lunes, 19 de febrero de 2018

Los nuevos dogmas de la economía.


Ya sé que las cifras son mareantes y cuando se habla de cantidades colosales, los mortales de a pie no nos podemos hacer una idea exacta del problema. Según se recoge en el Informe del Banco de España el rescate a la banca española alcanza la cifra de 77.000 millones de euros. Los economistas entendidos y otros nobeles de las finanzas dicen que es más barato rescatar un banco que dejarlo hundir, como sucedió con el Lehman Brothers americano, que en su caída arrastró a muchos provocando una auténtica debacle. Y hasta aquí lo puedo entender.
Lo que ya no comprendo – y además me resulta totalmente inaceptable e inmoral- es que este rescate bancario lo tengamos que pagar entre todos. Ya sabíamos que la crisis la estábamos pagando a partes iguales los que habían vivido por encima de sus posibilidades y los que habíamos vivido incluso por debajo. Pero el rescate bancario que se nos había repetido por activa y por pasiva que ‘no costaría un duro a los contribuyentes’ también lo vamos a pagar todos.
Hemos visto como la banca ha saneado sus cuentas y como empieza a tener sonoros beneficios. Y por lo tanto nadie en su sano juicio entiende que ganes y dinero y no pagues las deudas. Según este mismo informe del Banco de España, hasta la fecha sólo se ha recuperado el 5% del dinero concedido a los bancos, y se espera que, como mucho, se recupere otro 10% (en el que queda incluido lo que se pueda sacar de la venta de Bankia). Resumiendo, y en el mejor de los casos, debemos pensar que de cada 5 euros, sólo las arcas del Estado (que somos todos los ciudadanos que vivimos en este país) recuperarán 1 euro.
Los bancos han sido vendidos (incluida Banca Catalana que, junto a Bankia fue la que más recibió) y, por lo tanto, las nuevas entidades propietarias no devolverán un duro.
¿Se entiende esto? Sinceramente, no. Parece una ofensa a todos los españoles a los que la crisis zarandeó hasta arrastrar a la pobreza a muchos que tuvieron que hacer cola permanente ante Cáritas y el Banco de Alimentos, con todos los dramas personales y familiares que el empobrecimiento supuso –y aún supone- en esta pobre país nuestro.
Si se exigiese la devolución total del rescate bancario, España podría disminuir su deuda monstruosa o volver a llenar la hucha de las pensiones, amenazadas en este momento de paro cardiaco y de colapso total.
Pero se ve que las leyes económicas mundiales siguen otros derroteros y otras razones que los ciudadanos de a pie no entendemos. ¡Misterios más profundos y más intricados que los de la fe tiene la economía mundial! Nos dirán que todo es por nuestro bien. Y nos lo dicen y dirán desde la izquierda y desde la derecha. Y a nosotros parece que únicamente nos queda decir ‘amén’, lo mismo que ante el misterio de la Santísima Trinidad.

miércoles, 14 de febrero de 2018

El Santo Entierro de Juan de Juni.




Juan de Juni esculpió en madera este grandioso Santo Entierro de Cristo en torno al año 1540 para la capilla funeraria de Fray Antonio de Guevara, en el desaparecido convento de San Francisco, situado en la Plaza Mayor de Valladolid. Fue la obra que más me impresionó en mi primera visita a Valladolid, y una de esas obras que uno no se cansa de ver. Otras obras maestras de la escultura policromada le hacen compañía, pero probablemente ninguna le hace sombra. Y a mí me sigue cautivando cada vez que  me acerco al Museo.
Juan de Juni, natural de Borgoña, había vivido un tiempo en Italia, formándose como artista, para recalar finalmente en España. En torno a un Cristo muerto, de potente corporalidad y cuya cabeza parece inspirada en el Laooconte, seis figuras parecen apresadas, subyugadas y rotas de dolor ante el cuerpo sin vida del que fuera la razón de su vida y el porqué del latir de su corazón. Son la madre y cinco amigos los que, primero, han descendido el cuerpo de Cristo de la cruz y, luego, lo han limpiado, lavado y aseado, precipitadamente porque la pascua judía estaba a punto de comenzar y esta era una tarea ‘impura’. La jarra y el paño junto a Nicodemo y el tarro del bálsamo en la mano de María Magdalena parecen sugerirlo así.
El grupo escultórico, que más que esculpido en madera parece modelado en barro, recoge el momento preciso en que, una vez limpio el cuerpo de Jesús, contemplan al que acaba de morir y, al mismo tiempo, da rienda suelta a su dolor. Cinco de las figuras concentran su apenada mirada en Cristo, mientras que uno, José de Arimatea, mira directamente al espectador, mostrándole acusatoriamente una espina que acaba de quitar de la cabeza de Jesús. Juan por su lado, el brazo abrazante en torno a Maria, parece intentar sujetar y consolar a María para que no se desplome del todo ante el rostro golpeado y sin vida del hijo.
 
