martes, 21 de agosto de 2018

13.- El amor a los gemelos y otras 'abominaciones'


 
 "Quizás la religión verdadera consiste en ir en contra de la superstición, sobre todo cuando ésta ha adquirido categoría religiosa y oprime a los más débiles". No sé quién escribió esta cita que recogí en algún trozo de papel, y sin embargo es una máxima que me ha venido a la cabeza en varias ocasiones en Nigeria.
            Por ejemplo cuando me contaron que los gemelos estaban mal vistos en la cultura igbo. Una 'abominación'. Son considerados portadores de malafortuna, vehículos de desdicha doméstica y comunitaria. Se sabe que muchas mujeres abandonaban al gemelo más débil en el bosque y de esta forma se intentaban exorcizar la maldición. La razón del mito se pierde en la noche de los tiempos, pero casi siempre hay una razón de orden práctica: el nacimiento de gemelos y la dificultad de la lactancia sólo podía augurar mayor pobreza para la familia que tenía que dedicar parte de sus recursos a alimentar a las nuevas criaturas que la leche materna no lograba saciar.

            Los guanelianos conocieron el mito y también la realidad de muchas mujeres que veían, en el nacimiento doble, el adviento de una mayor pobreza familiar.
            El programa en favor de las madres con gemelos intenta socorrer las necesidades de un grupo de mujeres, pero también luchar contra esa superstición arraigada. Cada mes las madres de gemelos acogidas a este programa reciben atención sanitaria por parte del médico de la misión, a la vez que se entrega una pequeña cantidad a cada madre para que puedan comprar alimentos que complementen así la alimentación del bebé.
            A medida que ha ido pasando el tiempo, nuevos perfiles de madres se han ido añadiendo al programa: madres solteras, madres con un hijo enfermo o con alta desnutrición, madres en una situación familiar particularmente dramática.
            Acoger a los gemelos y a sus madres con alegría en la misión, como una bendición, es un hecho destinado a cambiar la mentalidad y erradicar la superstición que, como siempre, se ceba en los más indefensos. Cuando las madres se acogen a este programa, constatan muy pronto que los gemelos "han llegado al mundo con dos panes bajo el brazo".
       
     No basta con decir que una superstición -o una abominación- es una tontería, una creencia de ignorantes e incultos supersticiosos. Cualquier categoría humana que lleve la etiqueta de ‘superstición o abominación’ debe ser combatida con la ayuda y el testimonio del amor, es decir; con lo único que nadie considera abominable.
            La religión verdadera, lo sabemos, tiene que ir muchas veces en contra de la naturaleza. Porque en la naturaleza, lo natural es que el pez grande se coma al chico, y el león a la gacela. Y la verdadera fe, con su altísimo componente moral, nos dice que el león y el cordero terminarán por pacer juntos. Y a ese león dormido que hay en cada corazón humano hay que decirle que no le está permitido zamparse al cordero inocente, aunque su naturaleza le capacite para ello, se lo demande e incluso se lo exija. 



Puentes: 25 Años de una corriente solidaria. Nnebukwu-Nigeria, 2005.

viernes, 17 de agosto de 2018

12.- Sobre la vida y la 'cola' en la Tierra de los Igbos



 
Desde que Chimua Achebe escribiera en su novela Things fall apart (Todo se desmorona, en la traducción al español), aquello de “Who he brings Kola, brings life” (quien te ofrece la cola, te ofrece la vida) y desde que yo lo leyera, sabía que, tarde o temprano, en la Tierra de los Igbos (Nigeria), conocería de cerca esa ceremonia tradicional que consiste en dar la bienvenida a alguien, ofreciéndole el fruto de la cola o nuez de cola .

