristía; y, como Madre celestial, nos facilita cada día la meta radiante que debemos alcanzar, o sea, nuestra santificación”. En otra carta posterior dirige a los frailes legos estas palabras: “Animados por una devoción filial hacia la Madre celestial, entreguémonos con entusiasmo a la tarea de darla a conocer y a amar por todos, con todas las formas de apostolado práctico y familiar que sean útiles“.

Y a esa tarea dedica sus mejores energías creativas: envía libritos sobre la Virgen, regala estatuillas de la Inmaculada, de la Virgen de Fátima y de Lourdes a parientes, hermanos de religión, amigos y bienhechores. En sus años de Barza, promueve la iniciativa de erigir una capilla a la Inmaculada en la aldea de Monteggia. Elabora un concurso mariano de preguntas, inspirado en un famoso programa italiano de televisión de la época “Lascia o raddoppia” que envía a familiares y amigos de Monteggia. Sus visitas a Lourdes, hasta ocho, son momentos de alta intensidad espiritual, de coloquios íntimos, de súplicas ardientes por las necesidades de tantos conocidos.

Muchas personas se unieron a él en lo que Juan denominaba ‘cita mariana’, es decir, el rezo de tres Avemarías antes de acostarse, para pedir los unos por los otros. Una oración que en su años en Roma recitaba de rodillas sobre un bastón que, más tarde, regaló a un amigo de Roma, Alfredo, encareciéndole a no divulgar el secreto de esta pequeña disciplina.

Pocos meses antes de su muerte escribe esta oración mariana: “Gobierna, oh madre mía María, y reina sobre mi alma, mi corazón, mis sentidos, mis facultades, mis deseos y sobre todo mi ser. Que sea instrumento dócil en tus manos. Pido amarte y hacer que te amen y que amen a Jesús, a San José, a la santa Iglesia, de la cual eres la reina, y a la congregación, para la que eres Madre de la Divina Providencia”.

            Y una última reflexión sobre la Virgen, probablemente un borrador de una catequesis: “María está a tu lado en todos los momentos de tu vida: en las alegrías y en las pruebas, sean las que sean, allá donde te encuentres, solo o en compañía. Que esto te consuele y te anime, porque nunca estás solo. Un hijo, aunque huya de la mirada de su madre, nunca huirá de su amor ni de su corazón ni de su pensamiento”

            Hay una frase que el hermano Juan repite a menudo y que indicaría su abandono y su misticismo: “Soy todo tuyo, ya no me pertenezco”. Siempre, excepto en dos ocasiones, esta oración va dirigida a María. Juan fue un hombre de María. Juan de María, podríamos llamarle, y no nos equivocaríamos.  

 

3.- San José: docilidad a los planes de Dios 

La vida de San José tiene no pocos paralelismos con su propia vida. Por caminos no soñados transcurrió la vida de San José y también la del hermano Juan. La obediencia y la humildad adornan al esposo de María y también a Vaccari. San José, un hombre del silencio, de conciencia, justo, recto, un hombre que aceptó los planes de Dios diferentes a los suyos, un hombre que permaneció al lado de María y Jesús en el camino amargo del exilio… fue para Juan Vaccari el modelo a imitar y hacer imitar. A imagen de José, Juan permaneció donde Dios le pedía. San José no fue ‘padre’, pero ejerció una paternidad diaria sobre Jesús. Juan Vaccari no fue ‘padre’ (sacerdote), pero ejerció toda su vida una paternidad pastoral y caritativa. Este fue su horizonte. El silencio bondadoso de San José fue el espejo donde se miró. Por ello, aquella tarde en que se descubrió la hermosa estatua de San José en el Colegio de Aguilar, en medio de encendidos discursos, bendiciones y banderines al viento, fue una de las más felices de su vida. Misión cumplida, podría haber escrito en su Diario. En la oración de completas de aquella noche del 2 de mayo de 1971 pudo rezar con verdadera confianza filial: “Nunc dimittis”. “Ahora, Señor, según tu promesa, puedes dejar a tu siervo irse en paz”. Y así fue, en cierta forma. Faltaban menos de seis meses para “irse en paz”.