Volúmenes rotundos de las figuras, ropajes que parecen girar como torbellinos, rostros que representan todas las edades del hombre, cuerpos modelados como arcilla, volúmenes que se contraponen formando equilibrios armoniosos: Juan y María inclinados, Nicodemo y José de Arimatea, rodilla en tierra, María Magdalena y María de Salomé, de pie.
En la policromía, predominan los tonos dorados, creando una sensación de hoguera llameante entorno al cuerpo inerte y frío de Cristo. Danza sagrada alrededor del Dios muerto. Teatro sacro que busca la conmoción y el arrepentimiento de los fieles ante la muerte mil veces injusta del más inocente de los hombres.

lunes, 12 de febrero de 2018

A propósito de René Girard.




A René Girard lo encontré por primera vez en algunos de los dietarios de José Jiménez Lozano. Hace unos días, Pablo d’Ors, en un artículo sobre el libro de Lucetta Scaraffia “Desde el último banco’, escribía que algunos de los males de la Iglesia actual es que había leído poco y mal a René Girard y a Claude Levi-Strauss. Decidí buscar cosas sobre uno y sobre otro. Encontré un largo artículo de Ramón Alcoberro sobre René Girard que me dio hambre para seguir conociendo a este antropólogo francés.
René Girard (Aviñón 1923 – Stanford 2015) emigró desde su Francia natal a Estados Unidos a los 24 años, donde se convirtió al cristianismo. Y este es un hecho fundamental, porque toda su teoría del ‘deseo mimético’, encuentra uno de sus fundamentos en la Biblia. Cuatro temas centrales ocupan la amplia obra de este antropólogo controvertido, admirado y vilipendiado a partes iguales por pensadores y lectores:
1.       La importancia del deseo mimético en las relaciones humanas: el deseo de ser otro y el deseo de poseer lo que el otro posee está en la raíz de toda violencia. La modernidad ha exacerbado el deseo mimético y de ahí la ‘religión del consumismo’. Cada vez hay que trabajar más para obtener menos (¡El progreso!) El hombre actual es un ‘disciplinado consumidor’. Girard es un adversario del progreso que es una de las ‘mitologías contemporáneas’ y que nos arrastra a la idolatría del consumo autodestructivo. El deseo es un drama existencial que se juega a tres bandas:  nosotros, los otros y la cosa deseada. Creemos, equivocadamente, que el otro tiene una plenitud que a nosotros nos falta. La rivalidad mimética se resuelve siempre en violencia. Caín y Abel son el ejemplo bíblico de ese deseo mimético que engendra el asesinato y la destrucción. Parece que este deseo mimético está en la propia estructura biológica del ser humanos (las neuronas espejo). Nos volvemos desgraciados ante el solo hecho de pasarnos la vida comparándonos. El deseo instaura la violencia como ley. Las personas libres son las que gestionan y controlan el deseo. La reiterativa comparación con el otro conduce a la insatisfacción y condena a la infelicidad.
 