            La cola se ha convertido en el santo y seña de la hospitalidad tradicional del pueblo igbo. Cuando alguien llama a tu casa, antes de preguntarle qué desea o a qué viene, has de ofrecerle la nuez de cola. La mujer o el hijo la buscarán en la casa o en el mercado. El varón de la casa se la presentará al recién llegado, la bendecirá (en lengua igbo, nunca en inglés) y le entregará dos frutos. El homenajeado comerá uno y se guardará otro para que, de regreso a su casa y a los suyos, pueda decir: "he sido bien acogido; me han ofrecido la cola".

            La nuez de cola (cola acuminata es el nombre científico) es un fruto en gajos, de sabor ácido y amargo, muy rico en cafeína, lo que la convierte en un alimento refrescante, ideal para combatir la sed, pero también la sensación de hambre y fatiga, por su alto valor estimulante. Por su amargura simboliza que los amigos deben reconocerse y ‘acogerse’ no sólo en los momentos buenos, sino y sobre todo en los difíciles.

            Ofrecer al recién llegado cola es algo tan importante que, cuando uno no tiene a mano el fruto, está moralmente obligado a ofrecer otro alimento u otra bebida, y poder decir de esta manera: "ésta es mi cola para ti".
        
            En la Tierra de los Igbos, generación tras generación han comido la cola y la han ofrecido a sus visitantes como un símbolo poderoso de hospitalidad sagrada y amistad. Luego, en el siglo XIX, un farmacéutico americano hizo un jarabe con 'nuez de cola'. El resultado fue una bebida refrescante y estimulante. Esta historia es de sobra conocida. Alguien escribió que "La Tierra es un planeta donde se bebe Coca-cola". Como nunca he sido aficionado a esta bebida, me quedo con la 'cola' de los igbos. 

            Me ofrecieron cola los reyes de Nwama y Ugbele, las comunidades parroquiales de Mbele y Orso Obodo; Pascal Uche, la modista Dominique en su humilde casa, el Rev. Francis en su parroquia… y puede que me olvide de alguien.

            Unos gajos de esta nuez de cola, secos y amojamados, están en mi casa, a la vista de todos. Cada vez que mis ojos se posan sobre ellos, aún puedo decir: "yo fui un hombre al que los igbos ofrecieron la nuez de cola".

Puentes: 25 Años de una corriente solidaria.
Nnebukwu-Nigeria, 2005.






 

 

11.- Dadles vosotros de comer





  
 No ha parado de llover durante toda la noche, así que por la mañana la furgoneta avanza a trancas y a barrancas por los caminos inundados de agua y llenos de baches. Nunca antes había viajado llevando tan preciosa carga. No es la carga de quien sale del supermercado con el carrito repleto de alimentos y bebidas, fruslerías o golosinas. De la valiosa carga que transportamos –lo comprobaré en las horas sucesivas- depende el ‘ir tirando’ de varias personas ancianas. Cada sábado, la misión de Nnebukwu cumple religiosamente su tarea. Se abre la despensa, se llenan las bolsas de harina de ñame o mandioca, de arroz o judías secas, de jabón hecho a mano, de cebollas o pastillas de caldo. Se cargan en la furgoneta y se inicia un viaje hacia los poblados perdidos, hacia las cabañas perdidas, hacia las personas perdidas. Verdadera celebración de un jueves santo, con su lavatorio y su fracción del pan. 

 Entre las múltiples pobrezas de este rincón nigeriano, los misioneros descubrieron muy pronto que muchos ancianos vivían solos y en condiciones deplorables. Los ancianos sin hijos, bien porque la emigración los hubiese arrancado del poblado o las enfermedades –especialmente el sida- los hubiese arrancado de la ciudad de los vivos, vivían en situación de auténtica indigencia, dependiendo en todo momento de la caridad de los vecinos (a veces con muchas bocas que llenar). Para mayor precisión, habría que decir que, en casi todos los casos, se trataba de mujeres ancianas. Por todo ello, los jóvenes seminaristas cada sábado cargan la furgoneta y, de poblado en poblado, van depositando su preciosa carga a los pies de los ancianos solos y solitarios. En este viaje (junto a los seminaristas y a Julia García, tuve la ocasión de ver situaciones de auténtica miseria y abandono, como pocas veces he visto en África. Viviendo en chozas desvencijadas o en cuchitriles malolientes, muchos ancianos, doblados por los años, las enfermedades y los impedimentos, tenían en la ayuda misionera el único sostén de sus existencias.
 Las raciones de alimentos eran el doble de lo que un anciano podría consumir durante una semana. Pero había motivo para ello, pues de esta forma los propios ancianos podían agradecer con un cuenco de arroz o de harina a los vecinos que les ayudaban a cocinar, que les aseaban o que acarreaban para ellos agua o leña.

