jueves, 25 de febrero de 2021

¿Libertad de odio?

 



Las últimas noches hemos asistido, consternados e incrédulos, a las manifestaciones violentas en apoyo de Pablo Hásel, el rapero condenado a unos meses de cárcel por varios delitos de enaltecimiento del terrorismo y amenazas de muerte a personas concretas. Pudiera ser que los violentos defienden la causa del rapero o pudiera ser también que los violentos busquen cualquier excusa para sumarse cada noche a las barricadas. Me imagino que se mezclarán ambos cosas.

Mientras los radicales incendiaban mobiliario urbano y causaban destrozos en muchos comercios, un grupo de personas les suplicaban que no quemasen los coches ni rompiesen las lunas de sus negocios, y los violentos les increpaban: “Sois unos fascistas”. La pregunta que nos debemos hacer: ¿Quiénes son fascistas los dueños de los coches y de los comercios o los violentos? Hemos usado y abusado tanto del término ‘fascista,’ y éste ha tenido tanto éxito en el lenguaje de los insultos que algunos andan confundidos: aplauden a los violentos e increpan a la gente normal que lo único que quiere es vivir en paz con su pequeña tienda de pan y su utilitario para ir al trabajo.  Ya Oriana Fallaci, que había luchado seriamente –y no de pacotilla- contra el fascismo de Mussolini en su época, nos advirtió que había fascismos negros, azules, rojos y verdes. Y esto mismo es lo que estamos viendo ahora.

Lo que ya causa verdadero estupor es que algunos políticos se pongan al lado de los violentos y otros callen con inusitada cobardía. Quien  no denuncia la violencia solo porque la ejercen los que son de su equipo o de su partido, demuestran su catadura moral.

¿Estos políticos, a los que todos ponemos cara, hubieran sido así de condescendientes si la violencia la hubieran ejercido contra su chalet o su comercio, o si esta violencia procediera del otro extremo del arco político?  Creo que la respuesta la conocéis todos.

La violencia nunca puede ser la solución, porque la violencia siempre es el problema. Es fácil prender la mecha, pero no es fácil apagar el incendio.

Comparto con vosotros esta afirmación de Carolin Emcke contenida en su ensayo “Contra el odio”. Dice así: “El odio solo se combate rechazando su invitación al contagio. Esto significa que quien pretenda hacerle frente con más odio ya se ha dejado manipular, aproximándose en eso a los que quienes odian quieren que nos convirtamos. El odio solo se puede combatir con los que a ellos se les escapa: la observación atenta, la matización constante y el cuestionamiento de uno mismo”.

Y creo que esta triple receta es más necesaria que nunca en este país que aún llamamos España, donde con facilidad nos calentamos la boca y a continuación los puños. Es preciso observar atentamente, matizar constantemente y cuestionarse continuamente a uno mismo. La libertad de expresión es un derecho, pero tiene sus límites como todos los derechos. Y los límites de tu derecho es mi derecho, lo mismo que el límite de tu huerto es el surco donde empieza mi huerto. Estar a favor del derecho de expresión no significa estar a favor de la amenaza de muerte o de la incitación a la violencia.

Creo que toda esta violencia ha llegado porque, desde hace tiempo, se está creando un caldo de cultivo donde ejercer la fuerza se está convirtiendo en una especie de ‘normalidad’. Cuando esta violencia se ejerce, se obliga a la democracia a ponerse de rodillas. Nadie debe estar en contra de las manifestaciones, pero sí en contra de que rompan la luna de un negocio o un coche, destrocen los bancos donde se sientan los ancianos, quemen los contenedores de basura y ejerzan violencia contra los servidores del orden público, que son también los que  sacan las castañas del fuego en tiempos de pandemia y en tiempos de nevada.

Curiosamente, los violentos no son los pobres ni los descamisados de épocas pasadas. Muchos de ellos proceden de familias con recursos, han estudiado y han tenido una vida cómoda. Empezaron a radicalizarse como una pose y como parte de postureo de niños consentidos a los que les mola ‘la rebeldía y la revolución”.  Su conocimiento de los problemas del mundo procede de las redes sociales, y en ellas se iniciaron por el camino de haters (odiadores), porque “es divertido odiar”. Tienen motos, van a las playas, comen en bonitas terrazas y por la noche, azuzados por los políticos de su cuerda, salen a destrozar y a incendiar, algo que a determinados partidos les parecen ‘travesuras comprensibles”. En esa masa de violentos encuentran el sentido a sus vidas. Nadie les ha explicado lo que está bien y lo que está mal. Nadie les ha señalado nunca líneas rojas. A la mañana siguiente de sus gamberradas violentas, no tendrán que madrugar, irán a institutos o universidades, tratarán de imponerse sobre compañeros y profesores, a golpe de insulto y grito. ¿Cómo hemos llegado hasta aquí? ¿Y cómo parte de los políticos e incluso de los artistas puede reírles las gracias? Esto resulta incomprensible.

Me sorprende sobremanera el apoyo de tantos artistas a un rapero con letras  y tuits  incendiarios  e invitaciones tan palmarias al odio, a la violencia y al asesinato (“Que explote el coche de Patxi López / No me da pena tu tiro en la nuca, pepero / No me da pena tu tiro en la nuca, socialisto / Que alguien clave un piolet en la cabeza de José Bono / Prefiero grapos que guapos / Merece también un navajazo en el abdomen y colgarlo en una plaza”) por parte de tantos artistas, músicos, cineastas. Me gustaría saber si estos mismos artistas, creo que fueron unos doscientos, han condenado ahora con la misma rotundidad la violencia de las últimas noches.

Sorprende, además, que en una España que tan en serio se toma lo de la corrección política (ahora es impensable contar un chiste de negros, homosexuales, gitanos o mujeres. Baste pensar que una letra de José María Cano fue vetada en TVE porque hablaba de ‘mariconez’, y el mismo ¡José María Cano! Fue tachado de homófobo), y sin embargo tengamos tanta tolerancia para los violentos. Que este rapero reciba tanta solidaridad y tanta simpatía y que los etarras sean recibidos con palmas y aplausos en tantos sitios… da para pensar y para echarse las manos a la cabeza. En algunas conciencias se está incubando un contagio mucho más peligroso que el coronavirus. O quizás es que nuestra sociedad da muestras inequívocas de enfermedad moral.





sábado, 20 de febrero de 2021

Once sonetos del amor oscuro, de Lorca



El 17 de marzo de 1984, los once sonetos del amor oscuro de Federico García Lorca aparecieron publicados en su totalidad en las páginas de ABC. La repercusión fue mundial. Periódicos y revistas de los cinco continentes reprodujeron y comentaron la noticia literaria del poeta español más conocido del siglo XX. Fue Pablo Neruda, en su casa de Isla Negra (Chile), quien encarecidamente había suplicado a Luis María Anson, Director del ABC, que mediara ante la familia de Lorca para que estos once sonetos vieran la luz. La familia los guardaba celosamente. La familia sabía que estos poemas proclamaban, en perfectos sonetos, el amor homosexual de Federico. Y ejerció, durante cincuenta años, una autocensura implacable. Es verdad que algunos de estos sonetos, incompletos, corrían de mano en mano, plagados de errores.

