Kinshasa. Mwama ndoki. Los niños brujos. Un buen número de niños de la calle ha sido expulsado de
sus casas por considerarlos ndoki (brujos).
Las cosas pueden suceder así. Una familia tiene una racha de mala suerte (la
muerte de un miembro, una enfermedad, la pérdida del trabajo, un robo). Los
padres, o cualquier otro familiar, acuden al berger (el pastor de alguna de las múltiples sectas que tanto han
proliferado y que tan nefastas están resultando en Congo) o al chamán animista,
para que busquen, previo pago, la causa de tantas desgracias. Por algunos
signos (que el niño se haga pipí de noche, que tenga una sonrisa desafiante,
una mirada extraña, alguna señal en el cuerpo, una modo de andar altivo), el berger puede identificar al miembro ndoki en la familia, es decir, la causa
de todas las desgracias.
El
dedo apunta directamente a un niño, con frecuencia al más pequeño. Ya se tiene el
chivo expiatorio. Aquí empieza el drama. Al niño se le puede echar directamente
de casa, pero también se le puede castigar para que deje de ser brujo:
reducirle la comida o tenerle a agua durante días, pegarle, obligarle a beber
agua mezclada con aceite, o acusarle continuamente de ser un brujo.
Pero
se puede pasar a mayores: llevarle al templo de la secta para que le ayuden a
expulsar el demonio: se le deja en ayunas, se hace saber a todo el mundo que el
niño es ndoki, lo que da lugar al
insulto y al acoso, se le puede azotar delante de todos, se le provocan
pequeñas quemaduras y, en algunos casos extremos, se intenta quemarles.
El
niño poco a poco se convence efectivamente de que es un brujo, pero en el
momento que tiene una oportunidad, huye para escapar de una situación insoportable. Ya tenemos un niño en la calle. Mientras tanto, el chamán de turno se ha ingresado sus buenos francos.
La superstición está increíblemente generalizada y tiene un poder sobre los congoleños que ni podemos imaginar. Los familiares, los vecinos, los amigos creen verdaderamente que las desgracias tienen su causa en la presencia de un niño brujo que intenta hacer todo el daño posible a la familia. Por eso es preciso expulsarlo, porque, de lo contrario, las desdichas no terminarían nunca.
La superstición está increíblemente generalizada y tiene un poder sobre los congoleños que ni podemos imaginar. Los familiares, los vecinos, los amigos creen verdaderamente que las desgracias tienen su causa en la presencia de un niño brujo que intenta hacer todo el daño posible a la familia. Por eso es preciso expulsarlo, porque, de lo contrario, las desdichas no terminarían nunca.
Pero
la picaresca también ha entrado en este terreno. A veces, un adulto acusa a un
niño de ser brujo para poderle echar de casa, sin sentir culpa ni pena. Y esto
se da cuando, por ejemplo, un matrimonio se divorcia y se vuelve a casar de
nuevo. Y la nueva mujer -o el hombre- tiene que cargar con los hijos del
anterior matrimonio. Si a esto añadimos que el pan escasea, que la chabola es
pequeña, que el niño es revoltoso o desobediente, tenemos suficientes
ingredientes para que el padrastro, o la madrastra, convenza a su pareja de que
el niño es un ndoki que ha de ser
echado a la calle. Es una manera fácil de quitarse de en medio al hijastro
indeseado.
Ayer
por la noche, una niña acogida en Casa Boboto cantó en lingala esta
canción:
Yo no soy bruja.
Tú me has expulsado,
me has abandonado,
me has echado a la calle,
me has perseguido por las calles,
con un neumático en la mano,
para quemarme
y reducirme a cenizas.
Cuando
me tradujeron del lingala no entendí bien lo del neumático. Me explicaron.
Tras la caída de Mobutu y la subida de Kabila se produjeron numerosos pillajes en tiendas, casas y edificios administrativos.
Para frenar esta ola de robos, se decidió y autorizó que al ladrón pillado in fraganti se le podría
atar a un neumático y prenderle fuego. Durante días la televisión pasaba una y
otra vez imágenes de este castigo atroz. Pero la modalidad tuvo éxito, y a
algunos niños acusados de brujería les fue aplicado idéntico castigo. En la
mayoría de los casos, la sola mención del neumático era suficiente para
aterrorizar a un niño y hacerle confesar su brujería. En el caso de la niña que
cantó esta canción, ella misma pudo escapar cuando algunos familiares
intentaban atarla a un neumático.
El misionero me cuenta un episodio más: pocas semanas antes pide a un antiguo niño de la calle (hoy trabajador en el huerto y todo un mocetón de 20 años), que le acompañe al mercado para comprar víveres. Aparca el coche junto a un local donde se celebra el culto de una de las tantas sectas de la ciudad. El joven empieza a respirar con dificultad, empalidece, le entran sudores y, finalmente, se orina en los pantalones. Cuando el misionero logra tranquilizarle, confiesa entre sollozos: "Vámonos a otro sitio, en este local de culto me hicieron mil perrerías para que confesase que era un niño brujo". Él logró escapar de esa cacería. Vagabundeó por las calles. Recaló en la misión guaneliana. Hoy es un joven trabajador: Pero el recuerdo del terror vivido en su infancia, volvió a paralizarlo de nuevo en cuanto reconoció el lugar en el que había sido insultado y golpeado.
Tal vez sea cierto que una infancia desgraciada es un lastre para toda la vida: Una 'enfermedad' que nunca se cura del todo.
Puentes: 25 años de una corriente solidaria. Kinshasa-R.D.del Congo, 2008.
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