2.       El criterio arcaico de religión que gira sobre el mecanismo victimario del chivo expiatorio. Nietzsche con su teoría del eterno retorno supone un retroceso sombrío respecto al cristianismo, pero definiendo al cristianismo como ‘religión de esclavos’ ha revelado lo mejor y más verdadero del cristianismo. El chivo expiatorio es un rito habitual en las religiones primitivas: para apaciguar la cólera de los dioses, se sacrifica a una víctima inocente, al tiempo que se exige la complicidad de los ‘fieles’ obligándoles a participar del ritual. El mito de Edipo es un ejemplo clásico (peste en  Tebas. El pueblo se pregunta el porqué de esta peste. Se busca una víctima. Se descubre a Edipo. El oráculo: si os desembarazáis de él, estaréis curados. La ciudad se desembaraza. La ciudad está curada (eso al menos cree). El chivo expiatorio permite superar la desunión del grupo (búsqueda de un enemigo común).
 
3.       La apología del cristianismo como superación del mito fundador (el chivo expiatorio) mediante el sacrificio de Cristo y su propuesta de amor y de perdón para resolver la violencia en las relaciones humanas. Uno de los objetivos del judeocristianismo es la lucha contra la fatalidad sangrienta del deseo. Sin el papel moderador de lo sagrado, la violencia sería imparable. En el antiguo Testamento, se produce un cambio significativo respecto a las religiones anteriores: El Dios de Abraham detiene el brazo en el sacrificio de Isaac (se cambia de víctima: de un ser humano a un animal). Job se mantuvo fiel frente al entorno hostil. Con la sola fuerza del hombre no se podía resolver la eterna rivalidad de los humanos, era preciso el sacrificio de un hombre que fuese Dios.  Y Jesús se presenta como la última víctima, la que rompe el esquema victimario del eterno retorno. Él es el Inocente. Su resurrección indica que la muerte no es la última palabra y da esperanza así a todas las víctimas. En el cristianismo lo esencial es la piedad ante el dolor de la víctima, ante el dolor del inocente. Esto es un ‘novum’. Este hecho (entrevisto en el sacrificio de Abrahan) funda una civilización: las víctimas no son culpables. Las víctimas son inocentes. Si el mal no está en la víctima, hay que hallarlo en la sociedad. La revelación cristiana desvela la verdadera naturaleza del hombre: el mal y el pecado personal e individual. Con Cristo se torna vacía la mentalidad sacrificial. Cristo pone al desnudo el mecanismo victimario; por ello, el cristianismo es la religión de los parias, los únicos que pueden comprender el absurdo de la violencia y de la búsqueda de víctimas propiciatoria. El mecanismo de la venganza queda desarticulado. Sólo podemos participar de Cristo, si renunciamos a la violencia sacralizada.  
 
 4.    El análisis de los tiempos apocalípticos que vivimos (neopaganismo): una violencia sin redención y una vuelta a las religiones primitivas. El mismo Cristo fue consciente de que en este mundo no cabría nunca la justicia total, porque este mundo es el de la violencia que nunca desaparecerá del todo. “Mi reino no es de este mundo” es capital para entender el ‘fracaso’ parcial del cristianismo. El cristianismo sólo obtendrá victorias parciales. El Evangelio termina con el libro del Apocalipsis que no es una profecía sino un aviso: el fracaso de la religión cristiana. El Apocalipsis está ahí para indicarnos que el hombre que no quiera escuchar a Cristo sucumbirá ante Satán y ante su propio deseo de violencia. El Apocalipsis es un anuncio de lo que está sucediendo en Europa desde hace 200 años (desde Las Luces): la violencia de este mundo puede conducir a la desaparición del propio ser humano como especie (la destrucción de la naturaleza, los genocidios, la amenaza nuclear, el retroceso hacia las religiones primitivas, la neomentalidad de que las ‘víctimas’ son culpables). La paradoja está en que cuando los tiempos son apocalípticos, el Apocalipsis deja de leerse
Para Girard el ‘Dios ha muerto’ de Nietsche se ha traducido en ‘el hombre no existe’. Cuando se logra convencer a los sabios y al ‘pueblo’ de que el hombre no existe, es posible hacer cualquier cosa con los seres humanos, ya que se trata de ‘fantasmas’. El lager y el gulag serían las expresiones aterradoras, pero muy ilustrativas, de la muerte de Dios y de la muerte del hombre.

miércoles, 7 de febrero de 2018

En el contenedor de los escombros.