Pero algunos de los amigos de Lorca sabían que existían y se los habían oído recitar. Para Pablo Neruda, los sonetos, que los había escuchado de la propia boca de Lorca, eran lo más hermoso que él había oído, algo sólo comparable a la gran lírica de San Juan de la Cruz o de Quevedo, de Garcilaso de la Vega o de Juan Ramón Jiménez.

Al final, Luis María Anson obtuvo el plácet de la familia de Lorca. Fue en ese momento, noviembre de 1983, cuando los mejores especialistas en Lorca recibieron un sobre anónimo con los once sonetos, para que emitieran su parecer e hicieran la crítica literaria. Desde ese momento, no se hablaba de otra cosa en el mundo literario hispano. Para muchos de ellos eran los mejores poemas de amor de nuestra lengua.

La fama de estos 11 sonetos no ha hecho más que crecer desde 1984. Tenían que haberse llamado “Sonetos del amor”, a secas, pero un verso de uno de los sonetos “Ay voz secreta del amor oscuro”, terminó por dar nombre a todos.

Fernando Lázaro Carreter escribía que “Reducir lo oscuro de los asombrosos sonetos lorquianos a la trivialización en que algunos caen, probablemente hubiera indignado a Federico”. A juicio de este escritor con "amor oscuro” Lorca se refería esencialmente al ímpetu indomable y a los martirios ciegos del amor, a su poder para encender cuerpos y almas, y abrasarlos como hogueras que se queman y destruyen de su propio ardimiento”.

Francisco Giner de los Ríos solicitaba a los lectores: “Dejemos a los Sonetos y a Federico quietos y erizados como enseñando en su mármol definitivo el temblor siempre nuevo que tienen” Y continúa: “Su corazón no era ciertamente alegre. Era capaz de toda la alegría del Universo; pero su sima profunda, como la de todo gran poeta, no era la de la alegría. Quienes le vieron pasar por la vida como un ave llena de colorido, no le conocieron. Su corazón era como pocos apasionado, y una capacidad de amor y de sufrimiento ennoblecía cada día más aquella noble frente. Amó mucho, cualidad que algunos superficiales le negaron. Y sufrió por amor, lo que probablemente nadie supo. Me leía sus Sonetos del amor oscuro, prodigio de pasión, de entusiasmo, de felicidad, de tormento, puro y ardiente monumento al amor, en que la primera materia es la carne, el corazón, el alma del poeta en trance de destrucción”.

Federico García Lorca (Granada 5 de junio de 1898 — 17 ó 18 de agosto de 1936) dominaba como nadie la técnica del soneto, dos cuartetos de endecasílabos y dos tercetos. Los dos primeros con planteamiento y nudo y los tercetos como reflexión y desenlace. Los poetas de la generación el 27 se dedicaron con entusiasmo a la escritura de sonetos. Herederos de Shakespeare, Petrarca, Garcilaso, Góngora o Rubén Darío, reivindicaban los sonetos como el perfecto vehículo de expresión literaria.

Tras su viaje a Nueva York, García Lorca volvió liberado de muchos fantasmas y complejos. Y además ya era un autor de éxito, como dramaturgo y poeta. A partir de entonces se vuelve más explícita su homosexualidad. Ya la ha asumido y no le asusta.

Desde la publicación de los 11 sonetos, e incluso antes, todos han querido conocer quién o quienes inspiraron estos sonetos inmensos. Y las hipótesis se disparan. Y las imaginaciones y fantasías crecen. Todos los estudiosos coinciden que algunos de ellos fueron inspirados por un estudiante de Minas, Rafael R. Rapún, secretario de la compañía teatral La Barraca. Un joven de 23 años. Pero Rapún -3R- como le llamaba Lorca es heterosexual y muchas veces le es infiel con mujeres. La tormentosa relación con Rapún encaja bien con el tono de los sonetos. Otros amores ‘oscuros’ que inspiraron a Lorca pudieron ser Juan Ramírez de Lucas, menor de edad en 1936 y, más tarde, un reputado especialista de arte. La familia, de momento, no ha permitido el acceso al archivo de Juan Ramírez. Y un tercero en disputa es Eduardo Rodríguez Valdivieso. Para algunos un amor literario, pero otros aseguran haber visto las cartas líricas y explícitas que se intercambiaron.

Pero intentar penetrar en la intimidad de un ser humano probablemente no conduce a mucho. El espíritu del poeta está hecho de recuerdos, sueños, ansias, deseos, lecturas, voliciones, circunstancias, estados de ánimo. Todo ello, en un instante de creación, cuaja y se produce el milagro de la perfecta belleza. Por muchos nombres que saquemos a luz, nunca estaremos en la verdad, porque un poema brota, no sólo por las vivencias personales de su autor, sino también gracias a la herencia lírica recibida de siglos. El producto final nunca es la suma matemática de las partes.

Un satisfecho Luis María Anson pudo escribir en aquel lejano 1984: “Los versos de amor que hoy manan de las páginas de ABC como de un hontanar renovado restablecen la verdad sobre imaginaciones desbordadas y ediciones piratas. Nos devuelven, además, la gran lección que brinda la poesía eterna, por encima de las ideologías políticas, a todos los que quieren, como Lorca, la España de la concordia y la conciliación”.











viernes, 12 de febrero de 2021

Edith Stein: "Esta es la verdad"

 


Fue a pasar unos días de verano a casa de sus amigos Theodor y Hedwig. Una tarde, sus amigos tuvieron que viajar a otra ciudad para un compromiso social. Edith Stein se quedó sola en casa. Después de cenar, se sentó en la biblioteca y tomo al azar uno de los muchos libros bellamente ordenados en los estantes. Era el Libro de la Vida de Teresa de Jesús. No pudo dejar de leer hasta acabarlo. Cuando leyó la última línea, se dijo: “Esta es la verdad”. Era el verano de 1921.

Treinta años antes, justo en el día del Yon Kippur judío (15-16 septiembre) había nacido en Breslau, Alemania (hoy Wroclaw, en Polonia) en el seno de una familia judía. A los dos años quedó huérfana de padre. Su madre, profundamente devota, no logró transmitir la fe a su hija que, a los 15 años, abandonó toda práctica religiosa. En los estudios empezó a destacar de manera sobresaliente. Dotada de una inteligencia brillante, pronto se decidió por los estudios filosóficos. 

