martes, 4 de septiembre de 2018

42.- El pequeño Roberto y su saquito de café




 
Llegué a media mañana al aeropuerto de México DF para coger el vuelo que me tenía que llevar a Guatemala. Pero el avión se había averiado. Nerviosismo en los mostradores de la compañía. Al final, tendría que hacer noche en un hotel del aeropuerto y coger un vuelo al día siguiente, muy de madrugada, vía El Salvador. Pasé muchas horas en el hotel Camino Real, como uno de esos solitarios de las pinturas de Edward Hopper. Nunca me había sentido tan incómodo en medio de tanta comodidad. Menos mal que llevaba conmigo el libro de José Jiménez Lozano, Los cuadernos de Rembrandt. La compañía estaba asegurada.
El misionero español Juanma no había podido ir a recogerme al aeropuerto de Guatemala, como habíamos acordado, y envío a un conocido suyo, el señor Pedro, indicándole que escribiera en un cartelito ‘Bautista’, pero se le olvidó el nombre cuando estaba a punto de llegar al aeropuerto. Así que cuando llegué a la terminal me encontré con muchos carteles pero ninguno con mi nombre. Después de un rápido vistazo, volví a leer los carteles detenidamente y pude leer uno que decía ‘Luis Guanella’. Pensé que ese cartel se refería a mí y al mirar al hombre de frente me preguntó: “¿Usted es el español amigo del padre Juanma?

El señor Pedro me dice que tenemos que pasar primero por Antigua a dejar a otro voluntario y que espera que no me moleste. No sólo no me molesta, sino que me da mucha alegría poder visitar Antigua, la primera capital de Guatemala. Apenas veinte minutos para ver esta preciosa ciudad. Pero algo es algo. Ahí están los antiguos conventos e iglesias levantados por los españoles y a los que un terremoto redujo a ruinas. Así pasa la gloria del mundo
Nada más apearme del coche en Chapas, donde está enclavada la misión, se acercan unos cuantos ‘buonifigli’ a saludarme. Siempre es así su acogida. Y ahí mismo se acerca también a saludarme Jorge, un trabajador al que conocía de oídas. Me dice que, si no estoy muy cansado, puedo acompañarle a los cafetales. Dejo la maleta en la habitación y, sin deshacerla, me subo de nuevo al coche. Jorge es un apasionado del café. Me dice que a los 11 años ya estaba trabajando en el campo. Ahora es un trabajador de la misión, pero también posee un pequeño cafetal. Los fines de semana estudia para ser ingeniero agrónomo. Su abuelo le enseñó todo. Nos internamos por senderos empinados entre los bosques que rodean el lugar. Es un paisaje montañoso y cubierto de una vegetación espesa.  Después de la megalópolis de Ciudad de México, tan contaminada, tan sucia, tan ruidosa, este rinconcito tranquilo, de exuberante naturaleza, es un descanso para los ojos y yo diría que para el alma.
Y escondidos entre los altos árboles del bosque están los cafetales, con sus frutos rojos listos para ser recolectados. La economía de Guatemala depende mucho de las cosechas del café. El café es una seña de identidad de este pueblo. Y durante el tiempo de cosecha, las escuelas cierran para que los niños puedan echar una mano a sus padres. En los cafetales hay grupos de familias aquí y allá. Finalmente el todoterreno se detiene. Y los trabajadores se acercan. Se pesan los sacos con los frutos y se anotan los kilos de cada familia. También se acerca un niño de cinco años, Roberto. Viene con su saquito de café. Ese es el fruto de su trabajo: 13,5 kg. Y él está orgulloso de contribuir también a llevar el pan a casa. Cuando sonríe, se le marcan unos hoyuelos en la cara. Le pregunto si puedo hacerle una foto y él en seguida se pone junto a los sacos de café y sonríe suavemente.

El día atardece. Los rayos de un sol moribundo pero espléndido se cuelan entre los cafetales. Llega el momento de acercar los sacos a la Cooperativa Nuevo Sendero de la que la misión forma parte.  Las multinacionales copan el mercado del café en Guatemala. Pagan mal y pagan poco a los trabajadores, y establecen los precios que les da la gana. Cuando el precio del café baja, es un mal augurio, pues anuncia un año de escasez y de carestía. Desde hace unos años, en muchas aldeas se han creado cooperativas cafeteras, lo que permite pagar un poco más alto el café y contribuir de esta forma a levantar algo las economías domésticas más humildes. Me muestran todo el proceso de elaboración del café, un proceso complicado y meticuloso. Jorge y los que me acompañan se muestran contentos de que yo manifieste tanto interés por el asunto y de que haga tantas preguntas
Desde entonces, algunas veces cuando me siento con una taza de café en la mano pienso en aquella tarde: el paisaje de los cafetales, los trabajadores de rostros quemados, la cooperativa, y, sobre todo, en aquel niño y su saquito de café.









Puentes: 25 años de una corriente solidaria.  Aldea de Chapas - Guatemala, 2010.