Conocía la instalación ‘La abdicación del Rey’ de Cristóbal Toral desde el momento en que se produjo su exhibición en una sala de arte madrileña, pocos meses después de la abdicación del Rey, en 2014. La obra dio mucho que hablar, ya que provocó una cierta polémica. En un contenedor de escombros, junto a una bañera, una mesilla de noche, otros cachivaches inservibles y muchos cascotes, aparece un retrato de Juan Carlos I.
Hoy me he encontrado de nuevo con la foto de esa instalación, y puedo decir que no sólo no me ha parecido irreverente, como la tacharon algunos, sino dramáticamente cierta y certera. Cristóbal Toral ya había dicho en su día, que no quería ser una ofensa contra el Rey emérito, contra el que no tenía nada, sino simplemente constatar un hecho: Todos acabamos ahí, en un contenedor de basura o de escombros, junto a todas las demás cosas inservibles e inútiles.
La instalación me parece exactamente una constatación de lo que sucedió al propio monarca, que tuvo un papel destacadísimo en la escena nacional e internacional, y que durante décadas gozó de una popularidad de la que no disfrutó ninguna otra institución española.
Pero el rey joven y campechano, el rey de la concordia que había sabido poner de acuerdo a izquierdas y derechas para construir la España de la modernidad, cayó en desgracia al final de su largo reinado. Fue justo en el momento en que España estaba pasando por la peor crisis económica del último medio siglo de historia. Y el rey se hizo viejo y además enfermó. Y por si fuera poco, al rey se le ocurrió frivolizar con cierta dama con la que se marchó de safari africano. Fue el final.
Las personas viejas y enfermas sobran en todos los sitios pareció sentenciar el pueblo. El gran error de Juan Carlos fue creerse impune y pensar que los medios le respetarían como lo habían hecho hasta entonces. Pero la ‘lealtad’ saltó por los aires. Y no sólo no continuó el respeto y la adulación hacia el monarca, sino que las críticas acerbas explotaron e hicieron añicos el personaje. Juan Carlos se vio obligado a abdicar la corona en su hijo Felipe. Y, como en la instalación de Cristóbal Toral, acabó en el contenedor de los escombros, donde acabaremos todos, por cierto.
La historia juzgará a Juan Carlos I con ecuanimidad y con justicia. Pero me temo que, en esta época de posverdades, la rehabilitación del papel del Rey Emérito aún queda lejos.

miércoles, 31 de enero de 2018

Palabras para Gero Lombardo.



 