En 1917 defiende ante Edmund Husserl (probablemente el filósofo más renombrado del momento) su tesis “Sobre el problema de la empatía”. La universidad de Friburgo le otorga el summa cum laude, impensable en la cátedra de filosofía y más impensable para una mujer. De hecho fue su condición de mujer lo que la impidió ser propietaria de una cátedra. Se convirtió en la asistenta de Husserl, cuya obra sobre la fenomenología (desplazar al sujeto como protagonista de la teoría del conocimiento y centrarlo en las cosas mismas, en el ‘fenómeno’ -que en griego significa ‘lo que aparece’- afirmando que el mundo existía con independencia de la conciencia humana), estaba cambiando la filosofía mundial.

Otro acontecimiento doloroso vino a sumarse a toda esa ebullición que se estaba produciendo en su interior: La muerte de su gran amigo, Adolf Reinach. Este hecho la  impresionó profundamente. Pero fue la actitud de su viuda, Pauline, a la que visitaba a menudo, lo que marcó un hito importante en su acercamiento al catolicismo. En la fe de Pauline en la vida eterna y en el consuelo que Jesús le ofrecía y la manera en que aceptó el misterio de la cruz, Edith descubre la existencia de un amor sobrenatural.

Entre 1916 y 1921, Edith Stein empezó a tomar contacto con el cristianismo. Leyó a San Agustín y a Ignacio de Loyola. Un día, cuando se encontraba visitando la catedral católica de Frankfurt, vio que entraba una mujer del mercado para hacer una breve oración ante el Santísimo: “En las sinagogas y templos que yo conocía, íbamos allí para la celebración de un oficio. Aquí, en medio de los asuntos diarios, alguien entró en una iglesia como para un intercambio confidencial. Esto no lo podré olvidar jamás».

Unos meses después de toparse con la Vida de Teresa de Jesús,  recibe el bautismo en el seno de la Iglesia Católica. Era el 1 de enero de 1922. La prueba más dura para ella fue comunicárselo a su madre, una ferviente judía, en un momento en que el antisemitismo crecía como un incendio, y no solo en Alemania. Inteligente, brillante y disciplinada, Edith Stein no para de escribir, de leer y de dar conferencias u organizar los escritos de Husserl, y eso desde las seis de la mañana hasta las 12 de la noche. Pero los tiempos turbulentos están llegando y el poder nazi hace sentir cada vez más su bota de hierro sobre la Universidad. Las destituciones están a la orden del día, lo mismo que la prohibición total de publicar libros o dar conferencias para los intelectuales judíos. Ella tiene que abandonar sus aspiraciones universitarias y dar clase en colegios católicos. En sus escritos y en sus conferencias, defiende, con su lúcida inteligencia, el papel de la mujer en la sociedad. La situación del pueblo judío la llena de angustia. Escribe al Papa para que condene la persecución contra los judíos.

En 1933, privada, como judía, del derecho a enseñar y a hablar públicamente, Edith pide entrar en el convento carmelita de Colonia. Cambia su nombre por el de Teresa Benedicta de la Cruz. Tiene 41 años. En el convento, animada por sus hermanas, prosigue sus estudios y escritos filosóficos. Allí dio fin a su libro Ser finito y ser eterno, que no pudo publicar por las prohibiciones judías. Estaba en el convento cuando se organizó el plebiscito para decir ‘sí’ a los plenos poderes del Fuhrer. Ella no tenía derecho a voto por no ser aria, pero, a la caída de la tarde, dos funcionarios del Reich se presentaron en el convento de Colonia, echando de menos su voto. Juzgó entonces prudente no revelar su condición judía, lo que hubiera sido temerario, pero no se recató de decir: “Si estos señores conceden tanto valor a mi ‘no’, yo no puedo rehusárselo”, y fue a votar.

A finales de 1938, ante el cariz que estaba tomando la política en Alemania, Edith Stein se traslada el convento carmelita de Echt, en Holanda. Allí la alcanzará su hermana Rosa, también carmelita. Poco después redacta su testamento, como un presentimiento de lo que la esperaba. En él imploraba al Señor que tomara su vida “por la paz del mundo y la salvación de los judíos”. Cada día es más consciente de pertenecer a un pueblo, el judío, que está siendo torturado y eliminado. Holanda es invadida. Los obispos holandeses publicaron una carta para ser leída en todos los púlpitos de Holanda. En contra de las autoridades del país, condenaban los actos antisemitas e invitaban a los católicos a proteger a los judíos. Pocos días más tarde, como venganza, empezó el arresto de los ‘judíos de religión católica’. El 2 de agosto de 1942, Edith Stein y su hermana fueran arrestadas por la Gestapo. Desgarrada por el dolor, la abadesa gritó: “Que Dios sea testigo de la violencia que se nos hace”.

Compartió vagón de tren con otros tantos desdichados. Y las dos hermanas solo pudieron consolar a los niños que iban con ellas, sufriendo idéntica vejación. Al llegar a Auschwitz la marcaron con el número 44.074. El 9 de agosto, Edith Stein, su hermana y otros muchos fueron conducidos a un barracón ‘para ducharse”. En pocos minutos el gas cianhídrico acabó con sus vidas.

Una madre, superviviente del campo de concentración dio testimonio de ella: “Había una monja que me llamó especialmente la atención y a la que jamás he podido olvidar: una mujer, con una sonrisa que no era una simple máscara, sino que iluminaba y daba calor. Era la imagen de una mujer algo mayor, con aspecto juvenil, de una pieza, auténtica y verdadera. En una conversación dijo ella: “El mundo está lleno de contradicciones; en último término nada quedará de estas contradicciones. Solo el gran amor permanecerá. ¿Cómo podría ser de otra manera?”.

Juan Pablo II la beatificó, canonizó y la nombró Patrona de Europa: “Una hija de Israel, que durante las persecuciones de los nazis permaneció unida en la fe y el amor al Señor Crucificado, Jesucristo, como católica, y con su pueblo como una judía”

Cuando fue arrestada y conducida a la muerte, Edith Stein estaba trabajando en un nuevo libro ‘Ciencia de la Cruz”, una profunda reflexión a partir del pensamiento de Juan de la Cruz. Queremos imaginar que entró en la ‘noche oscura’ de la mano de este frailecillo y, con él, pudo decir: “Ave Crux, spes única”.







sábado, 6 de febrero de 2021

La piedra en el bolsillo


Son las ocho de la tarde. J., después de trastear un rato en la cocina, entra en mi habitación y me ofrece un té con leche con una pasta que esta misma mañana, casi primaveral, he comprado en la panadería de Renedo.  Recorro muchos sábados la Senda que transcurre al lado del cauce de la Esgueva. A veces para evitar el trasiego de caminantes, corredores, ciclistas y paseadores de perros, tomo el desvío del Canal del Duero, un trayecto algo más largo, pero mucho más solitario y silencioso, algo que cada día me parece más una opción gourmet o gran reserva.