41.- Jeremías y la mitad de su hamburguesa




Era el día de la Inmaculada, 8 de diciembre de 2010, patrona de la aldea de Chapas donde está situada la misión. Me levanté a las cuatro de la mañana para asistir al canto de Las Mañanitas en la iglesia. Había mucha gente, sobre todo mujeres. Se sucedieron durante casi una hora oraciones y cánticos. Después, se repartió un chocolate entre todos los asistentes. 
Al acabar la misa mayor, me uní a una excursión singular. Una vez al mes la misión organiza una salida a la capital, distante poco más de una hora, con un grupo de 22 niños de las familias pobres de la parroquia, aunque en este rincón de Guatemala muy pocas no lo son. Es un día de fiesta. Muchos de ellos no han viajado nunca y, si alguna vez lo han hecho, es porque han tenido un problema serio de salud. 
Acompañados por el P. Juanma y por algunos laicos, los niños revolotean alrededor del microbús. La primera parada está situada a la entrada de la capital, un establecimiento donde sirven comidas y ofrecen ocio para las familias, de nombre Pollo Campero. Se invita a comer a los muchachos. Para todos era la primera vez que se permitían este pequeño lujo. Pueden elegir entre una pizza, un muslo de pollo o una hamburguesa, con patatas fritas y ensalada. Y también pueden elegir refresco. Mientras los camareros preparan la mesa y la comida, los niños pueden disfrutar de los hinchables y de los toboganes que el restaurante pone a disposición de los clientes. Es un momento de jolgorio y de alegría. Están nerviosos. La timidez de los primeros momentos del viaje ya ha sido vencida.  Y la gravedad de la escuela o la dureza del trabajo en los cafetales ha sido interrumpida por unas horas. Pocos minutos después, ya están locos de alegría. Da gusto verlos disfrutar tanto. No es posible pensar en la infancia sin juegos, sin fiestas, sin celebraciones, por muy humildes que sean. La fiesta rompe la cadena de la monotonía, de la rutina diaria. Y eleva el corazón hacia el país de la alegría y de los sueños.
Pedro tiene el calcetín con un agujero y cada vez que baja del tobogán, intenta recolocárselo a toda prisa, para que no se le vea la ‘patata’, quizás consciente de su propia pobreza.
Cuando la mesa está dispuesta los chicos se lavan las manos para comer. Cada niño tiene delante de su asiento una bandeja con la comida elegida y una corona de papel que en seguida se ciñen sobre su cabeza. Y yo noto su alegría, pero quizás no es sólo porque han elegido un plato que quizás solo ven en televisión, sino también porque están juntos, porque alguien los quiere hasta el punto de invitarles a una excursión, porque todo niño alberga sueños de contento y felicidad.

Jeremías va pobremente vestido, quizás algo más pobre que los demás, si eso es posible. Me sorprende que deje sobre su plato la mitad de la hamburguesa. Le pregunto si no le ha gustado. Y todo serio, formal y responsable, me contesta algo que me aturde y desconcierta: “Es para mi hermano Ángel que está muy chiquito”. Otros niños, al menos cuatro, recogen las sobras en una bolsa y se las llevan para casa. Un par de voluntarios se acercan al mostrador del restaurante y vuelven con una bolsa con fiambreras de comida que entregan a una niña preciosa para que se lo lleve a su madre que tiene cáncer.
Subimos al autobús y nos dirigimos al aeropuerto, pasando por la ciudad que ya está adornada para la Navidad. Los niños pegan sus naricillas a los cristales y abren sus ojos de par en par para intentar ver y recordar todo lo que sucede delante de sus ojos: los coches, las gentes caminando, los adornos de Navidad, los anuncios de colores, las tiendas, los vendedores ambulantes, los edificios, las luces...
En el aeropuerto nos asomamos a una de las terrazas para ver los aviones despegar y aterrizar. Es todo un espectáculo para ellos y sin duda soñarán que algún día, cuando hayan recolectado mucho, mucho café, podrán montar en avión y hacer un viaje hacia países que los libros de geografía dicen que existen. 
La excursión se acaba. El viaje de regreso es un hervidero de conversaciones sobre las miles de cosas que sus ojos han visto. Dentro de cincuenta años todavía recordarán su primer viaje a la capital de Guatemala, el microbús, los hinchables, el sabor del pollo frito, el pájaro de acero que volaba en el aeropuerto. Por mi parte, yo tampoco olvidaré que un niño pobre guardó la mitad de la hamburguesa para su hermano pequeño.










Puentes: 25 años de una corriente solidaria.  Aldea de Chapas - Guatemala, 2010.

40.- “Hablen de minusválidos, pero no hablen de derechos, carajo”



"Hablen de minusválidos, pero no hablen de derechos, carajo". Esta fue la respuesta del inspector de policía al misionero español Juanma Arija, cuando vino a quejársele de que la misión guaneliana de la aldea de Chapas (Guatemala) estaba recibiendo amenazas.

Ciertamente, Guatemala no era un sitio para hablar de derechos humanos cuando los misioneros llegaron a este rincón del mundo allá por el año 1996. Los acuerdos de paz acababan de ser firmados y, podemos decir, que los años de plomo habían pasado pero aún estaban muy cerca. Los misioneros recuerdan que cuando iban a una casa a preguntar por el padre de familia, las mujeres decían que no sabían dónde estaba, que hacía tiempo que no lo veían, que se había ido a Estados Unidos, etc., etc. Guardaban en su memoria aquellos tiempos en que los militares o paramilitares venían a buscar a los hombres, los cargaban en una camioneta y no se volvía a saber de ellos. O volvían al cabo de unas horas, ensangrentados y hechos un guiñapo.

Los caciques eran los dueños de los pueblos y ejercían de alcaldes o de concejales, sembrando el miedo y comprando votos, por ejemplo entregando, a cambio del voto, un par de sacos de cemento. Amenazaban con quitarles pequeños huertos o un terreno de cafetal, o con no darles unas míseras horas de jornal durante la recolección del café. Todas estas cosas se susurraban a media voz, se rumoreaban, pero cuando a alguien se le preguntaba en qué consistían exactamente estas amenazas, la gente callaba por miedo, por un terror instalado en las venas desde hacía tres décadas. La ley del silencio reinaba. Y se comprendía perfectamente que fueran cautos y desconfiados por naturaleza. Y lo primero que tuvieron que hacer los misioneros, llegados de Italia y España, era ganarse su confianza y hacer ver a los campesinos que ellos estaban de su parte, y no de parte de los caciques. Llevó su tiempo.

