martes, 24 de mayo de 2022

Juanjo, una vida feliz y valiosa.




            
       Hace algunas semanas, me entró un whatsapp anunciándome que Juanjo había muerto. Juanjo Nieto Pastor era un chico con síndrome de Down que vivía en Villa San José-Palencia. Hay una fotografía, tal vez tomada en 1976, en la que aparece el P. Mario Bellarini con cinco ‘chiquitos’, como él solía llamar a los primeros niños con algún tipo de discapacidad que empezó a cuidar y a querer en una finca agrícola, a las afueras de Palencia. Uno de esos cinco niños era Juanjo Nieto.

Era apenas un niño en esa fotografía. Falleció el pasado 19 de abril, a la edad de 57 años. Entre sus familiares y amigos, en Villa San José, en la cofradía de Nuestro Padre Jesús Nazareno de Palencia a la que pertenecía, la muerte de Juanjo provocó honda consternación. De los muchos mensajes que me llegaron en esos días, destaco un vídeo en youtube que colgó un sobrino suyo, Mario Nieto García, y que tituló “Mi tío favorito”. Una entrevista en toda regla a su admirado tío Juanjo: “una de las personas más sabias que conozco”. Y allí Juanjo, en plan filósofo tranquilo va desgranando ilusiones y recuerdos, vivencias y añoranzas, nombres de personas que, al evocarlos, le emocionan hasta las lágrimas ¡dichosas!. Juanjo era un hombre fácil a la emoción y a la lágrima, y también un ‘escritor’ que, por cualquier motivo y circunstancia, escribía un billete de felicitación, agradecimiento o plegaria.

    En aquel momento de su muerte, me vino a la cabeza un reportaje que El Confidencial había publicado sobre el “apocalipsis Down” en 2019, y que recogía, entre otras, las declaraciones de Victoria Camps, catedrática, filósofa y miembro del Consejo de Estado. Una personalidad relevante de nuestro país que hablaba del síndrome de Down, de la eugenesia, y otras cosas de alta ética. Me llamó la atención una frase: “No está bien traer al mundo a un niño que no va a poder disfrutar de la vida”.

     Una breve sentencia que encierra verdades, cuando menos, discutibles. Por un lado, la autora insinúa que los padres que deciden seguir con el embarazo, después de saber que al nasciturus le ha sido detectada una copia extra del cromosoma 21 (síndrome de Down) son algo así como personas de escasa altura moral. Lo segundo que da por sentado la importante autoridad académica y política es que las personas con síndrome de Down no pueden disfrutar de la vida ni ser felices.  

            Pensaba en Juanjo y en otros chicos y chicas que conozco de Villa San José (Palencia) o de Casa Santa Teresa (Madrid), y me parecen todo, menos desdichados. Creo que, a su manera, Juanjo fue una persona feliz, en el seno de su familia que le quería, en Villa San José donde vivía, en la cofradía, en las fiestas, las excursiones, el trabajo, los amigos, la misa…

            ¿Qué es la felicidad y quiénes son más felices? No es una pregunta banal en una sociedad que enloquecidamente la persigue y sufre depresivamente cuando no se topa con ella cincuenta veces al día. No sé si alguien pueda afirmar categóricamente, y con datos en la mano, que una persona con síndrome de Down es menos feliz que una persona sin él, en circunstancias similares de país, estatus económico, familia, relaciones personales, edad, etc. Si leemos los informes actuales sobre juventud e intentos de suicidio, depresiones e insatisfacciones, difícilmente se sostiene la tesis de que los síndrome de Down tienen escasa capacidad para disfrutar de la vida.

       

    Recuerdo haber asistido, hace años, a una conversación en el jardín de casa Santa Teresa entre Sor Carmen Rodríguez y el padre de una chica con síndrome de Down. El padre (brillante ejecutivo) insistía una y otra vez en que su hija tenía un problema y que ello no le permitía alcanzar a él una cierta serenidad en la vida. La monja, después de dejarle hablar, le dijo con sonrisa amplia: “Tu hija no tiene ningún problema, pero ninguno, créeme, eres tú el que tienes un problema porque tu hija no es como tú habías soñado. El problema lo tienes tú. Y solamente cuando aceptes la situación, podrás comprender la realidad de tu hija y disfrutar de la vida. Pero no te equivoques, el problema está en ti, y sólo tú lo puedes resolver”.

            Apenas nacen ya niños con síndrome de Down en España. La prueba de amniocentesis en la embarazada detecta la anomalía en los cromosomas y, normalmente, los médicos pintan ante los padres un horizonte desolador que les lleva, casi en el cien por cien de los casos, a interrumpir el embarazo. En 40 años la población Down ha descendido en nuestro país un 88% y según las previsiones, en 2050 no nacerá ninguno. Hoy por hoy, España es el país donde menos niños con síndrome de Down vienen al mundo. En los años ‘70, se estimaba que vivían en nuestro país unos 300.000 individuos con síndrome de Down; hoy en día, apenas quedan unos 35.000. Para algunos, un triunfo de la medicina. Para otros, el resultado de una eugenesia.

            Se da la paradoja de que cuando algún joven con síndrome de Down alcanza una cierta notoriedad, la gente lo jalea, como señal de una sociedad inclusiva y tolerante, una sociedad que cuida y protege a las personas con alguna discapacidad. Estoy pensando por ejemplo en los actores protagonistas de la premiada película Campeones, o en Ángela Bachiller, concejala del Ayuntamiento de Valladolid, y primera edil con síndrome de Down, o en Sujeet Desai, un excelente violinista, en Pablo Pineda, primer licenciado europeo, además de escritor y conferenciante, o Marian Ávila, modelo que desfiló en la semana de la moda de Nueva York. Como dice Agustín Matía, director de Down España: “La sociedad española, al tiempo que tiene muy buena imagen de las personas con Down, desprecia la discapacidad. Con el descenso de la natalidad, los hijos son la cosa más importante que se tiene en la sociedad, un tesoro que hay que cuidar al máximo. Las parejas quieren que su hijo sea ideal, se imaginan el mejor de los futuros, y un niño con discapacidad no entra en estos planes”.

   

    
Por su parte, el profesor Jaime Villarroig, de la Universidad CEU, que ha estudiado el tema, se atreve con un término maldito: eugenesia. "Sí, podemos hablar de eugenesia encubierta. No se quiere mencionar el concepto porque recuerda al nazismo, pero la eugenesia es una práctica mucho más amplia de lo que parece, que comenzó en el siglo XIX y que se ha llevado a cabo abiertamente en países como Estados Unidos y la zona norte de Europa. Hay medidas eugenésicas blandas, como limitar el matrimonio entre las personas con discapacidad, pero en este caso estamos hablando de eugenesia dura: la eliminación de individuos humanos antes de nacer".

            Sin entrar en cuestiones de mayor calado, no me atrevería a afirmar que una persona Down no es capaz de disfrutar de la vida. Creo que es el miedo -lógico y comprensible, por otra parte- que sienten los padres ante su propia infelicidad lo que está en la base de este problema.