Se va de casa en casa, se les pregunta qué tal ha transcurrido la semana, si ha mejorado la salud, si necesitan algo. Una anciana solicita una botella de keroseno para encender el candil; otra, unas medicinas; otra, una carga de leña. Cubiertas de harapos, en muchas ocasiones sucios, durmiendo en el suelo o en un duro jergón de chapa, esperan cada sábado la aparición de sus ‘ángeles’.

Se llaman Matilde, Agnes, Beatrice Chukwua y su miseria era tanta que yo apenas hice uso de mi cámara en aquella mañana.
 ¿Cómo no pensar en ese pasaje del Evangelio en que los discípulos se acercan al Maestro para decirle que la gente que lo sigue está hambrienta? ¿Cómo no pensar en la respuesta tajante e imperativa de Jesús: ‘Dadles vosotros de comer’?
 
           Puentes: 25 Años de una corriente solidaria.
Nnebukwu-Nigeria, 2005.

10.- Ébere y su botella de agua

 

 
Ébere es un niño de 8 años que cada mañana, antes de marchar a la escuela, tiene que ir a buscar agua, para que su madre prepare la comida y para que toda su familia pueda beber o lavarse. Ir por agua, cargar cubos, baldes y garrafas sobre la cabeza es una tarea de todos los días, una tarea pesada e imprescindible en casi toda África.

            Hasta hace pocos meses, Ébere se acercaba al río y llenaba su balde, con el consiguiente riesgo sanitario para él y su familia. Pero a finales de julio, las cosas cambiaron un poco, o quizás un mucho, si lo miramos con ojos africanos. Ébere sigue yendo cada mañana a por agua, pero ahora no tiene que acercarse al río; cómodamente recoge este preciado líquido de un grifo y, además, tanto él como su familia saben que el agua es limpia, potable y abundante.

            Acogiéndose a una subvención del programa de cooperación y desarrollo ofrecida por la villa de Aguilar de Campoo (Palencia), los misioneros guanelianos pudieron hacer frente a la prospección de un pozo (bomba elevadora, conducción y cañerías, dos depósitos, grifos) en el recinto de la misión. El pozo tiene una profundidad de sesenta y cinco metros, los suficientes para asegurar el caudal y la calidad del agua en la estación seca.



            El pozo, además de asegurar el agua potable a las gentes de los poblados, evitando así un montón de enfermedades y molestias provocadas por la ingesta de agua no tratada, posibilita a la misión el cultivo de diversas verduras y hortalizas en un huerto y, lo que es una auténtica novedad en la zona, el mantenimiento de una pequeña explotación de cerdos. Tanto la carne de los cerdos, como las verduras del huerto, mejorarán considerablemente la dieta de los niños acogidos en esta misión africana.       

Apenas el día ha amanecido, una procesión de niños (también de muchas mujeres) se acerca desde los poblados vecinos hasta la misión para coger agua en sus cubos, baldes y garrafas. El grifo de agua limpia corría sin parar, y su sonido alegre y reidor fue la canción más hermosa que yo escuché en Nnebukwu-Nigeria.

            Cada pequeño proyecto que se realiza en la geografía de la miseria es como una gota en el mar. Esto lo sabemos bien. Y sin embargo, como repetía Teresa de Calcuta, si esta gota faltase, el mar notaría su ausencia.

