miércoles, 10 de marzo de 2021

Los santos de Quintanilla




Una mañana de octubre se pasó por el pueblo un amigo, periodista, músico, escritor y fotógrafo. Su nombre José Luis de Román. Autor de varios libros de fotografía, algunos de los cuales de considerable éxito como “Palencia años 20’ o la ‘Procesión va por dentro’. Sus fotografías han sido objeto de varias exposiciones. Recuerdo perfectamente la exposición ‘Buonifigli’, verdaderamente inolvidable y aplaudida, por retratar en blanco y negro a personas con discapacidad intelectual. Invité a mi amigo a visitar la iglesia parroquial. La señora Carmina, amable y servicial como siempre, nos abrió la puerta y nos autorizó a hacer algunas fotografías. Estas son las 19 instantáneas que el autor me ha regalado y que yo quiero compartir con todos los quintanilleros de nacimiento, de corazón, de amistad o de simpatía por este pequeño pueblo de Quintanilla de Arriba.  


Los santos del pueblo. La iglesia barroca del XVIII, con su sólida y altiva torre del XIX, alberga un buen número de santos, tal vez discretos por su calidad artística, pero sin duda valiosos por su valor religioso y sentimental. Ahí están. Nos acompañan desde el día que fuimos bautizados en la pila bautismal de piedra, hasta el día que alguien, piadosamente, nos lleve a la iglesia para un responso de réquiem. El altar mayor, después de una concienzuda restauración, luce en todo su esplendor ahora, todo oro y azules, columnas, angelotes, santos, y un precioso tabernáculo con el tema central de la fe: la resurrección de Jesús. Este altar acoge tres imágenes de bulto redondo, sin duda las de mayor valor artístico: En el centro, Nuestra Señora de la Asunción, titular de la parroquia, y a sus lados, las esculturas de San José y de San Bernardo (esta última probablemente por la influencia del monasterio cisterciense de Santa María de Valbuena, muy cerca). La escultura en madera policromada de San José es mi obra preferida. El Niño mira al cielo pero acaricia con su manita la barba de un San José, ciertamente tierno y dulce. Una imagen familiar que nos habla de un San José con corazón de padre.

La imagen de la Purísima, una talla de vestir, y la imagen de la Virgen del Carmen, de escayola, flanquean el retablo mayor. La Purísima conoció solemnes meses de las flores, como se conocía antes al mes de mayo, con olor a lilas y lirios del campo, corona iluminada, colgaduras de telas azules que cubrían el altar neogótico, velas encendidas, ejercicio piadoso del mes de mayo, niñas con la medalla de la Inmaculada en su pecho. La Virgen del Carmen recibía, y aún recibe cada mes de julio, la plegaria de muchas mujeres devotas que, escapulario al cuello, la veneran y honran con su novena. Frente al púlpito, encontramos la Virgen de Fátima sobre un pedestal que imita el tronco de una encina. Hace alguna década unas humildes pinturas del Papa y de los pastorcillos con sus ovejas rodeaban a la Virgen, pero en una restauración de la iglesia se decidió cubrir –no sé por qué- estas pinturas.

Otros dos altares barrocos, de calidad inferior al retablo mayor, albergan un Crucificado y la imagen de la Virgen del Rosario. Esta última es una talla de vestir, con  su corona y su rostrillo plateados, y un armario con sus elegantes vestidos blancos. Es, sin duda, la imagen que goza de más cariño en todo el pueblo, y a la que cada primer domingo de octubre se saca en procesión, con la correspondiente danza de dulzaina y tamboril y la animada jota de los lugareños. Y también cada Pascua Florida, la Virgen sale de la parroquia, mantilla negra cubriéndole el rostro, para encontrarse con su Hijo resucitado, en realidad con la custodia parroquial.

Pero hay otros santos de los que no puedo olvidarme: No podía faltar la imagen de un San Isidro, de escayola, probablemente de la casa Olot, a la que el día de su fiesta (15 de mayo) le colocan un ramillete de espigas verdes en la mano y, para la procesión, le añaden los bueyes y el ángel al mando del arado. San Isidro es una de las dos fiestas locales que celebra Quintanilla. Aún hoy, los jóvenes agricultores le asoman a los campos, rememorando las antiguas rogativas en las que se imploraba la lluvia y las buenas cosechas.

La imagen de San Antonio también concita el cariño de unos cuantos feligreses. San Antonio es santo popular y tiene fama de atento y escuchador, algo noviero, pero también amigo de las avecillas del campo. Todo ello casa bien con este santo cariñoso y maternal siempre con el Niño Jesús en sus brazos.


La Sagrada Familia, de escayola, y de un buen tamaño, fue una de las piezas que más tardíamente se incorporó a la iglesia. Dulzura en los rostros, colores alegres, y un altar neoclásico de madera sin policromar,  de moda en la época en que una familia de la Villa de Quintanilla donó al templo, según consta en la lápida.

No puedo olvidarme del Niño Jesús y del San Juan Bautista Niño, colocados en el altar del Crucificado. Dos niños de estilo barroco, muy hermosos. El Niño Jesús desnudo y el San Juan Bautista, de vestir.  Y acabamos con una imagen rústica, quizás algo pasada de moda, ahora diríamos políticamente incorrecta, pero que forma parte de la religiosidad popular de una determinada época, un Santiago matamoros, que se conserva en el pequeño museo de la Capilla del Bautisterio, en cuyo centro encontramos las sólida pila bautismal.