A última hora de la tarde, un mensaje desde Italia me comunica el fallecimiento de Gero Lombardo, el responsable de la Missionprokura der Guanellianer en Alemannia, asociación con la que Puentes mantuvo una leal colaboración, al menos en los años en que yo fui Presidente.
Gero había estudiado con los guanelianos en Naro-Italia, iniciando con ellos un camino vocacional. Abandonaría después la Congregación, pero nunca abandonaría a sus antiguos compañeros de libros y de patio, ni tampoco a los muchos pobres acogidos en nombre de Don Guanella. Como tampoco olvidaría una historia que le contaba su padre a menudo: soldado en la segunda guerra mundial, fue hecho prisionero en India y durante meses obligado a permanecer en un campo de prisioneros, muerto de hambre y de sed. Recordaría siempre que los campesinos pobres de los poblados cercanos se acercaban a dar a los pobres prisioneros un cuenco de arroz.  Gero me contaba que a menudo su padre le decía: “Me gustaría devolver a la India algo de lo que aquellos campesinos hicieron conmigo”.
Cuando su amigo guaneliano, Domenico Saginario, impulsó la llegada de los guanelianos a India para abrir una casa, Gero Lombardo pensó que ahora podría cumplir el deseo de su padre de ayudar a los indios. A partir de ese momento,  participó con su generosidad personal, pero también animando a amigos suyos empresarios a involucrarse en este proyecto indio. El tsunami de la Navidad de 2004 que afectó a las costas de la India redobló su ayuda y acrecentó su entusiasmo misionero.
Cuando a Gero le llegó la hora de la jubilación, después de toda una vida de frenética actividad laboral, pensó en crear una asociación en Alemania para ayudar de forma más organizada a los misioneros  guanelianos. Fue entonces, cuando por consejo de Alfonso Crippa y de don Mimí, entró en contacto conmigo, para conocer cómo nos organizábamos en España con la Ongd Puentes.
En mayo de 2010, junto a su mujer Inge me visitaría en Valladolid. Pudimos poner así las bases de una colaboración para afrontar juntos diversos proyectos tanto en África como en Hispanoamérica que, por su envergadura, precisaban la participación de más de una entidad. Esta colaboración se amplió también a ASCI, en Italia.
Me llamaba frecuentemente por teléfono o me enviaba correos, hablándome de todas sus aventuras, de los proyectos nuevos, de las subvenciones concedidas, de la implicación de la Orden de San Lázaro de Jerusalén. Removió Roma con Santiago para que yo mismo fuese nombrado Caballero de esta Orden, algo que finalmente consiguió y que se materializó en una ceremonia en la Basílica de San Giuseppe al Trionfale, de Roma.
 
Gero era de una tenacidad y de una perseverancia que no conocían el desaliento. Tenía la eficiencia alemana y la pasión italiana. Podía criticar cuanto sucedía en las misiones o la falta de entusiasmo de ciertos misioneros, pero no por eso dejaba de quererlos, de mimarlos y de ayudarles. Su casa en Pforzfeim-Alemania era una ‘casa aperta’, para todo aquel que se ‘apellidase’ guaneliano.
Sus gestiones, insistentes hasta el aburrimiento, ante la Curia de la Obra Don Guanella en Roma, obtuvieron que dos sacerdotes guanelianos se trasladasen a Alemania para atender a los muchos emigrantes italianos y españoles afincados en este país, y, de paso, para continuar su tarea de buscar recursos para las misiones guanelianas en los países más pobres.
En este momento sus desvelos iban dirigidos a abrir una casa para 'buonifigli' para los hijos de emigrantes filipinos e indios que trabajan en Catar, principalmente en el sector de la construcción. Sus buenas relaciones con influyentes cataríes empezaban a allanar el camino, siempre largo y tortuoso en tierras de mayoría musulmana. Sin duda, ha sido el sueño incumplido de Gero.
Tenía mil proyectos y mil ideas, llamaba a mil puertas, enviaba decenas de mensajes, importunaba, a tiempo y a destiempo,  a unos y a otros, porque fiel a lo que aprendió de joven en Casa Guanella, no podía cruzarse de brazos mientras hubiera pobres que socorrer. Sólo la muerte le ha obligado a cruzarse de brazos.
Gero Lombardo, que se sentía y se definía como un ‘cristiano imperfecto’, parece decirnos en este momento que, a fin de cuentas, tantos ‘cristianos imperfectos’ en los entornos guanelianos y en la propia Iglesia, están, quizás sin saberlo, quizás sin ser ni comprendidos ni valorados como merecen, construyendo el Reino de Dios, donde el Pan y el Señor son ofrecidos gratis y abundantemente. Descansa en Paz, Gero Lombardo.

martes, 9 de enero de 2018

Gianluigi Colalucci y la Capilla Sixtina


 