                                                                         Puentes: 25 Años de una corriente solidaria.
Nnebukwu-Nigeria, 2005.
 

lunes, 13 de agosto de 2018

9.- Aquellos niños de Biafra


 



Los españolitos medios, que acababan de comprar su primer televisor a finales de los años sesenta, se sintieron consternados por las imágenes que repartían los telediarios sobre los niños esqueléticos, panzudos de aire, de un país que nadie sabía colocar en el mapa. Los niños de Biafra.
            Ellos fueron los primeros niños que impactaron nuestras retinas con su hambre en blanco y negro, con sus ojos implorantes o simplemente perdidos ya en el limbo de la nada. Después, un telediario sí y otro no,  nos desayunaríamos con idénticas criaturas, pero ellos fueron los primeros. También a ellos estuvo dedicado mi primer ayuno voluntario en aquel Colegio de Aguilar de Campoo donde los problemas del hambre en el mundo eran un tema mayor.  Pero seguí sin saber dónde estaba Biafra. Y sin embargo, Biafra apareció en este viaje ante mí.
            Un día de este viaje nigeriano estuvo dedicado a visitar Umahaia, la que fue, por unos meses, capital de esta efímera nación. Tras años de una política gubernamental que favorecía al norte nigeriano y a las etnias hausa y fulani, algunas provincias del sur se declararon independientes y proclamaron la República de Biafra (por el Golfo de Biafra). 

            Era el año 1967. Tras algunas pequeñas victorias separatistas, los nigerianos se hicieron con el control de las principales ciudades, al mismo tiempo que el líder del movimiento independentista, Ojukwu, abandonaba el país. La guerra estaba perdida de antemano, pues ningún país, excepto el Vaticano, reconoció este nuevo Estado, de mayoría cristiana. Por lo tanto, la aventura separatista fue una  malaventura condenada al fracaso. La guerra duró tres largos años y, lo que es peor, provocó entre quinientos mil y un millón de muertos, la mayoría por enfermedades y hambre. Las provincias rebeldes fueron arrasadas y los campos ni siquiera fueron sembrados. La hambruna hizo su trágica aparición. Y por primera vez esta hambruna fue televisada. El impacto en España de estos niños famélicos fue tanto, que la expresión ‘niño de Biafra’ hizo fortuna, y se aplicaba a cualquier niño escuálido o enfermizamente delgado.
            La visita es, por lo tanto, una pequeña lección de historia. Ahí están los barcos varados en el lago; ahí están los aviones oxidados caídos nada más levantar el vuelo; ahí están los sótanos desde donde partía la señal radiofónica. El Museo es una sucesión aburrida de fotos de los generales y demás mandamases, los documentos de guerra, las condecoraciones, las armas, el
búnker del Ojukkwu con sus laberínticos corredores bajo tierra. Pero sobre todo están las instantáneas de los verdaderamente derrotados: madres de pechos resecos envueltas en harapos, niños llorando desconsolados, hambrientos hasta la vergüenza o simplemente abandonados a la muerte, hombres de rostros cargados de odio y desesperación, moscas revoloteando entorno a una escudilla de alimento junto a un niño panzudo que ni siquiera tiene fuerzas para comer.
             No había luz en el Museo, y un funcionario iba apuntando con la linterna las salas de fotografías, pero la memoria del corazón era capaz de reconstruir la foto que hacía treinta y pico años me había herido la retina para siempre: los niños de Biafra.   

                                                                         Puentes: 25 Años de una corriente solidaria.
Nnebukwu-Nigeria, 2005



































 

8.- Chibiken y Keke: una pietà guaneliana


  


            La primera vez que me vino la idea de que ellos formaban una 'piedad', un grupo escultórico de carne viva, fue en uno de aquellos bailes que cada tarde se organizaban para los children, el otro nombre cariñoso que se daba a los buonifigli.