San José es otro de sus grandes amores.  Escribe en sus apuntes: “Oh San José… aumenta en mí una fe viva hacia la Eucaristía y un amor filial a la Virgen santísima”. Jesús, sed mi luz. Oh María, sed mi esperanza. Oh San José, sed mi refugio”.

El Hermano Juan que tanto amaba a la Virgen, comprendió muy bien, como Santa Teresa de Ávila, que el mejor camino para llegar a la Virgen era el culto a San José. Veía en San José el modelo perfecto del religioso: “Oh San José, que viva mi fe, una fe convencida como la has vivido tú, como la has practicado tú... Haz que viva una vida similar a la tuya, sobretodo en la humildad... ayúdame a ser santo en el ejercicio dela caridad... Querido San José, que santifique siempre mi trabajo bajo tu mirada y la mirada de Jesús y María”.

Un modelo de santidad al alcance de todos como escribe en la carta “San José, hombre de buena voluntad”, enviada a los hermanos legos guanelianos: Observemos la vida de San José. No ha hecho cosas extraordinarias, pero ha hecho las cosas ordinarias de modo extraordinario. Aquí está encerrada toda su santidad. Hermano, tú que por vocación estás llamado a la santidad, intenta traducir en la práctica el mensaje que nos sugiere San José: Oh Siervo de la caridad, ¿quieres ser santo? Ten siempre tanta buena voluntad”.

¿Qué pedía el hermano Juan a san José?

Un poco de todo. Por un lado, cosas elevadas y espirituales: la santidad, la fe, la cercanía a Jesús y a María, el amor por la humildad, el silencio. Pero también cosas más prácticas. Cuando le encomiendan en España la economía del Colegio de Aguilar, le pide a San José que sea él el ecónomo, porque no se siente preparado para una tarea tan complicada como la de llevar las cuentas del colegio. Le pide, asimismo, que sea guardián del colegio.

Y le pide algo también muy peregrino, que casi nos hace sonreír: “Échame una mano con el español, porque me cuesta y lo necesito”. Así que Juan, sin saberlo, convierte a San José en Patrón de las Escuelas de Idiomas y de los traductores. Y casi tiene su lógica. San José tuvo que hacer frente a un idioma extranjero cuando huyó de Belén. ¿Cómo se las arreglaría san José para entender y hacerse entender en Egipto con sus jeroglíficos y su enrevesado idioma?.

Y a San José se encomienda cuando arranca el coche y empieza sus largas jornadas por carreteras mal parcheadas, que se volvían intransitables en mañanas de hielo y nieve. En una ocasión estuvo a punto de precipitarse al vacío: “Muchas gracias, San José, por habernos protegido de un peligro grande en la excursión que hicimos hace una semana por la zona de Asturias. Conmigo estaban el padre José Cantoni y los hermanos Pedro Tomasetti y Juan Bernasconi. De noche, a una velocidad de unos 70 kilómetros por hora, en una recta, vimos que de repente la carretera se cortaba. El P. José exclamó “¡dónde vamos!”. Yo pisé el freno todo lo que pude. El coche derrapó, pero se detuvo al borde del precipicio”.

 

Pero su petición más insistente eran las vocaciones a la vida religiosa y al sacerdocio, especialmente durante el período trascurrido en España: Oh querido santo, multiplicad y santificad a los seminaristas presentes y a los que vendrán a vivir en vuestra casa”. No podía llevar otro nombre el primer seminario en España que el de San José. Buscar y rezar por las vocaciones fue una misión constante durante toda su vida y más alla´: “Cuando llegue al paraíso intentaré ayudaros (San José) en este apostolado: suscitar muchas y buenas vocaciones”.

¡Cuánto trabajó para vivir y difundir la devoción a San José!: “Hablaré a todos siempre de tu protección y de tu poder”.