   Sería un temerario si afirmase que Juanjo Nieto ha sido menos feliz en su vida que cualquier hombre o mujer de su edad. “Me siento satisfecho y contento” repetía una y otra vez en la entrevista a la que he hecho alusión más arriba. Fue y se sintió feliz, una felicidad nada abstracta, sino hecha de cosas concretas y de nombres propios: los viajes que había hecho a Italia, volver cada verano a Canarias, la ilusión por la sobrina que estaba por llegar, el cariño de sus hermanos, Luis Ángel, Begoña, Jesús María, María del Mar, los espaguetis con tomate, chorizo y jamón, asistir a clases de surfeo, aprender a bailar jotas, la seguridad que le brindaba su familia, poner la mesa, mirar las fotos de su álbum, el recuerdo de una madre que fue para él “cariño, amistad y felicidad”, la añoranza por un padre que “sentía que me quería un montón y que me metió en la Cofradía”, la gratitud hacia Villa San José en la que pasó más de 40 años y que para él era sinónimo de “alegría y amistad”, las bromas que le hacían en casa cuando le escondían el plato o los cubiertos, salir a caminar con su hermano o pasar a limpio sus escritos, y “sentirme bien tal y como soy”… ¿Podría afirmar lo mismo cualquiera de nosotros en una entrevista a corazón abierto?

            La vida de Juanjo Nieto fue valiosa porque se sintió querido por muchos y, a su vez, supo dar amor a muchos y disfrutar cada día de la vida y de sus mil momentos. Fue feliz e hizo feliz. Gracias, querido Juanjo. Tu vida fue una buena lección sobre la felicidad.

             https://www.youtube.com/watch?v=SK1Eek7J1Y4













lunes, 23 de mayo de 2022

13.- El buen samaritano (Lc 10, 25-37)

 

Desviarse de los pobres

El pasaje se abre con la pregunta de un experto. Aunque, a renglón seguido, se nos dice que era para poner a prueba a Jesús. Y así debe de ser, porque los expertos saben todo y de todo.

La pregunta que hace a Jesús es: ¿Qué tengo que hacer para heredar la vida eterna? Esta es una pregunta económica. Es la pregunta que podría hacer un rico a un bancario para asegurar sus ahorros y aumentarlos. Por otro lado, es una pregunta anticuada. Pura antigualla. Hoy a nadie se le ocurriría una pregunta sobre la salvación del alma, sino sólo y únicamente sobre la salvación del cuerpo.

Jesús le responde con otra pregunta: ¿Qué está escrito en la Ley? Y el experto, como buen experto, cita de carretilla las condiciones para ganar la vida eterna.

Pero el experto vuelve a la carga y formula una de las preguntas más importantes del cristianismo: ¿Quién es mi prójimo? A su vez, Jesús le responde con una parábola. Le responde para que él mismo se responda. Una hermosa parábola, probablemente de las más hermosas en la amplísima tradición de literaturas sagradas.

Cualquier lector entiende que el prójimo es el ‘samaritano’, porque fue él quien se apiadó del hombre malherido. El centro del evangelio no lo constituyen largas reflexiones, amplios razonamientos sobre cuestiones teológicas, cosmológicas y éticas, sino breves parábolas, bellas imágenes que cualquiera puede entender y recordar.

Así que ya sabemos quién es nuestro prójimo, un prójimo siempre diferente y siempre distinto. El prójimo es aquel que simplemente nos encontramos por los caminos del mundo y de la vida cotidiana.

Salvo que podamos hacer algo por ellos, los lejanos no constituyen nuestro prójimo. Por los lejanos podemos sentir pena, pero no auténtica compasión, porque la compasión, si no va seguida de la acción y de la cáritas, es pura sensiblería. Y las sensiblerías están bien para películas de lágrima fácil. Sentir compasión por los niños del orfanato de Kinshasa y no sentir compasión por los niños del emigrante pobre que vive en nuestro bloque, es cinismo. Sentir pena por los ancianos de un asilo de Afganistán y no visitar a nuestros padres en la residencia, es un sarcasmo. Y así sucesivamente.

Mi actitud encaja muy bien y muchas veces con la del levita y la del sacerdote: cuando ven al malherido, se desvían del camino, dan un rodeo y así ni sus ojos ven ni sus pies tropiezan con el pobre hombre. Yo también desvío la mirada y los pies muchas veces.

Los pobres son invisibles. Esa es su esencia. La invisibilidad es lo que les define. Son invisibles los parados, los amigos sin dinero, los enfermos, los ancianos, los no influyentes, los insignificantes. Ya lo decía Simone Weil: es connatural al ser humano identificarse con los poderosos porque imagina que una parte de ese poder puede alcanzarle, como sucede con los vasos comunicantes. Es completamente antinatural identificarse con los pobres. Esta identificación es un don. Y sólo la gracia te la puede conceder.

Y sin embargo, en mi descargo, tengo que decir que también yo algunas veces no me he desviado del camino y he ejercido de ‘buen samaritano’. Lo normal es dar un rodeo; lo natural es desviar la mirada. Pero algunas veces, empujado por la gracia, he sentido compasión, me he acercado, he curado y vendado las heridas y he sacado un par de monedas de mi bolsillo. He sido samaritano. Que el Señor, en su infinita misericordia, recuerde estos momentos.

Y sin embargo, durante toda mi vida debería haber ejercido de samaritano. Mis padres me lo enseñaron y me lo inculcaron. Hacer un favor era una norma en su vida.

Y me lo inculcaron, sobre todo, los guanelianos para quienes esta parábola constituía el meollo de su espiritualidad y de su carisma. Pero en fin, me temo, como ya he escrito otras veces, que no fui un alumno aplicado.

Ante los pobres, desviar la mirada y dar un rodeo es lo más natural del mundo. Pero es que lo natural del mundo choca de frente con lo antinatural del mensaje de Jesús: tener compasión y acercarse.















miércoles, 18 de mayo de 2022

Fascismos de todos los colores

 


            Cuando una palabra, como fascismo, se usa y se abusa de ella, únicamente como un insulto grueso de moda y expresión de lo ‘políticamente correcto’ y como un intento de tapar la boca por la tremenda al otro, es que ya ha perdido todo su significado.

            Si tenemos en cuenta que Fernando Savater fue tachado de fascista por defender a las víctimas de ETA, o que Joan Manuel Serrat fue acusado de lo mismo por no apoyar el independentismo… O que, algunos tachan de fascista a Miguel de Unamuno por buscar la verdad y denunciar los desmanes de unos y otros… entonces cabe pensar que la palabra fascista se lanza contra el otro como una piedra cuando no comparte mis ideas, ya sean políticas, económicas, sociales o culturales. Cuando un adjetivo se devalúa tanto únicamente insulta al insultador.

            Ya Oriana Fallaci en su día dijo que había fascismos negros, rojos, verdes y blancos. Porque el fascismo es la actitud de la intolerancia ante todas las opiniones, excepto la mía. Y esta actitud, por desgracia, está muy de moda en todo el arco político y abunda y sobreabunda en redes sociales, e incluso en medios de comunicación. Oriana Fallaci, nada sospechosa de fascismo, fue tachada al final de su vida de fascista por quienes no compartían sus mensajes llenos de bastante sentido común y bastante cordura. Por ejemplo, su manifiesto La rabia y el orgullo.