            Keke, sentado en una silla de plástico, sostenía en su regazo a Chibiken. Fue un relámpago, pero yo lo vi claramente, como cuando en la universidad, en un examen de arte, te caía la Pietá de Miguel Ángel o la Piedad de Gregorio Fernández.

            Pocos días más tarde, por la fiesta de la Asunción, la imagen apareció ante mí nítida, y sobre todo, hermosa y religiosa. Era la hora de la comida, y los seminaristas encargados de dar de comer a los niños,  no acababan de aparecer en el comedor. Entonces Keke cogió a Chibiken de la silla, lo colocó en su regazo, le puso el babero, y le empezó a dar la comida: con sus dedos fue untando pedacitos de garri en la salsa y metiéndoselos en la boca.

            Pero Keke no es un monitor, ni un trabajador, ni un religioso. Es otro buonfiglio, otro chico con discapacidad. Un chico fuerte, de silencio total, que por las mañanas lo ves echando de comer a los cerdos y limpiando las cochineras. Pero tiene ese sexto sentido que tienen los ángeles –y también las madres- y, cuando un niño llora por la noche, antes de que el cura haya salido de su cuarto, somnoliento, para ver lo que pasa, ya Keke lo ha acunado y lo ha tranquilizado.

            Y Chibiken, con su cuerpecillo desmoronado, se siente amorosamente sostenido, y con sus ojos negros y brillantes le mira de vez en cuando como queriendo agradecerle, aunque torpemente, tanta materna solicitud.

            Sus dos cuerpos, unidos por la consanguinidad de espíritu, forman una pietà de mentes deficientes, de cuerpos carentes, de almas sobresalientes. Una pietà guanelliana. ¡Cómo le hubiese gustado a don Luis Guanella contemplar esta escena!




Puentes: 25 Años de una corriente solidaria.
Nnebukwu-Nigeria, 2005 

martes, 24 de julio de 2018

7.- Discapacidad: de "efulefu" a "buonfiglio"

 
 

Hay mil leyendas y mil historias sobre estos niños diferentes, sobre estos hijos que no tienen la mirada inteligente, la cabeza despierta, la respuesta rápida, el habla clara, el entendimiento completo, las piernas ágiles y veloces y los brazos alados. Hay mil historias, a cual más terrible o cruel y, en cualquier caso, supersticiones nefastas. A veces el mito, la leyenda y la superstición ahondan su raíz en una realidad dramática e insoportable. La venida al mundo de un niño diferente, discapacitado, en el seno de una familia paupérrima, supone una carga no pequeña. Puede que el mito lo único que haga sea maldecir esta mala suerte y buscar al posible culpable: la terrible necesidad del ser humano de explicar, por el mito, las desdichas que le acontecen.

Los igbos creen que el nacimiento de un niño discapacitado es simplemente un castigo de los dioses. Si en la familia hubo un antepasado homicida, se cree que el espíritu del asesino se ha encarnado en el pequeño. Sería la venganza divina para pagar el pecado del antepasado. Entre los tiv, otra etnia, creen que los niños con alguna minusvalía intelectual son como serpientes. Y, cuando nacen, son depositados en las orillas de los ríos o en la profundidad de los bosques. Aseguran los tiv que, en un tiempo remoto, una familia, convencida de que su pequeño discapacitado era una serpiente, lo abandonó dormido junto a un gallo blanco, a la orilla de un río. Cuando el gallo cantó, el niño se despertó y se tragó al gallo, para después sumergirse en las aguas.

Por todas estas creencias y supercherías, el nacimiento de un ser diferente es saludado con terror y espanto. Y en no pocas ocasiones, la familia se deshace del pequeño en el bosque, o le permite que viva, pero medio abandonado y sin ofrecerle lo que un niño de estas características necesita. En general estos niños reciben el nombre, en igbo, de efulefu, worthless person, en inglés; alguien sin valor, en castellano.