Iba repartiendo estampas a los que encontraba y regalando cuadros de San José para que los colgasen en sus habitaciones. También la cocina del Colegio San José de Aguilar estaba bajo la mirada del santo, excepto en una ocasión, precisamente el día de su fiesta, 19 de marzo. Bajó a la cocina y vio el cuadro de San José dado la vuelta contra la pared. La ocurrencia había sido de la hermana cocinera, sor Clelia, enfadada porque se le había quemado la tarta que había preparado con todo cariño para los invitados. Cuentan que el Hermano Juan se ofendió mucho y que, casi con lágrimas en los ojos, le dijo que aquello no estaba bien; dio la vuelta al cuadro y le sugirió que hiciera otra tarta y que ya vería lo rica que le saldría.

No podemos terminar este apartado sin mencionar otra de las tareas importantes confiadas a San José: la salvación de los agonizantes. A tal fin, San Luis Guanella había fundado la Asociación de la Pía Unión del Tránsito de San José a la que el Hermano Juan se había inscrito al comienzo de su vida religiosa. Durante su estancia en Roma, acudía con frecuencia a su templo titular, en el barrio del Trionfale, para ofrecer oraciones y sacrificios por la salvación de aquellos que se encontraban a las puertas de la muerte. Manifestó gran alegría cuando supo que la Pía Unión había arraigado en España y que, aunque diezmada durante los turbulentos años treinta del siglo XX, volvía a florecer poco a poco. Soñaba ya con una sede nacional en Madrid, para la cual trabajó ilusionadamente, aunque sus ojos no vieron ese momento, ya que la sede fue abierta pocos años después de su muerte.

También para él mismo pedía una buena muerte: “Oh mi querido patrón San José, ayúdame a prepararme en cada instante a una buena muerte... Haz que cada día me desprenda más de las cosas y de los afectos terrenales para desear unicamente el paraíso”.

En una línea del Diario está escrito esto: “Contemplo el camino de San Jose: no hablar sino obrar”

 

4.- Luis Guanella: modelo de servicio y caridad

 

Cuando en 1933, Juan Vaccari entra en los Siervos de la Caridad, Luis Guanella hacía tan solo 18 años que había muerto. Su memoria aún estaba fresca. Cohermanos y asistidos en las casas mantenían vivos sus gestos y sus palabras. Y cada uno tenía su pequeño ‘evangelio’ del Fundador y Padre. Su sucesor, Don Mazzucchi, se había lanzado a una inmensa tarea de recopilación y síntesis de la biografía. En este ambiente guaneliano de ‘ya no, pero aún todavía’, vive el Hermano Juan.

La devoción y el amor a Don Guanella fueron creciendo de año en año, desde ese 20 de octubre de 1933 en que por primera vez puso los pies en la casa guaneliana de Fara Novarese. No fue un estudioso del Fundador, ni se acercó a él con espíritu científico para escudriñar sus escritos y aprehender los rasgos esenciales de su espiritualidad. El fue un simple trabajador en la viña guaneliana, un imitador, un hijo fiel que siguió, a pocos pasos de distancia, al Fundador. Por eso en su testamento, pudo decir: “Quisiera morir en la Fe Católica, Apostólica y Romana, como hijo de mi Santo Fundador, el Siervo de Dios Luis Guanella”.

Es más, emplea un adjetivo un poco sorprendente para referise a su  pertenencia a los Siervos de la Caridad: “Amar y honrar mi vocación. Me siento supercontento de pertenecer a la querida Congregación de los Siervos de la Caridad”.

Casi siempre que reza a Luis Guanella es para pedirle que haga de él un buen siervo de la caridad. La unión de estos dos palabras, servicio y caridad, dicen mucho del hermano Juan. Su vida fue servir y amar.

En los años en que estuvo al servicio del cardenal Micara, en cuanto tenía un minuto dejaba el Palacio de la Cancillería y marchaba raudo a una de las casas guanelianas de Roma, especialmente en medio de los buenos hijos y de los ancianos de Via Aurelia Antica, pero también a la basílica de San José del Trionfale.