En 1989, según se cuenta en el libro El Vaticano por dentro, de Bart McDowel y Jamens L. Stanfield, el doctor Gianluigi Colalucci logró acabar la histórica restauración de la Capilla Sixtina. Junto con otros cuatro restauradores, llevaba nueve años completos en esta tarea, bastante más tiempo de lo que tardó Miguel Ángel en pintar los frescos. El último día de los trabajos, el restaurador Jefe Colalucci invitó a un grupo de amigos a una celebración en los andamios instalados en la Capilla, y allí ante sus invitados procedió a restaurar los últimos centímetros de fresco que aún quedaban sin limpiar. Para la ocasión había reservado el fragmento que va desde el dedo de Dios al dedo de Adán, o, lo que es lo mismo, lo que va desde lo divino a lo humano. Al fin y al cabo, la Capilla Sixtina no se sabe si es una obra de hombres o de dioses.
¿Por qué Julio II invitó a pintar la bóveda de la Capilla Sixtina a Miguel Ángel que era un afamado escultor pero sin casi experiencia en el terreno de la pintura? Parece que fueron los rivales del artista, entre ellos Bramante y Rafael, los que metieron en la cabeza al Papa la idea de que invitara a Miguel Ángel. Si rechazaba, se ganaría la eterna enemistad de Julio II; si aceptaba, Miguel Ángel se desacreditaría como artista, porque él no era un pintor. Parece que en principio se negó: “Eso no es cosa mía”. Pero al final aceptó el encargo y se resignó: “Señor, soy tu esclavo. Cuanto más me esfuerzo, menos te muevo a compasión”.
Miguel Ángel se entregó con pasión a su trabajo. De pie, pegado casi al techo, con las gotas de pintura que le caían continuamente sobre el rostro. “Debía tener un aspecto deplorable –se cuenta en el libro. Miguel Ángel nunca había sido muy agraciado. Tenía la nariz rota y la cara aplastada. Y además iba siempre desaliñado. Dormía con sus ropas de trabajo, manchadas de pintura, y se quitaba las botas tan pocas veces que, cuando lo hacía, cuenta un amigo suyo, “le caía la piel como si fuera la de una serpiente”. No es sorprendente que tuviera pocos amigos”.
Hoy todos admiramos su trabajo, pero Miguel Ángel no tuvo ningún éxito social, en parte debido a su carácter hosco, y a su aspecto desaseado. Probablemente no era de los invitados a los palacios cardenalicios o aristocráticos del momento. En la Roma renacentista él era un artesano, un trabajador, y a veces un trabajador difícil. Hacía su trabajo para Dios, y parece ser que las alabanzas o las críticas le importaban un comino.  "Si a Dios le place mi trabajo, es suficiente".
 

 

