En Roma o en el avión que le llevaba
de viaje, el Papa Francisco dejaba caer aquí allá, aunque siempre con
diplomacia de sotana, su postura a favor de la acogida pastoral a los
homosexuales y a las parejas ‘irregulares” en el seno de la Iglesia Católica.
Finalmente, el pasado 18 de diciembre el Dicasterio para la Doctrina de la Fe
publicó la Declaración Fiducia suplicans sobre el valor de
la bendición, que incluía a los divorciados vueltos a casar y a las parejas del
mismo sexo. Los eclesiásticos y medios de comunicación afines a Francisco
lanzaron la noticia a toda página. Los anti-Francisco pusieron el grito en el
cielo y se rasgaron las vestiduras. Muchos episcopados nacionales optaron por
un gélido silencio. Otros muchos, en franca desobediencia, dijeron claramente
que no lo aplicarían. Y los grupos a los que, supuestamente, iba dirigido el
documento (es decir, divorciados vueltos a casar y parejas del mismo sexo), lo
recibieron con absoluta indiferencia.
El breve texto de Fiducia
suplicans da vueltas y revueltas entre un buenismo moderno, de color
arcoíris, y un gatopardismo de “es preciso
que todo cambie para que todo permanezca igual”. En el fondo, al documento se
le podría comparar con el caramelo de barro envuelto en papel de colorines: un “sí, pero no, aunque, sin embargo, mientras
que, por el contrario…”. Es decir, un empate técnico entre dos tendencias
enfrentadas en el orbe católico.
Se pueden leer expresiones como “son inadmisibles ritos y oraciones que
puedan crear confusión entre lo que es constitutivo del matrimonio”. O también.
“La Iglesia (…) no tiene potestad para
conferir su bendición litúrgica cuando ésta, de alguna manera, puede
ofrecer una forma de legitimidad moral a una unión que presume de ser un
matrimonio o a una práctica sexual extramatrimonial”. Ante tantos ‘peros’
se tiene la sensación de “bendiciones sí,
pero a oscuras y a escondidas, para que nadie vea nada”. Para unos esta bendición es raquítica; para otros, intolerable. Unos piensan que responde al deseo del Papa de que la ternura de Dios alcance a todos, todos, todos. Otros creen que es un guiño al espíritu del tiempo y un reclamo de popularidad en tiempos de pérdida de masas. Lo cierto es que este documento se ha convertido en piedra de
escándalo, pues ha ahondado aún más la fragmentación de la Iglesia Católica,
y ha obligado al propio Vaticano a dar
marcha atrás y a aceptar que muchos obispos no apliquen la Declaración en sus
respectivos territorios (algo que suele ocurrir muy pocas veces con los
documentos papales).
A uno le deja perplejo esa manía de muchos monseñores por enmendar la plana al mismo Cristo y hablar en su nombre sobre cualquier tema. Y me deja aún más perplejo saber que la bendición a los ‘irregulares’ vaya a depender del territorio donde uno viva. ¡Pobre Dios que debe bendecir con entusiasmo a los irregulares belgas o alemanes! ¡Pobre Dios que debe abstenerse de bendecir a los ‘irregulares’ de regiones o provincias de América o Europa! ¡Pobre Dios que debe seguir ‘maldiciendo’ a los ‘irregulares” africanos (los obispos de este continente no sólo se han negado, sino que en muchas ocasiones no han levantado un dedo cuando algunos gobiernos de sus países aprobaban leyes implacables contra los gays, como es el caso de Uganda).
Yo, la verdad sea dicha, soy bastante indiferente a esta cuestión de las bendiciones ‘autorizadas’. Algo me dice que esta Declaración vaticana no es sincera del todo. ¿Ha sido el fruto de una conversión evangélica en la Iglesia, o ‘las migajas’ que se arrojan a los pajarillos, al acabar la merienda y sacudir el mantel?
Siempre he desconfiado de quienes apuestan
por los caballos ganadores (en este momento la bandera lgtbiq+ lo es en
Occidente), y de repente se hacen los más modernos de la tribu. En esta Europa nuestra, hubiera sido muy valiente que hace unos cuantos años un cura hubiera defendido
desde el púlpito al ‘mariquita’ del pueblo al que hacían la vida imposible, o
que un obispo abrazase a divorciados vueltos a casar a los que hacían en vacío en la propia parroquia?.
Por otro
lado, no sé cuántos matrimonios irregulares o cuantas parejas del mismo sexo
han acelerado el paso para ‘suplicar una bendición’ eclesiástica, nada más
conocer el documento vaticano. No creo equivocarme si digo que unos y otros
hace ya muchos años que están en el ‘atrio
de los gentiles’ o “en los umbrales de las iglesias”,
como bellamente había dicho Simone Weil.
En nombre de
Dios se bendicen las casas, las fábricas, los coches, los souvenirs de los
negocios, las figuras de barro, los ejércitos que van a la guerra, y hasta los
perros y los gatos… ¿era mucho pedir que se bendijese abiertamente también a todos
los seres humanos “irregulares”?
¿Es difícil
entender que Dios nos bendice cada
vez que hacemos más fácil la vida a los demás, cuando sentimos compasión por
los que sufren, compartimos nuestros bienes con los pobres y a nuestro
alrededor somos capaces de crear un hogar y un pequeño edén? ¿Es difícil
entender que Dios nos ‘maldice’ cada
vez que nos mostramos vengativos, cuando mentimos para sacar provecho, cuando
nos enriquecemos a costa de los demás, cuando con nuestra maledicencia hundimos
vidas ajenas, cuando maltratamos, herimos o matamos aunque sea una pequeña
ilusión?
Dios,
gracias a Dios, (así me ha parecido leer en el Evangelio), sólo mira el
corazón, su ternura, su compasión, su perdón y su alegría. Dios mira nuestras obras
y los sentires que brotan del corazón humano. Quien cuida al padre enfermo,
quien hace la compra al emigrante, quien habla bien de todos, quien es honesto
en el trabajo, quien lucha por el bien común, quien, en definitiva, ama,
independientemente de que sea un hombre o una mujer, un hetero o un gay, un casado
o un divorciado, un creyente o un agnóstico, un joven o un viejo, un
portorriqueño o un holandés… Dios solo mira nuestro corazón, y nunca nuestra
bragueta. Así es Dios. Y así es, aun
cuando todos los obispos y los sínodos del mundo digan lo contrario.
A los 15
años aprendí de memoria (en francés se dice aprender ‘par coeur’, es decir, de
corazón) las últimas palabras del gran escritor Víctor Hugo, poca antes de morir: “Lego cincuenta mil francos a los necesitados. Deseo ser llevado al
cementerio en el carro fúnebre de los pobres. Rehúso la oración de todas las
iglesias. Suplico una oración a todas las almas. Creo en Dios”.
Y esto mismo
valdría también para las bendiciones. Solo cabe esperar que a todos vosotros, a
cada uno, vuestra familia, vuestros amigos y las personas de buen corazón que
os rodean, os bendigan a manos llenas y
a corazones rebosantes.