Santos, Vírgenes y Cristos que, desde sus altares, nos veían llegar y marchar de la única nave de esta sencilla iglesia. Han asistido a misas y rosarios, bodas, bautizos, comuniones, confirmaciones y entierros, también a algún Cante de Misa. Han escuchado plegarias, súplicas, oraciones. Santos que han conocido las carreras y las travesuras de los niños entre los bancos, también la charleta de los hombres en el coro, durante alguna homilía algo aburridilla, o la cabezada de alguna feligresa, o las señas y guiños de alguna pareja de novios. Menos mal que los santos son tan discretos que nunca han ido con el cuento al cura de turno.  

En fin, la vida. Santos de madera y de escayola, ante los que los buenos quintanilleros (también conocidos como rucheles) han suplicado la paz en tiempos de guerra, la lluvia en tiempos de sequía, la vida de los seres queridos en tiempos de enfermedad y el descanso eterno en días de entierro. Estos santos forman parte del paisaje de Quintanilla, lo mismo que la calle de Somorrostro, los bares del pueblo, la Plaza Mayor, la Función y su chisquereta, la Fuente de los machos, la Turruntera, el chocolate de San Juan, la Robleñada o las Peñas de Roldán.

Estas Vírgenes que han salido en procesión vestidas como novias, ante las que se han encendido velas y a las que se han ofrecido ramos de flores. Estos Santos y estos Cristos que han escuchado el volteo de las campanas en los días de fiesta o el doblar a muerto en las tardes de dolor. Estos santos, querámoslo o no, son parte también de nosotros. Puede que ya no se les rece tanto como antes. Quizás no se les pidan tantos favores y milagros, pero nos alegran un poquito el corazón cuando entramos en la iglesia. Son unos vecinos más de nuestro pueblo.

Y sin embargo, además de los santos de madera y escayola, ha habido -y hay- otros ‘santos de carne y hueso’ en Quintanilla de Arriba. Han visitado enfermos, han repartido limosnas o han dejado una cesta de manzanas o una torta de chicharrones en la casa del necesitado, han acercado a ancianos o enfermos al ambulatorio, han hermoseado y mejorado el pueblo, han cuidado a las gentes, han sonreído a los tristes o han acogido a los forasteros que emprendían una nueva vida en el pueblo, han dado palique en la solana a los mayores, no han despellejado ni pleiteado con los vecinos. Se han alegrado con los felices y han consolado y abrazado a los tristes en tiempos de desdicha y muerte. Han hecho, en definitiva, la vida un poco más fácil y llevadera a sus compaisanos y vecinos. Estos hombres y mujeres de carne y hueso merecen, faltaría más, un sitio en mi corazón.

















domingo, 7 de marzo de 2021

El vino de Jesús de Nazaret en un mundo post-cristiano

LA OPCIÓN GUANELIANA - Para empezar

El vino de Jesús de Nazaret en un mundo post-cristiano.

“Que tu pensamiento sea puro como el aire de una hermosa mañana; tu memoria, despejada de cualquier niebla; y tu corazón, bueno, limpio y ferviente como los rayos del sol” (L.G).

  


Primero nos dijeron que Dios había muerto. Y pensamos que se trataba de una provocación de un tal Nietsche, un tipo algo soberbio, que sentía aversión por las personas débiles y que abogaba por un ‘superhombre’; quizás también algo resentido con los cristianos; tal vez, un estratega de la provocación, lo que no es, en absoluto, una mala campaña publicitaria.

Pero en las últimas décadas hemos comprobado con nuestros propios ojos cómo, poco a poco, los fieles abandonaban las iglesias, ridiculizaban los sacramentos y actuaban, en materia moral, al margen del  catecismo. Creer ha dejado de ser un hábito. Antes, la gente se bautizaba, se casaba o iba a misa, porque eso formaba parte de los rituales sociales o de las costumbres ancestrales. Por el hecho de nacer en un determinado rincón del mundo, se era católico y se recibía una instrucción religiosa en la casa, en la escuela y en la parroquia. Hasta los usos civiles se acordaban, mal que bien, con la moral católica.

Se puede mirar el fenómeno de las iglesias vacías con pesimismo o con optimismo. Hay lecturas de todo tipo. Para algunos, representa un fracaso y una pérdida. Un paisaje desolador. Esa sensación de que un mundo -¡una civilización!- empieza a tambalearse. Dios ha dejado de ser una ‘cuestión importante’ para filósofos y pensadores. Dios o el hecho religioso apenas son fuente de inspiración para los artistas o las gentes de cultura, por ejemplo para arquitectos, pintores o escritores. Entre los más jóvenes, la religión ya no es materia de controversia, sino de indiferencia, como les son indiferentes la Guerra de las Galias o el derrumbe de Wall Street en 1929. Entre muchos adultos, que vivieron su infancia metidos de hoz y coz en el catolicismo, se nota un indisimulado rechazo. La Iglesia cuenta poco en las noticias de un telediario o en los periódicos. Y cuando aparece, es por causa de sus escándalos, no pocos, y bien magnificados en los media, en estos últimos años.