El tráfico rodado, por imposición del toque de queda, ha cesado casi totalmente. Un arpegio suave de lluvia en la persiana del estudio.  Como contrapunto a estos sonidos primigenios, la música gregoriana, concretamente el himno de Santo Tomás de Aquino, Adoro te, devote. Basta cerrar un momento los ojos para sentirme transportado a una capilla medieval donde unos monjes entonan con singular cadencia este hermoso canto compuesto hace muchos siglos.

La música sigue, suave pero envolvente, y yo tomo en mis manos un artículo del profesor de la Universidad del País Vasco, Samuel Gallastegui: “¿Qué hacer con las piedras o la ira creativa en la era del linchamiento?”

El autor cree que “el origen de todas las injusticias es creerse mejor que otra persona, o más aún, creer que por ello tenemos derecho a castigarla. Eso nunca ha cambiado la historia, sólo ha dejado montañas de piedras ensangrentadas sobre las que no se puede construir nada”.

Basta constatar –sigue diciendo- cómo a las entradas y salidas de los juzgados siempre se agolpa un buen número de personas que insultan a los condenados. A veces, y esto es lo que más llama la atención, esas personas no conocen ni de lejos a los acusados. Son personas que, a través de los medios de comunicación o de las redes sociales, siguen con avidez los crímenes o los delitos fiscales, se sienten indignados, y desahogan su rabia y su ira con gritos, con insultos, amenazas y maldiciones.

En las redes sociales ocurre algo parecido.  Una noticia, por ejemplo un asesinato o una corruptela política, que ocupa unos minutos de un telediario o de un programa de escaso rigor judicial, desencadena condenas exaltadas y juicios severísimos. Sumarios de cinco mil pico folios, resumidos en una noticia de dos minutos, ya nos da derecho a juzgar implacablemente y a  erigirnos en abanderados de la moralidad, la honradez y la ética. En el fondo, esos insultos son una manera de declararnos mucho mejores que el encausado, imputado o condenado, ya sea el marido maltratador o el político corrupto.

Hay algo que se nos olvida con facilidad y es que la Justicia enjuicia y condena los actos de una determinada persona, pero no a la persona. No se juzga a Pepe, sino lo actos constitutivos de delito que Pepe cometió en un momento determinado y solamente en ese momento. Concepción Arenal decía “Odia el delito y compadece al delincuente”, que es traducción memorable de “odiar el pecado, pero no al pecador”.

“Lo que queremos erradicar de la sociedad son los crímenes y los actos injustos, no a las personas que los cometen”, asegura Gallástegui. A una persona se la enjuicia por un acto, pero no por toda una vida. Alzarnos, con ofuscación, en implacables jueces del otro no nos convierte en mejores personas, sino solamente en despiadados.

A veces se tiene la sensación de que nuestros bolsillos están cargados de piedrecillas, por si se presenta la ocasión propicia. Las tenemos siempre a mano, listas para lanzarlas a la primera fechoría que cometa alguien. En estos tiempos de ‘moral cambiante’ es peligroso llevar piedras en los bolsillos. Por poner un ejemplo banal: hace unas décadas, en no pocos ambientes, se consideraba inmoral que una viuda o una hija no llevara luto por su marido o su padre. Y siempre había personas dispuestas a la lapidación social, así fuera en forma de acerba crítica o despellejamiento. Hoy sucede justo lo contrario. Y si una mujer se pone de luto, más allá del día del entierro,  ya se la tacha de antigua, rancia o cucaracha.

Si hace unas décadas, uno se declaraba a favor del aborto o de la homosexualidad se le acusaba de mal nacido y se le ponía de vuelta y media. Hoy, por el contrario, si alguien se muestra en contra del aborto o de la homosexualidad, se le sigue tachando de carca, machista o facha.

No hemos cambiado mucho. Samuel Gallástegui propone –y yo estoy de acuerdo- que si en lugar de arrojar piedras cada vez que alguien nos parece inmoral, criminal, corrupto, sinvergüenza, nos dedicásemos a construir algo positivo y bueno con esas piedras, cambiaría nuestro entorno y cambiaría nuestra comunidad.

Las piedras pueden dilapidar a una persona, pero pueden servir para empedrar el camino que nos lleve al encuentro con personas que la ley, la sociedad o nosotros mismos hemos condenado. Quizás no son tan diferentes de nosotros. Quizás nosotros no somos tan buenos como nos creemos. A lo mejor han vivido en otras circunstancias, han recibido malos ejemplos, han tenido un momento de debilidad. A lo mejor, simplemente, lo suyo no es ni siquiera inmoral ni equivocado, simplemente son nuestros ojos los que lo ven así, porque la ‘moral cambiante’ de la sociedad así lo impone.

La música ha seguido sonando mientras yo escribía esto. Creo que se ha repetido la melodía varias veces. Pero justo cuando estoy intentando poner punto final a estas líneas, suena este verso del canto de Santo Tomás: “Peto quod petivit latro poenitens” (pido lo que pidió el ladrón arrepentido). No hay mejor verso para acabar esta reflexión.

miércoles, 3 de febrero de 2021

El emperador melancólico


El único grupo ecuestre en bronce de época romana que ha llegado hasta nuestros días es el del emperador Marco Aurelio. Hasta hace no muchas décadas presidía la Plaza del Capitolio en Roma. Hoy se encuentra en el interior de los Museos Capitolinos, aunque una copia aún permanece en la famosa plaza romana que urbanizara Miguel Ángel.

El resto de espléndidos bronces fueron fundidos o destruidos. La estatua de Marco Aurelio a caballo, quizás, pudo salvarse porque, erróneamente, se pensó que representaba a Constantino, el emperador que permitió a los cristianos expresar abiertamente su fe.

Marco Aurelio, el emperador filósofo, el pacificador romano, es el autor de Meditaciones, un libro que recoge las reflexiones de este hombre bueno al que le tocó ser emperador. Las Meditaciones de Marco Aurelio siguen siendo reeditadas año tras año y han sido libro de cabecera de muchos hombres estoicos que han poblado esta Tierra.

Ernest Renan, le dedica hermosas páginas en su Historia de los Orígenes del Cristianismo. Nos dice que el Emperador Melancólico “soportaba la vida sin placer, pero sin rebelión, resignado  al destino que la naturaleza le había reservado. Cumplía sus deberes cotidianos con el pensamiento continuamente dirigido a la muerte. Su sabiduría era absoluta y, por tanto, su aburrimiento no conocía límites. La guerra, el teatro, la corte le cansaban, pero hace bien todo lo que hace, porque lo hace por deber. Faustina, su mujer, fue una fuente de continuas tristezas para el emperador. La providencia, que trabaja para hacer perfectos a las personas más nobles, le reservó las dos peores pruebas: una mujer que no le comprendía y un hijo cruel. Las máximas filosóficas, las virtudes austeras, la eterna melancolía, la aversión por la vida cortesana del marido  aburrían soberanamente a Faustina, caprichosa, ardiente y bella”.