Pero llegó un día en que en una Asamblea parroquial, los chapanecos se atrevieron a levantar la mano, a contar sus cuitas, a denunciar amenazas, a acusar a personas ‘respetables’, a decir en voz alta nombres y apellidos. Los misioneros, especialmente Juanma Arija, ayudaron a los lugareños a desenmascarar a los caciques y a los que se creían los señores del mundo.

Se organizaron en la parroquia los primeros talleres sobre Derechos Humanos y un observatorio sobre los mismos. Los vecinos de Chapas, bajo la protección de los locales parroquiales, empezaron a conocer sus derechos, como trabajadores, como administrados, como guatemaltecos. Hicieron un análisis de las situaciones en que los derechos eran conculcados o simplemente no llegaban a ese rincón de Guatemala. La mayoría de los participantes eran mujeres, como suele ocurrir en estos asuntos de promoción y sensibilidad social.

Más tarde harían perder las elecciones a un auténtico bandido, implicado incluso en el asalto a la Embajada de España en el año 1980 y donde murió, entre otros, el padre de la premio Nobel Rigoberta Menchú. La gente había perdido el miedo a los caciques. Y los caciques se sintieron observados y juzgados. Ya no podían comprar votos ni sus amenazas surtían efecto. Hasta entonces se habían creído impunes en este territorio y habían obrado en consecuencia.

Años después, llegó la batalla contra las multinacionales canadienses de la minería que querían asentarse en la zona con un modus operandi verdaderamente mafioso: regalaban chuches o lápices o camisetas a los niños, y compraban las tierras a los campesinos, con la promesa de convertirlos en trabajadores de la explotación minera. En un corto periodo de tiempo y mediante un sistema de irrigación con un altísimo nivel de mercurio, lo que no está permitido en ningún país del primer mundo, extraían los minerales (especialmente plata). En muy poco tiempo, obtenían pingües beneficios, recuperando sobradamente la inversión hecha. Y se largaban a otro territorio de Guatemala. Los antiguos campesinos se quedaban sin trabajo. Sus tierras, después de la agresividad a la que habían sido sometidas, eran totalmente inútiles para cualquier cultivo. En fin, la ruina total.

En esta batalla de la minería, los chapanecas, apoyados también por el propio obispo de la diócesis, lograron algunas victorias sonoras, lo que puso en el punto de mira al misionero Juanma. Se convirtió en un extranjero incómodo. Las amenazas se sucedieron y empezó a notar que le estaban siguiendo los pasos. Una noche, una llamada telefónica desde la Embajada Española le advirtió que le estaban preparando una emboscada y que podía resultar fatal. Le insistieron para que se fuera directamente al aeropuerto, por lo menos hasta que se calmasen las aguas. No podía esperar ni una hora más. Así lo hizo. Por caminos alternativos logró salir de Chapas y llegar al aeropuerto de la Ciudad de Guatemala, y salir del país.
Una vez más se confirmaba en toda su crudeza que los políticos, en no pocos países, no ven mal que se dé un trozo de pan al pobre, pero no que se le hable de derechos o de justicia. 
La misión Guanella tuvo que aprender a convivir con esta dura realidad, para no correr riesgos ni pagar un precio muy alto que al final perjudicaría a los propias personas con discapacidad acogidas en esa comunidad: Seguir ofreciendo un testimonio legible de apoyo a los pobres y continuar trabajando discretamente por sus derechos sociales y laborales, sin caer en el éxito, a veces efímero, del altoparlante y la pancarta.











 Puentes: 25 años de una corriente solidaria.  Aldea de Chapas - Guatemala, 2010.

39.- La casa más bonita del mundo





Aldea de Chapas. Guatemala. Cuando le pregunto al más pequeño de los hermanos qué es lo que más le gusta de su casa nueva me dice que el colchón. Entonces me coge de la mano y me lleva hasta la habitación y empieza a saltar sobre el colchón. Un juguete. Una cama elástica en una tarde de hinchables. Juanma, el misionero de la misión guaneliana guatemalteca que contempla la escena, me dice que hasta hace una semana dormían en el suelo o sobre un saco de paja seca. Fueron los laicos de la misión los que decidieron echar una mano a esta familia, para que abandonase la choza de latones y cartones y tuvieran finalmente una casa, sencilla, pero habitable. Pidieron ayuda a Puentes que, en seguida, aceptó su petición. Nuestra ongd pagó los materiales, y los laicos, más algunos profesionales voluntarios, construyeron las dos habitaciones,  más un aseo y una pequeña cocina en el exterior.

A primera hora de la mañana, Juanma me acerca para ver cómo ha quedado todo. La casa está construida en el mismo emplazamiento que tenía la choza, en una pequeña ladera. Cuando llegamos la hermana mayor está haciendo unas tortillas en el fuego. La madre y los tres hermanos mayores están trabajando en los cafetales, al igual que lo hacen tantísimas mujeres y niños en esta época de recolección. Los cuatro menores andan por casa, jugando en el pequeño terreno que hay junto a la casa. En la casa recién estrenada vive la madre con sus ocho hijos. La mayor tiene 17 años y el más pequeño 4. Cuando nació este último hijo, el padre hacía dos meses que había emigrado a Estados Unidos, y desde entonces no ha regresado. Miles de guatemaltecos inician cada año el largo camino que lleva a Estados Unidos. Este fenómeno, por un lado, trae riqueza a muchas familias guatemaltecas que reciben con regularmente remesas de sus familiares migrantes. Por otro lado, muchos de los migrantes se olvidan completamente de su mujer e hijos, dejando un paisaje desolador de familias hundidas en la miseria, de mujeres abandonadas y de niños sin la figura paterna. Esta familia con la que me encuentro esta mañana podría ilustrar muy bien este fenómeno complejo y deshumanizador de la migración.
 
