"Punto de agua". Fue lo
primero que hicieron los misioneros guanelianos cuando llegaron hace
catorce años a Kinshasa, la capital de la R. D. del Congo: poner un grifo. Un grifo de agua potable en una ciudad de agua
infecta, en una ciudad polvorienta, en una ciudad de miles de niños que no
sabían lo que era acercar su boca a un chorro de agua limpia, acercar su cara y
sus manos al agua incolora, inodora e insípida, como se decía en la escuela. La mitad de las enfermedades -me explicarán en el ambulatorio médico de Kinshasa- está asociada a la ingesta de agua no potable en los países pobres.
Pero
el llamado Punto de agua tiene hoy muchos grifos abiertos. Y cada día entre
cien y ciento cincuenta niños de la calle lo pueden apreciar. En
el Point d’eau, hay unos lavaderos donde unos cuantos niños frotan con sus
manos y escaso jabón su ropa sucia. Hay duchas y hay servicios. La ducha
consiste en dos cubos de zinc llenos de agua. Uno para enjabonarse y el otro
para aclararse. Y esto, de por sí, ya es una fiesta. Pero también una pizarra y
unos cuantos bancos donde poder sentarse y escuchar por primera vez que la
‘eme’ con la ‘a’ se lee ‘ma’ y así sucesivamente.
En
medio del Point d’eau una perola borbotea con su salsa de verduras y de tomate
(recibe el nombre de pondú), mientras
que en el barreño de al lado se amontonan las bolas de fufù (una masa de harina de mandioca mezclada con harina de maíz). Es
la comida segura para cientos de niños, algo con lo que pueden contar, si no
hay suerte en el mercado de Matete para pillar o ‘descuidar’ algún alimento, o
ganárselo por descargar cestas de carbón vegetal o cualquier otro mercancía.
Y
el Point d’eau, significa también la tirita, la venda y el yodo para las
heridas de cada día, las desolladuras, las magulladuras, las mataduras y las infecciones, que son los
achaques propios de quien vive en la calle, de quien hace de la calle hogar,
albergue y escuela. "Las enfermedades de la miseria". Y el Punto de Agua es también sinónimo de escucha y empatía, que son como dos tiritas para el corazón.
Y
para finalizar, el Punto de Agua siempre será un refugio seguro; basta cruzar el
portón para que cualquier niño se sienta a salvo. Y más aún de noche, cuando
los peligros se multiplican. En una sala amplia, desparramados por el suelo,
colchonetas delgadas y algo mugrientas acogen cada noche a más de 80 niños. Dormirán
como duermen los benditos, pero antes de hacerlo sentirán el aliento cálido y
tranquilizador del compañero de raterías, y escucharán las venturas y desventuras de los otros niños habitantes de la calle: esa formidable historia coral que teje, con hilos
rotos y sucios, el tapiz de los niños de la calle de Kinshasa.
Luego,
cuando la tormenta pase, cuando se aleje el matón de turno, cuando el hambre y
la sed no aprieten, será el momento de abandonar de nuevo el Point d’eau,
porque la calle también tiene su fascinación, su aventura, su atractivo, su deslumbramiento y su libertad
canalla. Y una ínfima pero luminosa posibilidad de conquistar el mundo y
convertirse en su rey. La calle no sólo es maldición sino también una fascinante utopía, aunque cueste creerlo.
Puentes: 25 Años de una corriente solidaria. Kinshasa-R.D. del Congo, 2008.
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