La distancia aumentaba la melancolía por el hogar guaneliano: “Dentro de unos días, volveré a mi casa de Barza”. En sus años de ‘exilio romano’ (y no es una figura retórica. El hermano Juan fue un migrante, un exiliado, un refugiado en el Palacio de la Cancillería en Roma), nunca se olvidó de que su verdadera patria era ‘Casa Guanella’: “Por fin, podré vivir, por algún tiempo, la vida de comunidad y tendré la posibilidad de estar cerca de los superiores, los hermanos guanelianos y los bienhechores”. Y también, al abandonar la casa guaneliana de Barza, después de unos días de vacaciones y regresar a sus ocupaciones junto al cardenal, escribe: “He de reconocer, que este periodo junto a los cohermanos me ha dado mucha fuerza. Un gracias a ti, Madre mía Celeste, por otorgarme esta gracia. Te pido que bendigas y consueles a mis superiores por haberme concedido este favor”. 

La Casa Madre de Como, donde está la tumba de Luis Guanella, es un oasis, un remanso, el lugar donde los hijos pueden sentir más de cerca la presencia del padre que vigila su sueño y alienta sus trabajos. Allí, junto a su cuerpo, se siente la culpa por el mal y el anhelo por el bien:  “Me he acercado hasta la capilla donde se encuentran los restos mortales del Venerable Fundador. Y allí, en soledad, me he quedado durante mucho tiempo rezando y llorando. Sí, oh Don Luis, he llorado de emoción, de arrepentimiento y de súplica. Oh, Don Luis, verdaderamente santo, tu conoces mi fragilidad y mis miserias. Ayúdame a ser un siervo de la caridad cada vez más digno de ti” (Diario, 3-10-64). 

Las jaculatorias a Luis Guanella se suceden en su diario. “Oh, Don Luis Guanella, mi Venerable Padre, acuérdate de mi y bendice toda toda tu gran obra y suscita santas vocaciones”. Y se agolpan las súplicas: “Oh Luis, santo, haz que, en todos nosotros, tus hijos, penetre el espíritu de genuina caridad, de sumisión, de obediencia, de pobreza, de sacrificio, de pureza y de entrega absoluta de nuestras voluntades a la de Dios. Oh Don Luis, asiste, asiste a la Congregación, tuya  y nuestra; aleja de ella el espíritu de rebelión y llénanos del fervor por el sacrificio y por la santidad” (Diario 3-10-64).

Con alegría vive los días previos a la ceremonia de Beatificación que tuvo lugar en Roma el 24 de octubre de 1964: “Aquí estoy, Madre mía, para daros las gracias por formar parte de la querida Congregación de vuestro devotísimo hijo luis Guanella, que dentro de unos días será beatificado”. “De hoy en una semana, en la fiesta de Cristo Rey, tendrá lugar la Beatificación, en San Pedro, del gran Apóstol de la Caridad, Don Luis Guanella”.

Inseparable de su devoción a Luis Guanella es el amor a la Congregación. Reiterada, casi monótona, suplica al Señor para que asista y para que bendiga a sus superiores. Esta petición resulta, cuando menos, llamativa en una momento en que el principio de autoridad empezaba a contestarse y a resquebrajarse: “Oh, Madre mía, bendice a mis queridos superiores”. “Ha sido elegido como Superior General Don Armando Budino. Oh, María, ayúdale, ilumínale y consuélale en la ardua empresa que le han encomendado” (Diario 15-8-64).

           En los años romanos, en razón de su cercanía al vicario del Papa para la diócesis de Roma, cardenal Clemente Micara, tuvo ocasión de saludar a Juan XXIII y a Pablo VI. Y siempre les pidió lo mismo: “Una bendición para la Obra Don Guanella”.

Cada ocasión para dar a conocer la figura del Fundador es buena y debe ser aprovechada. Así, con alegría anota en su Diario que, al finalizar los Ejercicios Espirituales en Nanclares ha podido hablar a todos los participantes sobre Don Guanella: “Ayer, he dado a conocer a nuestro Beato, para lo cual he hablado de algunos rasgos de su espíritu”. 