Para otros, ya era hora de que se vaciasen las iglesias, y de que se quedasen únicamente los convencidos que quieren estar. Era inadmisible que uno se acercase al ‘Club’ solo porque su padre le trajera de las orejas, o porque todos sus amigos fueran a catequesis. O porque si no aparecía por el templo, se sentiría un bicho raro. O porque la Iglesia era aún un lugar de poder y de contactos. Los optimistas piensan que ya no habrá una mayoría social de católicos, pero sí una minoría comprometida y concienciada: la sal y la levadura. Habrá que empezar casi de cero muchas historias. Y esto representa, en el fondo, una magnífica oportunidad.

Veamos el vaso medio lleno o medio vacío, nadie puede negar que el mundo occidental ya no es, sociológicamente, cristiano. El humus en el que estábamos enraizados ha dejado de ser cristiano. Y el aire que respiramos ya no lo es. Ya no podemos dar por hecho que todo el mundo está bautizado o que todo el mundo sabe quién es Cristo. Hasta las cosas que parecían tan rudimentarias, como hacer la señal de la cruz, saber el padrenuestro, desear tener un entierro religioso, aunque uno llevase treinta años sin pisar la Iglesia, o reconocer una Anunciación en un cuadro del Museo del Prado… todo eso ya no es así.

A diario, comprobamos cómo la media de personas que acuden a una misa ronda, o sobrepasa, la edad de jubilación. En España, el 50% de los niños nacidos no reciben el bautismo y solo un 22% de los matrimonios se celebran por la Iglesia. Una conclusión rápida: ni antes Europa era tan creyente como nos parecía, ni ahora es tan atea como nos intentan hacer creer. Tan necio es creer que aquí no está pasando nada como pensar que el cristianismo va a desaparecer mañana por la mañana.

Hace poco más de un año, se publicó en Estados Unidos el libro de Rod Dreher, La Opción benedictina. El autor proponía una estrategia para una época post-cristiana.  Desde entonces, algunos han escrito sobre otras opciones válidas y valiosas para caminar, mal que bien, en un mundo que, por primera vez desde que San Agustín puso fin a sus Confesiones, ya no es cristiano. El pensamiento ya no es, cultural y socialmente hablando, cristiano

El Concilio Vaticano II (1962-1965) supuso un serio intento de comprender el mundo, quitar el polvo acumulado en las sacristías y ponerse al día en muchas cuestiones en que la Iglesia había quedado obsoleta. Fueron los días del aggiornamento y de “abrir ventanas para que entrara un poco de aire fresco”, según el deseo de Juan XXIII. Se esperaba que esta modernización resultase atractiva para las generaciones más jóvenes y para las personas religiosas más inquietas.  El Concilio fue un acontecimiento en sí (la única confesión religiosa que lo ha celebrado), pero en seguida muchos le dieron la espalda, o lo cuestionaron. Otros tantos lo redujeron  a una superficialidad estrambótica: las monjas podían ir en vaqueros, los frailes en bermudas y las guitarras sustituían al órgano. La renovación profunda en la forma de seguir a Jesús de Nazaret y la vuelta al Evangelio que auspiciaba el Concilio fueron postergadas. En cambio, las deserciones en los claustros y en los presbiterios fueron tan numerosas que la propia Barca de Pedro empezó a tambalearse. Al mismo tiempo, por doquier, crecía la contestación y el rechazo a la Iglesia. La indiferencia al hecho religioso se disparaba, mientras que la cristofobia irrumpía en el seno de Occidente, que hasta ayer mismo no se podía entender sin sus raíces cristianas.

También es preciso dejar constancia de esto: La sed de espiritualidad sigue siendo grande y la nostalgia del Absoluto crece de día en día. Pero ahora, los hombres y mujeres de nuestra época no creen que la Iglesia pueda dar respuesta a su sed y a su nostalgia. Algunas  de las normas y de los ritos de la Iglesia ya no dicen nada, se han tornado insípidos y resultan incomprensibles. Como ovejas sin pastor, hombres y mujeres vagan aquí y allá buscando corrientes de agua que sacien de una vez por todas su sed. Por primera vez, muchos piensan que en los templos Jesús ya no es proclamado como una buena noticia. Como había escrito Franz Jalics: “Cristo no puede ser comunicado con el conocimiento, sino con la irradiación de la vida”. Nos sobran maestros y nos faltan testigos. Nos sobran profesionales de la religión y nos faltan creyentes.

Hace algo más de cuarenta años, un alumno de la Universidad de Ratisbona interrogó a su profesor de teología sobre cómo imaginaba él la Iglesia en el siglo XXI. Esta fue la respuesta: “Quedarán pocos creyentes. La Iglesia será diezmada y tendrá que empezar todo desde el principio. Vendrán grandes pruebas que, con la ayuda del Espíritu Santo, le harán reconocer de nuevo, en la fe y en la oración, su verdadero centro. Y esa Iglesia de la fe, purificada, será un faro para la Humanidad. Un día los hombres empezarán a experimentar su absoluta y horrible pobreza por la ausencia de Dios. Entonces, descubrirán la pequeña comunidad de los creyentes como algo totalmente nuevo, y sabrán que ésa era la respuesta que buscaban a tientas”. El nombre del profesor, Joseph Ratzinger

El mensaje evangélico siempre ha sido contracultural y a contracorriente. Lo que pasa es que cuando las normas y las costumbres sociales favorecían o encaminaban a los ciudadanos hacia los templos, teníamos esa sensación de que todo el mundo era cristiano.