   Y sin embargo, un buen día, mira por dónde, unos hombres blancos abren una preciosa casa, recorren los poblados para recoger estos "desechos humanos", los acogen como si fueran príncipes, juegan con ellos, los alimentan, les hacen sonreír y los bendicen día y noche, como si de un premio celestial se tratase, como se bendice la lluvia, la escudilla de garri, la prosperidad familiar. Esta actitud provocadora desconcierta a las gentes sencillas, víctimas de la superstición y la ignorancia, que nunca han visto un comportamiento así hacia los efulefu.

Los misioneros recuerdan que las primeras veces que salían a pasear con estos niños, las gentes se metían en casa, y las madres llamaban a sus hijos para que no se mezclaran con ellos ni los tocasen, porque nada bueno podía acarrear su trato y compañía. También me dice un misionero que cuando los guanelianos anunciaron que iban a construir una casa para chicos con discapacidad, los jefes de las aldeas les suplicaron que "abrieran una escuela, un ambulatorio, pero no una casa para efulefu, porque estos niños no eran nadie ni nada ni tenían valor". Pero estas actitudes han ido cambiando poco a poco. Las gentes de las aldeas empezaron a darles la mano cuando los chicos salían de paso. Un discapacitado no es una serpiente, ni una maldición por un pecado de un antepasado, ni un castigo divino, es un ser humano, puede que más lento, puede que más tardo, puede que más necesitado, pero con la misma capacidad de amar y de recibir ternura.

Los primeros misioneros recuerdan que, cuando preguntaban a la gente, por estos niños, nadie sabía nada, nadie los conocía, nadie los había visto. Tuvieron que ir de poblado en poblado, mirando aquí y allá, como quien va en busca de un tesoro. Los había, claro que los había. A veces sobreviviendo en condiciones penosas, abandonados, al borde de la indignidad y de la muerte. 
Éste es, por ejemplo, el caso de Chibiken, un niño con una fuerte lesión cerebral, con un cuerpecillo delgado en extremo, culebrinamente alargado y resbaladizo, de expresión apagada y mortecina, un claro 'niño serpiente' para cualquier tiv. Lo recogieron cuando ya estaba en las últimas. ‘Si no hubiésemos llegado los guanelianos, Chibiken habría muerto en seguida’. Me lo confiesa Franco Lain, un misionero de larga experiencia y con sana satisfacción por la historia de Chibiken. El alimento, el aseo, los cuidados médicos, los ejercicios terapéuticos, pero sobre todo el cariño, la protección, el respeto, el afecto recibidos obraron ese milagro. El cuerpo de Chibiken esponjó; su alma se vivificó. El pequeño Chibiken aprendió a sonreír, a dar a su mirada una expresión de agradecimiento o de necesidad, de bienestar o de llamada. Lo veo ahora sonreír sonoramente en medio de la capilla, como una forma clara y limpia de dar gracias a Dios y al mundo por tantos beneficios.
Y así, Chibiken, y otros tantos niños con discapacidad pasaron de ser considerados "efulefu" (persona sin valor) a ser" considerados "buonfiglio" (el hijo bueno y predilecto).



 
Puentes: 25 Años de una corriente solidaria.
Nnebukwu-Nigeria, 2005 

martes, 17 de julio de 2018

6 .- Nnebukwu: una casa grande para Ifunanya


  
 

Andrés y yo salimos de mañana con la furgoneta en dirección a los poblados cercanos para recoger a los "buonifigli" (nombre cariñoso para llamar a personas con discapacidad". En agosto, los 'chicos" deberían estar en sus casas, de vacaciones, pero el Centro ha ofrecido a las familias más desprotegidas la posibilidad de que los chicos y chicas con discapacidad mental pasasen parte de las vacaciones en el Centro, bajo el cuidado de un grupo de voluntarios.