            Algo que me ha enseñado la vida es que en todas las realidades humanas cabe el matiz. Las verdades absolutas no existen. Y además, son peligrosas. Matizar debería ser un verbo para conjugar todos los días.

            Cuando a la conculcación de las libertades individuales, a la merma de derechos humanos o al saltarse a la torera las normas vigentes de un país se llama progresismo… podemos afirmar lo que ya se viene afirmando desde el final de la Segunda Guerra Mundial: la perversión del lenguaje es simplemente el síntoma de la perversión de las conciencias.

lunes, 16 de mayo de 2022

12.- La entrada triunfal de Jesús en Jerusalén (Marcos, 11)

 


La inutilidad del triunfo

 Los evangelios que han llegado hasta nosotros no parecen escritos para idolatrar y mitificar a un Dios al uso, lleno de gloria, de poder y de majestad, sino para retratar a un Dios, bastante distinto a la idea de Dios. Ahí radica la veracidad de los evangelios. Cualquier escritor que se hubiese empeñado en inventar una biografía para Jesús digna de un  Dios, no hubiera, ni mucho menos, escrito ese nacimiento misérrimo y esa muerte ignominiosa. Lo propio de los dioses es la inmortalidad. Pero nosotros tenemos un Dios que ha muerto.

La entrada triunfal de Jesús en Jerusalén resulta bastante paradójica. Parece que por un momento las masas, llevadas por su entusiasmo hacia este profeta que algunos veían como el Mesías, quisieron provocar e impresionar a las autoridades y a los jerosolimitanos. Por otro lado, tenemos la sensación de que Jesús dejó hacer, se prestó a este juego infantil, a este teatro popular, a esta puesta en escena un poco rudimentaria. Durante unas horas permitió que sus discípulos se desbordasen y se desmandasen, que tuviesen la ilusión de asistir a un triunfo, de vivir un momento histórico: la presentación oficial del Mesías en la ciudad santa de Jerusalén. Uno puede imaginarse a Jesús seguir la escena con una sonrisa en los labios, con una mueca de ironía, casi condescendencia hacia sus rústicos seguidores. Como un padre que deja que sus hijos pequeños le pongan una corona de papel el día del cumpleaños.

La escena tiene sin duda un fondo teológico y una profundidad catequética: El, Jesús, es el bendito, el que viene en nombre del Señor. Es el enviado que llega para traer un novum. Los hosannas y los aleluyas están más que justificados. Pero el atrezzo es un poco cómico. Nada de carros de emperadores, ni despliegue de soldados, ni alfombras de seda. Jesús entra en Jerusalén sobre un pollino. Y los seguidores alfombran el camino con sus pobres harapos y palmas, ramas de romero y de olivo. Gritan Hosannas, eso sí, lo que enfurecen a las autoridades que ya tienen en el punto de mira a este nazareno que se está pasando cuatro pueblos.

Es un triunfo efímero. El mensaje sería este: Jesús es digno de ser aclamado como rey. Pero la advertencia es clara: el cristianismo, mirado con la lógica del mundo, lleva en sí una semilla de fracaso. La entrada triunfal es sólo un espejismo, una ilusión que se desvanece al instante.

Las mismas masas que participan en esta entrada triunfal, dentro de apenas unas horas, cambiarán sus hosannas, por sus ‘crucifícale’. Nada nuevo. Solo una advertencia para navegantes cristianos. Lo de la Iglesia triunfante solo es un barroquismo más de la iglesia. Cuando la iglesia y los cristianos triunfan en el mundo hay que pensar que algo va mal. Las masas, las iglesias llenas, las visitas papales millonarias en gente pueden hacer pensar a muchos cristianos que el catolicismo triunfa. Es un autoengaño. No es oro. Solo oropel de masas.  Lo propio de la iglesia (y de los cristianos) es el silencio, la exclusión y el exilio.

Cuando la Iglesia triunfa, ya no es la Iglesia de Jesucristo. Y a veces cuanto más triunfa la Iglesia, menos triunfa Cristo y su mensaje evangélico.

Los que aplaudían a rabiar aquella mañana en Jerusalén no estaban aplaudiendo a Cristo, sino a una idea veterotestamentaria del Mesías. Le vitoreaban los que querían un Cristo sanador y milagrero. Le aclamaban los que querían un caudillo que liderase la rebelión contra el yugo romano. Buscaban un Dios sólo para el pueblo de Israel, para los hijos benditos de Moisés. No podían admitir que ese Dios sirviese a los pedantes griegos ni a los explotadores romanos, ni a los idólatras egipcios. Querían un Mesías a la medida de sus sueños políticos y mundanos. Querían un Dios pequeño como su corazón pequeño y encogido.

Pero hubo un instante, un fugaz instante, en una mañana en Jerusalén, en que todos, unos y otros, vieron, en ese hombre de mirada profunda y de rostro manso, que había llegado el momento. Él, por su autoridad, por su libertad para criticar la hipocresía religiosa, por su modo de vivir, podía ser el Esperado, el Ansiado, el Deseado, el Mesías. El fuego de los deseos no satisfechos, la nostalgia por revivir el Reino de David y de Salomón, aunó a unos y a otros por unas horas en los umbrales de Jerusalén. Y todos, por unas horas, sintieron que había llegado el momento para presentar a este nazareno como el Libertador de Israel, el Moisés redivivo.

Fue un sueño efímero a los que despertó la peor de las pesadillas. Este Cristo no solo no era omnipotente, sino palmariamente un fracasado. Por todo ello, cuando llegó la hora del apresamiento, del juicio, de la tortura y la muerte, no tuvieron empacho en gritar ‘crucifícale’. No sólo por el miedo a ser descubiertos como seguidores de Jesús, sino también por esa frustración grande, por ese engaño manifiesto. Habían puesto sus esperanzas en un hombre que creían que era el Enviado, y no era más que un simple mortal, ni más poderoso, ni más fuerte que ellos. Se sentían decepcionados. Habían esperado en vano y habían confiado a tontas y a locas. Jesús se merecía toda la rabia. La frustración largamente reprimida, estaba a punto de estallar. Nadie, empezando por los propios apóstoles, había entendido nada. Quizás algunas mujeres que lo seguían tampoco entendían mucho más, pero ellas decidieron quedarse hasta el final. Puede que Jesús de Nazaret no fuese el Mesías esperado, pero, sin duda, era un inocente. Un sentido de piedad les ayudó a seguir a su lado cuando todos a su alrededor gritaban ‘crucifícale’.








miércoles, 11 de mayo de 2022

11.- La multiplicación de los panes y los peces (Juan 6, 1-15)

 


El niño que hizo un milagro 

Al principio de su ministerio, Jesús pasa recorriendo los pueblos y aldeas. Poco después, unos cuantos se deciden a seguirlo. A veces, como en el caso que nos ocupa, le sigue una multitud a lo lejos. El evangelio nos dice que le seguían porque había curado a muchos enfermos. La enfermedad, en la mentalidad judía, estaba considerada como un castigo divino. La salud era una bendición de Dios y la enfermedad una maldición. Los enfermos eran vistos, por lo tanto, como gente que se había apartado del sendero de Dios y recibía su merecido. Los enfermos eran indeseables. Los primeros milagros de Jesús quieren, justamente, cambiar la mentalidad. La enfermedad nada tiene que ver ni con la bendición ni con la maldición de Dios. Cristo devuelve la salud a los enfermos para que estos de nuevo sean incorporados y aceptados por la comunidad. La enfermedad más dolorosa es y será siempre la marginación y la exclusión.