Y siempre una oración constante en sus labios, anotada decenas de veces en su Diario y en sus cartas: “Hazme un digno siervo de la caridad, humilde, paciente, caritativo y obediente”.













domingo, 23 de abril de 2023

Tolle, lege


           Una tarde del año 385, Agustín está en el jardín de su casa de Milán, inquieto y desasosegado. En su interior se está produciendo una borrasca, una tormenta, una batalla entre la parte del Agustín que quiere hacerse cristiano y la otra parte de Agustín que quiere seguir como si no hubiera Dios. En ese momento llega a su oído la voz cantarina de un niño que repite con soniquete “Tolle, lege; tolle, lege” (Toma y lee, toma y lee). Al principio piensa que se trata de un juego infantil. Pero inmediatamente cree que es la voz de Dios que le invita a tomar el libro y a leer. La epístola de San Pablo a los Romanos está sobre la mesa del jardín, abierta en el capítulo 13, versículo 13, donde se invita a “proceder con decencia, como de día: no en comilonas y borracheras, no en orgías y desenfrenos, no en riñas y contiendas”. En ese preciso instante, Agustín tuvo la certeza que debía adherirse a los seguidores de Cristo.

La primera mujer que presentó una tesis de filosofía en Alemania, Edith Stein, la colaboradora y alumna predilecta de Edmund Husserl, la pensadora profunda, la buscadora de la verdad por los caminos de la razón, la proscrita por las leyes raciales nazis de su tiempo, para enseñar o publicar un libro, tomó un libro al azar de la bien nutrida biblioteca de unos amigos, donde estaba pasando unos días. Era el Libro de la Vida, de Teresa de Cepeda y Ahumada. No pudo cerrar los ojos hasta que lo terminó, justo a las primeras luces del alba. Cerró el libro y pensó “esta es la verdad”. Años más tarde entró en el Carmelo, para acabar finalmente en un horno crematorio de Auschwitz, compartiendo idéntica suerte a la de tantos judíos.

El libro Stoner, de John Willians, arranca cuando el protagonista, nacido en una familia de granjeros humildes, llega a la Universidad de Missouri para estudiar agricultura. Pero un buen día el profesor de literatura, Archer Sloane, se dirige a él: "Shakespeare le está hablando". Stoner escuchó y leyó a Shakespeare y se preguntó qué hacía él en agrícolas. Cambió de carrera. Terminaría por ser profesor de literatura en la Universidad, donde seguiría contagiando a otros el veneno de los libros.

Casi como un deber, Adán Breca, al último momento, metió en la maleta El Quijote y se marchó camino de Italia para vendimiar en una hacienda agrícola, en Umbria, que intentaba recuperar, mediante el trabajo manual, a jóvenes con discapacidad psíquica. Después de las calurosas jornadas en los viñedos y de los cantos con los chicos discapacitados en el patio, se retiró a su habitación la primera noche. Abrió el Quijote. Pasó las noches en blanco y los días en turbio, sólo por seguir avanzando páginas y conociendo cada una de las venturas y desventuras del ingenioso hidalgo y de su escudero Sancho Panza. Alonso Quijano le fue invadiendo el cuerpo como una fiebre imparable. El mundo entero, el alma de cada ser humano, con sus múltiples contradicciones estaban ahí. La realidad entera era quijotesca y sanchopanzana, al mismo tiempo. No había más en esta existencia. Ni menos tampoco.

Como cada 23 de abril se celebra el Día del Libro, precisamente para conmemorar la obra ingente y eterna de dos grandes luminarias del mundo de los libros, William Shakespeare y Miguel de Cervantes.