El emperador comprendió la situación y sufrió. En los teatros se le tachaba de cornudo, y los actores proclamaban los nombres de los amantes de Faustina. Marco Aurelio no hizo caso alguno a la chismorrería. Y para él siempre fue “la amantísima y fidelísima esposa”. El emperador nunca desmintió su principio absoluto de ver las cosas como deberían ser y no como son.

Pero la prueba más terrible fue su hijo Cómodo. Por una broma cruel, el destino dio al mejor de los emperadores un estúpido atleta, únicamente capaz de ejercitar el cuerpo. Un joven soberbio, un feroz carnicero al que le encantaba matar.

La nulidad mental de Cómodo le valió el odio de las personas inteligentes que rodeaban al padre y le puso en brazos de amigotes abyectos de la peor calaña que hicieron de él uno de los más grandes monstruos de la antigüedad romana. El emperador era consciente de ser el padre de un nuevo Nerón o un nuevo Calígula.

El emperador se siente solo con su filosofía que ya nadie comparte a su alrededor. Y sólo sueña con irse discretamente de la escena de este mundo. Alcanza la bondad perfecta, la indulgencia absoluta, la indiferencia templada por la piedad y el desdén. El deber del sabio consiste en “pasar la vida con resignación en medio de hombres mentirosos e injustos”.

Los últimos meses del santo emperador transcurrieron en las interminables guerras del Danubio, en las cercanías de Viena. Una enfermedad contagiosa en la zona atacó al emperador. Fue consciente de que su fin estaba próximo. Hizo llamar a su hijo Cómodo para darle las últimas recomendaciones y consejos. Sabía que no serían ni escuchadas ni admitidas, pero hasta el último instante quiso cumplir religiosamente su deber. Cómodo permaneció escasos minutos en presencia del emperador, en parte porque este no quería contagiarlo y en parte porque su presencia le resultaba odiosa. Recibió también a sus más íntimos colaboradores en la tienda de campaña y les indicó que la muerte no tenía ninguna importancia y les pidió que cesasen en sus lágrimas.  

Presentó a su hijo Cómodo a los soldados, y solo el arte de soportar con calma los atroces dolores le permitieron mantener, en ese cruel momento, un rostro tranquilo. Después entró en su tienda, se cubrió la cabeza como para dormir. Y expiró. Cuando los soldados conocieron la noticia, se mostraron inconsolables. Cómodo dio sus primeros pasos como el emperador zafio y cruel que sería. El pueblo empezó a entender la grandeza y la santidad del emperador filósofo. Era mediados de marzo de año 180 de nuestra era.

El autor de la famosa escultura ecuestre en bronce lo retrató con los rasgos de los filósofos griegos cuyos bustos aún podemos admirar en los museos: la mirada melancólica, el gesto reflexivo, la suave autoridad; la vestimenta austera, sin armas ni armadura, manifiesta su voluntad de gobernar el imperio con la menor violencia posible; la mano levantada indica su deseo de pacificar a los distintos pueblos. Quizás esa misma mano levantada es una invitación a hacer silencio, y a escuchar meditadas palabras como las que él escribió: “no ser esclavo ni tirano de ningún hombre”.







domingo, 31 de enero de 2021

Silencio, quietud, lentitud y contemplación

 



En una entrevista al sociólogo portugués Boaventura de Sousa Santo decía esta frase que me ha hecho pensar: “El virus es un pedagogo que nos intenta decir algo. El problema es saber si vamos a escucharlo”.

Podemos estar angustiados por el preocupante ascenso de los contagios, por los datos de hospitalizados y muertos, por unas rutinas diarias trastocadas desde que en el mes de marzo de 2020 la pandemia hizo una abrupta irrupción en nuestras vidas. Pero, en medio de la adversidad, podemos preguntarnos qué nos quiere enseñar este virus o que podemos aprender nosotros, lectores de la realidad que nos toca vivir.

El virus nos muestra, tal vez con descarnada rotundidad, la fragilidad de nuestras existencias. Las creíamos sólidas, consistentes, programadas hasta el mínimo detalle, y felices. Eran unas vidas seguras y aseguradas.  Y sin embargo, la pandemia, vino a darnos de tortas, desprogramó nuestras agendas, y nos lanzó a la intemperie. La tremenda fragilidad de nuestra carne, que hoy está sana y mañana está enferma. La tremenda fragilidad de nuestra mente, que hoy está eufórica y mañana se siente desangelada.

De repente, nada puede ser planificado. No sabemos si podremos acudir al cumpleaños de nuestro amigo, ir a la boda de nuestro hermano, visitar a nuestro padre en su pueblo, salir de la ciudad para un día de excursión, continuar con el taller de música, hacer deporte o simplemente tomar un café en el bar de la esquina. Nada ya es programable. Las restricciones son de hoy para hoy.

Carpe diem. Lo repetíamos a menudo. Éramos la generación del carpe diem. Decíamos a menudo lo de vive el momento, vive la vida, pero en el fondo estábamos diciendo: sueña con las vacaciones de verano, prepara la comida del próximo domingo, planea la fiesta de cumpleaños del mes que viene, organiza el viaje para conocer tal ciudad el puente de mayo. Y de repente no podemos contar con estos “disfrutes de futuros”. De repente, se nos obliga a cambiar nuestros esquemas. Tenemos que desaprender, desprogramarnos. Ya sólo contamos con el presente más presente, con el instante más instantáneo. Por primera vez nuestra generación no puede conjugar el futuro (en tiempos de guerra, tampoco existía el futuro). Este es el tiempo del aquí y del ahora: un breve paseo, una taza de café, escuchar música, llamar por teléfono a un familiar, preparar un dulce o un plato de pasta para tu pareja, leer un libro que dormía hace tiempo en la estantería… Todas cosas sencillas, humildes, mediocres.

Pero no podemos instalarnos en la queja y en la pesadumbre. ¿No nos querrá decir, acaso, este virus que estábamos marchando a una velocidad endiablada? ¿No éramos especialistas en llenar nuestro ocio y tiempo libre con talleres, aprendizajes, viajes, compras, experiencias? ¿No queríamos probarlo todo, saberlo todo, explorarlo todo, sentir todo? ¿No eran nuestras vidas una especie de carrera por entrar en el libro Guinness, tantos viajes, tantas excursiones, tantos restaurantes, tantos centros comerciales, tantos países, tantos fines de semana? Cada momento del día, de la semana o del mes tenía que ser ocupado por un sinfín de actividades, porque, si no, el aburrimiento y el tedio nos engullían. Queríamos estar en todos los sitios a la vez, tener mil experiencias cada verano, comer todos los platos y beber todas las botellas. Lo queríamos todo y lo queríamos ya.  Y ahora el barco de nuestra ‘dolce vita’ está varado, encallado en el arenal de un virus que nos zarandea y golpea con inusitada violencia.