La fama de Jesús tiene, por tanto, que ver con esta sanación de cuerpos. Jesús va camino de un monte y nota que le sigue una multitud. Y en seguida se siente responsable de ellos. Jesús se hace responsable de sus seguidores, y sobre ellos quiere ejercer una protección amorosa. La primera protección y la más elemental es la del pan de cada día. ¿Dónde vamos a comprar panes para que coman todos estos? Lanza a sus seguidores más cercanos una pregunta dura y difícil. De sobra sabe Jesús –luego lo sabrán también hasta el día de hoy todos los cristianos- que en el mundo no hay ‘panes’ para los pobres y sencillos. En el mundo nunca los pobres podrán comprar todo el pan que quieran, porque su calderilla de pobres no les da el derecho a su sustento diario. Felipe, como un buen ecónomo, contesta: “Doscientos denarios no bastan para que cada uno coma un poco”. Y Felipe sin saberlo también hace otra profecía para el futuro de la Iglesia: nunca habrá denarios suficientes para dar de comer a una multitud desorientada, como ovejas sin pastor. La Iglesia, como institución, nunca tendrá denarios suficientes para quitar el hambre en el mundo.

Y aquí en esta situación de limitación, limitación de la Iglesia, limitación de los sucesores de los apóstoles, se produce el milagro y también la solución. El día en que los cristianos compartan lo que tengan, como hizo el muchacho del que habla el evangelio, ese día se acabará el hambre en el mundo. El milagro sólo se produce cuando se comparte. El pan que se parte y se comparte, se multiplica. Las vidas de los santos de la caridad han reproducido este episodio. Ellos han sido el muchacho de los cinco panes y de los dos peces. Ellos han dado de comer a multitudes. Ellos han obrado el milagro. ¡En cuántos episodios de la vida de Luis Guanella se ‘reproduce’ esta multiplicación de los panes y de los peces!

Este es el aspecto más interesante. Este es el milagro del que nos habla el evangelio: Es un niño el que tiene los panes y los peces. Y él los pone a disposición de Jesús. Se los entrega. El niño no hace cálculos matemáticos y económicos, como rápidamente los ha hecho Felipe. El niño confía, y por eso confía su cesta a Jesús. No sabe lo que va a hacer Jesús. No se puede imaginar el milagro. Pero no se deja vencer por ese miedo a perder cesta y alimentos. Este muchacho –hay que decirlo- es el único de los que seguía a Jesús que no necesitaba en absoluto un milagro, porque él disponía de lo necesario para comer ese día y al día siguiente. Este niño tiene el pan asegurado, tiene las necesidades resueltas. Este niño no precisa el milagro. No calcula las posibles consecuencias negativas de esa entrega de la cesta. Pero este niño, el único materialmente no necesitado, quiere experimentar en su pequeña alma la satisfacción de la entrega, el placer de la generosidad, el ideal de la humanidad. Es un niño pero quiere ser un hombre en plenitud, un hombre total. El –lo sabemos ahora- es el primer cristiano. El Reino de los Cielos no se construye sin niños (sin pequeños, sin insignificantes…) que pongan en las manos de Jesús sus cinco panes y sus dos peces. Hay una belleza y una poesía en la reacción de este chico: él que no tiene hambre de pan, porque lo lleva bajo el brazo, tiene hambre de Dios, quiere acercarse a Dios, confiar en Él. Saber de una vez lo que es saciar el hambre de eternidad. 

El pasaje termina diciendo que, ante el portento realizado, la multitud quería proclamarlo rey, pero Jesús se escabulló y se apartó a lugares solitarios. En cuanto se llena la barriga a los hombres, uno se asegura su voluntad y su pleitesía. Y esta multitud hubiera estado encantada con tener un rey que les asegurase el chusco diario. El Reino de Dios hubiera sido, así, la Corte de los Milagros. Pero la multiplicación de los panes y de los peces son sólo la imagen de la preocupación que es preciso sentir por los que están necesitados y, al mismo tiempo, la certeza de que sólo habrá milagros verdaderos y cotidianos cuando los hombres y las mujeres puedan compartir la cesta de alimentos que tienen en sus manos, en su cabeza o en su corazón. Pero nunca para obtener de ellos una proclamación regia, nunca para que los beneficiados se conviertan en súbditos. He aquí la radical diferencia con los tiranos del mundo. Nunca para que aquellos a los que ayudamos nos digan: “Qué bueno eres. Sé tú mi rey”. Cuando la Iglesia se ha dejado proclamar ‘Rey’, o se ha constituido en poder establecido de este mundo, ha sido la hecatombe, para el mundo y para la propia Iglesia.






jueves, 5 de mayo de 2022

Delon quiere morir




    Será difícil olvidar su interpretación en El gatopardo, de Luchino Visconti, especialmente en la escena en la que mira embobado a Claudia Cardinale durante el baile, con la música del vals Nº 2 de Shostakovich. Alain Delon fue durante mucho tiempo uno de los actores más reputados y uno de los rostros masculinos más bellos del séptimo arte. Después, lo hemos visto envejecer y engordar. Hace poco más de un año sufrió un ictus, lo que le dejó algo disminuido y mermado. Y ahora hemos sabido que ha solicitado a su hijo que empiece los trámites para proceder a la eutanasia en Suiza. Alain Delon ya no tiene ganas de vivir.

    Tenía cuatro años cuando sus padres se separaron. Fue de internado en internado y también de expulsión en expulsión por su carácter rebelde. A los 14 años ya había dejado la escuela, y durante algún tiempo trabajó en la carnicería de su padrastro. Pero un director de cine vio en él uno de esos rostros de los que la cámara se enamora. Aprendió inglés y comenzó su carrera en el séptimo arte. Fue de éxito en éxito y los grandes directores se lo rifaron. Enfant terrible del cine francés, su presencia en la cartelera fue sinónimo de éxito comercial. Galán de cine y galán en la vida real, conquistó a hermosas mujeres con las que vivió, a veces, episodios tormentosos. Llegó a confesar sin rubor que había abofeteado y había sido abofeteado. En fin…

    Ahora Alain Delon ya no quiere vivir. Difícil lidiar con el envejecimiento, la decrepitud y las limitaciones. Y no seré yo el que juzgue. ¡Dios me libre! Pero la noticia leída sobre Delon me empuja a hacerme algunas preguntas: ¿Hasta cuándo la vida es vida, hasta cuándo merece ser vivida? ¿Estamos completamente indefensos frente a la enfermedad y a la limitación? ¿Qué imagen proyectamos de nosotros mismos ante los demás que nos resulta insoportable mostrarnos en debilidad y dependencia? ¿Por qué algunas personas siguen manteniendo la ilusión, la serenidad y la alegría en el potro del dolor? ¿Qué pan tan amargo nos obliga a masticar el dolor y el sentirnos vulnerables? ¿Es verdad que, sin Dios, no hay cabida para el ser humano impotente en su fragilidad?

miércoles, 4 de mayo de 2022

La escuela africana que ganó un Pritzker

            


         Pocos minutos antes de que la campana suene para empezar la primera clase de la mañana, los niños se arremolinan en torno a la escuela. Una escuela rural más, en Gando, Burkina Fasso. Si estos días la escuela de la foto ha saltado a las páginas de medio mundo es porque quien la construyó en su día, Francis Keré, acaba de ganar el Pritzker, el premio más importante de arquitectura.