¿Se lee o no se lee? ¿Se lee poco o se lee mucho? Probablemente nunca se ha leído tanto como ahora. Pero probablemente nunca se han leído tants sandeces y tantas cosas insulsas, insustanciales o tóxicas. La gente se pasa el día leyendo el whatsapp, el twitter, el instagram, el facebook y todos los demás apellidos hoy tan populares y millonarios (en seguidores y en billetes de banco) de las redes sociales. De manera que se lee mucho, pero se leen cosas que difícilmente transforman o se imprimen en la cabeza o en el corazón con huella indeleble. Kafka decía: “Creo que deberíamos leer sólo el tipo de libros que nos lastimen y apuñalen. Si el libro que estamos leyendo no nos despierta de un golpe en la cabeza, ¿para qué lo estamos leyendo? ¿Para que nos haga felices, como dice tu carta? Dios mío, seríamos felices precisamente si no tuviéramos libros, y el tipo de libros que nos hacen felices son el tipo que escribiríamos nosotros si tuviéramos que hacerlo. Pero necesitamos libros que nos afecten como un desastre, que nos duelan profundamente como la muerte de alguien que quisimos más que a nosotros mismos, como estar desterrados en los bosques más remotos, como un suicidio. Un libro debe ser el hacha que rompa el mar helado dentro de nosotros”.

Aunque se empeñen en decirnos que todo es igual y todo tiene el mismo valor, también las lecturas y también los libros, no es así. No es lo mismo el hacer y el decir de Ulises en su viaje hacia Ítaca, que el útimo twit de Georgina Ronaldo sobre sus vacaciones. No son lo mismo los versos amorosos del Cantar de los Cantares, que las declaraciones empalagosas, cada mes, de una actor de moda sobre su último churri. No son lo mismo las voces sonoras de la Casa de Bernarda Alba, de Lorca, que el griterío Sálvame Deluxe. No es lo mismo el  movimiento tumultuoso del corazón de Enma Bovary, que los llantos y los gozos, previo abultado cheque bancario, de Ana Obregón en el Hola. No es lo mismo el “No me mueve, mi Dios, para quererte/el cielo que me tienes prometido”, que la homilía deshilachada y descabalada de un obispo de tercera.

Shakespare te habla a ti. Como te hablan Cervantes, Qohelet, Neruda, Lope de Vega, Natalia Ginzburg, Teresa de Cepeda, Stefan Zweig, Michel de Montaigne, Stendhal, Camoens, Fernando de Rojas, Manzoni, Dostoievski, Goethe, Virgilio,  o el autor de la Iliada...

Los Días del Libro, las Ferias o los programas televisivos dedicados a la lectura, probablemente no sirvan para mucho. Porque a quien no le gusta leer, difícilmente se le convencerá de que lo haga. Y a quien lee y lee de lo bueno, difícilmente se le convencerá de que lea únicamente el whatsapp, el catálogo de Ikea o las ofertas de Amazon.

Los grandes autores de la literatura nos hablan. Los protagonistas de las grandes obras literarias reclaman nuestra atención. Nos pueden hacer más libres, más sabios, más felices o, tal vez, más pesarosos y solitarios. Nos pueden hacer salir de nuestra modorra existencial, despertar de nuestro letargo, trastocar nuestra existencia e incluso enloquecer como le sucedió a don Quijote, y así cantar las verdades, sin callarse una sola, al mundo y a la posteridad. 

Las vidas de ficción de los héroes literarios son más verdaderas que las vidas de los que les dieron vida con la pluma. Don Quijote siempre será más grande que Miguel de Cervantes. Enma Bovary más grande que Gustave Flaubert. Jean Valljean más grande que Víctor Hugo. Aureliano Buendía más grande que Gabriel García Márquez. El Rey Lear más grande que Shakespeare. Dentro de dos mil años Ulises seguirá, astuto e inteligente, navegando por un mar color de vino, ganando o perdiendo, gozando o sufriendo las peripecias hasta llegar a Itaca. Don Quijote seguirá por los siglos de los siglos cabalgando a lomos de Rocinante por la Mancha eterna del mundo, encontrando arrieros, molinos como gigantes, apuñalando cueros de vino, aconsejando a Sancho Panza sobre el buen gobierno de la Ínsula Barataria, sufriendo las burlas de los Duques, y penando de amores por Dulcinea. En cambio, dentro de 24 horas, nadie recordará el último twit de un influencer con millones de likes y de retuiteos. Los grandes, los clásicos de la Literatura Universal, nos invitan a no conformarnos con menos que la excelencia. A pensar en términos de eternidad.






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