La Iglesia estuvo durante décadas obsesionada por el comunismo y no se dio cuenta de que el verdadero adversario (uno de los nombres de Lucifer es Adversario) estaba en la idolatría (y el consumismo es, probablemente, la mayor de ellas). Decía Chesterton que “la descristianización no vendría de Moscú sino de Manhattan”.

Nos cuesta aceptar una Iglesia de templos vacíos, pero así va a ser. Las muchedumbres agolpadas en un viaje papal o en una Jornada Mundial de la Juventud son un espejismo. O si nos parece mejor, un bello y estético ocaso. Y el drama de una sociedad suele ser confundir un ocaso con un amanecer. En este horizonte de minorías y de pequeños grupos, ¿Qué podemos hacer para seguir viviendo como cristianos en un mundo que ya no lo es ni tiene el mínimo interés en serlo? Y además, ¿Qué debemos hacer para vivir un cristianismo con color guaneliano? En las próximas páginas, trataré de esbozar algunos rasgos que podrían ser de interés en el entorno guaneliano. Tal vez, alguna persona, después de experimentar la sed, desee buscar la fuente. Día tras día, aún resuenan en Taizé los hermosos versos de Luis Rosales que nos aseguran que sólo la sed alumbra el camino hacia la fuente:

De noche, cuando la sombra
de todo el mundo se junta,
de noche, cuando el camino
huele a romero y a juncia,

de noche iremos, de noche,
sin luna iremos, sin luna,
que para encontrar la fuente
sólo la sed nos alumbra.

En Memorias de una joven católica, Mary Mc Carthy dice que hay personas que juegan a ser religiosas, es decir que cumplen los ritos (ir a misa, pasar por la vicaría, bautizar a los hijos y celebrar el funeral de sus seres queridos). Adquieren, de esta manera, un falso barniz de religiosidad, pero no son religiosas. Hay personas a las que la religión vivida públicamente otorga una pátina de respetabilidad y de honorabilidad a los ojos de otros practicantes. Y Mary Mc Carthy dice que solamente las personas buenas deberían ser religiosas, porque las que no son buenas hacen un flaco servicio a la religión. Cosa distinta es los que se reconocen frágiles, pero no intentan, al igual que el publicano del evangelio, aparentar que son buenos y espirituales. El fariseísmo es la eterna tentación de los creyentes.

No hace falta ser un experto, para darse cuenta de que los avances tecnológicos y científicos y –hay que admitirlo- los progresos hechos en el campo de los derechos humanos, no han disminuido demasiado las sangrantes injusticias ni han conseguido el progreso moral de buena parte de los ciudadanos. Por el contrario, constatamos, al igual que el personaje de Fiódor Dostoievski, que “Si Dios no existe, todo está permitido”. Y cuando todo está permitido, son los más vulnerables los que pagan la abultada factura de la ausencia de Dios. Cuando el “hombre es el ser supremo para el hombre”, sin ninguna instancia superior, prevalece la fuerza del fuerte sobre el débil. También la nada, que es lo que siente cada ser humano en este ‘paraíso de plástico’ que nos han vendido. La nada igual a la vida. Así lo expresó el poeta José Hierro en un inolvidable soneto. 

Vida

 

Después de todo, todo ha sido nada,

a pesar de que un día lo fue todo.,

después de nada, o después de todo

supe que todo no era más que nada.

 

Grito “¡Todo!”, y el eco dice “¡Nada!”

Grito “¡Nada!”, y el eco dice “¡Todo!”.

Ahora sé que la nada lo era todo,

y todo era ceniza de la nada.

 

No queda nada de lo que fue nada.

(Era ilusión lo que creía todo

y que, en definitiva, era la nada).

 

Qué más da que la nada fuera nada

si más nada será, después de todo,

después de tanto todo para nada

 

 Llegará un día en que el ‘vino’ se acabe. La comida ya no saciará. La bebida ya no quitará la sed. El paraíso nos provocará únicamente tedio. El banquete nos producirá vómito. La música horrísona nos obligará a taparnos los oídos. El baile nos mareará. Y la triste carne nos llenará de más tristeza. Ese día algunos hombres y mujeres experimentarán el insoportable cansancio de vivir, la nauseabunda nada. Y sentirán una acuciante sed. Los pocos cristianos que queden advertirán la devastación de esos hombres y mujeres y, al igual que hizo María en aquella boda de Caná, les dirán con ternura: “Haced lo que Él os diga”. Y poco a poco, muy lentamente, de las tinajas de insípida agua, volverá a rebosar el vino de la alegría. Y la vida volverá a saber a vida. Y el hermano volverá a saber a hermano. Muchos, en ese momento, entenderán que el evangelio está de nuevo entre ellos, como regalo y como luz. Y como presente cargado de futuro y de esperanza.

 


Próximo domingo: Capítulo 1:  “Tú eres un Padre de verdad”


 

 

miércoles, 3 de marzo de 2021

Las horas en Gibert Jeune

 



Con el cierre, al final de este mes de marzo, de la librería Gibert Jeune, el Barrio Latino de París, en cierta forma, se apaga. Las librerías, los cafés y la Universidad eran hasta ahora el alma de un barrio que debe su nombre al hecho de que, antiguamente, los profesores de la Sorbonne daban sus clases en latín, y también al hecho de que los mismos universitarios se manejaban en esta lengua, porque era la lengua franca en la que se entendían los estudiantes universitarios internacionales que, al olor del prestigio de la Sorbona, llegaban de toda Europa. Allí estudiaron Ignacio de Loyola y Francisco Javier, entre otros muchos. También estudió gente de Zaragoza, Sevilla, Benavides del Órbigo, Zamora y Quintanilla de Arriba. Pero no creo que aún hayan puesto una placa (¡ja, ja, ja!).