lunes, 8 de enero de 2018

Il deserto dei tartari, de Dino Buzzati

Las últimas páginas de Il deserto dei tartari son verdaderamente conmovedoras.
El libro empieza así: “Nominato ufficiale, Giovanni Drogo partì una mattina di settembre dalla città per raggiungere la Fortezza Bastiani, sua prima destinazione”. Recién nombrado oficial, Giovanni Drogo partió una mañana de septiembre de la ciudad para alcanzar la Fortaleza Bastiani, su primer destino.
Él creía que sería un destino provisional, un destino de trámite. La Fortezza estaba en los confines de la nación, en una zona árida y desértica,  con montañas y roquedos. El final del mundo. Allí un batallón de soldados vivía y vigilaba la frontera del norte, para tener a raya a los soldados del país extranjero, los tártaros. La Fortezza esperaba en cualquier momento la invasión y el asalto de los tártaros.
Giovanni Drogo aceptó la petición de su superior para permanecer un poco más de tiempo en la Fortezza, ya que todavía era joven y tenía toda una vida por delante. Pero la Fortezza le fue engatusando, le fue haciendo suyo. Los años iban pasando, y, cuando visitaba la ciudad, Giovanni Drogo se daba cuenta de que ese ya no era su mundo, ni la casa familiar era su hogar, ni el amor intuido en su juventud por una joven era ya su amor.
Los días fueron pasando, y con ellos los meses y los años. La vida se iba pasando en inquietante espera, entre guardias, formaciones militares, partidas de cartas, conversaciones intrascendentes con otros soldados, siempre divisando el horizonte, siempre esperando que los tártaros apareciesen y que el momento de gloria llegase para los defensores del bastión y que, de esta forma, el trabajo gris y monótono, se justificase. Es más, que la propia existencia de los soldados se justificase y alcanzase un sentido, una plenitud. De vez en cuando un incidente rompe la rutina, la muerte injusta y sin sentido de un compañero a mano de otro compañero, por no saber la contraseña, lo que da una idea de ese espíritu militar tan atado a la norma. O el avistamiento de soldados construyendo una carretera, que será bruscamente interrumpida.
Diez, veinte, treinta años. Y nada pasa. Los tártaros no llegan. Y la vida se pierde así a lo tonto esperando el gran día, esperando el gran momento, esperando la gran batalla, algo que nunca llega.
La Fortezza es una imagen de la soledad de la vida, del aislamiento: “Gli uomini, per quanto possano volersi bene, rimangano sempre lontani; che se uno soffre, il dolore è completamente suo, nessun altro può prenderne su di sè una minima parte; che se uno soffre, gli altri per questo non sentono male, anche se l’amore è grande, e questo provoca la solitudine della vita”.
Faltaba poco para la jubilación y Giovanni Drogo pensaba que ya no merecía la pena abandonar la Fortezza y vivir en la ciudad. Todavía podía suceder el acontecimiento tan esperado. Había echado a perder los mejores años de su vida, podía esperar un poco más.
Pero Drogo empieza a sentir una gran debilidad que no es si no los primeros pinchazos de la enfermedad mortal. Ahora pasa gran parte del día descansando en su celda, y es en este momento cuando la Fortezza toda se anima y se agita porque finalmente los soldados de la nación extranjera avanzan hacia el bastión. Pero el coronel quiere para él toda la gloria y hurta a Giovanni Drogo, segundo jefe de la Fortezza en este momento, la gloria que le hubiera correspondido. Con la disculpa de la enfermedad, el coronel le dice que un carruaje le espera para llevarle a la ciudad. Drogo, herido en lo más profundo, intenta hacer entrar en razón al Jefe Simeoni:  “Trenta’anni sono qualcosa, tutto per aspettare questi nemici. Non puoi pretendere adesso… Ho un certo diritto di rimanere…”
Pero la suerte de Giovanni Drogo está echada y él se resigna a esta estocada traicionera. “Lassù era passata la sua esistenza segregata dal mondo, per aspettare il nemico si era tormentato più di trant’anni e adesso che gli stranieri arrivavano, adesso lo cacciavano via”
El carruaje que lo lleva se encuentra con los soldados de refuerzo que avanzan a la Fortezza, y él siente el desprecio de estos jóvenes por el ‘viejo’ que cómodamente se retira de la fortaleza.
El carruaje se detiene para hacer noche en una posada. Y Drogo se da cuenta de que ahora, solo, enfermo y viejo, tiene que hacer frente a otra batalla, a otro enemigo: la muerte. En esa posada le tocará hacer amargas reflexiones sobre la existencia humana, pero al final experimenta una cierta dicha: la de poder enfrentarse al enemigo con la dignidad de un verdadero soldado.  La muerte ha perdido su rostro trágico y se ha transformado en algo sencillo y conforme a la naturaleza. Y él la espera tranquilamente, porque sabe que su destino será abandonar el mundo en una posada, viejo y sin ninguna belleza, sin dejar a nadie en el mundo que lamente su muerte.
Por todo ello, en la oscuridad de la habitación, aunque nadie lo ve, Giovanni Drogo, sonríe. Así acaba El desierto de los tártaros.

jueves, 4 de enero de 2018

16.- Los niños sin Reyes Magos


 