Más tarde, Juanma me dirá que hace escasas semanas el padre de la numerosa prole ha escrito, lloroso y arrepentido, diciendo que quiere volver a Guatemala, a vivir con su mujer y sus hijos, pero que en estos cuatro años no ha ahorrado nada y no tiene un dólar para pagarse el billete.

Los niños pequeños sonríen sin parar. Son juguetones, como todos los niños. Y tal vez hambrientos de que un adulto les haga caso, juegue con ellos, se sienta interesado por su mundo, o les entregue unos donuts. Cuando llegamos a su casa, los pequeños jugaban a llenar de arena unas latas, pero dejaron en seguida el juego y se unieron a nosotros, como quien se suma a una fiesta. En cambio, la hermana mayor, 17 años, tiene una mirada dura, una mirada triste, es como si no se fiase del todo de nosotros, o como si a su edad ya entendiese qué futuro de mujer le espera. Quizás ha observado mucho a su madre e intuye que su destino y su vida correrán por parecidos raíles. Se muestra callada y seria, tímida. O quizás se siente observada juzgada por estos dos europeos 'superiores', o por lo menos que ella considerará superiores, porque tienen dinero, tienen estudios, tienen casas bonitas, tienen comida en abundancia. Probablemente ella se siente intimidada. Es una chica muy guapa, con unos ojos negrísimos, y un pelo negro y brillante  recogido en una cola de caballo. Va muy limpia, aunque muy humildemente vestida: una falda estampada, una camiseta blanca y un delantal verde. Ella sigue a lo suyo, atenta al fuego y a la plancha donde, una tras otra, va haciendo las tortillas que servirán para matar el hambre a mediodía a la numerosa ‘hermandad’. No veo más alimentos en la cocina y probablemente no los hay. Probablemente estas tortillas de maíz sean el único alimento a mediodía.


Y yo siento una rabia contra mí mismo en ese momento. Casi un malhumor por toda esta injusticia, de la que yo también soy, en cierta forma, culpable. De mi aspecto sombrío, me sacan los niños que me arrastran a enseñarme una cabaña que han construido con tres palos y un trozo de plástico en el terreno cercano. Están felices. Ellos aún no saben lo que es ser adulto. Ellos aún pueden soñar el mundo. Miro sus pies descalzos. Todos van descalzos. Corren por el campo y por el patio y por la casa descalcitos. Juanma me dice que también les compraron unos zapatos a cada uno, pero que se los ponen solo cuando van a la escuela o cuando van a misa. El pequeño está atento a nuestra conversación y entonces me vuelve a coger de la mano y me lleva a su habitación. Abre una caja de cartón y ahí están los zapatos de todos los hermanos. Saca un par de zapatos. Son azules marinos. Se los pone. Me mira como pidiendo mi aprobación. ¡Qué bonitos que son y qué guapo que estás! Y él se cubre el rostro con sus manitas, como avergonzado de ser tan guapo, mientras una sonrisa amplia se dibuja en su boca desdentada. Desdentada y tal vez desnutrida. ¡Que Dios se apiade de ellos cuando dejen su infancia de juegos e inocencia!

 

Puentes: 25 años de una corriente solidaria.  Aldea de Chapas - Guatemala, 2010.


 

38.- Un mantel bordado y una súplica de ayuda





Cada mañana el señor Lupe (en México Guadalupe es también nombre de varón) arranca la furgoneta y se dirige a recoger de casa en casa a un grupo de ancianos que pasarán unas cuantas horas en el Centro de Día para mayores que en la misión de Amozoc tienen los guanelianos. 'Techo Fraterno' dicen por aquí.

Lo primero que hacen nada más llegar a la misión es desayunar como Dios manda: huevo revuelto con tomate, un vaso de zumo, un panecillo dulce y, quien lo desea, un trozo de bizcocho. Después del desayuno empiezan las manualidades: manteles y pañuelos bordados a punto de cruz, bolsos y cestitas de rafia trenzada, bufandas y gorros de lana.

Los que tienen algún achaque o necesitan medicinas se van acercando de uno en uno al despacho médico. También algunos ancianos aprovechan el Centro para bañarse, como lo hace el señor Cástulo que va en silla de ruedas. “Yo, que siempre anduve montando caballos, ya ve lo que me toca montar ahora -dice de buen humor”.

A media mañana rezan el rosario todos juntos. Algunos de ellos expresan en voz alta sus peticiones personales antes de empezar un misterio. Una mujer pide por ‘el señor de Puentes”.

Hoy, para comer, tienen arroz, carne con guisantes y un trozo de bizcocho, el mismo menú que después comeré yo junto a la comunidad religiosa.

Una mujer retrasada, abstraída, con dos trenzas blancas y un rostro negrísimo, me mira con insistencia.  Me acerco a ella y le digo que lleva unos pendientes muy bonitos, y ella me sonríe ampliamente. No hace ninguna labor ni manualidad. Se sienta, se levanta, mira, va de un lado para otro, observa atentamente el trabajo de los demás. Y así pasa las horas. Pero, luego, al acabar la comida, será la primera que se alce a recoger los platos, acercarlos al fregadero, lavarlos y secarlos.