Joseph Gibert y su esposa, Elise Soulalioux, abrieron en 1888 su primera librería en la Plaza Saint Michel, muy cerca de Notre Dame. Ahora las cuatro tiendas de Gibert Jeune de esta plaza mítica donde los estudiantes en mayo del 68 “arrancaron los adoquines para encontrar la arena de la playa”, bajarán definitivamente la persiana. Histórica catástrofe cultural, dicen los periódicos franceses. Annick Cojean escribe: “La librería es la misma historia de este barrio de París, antes lleno de gozo y de vida, y durante muchos siglos asociado al estudio, a las ideas, a la juventud, al conocimiento. La historia de esta librería francesa nada puede hacer frente a las nuevas modalidades de compra y el mercado inmobiliario asfixiante. Era una especie de faro de las letras francesas, frecuentado por Gide, Cioran, Malraux, Duras, Modiano, Nothomb, Orsenna o Gainsbourg”

Edificio emblemático del Barrio Latino, donde cada septiembre los universitarios llegados de los cuatro puntos cardinales de Francia e incluso del mundo, se apresuraban a comprar las últimas novedades literarias, pero también los libros de ocasión de los que la librería Gibert Jeune fue pionera. Por pocos francos podías comprar un libro de segundo mano, lo que era un alivio para los estudiantes con los bolsillos casi siempre vacíos.

Mi vida en París está asociada a esta Librería. Cuando a finales de cada mes recibía mi corta beca como lector en Francia, acudía a Gibert Jeune a comprar libros de segunda mano; cuantos más, mejor. Esos libros que después eran subrayados y leídos con placer en el cuartucho de la pensión, en la habitación número 21, pero también en el Liceo Voltaire, donde daba clases de conversación de español a los alumnos de bachillerato. Libros leídos en los parques de París; mi preferido era el Jardín de Luxemburgo. Libros leídos en los trayectos del metro, en cualquier banco de un boulevard, en la sala de lectura de una biblioteca pública... El descubrimiento de la gran literatura francesa fue, junto a los museos, la gran baza de aquel año legendario en París. De lecturas hablaba con la encargada de la biblioteca del Liceo, con los compañeros profesores, con los alumnos, pero también -y mucho- con mis inseparables amigas Vicenta, Belén, Ana y Olga. Intercambiábamos pareceres, consejos, recomendaciones de lectura. Nos preguntábamos sobre giros y expresiones francesas, sobre pronunciaciones correctas, lugares parisinos para no perderse y cafés y supermercados bon marché. Así nació, entre lecturas y visitas a monumentos, nuestra fraternidad, o mejor sería decir sororidad, porque ellas eran más numerosas, y a la que bautizamos con el nombre de ‘La connerie’.

Todavía en casa hay decenas de estos libros comprados en Gibert Jeune. Muchos de los cuales forman parte ya de las mejores lecturas de mi vida. ¿Podré olvidar acaso Le diable au corps, de Raymond Radiguet,  L’Inmorariste, de  André Gide, Le Mystère Frontenac, de François Mauriac, Caligula, de Albert Camus, o L’oeuvre au noir, de Yourcenar, entre tantos y tantos. Tan interesante estaba La vie devant soi, de Roman Gary, que me pasé siete estaciones de metro sin darme cuenta.  Con Journal d’un curé de campagne, de George Bernanos, me refugié en la catedral de Notre Dame hasta que pasó el aguacero. Con Climats, de André Maurois aprendí que en la vida pasamos del más amado al menos amado en poco tiempo. Le silence de la mer, de Vercors, me acercó al joven lector de alemán que me habló de la culpa que aún atenazaba a su familia pronazi, Le the au harem d'Archi Ahmed, del argelino Meddi Charef, me introdujo en los barrios y en la jerga de los pied noirs  que habitaban en la banlieu de París y donde malvivían en precarias situaciones

 A los nuevos modos de compra on line, a la distribución de Amazon, se han unido en los últimos meses otros problemas: Las violentas manifestaciones de los chalecos amarillos que obligaban a bajar la persiana a los comercios, los trabajos en la línea del metro que cerraron al público la parada de Saint Michel, el incendio de Notre Dame y la consiguiente merma de turistas francófonos o amantes de la literatura en francés, la crisis del Covid que vació el Barrio Latino... Han sido la puntilla para un Gibert Jeune ya muy frágil.

En la memoria, esos momentos placenteros, buscando títulos y más títulos de una lista interminable de libros que quería comprar. Y también la alegría cuando encontraba uno de ellos, y más  si era a un precio rebajado más de lo normal, aunque eso a veces significase que el libro estuviera algo deteriorado o que el anterior lector hubiera subrayado algunos párrafos.