            Hacen bien en no escribir una carta que nunca llegaría a su destino, o no sería nunca leída ni atendida. Ni los Reyes Magos, ni Papá Noel, ni Santa Claus. La ruta mágica que cada Navidad hacen estos personajes no pasa por el Congo. Nunca ha pasado. Pero todo niño sueña con un juguete. Un juguete no es un capricho más, ni algo superfluo. Un juguete es la infancia que se resiste a entrar en el mundo del adulto con sus obligaciones y deberes, y sin marcha atrás. Un juguete es el freno para retrasar la edad adulta. Lo de menos son los materiales, lo de menos es el precio. Así es este animal que llamamos humano y que necesita el pan y el agua, pero también una muñeca o una pelota. Basta entrar a los museos para constatar que todas las civilizaciones nos han dejado 'juguetes" de barro, de hueso, de madera... Jugar es uno de los verbos más serios y nobles.
        Estos niños que ves en la foto pasaron junto a mí una tarde, mientras desde el portón de la misión de Kinshasa miraba la vida pasar por la calle. Habían construido el juguete más hermoso: un coche hecho de alambres del basurero, de trozos de plástico de chancletas gastadas. Un coche ‘teledirigido’ por un hilo y un palo. Ecológico y reciclable. Un Ferrari o un Rolls Royce en miniatura avanzando por el scalextric de baches de los barrios pobres de esta ciudad africana.
         Por una vez, los niños pobres ganan a los niños ricos. El coche es suyo. Su esfuerzo, su imaginación, su voluntad de divertirse han hecho el pequeño milagro de ingeniería. Carrocería estudiada, rueda de repuesto, puertas que se abren, volante. No falta detalle. No me extraña que se pasen las horas muertas jugando con semejante artilugio: El tiempo que va entre traer y llevar agua, el tiempo que va entre cuidar a un hermanito o atender al abuelo, es un tiempo precioso para jugar con el regalo más bonito que jamás hayan traído los Reyes Magos. 
        Ahora lamento no haberles encargado un ‘coche’ para mí, para sacarlo a pasear por la plaza del pueblo o la calle de la ciudad, para poner en una exposición, al lado de las máscaras, de las telas multicolores, de los colmillos de elefante o de los tambores. 
            En fin, un coche para colocarlo sobre mis zapatos lustrados cada 6 de enero.

Puentes: 25 años de una corriente solidaria. Kinshasa-R.D. del Congo, 2008.

 

miércoles, 3 de enero de 2018

Auroras y ocasos


 
El drama de muchos hombres es confundir la aurora con el ocaso. Creer que esos colores rosados anuncian el día, la esperanza, el final de la noche oscuro, la promesa, el banquete, el porvenir… mientras que lo que tienen ante sus ojos es un ocaso, sin duda hermoso, pero anunciador también del final de una etapa, de una época, el preludio bello de una noche eterna. Es lo que ha pasado a muchas civilizaciones. Sus dignatarios y sus pensadores confundieron y tomaron por aurora lo que era un ocaso. Fue su drama personal y la tragedia de cualquier civilización.  ¿Y dónde nos encontramos ahora nosotros? ¿Dónde se encuentra ahora nuestra querida Europa?

Las virtudes trampa



 
 Cada vez nos fijamos más en las virtudes trampa, en las que parecen virtudes, porque causan nuestra admiración y provocan -por qué no decirlo- nuestra envidia. La belleza, la inteligencia, el vestir bien, la locuacidad al hablar, el estatus social. Y sin embargo todos sabemos que, en el fondo no son virtudes. Tienen la apariencia de virtud, pero no lo son. En la mayoría de los casos sus dueños no han hecho nada por conseguirlas, han nacido con ellas o les han sido dadas. Y sobre todo, no son virtudes porque, al contrario de las verdaderas (el amor, la comprensión, la paciencia, el respeto, el perdón) no benefician a los demás, no les facilitan la vida. Las virtudes trampa tienen también fecha de caducidad. La hermosura y la juventud se acaban. La inteligencia puede ser muy egoísta o completamente inútil para elaborar un pan o guiarse bajo las estrellas.

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Una temporada en el infierno

            En una estación de París, desciende un joven de 16 años, cuerpo atlético, pelo alborotado y ojos azules. Se llama Arthur Rimbaud...

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