            Francis Keré fue el primer niño de su aldea que aprendió a leer. Para ello tuvo que marcharse a otro pueblo, a cuarenta kilómetros, porque en su aldea no había escuela. El arquitecto de moda recuerda que “Cuando era niño y tenía que regresar a la escuela al final de las vacaciones, debía despedirme de mi comunidad. Entonces, todas las mujeres en Gando me daban la última moneda de su bolsillo. En mi cultura, eso es un símbolo de profundo afecto. Con tan solo siete años, eso me impresionaba, y le pregunté a mi madre por qué aquellas mujeres me amaban tanto. Ella me respondió: “Están contribuyendo a pagar tu educación con la esperanza de que tengas éxito y algún día regreses y ayudes a mejorar la vida de la comunidad”.

            Años más tarde, una beca le llevó a la universidad de Berlín. Siendo aún estudiante, pidió a sus compañeros de pupitre que le ayudaran, privándose de un café o de una cerveza, a construir una escuela en su pueblo. Francis sabía perfectamente que en las horas de más calor la escuela africana en la que él había estudiado de niño se convertía en un horno donde era imposible estudiar y aprender. Construyó la escuela con adobes de barro, y puso un tejado de chapa que no apoyaba directamente sobre los muros, sino sobre unos postes que lo elevaban, creando un vano en todo el perímetro que permitía la aireación y refrigeración del espacio. Además, diseñó el tejado con un gran voladizo de forma que la lluvia no diera directamente sobre los adobes y así preservarlos durante mucho más tiempo. El jurado ha valorado la utilización de materiales humildes, la adaptación de su arquitectura al medio, muy alejado de esos arquitectos estrellas que, desde sus estudios en Londres o Berlín, diseñan edificios para lugares que ni siquiera conocen pero por los que les han pagado cifras astronómicas.

            Francis Keré ha sido el primer arquitecto africano en conseguir el premio Pritzker (el nobel de la arquitectura). Muchos de sus trabajos, hermosísimos, están en su propio pueblo Gando (escuela, casas para maestros, biblioteca), en parte financiados por la fundación que él creó para ayudar al desarrollo de su aldea. Pero también cuenta con trabajos en Suiza, Inglaterra, China, Mali, Alemania y por supuesto Burkina Faso. Francis Keré es uno de esos africanos que ha triunfado en el mundo, pero que no se ha olvidado de sus raíces y tampoco de aquellas mujeres que le regalaban una moneda para que estudiara y fuera un hombre de provecho para la comunidad.






martes, 3 de mayo de 2022

10.- Las bodas de Caná (Juan 6, 1-15)

 Multiplicar las alegrías

 


Un buen día, un oscuro carpintero de Nazaret de unos 30 años, deja su casa, su trabajo, e inicia una peregrinación por Galilea. Seguido de unos pocos amigos y familiares (entre ellos su madre), va de pueblo en pueblo y de plaza en plaza. Un sin-techo más, un sin-morada-fija más. Un aprendiz de profeta, de los que Palestina tenía para dar y tomar. Predicadores vagabundos, iluminados, que hablaban del Mesías que estaba por llegar, o que interpretaban el momento histórico a la luz de las escrituras, o que denunciaban las injusticias sufridas bajo el yugo romano. Los había con más éxito y con menos. Tenían más o menos seguidores. Las autoridades religiosas establecidas, guardianas de la ortodoxia, no se entrometían en estos asuntos. Los consideraban charlatanes, juglares, poetas, hippys, inconformistas. Vagabundeaban y predicaban durante unos meses, o quizás sólo unas semanas. Luego, sentaban la cabeza, se casaban, tenían hijos y, ya ancianos, contaban, a sus nietos la aventura de un tiempo en que también ellos habían querido cambiar el mundo. Las autoridades no se entrometían, salvo que estos utópicos se extralimitasen y pusieran en entredicho la autoridad de los líderes religiosos. Entonces, se tomaban medidas. ¡Una cosa es hablar del Mesías o de las utopías de un mundo mejor, y otra cosa es hablar mal de los representantes de la religión establecida! Y así ha sido siempre. ¡Una cosa es que se haga chirigota de Dios y otra muy distinta que se haga escarnio de los que se autoproclaman sus vicarios y portavoces! ¡Hasta ahí podíamos llegar!

Jesús acaba de salir a los caminos de Galilea. Antes, ha pasado una temporada en el desierto, en total soledad. Ha querido saber qué es lo que Dios quiere de él y cómo va a hablar a sus futuros discípulos, a sus seguidores de este Dios. Una preparación, en silencio, a lo que él cree que es la misión de su vida. La razón de su existencia.

Lo suyo no es una aventura. No es una puesta en escena de rebelión. No pretende jugar a revolucionario. Tiene treinta años. Se ha pasado media vida entre virutas y tablas, entre el cepillo y el escoplo. Pero su corazón estaba en otra cosa y su alma estaba en el Otro. Lo ha meditado bien. Lo ha madurado bien. Ha renunciado a muchas cosas para prepararse en cuerpo y alma a esta misión. Aún a costa de ser tenido por un joven ensimismado, por un solterón empedernido, él no se ha desviado ni un solo minuto de su trabajo verdadero: cómo anunciar a Dios, cómo ser su Palabra…, cuando llegase el momento.

Ya está en los caminos. Pero no se ha vestido de profeta. No lleva hábito de santón. Él es un hombre normal, que va a asumir la normalidad, como norma de su vida. Y dentro de la normalidad, podemos comprender su asistencia a la boda de unos amigos.

En la boda también está María. María también ha salido a los caminos siguiendo a su hijo. Quizás al cerrar los postigos de las ventanas y entregar la llave de la casa a una vecina pensó que, a partir de ese momento, su casa estaría donde estuviese su hijo.

El trabajador humilde que ha sido Jesús hasta este momento inicia su ministerio público en una boda, en un momento de alegría para la comunidad, que se ve interrumpida por la falta de vino. ¿Puede haber un banquete sin vino, sin bebida? ¿Puede haber una fiesta sin que el vino anime los corazones para conversar, cantar y danzar? El vino se ha acabado en esta boda. Y María puede intuir la vergüenza y la pena de unos novios por invitar a los amigos a un banquete escaso de vino. Hay agua, para saciar la sed, pero el hombre no sólo tiene necesidad de saciar la sed, sino de animar el corazón y alegrarse, por el mero hecho de estar juntos y de celebrar los buenos momentos. Al cuerpo le basta el agua. Al corazón el agua no le basta.