Cuando después he visitado París con Jose, siempre he vuelto a Gibert Jeune. Formaba parte de la ciudad, como la catedral de Notre Dame, el Museo del Louvre, el Jardín de Luxemburgo, el descafeinado en la cafetería del Pompidou, la compra de una camiseta en Tati, el souvlaki en un restaurante griego del Barrio Latino y la Universidad de la Sorbonne. Borges decía que hasta podría imaginarse un mundo sin árboles, pero nunca podría imaginarse un mundo sin libros. Tampoco sin librerías.  La última vez que estuve en París, compré una biografía de Édith Piaf. Al contrario de lo que ella cantaba en Je ne regrette rien, yo no voy a hacer un fuego con mis recuerdos, porque aún tengo necesidad de los placeres y de los pesares del ayer.









domingo, 28 de febrero de 2021

Un café, un whatsapp y un libro.


LA OPCIÓN GUANELIANA - Prólogo


 

Era una mañana heladora de diciembre de 2020. Nada más entrar, sentí la calidez acogedora de la cafetería, al lado de mi oficina. La taza entre las manos duplicó esa sensación placentera. En la pantalla, el videoclip ‘Si hubieras querido’, de Pablo Alborán. Me entró un whatsapp. Un amigo, con el que intercambio a menudo noticias de lecturas, me mandaba una foto de la portada del libro del escritor norteamericano Rod Dreyer, La opción benedictina, que lleva como subtítulo “Una estrategia para los cristianos en una sociedad post-cristiana”. Me preguntaba si lo había leído. Le contesté que no había tenido el gusto. Conocía de oídas el libro ya que en Estados Unidos lo habían saludado como el libro religioso más importante de la última década. Pero como no soy muy dado a las novedades  ni a los best sellers, lo había dejado pasar. La tesis de Dreyer es que en estos tiempos post-cristianos hay que retomar el espíritu de Benito de Nursia. Los benedictinos, con sus monasterios, con su equilibrio entre oración, descanso y trabajo, con su centralidad en la oración y la liturgia, con su transmisión de la cultura y con su hospitalidad, fueron creando una civilización cristiana en un momento en que la romanidad se había desmoronado y había perdido su fuerza creativa.

Los whatsapps continuaron. Mi amigo me comentó que tenía entendido que alguna otra congregación, a partir de la publicación del libro de Dreyer, estaba redactando su propia opción. Le contesté: “Como cada congregación religiosa publique un libro con su opción, vamos a tener lectura para toda la jubilación”. Y su último watsapp: “Te sugiero que escribas tu opción guaneliana”. Por mi parte, un emoji con los tres monosabios acabó la conversación.

Pero esa misma tarde, cuando andaba por la Senda de la Esgueva, mi cabeza no dejaba de rumiar cómo sería vivir la fe en este siglo XXI desde la “opción guaneliana”. Caminaba a buen paso, y mi mente seguía elaborando titulares a mayor velocidad. Esa tarde apenas presté atención al río, a los árboles, a las tierras recién aradas, al cielo despejado, ni siquiera a los caminantes, corredores o ciclistas con los que me cruzaba.

Al llegar a casa, encendí el ordenador y empecé a escribir este artículo. Y decidí, para no dejarme influenciar, no leer, de momento, el libro de Rod Dreyer.

Las lecturas sobre la espiritualidad de Luis Guanella pueden ser múltiples. Cada seguidor, lector o estudioso, podría escribir su ‘opción’ para estos años que nos ha tocado vivir. Entre tantas posibles ‘opciones’, esta es la que yo propongo. Y por supuesto, abierta a correcciones, enmiendas y sugerencias.

En los próximos domingos, iré publicando los distintos capítulos que conforman esta particular y personal ‘opción guaneliana’ para un creyente de inicios del siglo XXI.





 


jueves, 25 de febrero de 2021

¿Libertad de odio?

 



Las últimas noches hemos asistido, consternados e incrédulos, a las manifestaciones violentas en apoyo de Pablo Hásel, el rapero condenado a unos meses de cárcel por varios delitos de enaltecimiento del terrorismo y amenazas de muerte a personas concretas. Pudiera ser que los violentos defienden la causa del rapero o pudiera ser también que los violentos busquen cualquier excusa para sumarse cada noche a las barricadas. Me imagino que se mezclarán ambos cosas.

Mientras los radicales incendiaban mobiliario urbano y causaban destrozos en muchos comercios, un grupo de personas les suplicaban que no quemasen los coches ni rompiesen las lunas de sus negocios, y los violentos les increpaban: “Sois unos fascistas”. La pregunta que nos debemos hacer: ¿Quiénes son fascistas los dueños de los coches y de los comercios o los violentos? Hemos usado y abusado tanto del término ‘fascista,’ y éste ha tenido tanto éxito en el lenguaje de los insultos que algunos andan confundidos: aplauden a los violentos e increpan a la gente normal que lo único que quiere es vivir en paz con su pequeña tienda de pan y su utilitario para ir al trabajo.  Ya Oriana Fallaci, que había luchado seriamente –y no de pacotilla- contra el fascismo de Mussolini en su época, nos advirtió que había fascismos negros, azules, rojos y verdes. Y esto mismo es lo que estamos viendo ahora.

Lo que ya causa verdadero estupor es que algunos políticos se pongan al lado de los violentos y otros callen con inusitada cobardía. Quien  no denuncia la violencia solo porque la ejercen los que son de su equipo o de su partido, demuestran su catadura moral.