¿No será este virus el que nos esté invitando a estas cuatro cosas: silencio, quietud, lentitud y contemplación?  ¿Podemos huir del ruido exterior e interior? ¿Podemos pararnos, detenernos, ralentizar nuestro día a día, aquietar nuestras prisas? ¿Podemos conjugar el hacer con el mirar, admirar y contemplar? ¿A qué conduce un activismo sin reflexión?

La naturaleza, en su insondable sabiduría, es una llamada a la lentitud, una convocatoria a la espera, a la paciencia, a la quietud, al descanso. ¡Qué silencio¡ ¡Qué espera! ¡Qué quietud y qué lentitud hasta que la semilla brota y da fruto¡

El coronavirus no es un castigo divino. Si acaso, el azar trágico que golpea de vez en cuando a la humanidad. Una tragedia desconocida para nuestra generación que no había conocido guerras ni cataclismos apocalípticos. El coronavirus –aseguran algunas voces- es una llamada de atención ante la sobreexplotación de la tierra sin conciencia y ante una manipulación genética sin ningún código ético. Yuval Noah Harari, una mente bastante lúcida, ha escrito que “nos esperan cosas mucho peores que la Covid-19, si no tratamos el problema medioambiental. La gran tormenta económica todavía está por llegar. No hay liderazgo y me da la impresión de que no hay ningún adulto en la sala”.

Preguntarnos qué nos quiere decir la pandemia y qué nos invita a cambiar de nuestras enloquecidas existencias es un acto de inteligencia. La pandemia, con sus dolorosas secuelas, no es ningún bien deseable, ni ninguna invitada a la que haya que dar la bienvenida. Pero, puesto que está aquí, y puesto que el ser humano es el único animal que se hace preguntas, podríamos aprovechar la coyuntura para plantearnos algunas cosas y para aprender alguna lección de esta peste y de esta guerra.  

domingo, 24 de enero de 2021

Eichmann en Jerusalén: la banalidad del mal.


 


Adolf Eichmann fue un alto funcionario del Tercer Reich, directamente encargado de la deportación de miles de judíos camino de los campos de concentración, de memoria y nombres infames. Cuando los ejércitos aliados llegaron a Alemania, pudo escapar del país, con nombre y pasaporte falsos. Se instaló en Argentina. En 1960, los servicios secretos de Israel lo raptaron en Buenos Aires y lo condujeron a Jerusalén para juzgarlo por genocidio.

Hannah Arendt  era una filósofa y escritora alemana, de origen judío, que tuvo que exiliarse de su patria. Marchó a Estados Unidos. Y trabajaba para el periódico The New Yorker. Fue este diario quien la envió como corresponsal al juicio que se celebraría en Jerusalén.

Pero Hannah no se limitó a enviar las crónicas a su periódico sino que se entregó, con su penetrante inteligencia, a intentar comprender lo que estaba pasando en el juicio y lo que había pasado en toda Europa desde que la bandera del antisemitismo había empezado a ondear en tantas naciones, y especialmente desde que, con las Leyes de Nuremberg del gobierno de Hitler, comenzó la discriminación y la hostilidad a los judíos, terminando muchos de ellos en las cámaras de gas.

Hannah fue la juez imparcial, en un ambiente, Jerusalén, donde casi nadie lo era. De su búsqueda y de su intento por comprender la globalidad del ‘asunto judío’ surgió un libro Eichman en Jerusalén. Casi sesenta años después de su publicación, ha caído en mis manos.

Hannah Arendt acuñó el término ‘banalidad del mal’, que después se ha convertido en una expresión capital del pensamiento moderno para indicar esa falta absoluta de conciencia a la hora de obrar el mal. Los actos más abyectos fueron ejecutados por “personas normales” que nunca sintieron que estaban haciendo algo malo. Ellos se limitaron a cumplir órdenes: estampar un sello, pulsar un botón, conducir un tren, elaborar unas listas… todas acciones aisladas. Pero nunca se preguntaron dónde terminaban esas acciones banales y cuáles eran sus resultados. Muchos de los criminales nazis (en el mundo comunista se dieron otros tantos) eran padres ejemplares y cariñosos, esposos atentos, personas cultas e instruidas que se emocionaban con Bach o Wagner, cuidaban a sus mascotas, eran encantadores con sus amigos en las excursiones por las montañas …

Eichmann fue uno de esos practicantes de la banalidad del mal. Cuando lo detuvieron, orgulloso, dijo a sus raptores: “Soy efectivamente Adolf Eichman”. En todo momento se declaró inocente. Él siempre había sido un funcionario obediente, ejemplar. Y no se arrepentía en absoluto de haber sido un cumplidor a rajatabla de la promesa realizada al entrar en el mundo nazi: “Yo sólo me dedicaba a organizar el transporte de judíos”.

Las dos ideologías odiosas del siglo XX (nazismo y comunismo) produjeron, como un fruto amargo, esta banalidad del mal. Hacer el mal es un acto banal, como tomarse una copa de vino, lustrarse los zapatos o pasear al perro. ¿Cómo fue posible llegar a hacer el mal con tanta ligereza, con tanta banalidad? A esta banalidad del mal se llega cuando una ideología política se convierte en un asunto de fe ciega. Cuando se idolatra tanto a un líder y a una idea, individuos y masas son capaces de jurar obediencia sin peros y sin fisuras. Para convertir el mal en pura banalidad fue suficiente con extirpar la conciencia personal, anular cualquier sentido de empatía o compasión hacia el otro y con no preguntarse jamás a dónde conducen mis actos, por muy pequeños que sean. Y muchos asintieron sin más, y sin hacerse preguntas.

El extenso informe de Hannah Arendt buceó también en las aguas turbias de la historia y del corazón humano. Y por ello fue vapuleada y criticada. Cuando Alemania fue derrotada, muchísimos alemanes confesaron que, ocultamente, sentían compasión por las víctimas del Holocausto, que ellos nunca aprobaron las políticas y las ideas de Hitler… Hannah demostró que no era cierto: Hitler se sintió arropado por la mayoría de su pueblo. Y todo el mundo miró para otra parte para no ver lo que era obvio a todas las luces. Hannah también arrojó luz sobre las muchas sombras del sionismo en Alemania que, al principio, no ocultó su simpatía por el discurso reivindicativo y patriótico de Hitler. Asimismo, desenmascaró a los Consejos Judíos nombrados por el régimen nazi para hacerse cargo de los asuntos cotidianos que afectaban a todos los judíos. Hay una frase terrible: “En su largo viaje a los campos de concentración, los judíos se encontraban con pocos alemanes”. Eran judíos los que elaboraban listas, conducían a los prisioneros, hacían funcionar las cámaras de gas y distinguían entre judíos alemanes o judíos polacos, judíos combatientes y judíos apátridas. Un capítulo negro dentro de la historia negra de la Shoah.