Jesús convierte el agua en vino. Y así multiplica la alegría. Jesús trae un mensaje de alegría que se nos ha olvidado con frecuencia a los cristianos, y más aún a la Iglesia. Se ha hecho hincapié en el pecado, la austeridad, la penitencia, la culpa, la cuaresma y la abstinencia... Y hemos perdido de vista que el mensaje originario de Cristo es un mensaje de liberación, de alegría, un gozo grande, una buena noticia, una redención, una salvación, un banquete, un convite, un alegre compartir de los seguidores de Jesús.

 Entre el vino de las bodas de Caná y el vino de la última cena transcurre la vida de Jesús, creando atmósfera de fraternidad, compartiendo con los hombres sus momentos de pena, pero también de alegría. Compartiendo el compartir de los hombres.

Jesús ha multiplicado las alegrías de los hombres. Nos lo recuerda la bellísima partitura de Bach, Jesús, alegría de los hombres. Jesús está en medio de nosotros convirtiendo el agua de nuestra vida –nuestra insípida existencia- en vino oloroso y estimulante. Las tinajas de agua están llenas. El agua es la dura cotidianidad, las penas de cada día, los sinsabores y las rutinas, el trabajo opresivo, las relaciones incordiantes y desgastadoras, la devastadora realidad del mundo, el desierto de las emociones, el polvo del camino, la rabia de las frustraciones.

Pero Jesús está aquí para transformar todo esto en ‘vino’. ¿Y cómo podemos experimentar en el ajetreo mesetario y gris del día a día esta transformación? La clave nos la da María: haced lo que él os diga. Esa es la receta para que un agua, una vida incolora, inodora e insípida se transforme en una vida de color, en una vida perfumada, en una vida de sabor. Jesús ha venido a operar este cambio y a realizar esta transformación. Es un milagro, ciertamente, convertir el agua en vino, pero mucho menos milagroso que transformar nuestra vida cenicienta, tristona, desmotivada en una vida con sentido, en una vida plena, en una vida de alegría.

Jesús ha venido no sólo a borrar nuestros pecados, sino a multiplicar nuestras alegrías.







jueves, 28 de abril de 2022

Un hermano para siempre


            El antiguo alumno sube al tren casi vacío en la estación de Valladolid, con destino a Palencia. Son las 09:55 horas de la mañana de un sábado 23 de abril de 2022. A esa hora, los tenderetes de libros se montan en plazas de todas las ciudades para celebrar el Día del Libro. También a esa misma hora,en la carpa de Villalar, suenan las primeras dulzainas y tamboriles, y el monolito que recuerda a los comuneros castellanos vencidos empieza a cubrirse de flores. En Villa San José, los últimos casos de Covid entre cuidadores, religiosos y usuarios alteran la marcha cotidiana del centro. Mucho más allá, Ucrania despierta un día más (y ya van sesenta días guerra) con el sonido inequívoco de las alarmas y la amenaza de más bombardeos y más destrucción. Un día más, los refugiados ucranianos, desperdigados por todas las naciones de Europa, recuerdan cada minuto esta tragedia. Las noticias sobre contagios después de la Semana Santa y el todavía reguero diario de fallecidos hacen pensar que el coronavirus aún es una realidad cotidiana y no sólo una antigua pesadilla. En el mundo, el Papa Francisco ya es la única autoridad moral, indiscutible e indiscutida, que sigue clamando, a tiempo y a destiempo, sobre la necesidad de compasión y de misericordia hacia los más vulnerables. Sobre una España cada vez más fragmentada, ideologizada y pobre, reina un hombre honesto, uno de los pocos españoles que hablan de concordia, entendimiento y unidad. En la capilla de Barza d’Ispra, donde reposan los restos mortales de Juan Vaccari, alguien ha colocado unas flores ante su tumba.  

           Faltan pocos minutos para las 11 de la mañana cuando las luces de la capilla del Palacio Episcopal de Palencia se encienden. Un fotógrafo y un camarógrafo instalan sus equipos. Hace un tiempo desapacible, una temperatura inusualmente baja para la época del año, viento racheado y lluvia intermitente. Una jornada ‘sacada’ de los largos inviernos aguilarenses que en los años sesenta y setenta del pasado siglo azotaban aquel colegio de ladrillo rojo y persianas azules. El antiguo alumno piensa en todo esto. Durante el viaje ha continuado la lectura del libro “Paraíso”, de Abdulrazak Gurnah, escritor tanzano y último premio Nobel de Literatura. En la puerta del Palacio se encuentra con los primeros invitados que cierran sus paraguas y saludan a otros invitados. En el segundo piso, está situada la Capilla. Aquí, concretamente aquí, en este espacio recoleto y hermosamente decorado, desconocido para el público, tendrá lugar el “Inicio oficial del proceso de beatificación y canonización del hermano Juan Vaccari”.

       

    Sólidos muros neoclásicos encierran la capilla neorrenacentista que terminó de pintar en 1901 el palentino Mariano Lantada, con un amplio programa iconográfico de santos, escenas bíblicas, virtudes y símbolos cristianos, y en el que, como curiosidad, cabe destacar la pintura de Fray Francisco Fernández de Capillas, palentino y primer mártir cristiano de China. Ocupa el presbiterio una transverberación de Santa Teresa de Jesús. Esta imagen llama la atención del antiguo alumno y piensa que no es mal escenario para esta ceremonia. Un 15 de octubre de 1965, festividad de Teresa, Juan Vaccari dejaba la casa de Barza d’Ispra camino de Aguilar de Campoo. Y en la misma fecha, pero de 1971, un coche fúnebre con los restos mortales del Hno. Juan abandonaba Aguilar de Campoo camino del cementerio de Como.

            La ceremonia se desarrolla dentro del rezo de la Hora Media. Ocupa la presidencia el obispo, Mons. Manuel Herrero, agustino. A su derecha, P. Umberto Brugnoni, Superior General de los Siervos de la Caridad. A su izquierda, P. Bruno Capparoni, Postulador de la Causa. En el primer banco están sentados Daniella, sobrina del Hno. Juan, y su esposo, Giancarlo.

      El obispo va presentando a los intervinientes. En primer lugar, toma la palabra P. Andrés García, inasequible al desaliento en la promoción de la figura de Juan Vaccari. Es el encargado de ofrecer el perfil del nuevo Siervo de Dios. Y lo hace con sus propias palabras: “Procuremos hacernos santos”. “Busquemos la santidad como Dios la quiere y donde quiere”. Recuerda su devoción a San José como modelo de una santidad sencilla, de andar por casa. Juan anhelaba la santidad y veía en José el modelo: “San José no ha hecho cosas extraordinarias, pero ha hecho las cosas ordinarias de forma extraordinaria”. Y recordaba el secreto de la vida espiritual del fraile guaneliano: “No hay alegría más grande que hacer la voluntad de Dios”. “Ayúdame a ser santo en el ejercicio de la caridad”. Un “deseo de santidad” que el hermano Juan quiso inculcar en su sobrina Daniella en el día lejano de su Confirmación. Una Daniella emocionada, medio siglo después, leía la carta: “Ahora que eres una pequeña soldado de Cristo, intenta cada día ser buena para llegar a ser una pequeña santa”.