¿Estos políticos, a los que todos ponemos cara, hubieran sido así de condescendientes si la violencia la hubieran ejercido contra su chalet o su comercio, o si esta violencia procediera del otro extremo del arco político?  Creo que la respuesta la conocéis todos.

La violencia nunca puede ser la solución, porque la violencia siempre es el problema. Es fácil prender la mecha, pero no es fácil apagar el incendio.

Comparto con vosotros esta afirmación de Carolin Emcke contenida en su ensayo “Contra el odio”. Dice así: “El odio solo se combate rechazando su invitación al contagio. Esto significa que quien pretenda hacerle frente con más odio ya se ha dejado manipular, aproximándose en eso a los que quienes odian quieren que nos convirtamos. El odio solo se puede combatir con los que a ellos se les escapa: la observación atenta, la matización constante y el cuestionamiento de uno mismo”.

Y creo que esta triple receta es más necesaria que nunca en este país que aún llamamos España, donde con facilidad nos calentamos la boca y a continuación los puños. Es preciso observar atentamente, matizar constantemente y cuestionarse continuamente a uno mismo. La libertad de expresión es un derecho, pero tiene sus límites como todos los derechos. Y los límites de tu derecho es mi derecho, lo mismo que el límite de tu huerto es el surco donde empieza mi huerto. Estar a favor del derecho de expresión no significa estar a favor de la amenaza de muerte o de la incitación a la violencia.

Creo que toda esta violencia ha llegado porque, desde hace tiempo, se está creando un caldo de cultivo donde ejercer la fuerza se está convirtiendo en una especie de ‘normalidad’. Cuando esta violencia se ejerce, se obliga a la democracia a ponerse de rodillas. Nadie debe estar en contra de las manifestaciones, pero sí en contra de que rompan la luna de un negocio o un coche, destrocen los bancos donde se sientan los ancianos, quemen los contenedores de basura y ejerzan violencia contra los servidores del orden público, que son también los que  sacan las castañas del fuego en tiempos de pandemia y en tiempos de nevada.

Curiosamente, los violentos no son los pobres ni los descamisados de épocas pasadas. Muchos de ellos proceden de familias con recursos, han estudiado y han tenido una vida cómoda. Empezaron a radicalizarse como una pose y como parte de postureo de niños consentidos a los que les mola ‘la rebeldía y la revolución”.  Su conocimiento de los problemas del mundo procede de las redes sociales, y en ellas se iniciaron por el camino de haters (odiadores), porque “es divertido odiar”. Tienen motos, van a las playas, comen en bonitas terrazas y por la noche, azuzados por los políticos de su cuerda, salen a destrozar y a incendiar, algo que a determinados partidos les parecen ‘travesuras comprensibles”. En esa masa de violentos encuentran el sentido a sus vidas. Nadie les ha explicado lo que está bien y lo que está mal. Nadie les ha señalado nunca líneas rojas. A la mañana siguiente de sus gamberradas violentas, no tendrán que madrugar, irán a institutos o universidades, tratarán de imponerse sobre compañeros y profesores, a golpe de insulto y grito. ¿Cómo hemos llegado hasta aquí? ¿Y cómo parte de los políticos e incluso de los artistas puede reírles las gracias? Esto resulta incomprensible.

Me sorprende sobremanera el apoyo de tantos artistas a un rapero con letras  y tuits  incendiarios  e invitaciones tan palmarias al odio, a la violencia y al asesinato (“Que explote el coche de Patxi López / No me da pena tu tiro en la nuca, pepero / No me da pena tu tiro en la nuca, socialisto / Que alguien clave un piolet en la cabeza de José Bono / Prefiero grapos que guapos / Merece también un navajazo en el abdomen y colgarlo en una plaza”) por parte de tantos artistas, músicos, cineastas. Me gustaría saber si estos mismos artistas, creo que fueron unos doscientos, han condenado ahora con la misma rotundidad la violencia de las últimas noches.

Sorprende, además, que en una España que tan en serio se toma lo de la corrección política (ahora es impensable contar un chiste de negros, homosexuales, gitanos o mujeres. Baste pensar que una letra de José María Cano fue vetada en TVE porque hablaba de ‘mariconez’, y el mismo ¡José María Cano! Fue tachado de homófobo), y sin embargo tengamos tanta tolerancia para los violentos. Que este rapero reciba tanta solidaridad y tanta simpatía y que los etarras sean recibidos con palmas y aplausos en tantos sitios… da para pensar y para echarse las manos a la cabeza. En algunas conciencias se está incubando un contagio mucho más peligroso que el coronavirus. O quizás es que nuestra sociedad da muestras inequívocas de enfermedad moral.





sábado, 20 de febrero de 2021

Once sonetos del amor oscuro, de Lorca



El 17 de marzo de 1984, los once sonetos del amor oscuro de Federico García Lorca aparecieron publicados en su totalidad en las páginas de ABC. La repercusión fue mundial. Periódicos y revistas de los cinco continentes reprodujeron y comentaron la noticia literaria del poeta español más conocido del siglo XX. Fue Pablo Neruda, en su casa de Isla Negra (Chile), quien encarecidamente había suplicado a Luis María Anson, Director del ABC, que mediara ante la familia de Lorca para que estos once sonetos vieran la luz. La familia los guardaba celosamente. La familia sabía que estos poemas proclamaban, en perfectos sonetos, el amor homosexual de Federico. Y ejerció, durante cincuenta años, una autocensura implacable. Es verdad que algunos de estos sonetos, incompletos, corrían de mano en mano, plagados de errores.