Eichmann, impertérrito a lo largo de todo el proceso, incapaz de comprender porque se le estaba juzgando, fue condenado a pena de muerte en un juicio con muchas sombras desde el punto de vista de la legalidad internacional. Sirvió, eso sí, para hacer memoria del mayor pogromo sufrido por el pueblo judío. Los numerosos testigos, llegados de media Europa, fueron desgranando su calvario de privaciones, humillaciones, heridas y sufrimientos. Eran los escasos supervivientes de un sistema perverso que se puso como objetivo una “Europa sin judíos”.

La conclusión de Arendt es que Eichmann era “un hombre normal, terriblemente normal”, un hombre sin sentido ninguno de la trascendencia, que se había entregado totalmente a una ideología en la que la exterminación judía era parte del programa. Y a este programa, sin pensárselo y sin sentir ningún odio especial por los judíos (algo que el acusado repitió machaconamente), se entregó metódica y totalmente. Una entrega ciega a una ideología que había trocado el “No matarás” por el “debes matar”

Eichmann se dirigió con gran dignidad al patíbulo, después de haber solicitado una botella de vino. Declaró con énfasis que él era un Gottfläubiger (término nazi para indicar que no era cristiano y que no creía en la vida sobrenatural). Luego prosiguió: “Dentro de muy poco, caballeros, volveremos a encontrarnos”. Y la autora concluye: “Fue como si en aquellos últimos minutos resumiera la lección que su larga carrera de maldad nos ha enseñado, la lección de la terrible banalidad del mal, ante la que las palabras y el pensamiento se sienten impotentes”.







domingo, 17 de enero de 2021

Oriana Fallaci: rabia y orgullo

 




Era una adolescente, casi una niña, cuando iba y venía por las calles de Florencia con un capazo. Debajo de las coles, las zanahorias y las lechugas, transportaba bombas y municiones para la Resistencia contra el fascismo durante la Segunda Guerra Mundial. Su padre, un albañil, un partisano muy activo alistado a la Resistencia, la había educado desde pequeña como a un hombre que no debía tener miedo a nada ni a nadie. Al acabar la guerra, fue condecorada como un soldado valiente. Tenía 16 años. Estamos hablando de Oriana Fallaci (1929-2006).

Estudió medicina, pero finalmente se dedicó al periodismo. Cubrió la muerte de Martin Luther King, la de Robert Kennedy  y la matanza en la Plaza de las Tres Culturas de México en 1968, “una masacre peor de las que he visto durante la guerra”. Fue durante esa refriega de la policía contra los estudiantes donde fue herida. Se la dio por muerta y se la condujo a la morgue, pero el capellán, al rezar el responso, se dio cuenta que movía los dedos. Escribió también sobre la llegada del hombre a la luna. Fue la primera mujer corresponsal de guerra, cubriendo la guerra de Vietnan, en la que se mostró igual de crítica con los estadounidenses y con las tropas locales.

Oriana fue la escritora que se dio cuenta de esas contradicciones de la juventud hippy, a la que llegó a ridiculizar: “El vandalismo de los estudiantes burgueses que osan invocar al Che Guevara, pero que viven en casas con aire acondicionado, van a la escuela con el todoterreno de papá y al night club con la camisa de seda”.

En agosto de 1973, Alexandros Panagoulis salía de la cárcel griega donde había permanecido por su oposición a la Dictadura de los Coroneles. Oriana Fallaci se acercó para entrevistarle. Se enamoraron perdidamente, y juntos permanecieron hasta que un sospechoso accidente automovilístico acabó con la vida de Alexandros en 1976 (a él le dedicaría la novela Un hombre). Juntos habían investigado la muerte del poeta y cineasta Pier Paolo Pasolini, y habían señalado “que no era una muerte pasional sino un asesinato con móvil político”, algo que aún hoy no se ha esclarecido. Oriana y Alexandros perdieron al hijo que esperaban, y de esta experiencia traumática, surgió Carta a un niño que nunca llegó a nacer. Vendió cuatro millones de ejemplares.

Después vendría el libro Entrevista con la Historia, en la que recoge entrevistas a personalidades de medio mundo. El Dalai Lama, Gary Grant, Husein de Jordania, el arzobispo Makarios, Golda Meir, su amado Alexandros Panagoulis, Sean Connery, Yasser Arafat, Reza Pahlevi, Federico Fellini, Haile Selassie, Henry Kissinger, Indira Gandhi, Willy Brandt, Deng Xiaoping, Leoplodo Galtieri (a quien llamó directamente "torturador"), Gadafi o Jomeini (a quien acusó de tirano, a la vez que se quitaba el chador que le habían obligado a vestir para hacer la entrevista),  se sometieron a las preguntas aceradas de la más importante periodista de la época.

En 1991 fue enviada a la Guerra del Golfo, última vez que Fallaci trabajó como reportera de guerra. Luego la escritora se retiró a Nueva York, asqueada por una Italia y una Europa del buenismo y de lo políticamente correcto. Se convirtió en una exiliada de su propia patria a la que ya no podía entender. Pero los atentados de las Torres Gemelas en septiembre de 2001 la sacaron de su monacato de Manhattan, de un silencio que duraba ya 10 años. Volvió a la palestra pública, una irrupción atronadora y clamorosa, mediante un artículo publicado en el Corriere della Sera, La rabia y el orgullo. Un largo artículo en el que clamaba contra una forma equivocada de entender la tolerancia por parte de Europa, la multiculturalidad, el diálogo con un islamismo que, según ella, desprecia los valores, la cultura, la religión, la laicidad, los derechos de la mujer, propios del mundo occidental.

Ella que había sido toda su vida una furibunda anticlerical y una atea activa, se declaraba, en esta hora trágica de la historia, una “cristiana atea”. Bramaba contra el buenismo occidental y la ceguera de una Europa ridícula que no quiere ser acusada de racista o xenófoba: “Nuestro primer enemigo no es Bin Laden ni Al Zarqaui, es el Corán, el libro que los ha intoxicado”.  Y consideraba una broma de mal gusto comparar a Cristo con Mahoma: "Alá es un Dios patrón, un Dios tirano, un Dios que en los hombres ve a sus súbditos y sus esclavos. Un Dios que, en vez del amor, enseña el odio, que a través del Corán llama perros infieles a los que creen en otro Dios y manda castigarles, subyugarles, matarles. ¿Cómo se puede poner en el mismo plano al cristianismo y al islamismo?, ¿cómo se puede honrar de igual manera a Jesús y a Mahoma?"