            La primera parada tuvo lugar en Orso Obodo, junto a una choza de barro y techado de ramas de palmera. Un hombre estaba sentado ante el umbral de la puerta con una niña en brazos. Cuando se dio cuenta de que era la furgoneta de la misión, se puso en pie y se dirigió con la pequeña hasta nosotros. Él se quedó un instante parado y yo le tendí los brazos para tomar a la niña. Era Ifunanya. Su nombre significa ‘amor’. Andrés quiso hacerle sonreír con carantoñas y arrumacos, pero la pequeña no respondía. ‘Se encuentra mal’, me dijo. Instintivamente, puse mi mano en su frente y comprobé que tenía algo de fiebre. Ifunanya es la más pequeña del Centro de Nnebukwu, la benjamina, el juguete. Cuando ella llegó al mundo, su padre era ya un hombre de edad, tendría unos cuarenta y cinco años, y también algo tardo y lento de cabeza. Probablemente en su interior se había resignado a ser un solterón solitarios y sin familia, una verdadera maldición para un africano. Pero un buen día conoció a una chica veintipico años más joven que él, de otro poblado. Poco después supieron que esperaban un bebé. Y aquí empieza la historia de Ifunanya. Nació perfectamente.



            Como sus padres se encontraban en una pobreza más pobre, si cabe, que la de sus vecinos, una vez al mes subían a la pequeña Ifunanya a Casa Guanella; el misionero médico le hacía una revisión y los padres volvían a su hogar con un puñado de nairas para alimentos.

            Pero la pequeña Ifunaya, cuando ya contaba 18 meses, tuvo unas fiebres muy altas, probablemente malaria. Nadie le suministró ningún medicamento para bajar la fiebre. Cuando los padres la llevaron a la misión en busca de medicinas, las fiebres habían dañado su pequeño cerebro y le habían provocado lesiones que terminaron por afectar el movimiento y el habla. La madre adolescente asustada por esta situación o cansada de su matrimonio, abandonó un buen día al marido y a la pequeña, y nunca más se supo de ella. Su padre se quedó solo, casi un hombre viejo y algo ‘corto’. Se vio solo en el mundo y sin afectos, y volcó todo su cariño en esta pequeña criatura. La cuida, la limpia, la lleva al centro. Y cuando termina de cavar su pequeño huerto, la sienta en su regazo ante el umbral de la puerta, frente al sol, viendo pasar las horas muertas. Quizás porque él es 'así', no le importan los convencionalismos culturales de este rincón de África que ve con malos ojos que un varón cuide de los hijos.



            Ifunanya tiene ahora poco más de cuatro años, unos ojos grandes y hermosos, un cuerpecillo achuchable y una sonrisa que tarda en aparecer en su rostro, pero que cuando lo hace, es un inmenso regalo y una preciosa manera de decir gracias. Ella es el amor de la casa. Y la Casa Guanella, por una sola de estas historias humanas, ya tiene su razón de ser y de estar en el mundo. Esta casa grande de la aldea de Nnebukwu es la 'casa de Ifunanya'. Aquí en 1992 acampó la caridad guaneliana. 


Puentes: 25 Años de una corriente solidaria.
Nnebukwu-Nigeria, 2005 


 

martes, 10 de julio de 2018

5.- Un país en una tumba: el esclavo enterrado en Cape Coast.



 

         Después de recorrer por la mañana la ciudad de Elmina, nos acercamos a Cape Cost, donde visitamos su Fortaleza o Castillo. Esta ciudad fue la capital de Ghana bajo dominación inglesa. Por entonces Ghana era Gold Coast o Costa de Oro. En esta fortaleza residían los Gobernadores británicos. En la actualidad la fortaleza se ha convertido en un Museo para explicar la historia del West Africa. A través de algunos elementos esenciales: cerámica, tejidos de kente, aparejos de pesca, tambores e instrumentos musicales, cetros, taburetes ceremoniales (stools) y algunos paneles sobre jefes, clanes y reyes (incluido el Ashantehene (Rey de los Ashanti) y la mítica figura de la Ashantehenaa (la Reina Madre), el drama de los esclavos, comercio con Europa, colonialismo, independencia, diáspora a América, etc. 
Se intenta explicar la historia de esta región africana. El Museo es francamente instructivo, y resulta muy pedagógico. Hay un capítulo dedicado a la muerte y a los ritos funerarios que resume muy bien un proverbio ghanés: “Nadie por sí solo puede subir la escalera de la muerte” (the ladder of the death, no single person climbs it). Las ceremonias fúnebres, importantísimas por aquí, servirían para ayudar al ser querido a subir la escalera de la muerte. La exposición destaca la cultura Ashanti que aún pervive y cuyos festivales de verano en homenaje al Ashanteheme o Rey de los Ashantis, tienen un enorme poder de convocatoria.