Cuando acaban de comer, un par de viejecitas me dicen que quieren hacerme un regalo. Piden silencio al grupo. Me entregan una cestita de rafia que curiosamente ha tejido un anciano ciego, el señor José Juárez. También me regalan una bufanda multicolor de lana y un mantelito bordado con flores de colores. Me dicen que están muy agradecidos a Puentes y me hacen una petición: “Sígannos ayudando, porque usted ahora sabe que nosotros no podemos pagar todo lo que aquí recibimos”.

Es verdad que este proyecto del Techo Fraterno depende prácticamente de la ayuda de Puentes. Y por ello, quería conocerlo de cerca, y sobre todo quería conocer a qué personas concretas llegaba nuestra ayuda. Luego acercan hasta mí a la señora Lupita que dentro de dos semanas cumplirá 100 años para que me fotografíe con ella. No los aparenta. Tiene los ojos muy cerrados, como si los párpados ya no aguantasen tantas cosas vistas en una centuria vivida, pero no deja de sonreír en ningún momento. Me siento pagado con estas muestras de cariño. Y lo que es más importante: me siento obligado a trabajar por sostener este proyecto. 

Puentes: 25 años de una corriente solidaria.  Amozoc - México, 2010.

 

37.- La fe de los últimos





Estoy hablando con padre Bruno en la puerta del Seminario de Amozoc cuando vemos que una pareja de unos 45 años (después comprobaré que ambos tenían menos) cruza la verja. Son del barrio de San Andrés de las Vegas. Preguntan por Arturo, el catequista, porque esta mañana no le han entregado la cuota para la Primera Comunión de sus hijas Jasmine y Mª Jesús. Dicen también que, de momento, no pueden entregar los 300 pesos, sino solamente 200.

A partir de ahí, y durante más de una hora, Bruno y yo asistimos a una larga confesión. Ella va peinada con una cola de caballo. Lleva una falda de flores, un jersey oscuro, un delantal de cuadros verdes y blanco, medias azules y unas zapatillas de goma, que he visto también en otras mujeres. Él lleva un pantalón de dril azul y una camiseta a rayas. Ambos son muy morenos. Voy a intentar resumir la situación.

Esta mañana no pudieron venir a misa porque otra de sus hijas dio a luz con cesárea. La madre de la criatura se encuentra bien, pero el niño necesita respiración asistida. No hace mucho, a otra hija también le ocurrió algo parecido y a los pocos días les avisaron que el bebé  había muerto.

La buena mujer cree que su hija, durante el embarazo, se asustó mucho porque ella, la que nos está relatando esta historia, sufrió un aborto y, al final, tuvieron que vaciarla. También nos cuenta que su hijo Abrahán anduvo por un tiempo metido en malos rollos de droga. La madre había empezado a notar un cambio en el comportamiento del joven, y, además, no le gustaban nada las compañías con que le veía. Hasta que un día se armó de valor y siguió a su hijo. Lo sorprendió con algo en las manos. No supo de qué clase de droga se trataba, pero era alguna sustancia ‘mala’. Por aquel tiempo, su marido trabajaba fuera y ella acudió a su hermano para que hablara con Abrahán y le hiciera recapacitar. El tío afeó a su sobrino la mala vida que llevaba y le propinó una buena sarta de latigazos. La madre asistió a la escena envuelta en lágrimas. Y en los días siguientes, siguió suplicando a su hijo para que se apartase de esa mala vida. Y añade que “entre mis súplicas y el castigo de su tío, Abrahán ha vuelto a ser el hijo de antes”.

Pero lo que me llama la atención no es esta confesión a un desconocido sino que la conversación esté encarnada y sostenida por una fe incontrovertible, por una fe fuerte, confiada y, sin duda, pura e incontaminada.

En varias ocasiones: “Yo me dirigí a Jesús para que mi hijo se convirtiese”. “Yo he pedido para que el recién nacido viva”.  “He dicho a mi marido: "vamos a confiar en el Señor para aceptar lo que él nos mande, porque, si nos lo manda, es por nuestro bien”. “Mi marido se siente mal y sufre, pero yo le digo que la Virgen nos ha de amparar también en esta ocasión”.

El marido, silencioso,  y con las manos enlazadas sobre el vientre, aprieta el mentón y las manos en un intento de contenerse o de mostrarse duro. Luego, se lleva un dedo al ojo no sé si para frotárselo o para impedir el paso de una lágrima.

Bruno les dice que no se preocupen por los pesos de la primera comunión, que ya hablará él con el catequista: “Lo importante es que el niño empiece a respirar bien. Ya veréis como así es”.  Y muy probablemente lo dice desde el corazón, desde esa convicción de que Dios no puede dejar abandonados a sus pobres. Se despiden de nosotros, y después de andar unos metros, se vuelven y nos estrechan la mano con fuerza y nos la besan.

Bruno me comenta: “Es admirable esta fe. Tienen más fe que nosotros. Cuántas lecciones de fe nos dan. Por eso nosotros estamos obligados a escucharles. Sólo con escucharles les estamos haciendo un gran bien. Quererles no sólo con nuestra ayuda, sino también con nuestro tiempo”.

Y luego Bruno me cuenta una historia. Una noche le llamaron para llevar la comunión y dar la extremaunción a una mujer enferma y moribunda. Llovía. Llegó a una casa que no era casa, sino una choza hecha de tablas, láminas de corcho y de hojalata. El somier se sostenía sobre cuatro ladrillos y el agua corría a sus anchas por la habitación. Cuando terminó su ministerio, un hijo de la mujer enferma fue recogiendo unos pesos entre los que estaban presentes en la habitación para el padrecito. “Yo me sentí avergonzado. Pensaba en todas las comodidades que tenía en el Seminario. No acepté el dinero y les pedí que comprasen alimentos y medicinas para ellos. De esta experiencia volví a casa con preguntas muy amargas”.