            La Canciller-notaria de la diócesis de Palencia, Dª Natalia Aguado, da lectura a los diferentes Protocolos y Actas. Poco después, tiene lugar el juramento de las personas encargadas de llevar adelante, a nivel diocesano, esta Causa. Además del propio obispo, pronuncian su juramento el Delegado Episcopal de la Causa, D. Ginés Ampudia, el Defensor del Vínculo, D. Antonio García, la Notaria, Dª Natalia Aguado, y el Postulador de la Causa, Don Brupo Capparoni.

            Finalizados los juramentos, Mons. Manuel Herrero se dirige a la Asamblea para agradecer a todos los presentes y a todos los que han trabajado por este día. Afirma que estamos viviendo un día de alegría y de gracia en la diócesis de Palencia, y que la santidad es vivir el bautismo en plenitud. Y termina: “Que el hermano Juan se acuerde de nosotros”.

            A continuación, toma la palabra P. Umberto. Da las gracias a la diócesis palentina por haber hecho suya esta causa, y por la rapidez de los tiempos en el proceso. “No sabemos si vamos a llegar ni cómo. Lo que sí sabemos es que hemos empezado. Solo por eso, es un día único en nuestra historia”. El Superior General de los Siervos de la Caridad, llegado expresamente de Italia, junto al Consejero, Gustavo de Bonis, se pregunta qué hizo el hermano Juan, qué fundó, qué escribió. Y se responde: “Nada de nada. Juan fue el menos dotado de los religiosos guanelianos. Un hermano lego en medio de una congregación clerical. Y sin embargo él brilla entre nosotros. El hermano Juan nos recuerda que nuestra vocación no es la de hacer sino la de amar. Vida sencilla y pobre, escondida, desapercibida. Un testigo del Evangelio”.

            La breve ceremonia -duró apenas 45 minutos- acaba con el canto del Regina Coeli’, todos los ojos vueltos hacia la hermosa talla medieval de una Virgen que, descubriendo su seno, descubre su ‘ser de maternidad’. Hoy, este canto de gozo y aleluya en la pequeña capilla parece la lógica continuación de aquel canto del ‘Resucitó’ que resonó en la Colegiata de Aguilar de Campoo durante su funeral, cinco décadas atrás.

            Ya fuera de protocolo, y con esa familiaridad acorde con la sencillez de Juan Vaccari, el obispo invita a todos a un café: “Si no hubiese café para todos, trataremos de estirarlo”. Estirado o no, hubo café para todos en ese rato de alegre confraternización.

            Cuando, poco después, el antiguo alumno pasea por las salas del Museo Diocesano que su director, José Luis Calvo, tuvo a bien enseñar a un grupo, entre Pedro Berruguete, Juan de Flandes, Felipe Bigarny, Andrea del Sarto, Alejo de Vahía, y otros muchos grandes artistas, piensa en dos imágenes de las que el hermano Juan habló en sus escritos y que se han mencionado en la ceremonia. Estas dos imágenes son como los “deberes” cotidianos que el Hno. Juan pone a sus antiguos alumnos y a todos los hoy congregados en su nombre. Hoy, nosotros le “queremos hacer santo”, pero él quiere que “nosotros seamos santos cada día”.

            El Hermano Juan pedía al Señor ser hierro incandescente, que se deja forjar, y que no opone resistencia al herrero. Sólo un corazón ardiente, un corazón encendido en el Señor, puede tomar la forma a la que ha sido destinado, de acuerdo con la voluntad de Dios.

            La otra imagen es la de la luciérnaga. En una ocasión el Hermano Juan se encontraba de ejercicios en una casa de espiritualidad. Después de cenar se perdió por los senderos del parque adyacente. Era de noche y las luces estaban apagadas. Se sintió extraviado, y no acertaba con el sendero que conducía a la puerta de entrada. Fue entonces cuando vio una luciérnaga. Una pequeña luz brillaba en el suelo, pero suficiente para iluminar un poquito la noche oscura y dar con el sendero que llevaba a la puerta principal. Y al Hno. Juan esto le hizo meditar. Y se propuso a sí mismo ser en la vida como esa luciérnaga. Una luciérnaga no es el sol, la luna, un faro, y sin embargo, es capaz de emitir un poco de luz, la necesaria para alumbrar los pasos extraviados de alguien, de facilitar la vida de otro, para que, en la noche oscura, pueda encontrar el camino que lleva a la Casa del Padre. Nada más, pero nada menos.

           Al abandonar el Palacio Episcopal, la lluvia y el frío vuelven a hacerse presentes. Por calles prácticamente vacías, relucientes de lluvia, el antiguo alumno reconoce que pocas palabras más hermosas para honrar a un ser humano que llamarle “hermano”. Juan Vaccari desde hoy es ‘Siervo de Dios”.  Durante muchos años fue ‘Siervo de la caridad’. ¿No es lo mismo? Tal vez, si Dios quiere, un día llegará a ser venerable, beato e incluso santo. Pero ningún nombre le pegará mejor que el de ‘hermano”. ¿Hay alguna palabra más bonita que ‘hermano’? Juan Vaccari Magnani fue, es y será ‘hermano’ para siempre. Un fraile, entre 1913 y 1971, encarnó acertadamente el sueño eterno de la fraternidad universal. Se hizo hierro incandescente en las manos del Gran Forjador del Mundo. Y supo ser ‘pequeña luciérnaga” por los senderos de Sanguinetto, Fara Novarese, Barza d’Ispra, Monteggia, Roma y Aguilar de Campoo. Ejerció de hermano de muchos y muchos, por él, se hicieron hermanos a su vez. ¿Qué mejor título podríamos darle? Tal vez, ninguno. Cuando, poco después, el antiguo alumno se sienta a comer en una mesa de veinte comensales escasos, y de diferentes nacionalidades, españoles, italianos, indios, congoleños, argentino…, le parece una hermosa metáfora de universalidad para concluir una jornada en la que la palabra “hermano” ha estado en boca de todos.

            La lluvia sigue inmisericorde después de la comida fraterna. Los invitados se dispersan, camino de sus casas en Palencia, o de sus destinos en Galicia, Madrid o Italia. Ni un alma por las calles de la ciudad castellana. El antiguo alumno hace memoria de la ceremonia que se ha desarrollado hace escasas horas. Ha echado de menos que en ningún documento oficial se hable de “Juan”, sino sólo de “Giovanni”. Al igual que ha echado de menos los “caramelos” en algún momento de la jornada. Dos detalles insignificantes, sin duda.