Pero algunos de los amigos de Lorca sabían que existían y se los habían oído recitar. Para Pablo Neruda, los sonetos, que los había escuchado de la propia boca de Lorca, eran lo más hermoso que él había oído, algo sólo comparable a la gran lírica de San Juan de la Cruz o de Quevedo, de Garcilaso de la Vega o de Juan Ramón Jiménez.

Al final, Luis María Anson obtuvo el plácet de la familia de Lorca. Fue en ese momento, noviembre de 1983, cuando los mejores especialistas en Lorca recibieron un sobre anónimo con los once sonetos, para que emitieran su parecer e hicieran la crítica literaria. Desde ese momento, no se hablaba de otra cosa en el mundo literario hispano. Para muchos de ellos eran los mejores poemas de amor de nuestra lengua.

La fama de estos 11 sonetos no ha hecho más que crecer desde 1984. Tenían que haberse llamado “Sonetos del amor”, a secas, pero un verso de uno de los sonetos “Ay voz secreta del amor oscuro”, terminó por dar nombre a todos.

Fernando Lázaro Carreter escribía que “Reducir lo oscuro de los asombrosos sonetos lorquianos a la trivialización en que algunos caen, probablemente hubiera indignado a Federico”. A juicio de este escritor con "amor oscuro” Lorca se refería esencialmente al ímpetu indomable y a los martirios ciegos del amor, a su poder para encender cuerpos y almas, y abrasarlos como hogueras que se queman y destruyen de su propio ardimiento”.

Francisco Giner de los Ríos solicitaba a los lectores: “Dejemos a los Sonetos y a Federico quietos y erizados como enseñando en su mármol definitivo el temblor siempre nuevo que tienen” Y continúa: “Su corazón no era ciertamente alegre. Era capaz de toda la alegría del Universo; pero su sima profunda, como la de todo gran poeta, no era la de la alegría. Quienes le vieron pasar por la vida como un ave llena de colorido, no le conocieron. Su corazón era como pocos apasionado, y una capacidad de amor y de sufrimiento ennoblecía cada día más aquella noble frente. Amó mucho, cualidad que algunos superficiales le negaron. Y sufrió por amor, lo que probablemente nadie supo. Me leía sus Sonetos del amor oscuro, prodigio de pasión, de entusiasmo, de felicidad, de tormento, puro y ardiente monumento al amor, en que la primera materia es la carne, el corazón, el alma del poeta en trance de destrucción”.

Federico García Lorca (Granada 5 de junio de 1898 — 17 ó 18 de agosto de 1936) dominaba como nadie la técnica del soneto, dos cuartetos de endecasílabos y dos tercetos. Los dos primeros con planteamiento y nudo y los tercetos como reflexión y desenlace. Los poetas de la generación el 27 se dedicaron con entusiasmo a la escritura de sonetos. Herederos de Shakespeare, Petrarca, Garcilaso, Góngora o Rubén Darío, reivindicaban los sonetos como el perfecto vehículo de expresión literaria.

Tras su viaje a Nueva York, García Lorca volvió liberado de muchos fantasmas y complejos. Y además ya era un autor de éxito, como dramaturgo y poeta. A partir de entonces se vuelve más explícita su homosexualidad. Ya la ha asumido y no le asusta.

Desde la publicación de los 11 sonetos, e incluso antes, todos han querido conocer quién o quienes inspiraron estos sonetos inmensos. Y las hipótesis se disparan. Y las imaginaciones y fantasías crecen. Todos los estudiosos coinciden que algunos de ellos fueron inspirados por un estudiante de Minas, Rafael R. Rapún, secretario de la compañía teatral La Barraca. Un joven de 23 años. Pero Rapún -3R- como le llamaba Lorca es heterosexual y muchas veces le es infiel con mujeres. La tormentosa relación con Rapún encaja bien con el tono de los sonetos. Otros amores ‘oscuros’ que inspiraron a Lorca pudieron ser Juan Ramírez de Lucas, menor de edad en 1936 y, más tarde, un reputado especialista de arte. La familia, de momento, no ha permitido el acceso al archivo de Juan Ramírez. Y un tercero en disputa es Eduardo Rodríguez Valdivieso. Para algunos un amor literario, pero otros aseguran haber visto las cartas líricas y explícitas que se intercambiaron.

Pero intentar penetrar en la intimidad de un ser humano probablemente no conduce a mucho. El espíritu del poeta está hecho de recuerdos, sueños, ansias, deseos, lecturas, voliciones, circunstancias, estados de ánimo. Todo ello, en un instante de creación, cuaja y se produce el milagro de la perfecta belleza. Por muchos nombres que saquemos a luz, nunca estaremos en la verdad, porque un poema brota, no sólo por las vivencias personales de su autor, sino también gracias a la herencia lírica recibida de siglos. El producto final nunca es la suma matemática de las partes.

Un satisfecho Luis María Anson pudo escribir en aquel lejano 1984: “Los versos de amor que hoy manan de las páginas de ABC como de un hontanar renovado restablecen la verdad sobre imaginaciones desbordadas y ediciones piratas. Nos devuelven, además, la gran lección que brinda la poesía eterna, por encima de las ideologías políticas, a todos los que quieren, como Lorca, la España de la concordia y la conciliación”.











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