 

Puentes: 25 años de una corriente solidaria.  Amozoc - México, 2010.

 

lunes, 3 de septiembre de 2018

36.- El Señor de nuestras manos





Cuando los guanelianos llegaron a Ciudad de México, se fueron a uno de los extremos de la ciudad y allí decidieron hacer algo por los pobres. Junto al infame poblado de las Lomas, un secarral áspero donde los haya, en el barrio de San Miguel de Teotongo, allí donde Cristo perdió el zapato, o donde Cristo se detuvo, pensando que no podía haber nadie más allá a quien evangelizar.

Cuando uno llega al aeropuerto de Ciudad de México, y busca un taxi para que lo lleve a San Miguel de Teotongo, el taxista, amable o tajante, le dirá que él no sube hasta ese lugar. Cuando mi amigo, Alfredo, profesor en el barrio de la Condesa, me vino a buscar un domingo para enseñarme el casco histórico de la ciudad, me confesó que había tardado en coche casi dos horas y que nunca hubiera podido imaginar que barrios así existían en su país y en su ciudad.

Los guanelianos se instalaron aquí, en este cerro empinado y extremo de la ciudad de México. En este barrio de construcciones ilegales que los recién llegados a la capital desde todos los puntos del país iban levantando donde podían y como podían. Pero los misioneros cometieron un error de bulto nada más llegar a este barrio: construir un recio casoplón (no por lo bonito, sino por lo grande, de considerable altura en un barrio de casas bajas y maltrechas. No fueron ellos, en verdad, sino una imposición de los superiores de Italia. Ya se sabe que el mal del ladrillo es un virus que sufren casi todos los italianos cuando salen al extranjero. Donde van, tienen que recrear una pequeña Italia: la pasta, el Corriere de la Sera, la lengua italiana y la manía de los casoplones. Todo italiano lleva en su ADN, para bien y para mal, a un Medici y su insaciable deseo de llenar el mundo de edificios.

Si olvidamos este pecado, la llegada de los guanelianos tanto al barrio periferico de Ciudad de México, como a Amozoc-Puebla, ha supuesto una mejora considerable en las condiciones de la población más cercana. Atención a las personas con discapacidad intelectual, Techos fraternos para los mayores, guardería para hijos de madres solteras trabajadoras, pequeño ambulatorio y farmacia, campamentos para niños en verano, atención a los adolescentes, promoción social a través de la parroquia samaritana, entrega de ‘despensas’ de alimentos y medicinas en momentos difíciles, visita y ayuda a las casas de las familias desfavorecidas. Y así un montón de pequeñas acciones. Pero sobre todo: esa certeza de la población de saber que los misioneros son de fiar y que se puede contar con ellos para sentirse escuchados y ayudados. En fin, queridos en su pobreza.


Y ahora una pequeña historia, casi un emblema, que me encontré en Amozoc, en el estado de Puebla, donde trabaja otra comunidad guaneliana. Una mañana, de hace 20 años,  haciendo una mudanza de una casa en la que había vivido un párroco diocesano, mi amigo Alfonso Martínez se encontró un viejo crucificado de madera, sin cruz, corroído por las termitas, por la humedad y el polvo de los años. Al Cristo le faltaban las manos. Mi amigo pensó que este Cristo es lo que él necesitaba y que, precisamente en esa ausencia de manos, yacía  todo un símbolo de la misión que él había venido a cumplir a México, como guaneliano y como cristiano. Limpió amorosamente la escultura, la barnizó, le hizo una cruz y le colocó en la capilla del Seminario de Amozoc. Esa era la capilla donde se formarían los guanelianos y era este el mensaje que tenían que aprender los futuros sacerdotes: “Cristo sólo cuenta con vuestras manos”. Le bautizó como “Señor de nuestras manos”:

“Es un Cristo que no tiene manos, porque necesita las nuestras para bendecir, repartir el pan, limpiar, consolar, sembrar, acariciar, ofrecer. Mis manos, nuestras manos, deben ser las manos de Cristo, para que la misión de caridad nunca esté manca ni incompleta. Yo, nosotros seremos las manos de aquel crucificado”.
    
A Etty Hillesum, una admirable mujer, nunca bautizada, pero más cristiana que casi todos los bautizados, le hubiera gustado esta crucificado sin manos de Amozoc. Descubrió a Cristo en el barracón de un campo de concentración nazi, donde ya estaba condenada a muerte. Y descubrió, en el Cristo crucificado, a un Dios impotente, paralizado por el horror de la Shoah. Solamente así pudo brotar de los labios de Etty esta preciosa oración: "Te ayudaré, Dios mío, para que no me abandones, pero no puedo asegurarte nada por anticipado. Sólo una cosa es para mí cada vez más evidente: Que tú no puedes ayudarnos, que debemos ayudarte a ti, y así nos ayudaremos a nosotros mismos".

Desde entonces el Cristo de nuestras manos preside la capilla de Amozoc. Y a él vienen a rezar gentes de alrededor: se postran ante él, le hablan, le traen flores, le rezan. Y prometen ser las manos caritativas de un Cristo que carece de ellas.

 

Puentes: 25 años de una corriente solidaria.  Ciudad de México y Amozoc - México, 2010.