La rabia y el orgullo, el panfleto y alegato contra la decadencia de Occidente y la tolerancia hacia el Islam, encendió todas las iras y todas las críticas contra la periodista italiana. Radical, racista, xenófoba, fascista… Fue denunciada por particulares, ongds, asociaciones y hasta tres gobiernos (entre ellos el francés) “por incitación al odio racial y frases ofensivas para el Islam y los que practican esta religión”. Pero ella ya estaba desbocada. Y fiel a la consigna de no tener miedo ni a nada ni a nadie, siguió presentando batalla contra todo y contra todos (izquierdistas de pancarta, feministas críticas con el catolicismo y tolerantes con el islamismo, la propia Iglesia Católica y sus asociaciones caritativas, las autoridades europeas). Las amenazas y los insultos llovieron sobre Oriana: “Ojalá tengas un cáncer”. Y ella, impertérrita, contestaba: “Ya lo tengo” (como así era, de pulmón). “Ojalá te mueras”,  y ella contestaba: “No tardaré”.

Al final de su vida, sólo decía sentir admiración por la inteligencia clara y la búsqueda de la verdad de un hombre: Benedicto XVI. Llegó a entrevistarse con él en Castelgandolfo, aunque nunca se supo de qué habían hablado. En una de sus últimas declaraciones a la prensa, Fallaci aseguró: "Me siento menos sola cuando leo los libros de Ratzinger".

En 2006, muy enferma, quiso volver a su Florencia para morir, a las calles que la habían visto de adolescente, paseando, arriba y abajo, con su capazo de verduras y bombas de mano. ¿Fue la radical xenófoba y la racista incendiaria  o la Casandra que ve un futuro de nubarrones que nadie quiere ver en esta Europa desnortada?








domingo, 10 de enero de 2021

Otro tipo de paternidad



La inmensa maquinaria del mundo produce tanto ruido que difícilmente somos capaces de fijarnos en las personas que obran el bien en silencio, pero cuya bondad, si faltase, la echaríamos en falta.

San José es el personaje más silencioso del evangelio. Tan discreto que los cristianos tardaron siglos en percibir su grandeza. El arte cristiano, que refleja siempre la fe en un momento determinado de la historia, se ocupó muy tardíamente de él. Y las primeras veces que lo hizo, por ejemplo en las escenas del nacimiento, lo representó en un segundo plano, casi escondido, insignificante, una figura perdida en el escenario en que María y el Niño brillaban con luz propia.

Y este recuerdo a San José me viene ahora a la cabeza porque acabo de leer que el Papa ha decidido que el 2021 sea el Año de San José, un hombre, aparentemente, de escasa biografía, cuya vida y hechos caben en una línea.

Un modesto carpintero de Nazaret se queda prendado de una hermosa joven, pero antes de convivir con ella, descubre que espera un hijo. Y sin embargo –misterios del corazón humano- decide seguir adelante con sus planes de formar una familia. Y renuncia a repudiarla públicamente. ¿Confianza ciega en la joven María que le asegura que no ha conocido varón? ¿Amor sin fisuras hacia esa mujer en cuyos ojos bondadosos él se ha visto reflejado? ¿Fe sin peros en el Dios de sus padres que invita a la misericordia y a la clemencia? En el Evangelio, se nos dice que José tuvo ‘sueños’, que es la manera poética para indicarnos que este hombre tomó decisiones después de escuchar la propia conciencia.

El Nuevo Testamento se inicia con la genealogía de Jesús que nos proporciona el evangelista Mateo. Genealogías tan caras a los orientales y a las estirpes regias.  Abrahán engendró a Isaac y así sucesivamente, generación tras generación… Jacob engendró a José, el esposo de la Virgen María, de la cual nació Jesús. La genealogía se interrumpe abruptamente en José. José es el varón que no engendra. En José, la genealogía se hace trizas. Y aquí termina el antes de Cristo y empieza el después de Cristo. Muere el antiguo pueblo de Dios, al que se pertenecía por la sangre y el semen de la raza,  y nace el nuevo pueblo de Dios, al que se pertenece por el espíritu de amor. La genealogía se interrumpe en José. La paternidad no se otorga a José por la sangre sino por el amor y la ternura. Una paternidad distinta. Lo que crea paternidad es la protección, el cuidado, el cariño, la custodia, el consejo, la guía, el ejemplo…

El gran silente del evangelio, el hombre que ha renunciado a la semilla de su cuerpo, el hombre que alimenta, cuida, protege y mece en sus brazos a un Dios es el más insignificante de los hombres nacidos entre los judíos. Ni rey, ni profeta, ni sacerdote.

El hombre que obedece a su conciencia y que, con su conducta, abole la ley judía que permitía al varón denunciar cualquier conducta ‘no ejemplar’ de la mujer. José es el hombre que afronta el camino de los refugiados a Egipto para no poner en peligro la vida de un hijo que no es suyo, pero al que quiere más que a sí mismo. El hombre que enseña, como piadoso judío, las oraciones a su pequeño, que le acompaña a la sinagoga, que se siente acongojado cuando el niño se pierde en Jerusalén… Un sencillo carpintero que desaparece discretamente de esta mundo, sin hacer ruido, cuando Jesús es un adulto y ya no lo necesita.

José es imagen de tantos hombres y mujeres callados, silenciosos, discretos, que obran el bien sin flashes y sin cámaras. No predican porque se saben ignorantes. No pontifican porque no creen estar en posesión de la verdad. Perdonan porque desean ser perdonados. Cuidan porque han sido convocados a la maternidad y a la paternidad.

San José es la imagen del trabajador sacrificado, del padre que se gana la paternidad día a día, por su ternura, del esposo que confía y protege, del emigrante que huye de su propio país para proteger a su familia. Para los creyentes, es el patrón de los agonizantes, quien vela y cuida de ese instante en el que todo ser humano abandona esta tierra y se enfrenta al misterio insondable del más allá.

En estos tiempos de yoes superinflados, de personas que se creen el ombligo del mundo, de sermoneadores que a cada momento nos dicen lo que debemos pensar, sentir y hacer, de gentes que cacarean, como gallina ponedora, sus cualidades… San José es el hombre justo (el único adjetivo con que le describe el evangelio) que deja la semilla humilde de su vida sembrada en la tierra del mañana.

El mundo no se desquicia y sigue girando como si nada, gracias a estos seres humanos que se ganan, día a día, la paternidad y la maternidad, por su ternura y por sus cuidados. Lo suyo no es vivir a tope. Lo suyo es desvivirse.

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Quintanilla de Arriba, según Jesús Martínez

Desde hacía años Jesús Martínez Herguedas andaba garabateando, como un alumno aplicado, cientos de hojas, buscando información en los lugar...

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