 En otra parte de la Fortaleza se guarda la memoria de los esclavos. Y aquí, como poco, la visita crea un nudo en la garganta, una sensación opresora por toda la piel. Desde este fuerte -y de otros muchos- salieron forzados hasta diez millones de hombres y mujeres a América y Europa. Los nativos se encargaban de “cazarlos” tierra adentro, y los blancos se hacían cargo de ellos en los fuertes y en el trayecto por mar. De Cape Coast partieron unos 650.000 esclavos. Muchos murieron en las mazmorras que ahora nosotros contemplamos; otros muchos en la travesía marítima. Las condiciones en las que permanecían en el fuerte, a veces hasta 3 ó 4 meses, eran espeluznantes Sótanos húmedos, y sin ventilación. Obligados a convivir con sus propios excrementos, y devorando una mísera ración diaria de comida. Vemos un grabado que ilustra bien las condiciones en las que eran transportados en los barcos. Tumbados en el suelo, amarrados con grilletes para evitar motines a bordo. Causa temblor que sólo un porcentaje pequeño de esclavos llegaba a puerto, lo que exigía que el número de capturados en tierras africanas fuese enorme para asegurar las ventas.
Sobre la puerta del castillo por la que los esclavos abandonaban tierra firme para hacerse a la mar, está escrito: “Gate of no return” (puerta sin retorno). Y así fue para todos, menos para uno. Porque uno de ellos encontró en América un amo compasivo que le trató bien y le pagó estudios. Pudo convertirse en profesor y pudo volver un día a Ghana. Y aquí está enterrado en el patio de armas del Castillo, frente al mar que lo vio partir y regresar. El único, pero suficiente para dar testimonio de uno de los episodios más triste de nuestra civilización que, además, era y es cristiana. Su tumba, sencilla, con flores frescas está en el patio de armas de esta Fortaleza. Y es un grito sordo y desgarrado contra la esclavitud. Uno de esos pocos monumentos que te conmueven por su humanidad y no por la magnificencia de sus materiales o la perfección de su arte. Verdaderamente conmovedor.


Otras dos tumbas hay en el patio: la del último gobernador inglés que habitó el castillo y que firmó el final de la esclavitud con el Rey de los Ashantis, y la de su esposa, una sensible poetisa que debió influir no poco en los sentimientos del Governor para acabar con la práctica esclavista.

A la entrada de las mazmorras un sacerdote animista hace una libación con vino de palma a los dioses. Oración a los antepasados sobre este lugar de desolación y de muerte. Pero la oración del priest no se sabe si es sincera o es algo folklórico de cara a los turistas. Lo que es cierto, en todo caso, es que el vino no es de palma, sino de una caja de tetrabrik, marca don Simón, para más señas. Son las cosas del turismo. 
Este castillo y otros de la costa occidental africana forman parte del Patrimonio de la Humanidad, y, como es fácil de entender, no sólo por sus valores arquitectónicos y artísticos, sino porque estos castillos guardan la memoria de una de las páginas más negras de la humanidad: el comercio de esclavos.

Abandonamos la fortaleza en silencio, casi mareados, impresionados por esta tumba cuyo recuerdo retumba aun en mis sienes y en toda mi alma.


Puentes: 25 Años de una corriente solidaria.
Abor-Ghana, 1998 

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