 

35.- Eucaristías de tazón de leche con café



Cada tarde P. Alfonso dice misa en una capilla o en un rincón del barrio de Las  Vegas. Fue en una de esas misas donde descubrí a una niña descalza. Ver niños descalzos en África no me había impresionado. O no me había impresionado tanto. Pero en las cercanías de la Sierra Norte de Puebla, las noches son frías. Yo iba con una cazadora y mi buen calzado. Y esta niña, de unos diez años, iba con una camisetilla agujereada, y descalza. A la hora de la homilía, se sentó junto al altar, como dándonos a entender que era a ella a la que correspondía esa preeminencia, ese mismo privilegio que se arrogan las autoridades cuando, como buenos ‘descreídos’, van a misa, y se sientan en el primer banco. Y mis ojos no se pueden apartar de sus piececitos descalzos y cubiertos de polvo. Una pequeña puñalada a mi vida confortable.

Otra tarde, en otra capilla, se acerca al altar un drogadicto tambaleante, con su frasco de aguarrás en la mano. Y mucho más aguarrás metido en su cerebro. Alfonso interrumpe la celebración y le dice que le cambia el frasco por una propina y un calendario, pero él no acepta. Y sale de la iglesia como había entrado, con la vejez y la muerte anticipada en sus ojos y en su piel.


Y una tarde más en la novena a San Andrés. Esta vez, la misa es en la calle porque no hay una capilla. Este rincón del barrio es aún, si cabe, un poco más pobre. Ya es de noche cuando llegamos a la callejuela donde hoy está previsto celebrar la eucaristía. A la luz de unos candiles tiene lugar la celebración. Una mesa de cocina hace de altar. En unas andas llega también la pobre imagen de San Andrés que han traído de otra capilla. Unas ciento cincuenta personas se arremolinan alrededor. Rostros y caras de gentes pobres; muchos de ellos van sucios. Habrán recorrido caminos polvorientos para llegar a misa. Tal vez vienen directamente de trabajar el campo o del andamio ¿En qué condiciones higiénicas vivirán en su casa? Alfonso ejerce de cura pero también de guitarrista para animar la celebración. Habla en la homilía de que “Diosito nos quiere cada día y cada noche, cuando estamos contentos y cuando estamos tristes. Dios quiere echarnos una mano pero quiere también que nosotros echemos una mano a quien aún tiene mayor necesidad que nosotros. Diosito es nuestra alegría y nuestro consuelo”.

      Y estas dos últimas palabra me sorprenden: alegría y consuelo. Y casi estoy por rebelarme contra ellas, y protestar. Pero cuando veo los rostros de los niños, los rostros de los adultos y de los ancianos, los rostros de las mujeres, creo, sinceramente, que así es. Después de un día de duro trabajo, de penalidades, de tener que hacer mil cálculos para que el pan llegue a todos los de la casa, este momento de la eucaristía es un momento de alegría y de consuelo. No están solos. El hecho de que un sacerdote venga hasta aquí es porque cree en su intrínseca dignidad de seres humanos. Diosito les consuela y les descansa tras un día duro. Y les entrega un poco de alegría, callada y silenciosa, la necesaria para seguir tirando. Dos perros en primera fila, devotos, están muy atentos a las palabras del cura, como si algo de ese consuelo y de esa alegría que se predica alcanzase también a estas pobres bestezuelas. Durante el Padrenuestro, doy las manos a una mujer anciana y a un niño de unos tres años, que ya no se soltará de mí, ni parará de sonreírme. ¿Qué será de este niño tan confiado, tan sonriente, tan inocente, tan precioso el día de mañana? Tiemblo.

        La eucaristía acaba. Se entona el canto final. Y entonces llega la otra ‘eucaristía’. Unas mujeres de la parroquia han preparado una perola de café con leche. Desde la misión se ha traído una caja grande con centenares de bollos dulces. A los niños, primero a ellos, les reparten un vaso de café con leche y un pan dulce. Luego, también a los mayores. Un vaso de leche no sirve sólo para alimentar el cuerpo, también para calentar las manos en esta fría noche serrana, y también para caldear los espíritus. Cada uno de los que han participado en la misa recibe su tazón de café con leche y su pan dulce. La gente se anima, comenta cómo ha ido el día, se cuentan sus pequeños afanes, calientan sus estómagos, pero también su alma. Las sonrisas, tímidamente, se despliegan. Las conversaciones, poco a poco, se caldean.

        Miro las caras de los niños. ¿Tímidos, tristes, desconfiados, temerosos, curtidos, apaleados, sonrientes, felices? ¿Qué llevan registrado en su ADN familiar? ¿Hay un determinismo social escrito ya en cada uno de sus nervios? Para mí es un misterio. Y me temo que si alguien me lo desvelase no vería nada bueno.  Fotografío a una pareja de amiguitos. Sonríen ante la cámara todo lo que pueden, como si no hubiera un mañana. Tal vez porque no hay un mañana. Su sonrisa es más nutritiva para mí que un vaso de leche. Pero en sus dientes veo también los signos inequívocos de una desnutrición galopante.


Sin esta segunda eucaristía de tazón de leche y pan dulce, la primera eucaristía, de cáliz de sangre y carne de Cristo, sería una farsa, probablemente una blasfemia. Pero las dos eucaristías unidas en esta noche fría del barrio de las Vegas tienen el sabor de lo auténticamente religioso y de lo humanamente sagrado. Estos niños, de infancias difíciles y de futuras adulteces aún más difíciles, quizás recordarán, dentro de muchos años, que alguien les ofrecía por las noches, en nombre de Diosito, un vaso de leche.

 
Puentes: 25 años de una corriente solidaria.  Amozoc-Las Vegas - México, 2010.