        En el tren de vuelta a Valladolid, al antiguo alumno de Juan Vaccari le entra un whatsapp de un amigo que está viviendo un momento doloroso. “¿Tendrías tiempo para un café esta tarde?”, pregunta. Y le contesta que está en el tren, pero que dentro de media hora estará en su casa. Momento de abrazos, confidencias, desahogos, pero también algunas sonrisas y, en un momento determinado, una risa amplia, clara y sonora. Un “momento Hermano Juan”. Unas horas después, ya en casa, otro whatsapp del mismo amigo: “Me he encontrado esta estampa del Hermano Juan en casa. Sin duda, se te ha caído al suelo cuando has sacado el móvil”. Y acto seguido, la respuesta del antiguo alumno: “Eso significa que el Hermano Juan quiere quedarse en tu casa. No es mala compañía; te lo aseguro”.


miércoles, 27 de abril de 2022

9.- El banquete en casa de Simón (Lc 7, 36-50)

 La conciencia del pecado

         Sabemos que la hipocresía de los fariseos, y el hecho de que utilizasen la religión como un arma de poder, fue objeto de terribles acusaciones por parte de Jesús. Pero Jesús aceptó su invitación a comer. No rehúsa el encuentro, aun sabiendo que esta invitación proviene de personas retorcidas.

Nos sorprende asimismo el hecho de que Simón, que al igual que la mayoría de los fariseos no comulgaba con las ideas de Jesús, y que le seguían minuto a minuto para hacerle caer en sus trampas, invitase a Jesús a un banquete. ¿Por qué lo hizo Simón? ¿Sentía simpatía por las enseñanzas del maestro de moda? ¿Quería a un antisistema en su banquete para dar un poco de chispa al encuentro, para alegrar la comida, para divertirse, para ironizar sobre sus enseñanzas, para domesticarle, para atraerle a su terreno, para polemizar con él?

Jesús asiste al banquete. No detesta, ni se retira de los hombres, ni de los placeres de la compañía y de la mesa. Acepta la invitación porque cree que todo ser humano es redimible, y que todo el mundo merece una oportunidad. Él es un hombre sin prejuicios. Vivir, nos había dicho Marguerite Yourcenar, es luchar contra los prejuicios.

Y allí, quizás al final de la cena, una mujer irrumpe en el banquete, sin que nadie la haya invitado, por supuesto. Porque éste, como eran la mayoría de los banquetes, era cosas de hombres. Sólo ellos podían hablar, dialogar, discutir o polemizar sobre los asuntos del mundo y sobre los asuntos de la religión.

Los comensales y bebensales se sienten horrorizados por esta irrupción: ¡es una pecadora! Pero ella va a lo suyo: masajea los pies cansados de Jesús, los encrema, los perfuma, los seca con su cabellera sedosa, como si fuese una toalla de holanda. Y alrededor empiezan las murmuraciones: “Si la conociera, no la dejaría hacer todo esto, dar este espectáculo”. Evidentemente Jesús no la conocía. La conocían los demás porque, muy probablemente, habían yacido con ella, o habían deseado hacerlo. La impureza nunca asusta a los puros, pero a los impuros les pone nerviosos. Omnia munda mundis. Para los puros todo es puro. María se arrodilla, consciente de su propia insignificancia, de su poco valor social. Le lava los pies con un perfume caro y se los seca con sus propios cabellos. Ella habrá lavado, no sólo los pies, a los clientes, y lo habrá hecho por el salario, quizás con rabia, quizás con profesionalidad. Pero ahora lo hace por puro amor, por puro cariño, porque quien tiene delante no es un cliente, y nunca lo será, sino alguien limpio como un niño. La pecadora haría este mismo gesto con un niño. Y por eso mismo, lo hace con Jesús, que es puro de corazón. Ella no teme la honra, porque no la tiene, porque hace tiempo, quizás desde adolescente, ya es una deshonrada.

La observan, coléricos. Para todos es una situación embarazosa: ¡Una pecadora en esta casa santa del fariseo Simón! La miran con desprecio y con rabia. Expectantes a ver lo que dice Jesús. No se atreven a echarla, porque Jesús, no solo no siente rabia, sino parece divertido y enternecido a la vez. Divertido, al ver los rostros abotargados, a punto de estallar por la ira de los hombres que lo rodean. Y enternecido por esta mujer que ha osado entrar en una casa respetable, quizás con la intención de buscar la comprensión de Jesús, quizás con la necesidad de ser escuchada, pero no es capaz de hablar, de decir una palabra, sino solamente de llorar y de acariciar los pies de este hombre nuevo, de este hombre diferente. El único de la concurrencia con el que no se ha acostado, pero el único al que se atrevería a hacer una confidencia del corazón, una confesión de su alma.

La pecadora no tiene de qué preocuparse. Nada teme. No les va a echar en cara que les ha visto antes en su cuchitril de mala muerte, que sabe quiénes son, que les ha visto desnudos y procaces, que los ha visto sin la máscara del hábito de las personas respetables. Los demás temen la verdad. Y no entienden cómo este profeta, que debería estar al tanto de la reputación de esta mujer, no hace nada para impedir este besuqueo y estas deshonrosas caricias. ¿Qué van a decir de Jesús mañana en toda la ciudad? ¿No se devaluará su prestigio, no se desmoronará su buen nombre?

Después de unos eternos minutos de silencio, Jesús toma las riendas de la conversación y de la sobremesa, pero no para echar con cajas destempladas a la pecadora ni para poner cara de indignado por la indignidad de la vida de esta mujer. Jesús, al igual que haría muchos siglos después Teresa de Jesús, no le espantan las debilidades humanas. Le espanta la hipocresía, esa fachada de honorabilidad que esconde una pocilga hedionda.

Y entonces, Jesús se sale por la tangente. Y habla del perdón. Y cuenta una parábola a Simón sobre un señor que tenía dos deudores. Uno le debía mucho y otro le debía poco. Perdona la deuda a ambos deudores. Y entonces llega la pregunta: ¿Quién debería estar más agradecido? El fariseo se sabe la respuesta y responde acertadamente: “Aquel a quien más se le perdonó”. Pero no capta nada más, ni siquiera la ironía y la retranca de Jesús. El fariseo entiende que esta mujer despreciable debería sentir agradecimiento hacia este profeta que no la juzga y que la perdona. Pero no era así: Es Simón quien debe sentirse más agradecido que la pecadora, porque Jesús, viniendo a su casa, había hecho la vista gorda y había pasado por alto sus pecados, que no eran pocos.

Jesús echa en cara al anfitrión haberle invitado a comer y no haberle acogido con calor de amigo. Le ha dado el pan y los buenos manjares, pero no la amistad y la alegría. Ella sí. Ella es una pecadora. Y los es por su relación venal con el sexo. En la cultura judía y también en la cultura cristiana, los pecadores son únicamente los que rozan o se enfangan en el sexo. Y esto atañe especialmente a las mujeres. Los varones que hacen eso mismo simplemente son ‘más hombres’.

Jesús cambia el concepto no solamente del perdón, sino del pecado mismo. A los ojos de Jesús, servirse de la religión para medrar socialmente  e instalarse entre los poderosos, encierra un pecado mayor que servirse del cuerpo para ganar cuatro monedas.  Por eso mismo, echa en cara a Simón no haberse mostrado más agradecido. Y despide a la pecadora con una bendición: ‘vete en paz’.









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