34.- Cristo se detuvo antes de Las Vegas




          ¿Quién tuvo la ironía o el sarcasmo de bautizar así a un barrio? Nada tiene de rica vega, ni de umbrosa y herbosa y feraz vega. Y menos aún ningún parecido con la ciudad norteamericana del juego, el dinero y el lujo. Todo es pobre, quizás mísero, en este apartado barrio marginal de Amozoc. El salmista no escribiría nunca de este lugar: "Las roderas de tus carros rezuman abundancia"

Casas fabricadas con desechos de maderas, latones, pizarras, plásticos y ladrillos, los sobrantes de algún derribo. Perros famélicos y tristes y cansados. Jóvenes enganchados al aguarrás. Niñas analfabetas que se quedan cada mañana al cuidado de su hermano, apenas dos años menor que ellas, mientras su madre va a hacer la limpieza a alguna casa principal o a vender algo al mercadillo de Amozoc. 

Era los días previos a San Andrés patrón del barrio. Y como su santo patrón, también ellos eran seres aspados por las carencias y por las desdichas. Al caer la tarde, subí andando con el P. Alfonso Martínez. Un cerro pelado. Apenas un par de árboles, sedientos. Ni un arbusto. Ni una brizna de hierba. A través de la alambrada que cierra un patio, dos niños me miran con sus ojos abiertos e incrédulos de par en par. A su lado, un perrazo ladra con un ladrido lastimero y poco convincente. 
    En nuestro camino, nos cruzamos con dos mujeres que acarrean leña, un haz de leña más pesado que su propio peso. Vienen de lejos. Desgreñadas. Un polvo blanco cubre su rostro. El sudor forma senderos desde la frente hasta la barbilla. “Todos los días, padrecito, tenemos que salir a buscar leña, y cada día más lejos. No nos queda otra, si queremos hacer tortillas”. Poco después, nos topamos con dos niños, dos hermanos. Rostros quemados por el sol inmisericorde y el viento cortante de la sierra. Rostros ásperos como el suelo que pisan y el aire que respiran. Un poco mayor ella, quizás sobre los doce años. Y una mirada dura y seca, desconfiada. ¿Y cómo no va a desconfiar de dos hombres güeros perdidos en este secarral? El niño, en cambio, aún no tiene edad para desconfiar. Y nos mira casi con alegría, aunque responde un poco tímido a las preguntas de Alfonso. La niña cuida de su hermano. Los padres trabajan fuera de casa todo el santo día. Ella pocas veces tiene tiempo para ir a la escuela. Cuando saco mi cámara de fotos, el niño en seguida se yergue como queriendo ofrecer toda su dignidad para aparecer en el retrato, pero la niña se da media vuelta y apremia a su hermano a no detenerse. No hay foto conjunta. Luego, Alfonso me dirá: “Son niños desnutridos. Sólo hay que fijarse en sus dientes. No van a la escuela. Serán carne de cañón. ¡Se podría hacer tanto por ellos!”. Le veo apesadumbrado. Por mucho que él recorra estos parajes desolados y haya visto esta misma escena cinco mil veces, no se acaba de acostumbrar a estos destinos inciertos, a estos futuros imperfectos. Por poner un ejemplo, en las Vegas el agua potable todavía no estaba asegurado para todos. Y gracias a la insistencia de curas y monjas, se acercaban camiones cisternas, cuando con mucha frecuencia la fuente comunal dejaba de funcionar. 

En un pequeño terreno llano, a espaldas de la iglesia del barrio, puede que a espaldas del mundo, han improvisado algo parecido a un campo de fútbol. Unos jóvenes desahogan su rabia o su furia dando patadas a un balón de plástico. Otros jóvenes intentan piruetas acrobáticas imposibles con sus bicicletas escacharradas, material de chatarrería. Observo que uno de ellos tiene una botellita y un trozo de algodón. Es la droga de los pobres, de los últimos. Hasta en las adicciones, hay clases. Una pequeña botella de aguarrás. De vez en cuando empapa el algodón en el líquido y se lo lleva a la nariz. Es su manera de colocarse. Jóvenes en la flor de la vida. Tal vez sería mejor decir en la flor de la muerte. Tienen alrededor de 17 años y ya están colgados. Un buen número de  ellos terminará mal, con el cerebro destrozado y la vida destrozada. La suya y la de su familia. En los días siguientes me encontraría con muchos de estos jóvenes colgados. Cuando pasamos cerca de ellos, nos miran desafiantes, con desconfianza y prevención, como gritándonos qué se os ha perdido a vosotros por estos andurriales de miseria. 
           Cuando volví esa noche a casa, con los ojos llenos de rostros bronceados por la pobreza, y de historias me acordé del título de una novela del escritor italiano Carlo Levi: "Cristo se paró en Éboli". En los años 30 del siglo XX, el escritor había sido desterrado por sus ideas políticas a un pueblo perdido del sur de Italia, donde nada del progreso ni del bienestar habían llegado todavía. Tuvo la sensación de que Cristo -y con él el mensaje de justicia, igualdad y fraternidad- no habían llegado allí. Cristo se había parado en Éboli, que era el pueblo más próximo al lugar donde él había sufrido el destierro. También yo tuve la sensación de que Cristo se había parado un poco antes, y no había entrado en las Vegas. Muchos niños no iban a la escuela. Muchos jóvenes no tenían esperanza. En muchas casas no había el pan necesario. Los niños sufrían desnutrición. Las niñas crecían en la desconfianza ante cualquier hombre adulto. 
Y sin embargo, un pequeño grupo de personas -yo las conocí- se esforzaba para que la fraternidad de Cristo iluminase también esa tierra áspera de Las Vegas, y a los que la habitaban.

Puentes: 25 años de una corriente solidaria.  Amozoc-Las Vegas - México, 2010.

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